37921.fb2
Las primeras sombras caen rápido en Santiago. Alguien entra al almacén de la esquina y al salir está oscuro. Los viernes por la tarde, los ricos que tienen casa en la playa parten a la costa temprano. Las esposas y los niños esperan en los negocios o las oficinas con las mochilas de los escolares listas y bolsas del Jumbo con comestibles para el fin de semana.
Entre Santiago y el océano Pacífico hay apenas dos horas de viaje. Los pobres se quedan pululando en el centro, nimbados por el smog. Soportan los balazos de los tubos de escape y se inclinan ante el feroz manto gris de las calles. Esa niebla los induce a citas clandestinas con hembras de senos largos y faldas cortas en bares mal calefaccionados que huelen a vino áspero o bien a jugar dados y naipes con los amigotes del colegio o de los viejos barrios. Los santiaguinos se aferran a esas relaciones antiguas. En el camino de la vida, la dictadura convirtió la incertidumbre de las nuevas amistades en probables umbrales de traición.
Ese atardecer, Santoro se llevó otra vez a casa las llaves de la celda con doble reja donde fingía que estaba castigado Rigoberto Marín. «Hasta nueva orden, la condena es a pan, agua y silencio», había dispuesto con mueca agria. Esperó fumando con desgano un último cigarrillo y timbró su tarjeta de salída justo a las siete.
Con el cuello del abrigo subido, enfrentó la helada que siguió al día de tantos trechos azules. Después de una mañana iluminada de sol, las tinieblas en Santiago son gélidas, con el reflejo de los neones en las caras de los obreros que vuelven a casa arrumbados y exangües en las micros.
En una de aquellas micros trepó el alcaide tras comprar La Segunda en el quiosco de la esquina. Entre los sobresaltitos del asfixiante vehículo, sólo pudo fijar la vista en algunos titulares: agentes del gobierno eran investigados sobresueldos ilegales, Chile conseguía triunfos internacionales en tenis, acaso Marcelo Salas el Matador tierarido de Italia a Buenos Aires, una ex reina de belleza se presenta candidata de los derechistas para la alcaldía del elegante balneario.
Varios de los pasajeros tosían o estornudaban a la vez pero nadie se atrevía a abrir una ventanilla. Preferían un contagio que el hielo de ese aire purulento.
Ese que viajaba en el asiento del fondo, en el barrio más largo, el único que está después de la bajada aquel en el que caben apretujados hasta seis personas, el recibe con mayor impacto las caídas en los hoyos de la avenida, el lugar donde los pasajeros no tienen cómo sujetarse cuando los neumáticos pelones frenan en las calles raidas y ruedan por el pasillo si están distraídos, ése, uno ellos, uno de esos seis, justamente el que se cubría la cabeza con un jockey de cuero y orejeras y se envolvía la mandíbula en una raída bufanda de alpaca peruana marca Arequip ese mismo individuo que asediaba al alcaide con expresión, torva y sabía recoger diestro los ojos hacia el piso cuando el funcionario miraba hacia atrás, ése, ése era Ángel Santiago
Las rodillas apretadas para caber en el rincón, recorrió la lengua untando los labios con saliva mientras la boca se le iba poniendo más seca a medida que la micro avanzaba hacia el poniente, y luego rumbo a Independencia, y finalmente. llegaba a la calle Einstein, y frenaba un rato para permiitirle al alcaide bajar en la esquina de la carnicería Darc.
Los faroles de aquellas calles antiguas y deterioradas apenas diluían las penumbras, y los dos hombres, separados por un largo trecho, se internaron en la avenida central hasta tomar a la izquierda un pasaje menor. La postura de ambos difería: grande, cansino, más ancho en su abrigo de piel de camello, el alcaide avanzaba como si bostezara. Iba pensando en sacarse los zapatos, calzarse las pantuflas, brindar con su mujer por el fin de semana con un vaso de vino tinto, y cabecear una ínfima siesta mirando la telenovela de la Televisión Nacional. Así esperaría la cena y acaso tuviera que darle autorización a sus hijas adolescentes para que fueran a sus fiestas de weekend, y enfatizar que las quería antes de la una de vuelta en casa.
El otro hombre no se desplazaba con tamaño olvido y naturalidad. La cabeza más gacha de lo necesario para que el jockey de cuero le cubriera la nariz, iba buscando la línea junto a la pared donde las sombras protegían su clandestinidad. No podía dilatar más esa caminata, pues el alcaide doblaría en la próxima calle, avanzaría por ese callejón de tres árboles, y en un santiamén estaría introduciendo la llave en la casa azulina. Aunque temía que acelerando el Paso podría llamar la atención de su víctima, decidió confiar en sus muelles zapatillas de basketball, y tras cerciorarse de que no había nadie al alcance, saltó felino sobre el hombre antes de que tomase el último recodo.
Se arrancó de un tirón la bufanda que lo cubría y ocultaba, y tirándola por sobre Santoro como un chicotazo de sombra, como un sorprendente murciélago, frenó su marcha sin dar tiempo a que el alcaide alcanzase a defenderse de la brutal presión con que comenzó a estrangularlo. La asfixia lo dejó indefenso y levantó los ojos despavoridos hacia el muchacho, queriendo gritar «perdón» y logrando sólo un barboteo ininteligible.
De rodillas junto al joven, piso todas las Palabras que no pudo decir en la súplica de sus ojos. Ahora el muchacho había dejado caer el jockey, y el rebelde pelo castaño que lo hacía lucir como un ángel de estampas parroquiales se le derramó encima de los hombros. Al sentir que el alcaide se desvanecía, optó por soltar la presión, y le metió la mano por debajo de la chaqueta, le sustrajo la Pistola que cargaba en la cartuchera sobre el corazón. La tiró lejos y el arma hizo un ruido metálico al chocar contra los fierros del desagüe. Ahora podía mover al hombre, casi inconsciente, con la destreza que cambiaba el rumbo de su caballo. Lo arrastró, como si la bufanda fuera una brida, hasta apoyarlo en el tronco del árbol sin hojas.
Aflojó después la presión, seguro de que el hombre no atinaría a nada, paralizado ya por la asfixia y el terror. La primera palabra que dijo fue «piedad», con un tono y un volumen que parecía haber ensayado en muchas pesadillas. En todas esas fantasmagorías se había imaginado que el joven Santiago entraba a un bar de la calle Puente y le clavaba un puñal en la garganta cuya punta reaparecía en la nuca. Siempre había un arma entremedio, pero no una bufanda. No la prenda que él le había regalado con estrategia, pero también con afecto.
– Yo te estimo, chiquillo. Nunca quise hacerte daño. No merezco morir por una locura ocasional -jadeó.
– ¿En serio, alcaide?
– Fue una noche extraña. Estábamos todos como náufragos.
– Como bestias, Santoro.
– Es la vida, es esta vida de mierda que todos llevamos.
– Si piensa así -dijo Ángel Santiago, apretando un poco más la bufanda-, ¿por qué se aferra a ella?
– Por los afectos que uno va creando. Tengo mi esposa, dos hijas adolescentes. Me necesitan, Santiago. No es justo que me mates a metros de mi casa.
El joven cogió la cara del alcaide y la estrelló contra el tronco del árbol. Luego, apretando su cabeza desde el cráneo, restregó su faz contra la corteza hasta que la sangre brotó entre los arañazos. Al alzarle el rostro, pudo advertir que los rasgos del funcionario se habían desfigurado. Trozos de astillas y cortezas se le habían adherido a la sangre y al sudor, y sus labios deformados temblaban.
– Esa noche tuvieron que llevarme al hospital para hacerme una transfusión.
– Yo mismo viajé contigo en la ambulancia. ¿No te acuerdas de eso?
– «Hemorragias múltiples», escribió el médico de turno.
– Pero te sanaste, chiquillo. Estás fuerte, eres libre, tienes la vida por delante. ¿Qué le agregas a tu vida si me matas?
– Dignidad.
El joven puso aun más presión en la bufanda y fue tensándola hasta que los ojos del hombre rodaron por sus córneas. Sólo entonces tiró de la alpaca y fue a apoyarse contra la pared para recuperar el aliento.
– ¿Me oye, alcaide?
– Sí, muchacho -susurró Santoro, jadeando y masajeándose simultáneamente el corazón.
– Entonces oiga bien lo que tengo que decirle.
– Te escucho.
– No he venido a matarlo.
– No te creo.
– Como sea, no lo voy a matar ahora.
– Te lo agradezco, Ángel Santiago. ¿Y cuándo vas a matarme?
– Nunca.
– ¿Hablas en serio?
– Totalmente en serio. Por razones que usted jamás entendería, he cambiado mis planes. Mi futuro no incluye una rata como usted, ni siquiera para exterminarla.
Un transeúnte pasó entremedio de los dos hombres y, precavido, siguió de largo, fingiendo que no los había visto. También en la casa del frente una anciana había corrido la cortina de su ventana, y al ser sorprendida por Ángel Santiago la volvió a cerrar.
– Te agradezco la piedad.
– No es piedad, alcaide. Es frialdad. Es mi cabeza lúcida, que separa desde hoy la paja del trigo.
– ¿Y tu historia de la dignidad perdida?
– Ya no es tema. Si hubiera apretado la bufanda un minuto más, usted ahora no estaría filosofando. Me doy por satisfecho.
– Mis preguntas no son gratuitas, muchacho. ¿Cómo puedo saber si tu perdón de hoy no es más que un arrebato generoso y que mañana no te aparecerás frente a mí en cualquier bar y me atravesarás la garganta con un cuchillo?
– No pretenderá que le dé un papel firmado y con timbre fiscal de que no lo haré.
– Está bien, Ángel Santiago. Te creo.
El corpulento hombre se aferró al tronco del árbol y fue alzándose dificultosamente hasta quedar de pie. Se sacudió el abrigo y quiso avanzar hasta la pistola depositada sobre la reja del alcantarillado. El joven se adelantó y se la puso en el bolsillo de la chaqueta de cuero.
– Ésa se la voy a pedir emprestada por mientras, alcaide.
– ¿Qué tienes entre manos?
– Nada que a usted le concierna.
– Pregunto porque me daría mucha pena verte de vuelta en mi cárcel.
– ¿Me trataría igual que antes?
– No, chiquillo. Te trataría como a un príncipe. Pero si vas a usar el arma, conviene que aprendas cómo funciona.
Los dos se quedaron un largo rato callados, casi inmóviles. Una brisa desprendió algunas hojas secas del árbol y Ángel agarró una al vuelo y se entretuvo raspando su quebradiza textura. El alcaide se sobó el cuello magullado y fue hasta el chico con la mano extendida.
– Si me permites, voy a despedirme. Me esperan en casa.
– Vaya no más, alcaide.
Se estrecharon las manos, pero algo retuvo a Santero en ese lugar Limpiándose con un par de dedos el barro adherido a sus cejas, se animó finalmente a su pregunta:
– Si en verdad no querías matarme, ¿para qué viniste?
Ángel Santiago quebró la hoja que tenía en la mano derecha y luego la fue moliendo hasta pulverizarla.
– Para devolverle la bufanda, alcaide.