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Pasadas las diez de la noche parece que los semáforos de la calle de las Tabernas tuvieran tres luces verdes. Los conductores no les prestan atención a las señales del tráfico cuando se divierten estudiando a las chicas sentadas en las vitrinas de los cafés o a quienes conversan en pequeños grupos con abrigos de piel, medias caladas bajo la minifalda y maquillaje rojo entre las cejas y las pestañas.
Al ingresar en la zona, el joven no pudo impedir que la felicidad lo desbordara. Era como si una ducha de pistones, semejante a aquella que usan para pintar la carrocería de los autos, le hubiera barrido el sarro que acumulaba en sus entrañas. Se sentía limpio, ligero, y al darse cuenta de que estaba a punto de ejercer en plena calle una cabriola de baile, entendió por primera vez a aquellos héroes de los musicales de Hollywood que se ponían a cantar o a bailar cuando caían en éxtasis.
Se había descargado de tantas mochilas que le doblegaban el lomo que ahora se sentía un animal liviano y flexible, ágil de mente y rápido de pezuñas. Dúctil, y tan transparente que le parecía que todo el mundo se daría cuenta de la doble fuente de su felicidad: eso que sentía por Victoria Ponce era muy probablemente lo que en el cine y las canciones llamaban «amor», y la indicación de Vergara Grey de que recogiese del hotelucho las chaquetas jeans de la Schendler sonaba como una señal de que el Golpe había prendido en su alma.
Desde la madrugada, cuando había galopado al rucio ganando su carrera, sentía que la suerte le llovía a raudales, que a su alrededor una patota de ángeles le agenciaban milagros y le provocaban lucideces imprevistas. Esos escurridizos y etéreos señores, diligentes y benévolos, cuidaban de que nada malo le pasara, de que aflojase, por ejemplo, la presión de la bufanda en el cuello de buey del alcaide, librándolo así de un asesinato.
No sólo de ese crimen, sino de ese otro repetido fantasmalmente en noches de insomnio en la celda, cuando se veía enterrándole a Santoro un cuchillo cocinero en la garganta. ¿Por qué el viejo le había cantado esa imagen? Exactamente la figura de su sueño. ¿Acaso la angustia en vez de confundir a los hombres los transforma en videntes? ¿Habían soñado la víctima y él, su verdugo, el mismo sueño?
«Nada malo me puede pasar», se dijo, justo en el momento que pasaba al borde de un auto color cereza, desde donde lo espantaron de su dicha con un bocinazo. La ventanilla del chofer se abrió y por el encuadre del vidrio apareció la cabeza del cuidador de autos.
– ¿Cuándo me vái a pagar las dos lucas, cabrito?
Santiago estaba acostumbrado a ver a Nemesio Santelices con un fieltro amarillo señalizándoles a los conductores cómo estacionar su auto en la calle tan concurrida, pero jamás habría pensado que algún día ese tipo iba a estar sentado al volante. No pudo evitar una sonrisa.
– Falta su resto, amigo -dijo, disponiéndose a seguir alegremente su tranco hacia el hotel.
El cuidador abrió la puerta trasera del coche y le hizo un gesto conminatorio de que entrara. Tras obedecer y tomar asiento, identificó a su lado a la recepcionista Elsa.
– ¿Te acuerdas de mí, chiquillo?
– Claro que sí, la nochera.
– ¿Y qué es de Elena Sanhueza?
– Ése era el nombre falso de mi novia. Está bien, recuperándose de un accidente en la Asistencia Pública. ¿Para qué querían que subiese al auto?
– Aquí nadie nos ve -dijo el cuidador.
– ¿Y qué tiene que nos vean?
El hombrecito se hundió el sombrero hasta las cejas como si al decir la frase se pusiera en evidencia.
– Una vez te vi salir volando del primer piso y caíste vivo.
– Fue una broma de Vergara Grey.
– Ahora queremos evitar que salgas volando del primer piso, pero muerto.
El muchacho se frotó las rodillas y quiso vislumbrar la escena alrededor del hotel a través del vidrio empañado. Elsa se preparó un cigarrillo, abrió una franja la ventanilla y exhaló por allí la primera bocanada.
– Dentro del hotel hay un caballero, no muy distinguido, que te anda buscando para matarte.
– ¿A mí?
– A ti o a Vergara Grey. No he llegado tan lejos en mis investigaciones. Tú me eres bastante indiferente desde que vapuleaste a Monasterio. Pero tú también eres la pista a través de la cual el caballero puede llegar a Nico. Y ése sí que sería un funeral al que no me gustaría asistir.
– ¿Quién es el tío?
– Dice que se llama Alberto Parra Chacón, pero no es su nombre.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¡Bah! Cuando tú entraste por primera vez al hotel sabía perfectamente que no te llamabas Enrique Gutiérrez.
– Usted me puso ese nombre.
– Les pongo ese nombre a todos para no olvidarlo ni entrar en contradicciones si algún día me interroga la policía. También a Alberto Parra Chacón lo inscribí como Enrique Gutiérrez.
– ¿Y si alguien lo llama por teléfono?
– Eso es problema de Gutiérrez y del que llama, no mío.
Ángel Santiago sacó una peineta de su mochila y aprovechó el espejo retrovisor para darse un par de manos en la melena.
– ¿De dónde sacó que ese tío nos quiere matar?
– Una deducción muy simple. ¿Por qué un hombre toma la habitación vecina a la de Nico? ¿Por qué desde que entra no sale de ella y está echado en camiseta sin mangas sobre el sofá con una Browníng calibre 38? ¿Por qué cuando mandé a la mucama a hacer la habitación de Vergara Grey salió despavorido al pasillo con el arma en la mano?
– No sé de nadie que me quiera matar, señora Elsa.
– ¿No le has comentado a alguna persona lo que preparas con Vergara Grey?
– Todo el mundo cree que preparo algo con el profesor, pero él ya no quiere guerra. Lo único que desea es vivir como un jubilado con su familia.
– Conozco bien a Teresa Capriatti y sé que si no le lleva plata a la casa no va a volver a entrar allí.
– ¿Pero adónde la llevan todas estas reflexiones?
– A lo siguiente: Alberto Parra Chacón es alguien que quiere o matarlos o participar en el Golpe.
– ¡¿Qué Golpe, por la cresta!
– Si muestra pistola es porque sabe que lo que ustedes están preparando requiere, además de robaburros y artistas de la ganzúa, cojones para matar, si es necesario. Debe de saber que el Golpe no es cosa de mariquítas.
– Por decirme eso mismo casi estrangulo a su amante, doña Elsa.
– Lo digo en un sentido figurado. Me consta que le diste una paliza en la cama a la señorita Sanhueza. Pero si el Flaco no fuera un ladrón, la víctima que busca tendrías que ser tú.
– ¡Yo! Lo único que tengo en mi prontuario es haberme robado un caballo. Nadie me va a matar por eso.
– ¿Y la colegiala?
– No entiendo.
– La muñeca que te estás vacilando, ¿no tendrá otro amante, por si acaso?
– Doña Elsa: ¡las telenovelas le tienen comido el coco!
– ¿O un padre que quiera vengar el honor de su hija?
Ángel Santiago apretó la manilla del auto y la abrió con furia.
– Voy a sacar un par de cosas de don Nico de la pieza.
El cuidador de autos se le cruzó en el camino impidiéndole que avanzara. Con un llavero de control remoto hizo saltar la tapa de la maletera.
– En esa valija están todas las pilchas de Vergara Grey.
– ¿Por qué?
– No queremos que el maestro entre en el hotel y el gángster le haga daño. Y a ti tampoco. Si sabes dónde está, llévale sus cositas.
El joven se frotó algunos segundos los párpados y quiso recapitular en ese relampagazo lo que había sido su vida insomne en las últimas cincuenta horas. ¿Lo querrían así sus ángeles o debía mandar al carajo a esa vieja mitómana? Dejó entonces que la boca hablara antes de que se pronunciara la razón.
– Está bien. No entraré al hotel. Yo le llevo la valija.
El cuidador la levantó de la maletera, se la pasó, y simultáneamente hizo una señal a un taxi para que frenara. La sonrisa del hombrecito reveló esta vez que le faltaba el canino derecho. Igual que un comediante actuando el rol de portero de un hotel de lujo, Nemesio Santelices abrió la puerta del taxi, introdujo la maleta y luego a Ángel Santiago tomándolo del codo. Después puso la mano en el bolsillo de la chaqueta, produjo dos billetes de mil y se los enterró en la palma de la mano.
– Me estaría debiendo cuatro lucas, concha’e tu madre.