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Hay discusiones acerca de si la idea original fue de Vergara Grey o de Ángel Santiago. No cabe duda, sin embargo, que ambos planes fueron desarrollados en la Academia de Ballet Coppella, una vez que su propietaria y docente resultara estimulada con un honorario de treinta mil por el mes corriente y otro por parecida cantidad a cuenta de las deudas originadas por Victoria Ponce en el trimestre anterior.
La sorpresiva aparición de ese patrimonio hizo que la dama, quien se presentó ante don Nico, con golpes de pestañas dignas de una vampiresa, como Ruth Ulloa, proporcionara a los socios sendas colchonetas, par de frazadas, y hasta una lamparilla que ambos declararon necesitar para estudiar el plan en la noche.
Por cierto, la bien mantenida ex bailarina fue puesta en conocimiento por los dos varones del plan A, visible para quien quisiera fisgar sobre la mesa de arquitecto que a título de préstamo aportó el arquitecto Charlín del estudio vecino, pero se le mantuvo en riguroso incógnito sobre el plan B del Enano Lira, que incluía parcial movilización en los eficientes ascensores de origen alemán marca Schendler.
Victoria fue depositada -«a plazo», le dijo seco Ángel Santiago a la viuda Ponce- en la humilde casa de la madre, quien no reaccionó con ningún tipo de sorpresa ni de alarma cuando vio bajar del taxi a la colegiala acompañada de un hombre de bigotes grises pespuntado por canas y a un jovenzuelo hiperkinético y arrogante, quien fue hasta la pieza de la muchacha como si le perteneciera.
Preguntada la señora sobre si había notado la ausencia de su niñita en los últimos días, replicó que en efecto, a la hora del desayuno, había advertido que la sopa de minestrones que le había aliñado con perejil para la cena de la noche anterior seguía sin consumir en el microondas.
Vergara Grey le expuso que Victoria había tenido un pequeño desmayo, que él la había recogido en la calle y llevado al hospital, que había pasado una noche en observación, que no era nada grave, y que ahora iba a quedar un par de días en reposo antes de que se recuperara plenamente. La madre quiso contar algo de la fatídica historia que pesaba sobre la familia pero fue detenida por el joven y cambió de discurso, opinando que su hija padecía de anorexia, enfermedad que afecta a las bailarinas y a los jinetes, quienes deben mantenerse en los huesitos para rendir profesionalmente.
Efectivamente ése era el caso, decretó conciliador Vergara Grey. Y le pasó un kilo de carne para cazuela envuelta en papel de diario con instrucciones de que le preparara una sopita de vacuno donde no faltara ni una papa cocida, ni el trozo de zapallo, ni un trecho de choclo, y hasta algo de ají y cilantro, mezcla que seguro devolvería el color a las mejillas de la señorita Ponce.
Pasado mañana la pasarían a recoger a ella y a la hija tipo nueve de la noche, y cuando la mujer le indicó plañidera que ella nunca salía de noche por causa de su depresión, don Nico le dijo que mucha depresión para arriba y mucha depresión para abajo, pero si mañana no estaba lista a las nueve, vestida con su mejor traje sastre y su medio kilo de colorete en las mejillas, él personalmente la iba a sacar a rastras de la casa aunque estuviera -«perdone estas palabras inusuales en mí, señora»- en pelotas.
Por su parte, Victoria Ponce, tendida en el lecho junto a una limonada y dos aspirinas, no parecía darse cuenta de las turbulencias que había enfrentado para estar viva. Acariciándose una y otra vez el pelo con la mano derecha, se limitó a dar una información y una pregunta, de suyo contradictorias: una, que no quería vivir, y dos, si la profesora de ballet la admitiría en su academia esa noche.
El joven dejó pasar la primera pensando que era un coletazo inevitable de la degradación que había llevado a la chica a querer autodestruirse, pero se interesó vivamente en la segunda, y afirmó que la maestra la esperaba mañana en la noche con la coreografía de la Mistral.
Desprovistos hasta de monedas para el autobús, los socios rumbearon a pie por la noche hacia la academia de ballet, y para hacer más tolerable la caminata se detuvieron ante el edificio donde Canteros y sus guardias guardaban el tesoro de sus chantajes, y estuvieron fumando un cigarrillo mientras los pesados camiones de la Municipalidad de Santiago descargaban los enormes basureros grises de basura y la molían.
Vergara Grey bromeó calculando que uno de esos toneles de plástico, lleno de billetes, podría llegar a pesar unos treinta kilos y un millón de dólares. «¿Usted cree que el gordo Canteros tiene tanto en el buche?», preguntó esperanzado su socio. Y el profesional le dijo con tono didáctico que, por menos de eso, no valdría la pena dar el Golpe. «Pero -agregó- ése es el plan B. Atengámonos al tema A, que es el que urge por ahora.»
El plan A convocó esa misma noche a Ruth Ulloa, Ángel Santiago y Nicolás Vergara Grey sobre la mesa del arquitecto Charlín en la academia de ballet, después de que las últimas alumnas habían terminado sus ejercicios en la barra y abandonado el local. Al centro de la tabla lisa y bien pulida, el profesor extendió un papel de gran formato y lápices de diferentes colores que le permitieran resaltar claramente la misión de cada cual.
Responsabilidad de la profesora Ulloa sería el transporte de su radio Zenith verde con los dos enormes parlantes, así como el CD que incluía la música de Luis Addis, notablemente distinta de su Canto para una semilla sobre las Décimas de Violeta Parra. La compositora de Gracias a la vida al fin y al cabo era sureña, chillaneja, por más señas, y la Mistral venía de los valles del desierto próximo a Vicuña.
Amenizó la jornada un termo de café que se repartió a pequeñas dosis, pues la noche era larga, los detalles muchos, y la táctica incierta. La maestra Ruth les contó a los hombres que, enterada de que la historia de su propio padre había inspirado a Victoria a acudir a Los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, ella decidió a su vez contratar al compositor Addis, quien procedió a elaborar la pieza para ballet tomando como motivo un fenómeno del norte chileno llamado «el desierto florido».
Repentinamente, producto de una lluvia insólita en esos parajes, la riqueza de minerales y sales de esos espacios yermos hace que la tierra, la arena y hasta los montes revienten de la noche a la mañana en la vegetación de un alucinante vergel, algo semejante a un fugaz paraíso. Según el compositor, la textura de su melodía combinaba esa mutación con la idea de la poeta que arranca el cuerpo del amado desde el féretro al cálido lar del universo: «Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada.»
En nueve minutos y cuarenta segundos la contracción de una penitente comenzaba lentamente a poblarse de ternura mientras la llovizna iba despertando las flores profundas del desierto hasta hacer de todo el paisaje la casa común de los hombres: la luz tendría a su vez que ir desde la oscuridad a la penumbra, de ésta a la sombra vaga, de allí al gris con perfiles, hasta que un rayo verde, o una modesta franja naranja, haría parir en la bailarina el cuerpo del amado que transportaba a la gracia.
Cuando la maestra terminó su relato, los dos socios (del plan A y B) miraban hondamente en sus pocillos de café, y la mujer tuvo la sospecha de que no habían entendido ni un rábano.
– Es decir -quiso iluminarlos-, toda la trama de la música y la danza es una metáfora. ¿Me entiende, don Nico?
Vergara Grey se metió un dedo en la oreja y se la rascó profundo, como si arrancando un poco de cerumen el significado de esa lección le resultara permeable.
– Sí -dijo, con una sonrisa de disculpa, porque la respuesta era «no».
Impulsivo, Ángel Santiago proclamó que, conociendo el temple pacifista del maestro, él se haría cargo del arsenal, y al mismo tiempo de las Fuerzas Armadas, vale decir en este caso, del cabo de la comisaría de Güechuraba, Arnoldo Zúñiga. Y anticipando su voluntad de que nada impidiera el buen desenlace del plan, estableció sobre el mesón de dibujo tanto el revólver que le había birlado al alcaide Santoro como la palidez de la aún buena moza coreógrafa Ruth Ulloa.
Con un disimulado puntapié que Vergara Grey acertó en la rodilla al muchacho, minimizó la ofensiva bélica de éste, y arrojando a la vez con una falsa risa el arma al canasto de basura y mirando su reloj, propuso que suspendieran las bromas, pues el tiempo apremiaba.
El acelerado muchacho tendría que hacerse cargo sólo de convencer al cabo, mientras que él hablaría -anotó vía lápiz verde en el papelote- con la maestra de dibujo doña Elena Sanhueza, con la socia de Monasterio, doña Elsa -que tan bien les cuidaba a ambos el pellejo-, y hasta con el mismísimo alcaide Huerta.
Ahorrativo, Ángel Santiago decidió abstenerse del taxi, y viajó apiñado en micro, rumbo a la comisaría de Güechuraba. Esperó en el establo, dándole cariño a los animales, hasta que uno a uno éstos fueron montados por los carabineros que salían a hacer sus rondas. Con los cascos de los caballos que se alejaban se produjo quietud e intimidad en la comisaría. Sólo el encargado del libro de partes transcribía algunas infracciones de tránsito logrando que la esforzada caligrafía le hiciera salir la punta de la lengua entre los labios. Se presentó delante de Zúñiga imitando el saludo militar de llevarse dos dedos al quepis que no tenía.
– ¿Se acuerda de mí cabo Zúñiga?
Dos segundos apenas tardó el uniformado en pasar de la extrañeza al reconocimiento. Se levantó efusivo para abrazarlo al tiempo que le decía:
– ¡Pero cómo me voy a olvidar del dueño del rucio! ¿Qué es de esa joyita?
– Seguí su consejo, pues. Lo llevé al hipódromo y está inscrito para la Primera del Chile.
– ¡Recacha, la mansa ni sorpresa!
– El Charly de la Mirándola le tiene harta confianza.
– No será para tanto. ¿Cuánto me dijo que ponía en los mil doscientos?
– Uno quince, uno dieciséis…
– Ojalá que llueva, hay caballitos que se afirman mejor en el barro. ¿Y cuál es la gracia del animal?
– Milton.
– ¿Como el locutor de fútbol Milton Millas?
– Eso.
– Voy a pasar a la sucursal a jugarle un boleto.
– El Charly le tiene confianza.
Un ordenanza le llevó al uniformado su paila de jamón con huevos revueltos, y tras echarle abundante sal, se la fue sirviendo con alegre apetito. Le indicó al joven una banana sobre el escritorio:
– Sírvasela.
– Gracias, mi cabo. Ya desayuné.
Después de algunas cucharadas que culminó limpiándose con una toallita Nova, el carabinero se echó satisfecho sobre el respaldo del asiento y miró amable al muchacho.
– ¿Y qué lo trae por aquí, joven
Esa pregunta trivial y cotidiana desencadenó tal rubor en Ángel que sintió que sus manos comenzaban a mojarse por la súbita transpiración.
– ¿Se acuerda cuando me dijo que cualquier problema que tuviese diera su nombre?
– «Cabo Zúñiga, comisaría de Güechuraba, para servirlo.»
El joven tragó la saliva acumulada y echándose el pelo hacia atrás levantó la barbilla y dijo con tono trascendente:
– Bueno, pues, necesito su ayuda.
El oficial entendió sin más palabras que venía una confidencia, golpeó con una uña algunas migas caídas sobre el escritorio y fue a cerrar sin ruido la puerta.
– Dígame.
– Me imagino que usted, con su experiencia de ese lado de la ley, ya se habrá formado una idea de mí.
El uniformado se sentó en el borde del escritorio y cruzó los brazos.
– En primer lugar, que usted está al otro lado.
– Rehabilitándome.
– Nadie es perfecto en este barrio, y en Chile mucho menos. ¿Y en qué puedo servirlo?
– ¡Puchacay! ¿Cómo se lo dijera pa’que entendiera?
– Anímese. Hablar no es un delito. Siempre y cuando no sea un intento de soborno -recapacitó-; ahí los carabineros somos inflexibles.
– No, mi cabo, se trata más o menos de lo contrario.
– ¿Qué sería?
– Un préstamo.
El cabo Zúñiga saltó del escritorio, cogió la banana y, mientras hablaba, no dejó de golpearla contra la palma de una mano. Sonrió casi con piedad.
– Ahí sí que la embarró, amigo. Pedirle plata prestada a un carabinero es como asaltar la alcancía de un mendigo. Tenemos los peores sueldos de Chile. Si no fuera por el seguro de salud y la oficina de bienestar que nos regala leche Nido para las guaguas, más nos valdría ser cesantes. Participaríamos en las protestas tirándoles piedras a los pacos.
El hombre se rió con franco buen humor y, envalentonado por esa buena racha, Ángel Santiago buscó su proximidad y le dijo, confidente:
– En verdad no es un préstamo en metálico. Se trata de una ayuda que sólo usted puede darnos.
– ¿Darnos?
– Humm
– ¿Es una historia larga?
– Si tuviera la bondad de escucharla con paciencia…
– ¿Tan larga que mientras me la cuenta podría comerme el plátano?
– Un cacho entero de bananas.
– Voy a escucharla, pero si me aburro lo corto.
– De acuerdo.
– ¿Cómo se llama ella?
– ¿De dónde se dio cuenta de que se trataba de eso?
– Cachativa policial. ¿Nombre?
– Victoria Ponce.
– ¿Edad?
– Diecisiete años.
– ¿Prontuario?
Ángel hizo rodar un cigarrillo entre los dedos, y aflojándole así un poco el tabaco, fue hasta la ventana, miró la cordillera, y tras pedir fuego contó la historia de la muchacha sin omitir detalle. A las diez llevaba quince minutos de relato y pudo advertir que el carabinero estaba tan inmerso en éste que cuando sonó el teléfono dijo brusco «que llamen más tarde», y colgó de un hachazo.
Siguiendo esa intuición que le inspiraba la visión del cielo abierto, las nubes deshilachadas por la brisa y el rodar de las carretelas en el empedrado rumbo a La Vega, hizo una síntesis completa de su vida desde la salida de la cárcel, omitiendo dos puntos que no concernían en absoluto a su petitorio: el Golpe de Lira y el bufandazo propinado la noche anterior al respetable alcaide de la Cárcel Central.
En los tres últimos minutos, bajando aun más el tono confidencial, entró a terreno dinamitado, y le planteó la petición, diciendo que si bien no esperaba de él una reparación institucional para la muchacha -«de eso se encargarán tarde o temprano otras generaciones o las leyes»- sí quería su ayuda para el éxito de su proyecto en el nivel de su sencillo corazón de chileno uniformado, de abnegado servidor público y de padre de familia.
Cuando el joven terminó su discurso, el cabo Zúñiga había adelantado los labios y los tenía unidos fuertemente con dos dedos, en señal de meditación. Su mirada se perdió en la muralla como si tratara de descifrar alguna figura en la mancha café producto de la humedad. Deshizo su postura y revisó la posición de todos los objetos que tenía en el escritorio. Al descubrir la cáscara de la banana, de un solo manotazo la hizo aterrizar en el papelero.
– ¿Y? -se animó finalmente Ángel, hablando como si estuviera en puntas de pies.
El cabo Zúñiga dispuso de medio minuto para abrocharse un botón más apretado el recio cinturón reglamentario, y luego dijo con una sonrisa sin alegría:
– Vamos a dejar la cagada.