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TREINTA Y SIETE

«Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos», había cantado Víctor Jara en Te recuerdo, Amanda, y ésa fue la melodía que durante toda la tarde Ángel Santiago silbó entre dientes. Claro que ellos necesitaban un poco más: exactamente diez minutos. Tanto como se extendía la pieza musical del compositor Addis. Pero durante ese ínfimo lapso en la historia de la galaxia debería estar «todo pasando», según la expresión que habían acuñado los jóvenes en Chile en la última década.

El dinero salió de alcancías, colchones, cuentas de ahorro, recortes a la lista del almacén, préstamos no autorizados de la caja chica del bar, colecta entre los cuidadores de autos de la calle de las Tabernas, anticipo sobre el desahucio de la profesora de dibujo, visita a la casa de empeño de Vergara Grey con el anillo nupcial que otrora Teresa Capriatti había calzado en su dedo previo al beso santificado por Dios, renuncia al cine dominical de Mabel Zúñiga y vástagos, aporte de De la Mirándola, quien donó uno de los billetes azules con que apostaría por Milton el sábado, e innumerables detalles, entre los que acaso habría que destacar el obsequio de corbatas de seda italiana al elenco masculino de la conspiración que hizo la deliciosa viuda Alia Chellew en su tienda de Providencia.

El elenco se reunió en el café Poema de la Biblioteca Nacional, donde todos posaron de fanáticos lectores hasta que a las diez de la noche Vergara Grey pudo constatar que no faltaba ninguno de los cómplices y comensales. El viejo profesor de delitos les había encarecido elegancia y puntualidad, y nadie había defeccionado.

Fue decidido hacia la columna del fondo. Allí se apoyaba Victoria Ponce con el espinazo muy vertical, la cabeza erguida, una pierna cruzada sobre la rodilla de la otra, en la posición del cuatro que le exigen a la gente para saber si pueden conducir el coche aun después de haber bebido mucho: el rostro limpio, ni una gota de maquillaje, sólo la tenaz palidez herencia de su reciente enfermedad.

– ¿Te sientes bien, chiquilla?

– Maravilloso, Vergara Grey.

– ¿No crees que después de todo lo que hemos trotado juntos ya podrías tutearme y llamarme Nico?

– Por ningún motivo, maestro. Me gusta pronunciar su apellido y mantener el respeto del usted. Vergara Grey suena como el nombre de un político, o de un filósofo. Así como Ortega y Gasset.

– Mi familia está vinculada a la inventora del teléfono Miss. Grey. Pero le robaron la patente en secretaría.

– ¿Cómo seguimos de aquí en adelante, profesor?

– Es tu vida. Después, nosotros tenemos que poner en marcha la nuestra.

– ¿Quiénes?

– Ángel Santiago y yo.

– ¿Dan el Golpe?

El hombre miró alrededor cauteloso y volvió severo a la muchacha.

– Una cosa después de la otra. Si sale bien la chilindririada de esta noche, a lo mejor lo interpretarnos como una buena señal.

– ¿Cuánto falta?

– Cinco minutos.

Ángel Santiago dio la orden de salir a calle Moneda y caminaron hasta Mac Iver, siguieron hacía San Antonio, doblaron en dirección a Agustinas y allí, a media cuadra, divisaron el radiopatrulla de la comisaría de Güechuraba con las luces de señalización parpadeando y la sirena del techo tirando ciclos rojos sobre el asfalto húmedo.

En cuanto el grupo se juntó con el cabo Zúñiga, éste desenfundó ante todo el mundo el revólver de su cartuchera, y fue el primero en hacer su entrada por el acceso de artistas seguido de los invitados, que se anudaron compactos en torno a Vergara Grey. Cuando el carabinero puso el revólver a centímetros del guardián, Ángel palpó el arma del alcaide Santoro en su bolsillo y decidió fulminantemente que no vacilaría en usarla llegado el caso.

– ¿Qué pasa? -preguntó el funcionario, haciendo ademán de coger el teléfono.

– Mientras menos pregunte, más rápido nos iremos.

Vamos a allanar el teatro.

– ¿Allanarlo?

– íbamos a hacerlo hace una hora, pero decidirnos esperar que saliera hasta el último espectador de la vermouth.

– ¿De qué se trata?

– Tenemos información de que entre el público que había hoy en la ópera se encontraban dos terroristas.

– ¡No me diga!

– Y nos consta que pusieron una bomba para volar el Municipal. Nosotros venimos a desarticularla.

– ¡Qué horror, mí teniente. ¿Y por qué alguien querría atentar contra este templo del arte?

Ángel Santiago se adelantó y expuso convincentemente el revólver a centímetros de la nariz del guardia.

– Justamente porque hay personas que sienten que la que aquí está ocurriendo es una profanación. Una ópera,, sobre ese bandido chileno, Joaquín Murieta, que nos desprestigió en Estados Unidos, escrita por el comunista Pablo Neruda, compuesta por el comunista Sergio Ortega, etcétera. ¿Me entiende?

– ¿Y usted quién es, joven?

– Detective Enrique Gutiérrez, de la Brigada de Homicidios.

Se tocó la chaqueta una fracción de segundo para que el guardia no alcanzara ver que bajo la contrasolapa no había más que el carnet falso de la Schendlen

– ¿Y qué debo hacer ahora?

– Usted y el personal, ponerse a salvo. ¿Quiénes quedan aún?

– El técnico de la caseta de iluminación, los acomodadores, el personal de limpieza.

– Dígales que vengan urgente a portería sin darles más detalles.

– Sí, mi teniente. ¿Debo llamar al alcalde?

– Por ningún motivo. No queremos que un hecho que tiene intención política desborde el aspecto policial.

– Le quieren bajar el perfil.

– Exactamente.

Las ampulosas cortinas de lujosa felpa fueron corridas manualmente por el propio Ángel Santiago, la coreógrafa Ruth Ulloa ubicó la radio Zenith sobre una bañadera de la escenografía de Fulgory muerte de Joaquín Murieta, y precisó el punto adecuado de volumen para no dilatarse cuando la Joma ballerina estuviese dispuesta, el cuidador de autos Neniesio Santelices pudo acertar con la palanca que encendió hasta la última lágrima de la portentosa lámpara sobre las cabezas del auditorio, y por su parte, con la misma técnica que empleaba para palpar las intimidades de las cerraduras de las cajas fuertes, Vergara Grey dio con los botones que en el control de mando le permitieron concentrar un spot en el centro del escenario.

El resto de los aficionados al ballet se sentaron solemnes en la quinta fila de platea, lejos en todo caso del lugar donde podría estar la eventual bomba terrorista -bromeó el cabo Zúñiga-, y tras intercambiar palabras de mutua felicitación por los esfuerzos en elegancia e ingenio que les habían permitido el ingreso al templo de las artes, todos se callaron simultáneamente cuando la bailarina Victoria Ponce se posó delicadamente en el epicentro del foco de luz otoñal, y con el gesto afirmativo que usa una soprano para indicarle a la pianista acompañante que ataque, le dio la orden a su maestra de que apretara la tecla de la radio con la música compuesta especialmente para ella por el señor Addis.

Ángel se mantuvo en una punta del escenario, deseoso de compartir la misma visión que su amada tendría de la sala cuando iniciara el baile, y al sentarse apoyado en el cortinaje que había abierto con destreza, puso el arma a la vista de todo el mundo, como un mensaje tácito de que si alguien intentaba interrumpir el espectáculo, debería atenerse a las consecuencias.

Tampoco Vergara Grey se ubicó en la fila de los privilegiados. Por mucho que la inminente culminación de un sueño que el azar le había puesto en el camino estuviese por efectuarse, su responsabilidad de coautor material del delito lo hizo permanecer de pie frente a la puerta, en caso de que policías reales o funcionarios histéricos quisieran interrumpir la velada.

Y entonces don Nemesio Santelices bajó la palanca del lamparón y gradualmente las lágrimas se apagaron, y no hubo otra luz en la sala que la que caía tenue sobre la muchacha, quien recibió el primer acorde del piano en cuclillas, como orando por el amado ausente.

Eran las veintidós horas cuarenta y cinco minutos cuando comenzó el recital de danza a cargo de Victoria Ponce en el teatro Municipal de Santiago de Chile.