37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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TRES

Así mismo se había imaginado su Santiago: los feroces autobuses, los transeúntes zambulléndose en la escalera de] metro, las motos con sus explosiones, los oficinistas encorbatados cargando sus portafolíos, la marca de mujeres con sus jerséis colorinches y las minifaldas rebanadas poco más abajo del vientre aunque el frío les pusiera los muslos morados, los quioscos salpicados de periódicos, donde anunciaban la cárcel para autoridades del gobierno, y revistas satinadas con mujeres desnudas en sus carátulas.

– ¡Mi ciudad! -gritó-.

¡Mi Santiago! Echó a caminar por el centro, y los roces o tropezones con la gente le dieron una nueva energía. Sintió, mientras inhalaba y exhalaba con la maestría de un atleta, una hambre feroz y profunda: podría devorarse dos o tres de esos hot-dogs completos del portal Fernández Concha, donde el pan flauta que contenía la salchicha se repletaba con una torre equilibrista de puré de palta, tomate picado, una línea de ají El Copihue, una masa de repollo agrio, a la alemana, y encima de todo, la frenética coronación de la mayonesa y la mostaza. Eran sándwíches para morderlos con dos bocas, ducharse el pecho de la camisa con sus inestables ingredientes, untarse la nariz y hasta los ojos en el carnaval voluptuoso.

Pero su hambre era inversamente proporcional a su dinero. Las dos monedas que le tintineaban en el bolsillo apenas le alcanzarían para un par de panes, dos tristes marraquetas, desnudas y precarias. Pensó que la pobreza era una segunda cárcel, pero desechó la consideración derrotista con un puñetazo al aire: mejor morir comiendo el smog de las calles que ahogado en la celda. Si el hambre arreciara, robaría. Una manzana en la verdulería, un paquete de galletas Tritón en el almacén. El juez no podría condenarlo. El abogado Fernández, colega de presidio, le había enseñado la fórmula mágica para librarse fácil del castigo. Si lo agarraban tendría que alegar «hurto famélico»: «Robé comida porque de otra manera moriría de hambre.» «Es la única figura jurídica que en Chile favorece a los pobres, todas las otras los hacen picadillo», decía Fernández con un gesto patricio que lucía extravagante entre rejas.

El hambre y el frío lo hicieron caminar más rápido. Avanzó azuzado por los golpes de la mochila en su espalda y la felicidad de sentirse sano, pleno y, sobre todo, de no necesitar la podrida bufanda del alcaide para abrigarse. Esta caminata ponía toda su sangre en ebullición, él mismo era su calefacción portátil, la réplica a la baja temperatura que humillaba el cuello de los transeúntes haciendo que hundieran sus narices prácticamente en sus propios ombligos.

No la nariz de él, no ese espolón altivo que aspiraba el smog de Santiago como si fuera aire puro de la cordillera. Con esa misma gracia y potencia que lo hacía sentir más vivo, más entero, más joven, más hombre, rebanaría alguna vez la yugular del alcaide. No ahora, cuando el depravado contaba con su ataque, pero sí dentro de unas semanas, dentro de un mes, una vez que él se hubiera habituado al miedo y saliera con sus compinches a un bar de mala muerte a beber cañas de vino.

Entonces en el vértigo de una borrachera amarga. El mantel blanco tendría bordados de copihue y las sillas estarían remendadas con cintas de empacar. Buscaría un minuto de soledad, acaso cuando el tabernero entrara al baño, prendería la quijada de Santoro con los dedos enfundados en guantes blancos, y tras dejar expuesta la yugular, le acertaría con la navaja en la artería. Tal vez todos los que se daban vuelta al verlo pasar carecían de un objetivo en la vida. Iban de una anonimilla en otra sin que nada iluminara sus vidas.

No él. No Ángel Santiago. Claro -se apoyó en el poste del alumbrado- que los viejos condenados a perpetua habían ejercido el rito contra él con más perversión que deseo, con más ganas de humillar que de desahogarse. Eran hombres conducidos por un código del resentimiento y la falta de formación. Hacérselo a él, educado en un buen colegio, capaz de recitar un par de versos y sacar el tanto por ciento de un soborno al guardia sin calculadora, era una forma de decirle que su belleza y su cultura les valía hongo. Aquella madrugada en la enfermería no supo sí sobre su cuerpo fluía más sangre que lágrimas, ní cuál de ambas ardía más. Pero de esos materiales estaba hecha su decisión. Nunca sospechó que la amnistía le abreviaría el destino.

Antes de entrar al pasaje céntrico, repleto de peluquerías, cines rotativos, reparadoras de calzados y compraventas, miró con cariño el reloj que Fernández le había puesto en la chaqueta de cuero en la celda: «Tú vuelves a un mundo en el cual podrás cargar cada minuto de significado. Aquí las horas sólo marcan el transcurrir de la nada.»

Le dolía en el hígado tener que desprenderse de ese recuerdo, pero carecía de otra cosa para transar en la compraventa. La voluminosa y desteñida chaqueta, por ningún motivo: no sólo lo protegía del frío, sino que le daba cierta apariencia ruda que le convenía cultivar en una ciudad como Santiago, cada vez más llena de tíos pendencieros. Por otra parte, las chicas se sentían tentadas por el aire desmañado de las prendas de cuero viejo, que les evocaban algunos héroes de la pantalla. Al no tener actores a mano, cuando se topaban con algún chico forrado en cuero y con olor a tabaco negro se hacían la ilusión de vivir una especie de aventura, aunque la única excitación sería probablemente algunos ramalazos de sexo en cualquier motel barato.

Frente a la compraventa se encontraba la escalera que conducía al cine rotativo subterráneo, y encima de la boletería, aún cerrada, un afiche proclamaba las virtudes del film de esa semana: «Una japonesa engañada por su marido se venga de él acostándose con medio mundo.» El título era Emmanuelle en el paraíso de la lujuria, y Ángel se acercó hasta el afiche intrigado, no tanto por la promesa de la película como por una muchacha alta y delgada que había puesto prácticamente su nariz sobre el vidrio para leer los nombres del reparto y que parecía soportar apenas el peso de una mochila sobre un antiguo sobretodo masculino en el cual podría meter dos veces su ligero cuerpo. Allí, junto a ella, experimentó la profunda emoción de percibir otra vez la tibieza y la ternura que emanaba un cuerpo de mujer. Cuando entró a la cárcel, apenas dos incidentes sexuales lo separaban de la virginidad, y las aventuras que soñó tener en su celda durante años fueron en el fondo mucho más excitantes que ese par de revolcones reales a cielo abierto en el campo antes de que sucumbiera en la desgracia.

Puso su mejilla muy cerca de la cara de la muchacha y leyó el reparto japonés como si se tratara de héroes familiares tipo Brad Pitt o Leonardo DiCaprio:

– «Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu, Katsurrori Hirose.»

La chica se dio vuelta a mirarlo, y acomodándose la mochila sobre el hombro izquierdo, le sonrió. Esa mínima gentileza, prácticamente borrada de su vida desde hacía años, animó al joven a sacar de su chaqueta la cajetilla de cigarrillos y a ofrecerle uno. La chica lo rechazó con un gesto tajante, y él se puso el cigarro en la boca y en un segundo lo tuvo encendido y humeando. «Cuando se sale de la cárcel -pensó-, un tabaco es lo más cercano a un amigo que se puede encontrar.»

– ¿Vas a entrar a verla?

– No me tinca. ¿Tú?

El muchacho apartó la bocanada de humo impidiendo que atacara los ojos marrones de ella, y sin leer los nombres del afiche, dijo:

– Un film con Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu y Katsunori Hirose no puede ser malo.

La sorpresa iluminó los pómulos de la chica.

– ¿Córno hiciste para aprenderte los nombres?

– Soy un fenómeno inútil -contestó-. Leo algo y no se me olvida nunca más.

– Ojalá tuviera ese talento. A mí en el liceo me va pésimo justo porque tengo mala memoria.

– ¿A qué liceo vas?

– Iba. Estoy suspendida.

– ¿Y qué haces, entonces?

– Esperando que abran el cine. Con este frío no hay otro lugar donde meterse. ¿Y tú?

La chica le indicó su abultada mochila.

– Yo vengo de un viaje. Del sur.

– ¿Y dónde vives?

– Recién llegué a la estación. Buscaré algo por ahí.

Estiró la cadena elástica imitación oro, se sacó el reloj del reo Fernández y le mostró la esfera. Una mitad la ocupaba un radiante sol guiñando un ojo, y la otra una luna menguante sobre la que reposaba una lechuza. La muchacha se rió:

– ¡La parte del sol brilla! -exclamó.-Y si fueran las once de la noche destellarían esas estrellas alrededor de la luna.

– Parece un reloj de Las mil y una noches.

– ¿Cuánto crees que me darían por él si lo vendo?

Ella lo pesó en la palma de la mano, como si tuviera experiencia en el asunto.

– Es muy original. No había visto nunca uno así. A lo mejor te pagan una fortuna.

– No creo. Es pura hojalata japonesa. Como la película.

Le hizo un gesto para que lo acompañara a la compraventa y puso el reloj sobre el mostrador de vidrio. El dependiente fichó de dos pestañeadas a la pareja, y recién entonces levantó el objeto y lo hizo balancear como si fuera la cola de una abominable rata.

– Aquí no compramos artículos robados.

El tono del comerciante aceleró la sangre del muchacho e instintivamente metió la mano al bolsillo y apretó la navaja. Pero en seguida aflojó la presión sobre el arma y para calmarse arrastró un rato las suelas de sus zapatillas Adidas sobre el parquet.

– Es un regalo de mi padre cuando cumplí la mayoría de edad.

El hombre tiró el reloj sobre el vidrio simulando un bostezo.

– Todos cuentan lo mismo. Que las medallitas de oro o los relojes tienen para ellos un enorme valor sentimental pero que se ven obligados a venderlos por una urgencia. ¿Es lo que me iba a decir?

– Me robó las palabras de la boca, señor.

El dependiente le sonrió a la chica y lo palmoteó en el hombro.

– Así sí podemos entendernos.

– ¿Cuánto me da?

– Treinta mil pesos.

– Mire que es un reloj que separa el día de la noche. Anuncia cuando son las 10 de la mañana o las 22 horas. No hay otro como éste.

– Es una separación estúpida.

– Aunque sea inútil, caballero, es una choreza que otros relojes no tienen. Es un reloj poético. De noche titilan las estrellas.

– Aquí tienes treinta y cinco, chiquillo, y agradéceme que no te pido la boleta del origen de la mercadería.

Ángel Santiago se metió los billetes en el bolsillo y aspiró hondo el soplo de viento helado que se filtraba por el turbio portal. Salieron hasta la calle y él la tomó de un brazo y la fue conduciendo hacia la plaza de Armas.

– En el portal Fernández Concha hay una cafetería donde te sirven los hot-dogs coronados con tantos acompañamientos que tienes que abrir así tanto la boca para mascarlo. Hace más de dos años que sueño con masticar uno de ésos.

– Te acompaño.

– ¿Y el cine?

– Es un rotativo. A la hora que llegues funciona.

– ¿Vas seguido a él?

– A veces. Es decir, depende…

Él le pasó el brazo por un hombro y la ayudó a cruzar San Antonio.

– ¿Depende de qué?

– Apenas te conozco. Depende de tantas cosas.

– ¿Por ejemplo de que no estés suspendida del colegio?

La chica se animó con esa excusa que le proponía y contestó con tono alegre:

– Exactamente.

El local se llamaba Ex Bahamondes y el muchacho le preguntó a uno de los doce diligentes mesoneros que hacían volar lomitos, cervezas, pollos dorados y hotdogs completos sobre la muchedumbre de clientes si acaso el ex del título podría significar que los «completos» ya no era tan buenos.

– Mejor que antes, patrón -replicó el dependiente-. Le garantizo que cuando lo muerda la salsa le va a chorrear hasta el ombligo. ¿Quiere dos?

– Yo no -dijo la muchacha.

– ¿No tienes hambre?

– No.

– ¿No te enojas sí me como uno?

– Al contrario.

Entonces, sobándose las manos y estirando cada vez más la sonrisa a medida que le iba agregando salsas y vegetales, el joven cantó su pedido:

– Un supercompleto. Ponga la vienesa larga dentro del pan, caliéntelo en el microondas, agréguele una línea de chucrut, dos terracitas de palta, un bañado de picadillo de tomates, su resto de puré de papas, y corónemelo con una capa de mayonesa surcada con una hilera de ají rojo y otra de mostaza.

Al primer mordisco, la profecía del garzón se cumplió y el fluido de mayonesa y tomate saltó sobre la chaqueta de cuero. La chica le aplicó una docena de servilletas de papel sobre el cierre metálico y lo alentó con un gesto a que siguiera comiendo. Cada cierto tiempo, Ángel Santiago anunciaba con un dedo que se disponía a decir algo, pero optaba por aplicarle otro mordisco al sándwich y, mientras mordía con apetito, parecía rumiar las palabras que diría más adelante cuando dejara de amasar la exquisita masa sobre su lengua.

Los vidrios del local estaban empañados y la aglomeración de funcionarios haciendo su pausa de almuerzo abrumó la atmósfera de un calor sofocante.

– Necesito aire -dijo la muchacha.

El joven compró dos cartones de leche y atravesaron la calle hacia la plaza de Armas. Se tendieron sobre los bancos de madera y reclinaron los pies sobre sus respectivos bultos: él la mochila con sus pertenencias traídas de la cárcel, ella la cartera con los útiles, libros y cuadernos escolares.

Ella se abrió el abrigo exhibiendo un uniforme liceano con una insignia indescifrable sobre el jumper.

– ¿Desde cuándo haces la cimarra

– Desde hace un mes. Me echaron del colegio y todavía no me atrevo a decírselo a mi madre.

– ¿Y qué haces?

– Me levanto en las mañanas, hago como que voy a clases, doy vueltas por aquí y allá hasta que abren los cines rotativos. Después veo una o dos películas y vuelvo a casa.

El joven consideró con el entrecejo fruncido la posibilidad de que la lluvia se desatara. Todas las nubes encima eran negrísimas: algunas compactas y abultadas, otras deshilachadas y veloces.

Ella también subió la mirada y aprovechó para peinarse la cabellera con los dedos. Cuando bajaron los ojos, se encontraron en una súbita intimidad. Ella le sonrió, y él estimó atractivo y viril no hacerlo. Simplemente le mantuvo la mirada mientras se apartaba el agua de la frente.

Se llevaron simultáneamente los cartones de leche a la boca, y al beber, un relámpago se desprendió entre las nubes y un feroz estruendo rodó por el cielo. Ambos levantaron la vista hacia esas nubes hostiles, volvieron a mirarse a los ojos y saborearon sus leches como si estuvieran en un primaveral picnic campestre. Ella se limpió con la manga del abrigo la blanca estela que quedó sobre sus labios simulando un bigote, y al advertir que también el joven tenía su nariz embadurnada, se la secó con un dedo.

La lluvia irrumpió con goterones y la chica hundió los hombros, refugiándose en sí misma. Él no le prestó atención al agua que caía y recibió la gracia del sorbo blanco que inundaba su estómago como una bendición.

– Esto es lo que soy -le dijo a la muchacha-. Soy absoluta y totalmente este momento. No tengo casa ni amigos, ni un pasado, ni nada que quiera recordar, ni dinero, pero sé que seré feliz. Soy un estómago con un delicioso supercompleto alojado en mis entrañas, y ésta es mi ciudad de hielo y barro. ¿Cómo te llamas?

– Victoria.

– ¿Y te dicen Vicky?

– Sí, pero prefiero que me llamen Victoria. 0 la Victoria; es más alegre.

Ella miró hacia el cielo, secándose el líquido que se le filtraba por la nuca. Al bajar la vista, descubrió que desde el bolso del muchacho se asomaba una bufanda de alpaca marrón, y espontáneamente tiró de ella y se la puso hecha un rebozo sobre el pelo.

– Sácate eso -le dijo el joven, áspero.

– ¿Por qué?

– Porque esa bufanda está contaminada.

– ¿De qué?

Él no respondió. Se la arrebató en forma brusca y, sin doblarla, la apelotonó de vuelta en la mochila. La sonrisa de ella pareció deshacerse en la lluvia.

– Esa bufanda pertenece a alguien que desprecio. Prefiero que un río de lluvia me arrastre hasta la muerte antes que deberle un favor a esa persona.

– ¿Por qué no la tiras, entonces?

– Va a serme útil en algún momento.

Ella se arrancó el espacioso abrigo y lo puso en forma de toldo sobre el cuerpo de ambos. En esa calurosa oscuridad siguieron bebiendo los cartones de leche. Entonces ella se rió, sólo de verlo ahí tan cerca y tan serio, y se acordó de los juegos de infancia con sus primos cuando simulaban que la sábana era una tienda de indios, y ellos hablaban un lenguaje de esquimales rozándose las narices. Y cuando esa risa se expandió en el espacio tan íntimo, Santiago sintió a su vez que el vaho de ese buen humor hacía astillas la coraza de frialdad e indiferencia que le había permitido enfrentar los rigores de los últimos años, y algo espeso y mustio terminó de deshacerse en él con la velocidad de una fiebre.

Palpó la mejilla de Victoria y luego llevó la punta de un dedo hasta sus labios, se los recorrió solemne, y cuando ella advirtió que sus gestos tenían esa concentrada gravedad, paró la risa y se dejó hacer seria y expectante.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó en un susurro.

– Santiago. Ángel Santiago -contestó Ángel Santiago con un guiño.