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CUARENTA Y TRES

Coincidieron en que para trepar más allá del último piso había que llevar una escalera alta que no cabría en el minúsculo espacio del ascensor. Tampoco tendría que ser exageradamente alargada, pues desbordando el espacio del nivel donde estaba la caja fuerte podría astillarse contra el techo. La única solución posible era encontrar una escala con bisagras, que pudiera doblarse y desdoblarse hasta alcanzar al menos unas tres veces su tamaño. De no hallarse o fabricarse este artefacto, no quedaba otra que adiestrar a don Nico a trepar la soga en un gimnasio vecino donde hacían sus ejercicios de rescate los bomberos.

Una breve visita al local y sucesivos intentos de Vergara Grey por trepar no más que fuera un metro acabaron con esa esperanza y casi con las manos del maestro, que al resbalar sobre el cáñamo terminaron considerablemente dañadas.

– Tengo que salvar estas extremidades para la proeza mayor. De nada me serviría subir hasta la diestra de Dios Padre, si después no tengo deditos para manipular mis herramientas.

El joven quiso entusiasmarlo con algunas correrías sobre el cordel y ciertas piruetas de gimnasta dejando caer la cabeza mientras sus piernas se enrollaban en la soga. Semejantes proezas no le produjeron vértigo al muchacho, que las cumplía con exactitud y voluptuosidad, sino al maestro, quien salió de allí y se precipitó a la botica del barrio a adquirir aspirinas.

De modo que recorrieron el barrio, acompañados esta vez de Nemesio Santelices, buscando obreros de la Telefónica que estuvieran reparando tendidos de cables sobre los postes o instalando nuevas líneas para sus clientes. Solamente ellos tenían esas escaleras portátiles que acortaban o extendían a voluntad, y si lograban birlar una, ya nada ni nadie podría parar el Golpe.

Las herramientas modernas las consiguió gratuitas del buen padre de un criminal joven que pasaba una perpetua en la penitenciaría de Río de Janeiro y quien se alegró infinitamente de que éstas fueran bendecidas por los digitales de Vergara Grey antes de que el tedio las oxidara. El hombre no pidió nada a cambio, y aunque el maestro le insinuó que si las cosas se daban no faltaría una recompensa, el padre dijo que no habría para él otra alegría que abrazar a su hijo libre, y que mientras eso no ocurriera, el dinero, y por qué no decirlo, la vida, le resultaban indiferentes.

La escalera de marras fue ubicada en una transitada esquina de Américo Vespucio, y los tres delincuentes se armaron de paciencia y cigarrillos, dando saltitos sobre las baldosas para ahuyentar el frío, hasta que el técnico que reparaba un semáforo ubicado al centro de la arteria, sujetado por un arco curvo, resolviese el problema y descendiera.

Al ocurrir esto, el colega que manejaba la camioneta fue a ayudarlo para doblar la gigantesca escalera en varios trozos, y una vez del todo plegada se disponían a subirla al vehículo, cuando fueron interrumpidos por Nemesio Santelices -«yo, muchachos, porque si me agarran a mí, no pasa nada»- con la novedad que en el interior del bar había una llamada de la gerencia para los técnicos de la Dirección del Tránsito. El hombrecillo los condujo hasta los lavabos del bar, y con el índice enfático en dirección al fono descolgado, los dejó en un diálogo con la señora Elsa, gran cajera, cortés recepcionista y mejor amiga.

En tanto, Vergara Grey y Ángel Santiago descendieron con la escala hacia el andén del tren subterráneo y tomaron en pocos segundos el último vagón, que los llevó con eficacia, seguridad y rapidez a destino, vale decir, al edificio de Servicios Canteros, donde les solicitaron a los mismos guardias ya conocidos que les guardaran la escalera hasta el día siguiente cuando, a temprana hora, irían a completar el reemplazo de la polea. ¿Ningún problema? Ningún problema, señores.

La señora Elsa, por su parte, les tenía copias de la llave del coche Chevrolet de Monasterio y se había comprometido personalmente a que su patrón no echaría de menos su joyita hasta la tarde del próximo día, pues el hombre recién sacaba su vehículo del garaje tras una larga siesta: «adoraba tanto al sol, que prefería no gastar al astro rey con su mirada», era su texto favorito en las reuniones sociales de bohemios.

Según mapas que forraron otros dos libros (a saber A caballo entre milenios de Fernando Savater, y Chile, país de rincones de Mariano Latorre, edición Zig-Zag de 1962, en cuya cubierta aparecen un caballito y un jinete al modo de las cerámicas de Quinchamalí), una vez que el auto de Monasterio llegara con Victoria y Vergara Grey a cierta encrucijada del desvío de la carretera longitudinal hacia la cordillera, debían aún viajar una hora al oriente, hasta encontrar a la izquierda del río Maipo un rancho que tendría elevada la bandera suiza en vez de la chilena, no en un ataque a la soberanía de la patria, sino como un esporádico aviso de que allí mismo los recogería el baquiano que los haría atravesar a lomo de caballo la cordillera de los Andes rumbo a Argentina.

De este modo, no quedaba consignada en ninguna compañía aérea a qué país específico volaron, y nadie entre los semicómplices en Santiago tendría que conseguir dinero para tres pasajes. El arriero sería beneficiado en la cumbre de algún cerro andino desde el mismo botín que abrirían a campo descubierto, cerca del sol, y untados por las veloces nubes que pasaban abofeteando los cerros.

La señora Elsa -por favor, Elsita, por Diosito Santo tendría que hacerle un servicio muy especial y secreto a Ángel Santiago. No podrían enterarse ni Vergara Grey ni su Victoria. Cuando estos dos hubieran partido en el coche, él iría con una parte del botín a agradecer los buenos oficios que los habían mantenido a los tres vivos hasta ese día de gloria. En algún momento del sábado, aparecería él en persona con una bolsa de plástico de La joya del Pacífico, para repartir raudamente dinero a todos y cada uno.

Vale decir a la muelle madame Sanhueza, a la espigada miss Ruth Ulloa, a la melancólica madre de su novia, al eterno Santelices, a Charly de la Mirándola y a la mismísima Teresa Capriatti, si ésta anduviera con ánimo de descender hasta la plebe.

Deudas pendientes con el alcaide Huerta debía cancelarlas mucho después por secretísimas vías diplomáticas, y podría olvidarse sin más del cabo Zúñiga, quien le había declarado en una inolvidable tertulia, a las patas del rucio, que ningún carabinero de Chile se dejaba ni sobornar ni propinear por mucho que pelaran el ajo. Lo que había hecho por Victoria era un dictamen de su corazón, y las consecuencias las pagaría con estoica felicidad.

– Todo lo que tiene que hacer, Elsita, linda preciosa, es reunirme a estos campeones en el bar. Yo les hago de Viejito Pascuero, cada uno se queda con su bultito, y yo desaparezco con rumbo que ni Dios ni el diablo pueden saber.

– ¿Y Victoria Ponce? -preguntó la cajera, ariscando la nariz.

– Bailará.

– ¿Dónde?

– En Río de Janeiro, en Londres, en París… En cualquier ciudad donde no llegue Canteros porque lo meterían preso.

– ¡Londres, entonces, pues, mijito!

– ¡0 España con Garzón, mamita!

Sellaron el pacto con varios besos en las frentes y las mejillas.