37921.fb2 El Baile De La Victoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 46

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CUARENTA Y SEIS

La lluvia no era torrencial, pero lo suficientemente fastidiosa para que los pocos transeúntes tempraneros agacharan el lomo bajo ese azote escurridizo. La vista en la calzada, algunos se protegían con el periódico que ha ian comprado en la esquina y que aún no leían.

El guardia quiso saber qué harían con esa escalera telescópica, de modo que Vergara Grey le explicó con lujo de detalles la verdad: necesitaban llegar a un lugar prácticamente inaccesible, pues tenían indudables señales de que la polea atrancada casi producía roce con el techo.

Pusieron el familiar cartel «en reparaciones», desconectaron el servicio automático y subieron, apartándose del ensayo general, sólo hasta el penúltimo piso.

– Sería una pena tener esta escaleraza y no estirarla algunos metros más, socio -apuntó Vergara Grey.

El motivo secreto, sin embargo, era otro. En caso de un incidente serio, los rufianes de Canteros echarían abajo la puerta del ascensor en el mismo piso de la oficina, y Ángel Santiago sería bañado en municiones antes de apretar el dedo sobre el botón de descenso. Un piso, por magra que fuera la distancia, le daría al chico aire para intentar la fuga. Si bien no explicitó este fundamento, a medida que soltaba con la mano los pernos del techo, aprovechó de instruirlo.

– No hemos hablado de esto, chiquillo. Pero si llegas a escuchar balazos o cualquier ruido extraño, por ningún motivo subas a curiosear lo que está pasando.

– Se olvida de que estoy armado, maestro.

– Eso, ni en última instancia.

– Yo no lo voy a dejar solo a merced de esos pistoleros. Quiero saber qué pasa y ayudarlo.

– Te puedo satisfacer la curiosidad de antemano. Si tú entras a la cámara del botín, me verás tendido cuan largo soy, boqueando sangre a borbotones. Una vez que hayas empalidecido con el espectáculo, los amigos del guarén te propinarán sin pestañear la misma dosis y con buena suerte quizás alcances a arrastrarte hasta mí y extenderme la mano, que yo apretaré fraternalmente. Pero no alcanzaré a decirte «adiós, compañero» porque me habrán acribillado hasta la lengua. Sujeta los pernos, muchacho.

El chico acató la orden y puso las piezas en el bolsillo de su chaqueta.

– Haré como usted dice, maestro. Pero se me hace que ha estado leyendo mucha literatura tétrica.

– Ni tanto. Leí el cuento ese de ChéJov del que me hablaste.

– ¿En serio, profesor?

– Me interesó mucho.

– Pero el cuento no es de ChéJov. Chéjov es el personaje del cuento. El autor se llama Carver, Raymond Carver.

– ¿Cómo haces para retener cosas tan complicadas

– Acuérdese de que tengo buena memoria, Vergara Grey. Aún me sé todas las respuestas a las preguntas del examen que le tomaron a Victoria.

– ¿Te acuerdas del desayuno?

– Naturalmente.

El joven apoyó la escalera en el muro metálico izquierdo de la cabina, trepó por ella y ayudó al maestro a levantar el techo hasta que consiguieron apoyarlo en la pared con menos bullicio que la vez anterior pero con suficiente ruido como para llamar la atención de algún eventual vigía.

– Esperemos un minuto -susurró don Nico, poniéndose un dedo sobre los labios.

Ángel Santiago asintió y se frotó fuertemente la frente, como tratando de llegar a algo en su interior. Al cabo de un tiempo prudente, habló con sigilo:

– ¿Quiere que le cante su desayuno, socio?

– Bueno, pero calladito.

– «Dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas, cuatro tostadas, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas.»

La cara de Vergara Grey se puso tan roja como la de los borrachines que actúan de Santa Claus en los grandes almacenes durante la Navidad. Se apretó simultáneamente el corazón y el estómago e, inflando los cachetes, quiso detener la marcha incontrolable de la risa que pugnaba por salir, hasta que vencido terminó arrojando un silbido asmático.

– ¡Me vas a provocar un infarto, bestia!

– Nadie se ha muerto por una carcajada, maestro.

– ¿De qué te ríes tú ahora?

– De su apetito. Sumando unos con otros se llega a veinte panes.

Santiago se aferró al cable, lo trepó a pulso, y una vez arriba, continuó el despliegue de la escalera que había iniciado don Nico en la plataforma. A esas alturas, y en forma simultánea, advirtieron que el espacio de la cabina no les permitía accionar el tercer tramo de la telescópica, y en un segundo, sin darle tiempo a la cautela, el especialista abrió la puerta del ascensor, sacó un tramo de escalera hasta el piso y ubicándola ligeramente en diagonal consiguió que Ángel la extendiera hasta la dimensión que precisaban. Volvió a cerrar y le indicó al muchacho que bajara a fumarse un cigarrillo.

– Superado el imprevisto, llegó la hora de actuar.

Encendieron los tabacos y, frente a frente, sentados en el piso, las espaldas apoyadas en las paredes, casi rozándose las rodillas, fumaron en silencio. Vergara Grey inspiró el humo, lo soltó de a poquito hacia arriba y dejó una estela delgada.

– Chéjov -dijo entonces.

– ¿Maestro?

– Quería comentarte: Chéjov y su esposa están en un hotel de la costa francesa. Esa noche se siente muy mal, la mujer manda a buscar al médico, éste va, y cuando ve que Chéjov no tiene remedio y ya agoniza, llama a la recepción y pide que manden para arriba una botella del mejor charnpagne con tres vasos. ¿Es así o me equivoco?

– Igualito que como lo está contando, profesor.

– Entonces llega el mozo, el médico abre el champagne, el corcho salta para cualquier lado, los tres beben, y al poco rato Chéjov muere.

– ¡El gran Chéjov, don Nico!

– Conforme. Al día siguiente el mozo vuelve a la habitación con un jarrón con tres flores amarillas y no tiene la menor idea de que Chéjov ha muerto.

– Hasta aquí va bien.

– Le quiere entregar el jarrón a la mujer, pero ella está como ausente, apenada, bueno, es que ha muerto Chéjov.

– Efectivamente. Entonces viene lo del corcho.

– Justo. El mozo está ahí, con las dos manos sosteniendo el jarrón, todo compuesto, me lo imagino así como muy elegante y pituco, cuando de repente, zas, descubre en el suelo el corcho de la botella de champagne. Y entonces le baja la desesperación por recoger ese corcho que destruye todo el orden de la habitación. ¿Correcto?

– Eso es lo que escribió Carver.

– Entonces la viuda le pide que vaya a la mejor empresa de pompas fúnebres de la ciudad y le diga al dueño que se haga cargo de todo porque Chéjov ha muerto. Que camine altivo como si Chéjov mismo estuviera esperando las tres flores amarillas. Pero mientras la viuda le da las instrucciones, el chico con el jarrón en las dos manos sigue pensando en cómo recoger el corcho de la botella de champagne que está a sus pies. ¿Es eso el cuento?

Santiago escupió una mota de tabaco desde la punta de la lengua, y poniendo una mano en la rodilla de Vergara Grey, le dijo:

– Efectivamente. Así es más o menos el cuento.

El afamado profesional apoyó ahora la cabeza en la lámina de acero y avanzó con la mirada hacia la profunda oscuridad del túnel hasta el techo. Del maletín de cuero extrajo la linterna e iluminó el pedazo de muro falso que el Enano Lira había preparado desde su tiempo de mecánico en la Schendler.

– Es decir -continuó, fumando-, Chéjov está muerto y el problema del chico es cómo recoger el corcho del piso.

– Yo diría que ése es uno de los temas del cuento. ¿Por qué se quedó tan pensativo, don Nico?

Con los dedos el hombre se masajeó los huesos de los pómulos, como si quisiera relajar una tensión, y luego puso el cabo del cigarrillo en el cenicero.

– Por esto. Así como yo traje el cenicero, el joven quiere levantar el corcho.

– Bien pensado, profesor.

– Es decir, si ese joven y yo estuviéramos en el naufragio de un gran trasatlántico (ponle tú el Titanic) y los vidrios de la cabina estuvieran sucios, ese joven y yo los limpiaríamos.

– Según lo que me cuenta y lo que veo, diría que sí.

– Es decir, en la vida se da junto lo grande y lo pequeño. Pero como estamos siempre viviendo en lo pequeño no alcanzamos a darnos cuenta de qué parte de lo grande es lo pequeño que hacemos.

– Ése sería un gran tema de filosofía, que usted podría discutir latamente en mi hacienda con Victoria Ponce.

– ¿Tú no me entiendes?

– Algo pispo, profesor. Pero no se me olvida a lo que hemos venido.

– Es cierto.

– Usted mismo dijo el otro día la frase del presidente Aylwin: «Cada día tiene su afán.»

– Qué memoria que tienes, cabrón. Retienes más que un elefante.

– ¡Que un perro callejero, Vergara Grey!

– ¿Cómo lo logras? Yo para acordarme de mi propio nombre tengo que mirar todos los días mi cédula de identidad.

– Igual que los perros. Delante de cada árbol levanto la Pata.

– ¿Qué idiomas hablas tú?

– Castellano.

– Ahí llevamos uno. ¿Otro más?

– Por el momento sería todo. Algo de inglés sé.

– ¿A ver?

– One dollar, mister, please. ¿Usted?

– I should move the stones of Rome torise and mutiny.

– Eso suena lindo, maestro. ¿Qué significa?

– Shakespeare. «Haría que hasta la piedras de Roma se sublevaran.»

– Profesor, realmente me conmueve. Nunca me imaginé que podría citar a Shakespeare.

– He estado preso en varias oportunidades. Algunas veces con gente honorable, y otras con ingleses.