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CINCO

Victoria condujo a Ángel Santiago por la escalera de la academia hasta el sótano, y desde allí lo fue llevando hacia la sala de ensayos. La calefacción funcionaba a pleno gusto, y el joven se apoyó contra la pared mientras la chica hablaba con la maestra. Una media docena de adolescentes hacían flexiones apoyadas en las barras, o construían piruetas girando en la punta de los pies. La maestra tenía su pelo gris muy ceñido sobre las sienes y un trazo de rimmel le daba especial peso a las pestañas, que parecían saltar sobre su rostro pálido. Victoria volvió hasta él trayéndole un banquito.

– Te da permiso para que te quedes.

– No sé qué puedo hacer aquí.

– Mirar.

Corrió hacia la otra punta de la sala, se desprendió de la falda y quedó vestida con una malla de bailarina. La profesora puso sobre la tapa superior del piano un manojo de llaves, reunió con una orden al sexteto de muchachas e inició una melodía marcando fuertemente con los pedales los tiempos.

Al principio, el joven se interesó por las figuras y hasta se entretuvo cuando cuatro de las chicas se tomaron con los brazos cruzados e hicieron una coreografía de precisión mecánica. Pero tras media hora, cuando todas se fueron a las barras y sufrieron las correcciones que la maestra les hacía golpeándolas suavemente con un puntero, se aburrió de esa disciplina, y sin tener otra cosa al alcance que el bolsón de la colegiala, se dedicó a hurgar en él.

El cuaderno de matemáticas estaba lleno hasta la mitad, y las operaciones con prácticas de álgebra habían sido corregidas por el maestro con horrorosa pulcritud. La calificación al final de cada página sólo difería entre mala, muy mala y pésima.

El archivador de castellano contenía un poema de Gabriela Mistral al cual Victoria le había aplicado un poderoso marcador amarillo en dos versos: «Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada.»

Ángel siguió hojeando los folios con ejercicios gramaticales y listas de sinónimos y contrarios, y pudo advertir que en cuatro o cinco páginas aparecían los dos mismos versos de la Mistral escritos casi con el tamaño de una consigna y destacados además con marcadores de distinto color.

Al final de un texto de Óscar Castro, «Tarde en el hospital», Laura había escrito «tanta gente en todas partes muriendo». En el cuaderno de música encontró un cancionero con letras de Elvis Costello y algunas líneas de la Novena Sinfonía de Beethoven.

El calor fue secando su ropa húmeda y entonces abrió la mochila para ver con qué arsenal contaba desde ahora en adelante. Derramó todo en el suelo y lo fue ordenando con la punta de un pie descalzo: la bufanda del alcaide, dos camisas, dos slips, un jersey de cuello marinero más su chaqueta de cuero ajada y con el cierre metálico descompuesto. Había dos libros: Corazón, de Edmundo d’Amicis, y Tres rosas amarillas, de Raymond Carver. «Para regalárselos a cierta personita», pensó con una sonrisa.

Luego llegaría la noche y tendría que buscarse un lugar donde dormir. En ese mismo estudio no faltaban colchonetas donde tenderse, y si la calefacción funcionaba hasta la mañana siguiente, el problema estaría resuelto.

La otra cosa sería compartir un hotel parejero con Victoria, idea doblemente absurda, pues no habían intercambiado ni un beso y carecían de dinero para pagar anticipado, como era la costumbre en los volteaderos. También podrían ir directamente a un hotel de alcurnia, y a la mañana siguiente hacerse humo valiéndose de cualquier estratagema. Pero seguro que le pedirían su documento al ingresar, y al otro día tendría a todo el cuerpo de investigaciones tras sus pasos. Pésimo negocio.

Quedaba, por tanto, la opción de los parques, las plazas y la pulmonía. Maldita gracia le haría cambiar la celda de la correccional por un camastro en la Asistencia Pública entre ancianos moribundos.

Victoria vino con la profesora y lo presentó como su hermano de Talca. Ella quiso saber a qué se dedicaba y a él se le ocurrió decir que tenía un terrenito en el campo y que estudiaba agronomia. Total sabía que cerca de esa ciudad pasaba el río Piduco, que en todas partes hay pasto y vacas, y que no faltaban uvas en las parras. La maestra le retrucó que era una carrera con futuro por el tema de las exportaciones a Asia, y él tuvo la gentileza a su vez de halagarla encontrando que la danza era una profesión aún más promisoria, ya que en la tele se veía que todos los chicos y las chicas estaban loquitos por bailar, y todos los que no estaban en la tele luchaban sólo para estar algún día bailando en ella. La profesora le dijo que el baile de esa academia no conducía a la tele, sino a escenarios de prestigio como el teatro Municipal de Santiago, o el Colón de Buenos Aires, siempre y cuando, claro, se tuviera talento para la danza. Ángel Santiago consideró del todo atinado preguntar qué se entiende por tener talento al bailar, y ella le dijo que el talento era la capacidad del cuerpo de reaccionar con precisión a las fantasías originales que cada bailarín tiene para expresar algo que lo obsesiona.

– Por ejemplo, ahora estoy ayudando a tu hermana a inventar una coreografía basada en un poema.

– De la Mistral -exclamó el muchacho.

Victoria lo miró perpleja, dejando caer su mandíbula, y Ángel Santiago se humedeció los labios sonrientes y tuvo la certeza de que su suerte se acrecentaba cada vez más en esa pequeña libertad de un día. Su ángel de la guarda había encontrado la ruta de vuelta a casa y le dictaba los pasos que tenía que seguir regalándole una inspiración tras otra.

– De la Mistral, precisamente -asintió grave la maestra-. Ella quiere bailar nada menos que Los sonetos de la muerte.

– «… te bajaré a la tierra humilde y soleada» -se apuró el joven.

– Se ve que te interesa la, poesía -comentó la maestra, seducida.

– Oh, no. Sólo ese poema. Al fin y al cabo, está muy cerca de la agronomía, ¿no?

La maestra celebró con una sonrisa la ocurrencia y, poniéndose el abrigo, se despidió de ambos con un beso, y antes de salir, les extendió frazadas que sacó de un armario. Victoria fue hasta el hornillo y puso a calentar agua para el Nescafé. Llenó dos jarritas de cerámica y se sentó a horcajadas sobre el piso. El muchacho se quemó la lengua con el primer sorbo, y ella sopló su dosis con cautela.

– ¿Quién comienza? -dijo, tras una pausa.

– ¿Con qué?

– Con la verdad.

El chico calentó las manos acariciando el pote de café, y al mirar la intensa profundidad de esos ojos marrones, invoco en silencio a su buena suerte. No quería cometer ningún desatino. No quería perderla. Ni esa noche, ni nunca.

– Pregunta.

– Tu nombre. Quiero decir, tu verdadero nombre.

– Ángel Santiago.

– Parece nombre de trompetista de una orquesta de Salsa.

– Bueno, así me pusieron.

– Tus padres.

– 0 el cura del pueblo. Estaba muy chico para acordarme.

– ¿Y qué haces?

– Por aquí y por allá.

– ¿Qué haces por aquí y por allá?

– Nada. No hago nada por aquí y por allá.

– ¿Y lo de la agronomía? ¿Tienes algún terreno en ‘Nlca?

– La única tierra que tengo es la de la suela de mis zapatos.

– ¿Y de qué vives, entonces?

– Bueno, tengo proyectos.

– ¿Cuáles?

– Algunas líneas tiradas para ganar dinero. Mucho dinero.

– Cuéntame.

– Eso es un secreto. Si te lo cuento, quemo el negocio.

Sorbieron en silencio el resto del café y luego Ángel se Sacó los zapatos y los puso cerca de la estufa. Ella se soltó la cincha que cubría su frente y con una sacudida de la cabeza permitió que su cabellera recuperara el alboroto de siempre.

– Ahora, yo -dijo el muchacho.

– Pregunta.

– No quiero hacerte ninguna pregunta, pero tengo tres deseos.

– ¿El primero?

– Que cuando bailes en el teatro Municipal me avises.

– ¿Por qué?

– Vi una vez una película en la tele donde el novio le manda a su chica que triunfa en el ballet un ramo de flores. Estoy loco de ganas de mandarte un ramo de flores al Municipal.

– Eso no pasará nunca. Ésta es una academia muy modesta. Las chicas de aquí nunca llegan al Municipal.

– Bueno. Si por casualidad llegas algún día al Municipal, de todos modos me avisas.

– Está bien.

– Mi segundo deseo es que mañana vuelvas al colegio y pidas que te dejen entrar.

– Es más posible que baile en el Municipal que vuelva al liceo. Fui expulsada, Ángel.

– A todo el mundo lo expulsan alguna vez de clases, pero luego lo dejan entrar de nuevo.

– Eso ya pasó conmigo. Me suspendieron dos veces y a la tercera me expulsaron.

– ¿Pero por qué?

– Porque las dos primeras veces citaron a mi apoderado y mi madre no fue.

– ¿No quiso ir.

– No quiero hablar de mi madre.

– Está bien, cálmate.

– Estoy tranquila.

– Estás tranquila. Está bien. Cálmate ahora.

Victoria comenzó a extender y aflojar la cincha elástica entre su manos y prestó largo rato atención a la lluvia que caía sobre las ventanillas del sótano.

– Me echaron del colegio porque me cuesta concentrarme. En clases siempre estaba en la luna. Es decir, pensando siempre en lo mismo.

– ¿En qué?

– En mi padre.

– ¿Qué pasa con él?

– Cuando mi madre estaba embarazada de mí, la policía detuvo a mí padre en la puerta del colegio donde hacía clases. Todo el mundo pudo verlo. Los agentes actuaron con helicópteros y coches sin patente. Dos días después encontraron su cuerpo degollado en una acequia. Yo nací cinco meses más tarde.

– ¿Qué había hecho tu papá?

– Estaba contra la dictadura. Podría haber identificado a algunos secuestradores que hicieron desaparecer gente. Yo creo que fue el último que mataron. Después vino la democracia.

– No tienes que pensar todo el tiempo en él.

– Si yo no lo recuerdo, él va a desaparecer para siempre.

– Pero eso es una obsesión. Te hace mal a la cabeza. Por eso te va mal en el colegio.

– Entré al mismo liceo donde él había trabajado. Todo el mundo fue muy bueno conmigo. Me trataban como sí fuera de cristal y pudiera astillarme en cualquier momento. Me dieron una beca hasta terminar el bachillerato.

– ¡No puedes desaprovecharla!

– Mi mamá tiene la ambición de que estudie leyes. ¡Imagínate! ¡Que yo estudie leyes en un país donde mataron impunemente a tu padre!

– Pero es tu madre. Tienes que contarle la verdad, y ella hablará con el rector del colegio y te admitirán de vuelta.

– Mamá tiene una profunda depresión y una total indiferencia. Mientras todo el mundo hablaba de mi padre como un héroe tras su asesinato, ella se quejaba de que la había abandonado. Cuando nací, más que alegrarse por mi vida, se apenaba porque yo le recordaba a su marido. Un día me dijo: «El partido perdió un militante en la guerra; yo perdí un hombre en la casa.»

Santiago quiso improvisar un argumento para arrancarla de ese tono sombrío, pero sintió que ahora le faltaban las palabras, y prefirió reprimir la caricia destinada a la mejilla de Victoria, temiendo darle una compasión que la chica acaso odiaría. Fue hasta las barras de ejercicio y practicó algunas piruetas de gimnasia aprendidas en el liceo. Reanimado por el movimiento, avanzó de vuelta a la muchacha y le dijo:

– Mañana te acompañaré al colegio y yo mismo convenceré a la directora.

Victoria se echó a reír sin burla. De pronto la había agarrado un buen humor irresistible.

– ¿Jú? ¿Con qué ropa?

– Soy tu hermano de Talca. Eso me da cierta autoridad ante ti y ante ella.

– Saben que no tengo hermanos. Año tras año, en los discursos de inauguración de las clases, los maestros aluden a mi soledad y a la tragedia superada de Chile. Me da risa la palabra «superada». Nunca la muerte es superada por nada.

– Le diré entonces que soy tu novio y que vamos a casarnos.

– Pero si no tienes plata ni para el autobús ¿Con qué me mantendrías?

– Tengo proyectos te dije.

– ¿Cuáles?

– Nada que te interese.

Victoria bostezó y extendió a lo largo del muro una colchoneta. Se sacó la malla de ballet y puso la blusa escolar bien doblada sobre la silla al lado del jumper. Su pecho desnudo le reveló a Santiago los senos firmes y medianos y un archipiélago de pecas infantiles en el espacio entre ambos.

Trajo la otra colchoneta y la puso arrimada a la de Victoria, y cubrió ambos cuerpos con la enorme frazada de lana chilota. La gruesa trama de la tela era una promesa de calor eficaz, y la cercanía del cuerpo de la muchacha le produjo un vértigo. Cuando insertó la rodilla helada entre sus muslos, ésta le dijo con los ojos cerrados:

– Recuerda que eres mi hermano de Tálca.

Pero ya el joven había prendido con la punta de los dedos el slip de la muchacha y con un brusco movimiento se lo bajó hasta los talones, y sin darle tiempo a que ella se los desprendiera del todo, le acercó desde atrás su sexo abultado y con buena fortuna encontró su vagina húmeda, y la penetró mordiéndose los labios, y al oír el suave gemido de la chica no resistió más, y dejó que todo ese espeso líquido acunado en noches de tristeza y fantasías se derramara dentro de ella.