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Lo despertaron golpes en la puerta, al comienzo tímidos y luego enérgicos. Fue primero hasta el lavatorio a enjuagarse la boca, no sin antes mirar melancólico la botella de champagne casi llena. Veinte 20:años atrás, ni dos de ellas hubieran bastado para amenizar una noche. Se puso los pantalones con parsimonia, y ahora los golpes sonaron casi policíacos.
– Mientras más aporreé la puerta, menos prisa me voy a dar.
El ruido cesó de inmediato, y se dio un tiempo para peinarse el bigote, sin dejar de advertir que el blanco iba ganando la batalla contra el gris. Recién entonces abrió a todo lo ancho la puerta, «es un viejo truco de hampón que no tiene nada que ocultar». Presumía que el furibundo madrugador sería un detective.
Sin embargo, el joven que se manoteaba nervioso la nariz en el pasillo le pareció un debutante, o un junior impertinente. En la mano izquierda portaba un par de libros y el pelo no había tenido trato, con un peine durante meses. Sobre la oreja traía un marcador verde y despedía un aroma trasnochado.
– ¿Qué deseas?
El ioven llevó sus manos al pecho en actitud de oración Y tuvo que carraspear antes de que le saliera una palabra.
– Vergara Grey -exclamó por fin-. Estoy delante del mismísimo Vergara Grey, ¡no puedo creerlo!
– No hagas tanto teatro, muchacho. ¿Qué quieres?
– ¿Puedo pasar?
– Preferiría que no. Esta habitación es sólo ocasional. Muy por debajo de nuestro nivel.
– Oh, no, maestro. Está perfectamente bien.
El hombre fue hasta la ventana. Corrió la cortina y lo consoló ver un sol filtrado por el inevitable smog de junio, pero al fin y al cabo luminoso. Comparado con el miserable día de gloria de su libertad, ese martes era una fiesta. Levantó las cejas, desdramatizando el gesto adusto que llevaba desde hacía minutos.
– ¿En qué te puedo servir, chico?
– Traigo una carta de recomendación para usted.
– ¿De dónde?
– De la cárcel. Me soltaron ayer.
– A mí me echaron de la penitenciaría. La misma amnistía, ¿no?
– El destino nos junta -saltó presto el joven.
– ¿Es una carta del alcaide?
– ¿Por quién me toma, señor? ¡Es de un preso!
– ¿De qué preso?
– Del Enano Lira.
– ¿Una carta de recomendación de un gángster como Lira? Te sugiero que no pidas trabajo en un banco, chiquillo.
– Ábrala y léala, por favor.
El hombre la puso sobre la colcha, se apartó histriónicamente y la estuvo mirando un rato con el ceño fruncido. El joven la levantó de allí y volvió a entregársela. El otro se limpió los dedos en la polera como si quisiera borrar sus huellas digitales. Rasgó el sobre con las uñas y sacó un esmirriado mensaje que sostuvo en lo alto como la cola de un ratón.
– ¿Qué dice? -preguntó ansioso el muchacho, cambiando de mano los libros forrados en papel de cuaderno de matemáticas.
– «Te presento a Ángel Santiago.» Firmado: el Enano.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo el contenido de esta obra maestra del género epistolar. El Enano Lira escribe tan poco como su tamaño.
– Era muy comprometedor decir algo más. El resto se lo canto yo.
– Me alegro, joven, porque esta misiva es tan parlanchina como un muro.
– Antes que nada, le traigo de regalo un par de libros. Usados pero buenos.
– Gracias. Ajá Corazón y Tres flores amarillas.
– En Corazón siempre me identifiqué con Garrón. El chico bueno del curso.
– Supongo entonces que tu estadía en la cárcel fue un malentendido.
– No se burle de mí, maestro. En el otro hay un cuento que trata de la muerte de Chéjov. ¿Sabe quién es Chéjov?
– Me suena como un ajedrecista.
– Era un autor ruso.
– Nunca me interesó la política.
– ChéJov es de antes del comunismo.
– Bueno, ya te habrás dado cuenta de que no soy un gran lector. Gracias de todas maneras por los libros. Intentaré hojearlos.
Santiago manoteó despreocupadamente en el aire.
– Oh, no. ¡No hace falta que los lea, profesor! Lo que cuenta en este caso no son los libros, sino los forros.
Vergara Grey se rascó la cabeza y luego se palpó la mejilla sin rasurar.
– Tradúceme.
– En la cárcel no es posible hallar un forro para libros más sofisticado, así que los protegimos con papel de matemáticas.
– Así veo.
– Ordinariez que remediaremos de inmediato.
Uniendo las palabras al hecho, despojó a los textos de sus cubiertas y procedió a aplanarlas sobre la colcha.
– Señor Vergara Grey: el ingenio del Enano Lira es inversamente proporcional a su tamaño.
De una sentada dio vuelta las hojas de papel de matemáticas y en ese reverso apareció un delicado y complejo jeroglífico con la apariencia de un mapa. La miniatura de un plan arquitectónico.
– ;Qué es esto?
– Se trata de la estrategia de un Gran Golpe. Diseñado por el Enano paso a paso. Iba a ser su próxima obra maestra cuando cayó preso por una bagatela que no valía ni el décimo de su talento. Se lo manda en señal de admiración y con cordiales saludos.
– Lo siento. Estoy retirado.
– Permítame que se lo explique.
El hombre se tapó las orejas.
– No vale la pena. No quiero oír nada.
– Oiga por los menos esto: se trata de mil doscientos millones de pesos.
– ¿En dólares?
– El informal está a 745 comprador, eso vendría dando exactamente un millón seiscientos diez mil trescientos ochenta y dos dólares.
– Escucha tú ahora este otro cálculo: por cada cien mil dólares, un año de cárcel. En un millón seiscientos diez mil dólares cabe cien mil dieciséis veces, por lo tanto, sumarías dieciséis años de chirona. Para echarle mano a esa bonita suma no bastará alzar el brazo y cortarla del parrón como quien saca un racimo de uvas. Una cifra de esa magnitud está siempre bien rodeada de pistolas y guardias. Pongamos que tengas buena suerte y sólo mates a uno de ellos. Por homicidio agrégate… ¿has matado a alguien antes?
– Todavía no.
– Entonces estamos bien. Por un asesinato primerizo te echarán diez años, más los dieciséis que llevamos, estaríamos sumando veintiséis añitos a la sombra. Pongamos ahora que, puesto que eres tan bueno como el Garrón de D’Amicis, te rebajen cinco por buena conducta, llegaríamos a un total de veintiún años. ¿Qué edad tienes ahora?
– Veinte, maestro.
– Saldrías con cuarenta y uno y probablemente con otros papelitos como el de Lira en el bolsillo.
– Si acudo a usted es porque sé muy bien que jamás ha disparado un tiro. Ésa es la belleza de su carrera.
– No soy infalible, chico. Ya viste que me tuvieron cinco años adentro. Hasta me salieron canas en el bigote.
– Pero no lo sorprendieron con el cuerpo del delito. El juez le dio diez años por callarse la boca.
– 0 sabes mucho o presumes demasiado.
– En la cárcel no se hablaba más que de usted, profesor Vergara Grey. Por supuesto que el Enano Lira aspira a una comisión.
– Una comisión «pequeña», espero.
– Sus ambiciones son mesuradas. Lira tiene un gran sentido del humor. Nos contaba historias del Enano Monterroso.
– A ver.
– Por ejemplo, ésta: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.»
El hombre se atusó el bigote y fue hasta la ventana para no exhibir la sonrisa. Prefería no admitir que estaba entreteniéndose con el rapaz, y temía que cualquier debilidad lo hiciera sucumbir en una tentación.
– Sería oportuno desayunar. ¿Té o café?
– Yo, café con leche. ¿En serio me va a invitar?
– Pediré que lo suban del bar. En tanto, habría que buscar pancito fresco de la panadería.
– Yo voy.
– Te agradezco la gentileza.
– ¿Qué pancitos quiere?
– Surtidos. Tomo un desayuno fuerte pero luego no almuerzo.
– Comprendo.
– Trae dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas, cuatro tostadas, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas.
– A la orden, profesor. Perdone que lo moleste con una rotería, ¿pero podría pasarme un poco de dinero? Salí de la cárcel planchado.
El hombre extrajo un billete de cinco mil de su cartera y se lo puso a Ángel enrollado en la oreja.
– Ahí tienes.
– Naturalmente el pan corre por mi cuenta. Este préstamo es a cuenta del botín.
– De los mil cien millones.
– De mi parte de los mil cien millones.
El joven se dispuso a salir, pero el hampón le cruzó la pierna por delante.
– ¿Cómo se le ocurrió al Enano Lira que tú y yo podríamos trabajar juntos?
– El Enano Lira dijo: «La técnica y la experiencia de Vergara Grey y la energía de Ángel Santiago.»
– Es un elogio bastante melancólico.
El joven indicó el mapa del asalto sobre la colcha.
– ¿Qué le parece así, a primera vista?
– Se ve que hay trabajo aquí.
– Sólo tres años. Al comienzo el chico tenía miedo de dejar huellas. No quería dibujar nada, pues temía que le robaran el filón de oro. Así que nos sentábamos en el patio de tierra, y me explicaba una y otra vez el plan dibujando con la ramita de un árbol. Cuando se acercaba un guardia, lo borrábamos con los pies. Les decíamos que estábamos jugando al Gato. Hasta que se me ocurrió forrar los libros con papel de matemáticas. Una idea simple pero luminosa, ¿no cree?
– ¿De modo que eres bueno para retener cosas que te dicen una sola vez?
– No me tome por vanidoso, pero justo tengo ese talento. Voy a la panadería y vuelvo.
Avanzó hasta el pasillo y allí lo alcanzó perentoria la voz del hombre:
– Una curiosidad, señor Santiago. ¿Qué es lo que va a comprar?
– Pan, por supuesto.
– ¿Cuáles?
El joven pestañeó durante diez segundos, asomó una vez la punta de la lengua entre los dientes y luego dijo, rascándose la nariz:
– Dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas y cuatro tostadas, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas.
– Ve con Dios, chiquillo.
– Y usted no se olvide de hacer lo suyo.
– ¿Lo mío?
– Pedirme el café con leche.