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Tras leer el alegato de Teresa, me sorprendí tratando de formarme un veredicto sobre ella. Nunca me ha gustado juzgar a mis semejantes, fundamentalmente por dos razones: la primera, porque mi experiencia me enseña que son las personas más deficientes y mezquinas las que tienen mayor soltura para calificar la condición ajena; y la segunda, porque soy consciente de mis propias faltas y he tenido que aprender a convivir con ellas, lo que mal me faculta para ser demasiado severa con las de los demás. Creo que pocas frases encierran a la vez tanta belleza, humanidad y sabiduría como aquella del Evangelio de Mateo: No juzguéis, si no queréis ser juzgados, pues la misma medida que apliquéis a otros, a vosotros se os aplicará.
Pero el juego intelectual que me había planteado el Inquisidor me exigía formarme un juicio sobre aquella persona. No en vano el desafío consistía en dilucidar si la priora era o no inocente de los cargos de los que había sido acusada y, por tanto, si había sido fundada (con arreglo a las leyes pertinentes al caso) su absolución.
No voy a ocultar que mis simpatías estaban con ella. Por muchos motivos: por haber sido una víctima del aparato represor del Santo Oficio, por haber padecido descrédito y cautiverio, por su coraje y por su firmeza al defenderse, desde la posición subalterna que siempre ha ocupado la mujer en la Iglesia católica, frente al cúmulo de acusaciones reunido en su contra por aquella pandilla de frailes prepotentes y malévolos. Pero también porque me sentía naturalmente inclinada a apoyar a la representante de mi propio sexo, frente a un representante del sexo opuesto que trataba de menoscabarla y al que yo deseaba por otros motivos poder refutar.
Sin embargo, al repasar con cuidado las palabras de la acusada, teniendo presente que mi contrincante no iba a concederme graciosamente la victoria, advertí unos cuantos puntos débiles. Por ellos atacaría el Inquisidor, y sobre ellos debía meditar para tratar de minimizar la validez de sus suspicacias. Porque, en términos generales, la pobre Teresa me parecía una mujer íntegra que, dejando a salvo alguna debilidad y alguna vanidad, en modo alguno merecía la condena que se le había impuesto y sí la absolución última.
No me ayudaba mucho, según comprobé, el tenor de esa absolución, que el Tribunal Supremo de la Santa y General Inquisición había otorgado a Teresa y a las demás monjas en estos términos:
Asistiendo para ello en una Sala del Consejo en que presidía uno de los señores dél, unánimes y conformes dijeron y declararon que satisfacían cumplidamente dichas Religiosas con sus confesiones y defensas a sus cargos, que ni en sus dichos ni echos de que se habían formado allavan que tuviese calidad de oficio. Y añadieron que la censura y calificación de los theólogos calificadores primeros de dichas causas, en cuya virtud procedió el Santo Oficio contra dichas religiosas y se pronunciaron sus sentencias, no les pueden ni deven obstar por haverse dado con diferentes motivos y raçones y sin vista de todas las confesiones y defensas de las susodichas, y de tal forma que si los dichos y hechos referidos en ellas se les propusieran a los presentes calificadores para censurarlos, desnudos de sus circunstancias, confesiones y defensas que de nuevo se han notado y deducido en la vista última de estas causas, las calificarían de la misma suerte que los susodichos los calificaron.
No dejaba de ser notable la forma de justificar la resolución: con una vaga alusión a que las circunstancias tenidas en cuenta para dictar nueva sentencia eran distintas, fundada en la sola alegación de la imputada (ya hubieran querido otras víctimas del temible tribunal que se les diese tanto crédito); y cuidándose, ante todo y mayormente, de salvar la actuación de los primeros calificadores de la causa, que habían conducido con sus informes a la condena. El Santo Oficio parecía más preocupado por absolverse a sí mismo de toda posible irregularidad en aquel viaje de ida y vuelta que de sustentar el perdón que había determinado conceder a las monjas.
Que al final los jueces vinieran a coincidir con la acusada en el afán de exculparse resultaba chocante, teniendo en cuenta el hermetismo del proceso inquisitorial. Pero lo que yo intentaba anticipar era la lectura que de tan insólita circunstancia iba a hacer mi oponente, y puedo decir que mi intuición no falló mucho. Aunque tampoco fue lo bastante certera como para impedir que el Inquisidor me sorprendiese. Me seguía llevando ventaja, después de todo.