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No era la primera vez que le revelaba a otra persona las intimidades que le había contado al Inquisidor. Pero nunca antes las había expuesto así, todas juntas. A nadie le había mostrado la secuencia completa, el hilo continuo que permitía recorrer entero el cómo y el porqué de mi educación sentimental, lo que equivale a decir un aspecto esencial de mi vida y mi carácter. Después de mi confesión, y tras su repentina despedida (según acostumbraba) y su misterioso anuncio para el día siguiente (algo inédito en él), experimenté una sensación de vértigo. Que no me resultó desagradable, dicho sea de paso. Sentía que había hecho lo que en ese momento debía hacer, conforme a la primera obligación que incumbe a cualquier criatura viviente: obrar conforme a la propia naturaleza.
Yo no podía dejar de aventurarme, de apostar, de tentarle en el más amplio sentido de la palabra. Porque así lo dictaba la inquietud de mi espíritu, y porque percibía que a él le empujaba a atender mi llamada, por más que se resistiera, el resto de inquietud que quedaba en el suyo. Y si había por ahí alguien que velase para que las personas obtuvieran aquello que merecían, pensé que no podía dejar que mi esfuerzo de esa noche resultase baldío. Me había ganado en buena ley lo que pretendía, que no era ni más ni menos que lo que yo le había entregado. El Inquisidor me había dicho que debía convencerle de compartir conmigo lo que no compartía con nadie. Eso era justamente lo que yo había hecho con él, y estaba contenta de haber dado semejante paso. Porque tenía la impresión (quizá absurda, dada la relación que existía entre nosotros) de haber confiado mis honduras a una de las pocas personas a quienes habría podido desvelarlas. Y porque, recapitulando la historia para él, yo misma había visto mi propia trayectoria con una claridad hasta entonces desconocida. Incluso lograba atisbar en ella lo que tantas veces me había atormentado ser incapaz de atribuirle: una especie de simetría, una suerte de justicia. O dicho de otra manera: algún sentido.
No ignoraba el influjo que en esta imagen mejorada de mí misma ejercía la sugestión de su presencia, por muy virtual que fuera, y la perspectiva de su persistencia futura, por limitada e incierta que se presentase. Eso me hacía a la vez desear y temer su reaparición. Pero podían más las ganas, y cuando la siguiente medianoche (hora de mis islas, toda una deferencia) entró en línea, no pude impedir que una sonrisa cruzara de parte a parte el ancho de mi rostro.
Hola, Theresa.
Hola, Inquisidor.
¿Cómo estás esta noche?
Bien. Muy bien. ¿Y tú?
Bien. Me alegra verte.
No podía faltar a la cita.
Claro que podías. Y nadie te lo habría reprochado.
Te equivocas. Yo me lo habría reprochado.
Está bien, entonces.
Eso mismo creo yo.
He pensado mucho en ti, a lo largo del día.
También yo.
¿También has pensado mucho en ti? Ten cuidado, que entregarte a ese vicio puede producir daños irreparables.
No, idiota. En ti.
Vale, me lo merezco, ha sido un chiste estúpido. Disculpa. Supongo que es por culpa de los nervios.
¿Estás nervioso?
Un poco. Soy consciente de lo que está en juego.
¿Eso pretende ser otro chiste?
Claro que no. Esta noche soy yo quien te ha emplazado. Y lo he hecho sabiendo que he contraído contigo una deuda, y que tú vas a acudir con expectativas que no te dejarán conformarte con cualquier cosa. A eso añádele que hay algunos reparos que no pueden dejar de pesar sobre mi ánimo. Y estarás de acuerdo conmigo en que tengo bastantes probabilidades de no estar a la altura de las circunstancias.
Sabrás estar, si quieres. No me cabe duda.
Te agradezco la confianza, Theresa. Sobre todo eso, la confianza. Por la que me has tenido (y por la que has tenido en ti misma, también) estoy aquí hoy. Al final, acertaste, en las tres cosas que me vaticinaste ayer. No dudo de que tu historia sea verdadera, hasta donde lo pueda ser aquello que guardamos en la memoria. Y ya te reconocí que habías logrado interesarme. Ahora te admito, aunque ya lo habrás adivinado, que lo hiciste hasta el punto de querer corresponderte.
Me conmueve leer eso, Inquisidor.
De todos modos, me gustaría hacer una aclaración. Si me siento en la obligación de ser algo menos impenetrable de lo que he sido hasta aquí, no es por lo que me contaste, exactamente. Sino por cómo lo hiciste. Y sobre todo, por una frase que tal vez escribiste sin pensar, pero que para mí resulta definitiva. Una especie de prueba de algo.
Ya sabes que no puedo dejar de preguntarte qué frase fue ésa. Y qué es lo que prueba, para ti.
Lo sé. Y no voy a decírtelo todavía. Pero te lo diré.
Eres incorregible. Cómo te gusta escurrirte, ¿eh?
No, no me gusta. Y no me escurro. Lo pospongo al momento en que puedas entenderlo mejor. Tampoco creas que sé muy bien todavía lo que voy a contarte. Esto no entraba en mis planes.
La vida es eso, lo que no entra en tus planes. ¿Quién lo dijo?
John Lennon. Eso o algo parecido. Pero lo suyo era hacer canciones, no sé yo si lo contrataría como filósofo.
Siempre tan escéptico… Está bien, Inquisidor. Me hago cargo de tus dificultades. Y no creas que no sé valorar que te tomes la molestia de tratar de sobreponerte a ellas por mí.
Si me la tomo, es porque no es del todo una molestia. Empezaré por lo más fácil, de todos modos. Una de las cosas que querías saber es por qué elegí contar la historia de un caso de la Inquisición, y a través del inquisidor. Como para casi todo, hay razones generales y particulares, y las primeras son las que cuesta menos explicar. Sobre todo cuando quien te escucha es una buena conocedora de la materia.
Ex buena conocedora. Me queda sólo un vago recuerdo de lo que un dia supe. Así que no des nada por sobreentendido.
No seas modesta. He podido comprobar que sabes de la Inquisición lo bastante como para estar a salvo de los tópicos al uso, sobre todo entre los anglosajones. A mí siempre me pareció fascinante el Santo Oficio por muchos motivos, pero sobre todo por uno. ¿Lo adivinas?
Sorpréndeme.
Por el fin con que se fundó: preservar la pureza de la fe. O dicho con las palabras de entonces: combatir la herética pravedad. *Esa etérea misión lo convertíaen un tribunal de lo más extravagante. En muchos casos, no se trataba tanto de juzgar lo que los acusados habían hecho como la creencia que los movía. Y salvo reincidencia o delitos excepcionales, para escapar a la hoguera bastaba con retractarse; eso sí, en tiempo y forma. En los primeros años de la Inquisición en España, el inquisidor llegaba a los pueblos donde se tenía noticia de que había arraigado la herejía y daba un plazo para que aquellos que la hubieran alimentado se presentaran para abjurar de ella. El que así lo hacía, recibía las amonestaciones correspondientes y quedaba libre. El que no habiendo acudido era descubierto después, estaba perdido.
Un sistema de investigación bastante perverso, ¿no crees?
Sin duda. Y un buen método para imponer el terror y el control de las conciencias. Pero tal vez tuviera otro propósito en la mente del que lo ingenió: quizá creyó honradamente que así daba una oportunidad al pecador arrepentido, conforme al espíritu del Evangelio. El caso es que la Inquisición española, cuando uno estudia su historia, es una paradoja continua. Trataba de defender las esencias de la fe y para ello desarrolló un procedimiento enrevesado y farragoso; podía resultar de una crueldad atroz con quien simplemente creía de corazón algo que se consideraba contrario al dogma, y sin embargo no dejaba de ofrecer el perdón al hereje más pernicioso si se doblegaba a tiempo.
Eso es lo que viene a decir el inquisidor de tu novela, ¿no? Que él no castiga a nadie, tan sólo busca hacerle ver su error y darle una oportunidad de enmendarse para salvar su alma. Aunque en sus labios parece un alarde de cinismo.
Sí. El mismo cinismo que ahora encontramos en la idea de la relajación al brazo secular, *aquello de entregar los condenados a la autoridad civil para que se encargara de ejecutarlos. La Inquisición no se manchaba las manos. Dejaba el trabajo sucio a la justicia del rey. Pero los inquisidores tan sólo eran coherentes con las leyes que regulaban su actividad. En España, fueron los reyes, los inolvidables Isabel y Fernando, quienes pidieron al Papa la bula para organizar el Santo Oficio como una institución bajo su autoridad. Para ellos, extirpar la herejía era una razón de estado. Por eso el Consejo de la Suprema Inquisición era uno más de los consejos reales, un órgano de la administración al servicio del monarca. Era lógico que sus verdugos se encargaran de liquidar a los herejes que según los inquisidores no podían dejar de ser nocivos para la salud espiritual del reino.
Pero el ejecutor material aquí es lo de menos. Lo que cuenta es quién señalaba a la víctima. Y de poco les valió ante la Historia ese truco para eludir la responsabilidad. Al final, la Inquisición ha quedado como ejemplo de tribunal inhumano.
Bueno, todo hay que juzgarlo en el contexto. Es verdad que el secretismo del procedimiento o el sistema de denuncia anónima reducían al mínimo las garantías del acusado, que se encontraba de pronto procesado y en prisión sin saber por qué ni por culpa de quién. Por no recordar lo que para muchos es la mayor infamia de la Inquisición: el uso de la tortura. Pero también hay que decir que las condiciones de vida en las cárceles secretas de la Inquisición eran bastante mejores que en las prisiones del rey, e infinitamente mejores que en las galeras, donde las posibilidades de supervivencia eran mínimas. Y en cuanto a la tortura, la justicia civil de la época también se servía de ella, sólo que sin sujetarse a la escrupulosa reglamentación que a la hora de dar tormento debían tener en cuenta los inquisidores. En el Directorium de Eymeric hay varios artículos dedicados al asunto: todos son restrictivos, justamente para evitar la arbitrariedad a la hora de aplicar el castigo físico, y más bien ordenan usarlo con moderación.
Poco consuelo debía de ser ése, para el torturado.
En fin, claro que estamos hablando de un sistema siniestro, pero también de una Europa siniestra. Y no deja de ser curioso que quienes más alimentaron la visión terrorífica de la Inquisición española fueran los herederos de quienes inventaron la Inquisición y la usaron frenéticamente, en tiempos en que en España apenas existía. De aquellos que decretaron expulsiones y persecuciones de judíos mucho antes de 1492, y que sirvieron de modelo e inspiración a la judeofobia española. O de aquellos que, después de romper con el Papa, propiciaron matanzas masivas en nombre de su nueva religión, sin garantía ni juicio alguno, masacrando ciudades enteras y aceptando la muerte de inocentes sobre la premisa de que, si eran justos, les estaban haciendo el favor de enviarlos anticipadamente a presencia de Dios…
Vale, ya lo he entendido. Por si sirve de algo, es cierto que soy formalmente súbdita de cierta reina, pero yo soy agnóstica, y mi familia se divide a partes iguales entre protestantes y católicos. Supongo que has oído hablar de María Estuardo…
Reina de Escocia…
Y católica. La verdad, me deja asombrada esta defensa tuya del Santo Oficio. Denota un sentimiento patriótico que no te sospechaba. Y, como supongo que no ignoras, en este punto estás bastante cerca de lo que dice Menéndez Pelayo, que hasta aquí habría jurado que no era tu pensador de referencia…
Capto tu sarcasmo, Theresa. Pero las cosas son como son, beneficien a quien beneficien y las diga quien las diga. Y al revés: lo que no es, no es, por muy simpático que pueda resultarnos el que lo sostenga.
Lo que es, lo que no es… Muy seguro estás, respecto de hechos que ocurrieron hace siglos. ¿No te has parado a pensar que todo aquello que no has vivido lo sabes de segunda mano, en el mejor de los casos? ¿No te preguntas nunca hasta qué punto quien te lo cuenta no quiso convencerte (o convencerse) de algo que no necesariamente es compatible con la realidad?
Justamente eso tengo presente. No defiendo a los inquisidores. Conozco bien los atropellos que cometieron en nombre de la fe. Y sé cuánto se esforzaron en parecer mejores de lo que eran y en hacer que otros parecieran peores. Pero lo mismo puede decirse de sus enemigos, que terminaron escribiendo su historia. Y hasta de sus víctimas.
¿De sus víctimas? ¿A qué te refieres?
Bueno, es un hecho. Hay una historia algo incómoda, que nadie cuenta mucho, supongo que para que no lo malinterpreten: la de la relación de los judíos con la Inquisición española. A comienzos del siglo XV hubo conversiones masivas de judíos españoles, para escapar a ciertas restricciones de derechos establecidas por los reyes en su perjuicio. Muchas de estas conversiones, como es lógico, eran insinceras, y no buscaban más que eludir las limitaciones legales que profesar el judaísmo traía consigo. Precisamente la abundancia de estos falsos conversos impulsó el desarrollo tardío de la Inquisición española, en el siglo XV, cuando ya retrocedía en otros países de Europa (entre otras razones, porque allí la limpieza de judíos ya estaba consumada).
Hasta aquí me lo sabía. ¿Adónde vas a parar?
Paciencia. El hecho es que entonces, a mediados del siglo XV, ser judío en los reinos cristianos de España no era ilegal, no se los perseguía ni se los expulsaba, como en otros reinos cristianos europeos. Tan sólo se veían sometidos a una reducción de sus derechos civiles, odiosa, claro está, pero que no les impedía llevar adelante sus negocios ni practicar su culto. Por el contrario, aquellos judíos que habiéndose bautizado continuaban en secreto con la religión de sus antepasados eran formalmente herejes, y como tales perseguibles por la Inquisición, bajo cuya jurisdicción habían caído a raíz del bautismo…
Una situación bastante particular, desde luego.
Lo tremendo fue lo que se siguió de ella. ¿Quiénes fueron los principales testigos de cargo contra los conversos en esos años?
Pues no sé. ¿Quiénes?
Los propios judíos. Ellos sabían mejor que nadie quiénes eran los conversos que seguían con su antiguo culto. A veces, simplemente porque los veían en la sinagoga. Y los denunciaban a la Inquisición. Por traidores, pero también porque seguían disfrutando de derechos que ellos, como judíos convencidos y consecuentes, habían aceptado perder.
En fin. Suena creíble. Por feo que resulte.
Es la condición humana. Y está documentado. Como está documentado lo que pasó luego, a partir de 1492, cuando por fin se decretó la expulsión. ¿Quiénes fueron los que denunciaron a los judíos que desobedecieron el decreto de expulsión y permanecieron escondidos?
Imagino la respuesta.
Exacto: los herederos de aquellos conversos denunciados en su día por los judíos que ahora pasaban a ser proscritos y a los que podían arrojara las fauces del mismo tribunal al que habían servido como delatores. De donde se deduce la triste conclusión de que los judíos colaboraron eficazmente con el Santo Oficio en su propia represión.
Bueno, no deja de ser una visión algo dura.
¿En qué?
Dadas las circunstancias…
No hay ninguna excusa, Theresa. No es como la colaboración por el miedo que se dio en otras persecuciones. En el Holocausto nazi, por ejemplo, donde la gente cooperaba para salvar el pellejo. Antes de 1492 los judíos no tenían nada que temer si no denunciaban a sus hermanos clandestinos. Lo hicieron, los entregaron al enemigo, para que no gozaran de lo que ellos no tenían, quién sabe si incluso para hacer méritos ante los mismos cristianos que los discriminaban. Y después de 1492, el móvil de los conversos fue la venganza pura y dura.
Así visto… Pero no entiendo adónde quieres llegar.
Sí, perdona, me he ido un poco por las ramas. Las historias complejas son así, se bifurcan a cada paso. A lo que voy es a eso mismo, a la complejidad de todo el asunto. Lo cierto es que la Inquisición española fue un tribunal muy peculiar, y su papel histórico no puede reducirse al de un mero guardián de la ortodoxia de la fe. Puede que así fuera en un principio, entre otras cosas porque el dogma del catolicismo español del siglo XV estaba lleno de fisuras, como correspondía a un territorio fronterizo con los infieles. Por ejemplo, una buena parte de la población creía que el sexo entre solteros no era pecado. Incluso hay un pintoresco informe, de un enviado episcopal en Galicia, que dice que lo mismo creían casi todos los sacerdotes de la diócesis…
Sí, eso me chocaba mucho, al principio de mis estudios. La libertad de costumbres entre la gente, en un país que para mí, como británica, era el ejemplo de la moral católica.
Y qué puedes esperar, con un clima tan benigno. Pero en fin, el caso es que, más que la expresión de un fanatismo religioso, el Santo Oficio fue un instrumento de los reyes españoles para desactivar a una serie de minorías que amenazaban la cohesión del reino. Judíos, moriscos, protestantes… En teoría se les perseguía por sus creencias, pero en la práctica lo que todos ellos representaban era una desviación respecto de la férrea unidad política que la Corona española había forjado en torno a la religión católica. Y algunos, por ejemplo entre los moriscos, actuaban incluso como infiltrados de potencias enemigas. Lo malo no era que rezaran a Alá, sino que espiaran para los turcos.
Pues hay un especialista británico en la Inquisición española que no opina como tú. Perdona, pero tuve que leer su libro…
Imagino a quién te refieres.
Henry Kamen. Él niega que los reyes españoles manejaran la Inquisición a su antojo.
Pero yo no he dicho eso. Digo que los intereses políticos del reino influyeron en su establecimiento, y que no dejó de prestarles un gran servicio. Luego es cierto que la Inquisición empezó a acumular poder, por efecto del terror, por su red de espías y colaboradores y, dicho sea de paso, por su popularidad entre la población, que tanto la temía como festejaba sus mayores atrocidades. Los autos de fe eran espectáculos multitudinarios, a los que acudían miles de entusiastas.
Lo sé. He visto grabados.
Todo eso acabó creando un monstruo con vida propia, que pervivió más allá de lo concebible. Ésa es la vergüenza mayor de la Inquisición española, frente a las de otros lugares. No su crueldad o el número de víctimas, que fueron muchas menos, en cuatro siglos, de las que causaron en alguna matanza singular los protestantes alemanes. Sino su permanencia como sistema de vigilancia, hostigamiento y eliminación del librepensamiento hasta bien entrado el siglo XIX.
Ahí estamos de acuerdo. En su día, estudié las cifras. No son tan altas, comparándolas con las de otras inquisiciones. Recuerdo que la portuguesa fue especialmente sanguinaria. Y eso que actuaba sobre una población mucho más reducida.
Por algo la familia de Spinoza se fue a Amsterdam…
Es verdad, nunca había relacionado las dos cosas.
Ya ves, sin querer, ahí la Inquisición hizo un buen servicio al progreso de la filosofía. En Holanda, aquel hombre pudo escribir sobre su Dios impersonal sin que nadie le molestara. Bueno, más o menos.
Eso iba a decirte, tenía entendido que intentaron matarlo.
Un exaltado, eso no cuenta.
Oye, ¿puedo hacerte una pregunta un poco impertinente?
Si crees que debes…
¿De qué estamos hablando, exactamente? Yo creía que ibas a contarme algo de ti, pero después de obsequiarme con un tratado sobre la Inquisición en España, terminamos con Spinoza. No digo que no sea un filósofo sugerente, ni que todo lo anterior carezca de interés, de hecho de toda esta conversación deduzco que tenemos mucho en común, pero empieza a darme la sensación de que me estás entreteniendo…
¿Esa sensación te da?
Hasta cierto punto, sí.
Perdona. No era mi intención. Al menos, no mi intención consciente.
¿Entonces?
Lo que trataba de explicarte era lo que me llamaba la atención de la Inquisición española. Por encima de todo, sus contradicciones. Eso es lo que hace para mí atractiva la figura del inquisidor.
Podría decirte que sentirse atraído por la figura del inquisidor es un síntoma preocupante. Pero ya sabes que lo he compartido hasta el extremo de empezar una tesis doctoral.
Lo sé. Y por eso aquí sí voy a dar mucho por sobreentendido. Los dos hemos leído a Caro Baroja. El perfil del inquisidor español, si te fijas, es un reflejo de esas contradicciones de la institución a la que sirve. Por eso se trata de gente de origen más bien humilde, juristas de formación que buscan en el oficio eclesiástico la oportunidad que por falta de influencias no tienen en los tribunales civiles. Ellos son los mejores servidores de una maquinaria en la que la finura teológica importa mucho menos que la eficacia para neutralizar a los disidentes. La Inquisición los hace poderosos, y ellos aportan a la Inquisición la frialdad y el rigor que necesita para aplastar a los descarriados.
Por un momento, me suenas como uno de esos historiadores protestantes empeñados en denigrarlos…
Por un momento sólo… Porque esos hombres también llevan al Santo Oficio la necesidad de reunir pruebas, sujetarse a un procedimiento, fundamentar las sentencias. Es lo que durante años les inculcaron en la universidad. No pueden ser abiertamente arbitrarios.
Bueno, siempre cabe falsificar las actas de los interrogatorios, como dice Teresa que hacia el inquisidor Serrano.
Claro. Allí donde hay jueces, hay prevaricación. Pero no puede ser que todos fueran prevaricadores. La prueba es que hubo muchas condenas, pero también bastantes absoluciones. Y muchos a quienes, probado el delito, se les dio la oportunidad de rectificar. Fíjate que aquellos jueces eran al mismo tiempo ministros de una religión que predica el perdón de los pecados. No podían ser héroes, porque la función que habían elegido desempeñarse lo impedía, pero tampoco les resultaba nada fácil comportarse como perfectos canallas. En ese momento final y solitario del hombre ante su conciencia, aún quedaba en ellos un resquicio para la piedad. Para que después de todo prevaleciera su fe.
Amén…
Casi puedo escuchar la risita burlona, Theresa. Pero tú eres inteligente, y has investigado, y lo sabes como yo. Sabes que reducir a los seres humanos a un estereotipo es una simpleza. Sabes que aquellos hombres, aunque estuvieran al servicio de un engendro nefasto, no eran demonios, sino individuos capaces del bien y del mal, como cualquiera. Y si tienes en cuenta que muchos de ellos tenían más alma de funcionarios que de iluminados, imagina cómo afrontarían la disyuntiva de mandar o no a la hoguera a alguien. Seguro que no siempre era tan automático como supone su leyenda negra. Piensa en nuestra Teresa, o en el imprudente fray Francisco. Vivieron para contarlo.
Si. Pese a la encarnizada acusación…
Eso los hace interesantes, a los inquisidores. No podían ser de una pieza. Casi nadie lo es, pero de ellos nos han dado siempre otra imagen. Por eso me pareció estimulante meterme dentro de uno.
Perdóname, pero mientras te leo no puedo evitar pensar en el Diego Serrano de tu novela. Un tipo bastante implacable. Y un poco sádico, si se me permite opinar.
Pero tiene sus principios. No se permite cualquier cosa. Reconoce sus bajos impulsos, que brotan de su alma de pecador, y siguiéndolos apura sus atribuciones al límite, pero nunca va más allá de ellas.
Entiendo. Creo.
Eso es lo que distingue a los inquisidores de tantos otros exterminadores que registra la Historia. Su obsesión por el derecho, por cumplir las normas, por elaborar un discurso que justificase por qué había que acabar con alguien en nombre de Jesucristo, el mismo que murió en la cruz para redimir a todos los hombres. Nada menos.
Pues sí. Ésa es la mayor contradicción de todas. Para que vuestro Papa haya terminado pidiendo perdón por el asunto…
Aunque estoy bautizado, no lo considero mi Papa.
¿Y eso? ¿Apostataste?
No. No me angustia que me computen como católico. De hecho, dejando aparte la manía de inmiscuirse en los avatares de la entrepierna, es la religión a la que me siento más cercano. Pero rechazo someterme a cualquier forma de autoridad de la que pueda librarme.
Eso es soberbia, ¿no?
No, eso es seguir uno de los dos instintos naturales del hombre.
¿Cuál?
El instinto de libertad. Que para mí pesa más que el otro.
¿Y el otro es?
El de conservación.
Ah… (Pausa para reflexionar.)
No creo que necesites esa pausa. Estoy seguro de que puedes entenderlo sin mucho esfuerzo. Tú no eres diferente de mí.
Ahora que lo dices, es verdad. Cuando alguna vez me he visto en el dilema de tener que escoger entre uno y otro, no he optado por la conservación, precisamente.
Pues eso. Ahí tienes otro motivo para identificarme con el personaje del inquisidor y convertirlo en el narrador de mi cuento.
Perdona, ahora que llegas a lo que me interesa, no sé si te sigo.
El inquisidor es aquel que vive para buscar el mal que no puede ser perdonado. El que lo nombra y lo señala, cuando lo encuentra. El que destina a su infeliz portador a la destrucción por el fuego.
Deja que lo interprete, si soy capaz.
Disculpa si no me explico bien. Ahora me toca entrar en esas razones particulares que decía antes y me resulta mucho más difícil. Aquí dejo de contar la historia de otros para empezara contar la mía.
No importa. Puedo tratar de deducir lo que has escrito entre líneas. Como decías en tu blog, se trata de contar tu historia a través de la historia de otros. Y, si no me equivoco, lo que me estás queriendo decir es que de los tres personajes, el que te representa, y por eso te identificas con él, es el inquisidor.
Sí y no.
Pues a ver, corrígeme.
Me identifico con el inquisidor, ya te lo he dicho, pero…
¿Pero?
Un momento.
¿Sí? ¿Qué pasa?
Dame un momento, por favor.
OK.
…
Vas a tener que disculparme, Theresa.
¿Por qué?
Me ha surgido un problema.
¿Qué problema?
No te lo puedo decir. No puedo seguir hablando.
Espera, no puedes irte así.
Debo. Lo siento.
No es justo. Voy a pensar mal, al final…
No pienses mal. No tienes por qué.
Ponte en mi lugar.
Lo hago. No era esto lo que tenía previsto, te lo aseguro.
Ya. Y ni siquiera respondes a mi pregunta.
Está bien, la responderé. En mi novela, no soy el inquisidor. No sólo. Soy el inquisidor, y el fraile, y la monja. Soy todos ellos. No te enfades, Theresa. Te lo explicaré algún día, espero. Ahora, adiós.
No te vayas así.
El siguiente mensaje no se entregó al destinatario:
No te vayas así.
<a l:href="#_ftnref13">*</a> En castellano en el original. (N. del e./t.)
<a l:href="#_ftnref14">*</a> En castellano en el original. (N. del e./t.)