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1 de diciembre

Clases de personas

Creo que nunca antes, hasta donde alcanzaba mi memoria, había leído algo que me dejara tan desconcertada. Lo que no podía decir, desde luego, era que mi misterioso interlocutor no se hubiera tomado ninguna molestia para intentar satisfacerme. Por lo pronto, había destinado unas cuantas horas de su vida a escribir aquello, que no debía de haberle resultado nada fácil. Mientras avanzaba entre sus frases, pensaba una y otra vez cuánto menos le habría costado llamar a las cosas por su nombre, sin más, en vez de empeñarse en esconderlas bajo aquella espesa cortina de alusiones simbólicas. Por vergonzosa que fuera su conducta, por degradantes que fueran las consecuencias que le había traído, dudaba que tuviera sentido la tarea que se había echado a las espaldas. A fin de cuentas yo no era nadie, ignoraba su nombre y hasta el país donde vivía. No tenía gran cosa que temer, aunque me contara el crimen más espantoso o exhibiera ante mí la más sórdida depravación. A menos que yo hubiera empezado a importarle. ¿Era eso, quizá?

Si era eso, tenía una forma muy particular de demostrarlo. O cuando menos, un raro sentido de lo que era abrirle tu alma a otro. Ante los que me conocen, paso por una persona cerebral. Algo que siempre te dicen como si fuera reprobable, y que tal vez lo sea. Si uno no es capaz de dejar de analizar a partir de un cierto momento, la vida se vuelve fastidiosa, o directamente insufrible. Pero al lado del Inquisidor, yo era tan cerebral como el Pato Lucas. En aquel relato de su vida, si es que lo era, me costaba encontrar algún desliz sentimental. Párrafo a párrafo, parecía escrito con bisturí.

Y sin embargo… Volví a leer un par de veces su confesión y entre líneas localicé, aquí y allá, indicios de que no sólo no había intentado eludir el compromiso que había contraído conmigo, sino que a su modo había hecho por mojarse para darme respuesta. Si uno apartaba toda la hojarasca, quedaban tres o cuatro revelaciones que habría sido injusto calificar de intrascendentes. Aquel hombre había faltado de alguna forma a su deber. Del que respondía ante otros, pero también ante sí mismo. Había sufrido un severo castigo por ello y durante un tiempo había quedado anulado. Luego había conseguido rehacerse, trabajosamente. Y lo que ahora era, en buena medida, se lo debía a su hundimiento y a su resurrección.

No sabía qué había hecho, ni qué le habían hecho, exactamente. Pero si había de creerle, lo que sí sabía, ahora, era lo que a raíz de aquellos acontecimientos había sucedido dentro de él. Y eso me permitía al fin darle un sentido, por cierto insospechado, a su proyecto de escribir la historia de Teresa y el Inquisidor. Me decepcionaba no conocer los detalles que había detrás, inevitablemente. Pero ¿podía decir que no había correspondido a mis confidencias? ¿Había llegado yo, con todos los detalles que le había suministrado, a desnudarme tanto como él en aquella críptica confesión?

Lo que en cualquier caso decidí fue perdonarle su espantada de tres semanas atrás. Aunque no pudiera o no quisiera darme una excusa. En las últimas líneas de su mensaje había tenido la malévola habilidad de ponerme en la disyuntiva de perdonarle o quedar mal. Se había pasado tres semanas sin dar señales de vida, y su forma de reaparecer me había dejado sumida en un mar de dudas. Pero, pese a todo, me seguía importando lo que pensara de mí.

Volvió a entrar en línea dos días después de enviarme el mensaje. Se conectó y aguardó, prudente. Hablé yo primero.

Hola de nuevo, Inquisidor. ¿O debo decir… Teresa?

Mejor Inquisidor, que ya me he hecho a ello. Además, lo otro sería demasiado raro. ¿No te parece?

No sé. Desde que trato contigo ya no sé lo que es raro.

Bueno, no toda la rareza la pongo yo.

Pero sí la mayor parte.

Tampoco es tan malo, ¿no crees? ¿No te cansas a veces de que todo sea igual y te lo cuenten siempre de la misma forma?

Tiene la ventaja de que suelo entenderlo.

Me imagino que eso es una forma de regañarme por mi confesión.

Te equivocas. No voy a regañarte por tu confesión. Debo reconocer que me has impresionado. No me la esperaba.

Ah, creí que te quejabas por la forma de contarte mis desventuras. A lo mejor esperabas otra cosa. Algo más… inteligible.

No. Ya me voy haciendo a tu estilo. Y hasta creo que empiezo a descifrarlo. Lo que tal vez debería preocuparme.

Tal vez.

Por lo que sí voy a regañarte es por otra cosa.

No será lo que imagino…

No. Lo que imaginas te lo perdono. Aceptaré que eres así, y lo que cuenta para mí es que te has disculpado y sobre todo que has tratado de arreglarlo. Tú sabrás qué te pasó esa noche.

Gracias, Theresa, es muy comprensivo por tu parte.

Lo que no te perdono es que me hayas hecho leer un testamento de veinte páginas para al final del rollo dejarme con la intriga que más me reconcomía.

Vaya, lo siento, pero ya te dije que no habría detalles…

Quién habla de detalles, ahora. Tengo la tonta costumbre de guardar y releer nuestras conversaciones. Y repasando la última he recordado que me debes algo.

Sé que esto no va a mejorar precisamente mi imagen ante ti. Pero creo que debo preguntarte a qué te refieres.

Me dijiste que había algo que yo te había dicho que te decidió a confiar en mí. Te pregunté qué era. Y me respondiste que me lo contarías más adelante, cuando yo pudiera entenderlo mejor. ¿Tengo que interpretar que todavía no puedo?

Tienes razón. Te lo debo. Perdona. Se me pasó. Hace muchos días de aquella conversación.

No irás a salirme ahora con que no te acuerdas de lo que dije… Si quieres te envío el archivo con la charla completa.

No había pensado que podías estar guardándolas.

¿Te preocupa? ¿Te molesta? Si es así, las borro.

No, qué más da. Yo no las guardo, pero tampoco necesito que me la envíes. Me apunté la frase en un bloc. Lo tengo aquí.

Me corroe la curiosidad.

¿No has intentado adivinarla? Ya que puedes releer todo el texto…

Lo he intentado, sí. Pero tengo que admitir, aunque me resulta francamente humillante, que no lo he conseguido. Le he dado veinte vueltas y no tengo ni la más remota idea. No me parece que dijera nada tan perturbador.

Y sin embargo, lo hiciste. Al menos lo fue para mí. Ésta es tu frase, si no la copié mal: No me preocupa dar más de lo que recibo. No suelo llevar la cuenta de esas cosas.

¿?

Eso… ¿Tanto te impresionó?

No sé si es ésa la palabra. Más bien diría que diste en el clavo.

¿Qué clavo?

Se trata de otra de mis teorías. De esas que a lo mejor no resultan muy cuerdas, además de no ser nada científicas.

¿Como la de los muertos que llevamos con nosotros?

Más o menos.

Es un poco macabra. Pero también bastante gráfica. Es de lo que me resultó más claro de tu confesión, después de todo.

Entonces, ¿quieres oír esta otra?

Dispara.

Va de clases de personas. Nada menos.

Cuidado. Terreno pantanoso. A ver dónde me clasificas a mí, que si no me gusta, me enfadaré.

No tiene por qué disgustarte. Tú misma te clasificaste ya. Además es muy sencilla, y tampoco diría que hay categorías peores y mejores. De hecho hay sólo dos, y cada una tiene su cara y su cruz.

Así te curas en salud cuando la cuentas, ¿no?

No. Es la conclusión a la que he llegado, nada más. Las personas, según mi teoría, se dividen en dos grandes grupos. Un primer grupo vienen a formarlo los que podemos llamar los contables.

¿Los contables?

Creo que es la palabra que mejor los describe. Son esas personas que siempre llevan la cuenta de todo, tanto en sus actos como en los de los demás. Para ellos todo tiene su contrapartida, y sin ella, carece de sentido. Les gusta que cada peso tenga su contrapeso. Que todo cuadre.

Vale. Deduzco que ése no es mi grupo. Menos mal.

No pienses que se trata de una etiqueta peyorativa. Los contables son personas con rasgos admirables, y capaces de cosas admirables también. Tienen sentido de la justicia, del orden, del equilibrio. Suelen ser fiables, coherentes, eficaces, y esforzarse siempre por corresponder con el bien a los bienes que reciben. No dejarán nunca de pagar una deuda, y nunca se les olvidará lo que te prometieron. Son atentos, detallistas: sus madres saben que siempre las felicitarán por su cumpleaños. Tienen capacidad de anticipación, sentido de la estrategia. Por eso saben organizarse y sirven como nadie para organizar a los demás.

Ya veo… ¿ Y la cruz?

Como la cara, depende de la persona. Pueden ser intransigentes. Pueden ser también avaros, o codiciosos. Y tienen una cierta propensión al resentimiento. Ellos suelen cumplir lo que se espera de ellos, pero no es difícil que otros no cumplan lo que ellos esperan. Y su sentido de la contrapartida entra aquí en juego de forma implacable.

Creo que me alegro de ser lo otro. Sea lo que sea.

Muy pronto lo dices. Espera y no juzgues tan deprisa. Además, en muchas coyunturas de la vida, ayuda tener un contable a mano.

Pero serlo…

También. No te precipites, Theresa. Todavía no te he dicho cómo llamo a los del segundo grupo. Al que pertenecemos tú y yo.

A ver, sorpréndeme.

El otro grupo es el de los que llamaremos los pródigos.

Intuyo que la palabra no está escogida al azar.

No. Los pródigos son aquellos que, al revés que los contables, se despreocupan de llevar la cuenta de lo que hacen, y de lo que les hacen. No es una decisión, simplemente carecen de esa capacidad. Pueden muy bien deslumbrar aquí, y fallar completamente allá. Son malos para calcular, para equilibrar, para corresponder. No es que las cosas no les cuadren. Es que se empeñan en descuadrarlas, una y otra vez.

Vaya, ¿y no hay un término medio?

No. Esto es pura lógica binaria. Uno o cero. En cada uno de nosotros predomina uno de los dos: el contable o el pródigo. Y eso no quiere decir que no tengamos rasgos del opuesto, de los que podemos servirnos frente a las vicisitudes cotidianas. Pero en las verdaderas encrucijadas, en las crisis, y en definitiva, allí donde cuenta lo que somos en lo más profundo, nos manifestamos como lo uno o como lo otro.

Creo que lo capto. Tienes razón. Soy pródiga. Y no me molesta.

Claro. Los pródigos tienen, qué duda cabe, una faceta muy atractiva. Pueden ser brillantes, ocurrentes, creativos. También tienden a ser generosos, apasionados, cálidos. Si les pides un pan no se pararán a contar cuántos otros panes les quedan en la despensa. Nunca miden el afecto, la amistad o la compasión. Y nunca se limitarán a cumplir el plan establecido o a seguir la vía marcada. Siempre mirarán hacia los lados. Y lo que allí encuentran no suelen verlo los contables.

¿Pero?

Pero no llevar la cuenta también juega malas pasadas. Por falta de celo, por descuido, pueden llegar a ser muy desconsiderados. No es difícil que se distraigan, y tampoco que dejen de prever lo que deberían haber previsto, exponiéndose y exponiendo a otros a consecuencias desagradables que habrían podido evitar con un poco mas de cuidado. Pueden arruinarse con facilidad, por sus pocas dotes para administrarse. Y no pocos de ellos (todos los pródigos, en realidad, en algún momento de su vida) se comportan de forma incomprensible y temeraria.

Incomprensible y temeraria para los contables, quieres decir.

Y para los propios pródigos, cuando caen en la piscina sin agua.

Lo que me hace pensar en tu confesión…

Por eso quería esperar a hacerla, para responder a tu pregunta. Ahora puedes valorar mejor por qué me convenciste con esa frase.

¿Te convenció eso, el hecho de considerarme una de los tuyos?

Por supuesto. A una contable no habría tenido ningún sentido que le contase mi historia. Me consta que no la habría entendido.

Es posible que no.

Y está en su derecho, además. No somos mejores que ellos. Podemos cosas que ellos no pueden, del mismo modo que ellos pueden cosas que nosotros no podemos. Lo único que hay que hacer es tener cuidado, antes de mezclarse más de la cuenta. No hay nada escrito, ni regla sin excepción: existen situaciones, momentos, incluso se dan a veces circunstancias duraderas en que un pródigo y un contable pueden complementarse, prestarse sus respectivos talentos y suplirse sus respectivas carencias. Pero en ciertos órdenes delicados de la vida, a la larga, tienen muchas probabilidades de no hacer buena pareja.

¿Ciertos órdenes delicados de la vida?

Allí donde se cala en lo profundo. Donde inevitablemente surgen cuestiones que unos y otros no vemos ni sentimos del mismo modo.

Esta noche me estás diciendo muchas cosas, Inquisidor.

Te he dicho muchas cosas ya, antes de esta noche.

Bueno. Nunca una como la que se desprende de tu teoría.

¿Es decir?

Que tú y yo sí podríamos formar buena pareja.

¿He dicho yo eso?

No lo has descartado, como habrías hecho si me hubieras declarado una integrante del bando de los contables.

Compruebo que en adelante tendré que medir mucho mis palabras.

No. No las midas. Te prefiero pródigo. Ahora que empiezas a serlo de una vez. Porque lo que es hasta ahora, conmigo…

Tenía que conocerte mejor. Soy un pródigo trasquilado.

¿Por eso te empeñas en ser un lobo solitario?

¿De dónde sacas esa conclusión?

Leí tu confesión con la esperanza de que en algún momento me hablaras de cómo llegó alguna mujer a consolarte y a sacarte del pozo. En mi caso, ya ves, siempre he recurrido a un hombre para superar mis crisis. Pero no. El austero Inquisidor (no el de tu novela, sino tú) aguantó el tirón solo y solo se levantó…

Así fue. Hubo alguna mujer, pero no me salvaba precisamente. Lo que tampoco le recrimino. Me ayudó a comprender que era cosa mía.

Y ahora, ¿sigues solo? Uy, perdona, quizá no he debido…

Ya, ya. Veo que esta noche estás algo traviesa.

¿Yo?

No veo a nadie más por aquí.

Y tú, ¿estás siendo travieso al llamarme traviesa? *

Conscientemente, no. Pero quién sabe.

Me vas a contestar a lo que acabo de preguntarte?

Sí.

Así que…

Que sí. Que sigo solo. ¿Te parece una información interesante?

Claro. Hasta cierto punto, de momento. Pero sí.

¿Hasta qué punto?

¿Por qué?

Quién responde a quién…

¿Por qué sigues solo?

La respuesta más obvia sería porque no he encontrado a nadie que me convenza de la necesidad de cambiar eso.

Pero tú nunca eres obvio.

Por supuesto, tengo otra teoría.

Debí haberlo imaginado. ¿De qué va esta vez?

Clases de personas, de nuevo.

Ah, ¿hay más?

Ajá. Pero se trata de otra clasificación. Simple, también.

A ver dónde caigo esta vez. ¿Tú ya me has colocado?

No. No te conozco todavía lo suficiente, en este caso. Pero sí me puedo colocar a mí mismo. Ahí está la respuesta a tu pregunta.

¿Y las clases de personas en cuestión son…?

Dos, otra vez. En nuestra relación con otros, las personas somos de dos clases. Las que curan y las que dañan. Creo que tu fina inteligencia me excusa de precisar de cuáles me considero yo. Y a partir de ahí, no hace falta tampoco que te diga por qué prefiero estar solo.

… (Sin palabras).

¿He sido demasiado franco?

Me gustaría saber por qué piensas eso.

Tengo testimonios que lo respaldan. Y mi propia apreciación.

No creo en esta clasificación tuya. Eso depende. Podemos ser dañinos para unas personas y curativos para otras.

Quizá tú. Y eso te haría del otro grupo. Si puedes curar…

¿Tanto has dañado?

Eso dicen. Pero ya no. Me he jubilado.

Eso es una estupidez. Una reacción inmadura. Tendrías que haber oído lo que me dijo el Redentor cuando me pilló. Y qué. Pude ser una calamidad para él, no lo dudo. Pero no soy una calamidad absoluta. Me niego a que nadie me haga creer eso.

Bien por ti.

Pero, vamos a ver, cómo que jubilado… ¿Qué edad tienes?

Qué más da eso, Theresa. La suficiente como para empezar a estar algo cansado. Creo que me voy a ir a dormir, con tu permiso.

Espera. Prométeme algo.

Qué.

Prométeme que mañana seguiremos hablando de esto.

Vale.


  1. <a l:href="#_ftnref16">*</a>Naughty, en el original. En inglés, sinónimo habitual de pícaro/a. (N. del e./t.)