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Nota: La realidad no está en la imaginación, es decir, en el porvenir, que es imprevisible, ni en el pasado, que es inmutable, sino en el presente, que es lo único que no pueden captar la inteligencia y la intuición.
Las novelas históricas deforman una realidad que, por haber sido como fue, ya no podría ser de otra manera. Las novelas de imaginación que tratan de escudriñar el porvenir, cuando llega la plenitud de los tiempos resultan extemporáneas. La vida no tiene argumento, o el argumento es demasiado conocido -nacer, crecer, reproducirse y morir- y admite poquísimas variantes: morir antes de tiempo sin haberse reproducido; crecer, reproducirse y morir normalmente; reproducirse para morir. Según las leyes matemáticas, las combinaciones de cuatro elementos son infinitas; pero las leyes de la imitación son tan rigurosas que ya hay muy pocas posibilidades de nacer, crecer, reproducirse y morir con cierta originalidad.
La novela que yo voy a escribir -es la forma tímida y desconfiada que empleamos los hispanoamericanos para decir "yo escribiré"- no tendrá tema, sino personajes y éstos no lo serán en el sentido que suele dársele a esta palabra, sino en el de personas comunes y corrientes.
Para buscar estudiantes hay que ir al Boulevard Saint-Michel; artistas y escritores, al Saint-Germain y al Montparnasse; turistas y bohemios, a la Place Pigalle y a la Place du Tertre; millonarios y personajes políticos, a los hoteles de la Place Vendóme y la Concordia; banqueros y financistas, a la Bolsa; señoras elegantes, a la rue del Faubourg Saint-Honoré y a la Avenue Montaigne. Pero el intento de distribuir todo ese mundo heterogéneo dentro de un esquema lógico como el plano del metro, falla ante la compleja y cambiante realidad de París. De noche, Montmartre es un hervidero de gentes que quieren divertirse, en tanto que de día es un barrio opaco y melancólico con un apacible aire de provincia. Con excepción de los Campos Elíseos las avenidas de la Estrella se duermen a las diez de la noche. No se puede, pues, generalizar. Ni podría ponerme a recorrer la ciudad en un bus, en el metro o a pie, en busca de personas susceptibles de convertirse en personajes: subir a la Sorbona para pescar profesores en su tinta, darme una vuelta por los bulevares en pos de una prostituta que trata de atrapar a un turista, descender a las orillas del Sena para buscar "clochards" y sorprender enamorados, sentarme en los vestíbulos de los hoteles a esperar la salida de actores o princesas. Dos días de este trabajo de espionaje inútil me dejaron exhausto y una mañana sorprendí un adelgazamiento sospechoso en las suelas de los zapatos.
Al contarle mi proyecto a don Pepe, viejo compatriota de quien me hice amigo en la terraza de Liouquet's, me aconsejó:
– Compra un periódico, pide un vaso de cerveza y siéntate en un café a ver pasar tus personajes. Yo lo he hecho varias veces y te aseguro que se divierte uno mucho. Tendrás, eso sí, que cambiar frecuentemente de barrio y de café…
A veces me basta un cuarto de hora, un corto acompañamiento visual, para descubrir que una persona no coincide con su apariencia ni con mis esperanzas. Otras veces descubro que alguien a quien seguí por intuición, pues su apariencia era insignificante, en realidad es una actriz en vacaciones, o un millonario de verdad, o un Premio Nobel de Química, o una princesa de incógnito y de paso por París.
"Dama inglesa se desmaya en la Gare Saint-Lazare cuando se entera de que el viajero del compartimento vecino era el Príncipe consorte de Su Majestad Isabel II de Inglaterra", dice el periódico de ayer, aunque no importa, pues la actualidad es inactual.
El tipo que acaba de sentarse a la mesa de al lado -pues siguiendo el consejo de don Pepe me he instalado en la terraza del Café de la Paix- debe ser algún duque que arrastra la cola de uno de esos bellos nombres de Francia que deslumbraban a Marcel Proust; o un joyero de la Place Vendóme, que piensa en diamantes, topacios, rubíes, perlas y esmeraldas. Aspira con deleite de conocedor su copa de coñac, al través de una nariz ganchuda que un escritor clásico llamaría "aguileña" o "aquilina".
"Triunfo de la constancia francesa… En Río de Janeiro el ciclista francés Dupont llegó en la prueba de ayer por quinta vez de cuarto…"
Paso, de largo por las páginas que traen las fotografías de un boxeador estúpido y sonriente, un ciclista bañado en sudor y diez pares de nalgas en torno de una pelota de rugby.
"Mercado Común Europeo… El ministro de Comercio habla de las posibilidades del mercado verde…": verde tierno de los campos ingleses, con perros de caza y jinetes de casaca roja; verde jugoso de los campos de Francia salpicados de bosques; verde sombrío de la Umbría italiana, con una loma coronada por uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cipreses melancólicos… "El trigo de Francia se venderá en Italia y posiblemente en Inglaterra."
El duque o el joyero -traje oscuro, cintita roja en la solapa, sienes de color gris, silueta espesa y solemne- se encamina hacia la Place Vendóme a lo largo de la rue de la Paix.
"Joyero de la Place Vendóme asaltado anoche por tercera vez en el curso del año…"
Lo sigo discretamente. Entra en una agencia de turismo: "Niza, Cannes, crucero por el Mediterráneo…" Tiene que ser un duque que viene a preparar un viaje a la India, para cazar elefantes… Ahora se sienta ante un escritorio lateral y recorre unos papeles con el índice de la mano derecha. Una señorita que está hablando por teléfono, le dice:
– ¿Señor Durand? ¿Tendríamos alguna reserva disponible para la semana entrante, en un avión de Air France?… ¿Primera?… ¡Turismo!
Me trasladé al café de Cluny, Boulevard Saint-Germain, esquina del Boul' Mich'. Pasan centenares de estudiantes, generalmente por parejas; negros de todos los matices, desde el de tinta china congolés hasta el café con leche argelino; blancos opacos y cenicientos de Hispanoamérica; cetrinos y aceitunados del sur de España; rubicundos o desteñidos del norte de Europa; amarillos del Japón, verdes de Corea, jades de China, con los ojos abiertos a navaja en un ¡rostro grasiento.
"Interrogada Madame Nhu sobre la situación insostenible de los americanos en Vietnam"… Una mujer pantera, briosa, nerviosa, hermosa, misteriosa… Vive en París, en alguna parte. Podría tratar de entrevistarla. "Interrogada Madame Nhu, se niega a conceder declaraciones a los periodistas."
Un joven se sienta a la mesa vecina con una muchacha que lleva en la mano unos cuadernos de música.
– Papá quiere que entregue estas partituras en la imprenta antes del mediodía; por eso no puedo demorarme sino cinco minutos…
Él debe ser un estudiante pobre, serio, inteligente -la mirada reluce detrás de las gafas y tiene tres surcos en la frente-, sentimental -le enseña una fotografía que extrae de la cartera- y posiblemente hace versos. Una motocicleta jadea al borde de la acera; pasa un bus trepidante; el doble torrente de automóviles barre las conversaciones del café; yo picoteo el periódico, como la paloma que ha osado aterrizar debajo de mi mesa.
"Todavía hay nieve en ciertas regiones de los Pirineos. Se prepara una tempestad en las costas de Irlanda. Depresión sobre Inglaterra. Presión atmosférica en París, 98 y humedad relativa, 180."
– ¿Y hasta cuándo va a durar la huelga?
– Los empleados de la clasificación -responde el falso estudiante a la muchacha que no era música- nos reuniremos esta noche en el sindicato. Los sacos de correos forman ya una montaña.
Terraza de "La Boule d'Or", contigua a la "Rótisserie Périgourdine" (tres estrellas), muy famosa por su cocina y su vista sobre la Catedral.
"Acaba de aparecer una bella y práctica camisa-pantalón, en nylon color carne, que puede usarse aun con blusa de tela transparente."
Las conchas de las ostras que exhibe el escaparate de la "Rótisserie" parecen talladas en las mismas piedras negras que sirvieron para esculpir los reyes y los profetas del portal derecho de la Catedral. Comerme ahora una docena de ostras sería ingerir la savia y el zumo y la médula gris y gelatinosa de Nuestra Señora de París. De un Cadillac (CD) descienden un par de negros: él vestido a la moda de su país, con flotantes hopalandas de colores claros y un birrete dorado en la cabeza; y tal vez ella lleva debajo del traje corto a la europea, una bella y práctica camisa-pantalón en nylon color carne. ¿Negra o blanca? Congo-Brazzaville, Congo-Leopoldville, Sudán anglo-egipcio, Senegal, nombres que sudan y evocan selvas tenebrosas y el calofrío de la fiebre amarilla. Inventarle a los negros una historia sobre esta idea: Diplomáticos en la ciudad más civilizada del mundo, nacidos en una choza parada en estacas a las orillas del Congo. La camisa-pantalón, en nylon color carne, le hace cosquillas a la negra en la selva a la orilla del Congo.
Un coronel alto, corpulento, con el pecho cruzado de condecoraciones. Una señora que ha dejado de ser joven pero todavía exhibe la fuerza y la agilidad de una muchacha. Él debe de pertenecer al comando de las fuerzas americanas en Europa. Suponer que es de familia sudista y segregacionista. Su mujer organiza cócteles para conseguir fondos destinados a una congregación protestante. ¿Qué pensarán al ver a los dos negros en el restaurante?
La multitud se coagula y chorrea lentamente en grumos oscuros y amarillentos, o forma espesos remolinos frente a las cajas de los "bouquinistes", etc., etc. ¿Para qué seguir tomando notas y personajes del natural, como lo hicieron los impresionistas cuando sacaron sus caballetes a la calle, si encerrado en un taller, con la sola referencia de una tarjeta postal, Van Gogh se puso a pintar obras maestras? ¿Y si inventara una novela sobre la base de las noticias, y los anuncios por palabras que trae el periódico? Es más fácil que plantar mi caballete en la calle y a pleno sol. La idea no es mala y me puede servir.
Cuatro años de París han pasado en un momento, a una velocidad espantosa: cuatro inviernos fríos y desapacibles; cuatro primaveras inestables y caprichosas; cuatro veranos agobiadores y húmedos; cuatro otoños cargados de un esplendor melancólico. Presiento que el tiempo, la propia sustancia de mi vida, se evapora vertiginosamente y descubro con malestar ciertos signos de descomposición y decadencia. Me han sacado tres muelas. La frente me ha crecido y al verme en un juego de espejos me mortifica una transparencia sospechosa en la coronilla de la cabeza. ¿Cuándo termina físicamente la juventud? ¿Sucederá igual que con las estaciones? El día inicial del verano es el más largo del año y de allí en adelante, en la plenitud, los días comienzan a acortarse. Pero estos pequeños síntomas me tienen sin cuidado y puedo combatirlos con un buen dentífrico y una loción para el cabello como la que estaba a punto de inventar mi amigo el farmacéutico de la Avenue Port-Royal. Lo grave es la impresión de que, por lo que hace a mí y no desde el punto de vista de mi amor por ella, sigo perdiendo el tiempo como cuando mis días crecían y estaba muy lejos esa hora de plenitud que fue nuestro mutuo descubrimiento a las orillas del Sena. No puedo seguir devorando un porvenir que se restringe cada día más y cuyos días han comenzado a acortarse.
Nota: (Experiencia personal para utilizar en mi novela al pintar un amor entre mis personajes).
Nunca ha pasado por mi cabeza un deseo carnal en presencia de Rose-Marie. Por el contrario, con todas mis fuerzas rechazo la menor sombra de tentación libidinosa. Claro está que gozo intensamente cuando la abrazo, cuando succiono con los labios en trompa el olor, el sabor, la suavidad, la humedad de los suyos; o cuando aspiro con las fauces abiertas -como un perro- el aroma de su cuerpo tibio de doncella. Uno de los testimonios físicos de mi amor por ella es esa neutralidad sexual de mi voluntad, esa incapacidad espiritual de violarla. Si Rose-Marie no fuera virgen, como seguramente lo es: ¿la amaría como hoy la amo o la desearía rabiosamente como a esas niñas que viajan colgadas de los labios de un muchacho que no soy yo, a lo largo de siete estaciones de metro? Aunque tengo que confesar que desde el día en que conocí a Rose-Marie y la adoré intensamente, empecé a mirar con una profunda comprensión las parejas de enamorados que se ven por todas partes en París.
Otra experiencia para utilizar en mi novela: ¿Qué pudo amar en mí Rose-Marie?, ¿la persona o el personaje? Su amor parte de una serie de supuestos falsos: una condición social imaginaria, una fortuna familiar que no tengo, un temperamento de artista que me falta, un porvenir brillante que no parece ser el mío. Si ella supiera de pronto que pertenezco a una borrosa capa social, que mi padre fue un oscuro empleado abrumado de humillaciones y deudas, que mi talento creador no es sino una imaginación desorbitada, que no soy sino un vagabundo que vegeta en París agarrado al leño de sus expedientes y de sus mentiras: ¿me amaría como hoy me ama? Y si no me ama por lo que soy, sino por todo lo opuesto y diferente a mí, por el personaje y no por la persona: ¿no estoy cometiendo un error al prolongar indefinidamente un equívoco que cualquier día se puede disipar como una nube barrida por el viento?
(Desarrollo imaginario en vista de mi novela). Pero… pero el dinero se puede adquirir, el prestigio social se puede conquistar, el éxito literario se puede obtener. Si me resignara a ser indefinidamente como hoy soy, estaría condenado de antemano. Tendría, como el pobre papá, que transferir en un hijo las ilusiones perdidas y las esperanzas irrealizadas por culpa de una cobardía personal. No se trata de un supuesto imaginario, sino de una premisa real.
Don Pepe llamó al botones y le dijo que yo necesitaba un dinero por el término de veinte días, mientras me llegaba el "giro". Había pensado pedirle trescientos francos, pero en vista de la buena acogida y de la mañana azul, le pedí quinientos que introduje lánguidamente en mi cartera. Llamé al criado y le pedí dos whiskies.
– Durante la ocupación alemana, este botones fue sirviente de un coronel que simpatizó con él, pues los dos eran alsacianos y hablaban la misma lengua. Y mientras el coronel estaba de servicio o se emborrachaba en este café, el criado examinaba sus papeles y mantenía informados a los comandos de la resistencia.
Es un tipo feo, desgarbado, de gafas, sin el menor aspecto de un héroe o de un personaje. En cambio, hay camareros con apariencia de príncipes, y les sirven a negros, a mestizos, a amarillos que podrían ser sus criados.
– El ideal es ser príncipe de veras y tener la correspondiente apariencia.
– Yo he visto pasar por aquí tipos extraños que parecen extraídos de una novela inglesa del siglo diecinueve. Fíjate en éste que acaba de entrar al restaurante. (Un hombre alto, elegante, de bigote blanco y monóculo, con un clavel en el ojal.) Todo el mundo lo conoce aquí desde hace veinte años, pero él no conoce a nadie. Es un personaje sin novela.
– Es como un actor disfrazado de Hamlet que en el bar del teatro se come una rebanada de jamón antes de salir a escena.
– Aquel viejo achaparrado, bajito, congestionado por el alcohol, es un falso marqués. Los camareros le dicen señor marqués, y él se ha posesionado tan profundamente de su papel, que hay muchas cosas que no hace porque los marqueses auténticos no deben hacerlas. En cambio, conozco un verdadero marqués que parece un "clochard". Muchos amigos que vienen por primera vez a París me piden que les presente al marqués que conozco. Yo les presento al falso marqués. El auténtico les parecería demasiado vulgar.
Desde el día, ya lejano, en que comencé a pensar en función de mi futura novela, hasta los personajes más anodinos y los incidentes más baladíes, se cargan de sentido. Los generales -me imagino yo- piensan en soldados, los políticos en electores, los misioneros en almas que se pueden salvar, y los novelistas pensamos en personas que pueden convertirse en personajes.
Don Pepe extrajo del bolsillo un pañuelo sucio, en forma de bola, y se restregó la nariz que lucía una gota en la punta.
– ¿No tienes nada que hacer? ¿No esperas a nadie? ¿No te molesto? Los viejos y los pobres nunca sabemos cuándo comenzamos a estorbar… ¿Conoces al compatriota que estuvo ayer aquí? Lleva en la solapa, para distinguirse de los demás, la roseta de la Legión de Honor. "Uso esta cintita para deslumbrar a los maitres d'hotel y a mis compatriotas", me dijo.
– Ése es un personaje novelesco.
– Te preguntaba si te molesto porque estoy esperando a un compatriota nuestro que acaba de llegar, y mientras su mujer pasea con unas amigas chilenas por los castillos del Loira, él tiene la idea…
– Lo conozco. Rose-Marie es mi novia y es muy amiga de los dos.
– Pues conocí a la madre de tu novia hace veinte años, recién pasada la guerra. Era una de las mujeres más elegantes de París. Te felicito. Pues ese amigo en vacaciones conyugales, me citó aquí para que lo lleve a algún sitio discreto, donde pueda echar una cana al aire. Yo conocía centenares de esos lugares, pero desde hace tiempo tuve que abandonarlos. ¿A dónde lo podríamos llevar?
Me ofrecí espontáneamente a presentarlo en el cabaret del pied-noir. Mientras nuestro amigo llegaba podía telefonear para que nos reservaran una mesa y tres muchachas simpáticas.
– Dos, sólo dos. Yo no estoy para esos trotes y me iré después de comer.
La tragedia del falso marqués, la del marqués auténtico, la del compatriota no condecorado con la Legión de Honor, la del camarero que no parece un héroe, aun cuando lo fuera, consiste en que son personajes con la modesta apariencia de personas, o personas insignificantes con aspecto de personajes, y en todo caso, en cuanto personas o en cuanto personajes, carecen de interés novelesco.
Nota: Deducir por la actitud y el ritmo de los movimientos el carácter y el pensamiento de los transeúntes. Marcha lenta, pesada, de pasos acompasados y seguros, de un señor que sale del restaurante con un largo cigarro entre los dientes. Marcha cautelosa, fatigosa, escurridiza, de un "clochard" que abre una caja de basura para escarbar los desperdicios. Militar vestido de civil marcha llevando en alto el paraguas como si fuera un sable. El agente del tránsito se aburre en la esquina y pasea por la mitad de la calzada con la seguridad de que los automóviles nunca lo habrán de atropellar.
Apenas tengo tiempo de tomar notas en estos cuadernos. Me levanto tarde, a la una me encuentro con mis dos amigos y almorzamos en algún bistrot, a las seis vamos a la terraza de Fouquet's, a las ocho pasamos por el cabaret del pied-noir, a la media noche enrumbamos hacia Montparnasse y permanecemos en alguna "boite" o una "cave" hasta la madrugada. Nos acompañan dos muchachas, jóvenes y bonitas, y generalmente terminamos todos en mi hotel.
Conversaciones ociosas:
Digo yo (pedante): Los hispanoamericanos ricos creen que París son las carreras de Longchamps, los Campos Elíseos, los cabarets de Montmartre, La Tour d'Argent, el Hotel Jorge V… Para sus mujeres, París es Hermes y Christian Dior.
¿Y a mí qué me importa? No hay nada tan antipático como este empeño que tenemos los jóvenes en enseñarles a vivir a los demás.
Dice don Pepe (melancólico): Vivir en París mal, cualquiera lo puede hacer y es lo que yo practico desde hace cuarenta años. Vivir con automóvil, departamento amueblado, sirvientas, chofer, abonos en los teatros, cenas en los restaurantes, excursiones los fines de semana, vacaciones en la montaña o en el mar… eso es otra cosa. Tal vez eso lo podrás hacer tú.
Ese tú no es para mí, sino para nuestro amigo. Tengo la impresión de que a veces, como ahora, a los ojos de don Pepe aparezco profundamente antipático.
Digo yo (hipócrita): Y sin embargo, hay otro París: el de los cien libros que se publican por semana, las diez comedias que se estrenan por mes, las mil exposiciones de pintura, los conciertos, las conferencias, la Sorbona, el Instituto, los anticuarios, las librerías, etc. Un París de millares de lectores en las bibliotecas, millones de visitantes en los museos, centenares de sabios que pegan el ojo a un microscopio para sorprender a los virus, o a un telescopio para escrutar las estrellas. En cualquier momento del día y de la noche, en ese París que digo, alguien está pintando, componiendo música, escribiendo, ensayando un ballet, inventando un sistema para captar las radiaciones atómicas, proyectando, calculando, concibiendo una idea original…
Dice don Pepe (burlón): ¡O escribiendo la novela que tú estás pensando escribir!
El amigo (molesto): Para venir a París en busca de un cabaret, una tienda de lujo y una mujer, yo he tenido que trabajar muy duro durante varios años. He venido a divertirme y no propiamente a colaborar en el estudio de los problemas europeos. A las ferias en mi tierra voy a trabajar, a comprar y vender ganado. Los forasteros van a emborracharse, a jugar a los dados y a acostarse con una mujer. ¿Me entiendes? Yo trabajo como un negro para poder, cada cuatro o cinco años, venir a divertirme a París. ¿Eso te parece mal?
Si metiera a este tipo como personaje de mi novela, tal vez sería injusto pintarlo como aparece aquí, por el revés, y sin mirarlo por el derecho que es como debe ser allá y en su existencia normal.
El casado (sarcástico): Miguel tuvo aquí muchos problemas con un fingido estudiante, un vagabundo que le estrelló su automóvil. ¿Alguno de ustedes lo conoce? Me decía Miguel que el hombre no quería irse de París, sino permanecer aquí viviendo, naturalmente a costa de los demás. Reconocerás que yo, por lo menos, vivo con mi propio dinero.
Don Pepe (compasivo): Ese muchacho debe padecer una especie de nostalgia al revés.
Digo yo (para cambiar el tema): Conozco el caso de estudiantes que se han suicidado abriendo las llaves del gas, en un rapto de soledad o de nostalgia al derecho.
Al consignar en estos cuadernos algunas escenas dialogadas he adoptado, por abreviar y no andarme por las ramas, la escritura de un libreto teatral. Esto evita la fatigosa explicación dentro del texto, de las actitudes de los personajes: "Don Pepe, hombre bondadoso y comprensivo, sacudió con el índice la ceniza de su cigarrillo, alzó los hombros, enarcó las cejas, apretó los labios y finalmente exclamó…"
Don Pepe (melancólico): Yo en cambio, padezco esa clase de nostalgia al revés. El solo pensamiento de regresar a mi tierra me pondría neurasténico. No me ausenté de aquí cuando millones de franceses, durante la ocupación alemana, huyeron de París. Ni las veces, que no han sido pocas, en que por cualquier motivo no me llega el dinero, o se me reduce a una miseria con las devaluaciones. ¿A dónde va este verano?, me preguntó ayer el Cónsul. A tomar el fresco en el Bosque de Bolonia, le contesté. ¿Por qué quiere que salga de París?
Hay algo que me preocupa desde hace unos días. ¿Por qué las personas que uno conoce no pueden convertirse en personajes de novela? ¿Y por qué si se las utiliza en una novela es necesario deformarlas? ¿Por qué se nos escapan de entre las manos cuando queremos pintarlas como son? ¿Por qué resultan distintas de como quisiéramos que fuesen? Don Pepe habla con palabra confusa y entrecortada, salpicada de breves ataques de tos.
– También conocí el París de que tú hablabas, pasada la primera guerra europea y cuando era estudiante en la Facultad de Medicina. Me gustaba ese París nocturno de los hispanoamericanos ricos, cuando era hijo de familia y la mía era muy rica. Hoy sólo puedo husmear como un perro que se detiene ante todos los postes de la calle. Ya no hago otra cosa que husmear ese París de mi vejez: un París sin libros, sin conciertos, sin teatros, sin mujeres, sin más amigos que algún camarero de café, un antiguo portero, una prostituta que al envejecer se ha convertido en una burguesa respetable. Un París de puras imágenes: el Sena con sus puentes, los parques, los bulevares, los jardines, los palacios viejos del Marais.
Es algo que se me ocurre ahora y anoto para desarrollarlo más tarde. ¿Por qué fracasa en América todo intento de novela que se desarrolla en medios sociales elevados? ¿Por qué la novela de Proust resultaría profundamente cursi si se escribiera en la Argentina o en Colombia?
Mi amiguita, una de aquellas noches, se había cansado de acariciarme la nuca con la uña y ahora me mordía una oreja. Me cuchicheó al oído:
– Estoy cansada, vámonos…
Pero don Pepe estaba diciendo… (¿Resultaría la anécdota que contó don Pepe con cholos peruanos que se ausentan de Lima, o con rotos chilenos que salen de Santiago a pasar una temporada en Viña del Mar?) Porque don Pepe decía:
– Hace unos días leí en una revista en la dentistería, donde me están arreglando la caja de dientes, una historia maravillosa. Una estudiante americana, medio bohemia, se hizo amiga de dos "clochards". Los veía todos los días en la placita de la Contrescarpe, cuando se dirigía a la Sorbona. Una vez les regaló una botella de vino, otra un paquete de cigarrillos, más tarde una bufanda vieja. Los quería como a esas palomas del atrio de Notre-Dame, o a esos perritos que se ven pasar en la cubierta de una barcaza del Sena, al lado de unos trapos que se secan al sol. En el verano anterior sus padres la invitaron a pasar dos meses en la Costa Azul y la muchacha les pidió que le permitieran llevar a sus dos amigos de la plaza de la Contrescarpe. Los condujo primero a una casa de baños y con la promesa de dos botellas de vino logró que se bañaran de la cabeza a los pies. Los metió en una barbería del barrio y finalmente en el Bon Marché les compró desde la boina hasta los zapatos. Cuando llegaron a Niza los instaló en una "suite" del hotel donde se hospedaban sus padres. Desayunaban en la cama, comían en los mejores restaurantes, el alcalde de Niza les dio una fiesta, los fotógrafos los seguían a todas partes…
– Bueno, y ¿qué pasó? -preguntó Nicole, poniendo los codos sobre la mesa y hundiendo la cabeza entre las manos. Estaba pendiente del labio de don Pepe, pegada al cual se agitaba convulsivamente una colilla apagada desde hacía mucho rato.
– Al cabo de ocho días regresaron a París en el primer tren. A los "clochards" y a mí nos hace falta París.
– ¡Qué idiotas! -exclamó Nicole.
Cada día me convenzo más de la imposibilidad de escribir una novela social hispanoamericana, quiero decir "de sociedad", en un ambiente falsamente aristocrático que resulta insólito en aquellas tierras.
Toccata y Fuga sobre el mismo tema:
Me preguntó don Pepe quiénes eran esos tipos con quienes me había visto conversando.
– El gordo, moreno, de gafas oscuras, es un Embajador.
– No necesitas decírmelo. Por un reflejo condicionado pienso en el Príncipe de Taillerand.
– Esta tarde tengo que acompañarlo a hacer compras. Quiere unos vestidos para su señora, que llegará el mes entrante a reunírsele en un país escandinavo. ¿Es cierto, me preguntó, que en el verano las escandinavas se bañan desnudas?
– Y ese tipo bajito, delgadito, con un colmillo de oro, ¿quién era?
– El secretario general del Ministerio de Minas, delegado a una conferencia de transportes… en Ginebra. Cuando usted llegó me estaba diciendo: Primero, yo no voy a perder dos meses en Ginebra cuando es la primera vez que vengo a París. Segundo: no entiendo nada de transportes porque soy un empleado del Ministerio de Minas. Tercero: no tengo instrucciones del Gobierno. Cuarto: llegué ayer a París pero la conferencia de transportes de Ginebra se clausuró hace ocho días. El otro compañero, joven y simpático, es Cónsul en alguna ciudad de Italia donde no hay nada que hacer, por lo cual ha resuelto instalarse en París.
– ¿Dices un Cónsul? Pienso en Napoleón Bonaparte.
¡Ay! ¡Quién supiera escribir! ¿Nos tomamos un Ricard mientras llega aquel hombre?
Nota: Descubrimiento a través de don Pepe de una América locuaz, estéril, oportunista, ingenua, rechinante con los millonarios argentinos, elegante con las chilenas que se vestían en las casas de modas de la Avenue Montaigne, pedante y galicada con los escritores colombianos, peruanos, bolivianos, centroamericanos, que dictaban conferencias en los salones de la Amérique Latine; y exótica con los mariachis mexicanos, los tanguistas porteños y los saxofonistas cubanos.
Pasada la segunda guerra -cuando Europa todavía tenía rotos los fundillos y vivía de la misericordia americana- centenares de hispanoamericanos ricos, o enriquecidos súbitamente a la sombra de gobiernos inescrupulosos, vinieron a París. Su símbolo era el cabaret de "La Nouvelle Eve", en la Place Pigalle: un almácigo de lindas francesitas que bailaban con los senos desnudos y se parecían a Chantal.
Me sigue intrigando la idea de por qué es teóricamente imposible una novela de sociedad hispanoamericana. Todas las que conozco con esas pretensiones son cursis. En Europa las hay que se desarrollan en un medio aristocrático (Tolstoi); o profundamente burgués (Balzac); o en un medio aristocrático que se aburguesa (Proust); o pequeño-burguesas (Dostoiewsky); o proletarias y populares (Gorki). En Hispanoamérica el único tipo de novela teórica y prácticamente factible es la popular, con personajes extraídos de la masa anónima, del campo, de la tierra… ¿Por qué? Mi novela de Caín y Abel era posible por ser popular; la de La Isla del Caribe es imposible por pretender pintar un falso mundo aristocrático.
La América de los hispanoamericanos se ensombreció súbitamente, se resquebrajó en mil pedazos, se convulsionó, se despertó cualquier día para encontrar que era muy diferente de como se había acostado la víspera. Los dictadores huyeron uno a uno dejando pueblos empobrecidos y exasperados; estallaron revoluciones y golpes de Estado; aquí y allá surgieron dictadores o juntas militares, etc. Los precios de las materias primas se desplomaron en el mundo entero e Hispanoamérica comenzó a zozobrar en un océano de papel moneda. Los hispanoamericanos huyeron de París y "La Nouvelle Eve" cerró sus puertas. Mi viejo amigo recuerda estas cosas con una colilla apagada pegada al labio superior.
– Se acabó el desfile militar y comenzaron a pasar funcionarios anónimos, burócratas insignificantes, politiqueros vulgares, gentes que hablaban por los codos y comían con los dedos. ¿Cierto? ¿No estoy diciendo tonterías? Como ves, el continente sigue desfilando por los Campos Elíseos…
– Y luego vienen las peregrinaciones que recorren diecisiete países en quince días, y los "tours" a plazos, y los estudiantes con beca y el turismo multitudinario y anónimo…
En Hispanoamérica no es factible una novela de sociedad por no existir, como en Europa, sociedades estabilizadas, cristalizadas en estratos, aunque en un continuo proceso de evolución hacia arriba. Hispanoamérica es un continente geológica y socialmente movedizo, volcánico, sísmico, explosivo, donde nada tiene tiempo de estabilizarse, evolucionar e imponerse. El pueblo es elemental y fuera de él todo parece mentiroso y ficticio. Sin autenticidad del medio y de los personajes, no hay novela posible. Sin embargo, me está entrando la tentación de trabajar el tema de la versatilidad de Hispanoamérica vista desde París y en París, a través de esa sociedad que vivió un momento como una hoguera de paja y luego se redujo a cenizas y a una columna de humo negro. ¿Y por qué no? Se me ocurre una idea… ¿Por qué no bautizarla "El Rey Midas"?
Aquella mañana tibia y dorada del final de la primavera no me había levantado todavía y con los ojos semicerrados escuchaba el confuso parloteo de Nicole. Asomada a la ventana, con una horquilla entre los dientes, se cepillaba la espesa cabellera echada a perder por el agua oxigenada.
– Dentro de quince días París se quedará vacío. Todo el mundo se irá a las playas o a las montañas. El cabaret cerrará hasta el primero de octubre… ¿me estás oyendo?… ¿Por qué no me llevas a Biarritz o a Niza? Yo no me escaparía como los dos "clochards" de ese anciano que es amigo tuyo.
Una nube pesada y gris se detuvo sobre la avenida, cuyos ruidos llegaban ahora próximos y distintos. Mi cuarto se oscureció de pronto.
– ¡Qué asco! Va a comenzar a llover.
En ese momento sonó el teléfono. Era Rose-Marie. Su voz clara, cristalina, cantarina, distante… Sentada a los pies de la cama, Nicole tenía un rostro hermético y sombrío. Se había dado cuenta de que yo hablaba con una mujer.
– Te voy a dar una gran noticia. ¿No adivinas? Papá y mamá llegaron a Londres. Dentro de ocho días estarán en París. Ya reservé para ellos y para mí un cuarto en el Hotel Jorge V. ¡Estoy loca de felicidad! ¡Te esperamos en la terraza de Fouquet's!
Cuando colgué el teléfono y le conté rápidamente a Nicole lo que pasaba, alzó los hombros y exclamó filosóficamente:
– Dame algo y me voy.
– Espera un momento -le dije cuando abría la puerta y se disponía a marchar-. La cogí por los hombros, la puse de frente a mí y miré largamente sus ojos oscuros y un poco estrábicos, la nariz pequeña e insignificante, la barbilla partida en dos. Tenía un parecido con Chantal.
Éste es otro problema, no novelesco, sino personal: No me gustan los tipos intermedios y tal vez por eso me sentiría incapaz de escribir una novela de sociedad sobre un continente donde no hay tipos puros, estables, con perfiles precisos. Me gustan las duquesas que lo son de veras, los generales que han perdido o ganado una guerra, los santos españoles, los asesinos italianos, las prostitutas como Nicole y Chantal.
– Si cualquier día, no ahora, sino después, te buscara en el cabaret del pied-noir, ¿te encontraría?… Tal vez te necesite.
– No hacía sino pensar en ti, hablar de ti, verte a través de todo lo que mirábamos y admirábamos -me decía la mujer de mi amigo-. Ustedes, mientras tanto, debían divertirse como viudos jóvenes.
Como la inmensa mayoría de las mujeres bonitas, estaba persuadida de que sus opiniones tenían el peso específico que les daban su belleza y su juventud. Mientras su marido bailaba con mi novia, permanecíamos los dos sentados a la mesa en una "boite" de Saint-Germain des Prés.
– Si piensas formalizar tus relaciones, tendrás que considerar algo que me atrevo a decirte, y que se lo diré a tu abuela a quien pienso visitar a mi regreso. Por cierto que me debes dar la dirección de tu casa, pues nos vamos la semana entrante. Claro está que la familia de Rose-Marie es de las mejores de Chile, y eso lo sé desde hace años, cuando de soltera los conocí en París. Su madre fue, como te habrá contado Rose-Marie…
– Rose-Marie no me ha contado nada…
– Su madre era una de las mujeres más elegantes de París hace veinte años, cuando esta niña era una "gua-gua", como dicen los chilenos. ¡Era linda, linda, linda! ¡Lo que se dice linda! ¿Me entiendes? Pero esa señora es divorciada de un norteamericano de quien no tuvo familia a Dios gracias. Se casó civilmente, óyelo bien, civilmente, con este señor muy distinguido e importante que es el padre de Rose-Marie.
Esta señora tal vez podría servirme de modelo de algún personaje secundario dentro de mi novela de sociedad, en el caso improbable de que la escribiera algún día. Se me plantearía, con ella, un problema que me preocupa desde hace un tiempo. Ella es una señora burguesa, pero la absoluta inconsciencia de su estado social la priva de todo dinamismo psicológico. Es una Madame Verdurin que ignora a la Duquesa de Guermantes y está contenta de sí misma.
– Tú debes conocer a tu abuela y a tu hermana mejor que yo, pero estoy segura de que ellas pensarán que quien nace en cierto medio, dentro de ciertos principios… ¿te das cuenta?… Si piensas en serio, te aconsejaría que fueras previniendo a tu abuela. Dime: ¿Tu hermana estudió en el Sagrado Corazón, en Bélgica? Eso me contó Rose-Marie. ¡Qué maravilla! ¡Fantástico! Yo debí de conocerla. La he tenido que haber visto mil veces. ¿No vive en la capital? ¡Ah, con razón!… Cuando a la gente le da por vivir en el campo… El reumatismo de tu abuela, ¿dices? El nivel del mar y el calor, ¡claro!
– ¿Y vive el primer marido de esa señora?
– En los Estados Unidos. Entiendo que ella, tan fina, tan elegante, tan distinguida… Ya la verás, la vas a conocer… No pudo resistir la familia de su marido, unos pobres inmigrantes polacos o checos, en fin, una gente muy vulgar que vive en un pueblo de los Estados Unidos. Pero ante la Iglesia y en una sociedad como la nuestra, el americano y no el chileno es su verdadero marido. Tú pensarás lo que quieras, pero tu abuela y tu hermana van a pensar como yo… ¿Una divorciada? Eso sí que no…
Los problemas conyugales de la madre de Rose-Marie me tenían sin cuidado, pero en cambio su inminente llegada a París me ponía muy nervioso.
Si en una imposible novela de sociedad hispanoamericana tratara yo, como lo hizo Proust, de caracterizar ciertos personajes por su vocabulario, tendría que restringir el de esta señora a un centenar de palabras. La repetición del mismo adjetivo, por desconocimiento de multitud de sinónimos, constituye su único recurso literario. Si esa inverosímil novela fuera dialogada, su pobreza verbal y gramatical sería desoladora.
– Te prevengo que tanto el uno como el otro -me dijo Rose-Marie al regresar a la mesa- anticiparon seis meses su venida cuando les conté en una carta que había conocido un muchacho encantador… y no te digo más porque te pondrías vanidoso. Y a propósito, ¿ya te contestó tu abuela? ¿Qué te dice? ¿Me llevarás mañana su carta al café? ¿Le gustaron las fotos que le mandaste? Hay una en que no estoy del todo mal.
Si le pagara los quinientos francos que le debo al botones de Fouquet's, del dinero de mis comisiones en el cabaret sólo me quedarían doscientos francos, suma notoriamente insuficiente para afrontar los gastos de una semana que va a ser muy difícil por la llegada de los padres de Rose-Marie. Mis comisiones en el cabaret del pied-noir van a reducirse casi a cero con el regreso de mi novia. Tendré que pensar, ahora sí, en conseguir algún trabajo. Hoy me falta cabeza para pensar en estas vulgaridades económicas. Cada día trae su afán. "Ved las florecillas del campo que ni tejen ni hilan, y sin embargo, etcétera."