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Para escribir sobre el Rey Midas -personaje hispano-americano a quien todo se le convierte en oro hasta el día en que muere de inanición víctima de un cáncer de garganta- necesito echar mano de mi intuición de un mundo y una sociedad desconocidos, y de los recuerdos de don Pepe. Las notas que he tomado en la calle y en el café, sobre personas que parecen personajes, y personajes que resultan personas insignificantes, van a servirme con el nuevo plan, pues dentro del caos del entierro del prócer, el Rey Midas será el aglutinante temporal, actual y momentáneo de todos los personajes. El Rey Midas es un comerciante millonario e inescrupuloso a quien en apariencia todo le sale bien, pero en realidad las mujeres no se enamoran de él, sino de su dinero, y no es a él, sino a su fortuna a quien buscan sus incontables amigos. Su mujer lo engaña con su secretario, sus hijos lo menosprecian en secreto, lo que en otros es natural, en él tiene un marcado tinte de hipocresía. Mi idea consiste en hacerlo triunfar hasta la última página del libro, hasta su entierro en la Catedral con pomposos discursos en el cementerio. Pero a través de los hijos que siguen los despojos mortales de su padre, y de los ministros a quienes él hizo sombra, y de las gentes de sociedad que no le perdonaban su humilde origen y su oportunismo, de la legión de sus empleados envenenados por la envidia y la rebeldía, y de la muchedumbre de curiosos que presenciaban la ceremonia, y de los oradores que hacían el elogio fúnebre del hombre a quien secretamente despreciaban: a través de los asistentes a los suntuosos funerales, resucita, para el lector, la grotesca figura del Rey Midas. Éste sólo aparece muerto, tendido a lo largo de cuatrocientas páginas que componen el libro. Tal como se la admiraba de labios para afuera y se la despreciaba en el fondo del corazón, su vida íntima se despliega en abanico, a lo largo del entierro, refractada en la mente de los asistentes. Y entre lo que se piensa y lo que se dice en voz alta -los hijos se llevan el pañuelo a los ojos pero no pueden llorar, los oradores hablan conmovidos del grande hombre que era un estafador del fisco, los ministros exaltan la probidad de quien era un venal funcionario, las viudas despojadas aprecian públicamente su generosidad pero íntimamente detestan su rapacidad fría, las muchachas exaltan su desinterés pero aún sienten en la carne el azote de su concupiscencia, el cura habla del cristiano ejemplar a quien escuchó una confesión petulante-: en esa multitud de monólogos particulares dentro del diálogo general, se descubre el mortal contraste entre la apariencia y la realidad del Rey Midas.
– ¿Cuándo vas a comenzar la novela? -me preguntó don Pepe, a quien le conté mi proyecto-. Me lo encontré cuando él bajaba por los Campos Elíseos en dirección al Consulado y yo daba una vuelta por allí, mientras llegaba inexorablemente el momento de visitar por primera vez, aquella misma tarde, a mis presuntos suegros en el Hotel Jorge V. Nos sentamos a conversar en la terraza de un café.
– Me gusta la idea del Rey Midas, sobre todo me gusta que la acción real suceda en un corto espacio de tiempo, durante el entierro de tu personaje. Eso se presta a que, teniendo en cuenta un breve incidente revelador de una situación, o de un carácter, o de un vicio oculto, o de una tragedia desconocida, tú pintes con una serie de trazos alucinantes al Rey Midas y a su medio social. Yo he observado que al cabo de los años, cuando uno olvida hasta el nombre de sus compañeros de colegio, sólo perdura en la memoria lo que en apariencia no fue sino un vulgar incidente.
Para distraer mi pensamiento de aquella visita que tenía que hacer, procuraba que su atención de viejo, caprichosa y fugaz, se enredara en la intriga de mi novela y en la exhumación de sus recuerdos ya reducidos a cenizas y a detalles "banales pero significativos", como él decía.
– Tu Rey Midas por ciertos aspectos me recuerda al padre de Miguel. ¿Sabes que Miguel… tú no lo conociste? Es un muchacho a quien quiero mucho. Pues Miguel viaja en estos momentos por Italia. Me lo contó ayer el Cónsul y por cierto que estoy citado por él, pues quiere preguntarme algo sobre ti… ¿Tú sabes algo?… En fin, ya me lo dirá… Pero, dime: ¿No conociste a Miguel?
– Tal vez, no lo recuerdo. Pero ¿me decía usted que mi Rey Midas se parece a su padre?
– También tiene algo de tu futuro suegro. ¿No crees que un hombre tan orgulloso y pagado de sus pergaminos, más que de sus caballos de carreras, hubiera preferido para su hija… ¡espera un momento!… hubiera preferido que tú fueras, pongamos por caso, el hijo natural del Duque de Medina Sidonia? Tú sabes que él desciende de un virrey del Perú y una hija natural de no sé cuál Grande de España… Eso dice, aunque faltaría averiguarlo… Yo conozco, hijo, a los sudamericanos ricos… ¡Ah! Si te contara…
Cuando dejé a don Pepe camino del Consulado, subí rápidamente hasta la esquina de la Avenida Jorge V, y al seguir cambié de velocidad como si me resistiera a llegar a mi propio destino. Me detenía cada veinte pasos a contemplar las vitrinas: una floristería, una tienda de ropa para hombre, una peluquería de señoras, una agencia de viajes, etc. Me sudaban las manos y al mirarme en el cristal de todas las vitrinas me veía tan feo e insignificante que tenía que volver el rostro hacia otro lado. Al pasar despreocupadamente por la terraza de Fouquet's me había abordado el botones. No se atrevería a molestarme si no tuviera que salir de vacaciones con la familia. Se irá el próximo sábado y hoy estamos a jueves. Le dije que el giro me había llegado hacía tiempo, pero se me había olvidado por completo el importe de aquella pequeña deuda. ¿Eran mil, o mil quinientos? Eran sólo quinientos. Mañana pasaría por allí, y él no debía preocuparse.
No puedo soportar el pensamiento de que Rose-Marie llegue a abandonarme o yo me vea obligado por circunstancias adversas a tener que dejarla. Hice un rodeo y descendí a la calzada para no pasar debajo de una escalera apoyada contra el muro. Si me dijeran de pronto que Rose-Marie es hija natural, o huérfana sin amistades ni fortuna, o una humilde provinciana de un miserable pueblo de Chile, sentiría una alegría frenética. Nadie me la podría arrebatar.
Cuando pasé hace un momento ante la vitrina de la floristería, más que en el bello ramo de flores que le había mandado aquella mañana a la madre de Rose-Marie, pensé en los cien francos que me había costado. Dicen que el oro corrompe el corazón de los hombres, pero eso lo escribió por envidia alguien a quien seguramente le faltaba, como me pasa a mí cuando me preparo a escribir la maravillosa y ejemplar historia del Rey Midas.
Al cruzar la calle poco faltó para que me arrollara un automóvil que atravesaba la avenida. Un patinazo, dos pitazos breves e impertinentes. Un rostro congestionado en la ventanilla delantera. Una mano enguantada se agitó furiosamente delante de mis ojos. ¡Imbécil!, me gritó una voz vibrante de cólera.
Estaba bañado en sudor y con las manos temblorosas. Al llegar al Hotel Prince de Galles resolví entrar para refrescarme la cara. La tenía pálida y descompuesta, y por efecto de un tic que me suele dar cuando he bebido mucho la noche anterior, me saltaba un párpado convulsivamente. En la barra del bar pedí un whisky doble, para cobrar ánimos, y lo bebí lentamente, pues quería ganar tiempo. Eran las seis menos cuarto y Rose-Marie me esperaba a las seis en punto en el Hotel Jorge V.
Recordaba estos datos sobre mi filiación: Mi padre, un cafetero millonario que viajaba frecuentemente a los Estados Unidos como gobernador del Banco Mundial. Murió hace seis meses y yo tengo urgente necesidad de regresar para arreglar asuntos relacionados con la herencia. Mi abuela es una gran señora, caprichosa y desde niña acostumbrada a que la mime el mundo entero. Sólo tiene una preocupación en la vida: que. yo sea un personaje importante. Yo quiero ser novelista aunque mi abuela y mi hermana, sobre todo esta última, creen que los libros se deben leer, pero una persona distinguida no los puede escribir.
Pedí otro whisky, pues apenas son las seis menos cinco.
¿Y si la convenciera de casarnos a escondidas? ¿De fugarnos esta misma noche a un pueblo español, o a Venecia, o al Congo? ¿Y con qué dinero? ¡Estoy loco! Lo que yo debo hacer es fugarme, perderme en la marea anónima de un barrio de París, organizar mi vida sobre cosas reales y concretas y no sobre una cadena de mentiras. Los padres de Rose-Marie son personas de carne y hueso, y no personajes inventados por mí, o meras y terribles alucinaciones. ¿Cómo, con qué fuerzas podría afrontarlos si no son personajes, sino personas? ¿Qué pensarán de mí cuando tal vez mañana mismo sepan por el Cónsul que yo soy un fabulador y un sinvergüenza? ¡Ah! Pero Rose-Marie es algo más que un personaje o una persona: es una presencia en mis sentidos, un roce perceptible en mi epidermis, una humedad y una frescura en mis labios, una presión en los dedos de mi mano derecha, una risa alegre y bulliciosa que estalla de pronto en mis oídos sin que yo pueda apartarla de mí y dejarla de oír.
Son las seis y cuarto de la tarde, y a cincuenta pasos de distancia, en el salón del Hotel Jorge V, Rose-Marie comenzará a impacientarse…
– ¡Otro whisky doble!
Menos mal que tengo seiscientos o setecientos francos en el bolsillo, pues necesito embriagarme hasta perder el sentido y no pensar en nada. Ya comienzo a ver turbio y la sangre me martillea en los oídos.
– La cuenta, por, favor…
Son las seis y media. Rose-Marie estará en el teléfono, llamándome primero al hotel…
– No está. Desde las once de la mañana no ha vuelto… Luego a la biblioteca de la rue Saint-Guillaume:
– ¿Cómo? ¿Quién dice usted? ¿Quiere deletrear su apellido? No, no lo conocemos…
Y al Consulado:
– Hace meses no viene por aquí. ¿Quién lo llama? Y otra vez al hotel:
– No está. Todavía no ha regresado…
Las siete.
– Un whisky y con el botones hágame conseguir un taxi… ¿Son las siete y media? Gracias…
Llegué al hotel de la Avenue Wagram, saqué mi maleta y me trasladé a mi antiguo hotel de la avenue Port-Royal, en el barrio del farmacéutico. Al ocupar mi cuarto cinco minutos después me tiré boca abajo en la cama y me puse a llorar. Me levanté de un salto y salí a la calle. Caminaba sin rumbo y a gran velocidad, como quien teme perder un tren. Pasé por largas avenidas que no conocía, y calles y plazas que me resultaban extrañas, y encrucijadas, y pequeños jardines en los cuales no había estado nunca. Atravesé dos veces el Sena y el Canal Saint-Martin. Al llegar horas más tarde a la Porte d'Ivey, en el extremo sureste de París, rendido de hambre y de cansancio me senté en la pequeña terraza de un bistrot y pedí un sandwiche y un vaso de cerveza. Sólo un par de obreros, con el overol manchado de pintura, se encontraban ante la barra. Debía ser muy tarde porque el patrón, un viejo gordo y lacónico, me dijo que iban a cerrar y no podía servirme un Ricard que le pedí después.
Sospecho que anduve perdido muchas veces. Me orientaba por los planos de las bocas del metro. Hacía escala en los bistrots que estaban todavía abiertos y pedía un Ricard que bebía de un sorbo, sin paladearlo. Un policía me increpó cuando me sorprendió orinando detrás de un automóvil. Tropecé tres o cuatro veces con personas que se dirigían rápidamente a su casa. Algunas, en calles silenciosas y desiertas, al verme de lejos cambiaban rápidamente de dirección o atravesaban la calle para pasar a la otra acera. Mi cabeza era un volcán, me ardía la garganta y tenía los ojos turbios y los labios tirantes.
Arrastraba los pies cuando llegué al hotel con el primer rayo de sol que iluminó los cristales de una ventana en la mansarda de la casa de enfrente. Subí los tres tramos de la escalera casi a rastras, agarrado a la baranda, y una o dos veces me senté a descansar. Recuerdo haber tropezado con una pareja de jóvenes que descendían hacia la calle, y con un anciano ciego que tanteaba el suelo con la antena de su bastón blanco. Una aspiradora eléctrica sonaba y producía golpes sordos en alguna parte. La cabeza me daba vueltas, tenía las sienes empapadas de un sudor frío y pegajoso, y la boca se me llenaba de una saliva amarga.
Si hay gentes buenas en este mundo, bajo las apariencias del hombre más insignificante y vulgar, una de ellas es el farmacéutico. Se preocupa seriamente por mí, pues me ha sorprendido varias veces tirado en el suelo de mi cuarto, semiinconsciente, como si hubiera regresado de un largo y trabajoso viaje por tierras desconocidas. Tiene el temor de que cualquier día, en un momento de desesperación, me intoxique con las píldoras que tomo para poder dormir. Nunca pensé utilizarlo en mi novela por la razón de que en el entierro de un personaje como el Rey Midas, dentro de una concurrencia de personajes importantes y gente de sociedad, un ser como él, opaco y triste, nada tendría que hacer. Sin embargo, pocos días después decidí sacarlo del anonimato, y relatar dentro del procedimiento de los detalles "banales pero significativos", esta aventura que me parece interesante:
"El farmacéutico se encontraba entre los concurrentes del entierro, en un rincón oscuro, medio oculto detrás de una de las columnas del templo. Sentía afecto por aquel hombre importante que estaba ahora metido dentro de un catafalco cubierto de paños negros con bordados de plata. Las llamas de los cirios ascendían rectas, inmóviles, como lanzas metálicas. Creía sinceramente que el muerto había sido un hombre honrado y bondadoso. La víspera de su defunción acudió a ponerle una inyección de morfina, como todos los días, y a revisar el aparato del plasma gota a gota con que lo alimentaban. El hombre ya no podía hablar, pero por señas le pidió la libreta y el lápiz que tenía en la mesa de noche. Escribió, con letra muy confusa, estas palabras: "Abra el cajón central del escritorio. Saque cincuenta mil francos… (o dólares, o nacionales, o pesos, o soles, que eso lo definiré cuando resuelva en qué ciudad ha de celebrarse el entierro. Por igual razón, la nacionalidad del farmacéutico todavía está en el aire). Esto, porque una de las primeras veces en que acudió a inyectar al enfermo, le había contado que tenía una novia, como se lo contaba a todo el mundo convencido de que su pobre existencia constituía un tema de conversación apasionante. Pensaba casarse cuando consiguiera un departamento barato y pudiera montar una farmacia propia en los bajos del mismo edificio, más un laboratorio para fabricar un mejunje milagroso contra la seborrea y la calvicie. Para realizar este sueño burgués -en locales arrendados, claro está- aún le faltaban cincuenta mil francos."
Soy sádico con mis personajes y me complazco en atormentarlos para probar su resistencia moral. Lo que estoy haciendo con el farmacéutico ya lo había hecho Jehová con el desventurado Job.
"Con las manos temblorosas el farmacéutico comenzó a contar los billetes de banco que se alineaban en el cajón, por paquetes de distintas denominaciones. Andaba en ésas, aturdido por una emoción que le empañaba los anteojos, cuando se abrió la puerta de la alcoba y entró el médico seguido de la enfermera. Dejó entonces el dinero en su sitio y cerró el cajón. El médico lo citó para el día siguiente a la misma hora, y el enfermo lo miró con unos ojos turbios y tristes. Cuando lleno de ilusión regresó a la casa del millonario veinticuatro horas después, uno de los chóferes que conversaban a las puertas del jardín le dijo que no se molestara en entrar, porque el enfermo había muerto hacía veinte minutos escasos.”
Lo único positivo dentro de aquel retorno a la pobreza, era la recuperación de mí mismo en presencia del farmacéutico. Quiero decir que mi abuela y mi hermana volvían a ser lo que realmente eran: gente modesta que vive humildemente en un país desconocido y lejano. Mi padre había readoptado su condición de empleado público, muerto de fatiga y agobiado de deudas y preocupaciones. Y yo era un pésimo estudiante que había desperdiciado una beca, dilapidado una repatriación, gastado un dinero que no me pertenecía, y ahora no tenía un céntimo entre los bolsillos. El no tener que mentir continuamente y construir castillos de naipes para Rose-Marie, su familia, sus amigos y los que había adquirido en mi rápida incursión por el barrio de la Estrella, todo eso me regocijaba dentro de mi amargura, si así puede decirse.
La plaza de Notre-Dame suda asfalto derretido gracias a un sol que apenas se desplaza en un cielo de cobre. Estoy sentado en un duro banco de cemento, bajo la sombra de los árboles, en el jardín de Saint-Julien le Pauvre. Esta será mi primera noche en el depósito de drogas, un cobertizo destartalado y gigantesco en el Quai de Javel, cerca del Pont Mirabeau. Es uno de los barrios más tristes de París: un comercio de pacotilla, unos bistrots sin carácter, unas feas estaciones de gasolina y unos edificios pretensiosos que no logran alegrar y ennoblecer las calles. Tengo mucho tiempo por delante pues mi oficio de vigilante nocturno -lo consiguió el farmacéutico con sus patrones- no comienza sino a las diez de la noche v apenas son las cinco de la tarde.
Quisiera escribirle una carta a Rose-Marie, pero no me atrevo. La imagino en Venecia, inclinada sobre el parapeto de un puente, mirando un estrecho canal de aguas verdes y quietas que ondulan cuando pasa una góndola por el canal vecino y chapotean en la escalinata de mármol de un palacio viejo. Seguramente estará pensando en mí, cosa natural si se considera que yo estoy pensando en ella. Con la melena al viento y los grandes ojos oscuros y aterciopelados velados por una niebla de tristeza, tratará de descubrir las razones de mi desaparición, de mi fuga, de mi silencio. Un imperceptible soplo de brisa, o un beso fresco y húmedo, me rozan los labios. Siento una ligera presión en la mano derecha. ¿Por qué se fue? ¿Por qué me fui? ¿Por qué me engañé a mí mismo al engañarla a ella?
Cierro este cuaderno y me pongo a estudiar los anuncios por palabras de las páginas rosadas del "Figaro" Literario. Me interesa un sueldo fijo con el cual pueda vivir modesta, pero decentemente en un hotel como el de la Avenue Port-Royal, y algo me quede para cigarrillos, café y un vaso de cerveza de vez en cuando… Un vaso de cerveza helada, espumosa,, amarga, refrescante, que quite la sed… Eso es lo que por el momento necesito.
Me trasladé al café del "Petit Pont", al pie de Notre-Dame, siguiendo la sombra de los árboles y el sector más fresco de la calle.
– Una cerveza helada, por favor.
No he podido escribir una sola línea en el cuaderno del Rey Midas. Las notas, los escorzos de personajes que asisten al entierro, el prospecto general, hasta una guía de modelos y "un anecdotario revelador de caracteres", nada de eso me sirve ahora. A la luz de este implacable verano el tema resulta extemporáneo, aunque yo tenga muy claras las ideas sobre la universalidad y la intemporalidad de las obras literarias. Concebido por mí en un período de exaltación y en un medio desconocido y extraño, el Rey Midas se marchita en esta mesa de café a las seis de la tarde, y resulta anacrónico como estos horribles zapatos de cuero trenzado que me regaló el farmacéutico.
La mayoría de mis notas están escritas en una letra muy confusa, en plena exaltación alcohólica o en momentos de profunda depresión en mi hotel de la Avenue Wagram y después de una noche de fiesta.
Personajes asistentes al entierro:
Embajador hispanoamericano a quien el Rey Midas conocía en París. Modelo, el embajador chileno amigo de Rose-Marie: menudo de cuerpo, distinguido, cabello gris,.ojos claros, trajes de Saville Road y como toques juveniles un sombrero de alas minúsculas a la italiana y trajes muy claros. Tics: al escuchar hace con los labios un movimiento de succión como si sorbiera las palabras que pronuncia su interlocutor.
¿De qué pueden servirme estos datos puramente físicos y externos? Yo no soy un dibujante, sino un escritor que no conoce sino contados embajadores de carrera.
Del Anecdotario Revelador de Caracteres: Cuando alguien se refiere, por ejemplo, a la conferencia de educación de la Unesco celebrada recientemente en Ginebra, exclama:
– ¡Tonterías! Yo asistí como delegado y, como ocurre siempre, de aquella conferencia no salió nada. ¡Descubrí en cambio, un, pequeño restaurante cerca de la placita de la Catedral donde preparan una "fondue a la bourguignone" que no se come ni en París!
Todo eso es falso, más que revelador. Para escribir sobre los duques, se necesita examinarlos crudos, o paladearlos en su salsa, como lo hacía el de Saint-Simon en sus Memorias; o mirarlos desde el punto de vista de quien sin ser duque, tiene alma de ayuda de cámara, como Marcel Proust. Además, hoy no estamos socialmente parados en la roca del derecho divino de Bossuet sino en arena movediza. Ya no hay categorías sociales inmutables y apenas quedan castas en la India, luego no puede haber "Guía de Modelos de Personajes" ni un Anecdotario Revelador de Caracteres.
La terraza del café se va llenando poco a poco de gente. Grupos de aficionados a los libros se detienen ante los "bouquinistes" para manosear papeles viejos. Dos o tres turistas en mangas de camisa toman fotografías de la Catedral. Un ciego, acompañado por un acordeón gangoso, sentado en un taburete canta en una acera del Petit Pont. Del río asciende, en oleadas, una deliciosa frescura. La atmósfera se ha vuelto clara y transparente, más verde la hiedra del parapeto del jardín de la Catedral y la mole de la nave más alta y más gris.
Necesito algo que me permita resolver el gran problema del momento: salir de golpe de la oscuridad mediante un acto literario -mi manera de actuar es escribir- que haga perdonar mis errores y me devuelva a Rose-Marie. Al final de todas mis elucubraciones sobre el porvenir se encuentran sus grandes ojos aterciopelados cuyo color varía con el sol y es sensible no sólo a los cambios atmosféricos, sino a las impercepcibles variaciones de su humor o de su fantasía…
Al levantar los ojos hacia la torre derecha de la Catedral, cubierta de un hormiguero de turistas, tuve la tentación de subir, pero estaba tan abatido por el calor que ni siquiera hice el ademán de levantarme de la mesa. Me vería, o me veré desde allá arriba, como una minúscula figura con una mancha rosada sobre las rodillas. A través de un anteojo la figura se acercaría y cobraría proporciones humanas. Se vería un joven pálido, enflaquecido, mal trajeado, con cierto ardor inteligente en la mirada, que hojea las páginas rosadas de los anuncios por palabras en el "Figaro" Literario. Seguramente busca un empleo, y aspira como Rastignac a conquistar de un solo golpe la gloria, la riqueza, el amor, París…
A mí me gusta desdoblarme para contemplarme con cierta perspectiva; y al pasar por las vitrinas de las tiendas me miro de soslayo para tratar de verme como me ven los demás. Las ideas y las imágenes se atropellan en mi cabeza. Si necesito triunfar rápidamente, mi error es pensar en escribir una obra maestra. Eso lo dejaré para después. La obra maestra no es forzosamente monumental como una catedral, y puede reducirse, como en los Libros de Horas, a las menguadas dimensiones de una mayúscula de códice o de una miniatura. Lo que necesito es escribir una obra de triunfo fulminante, pues no puedo olvidar que, por lo general, las obras maestras se imponen lentamente y se caen de las manos de los lectores ordinarios. La obra de carácter policiaco, con una intriga apasionante, es una fórmula infalible. Necesito un crimen horrendo, un atraco audaz, una violación repugnante cometida por un degenerado sexual. Todo eso atrae a los lectores comunes, a los criados, a las porteras, a los autores de los grandes éxitos editoriales; y para esto me bastará leer atentamente las páginas escandalosas de France Soir o de Ici París…
Ayer recordé a la pobre Chantal cuando el farmacéutico me contó un crimen que se cometió hace dos días en la Place Pigalle y aún está en el misterio. La víctima era una muchacha que hacía "strip tease" en un cabaret como el de mi amigo Juanillo. La policía sigue varias pistas: un antiguo amante recién salido de la cárcel donde purgaba una condena por tráfico de drogas; su marido, a quien había abandonado; y un joven rico, dueño de un automóvil, que la había traído el verano pasado de Cannes, donde trabajaba en los últimos tiempos.
Se me ocurre algo más importante que un tema como tantos otros (y éste de la Place Pigalle podría servirme) y es el procedimiento empleado para el descubrimiento del crimen. Volvamos a la torre. El estudiante que hojea las páginas de anuncios del periódico para encontrar un puesto, en la primera halla el relato del crimen de la Place Pigalle. Le intriga el caso por ser gran lector de novelas policíacas de la Serie Negra. Así como Don Quijote lo fue, en su tiempo, de novelas de caballerías. Y al recorrer lápiz en mano los anuncios, repara en dos o tres que parecen referirse misteriosamente al crimen de la Place Pigalle. Más que todo se trata de una intuición, pero hay intuiciones geniales como la de Cervantes cuando leía los libros que enloquecieron a don Alonso Quijano. Y sobre esa sospecha, sobre esa hipótesis de trabajo, nuestro estudiante se entrega al análisis de los anuncios por palabras en un número del "Figaro" correspondiente a la semana anterior. Al desmenuzarlos encuentra una clave, un lenguaje cifrado que los asesinos -pertenecientes a una banda de contrabandistas de drogas- utilizaban para manejar su negocio y emplearon en la comisión de aquel crimen. Resumiendo: el estudiante buscaba un puesto y en su lugar descubre un crimen, con lo cual gana una buena suma de dinero, conquista un prestigio popular, aparece su nombre en los periódicos, escribe una novela apasionante y recupera, en un dos por tres, como en las antiguas novelas que terminaban bien, el amor de Rose-Marie y una reputación literaria.
Cuando ocupé mi puesto en el depósito de la Avenue Emile Zola, Quai de Javel, eran las diez en punto y la noche era clara.