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Mi trabajo consiste en dar una vuelta de vez en cuando por estancias, pasillos y salones abarrotados de estantes, cajas, tambores metálicos, barriles, botellas, que despiden un repelente olor a medicinas acompañado en sordina por un aroma rancio a ratón muerto y humedad. En el pequeño recinto donde duermo durante la mañana, entre ocho y dos o tres de la tarde, fuera de una mesa con cachivaches y papeles de propaganda farmacéutica, hay un sofá desvencijado, una vieja estufa de metal, una caja fuerte para guardar las drogas heroicas y un teléfono que es mi único nexo con el exterior. Paseo de hora en hora, provisto de una linterna sorda. En mi despacho hay una bombilla eléctrica, pero sólo tengo autorización de encender los grandes reflectores que cuelgan del techo de la nave en el caso de que se produzca algo anormal y sospechoso. Caminó más que todo por estirar las piernas y vencer la tentación de dormir que me asalta en las primeras horas de la noche, mientras leo el periódico o escribo en este cuaderno, y sobre todo en la madrugada cuando el barrio todavía duerme y del lado del río comienza a roncar una pala mecánica que carga o descarga arena en las "péniches".
Mi novela avanza rápidamente. En el primer capítulo un estudiante pobre, sin amigos y sin recursos, busca en el periódico el anuncio por palabras que ha de sacarlo de penas. El segundo anda ya por la mitad, según mis cálculos, y relata el descubrimiento del cadáver de la bailarina de Pigalle, tomado casi textualmente de un número atrasado del periódico. Purgué el texto de redundancias y tecnicismos jurídicos que le restaban frescura y autenticidad.
No me gustan el barrio ni la avenida Emile Zola -tampoco me gusta Zola con su naturalismo callejero-, ni los chóferes y los obreros que frecuentan el bistrot, ni el patrón apático y antipático a quien dejé de darle las buenas noches después de cuatro consecutivas en que me volvió la espalda y me dejó con la palabra en la boca.
Hoy se me acercó a pedirme fuego cuando encendí un cigarrillo, un muchacho mejor vestido que los parroquianos del café. Me preguntó si trabajaba en el barrio, pues me ha visto varias veces en el bistrot. ¿Por qué se interesa en lo que estoy haciendo? Con una sonrisa equívoca y un guiño de ojos convencional le contesté que era vigilante nocturno en el depósito de drogas y mí trabajo comenzaba a las diez de la noche, exactamente a las diez, hasta la mañana siguiente. Ya lo sabía, me dijo el tipo. Al llegar mi compañero -el celador vespertino cuyo trabajo termina a las diez de la noche- comprendí que los dos se conocían de tiempo atrás. El muchacho nos invitó a una cerveza. Es muy moreno, tiene un fuerte acento extranjero, cabello negro y ondulado, y viste con una rebuscada elegancia de barriada: camisa de color granate, pantalones ceñidos, anillos en los dedos, pulsera, tacones de bailarín de cabaret. Espontáneamente me habló del crimen de la Place Pigalle.
– Hay drogas de por medio -le dije yo.
– La morfina, la cocaína, la heroína, tienen un precio enorme en el mercado clandestino, y muchas muchachas de cabaret son agentes de los traficantes y proveen de droga a su clientela particular. Yo trabajo de noche en un cabaret y alguna vez conocí a esa muchacha…
¿Y si yo metiera este tipo dentro de mi novela, como uno de los presuntos asesinos de mi personaje? Me entró una vaga sospecha de que pudiera serlo de verdad cuando me contó que conocía a Valerie, la del periódico, y sabía el alto precio de las drogas. Para tenderle un anzuelo, le dije:
– No conozco el precio ni el nombre de las drogas. Me pagan por vigilarlas de noche como a mi compañero por cuidarlas de día.
Mi voz era suave e insinuante para darle a esas palabras sencillas un sentido misterioso y ambiguo. Quería hacerlas significar: Si alguien me pagara más por no vigilarlas, tranquilamente dejaría de hacerlo.
– Yo trabajo en la bomba de gasolina de la Avenue Émile Zola, y de noche en el cabaret, pero quisiera salir de esta ratonera e irme a otra parte.
Me recordó súbitamente a aquel extraño amigo de Chantal que la explotaba como si fuera su amante; aunque podía equivocarme pues no lo vi sino una sola vez en mi vida, la madrugada en que desayunamos con ella, y el marroquí, y Nicole… ¿o se llamaba Valerie?… en el café de la mujer de Juanillo, por los lados de la Gare Saint-Lazare. También aquel amigo de Chantal -y por consiguiente de Valerie o Nicole, su compañera de cabaret- negociaba en drogas heroicas y era un homosexual. Hay coincidencias extrañas, y si París es muy grande conviene recordar que el mundo es muy pequeño.
"El asesino de Valerie, la bonita stripteaseuse -el más puro franglais periodístico- no debe ser, no sería dicen los periodistas abusando del futuro condicional- su último amante, el que la trajo de Cannes el año pasado en un lujoso automóvil. Otra pista, la tercera en veinticuatro horas, ocupa a la brigada criminal. Se trata de un bailarín del conjunto, una figura secundaria, con pretensiones pero sin talento artístico, que trabajó alguna vez en ese cabaret de la Place Pigalle…"
Observación importante: La enfermedad, la homosexualidad, la afición por el arte, la honradez, la ingenuidad, aun la embriaguez y la locura pueden fingirse y aparentarse, salvo la inteligencia cuando no se la tiene.
"La filiación de este nuevo sospechoso -continúa el periódico- a quien la policía no ha logrado capturar, es la siguiente: Alto, moreno, joven, de rostro duro y antipático."
Nota: Yo soy alto, moreno, de rostro duro y seguramente antipático para el Cónsul, aunque lleno de encantos para mi abuela y Rose-Marie. Mi amigo Miguel es alto, moreno, y cuando monta en cólera se torna duro y antipático. ¿Por qué no emplear los sistemas descriptivos de la literatura farmacéutica? Ésta se basa en la sustitución del lugar común por una terminología técnica extraordinariamente expresiva. No dice ciática, lumbago, azote de sapo, sino polineuritis, encefalopatía, herpes zostes -¡qué bello!-, y parálisis post-poliomielítica, que es una palabra eufónica e impresionante. Cuando el farmacéutico me recomendó "complejo polivalente reforzado de vitamina B" para combatir mi tendencia al alcoholismo, la literatura del frasco -la posología- me entusiasmó de tal manera que en lugar de una píldora con las tres comidas tomaba tres con cada una.
"La filiación coincide con la de un joven a quien un testigo vio salir de la casa del crimen (2, rue Couseau, 18). El desconocido franqueó precipitadamente la puerta del inmueble y huyó hacia el Boulevard de Clichy. Tenía una gabardina con las solapas levantadas. El testigo observó unas manchas de sangre que salpicaban el impermeable. Eran las dos y cuarenta y siete minutos de la tarde."
Me produce hilaridad ese afán de precisión cronométrica. Está bien que la tengan el criminalista y aun el escritor, pero al criminal y al lector el tiempo les falta o les sobra, y debe darse el caso de que ni el uno ni el otro tengan reloj a la mano en el momento de leer o de cometer el crimen: Sin embargo los nuevos criminales, aleccionados por el cine, contagiados de la pasión cronométrica de periodistas y policías, cuando cometen un delito consultan el reloj en vista de una posible coartada. Ésta es una consecuencia de esa pasión cronométrica.
– Está haciendo mucho frío. ¿No tienes un abrigo, una gabardina? -le pregunté a mi nuevo amigo.
– Estaba tan manchada que la mandé a la lavandería.
Me llamaron la atención sus dedos chatos, aplastados, comidos por los ácidos y uno o dos magullados por algún golpe.
"Hacia finales de noviembre antepasado el antiguo amante de la bella stripteaseuse salió de la cárcel de Mónaco, donde purgaba una condena por tráfico de estupefacientes. Sin trabajo encontró la pista de Valerie en un cabaret de Pigalle…" Estoy casi seguro de que la amiga de Chantal se llamaba Valerie y no Nicole.
– ¿No conociste una muchacha que se llamaba Chantal?
– Tal vez… No sé… ¡Tantas chicas pasan por un cabaret!
No insistí para no despertar sus sospechas. Seguía el periódico: "Alain Ricard, su novio más reciente, encontró el cadáver de Valerie a las cinco y treinta de la tarde del viernes pasado, cuando llegó a visitarla en su departamento de la rue Couseau. La muchacha yacía en la bañera llena de agua, con los ojos abiertos. Presentaba equimosis en la nuca y en el vientre, pero no tenía heridas. Alain Ricard declaró en la prefectura, a donde acudió a denunciar el caso, que había conocido a Valerie en Cannes hacía menos de un año, y la había traído a París donde ella encontró trabajo en dos cabarets: el Florida y el Tabaris".
Que podía ser el de Juanillo, pienso yo. Juanillo le cambia frecuentemente el nombre a su cabaret cuando el negocio languidece por cualquier motivo.
“Alain era un muchacho rico, que trabajaba en la firma de su padre, exportador de vinos de Burdeos. Buenos antecedentes, serio, con la sola debilidad muy explicable por la bella stripteaseuse…" Tonterías. Literatura de tercera página.
El intenso placer que me producían aquellas especulaciones policíacas me hizo olvidar la primera vuelta de inspección a la media noche. Me puse a seguir hasta el final mi hipótesis de trabajo, fusionando, con la admirable lucidez que me producían el frío de la madrugada y mi botella de Ricard, la novela que yo inventaba con la realidad que consignaba el periódico:
El cabaret es el de Juanillo en la Place Clichy. Valerie era la antigua amiga de Chantal. El presunto criminal es el extraño amigo de Valerie y ex amante de Chantal, quien muerta ésta recurrió a la primera para proseguir su turbio tráfico de estupefacientes en los medios alegres de los cabarets de Montmartre. Alain, el último amigo de Valerie, en la novela se identificaría conmigo, pero en el crimen del periódico es un personaje incidental cuyo solo papel consiste en el descubrimiento del cadáver.
"Valerie había nacido en Cannes, donde se casó a los dieciséis años; y dos más tarde abandonó a su marido quien la acusaba reiteradamente de mala conducta. En su última escapada conoció al joven alto, moreno y antipático -el muchacho del garaje, no cabe duda- a quien busca la policía activamente desde hace tres días. Valerie trabajaba, por aquella época, en una pequeña "boite" de la Croisette. El pasado mes de marzo la encontramos -es el plural ficticio de los obispos y los periodistas- a bordo de un automóvil ID 19, robado, conducido por el amigo íntimo de Valerie en aquella época. Joél Taureau, de veinticuatro años de edad, era muy popular en el medio equívoco de tahúres, morfinómanos, noctámbulos, clientes de cabarets y de prostíbulos de las ciudades de la Costa Azul. Perseguido en el automóvil robado, trató de internarse en Mónaco, pero fue interceptado por la policía. En el baúl se halló un valioso cargamento de drogas heroicas. Joél Taureau fue condenado a un año de reclusión y Valerie excarcelada casi inmediatamente."
Después de unas consideraciones generales sobre las bandas juveniles y las extrañas relaciones que suelen existir entre prostitutas y homosexuales cuando media un interés común -la droga en este caso- el periódico traía los siguientes datos que confirmaron mi hipótesis:
1. Cuando Valerie supo que su antiguo camarada Joél Taureau había salido de la cárcel, les dijo a sus compañeras de cabaret: Ese hombre me buscará para matarme. Y Chantal me había dicho algún día: Ese tipo seria capaz de asesinarme si no le diera dinero.
2. Informa la policía de Cannes que el ex marido de Valerie le había propuesto hace un mes -en declaración suministrada espontáneamente al juez de instrucción- reanudar su vida en común. En repetidas ocasiones, según testigos presenciales, la amenazó de muerte si lo abandonaba. Este detalle en mi novela será una falsa pista para desorientar al lector. En la realidad de la investigación debe suceder igual cosa.
Sobre los datos reales, complementados con los anuncios que leía el estudiante, éste llegaría al descubrimiento del crimen perpetrado por el agente de una banda de traficantes de drogas. Esto, en mi novela de "El Crimen de los Anuncios Limitados"; en la realidad yo desenmascararía a Joél Taureau y al farmacéutico y evitaría el atraco del depósito del Quai de Javel. Como decimos los billaristas -y yo lo fui cuando estudiaba en mi tierra- era una carambola a tres bandas.
Aquella noche no me costó el menor trabajo permanecer en vela, y al otro día sólo dormí un par de horas al cabo de las cuales me trasladé a la Avenue Port-Royal para hablar con el farmacéutico. Necesito ganar dinero, le dije, y voy a dejar inmediatamente este puesto.
– ¡No cometas tonterías!
– Creo que algo muy serio puede ocurrir en el depósito cualquiera de estas noches…
El farmacéutico se puso pálido.
– He conocido un tipo extraño que trabaja en una bomba de gasolina del barrio… Hace preguntas inquietantes… Le interesa el valor de ciertas drogas que guardamos en la caja fuerte… ¿Por qué no me habías dicho que hay allí drogas muy valiosas?… Como no quiero líos con la policía, prefiero irme. ¡Además, lo que gano es una miseria!
– Te presto estos veinte francos. Esta noche te buscaré en el bistrot y veremos qué es lo que pasa.
– ¿Recuerdas el crimen de la Place Clichy?
– ¡Claro! Te lo conté hace dos días.
– Gracias por los veinte francos. Esta noche hablaremos.
Borrador de carta a Rose-Marie, mientras llega el farmacéutico:
"Desde cuando te perdí para siempre, París adquirió un sentido para mí por ser la ciudad donde nos conocimos tú y yo. Yo veía mil cosas detrás de cada cosa de París, antes de conocerte. Lo veía al través de un centenar de poetas y de escritores que habían deformado mi visión espontánea de la ciudad, condicionándola a imágenes históricas y literarias. Cuando te descubrí en una mesa de La Coupole se me reveló el único París que no es de nadie sino mío, exclusivamente tuyo y de mí. El Sena ya no era el río en cuyas aguas mojó el belfo el caballo de César, sino el recipiente de una mirada tuya excepcionalmente luminosa cualquier tarde en que acodados al parapeto del Pont Neuf seguiste con los ojos un lanchón cargado de arena que descendía hacia Neuilly. La Catedral nació el día en que la levantaste en vilo, en la atmósfera transparente, al señalarla con el dedo desde el Pont des Arts. Y si hay calles que tienen una luz y un colorido más seductores y enervantes que los de muchas otras, es por la razón de estar ligadas a una imagen o una palabra tuya. Aun en pleno verano y en esta tarde quieta en que se solidifica la luz, París se me ha alejado al extremo límite del recuerdo porque ya no estás tú. París dejó de ser una actualidad para mí desde la noche en que resolví abandonarte. Pero Dios sabe que cambiaría de buena gana los palacios de París, sus museos, el río, los puentes, los parques, los jardines, por un segundo, no más, de tu presencia física, por el contacto breve y leve de tus labios en mi frente que arde quemada por el pensamiento obsesionante de volverte a ver."
Sería más eficaz un telegrama con estas dos palabras: ¡Te adoro!
El farmacéutico llegó con dos personas, una de las cuales -un chofer del depósito de drogas- ni siquiera me saludó cuando me acerqué al grupo. Era un hombre de mediana edad, gordo, de rostro entre rojo y azul, color de barba sin afeitar y color de vino. Mi amigo el farmacéutico me encontró pálido y ojeroso.
– No es extraño: no duermo ni de día ni de noche y a veces me quedo dormido en las estaciones del metro… Veo que ustedes dos ya se conocían.
– ¡Claro que nos conocemos! Joél…
– ¿Joél?
– Joél es el amigo de aquella compañera de mi novia que iba a salir con nosotros en la Navidad… ¿Te acuerdas?… ¿No te había contado que ya tenemos una opción para el local de la Porte de Champerret?
– ¿Con Joél?
– No, con mi novia.
Joél saboreaba su copa de cerveza sin decir nada. Consultaba su reloj de pulsera, tarareaba una canción entre dientes y llevaba con el pie el compás de una música imaginaria.
– Mi patrón está dispuesto a contratarte como mensajero de la farmacia. Le hablé esta mañana, cuando saliste de allí. Tendrás una bicicleta y podrás dormir en la trastienda. Son setecientos francos, más del doble de lo que ganas aquí.
– Voy a pensarlo. Hay gentes -miré a Joél con ojo frío y altanero- que trabajando menos que yo ganan mucho más.
– No vayas a creer que mi sueldo es una maravilla -dijo él -. La mayoría de los clientes de la bomba son chóferes de taxi a quienes les gusta exigir propinas pero consideran deprimente darlas. Si no me ayudara con un trabajo que tengo en el cabaret de la Place Pigalle, me moriría de hambre.
– ¿Cómo se llama el cabaret?
– El Tabaris. Por cierto que…
– Lo sé muy bien. Por cierto que Valerie, la muchacha que mataron hace cuatro días en la rue Couseau, bailaba en ese cabaret…
– En realidad, la chica no valía gran cosa…
El farmacéutico carraspeó para limpiarse la garganta y escupió en el pañuelo. Yo me guarecí en un silencio hostil, erizado de púas.
– ¿Quieres que te preste otros veinte francos? Me los pagarás después, pero tendrás que permanecer aquí quince días, hasta el primero de septiembre, y dar el preaviso en las oficinas mañana mismo.
– Me quedaré los quince días más, no te preocupes… Quiero enterarme de muchas cosas que aún no he podido conocer…
Joél enarcó las cejas, luego miró el reloj… Yo no quería descubrir mi juego antes de tiempo.
– Vengan los veinte francos que me ofreciste, y por mi cuenta otra cerveza…
– Me parece que otra vez estás bebiendo demasiado. Acuérdate de tus amibas…
Comprendí con una extraña lucidez que Joel y el farmacéutico, amigos viejos, estaban complicados en el negocio de drogas heroicas en cuya sucia urdidumbre había dejado el pellejo la pobre Valerie. ¡Si yo lograra impedir el asalto del depósito! Ellos necesitan mi colaboración o mi complicidad, en todo caso tienen que contar conmigo en cuanto vigilante nocturno. Si impido el asalto del depósito y simultáneamente descubro al autor del crimen de la Place Pigalle, al desenmascarar a este par de bandidos, tengo mi porvenir asegurado aun cuando no publique mi novela. En vez de "El Crimen de los Anuncios por Palabras" escribiré "El Crimen de la Place Pigalle". Me froté las manos y llamé al patrón.
– No, gracias. ¡No más cerveza, por favor! -dijo el farmacéutico.
– ¿Prefieres un Ricard?
En las novelas policíacas el inspector o el detective comienza por pensar como los criminales y hacer una composición de lugar como los jesuitas. Las horas de mayor silencio en el barrio son las dos, las tres de la madrugada. El metro se suspende a la una en la estación Javel y sólo queda un taxi en la Plaza Mirabeau, que un cómplice podría tomar y alejar de allí con un pretexto cualquiera. Un día a la semana los camiones que acarrean mercancía comienzan operaciones en el depósito a las dos de la madrugada. Joél y el farmacéutico deben tener calculadas estas circunstancias, inclusive mi complicidad bondadosa… y barata. Contarán conmigo para evitar interferencias en la compleja operación de aislar los sistemas de alarma y cargar la caja fuerte de las drogas en un camión de la empresa cuyo chofer -el gordo de rostro azul y rojo- estará estacionado ante la bomba de gasolina de la Avenue Émile Zola. El camión saldrá de París a las tres de la madrugada, llegará a la costa al mediodía y esa misma tarde pasará a Mónaco, donde los jefes de la banda recibirán la droga y la distribuirán a los agentes. Lo que suceda pasadas las tres de la mañana y despachado el camión, ni a Joel ni al farmacéutico podrá quitarles el sueño. A mí sí, pues para justificarme y demostrar mi lucha hasta el último momento, me dejarán atado y amordazado y con un ligero golpe en las narices.
Sentía un ligero malestar y aunque no me atrevía a mirarlos de frente, presentía que los dos me observaban y tal vez cambiaban entre sí miradas de sorpresa. Seguramente habían comprendido que contar conmigo no era fácil.
– Si alguien me ofreciera cinco mil francos regresaría a mi tierra dentro de diez, de doce, de quince días… ¿Tú crees que alguien me ayudaría a conseguirlos?
A pesar del calor, pues se preparaba una tormenta, yo sudaba frío. Pedí otro Ricard…
– ¡Por favor, no bebas más!
En aquel momento apareció mi compañero de depósito y me entregó las llaves. El farmacéutico me acompañó hasta la puerta del bistrot y me dijo entre dientes:
– ¿Qué te pasa? ¿Te estás sintiendo mal?
– Todo en este mundo tiene su precio, y tú lo sabes: el local para tu farmacia y tu laboratorio… A propósito, me interesa tu fórmula contra la calvicie… Me estoy quedando calvo…
– No hables tan recio. Tu compañero te está mirando mucho.
– Y podría denunciarme y hacerme botar del puesto por borracho, ¿no es eso?
– Cállate, por favor.
– Tú sabes que soy una persona honrada, pero te decía que todo en este mundo tiene su precio… Por ejemplo las drogas… Las drogas heroicas, ¿no te parece? Los hombres como tú y yo, un farmacéutico y un celador, también lo tenemos…
El farmacéutico me sacó del brazo a la calle y me llevó al depósito.
A veces me asalta, no sé por qué, un sentimiento amargo de tristeza. La ciudad se ha ido amurallando por sectores: me la cierra el temor de encontrarme con personas conocidas a quienes repelerían mi aspecto miserable, mi olor a sudor y a mugre, mis pantalones arrugados y llenos de manchas, mis zapatos rotos, los cabellos grasientos que no me han cortado en mucho tiempo, mi barba sucia y descuidada. No me atrevo a volver a la orilla derecha, por el sector de los Campos Elíseos y la Avenue Wagram. El de Montmartre, escenario del crimen de Valerie, me repele por los recuerdos que en mí suscita. Hay calles y avenidas francamente hostiles, como esas personas a quienes conocimos alguna vez, y de pronto, cuando nos vienen las vacas flacas, nos vuelven las espaldas ostentosamente. Se diría que todas las casas han bajado las persianas para no verme pasar. Cuando me siento en la terraza de un café, el camarero ni siquiera se acerca a mi mesa, pues supone que no podría pedirle nada. Si me dejo caer en un banco del bulevar, al lado de una anciana que descansa mientras llega el bus, no tarda dos minutos en levantarse. Con un profundo desprecio hace el inventario de mi pobreza y me toma por un vagabundo o por un loco. La soledad se espesa en torno mío y yo transpiro sudor y soledad.
Después de vagar y divagar por calles recalentadas por el sol, me siento en un banco de alguna iglesia desierta y silenciosa y me quedo dormido. Cuando estoy especialmente hambriento y fatigado tengo la impresión de que mis recuerdos, igual que la ciudad y mis antiguos amigos, se han desgajado de mi memoria y son proyecciones extrañas que nada tienen que ver conmigo. Me emociona el recuerdo de aquel joven exultante de brío y de imaginación que le contaba proyectos de novelas a una hermosa criatura que se llamaba Rose-Marie. Los veo pasear cogidos de la mano por los muelles del Sena. Cruzan lentamente el Pont Neuf, descienden al jardín del Vert Galant, miran pasar por el río los barcos de turistas y los lanchones cargados de arena; pero no sé si esa muchacha existe de verdad ni si ese joven tiene algo que ver conmigo. Otros recuerdos se han desprendido de mí y flotan en una lejanía brumosa sobre la Place Clichy y la sombría clínica en las vecindades de la Porte de Clignancourt, donde murió Chantal. Nada tengo que ver con esos seres que pasan raudamente por mi memoria como transeúntes por una calle llena de gente, sin volverme a mirar. Y para no dejarme caer en el abismo y mantenerme a flote, he ido soltando lastre, he ido vendiendo todas las cosas que aún tenían un valor comercial, y puedo decir como en un cuento que sabía de niño y ahora he olvidado, que no tengo segunda camisa aunque no soy un hombre feliz. Al final del lóbrego túnel de mi vida, cuando ya no pueda trabajar con las manos ni pensar con mi propia cabeza, a lo mejor encontraré un "clochard" tirado boca arriba en un banco del metro o en la escalinata del Panteón.
En la descripción del crimen de Chantal, heroína de mi novela (su barrio, su calle, su casa, su alcoba, su ropa, su bolso, todo esto en una proyección descendente y gramatical) estoy llegando a un punto muerto. ¿Por qué se me ocurrió la malhadada idea de meter una libreta azul dentro del bolso de Chantal? Es de presumir que en la libreta, fuera de números de teléfono de costureras y amantes, anotaría los de algunos importantes traficantes de droga, complicados en el crimen. Desde el punto de vista del autor, desapasionado e imparcial, en la reseña de números y direcciones no debe omitirse uno solo: hay que registrarlos todos, pues ni el lector ni el autor saben cuáles son interesantes y cuáles otros eran basura innecesaria. La noche anterior me detuve en ese punto y exasperado pasé al bistrot a pedir una nueva botella de Ricard, pues mi imaginación giraba en el vacío como un satélite sin cosmonauta.
En cambio, el crimen de Valerie marcha en mi análisis viento en popa hacia el descubrimiento final. Parte de una leve contradicción entre dos datos que simultáneamente suministró el periódico el día en que dio la noticia del crimen de la Place Pigalle. Es un detalle clave que debe pasar inadvertido para el lector de novelas, pero en ningún caso para el autor, que habrá de exhumarlo y exhibirlo como cabeza de proceso en el descubrimiento del crimen y en el capítulo final. En la primera información sobre el de la Place Pigalle se decía que un testigo ocasional había visto salir, la mañana en que se cometió el delito, a un joven cuya gabardina tenía unas manchas de sangre. Y al detallar el estado en que se encontró el cadáver de Valerie dentro de la bañera, se anotaba que estaba rígido y con los ojos abiertos, con verdugones y morados en la garganta y en el vientre, pero sin heridas de instrumento cortante.
En la segunda información, dos días después, se agregaba que del examen practicado por el médico forense se deducía que Valerie había perecido ahogada, sumergida violentamente en la bañera donde se estaba bañando cuando llegó el asesino. Éste trataría de estrangularla y le daría golpes en el vientre cuando la muchacha quiso gritar y defenderse. El cadáver no presentaba -según el informe del forense- ninguna escoriación, ni una sola gota de sangre. El asesino debió abrir la puerta con una llave falsa, pues la cerradura no estaba forzada. ¿De dónde provenían, pues, las manchas de sangre de la gabardina?
Al releer mis notas sobre el crimen hallé esta información: "Me llamaron la atención los dedos del muchacho de la bomba de gasolina: chatos, comidos por los ácidos, manchados de grasa, y uno o dos magullados por algún instrumento de trabajo".
No resistí la tentación de esclarecer este punto, y anoche abandoné un momento, un cuarto de hora no más, el depósito para ir hasta la estación de gasolina. Joél se preparaba a salir. Lo invité al bistrot y pedí dos cervezas.
– ¿Ésta es la gabardina que te lavaron?
– Me quedó casi nueva. ¡Fíjate bien!
– ¿Cuánto te cobraron? Yo tengo que mandar la mía a la lavandería. Todavía está manchada de… de sangre. ¿No te parece extraño?
– La mía estaba lo mismo: grasa de automóvil, pintura y unas salpicaduras de sangre. ¿Ves este dedo, con una uña negra? Me lo cogí con un gato.
– No fue en una puerta, como yo.
Estoy seguro de que fingió no oír mi observación, que era fundamental. Bebió de un sorbo el resto de cerveza que quedaba en su vaso y salió a escape, casi sin despedirse, pues lo esperaban en el cabaret.
"Al analizar por segunda vez milimétricamente -decía el periódico- la habitación de Chantal -digo Valerie- la policía encontró huellas de sangre en la cerradura de la puerta. La portera repitió su información sobre las manchas que había lavado la tarde del crimen en la puerta y a la puerta del 310. De ahí que todos los esfuerzos de la brigada criminal se enderecen a buscar ahora a un joven alto, moreno, antipático, etc., con o sin gabardina pero con un dedo machucado y herido."
De unas noches a esta parte el celador vespertino -un tipo fornido, con dos dedos de frente, quijadas cuadradas y nariz de boxeador- ha dado en venir a horas intempestivas con el pretexto de buscar algo que dejó olvidado. Anoche, al encontrarme escribiendo, me dijo:
– ¡Hombre! Un celador escribiendo…
– Si quieres te enseño a escribir: ¡es interesante!
Gruñó, se rascó la quijada y no dijo nada. Le ofrecí un Ricard de mi botella, pero me respondió que entre semana y en horas de trabajo no solía beber una gota. ¿Estará en el secreto? ¿Alguien lo habrá mandado á espiarme? El patrón del bistrot me dijo esta tarde cuando pasé por allí en busca de una botella de Ricard, que el farmacéutico le había preguntado -¿cuándo?- si yo estaba bebiendo mucho. Si no me necesitaran, ¿con qué objeto preguntarían por mí? No puedo continuar. Me comienza a palpitar la raíz del colmillo.
Algo importantísimo en mi novela -no en la investigación del futuro atraco al depósito- es la clave de los anuncios por palabras que empleaban los traficantes de drogas para comunicarse y pescar clientes incautos. "Ap. 24 rue des Pares Agustins, ofrece colección mariposas tropicales". "79 rue Mont Dore compra ejemplares raros mariposas tropicales." "310, rue Couseau recibió mariposas tropicales." La idea de utilizar a estos bichos como punto de partida de la clave de los traficantes de drogas, me vino un día en que andaba por los lados de la plaza de Saint-Michel. Me llamaron la atención unos ejemplares inmensos, de un verde sombrío, y otros de alas sedosas y tornasoladas que brillaban como gemas dentro de sus cajas de vidrio. Precio de una caja con tres ejemplares, 200 francos nuevos. Es un comercio exótico, especializado y costoso, que podría servir en mi novela como clave de información para los contrabandistas de drogas a través de los anuncios por palabras. Ejemplo: Chantal recibe un envío de heroína e inserta el siguiente anuncio:
"103, rue Couseau recibió ejemplares mariposas. Despachos de cuatro a seis."
Joél tiene instrucciones de eliminarla pues se teme que haya caído en las redes de la policía y pueda denunciar la organización criminal:
"Urgente. Para liquidar agencia 103 rue Couseau, necesítase experto."
Las palabras recibir, despachar, liquidar, experto, equivalían a órdenes e instrucciones y las direcciones de locales se referían a los, agentes; pero la clave tenía un doble sentido que sólo comprendían los jefes de la organización. Cuando 103, rue Couseau recibía ejemplares de mariposas, Chantal avisaba a sus clientes que tenía droga a su disposición, pero Joél sabía que tendría que vigilarla sin que ella lo sospechara, e inclusive eliminarla mediante una acción criminal.
Presiento, por cierta tirantez en la encía, que me va a doler el colmillo.
Me fatiga la exposición encadenada de hechos menudos que se refieren a acontecimientos vulgares, a cosas sin importancia si se consideran aisladamente: objetos encontrados en el baúl de un automóvil abandonado, contenido del bolso de Chantal o de Valerie, anotaciones en una libreta de direcciones, vocabulario de los anuncios por palabras, etc. Concentrar mi imaginación, que es expansiva y telescópica, en el ocular de un microscopio de laboratorio de investigación criminal, o en la raíz de un colmillo que vibra a la menor caricia de la lengua, es un ejercicio que me enerva. ¿Miguel Ángel habría dejado de pintar el fresco de la Capilla Sixtina -cualquiera de mis grandes novelas abandonadas- para ponerse a dibujar una mayúscula en un breviario religioso? No puedo seguir. Voy a tomarme tres aspirinas y un vaso de Ricard.
A veces me asalta la tentación, sólo la tentación, de dejar de lado mi novela y la investigación criminal para convertirme en un cómplice del farmacéutico y de Joél, y en un delincuente de veras. Tengo más imaginación que ellos dos juntos, y la imaginación es fundamental en la planeación y la comisión de un delito. No sé si estoy cometiendo una solemne tontería al descubrir y denunciar los proyectos del farmacéutico, enajenándome su amistad para siempre. Primero de mensajero en su farmacia, luego de socio suyo en el negocio que montará con el producto del atraco, tal vez conquistaría esa tranquilidad y esa medianía dorada que constituyen para millones de personas el mejor lote de felicidad en este mundo. No me tienta la idea de repetir la existencia hipócrita y mentirosa que llevaba una vez, cuando no era yo quien se sentaba a la mesa de Fouquet's, sino un hijo de familia que gastaba alegremente en París el dinero de un padre complaciente e imaginario que vivía en América… ¡Ay! ¡Este dolor sordo que se me riega como un licor ardiente por todo el rostro!… No puede ser. No puedo meterme en líos con la policía, ni echar a pique mi novela, ni abandonar una investigación que comunicaré a los dueños del depósito para granjearme su reconocimiento, un ascenso de puesto y tal vez una prima cuantiosa. Sería indigno de mí el convertirme en el agente y en el instrumento de un farmacéutico y un homosexual.
– Pasado mañana es primero -me dijo el farmacéutico por teléfono-. Necesitamos con mi jefe saber si vienes pasado mañana a ocupar el puesto de mensajero. ¿Ya diste el preaviso en la dirección del depósito? Las oficinas son en la Plaza de la ópera. ¿Contamos contigo? ¿Te pasó el dolor del colmillo?
– No me hables de eso, por favor. ¡Pero, oye, oye un momento!
He perdido el sentido cronológico del antes, el ahora y el después. Ignoraba que hoy fuera la antevíspera del primero de mes; no me acordé de avisar hace trece días en las oficinas del depósito que me retiraría pasado mañana; no sé a qué día estamos hoy. Esto solía ocurrirme cuando bebía demasiado y no sólo la noción del tiempo, sino el recuerdo de lo que había hecho la víspera se borraban por completo de mi memoria. Pero en una época de perfecta normalidad, como ésta, la incapacidad de apreciar el tiempo me preocupa. Debe ser fatiga mental, excitación nerviosa, o este dolor lancinante, terebrante, que me asalta a veces en el colmillo izquierdo de la mandíbula inferior y por contagio se transmite a todos los dientes y muelas de ese lado. No puedo pensar y el tiempo gotea como plomo derretido en la raíz del colmillo; pero cuando cesa el dolor y me deja tranquilo, caigo en un estado de placidez en que el tiempo desaparece o pasa tan de prisa que no lo siento pasar. Tengo que pedirle al farmacéutico un nuevo frasco de aspirina.
Mi arbitrario horario de comidas contribuye a esta desintegración de mis percepciones cronológicas. Sería incapaz de ordenarlas, de situarlas una detrás de la otra, dentro de una sucesión cotidiana. Ni siquiera puedo utilizar, para esto, las notas de mis cuadernos. En mis cambios de residencia he perdido dos o tres, tal vez aquellos que me interesaban más, pues contenían los planes generales de mis futuras novelas. Menos mal que los últimos, los que relatan el atraco proyectado por Joel y el farmacéutico, están intactos. Los presentaré mañana mismo, primero a los directores del depósito luego a la inspección de policía a la cual seguramente ellos van a llevarme. Tengo que ponerme ahora mismo a ordenarlos, pues al romperse los ganchos que sujetaban las hojas, varias se perdieron y casi todas han cambiado de lugar. Cuando intentaba, si no anotar la fecha en lo alto de la página, por lo menos ponerle un número, no tardaba en perderme.
Iba, por ejemplo, en el 167, pero al cabo de algunos días, cuando después de varios de reposo volvía a escribir, anotaba los números arbitrariamente: 672 o 267 o 762.
Cuando uno no es un personaje histórico como Napoleón Bonaparte, sino una persona del montón dentro de la historia, la cronología es una explosión de vanidad pueril. Si juzgara del tamaño del colmillo por mis impresiones táctiles, diría que tengo en la boca un colmillo de elefante.
Once de la mañana. Estoy en la Plaza de la ópera, ligero de cuerpo y espíritu, en un delicioso estado de beatitud, pues tengo que recurrir al vocabulario de los místicos para expresar lo que siento. No me duele el colmillo, después de una noche larga e infernal. No hace calor; el cielo está despejado y azul. Tengo en la mano los cuadernos de mi novela y las notas en que desmonto pieza por pieza el proyectado asalto al depósito de drogas. Me quedan casi diez francos entre el bolsillo, suma más que suficiente para comprar el periódico y tomarme dos Ricards en este cafecito del Boulevard des Italiens…
Cuando vi en los titulares de la primera página del periódico que se había entregado el asesino de Valerie, el mundo pareció abrirse bajo mis pies. Volví a leer la información recorriendo las líneas con el dedo, pues no podía ver claro. Sentí como si alguien me hubiera robado mis cuadernos y hubiera publicado mi novela con otra firma. Estando a punto de descubrir no sólo el crimen de la Place Pigalle, sino el asalto del depósito, me quedaba con un palmo de narices. El asesino era Joél, como yo suponía, pero no el Joél que suponía yo. Desde un punto de vista puramente técnico, yo había descubierto en mis cuadernos que el asesino era Joel. El que éste, como la equis de una ecuación matemática, fuera el amigo del farmacéutico o una persona distinta, no altera en nada la severidad y el rigor de mi razonamiento. El mío es analítico y el relato del periódico es vulgarmente anecdótico. ¿Por qué me hiciste esto, Dios mío? ¿Por qué todo me sale mal?
La novela no importa. Escribiré otra con un tema completamente distinto, pues a la verdad el género policiaco me cansa, como fatigaría a Miguel Ángel el tallar la cúpula de San Pedro en un grano de arroz. Digo esto porque la china de la mesa vecina -no me gustan las chinas- me está mirando. Acabo de perder una novela y, sin embargo, continúo sentado aquí, en la terraza de un café, sin que ni yo mismo, que tengo la extraña facultad de sorprenderme de todo, en el fondo me sorprenda de nada. A veces, como ahora cuando me acaban de arrebatar una impresionante investigación criminal sin que nada suceda, ni se altere el ritmo de la calle, París me parece frío e inhumano.
A la verdad aquello de los anuncios por palabras nunca acabó de convencerme. Era demasiado elaborado y denunciaba a leguas la influencia de viejas novelas policíacas. Tal vez seducido por el título de "El Crimen de los Anuncios por Palabras, y la curiosidad de semejante procedimiento, mi proyecto de novela se enderezaba a justificarlo. Falta de lógica cartesiana. Con su gran sentido del ahorro, como buen francés, el farmacéutico me hubiera dicho sin necesidad de ser novelista: "¿Y crees tú que existiendo el correo aéreo, y el telex, y el radioteléfono, íbamos a utilizar un sistema tan lento y dispendioso como el de los anuncios por palabras?"
El fantasma de Rose-Marie surgió de pronto en la acera de enfrente -esquina de la Plaza de la ópera con el Boulevard des Italiens- dentro de un apretado grupo de peatones que esperan la luz verde para pasar al otro lado. Su melena oscura tenía un mechón rebelde que de vez en cuando la obligaba a hacer un brusco movimiento de cabeza. Al otro lado del bulevar una cabeza de melena oscura acaba de hacer un brusco movimiento para sacudirse un mechón rebelde que le cae sobre el rostro. El semáforo da paso al grupo de peatones. Con una atención alucinante, sigo la fina silueta que atraviesa rápidamente la calle, al trote elástico y ligero de una potranca del hipódromo. La pierdo de vista entre la multitud. Ahora me la oculta a medias el kiosco de periódicos. ¿Qué se hizo? ¿Dónde está? Rose-Marie… Cuando afloró a dos pasos de mi mesa del café, el fantasma adorable había encarnado en una mujer fea, de nariz ganchuda, diez o quince años mayor que lo que aparentaba de lejos.
– ¡Un Ricard! Por favor.
Antes de entrar en el edificio de las oficinas, arrojé en la papelera de la esquina los cuadernos -tres- de mi novela "El Crimen de los Anuncios por Palabras". Esa basura, ¿para qué? ¿Y por qué ante el director de personal no reaccioné como lo había planeado en el ascensor, ni me comporté como un escritor que va a denunciar con nombres y señales la próxima comisión de un delito, sino como un infeliz celador que no ha sabido cumplir con su deber? También es cierto que en el preciso momento en que abría la puerta de las oficinas, el colmillo me comenzó a doler.
– Me evitó el trabajo de mandarlo llamar. Aquí tiene cincuenta francos de bonificación que no merece, y espero no verlo nunca más por el depósito. Usted es un inconsciente y un borracho.
En vez de reaccionar, digo, como pensaba, balbuceé unas torpes excusas. Casi, casi pido perdón con lágrimas en los ojos. Me ardía la mejilla del lado del colmillo enfermo y sentía una espina clavada en la encía. Daba vueltas entre las manos a mis cuadernos, pero no pude gritarle a aquel burócrata frío y grosero que me hablaba con insolencia:
– Usted se equivoca, mi querido señor. Tal vez he tomado uno o dos Ricards de vez en cuando y a veces por cansancio me he quedado dormido. No soy un bruto sin imaginación, como ese gorila que ha venido a denunciarme ante usted, sino un novelista inteligente que en este momento tiene el alma entera palpitando en carne viva dentro de la raíz de un colmillo. Se está preparando un asalto al depósito, y ese bruto seguramente está en el secreto. Entre el farmacéutico que me recomendó a usted y a quien usted también llamó para quejarse de mí, y el empleado de una estación de gasolina de la Avenue Émile Zola, van a asaltar el depósito. Yo, óigalo bien, no quise aceptar los miles de francos que ellos me ofrecieron para comprar mi silencio. No sólo eso. Yo tengo aquí, en estos cuadernos, el análisis que demuestra teóricamente lo que le estoy denunciando, y vine a pedirle que me acompañe a la policía del barrio, pues el golpe va a producirse de un momento a otro, quizás esta misma noche. La extraordinaria novedad de mi procedimiento consiste en describir con sus pelos y señales un delito que no se ha cometido todavía, para impedir que se cometa. ¿Me entiende?
El dolor del colmillo saltó una octava hacia arriba. No desplegué los labios. A última hora me entró el temor de que todo aquello fuera un subproducto de mi imaginación cuando escribía la novela de los anuncios por palabras. Ésta partía de la base de que Joél era el asesino y al serlo teórica, pero no realmente, se destruía mi hipótesis del futuro asalto al depósito de drogas. ¿De dónde había sacado yo que Joél, un modesto empleado de cabaret, fuera un asesino? ¿Y con qué derecho sospechaba del farmacéutico, que era mi único amigo? París me había despojado de afectos innecesarios, de ideas paralizantes, de juicios prematuros, pero también de humanidad y caridad.
El colmillo vibra como una cuerda de violín, tan agudamente que amenaza romperse.
No desplegué los labios y salí de la oficina mohíno, avergonzado, despedido como un perro, aunque con cincuenta francos en el bolsillo. En la calle y antes de sentarme otra vez en este café para tomarme dos aspirinas y un Ricard que me levante el ánimo, volví pedazos y arrojé en la papelera los cuadernos titulados "Plan de Asalto al Depósito de Drogas de la Avenue Émile Zola".