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CUADERNO N.° 13

Llegué al Panteón desesperado por el dolor del colmillo y con la convicción de que el Ricard que había bebido por el camino para anestesiarme, me tenía lúcido pero no borracho. Un bus descargaba turistas americanos en la plaza. A uno de ellos le llamamos la atención yo y un "clochard" que dormía tirado a la sombra, sobre la acera (nada tiene que ver la ordenación gramatical con cierta jerarquía de valores: no el clochard y yo, sino yo y el "clochard") y por medio del chofer del bus, que era un francés, nos pidió el favor de pasar un momento a la región iluminada por el sol, del otro lado del monumento. Quería tomarnos unas fotografías. Con trabajo le hicimos comprender al "clochard" lo que se nos pedía, y sólo accedió de buen talante aunque mascullando palabras incomprensibles, cuando el chofer, nos dijo que nos darían dos francos a cada uno por aquel trabajo. Nos tiramos en las gradas del Panteón, con la botella de vino entre los dos. Algunas de las muchachas del grupo se tomaban fotografías con nosotros y nos regalaban uno o dos francos. Por no quedarme ya sino muy poco de lo que Rose-Marie solía ver en mí cuando paseábamos de la mano por aquellos lugares y nos deteníamos a observar a algún "clochard" que dormía la siesta a la sombra del Panteón, las turistas preferían a la mía la compañía de ese viejo hediondo y malgeniado.

Al contar y recontar los nueve o diez francos que nos habían correspondido, el hombre se humanizó un poco y resolvimos atravesar la plaza y descender por la cuesta de Santa Genoveva que comunica con el Boulevard Saint-Germain. Entramos en un pequeño bistrot que hay por aquellos lados y devoramos entre los dos fraternalmente una barra de pan con salchichón y bebimos una botella de vino. Yo no comía desde la noche anterior y, el estómago comenzó a alborotarse, por lo cual tuve que salir casi corriendo a desahogarme en un lugar infecto que se encontraba en el patiecito interior. Cuando regresé al bistrot, el "clochard" me preguntó si era español y me aconsejó pasar cualquier día por el convento de unos padres en la rue de la Pompe, donde suministran comida y alguna limosna a los pobres que merodean por el barrio.

Seguimos bebiendo hasta quedarnos dormidos, y por dos francos el patrón nos permitió pasar la noche en aquel patio minúsculo, húmedo, sombrío, maloliente, y lleno de basuras y desperdicios del bistrot. No aquel día, pues, sino al siguiente, con un hambre atroz y un comienzo de diarrea alcohólica que me asaltaba de vez en cuando, obligándome a buscar los cafés más pobres para aliviarme sin pagar propina, me dirigí a la rue de la Pompe. Atravesé el Parque de Luxemburgo, descendí a la rue de Sévres, hice escala en un W. C. del parque frontero al Bon Marché; al cabo de una hora me encontraba atravesando a todo lo largo el Campo de Marte; crucé el puente de Iena, remonté los jardines y por la terraza del Palacio de Chaillot salí a la plaza del Trocadero. Eran casi las dos de la tarde cuando llegué al convento. Me dieron una sopa caliente, aguada y desabrida, y un gran trozo de pan, todo lo cual vino a renovar mis angustias y necesidades. El padre superior se apiadó profundamente de mí y al nombrarle incidentalmente al de la rue d'Assas, me pidió autorización de llamarlo para contarle mis cuitas y pedirle consejo.

Me dolía terriblemente el estómago y había comenzado a arrojar sangre en mis frecuentes visitas al sanitario del convento.

Cuando regresó me dijo que el padre de la rue d'Assas había conseguido que al día siguiente me recibieran en la clínica de un amigo suyo. Entretanto, en la enfermería del convento un hermano lego me dio una poción de láudano y me hizo un toque de yodo en la encía inflamada por el absceso del colmillo. Al cabo de dos horas me sentí tan aliviado que resolví dar una vuelta por aquel barrio elegante que poco conocía.

El padre superior me dio un papel con la dirección de la clínica a donde debería presentarme al día siguiente, y diez francos en nombre del capellán de la rue d'Assas para que pasara aquella noche a cubierto en alguna parte.

Escribo tendido en una cama mullida y limpia, en el cuarto de la clínica cuya sola ventana se abre sobre un jardín interior, rodeado de un alto muro revestido de hiedra. El aire tibio y un rayo de sol entran por la ventana. El primero me acaricia el rostro y el segundo me calienta los pies, pero flota en la estancia un repelente olor a desinfectantes y medicamentos. Me preocupa la brecha que tengo en la mandíbula inferior, un boquete grande y liso por el cual deslizo frecuentemente la punta de la lengua. Me extrajeron, no solamente el colmillo, sino dos muelas contiguas, y silbo un poco al pronunciar ciertas palabras. Me ha crecido la barba y esto me da un aspecto de intelectual, pues además las entradas de la frente se internan profundamente en el centro de la cabeza.

Todo mi interés está concentrado en un proyecto de novela que no puede fallar por la razón de que su origen es una aventura extraordinaria que tuve la tarde misma en que, con paso vacilante, salí del convento de la rue de la Pompe y en vez de subir en dirección al Arco del Triunfo como lo había pensado primero, al tener un breve desfallecimiento de cansancio me metí por la boca del metro. Compré un billete de segunda y mientras aquello me pasaba, me senté en el banco del andén.

El padre me dijo ayer:

– ¿No quieres que te traiga una novela que acaba de salir?

– Sólo quienes no son capaces de escribirlas necesitan distraerse con las que escriben los demás.

Sin molestarse, el padre agregó:

– A propósito, ya estarás convencido de que para escribir una novela hispanoamericana se necesita ir allá y no quedarse en París.

Cuando le dije que inmediatamente empezaría a redactarla se puso muy contento y me prometió que uno de estos días vendría a charlar conmigo sobre el problema de Caín y Abel. No me atreví a confesarle que hacía tiempo había asesinado a los hijos de Adán y hasta la carroña de la quijada del asno desapareció calcinada por el sol en el desierto de mi memoria.

La cabeza me daba vueltas lentamente, pero yo estaba en mis cabales y me sentía mucho mejor cuando un trueno lejano anunció la llegada del próximo tren. Abrí la puerta, entré en el vagón de segunda y me senté en el último rincón para no tener a mi lado ninguna compañía. Tenía la impresión de oler mal, aunque acostumbrado a los efluvios de mis propios humores, sudores, exudaciones, secreciones y otras miserias corporales, había perdido la conciencia de ese olor. Siempre he pensado que el de santidad debe ser una sublimación del mal olor. Ahora me complacía el que el aroma ácido y húmedo que despedía mi cuerpo, se mezclara y se confundiera con el de los pasajeros que iban en el vagón. Ascendía lentamente hasta mi nariz y se condensaba en el techo del vehículo, pero aquella nube no era homogénea, pues en cada estación se renovaba el personal de los viajeros y los olores antiguos se mezclaban con los nuevos, no menos rechinantes y repelentes. Los hay melosos, ácidos, aceitosos, agudos como estiletes, incitantes como para los perros el que dejan las perras en un charco sobre la acera.

Yo soy una conciencia olfativa que se pasea por las calles, aspirando efluvios imperceptibles para quien no tenga la facultad de captarlos. Cuando me moría de hambre, lo que más me atraía al pasar a lo largo de las fruterías o las pastelerías, o delante de los restaurantes y los bistrots, no era la vista de ciertas cosas, sino su aroma. Hay telas y pieles cuyo olor me sosiega, y, en cambio, el que despiden los hules, los plásticos, las fajas de caucho, me quita las ganas de comer. No podía pasar por las carnicerías y las pescaderías del mercado sin volver la cabeza, porque me atormentaba su hedor, cuando la vista se hubiera recreado en el rojo escarlata de un pedazo de lomo, o en el azul profundo y el plata luminoso de las truchas y de las sardinas. Con los ojos cerrados distinguía claramente todos esos olores, los presentes y los ausentes, y entre los primeros los que flotaban y ondulaban como volutas de humo dentro de la atmósfera caldeada y espesa del olor general.

Entre Passy y Bir-Hakeim el tren saltó sobre el Sena con un alegre ruido metálico. El río era una lámina azul, con reflejos dorados, inmóvil entre los alvéolos de las orillas. Luego la Torre Eiffel a mi izquierda y a mi derecha un caótico hacinamiento de edificios modernos y mansardas viejas. Una mancha verde en Cambronne, la oscuridad del túnel en Pasteur, y finalmente Montparnasse donde una multitud que venía de la estación del ferrocarril tomó por asalto, con un ardor silencioso, los vagones del metro.

La enfermera entró a tomarme la temperatura y darme unas cucharadas cuyo mal sabor acompaña en sordina los que ella remueve con sus palabras en el fondo de mi garganta.

– ¿Un caldo de pollo para la comida? ¿Un trozo de carne asada? El doctor ha dicho que tiene que alimentarse bien.

El sabor del caldo de pollo es tierno y suave y apenas se insinúa en el paladar. En cambio, el solo recuerdo del de la carne asada me hace brincar los músculos de las quijadas. Cuando se han pasado muchos días bajo el tormento de un absceso que crece en la raíz de un colmillo, desgarrando la encía, no hay placer comparable al de dejarlo de padecer. Sentir los dedos finos de la enfermera hundidos en el pelo, y escuchar el chasquido metálico de las tijeras de peluquería, me producía una impresión deliciosa. Cuando después de meses de abandono, de sudor, de cansancio y de suciedad, me sumergí en la bañera hasta el cuello, me estremecí de placer de la cabeza a los pies.

– Dos veces ha llamado una señorita a preguntar por usted. No quiere dejar su nombre. Tiene acento extranjero y una voz muy bonita. El salto que di hizo desbordar la bañera y el agua chorreó alegremente sobre el piso.

– ¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?

– Nada, no me está pasando nada.

Cuando me levanté en busca de la salida al bulevar, me sentía débil y mareado. En la calle una ola de calor me dio en pleno rostro. El asfalto de la acera ardía y el café de la estación de Montparnasse estaba abarrotado de gente. En la barra pedí una botella de cerveza helada que bebí de un sorbo; pedí una segunda botella de cerveza; luego un Ricard doble con soda y hielo; en seguida, otra cerveza y otro Ricard. Mi cuerpo absorbía el líquido como una tierra resquebrajada por el sol.

Resolví regresar al metro en vista de que el sol estaba todavía muy alto. Descendí lentamente las escaleras, aliviado y sin dolor en el colmillo aunque tuviera rígida y pesada la parte baja del rostro. Un grupo de boy-scouts se alejaba a paso de carga, dejando una ancha estela de olor a ropa sucia y a sudor.

¿Con qué objeto este absurdo derroche de fealdades originales que hace la naturaleza en esta época gregaria? ¿Por qué este empeño en producir millones de tipos cuya fealdad difiere de uno a otro, pero en conjunto es igualmente grande? Bastarían tres o cuatro arquetipos de mujer, pues la belleza no depende de su exclusividad y un ramo de flores es más hermoso que una sola flor.

Rostros inertes que han perdido la facultad de iluminarse con una mirada inteligente o una sonrisa que distienda la rigidez de los labios herméticos. Rostros vagos, amarillos, informes, imprecisos, que naufragan dentro de su propia grasa. Rostros mortales, de gentes que se han anticipado a su propio cadáver. Rostros escandalosos y repugnantes, pletóricos de comida y de vino. Rostros arrugados, enjalbegados, pintarrajeados, proyectados hacia adelante por una nariz en forma de proa de góndola o castillo de carabela. Y en la corriente densa y granulada, cuántos cuerpos desagradables y desgraciados, cuántas piernas inmensas y bamboleantes, cuántas pantorrillas hinchadas y varicosas, cuántos brazos rollizos y cortos como aletas que aún no han empezado a encañonar. El amorfo y horrible amontonamiento de personas se integra y desintegra, se coagula y se liquida, se contrae y se distiende con movimientos viscerales, o se arrastra por los túneles convertido en un molusco monstruoso, o es un pulpo que proyecta móviles y escamosos tentáculos a través de los corredores. Y dentro de esa masa viscosa de modelos individual y originalmente feos, ni un solo rostro amable, ni una sola sonrisa, ni un solo amigo, ni un solo ser humano. Si yo cayera de bruces fulminado por un síncope, ese molusco, ese gusano, ese ciempiés, ese pulpo de la muchedumbre se arrastraría sobre mí con sus millares de patas, ventosas, tentáculos y escamas venenosas y urticantes. Nadie se detendría a levantarme. Tal vez el acordeonista ciego que canta en uno de los corredores comenzaría a gritar y llegaría la policía -la contra-muchedumbre- para sacarme de allí y tirarme en algún basurero municipal.

La voz de Rose-Marie es cantarina y se apoya en tres notas, mi, sol, fa sostenido, agrupadas en frases distintas, rítmicas y sincopadas. Abrevia hasta darle la rapidez de una semifusa la última nota de la frase, generalmente un fa sostenido. Es una voz aterciopelada, dorada, caliente, en clave de sol. A veces me ocurría que en el primer momento no entendía una sola palabra de lo que me estaba diciendo por quedarme embelesado oyéndola cantar, pues su voz era una invitación al canto desde la otra orilla del teléfono. Cuando el Padre llegó con dos paquetes de cigarrillos -me habían vuelto los deseos de fumar- no me atreví a preguntarle cómo había obtenido dinero para mi regreso al país. Por no ofender mi pudor, él tampoco decía una palabra. Yo ardía de impaciencia, y me urgía saber exactamente lo que había sucedido desde el día en que abandoné a Rose-Marie.

– ¿Y si no quisiera regresar, y si resolviera quedarme en París?

– Tú tienes un plazo de la policía para abandonar el territorio francés.

– ¿Qué he hecho yo para que me expulsen de Francia?

– ¡Qué no has hecho tú para que te expulsen, Dios mío!

– Y si me expulsa el gobierno francés, pero el mío no quiere repatriarme por segunda vez, ¿quién va a pagar mi regreso?

– No hagas preguntas ociosas. Ahora lo importante es que te mejores pronto. Para muchas personas París es una enfermedad, y tú has estado muy enfermo.

Veía el modesto saloncito con su sofá y dos sillas de estilo indefinido, forradas en una tela barata y ordinaria. Veía la mesa del comedor cubierta con un mantel de hule de cuadritos blancos y azules, cuyas manchas e imperfecciones podía detallar con una precisión fotográfica: un redondel negro dejado por una cafetera caliente, una isla de huevo frito, un corte con la cuchilla de afeitar que usaba mi hermana en sus labores de modistería. Veía a papá, sentado en un sillón viejo y destartalado, leyendo el periódico de la mañana antes de irse a dormir. Y la mesita con una mata de espárrago en el centro geométrico de la estancia, y la pantalla de papel rosado que pendía del cielo raso atada con un cordón cubierto de deyecciones de mosca. Aquellas imágenes me producían una profunda tristeza. Si regresara algún día cambiaría el mantel de cuadritos, y el forro de los muebles, y las oleografías de la sala: un puerto en el Cantábrico, un trineo en un camino cubierto de nieve y una andaluza bigotuda con peineta de nácar y mantón de manila.

Insensiblemente caminaba más de prisa aunque no tuviera necesidad de hacerlo. No podía sustraerme a la presión y la succión simultánea que la muchedumbre ejercía sobre mí. Un negro me rozó al pasar. Pensé que ni siquiera había tenido la precaución de buscar un amigo de color cuando todavía era estudiante y frecuentaba la rue d'Assas o la rue Saint-Guillaume.

Nunca he tenido verdaderos amigos. He sido un blanco entre los negros y un negro entre los blancos, pues algo hay en mí que distancia a los demás o a mí me impide entrar en comunión con ellos. Los hombres somos espejos que reflejan a quien se inclina a mirarlos, pero no proyectan en los otros su propia imagen. De niño me preocupaba no tanto el que los espejos devolvieran tan fielmente la mía, como el no poder pasar a través de ellos. Y es curioso: acabo de pasar a través de una viejecita que va delante de mí, arrastrándose trabajosamente apoyada en su bastón. Es tan jorobada que no puede mirar de frente, sino torciendo la cabeza y levantando la barbilla capruna con tres cerditas blancas en la punta. Aun no siendo sino un bulto mal hecho de huesos y de trapos, debe pesar diez veces más que la muchacha que la rozó con el ala, como una golondrina en pleno vuelo, con sus pantalones negros y su camisa blanca. Corrí detrás de ella, pero se perdió a lo lejos entre la muchedumbre. Era una muchedumbre silenciosa que ni siquiera producía el ruido característico de las pisadas en el cemento del piso.

Sólo se escuchaba a intervalos regulares el estruendo de los trenes que ruedan por abajo o por arriba del túnel, pues la estación es un queso gruyére perforado por muchas generaciones de gusanos. Me acercaba rápidamente al tapiz rodante, o a alguna escalera mecánica, porque un ruido monótono y regular iba creciendo poco a poco. Para estimular mi entusiasmo me ponía de tiempo en tiempo, o de cuando en cuando -sin saber cuándo había perdido toda noción de tiempo- a perseguir una melena rubia que ondulaba a lo lejos, o una melena roja que fulguraba un instante, o un moño que coronaba, como una voluta de espuma, la corriente de los viajeros.

Dentro del estado de lucidez en que mi espíritu flotaba, el instinto que me sirve para orientarme en la vida rutinaria, funcionaba muy débilmente y en un plano inferior. El haber pasado a través de la viejecita sólo podía concebirse en unos pocos casos que mi instinto -no mi conciencia- descomponía de esta manera:

Primero: La viejecita no es un ser de carne y hueso, sino una apariencia proyectada por mi imaginación.

Segundo: La viejecita es un fantasma despojado de su envoltura carnal.

Tercero: Yo estoy muerto desde hace un rato, tirado en aquel recodo donde un ciego, sentado en un taburete de tijera, tocaba un acordeón y me miró con ojos opacos y lechosos.

Cuarto: Sin proponérmelo, por pura fuerza de inercia mental, estoy inventando una nueva novela.

– No necesito saber quiénes han hecho esta obra de caridad… Torcí irónicamente los labios, del lado del hueco de la mandíbula… la obra de caridad de devolverme a mi tierra, y no en un barco, sino en avión, seguramente en turismo y no en primera clase. Desde la aparición de las prestaciones sociales, la caridad se ha vuelto una actividad de segunda.

Lejos de fastidiarse con mi observación, el Padre sonrió comprensivo. Estoy persuadido de que piensa, lo mismo que el médico y las enfermeras de la clínica, que padezco un trastorno psíquico. Más que de un colmillo y dos muelas que me extrajeron, y de un ataque de disentería amibiana que me curaron, debo padecer una enfermedad nerviosa y tal vez me asaltan alucinaciones alcohólicas. Dos o tres veces me han sugerido ponerme en manos de un psiquiatra, pero les he dicho que un psicoanálisis en una lengua que no es la mía, sólo serviría para enloquecer al psiquiatra.

– Muchas personas han ayudado a esta empresa de… de rescate. En primer lugar, las autoridades francesas que accedieron a no hacer efectiva la orden de expulsión mientras no estuvieras en condición física de viajar. En segundo lugar el Cónsul, quien se mostró dispuesto a desistir de cualquier acción contra ti -por aquella historia del automóvil de tu amigo Miguel, ¿te acuerdas?- a condición de que abandonaras a París lo más pronto posible.

– ¿Quién más?

– Dos o tres compatriotas tuyos a quienes probablemente no conoces.

– Ni me interesa conocerlos. No podría oírlos mentar sin sentir una profunda vergüenza. Usted me comprende…

– Te comprendo.

– ¿Quién más?

– Otras dos personas cuyos nombres, por ésas y otras razones, no podría decirte.

Esas dos personas más tenían que ser Miguel y Rose-Marie. Miguel es capaz de tenderme otra vez la mano. En cuanto a ella, el solo pensamiento de que se hubiera interesado en ayudarme no me dejó dormir aquella noche. No podía ser otra, sino ella, quien llamaba diariamente a la clínica sin decir su nombre ni esperar siquiera una palabra de agradecimiento de mi parte. Si a pesar de lo que había sucedido me llamaba, tenía que ser… ¿sería posible?… ¿con qué derecho me atrevía a pensarlo?… ¿y por qué no tendría ese derecho?… tenía que ser por la razón de que, a pesar de todo, me seguía queriendo. El corazón de Rose-Marie, como el mío y como el de todo el mundo, es un órgano caprichoso de cuyo trabajo incesante sólo se percata quien está enfermo del corazón.

La posibilidad de que me quisiera todavía, y puesto que me llamaba sin decir su nombre era la demostración de que todavía me quería, echaba por tierra, de un golpe, la tranquilidad y los buenos propósitos de mi convalecencia. Si al oír mi nombre se ruborizaba sin querer; si al llamar a la clínica su voz se empañaba de angustia; si soñaba en mí; si no podía desprenderse de mi imagen y mi recuerdo, yo no abandonaría a París ni me resignaría a perderla. Trabajaría con las manos, conseguiría una nueva beca, removería cielo y tierra para evitar que me expulsaran de Francia. Me humillaría ante el Cónsul y besaría las manos del Padre de la rue d'Assas, y pediría limosna por las calles… No existe en este mundo sino una realidad, que es ella, e indudablemente ella me quiere todavía. Si no fueran las dos de la mañana, llamaría al Padre para decirle que venga inmediatamente a explicarme por qué, sin consultarme, me van a meter como a una maleta dentro de un avión para llevarme al otro lado del mar, a un país al que no quiero volver.

La enfermera de turno vino a preguntarme por qué no había apagado la luz y me dio unas píldoras con un vaso de agua. Puesta la cabeza en la almohada, un torrente de imágenes pasó ante mis ojos cerrados. Encendí nuevamente la luz y me puse a escribir…

Volví sobre mis pasos y al llegar al cruce donde había tomado hacia la derecha, resueltamente avancé por el túnel que se abría a mano izquierda, estrecho y lúgubre, bañado por una claridad macilenta. Aunque me moviera en sentido contrario al de la muchedumbre, ésta no me estorbaba el paso ni yo le presentaba un obstáculo físico. Pero dentro de aquel laberinto interminable no logré encontrar a la anciana del bastón ni llegar a mi punto de partida. Estaba perdido, lo cual no importaba gran cosa, pues cualquier camino lleva a Roma y en las estaciones del metro, aun en las más intrincadas, de pronto y sin saberse cómo, se llega a la puerta de la calle o se tropieza con el "portillon automatique".

Me sorprende esta ausencia de dolores, de sed, de hambre y otras necesidades corporales que me han acuciado durante todo el día. Me siento tan dueño de mí mismo que he resuelto escribir una novela cuyo escenario ha de ser una de estas estaciones del metro donde suceden cosas muy extrañas: desde asaltos de bandas juveniles como el que padecieron un estudiante y su novia en Sévres-Babylone, hasta la desaparición de ancianas dobladas en tres sobre un pequeño bastón y con la barbilla caprina levantada hacia un lado y adornada, en la punta, con tres cerditas blancas. Los empleados que hacen la limpieza todas las mañanas recogen una enorme cantidad de paquetes vacíos, periódicos viejos, billetes perforados, zapatos, colillas de cigarrillos, guantes sin parejas, pañuelos, tacones femeninos y viejecitas que murieron la noche anterior sin encontrar la salida.

Plan de mi nueva novela:

Seguir a un personaje que camina perdido por los túneles de la estación de Chatelet o de Saint-Lazare -las más aberrantes y confusas- y comprende de pronto que está muerto sin recordar cuándo murió. Descubre con horror que uno de aquellos túneles no lleva a la superficie terrestre, al borde de una avenida flanqueada de plátanos que se esponjan al sol, sino al "portillon automatique" -no verde, sino rojo- del Purgatorio. Yo no creo en el Infierno, por parecerme un castigo desproporcionado e injusto para este miserable gusano que es el hombre. Si Juana de Arco, por amor de Cristo y de los franceses, hizo una carnicería de ingleses y está en los altares, yo que no he matado a nadie no podría ir al Infierno. Si San Luis Rey de Francia…, etc. En cambio, el Purgatorio, como estación de tránsito o de "correspondencia" entre la vida mortal y la eterna, me parece lógico y necesario. Con verdadera complacencia me detuve a examinar la idea de mi novela, sentado ahora en el suelo, ante una pequeña puerta cuyo letrero indicador advertía: "Entrada rigurosamente prohibida".

Recordaba esa rauda impresión de fatalidad que me oprime el corazón cuando pasa el tren a lo largo de estaciones mudas y cerradas hace ya mucho tiempo. Me deprime la visión de los andenes desiertos, y las negras bocas de los túneles, tal vez abiertas a mundos subterráneos y desconocidos. A los cristales de la puerta del vagón hay pegado un letrero que dice: "Peligro de muerte. Abstenerse de abrir la puerta en la estación de Cluny o de Montrouge o de Filies du Calvaire". ¿Quién puede asegurar que los "clochards" dormidos en las bancas de los andenes no están borrachos sino muertos? Quizá los ciegos que tocan el acordeón, con una escudilla a los pies, aún no han abierto los ojos como los gatos recién nacidos. No los han abierto a esa luz espectral que resbala como una jalea amarilla por las paredes de los corredores y chorrea de unas ampollas empotradas en las bóvedas. No es una luz, sino una pus luminosa, y las lámparas de neón son fístulas o abscesos reventados y coagulados hace ya muchos años.

Eché nuevamente a andar en sentido contrario al de la puerta prohibida, y después de navegar torpemente en un brazo de multitud que seguía el mismo camino, canalizado por el muro de una baranda de metal, por el primer portillo que encontré pasé al lado opuesto. Por allí no transitaba nadie. Subí una escalera interminable hasta dar de manos a boca con una puerta cerrada: "Sólo para los empleados del servicio".

Di media vuelta y descendí a saltos la escalera, pero al llegar a su base, un trozo de asfalto gris cubierto de basuras y billetes perforados, me encontré en un lugar completamente distinto del que había abandonado hacía un instante. Al avanzar casi a tientas en dirección de la bombilla amarilla que se apagaba más que se encendía a lo lejos, una alta reja de metal me cerró el camino. Empujado por una fuerza extraña, superior a mi voluntad, pasé a través del obstáculo como si no lo fuera y sólo sentí un sabor metálico en el paladar. Escupí un chorro de saliva amarga. Se me había reventado el absceso y una grata sensación de frescura me corrió por la parte baja del rostro.

– Yo quiero saber si es Rose-Marie quien llama todos los días a preguntar por mí; quiero saber si ella ha contribuido en cualquier forma a mi viaje al otro lado del Atlántico; quiero saber qué piensa de mí. No puedo callar un momento más. Lo mandé llamar con urgencia porque si Rose-Marie, como todo lo indica, me ha perdonado y todavía me quiere, no me iré de París. Si me arrojan de aquí me instalaré en Bélgica o en Italia. Cargaré maletas, lavaré platos en los restaurantes o barreré las calles, sí no encuentro otra manera de ganarme la vida. Si ella me quiere, no habrá poder humano que me aleje de aquí. Insisto en preguntarle, Padre, y usted me perdone por el amor de Dios. La otra persona que me ha ayudado sin que yo lo sepa, con mi amigo Miguel, ¿es Rose-Marie?

Los muertos de París, posiblemente los del mundo entero, vagan un tiempo a ras del suelo mientras se purifican y pueden desprenderse de ciertas imperfecciones terrestres que les impiden remontar el vuelo. Esto es de una lógica meridiana y debo tenerlo muy en cuenta en mi novela. En el metro, en el bus, en la calle, he encontrado personas muertas hace años con la apariencia de personas vivas. El que esto sea así no tiene nada de extraño. Durante un tiempo más o menos largo, después de la muerte, el ser humano debe conservar ciertas cualidades materiales, o recuerdos de esas cualidades, que lo sujetan a la tierra. La demostración son los fantasmas: si nadie los ha visto, en cambio todo el mundo ha oído hablar de ellos. Mientras mayor número de años pasó el hombre pegado a este mundo, sujeto a la atracción de la gravedad, circunscrito por la extensión de la materia, limitado por su impenetrabilidad, mayor trabajo le costará desprenderse de lo que -ya sin vida- podría llamarse prejuicios corporales. Tal vez al comprobar ese extraño fenómeno sentirá cierto sabor metálico como el que me abrasó la garganta cuando al filtrarme a través de la reja se me reventó el absceso del colmillo. Y otra observación importante: hay fantasmas de viejos y de personas maduras, pero nadie ha visto el de un recién nacido. Un lastre de reumatismos, parálisis, lumbagos, ciáticas, tumores, varices e hidropesías, gravita en la memoria visceral del anciano y lo pega a la tierra con la apariencia de la vida. Los que veo entre la muchedumbre tienen un rostro seco y apergaminado y unos ojillos lechosos. Imagino que muchos de ellos ya saben que están muertos, pero todavía arrastran los pies para sentir en las plantas la áspera caricia de la corteza terrestre y pedestre, antes de remontar o descender a una vida sin cuerpo.

Una vez curado del ataque traicionero de unas amibas que tengo incrustadas en alguna parte, el médico se ha dedicado a fortalecerme con inyecciones y píldoras, y sobre todo a apaciguarme el espíritu. En vista de esto último, y mientras me ve algún psiquiatra en mi tierra, ha aprobado y estimulado mi idea de anotar mis imaginaciones y experiencias en estos cuadernos.

La enfermera de turno volvió a decirme hoy que mi enamorada misteriosa había llamado a preguntar por mí.

– ¿Por qué no me pasan la comunicación?

– Ella se niega a hablar con usted.

Cuando el Padre vino a verme, indignado ante su reiterado silencio, lo miré de hito en hito y le dije, mordiendo las palabras:

– Buscaré a Rose-Marie aunque tenga que salir desnudo por las calles. Usted no puede impedirlo.

Enarcó las cejas, arrugó la frente, me estrechó cariñosamente una mano con las suyas y me prometió darme cuantas informaciones quisiera la próxima vez, tal vez al día siguiente. Antes tiene que hablar con alguien, pues no está autorizado para hacerlo.

¿Quién ha dispuesto que entre la muchedumbre de muertos circule cierto número de vivos para guardar las apariencias? Yo sería un vivo entre los muertos, como esa muchacha que camina delante de mí con paso rítmico y menudo, provocativa y por lo tanto real: largas piernas, caderas de mórbida redondez, nalgas ceñidas, esculpidas, diseñadas por la tela de la falda. Al pretender tocárselas discretamente, por pura curiosidad metafísica, volvió la cara y me dio una bofetada que desató un relámpago doloroso por todo mi cuerpo, desde el colmillo hasta los pies (en realidad yo no soy sino una inflamación, una supuración del colmillo): luego, dentro de esta macabra muchedumbre, ni ella ni yo estamos muertos. Pero es irritante que no exista un sistema que permita distinguir los vivos de los muertos. Deberían colocar letreros explicativos, inclusive luminosos y en varios idiomas, pues el metro de París está atestado de extranjeros así como está lleno de muertos, y éstos son extranjeros entre los vivos. Los letreros dirían, con una tremenda fuerza persuasiva: "Las puertas que se abren al revés de como el ciudadano vivo y consciente piensa que deberían hacerlo, las direcciones prohibidas sin razones plausibles, las barandas ilógicamente discriminatorias, las repelentes talanqueras metálicas, las estaciones donde se corre peligro de muerte, todo eso es del dominio de los usuarios muertos." Si ese señor de orejas amarillas y en abanico que se desliza delante de mí sigue como yo pienso hacerlo por el túnel de dirección prohibida, es porque no está vivo. Sólo los muertos pueden violar las indicaciones para los vivos, pero convendría explicárselo para evitar que alguna vez -y esto debe ocurrirles con frecuencia- se pierdan en el metro. El colmillo me duele atrozmente -luego estoy vivo- por culpa de la bofetada que me dio esa insolente Venus calipigia cuando quise cerciorarme de que no estaba muerta.

He decidido evadirme de la clínica, ponerme en comunicación con Rose-Marie y viajar a Italia o a Bélgica donde buscaré algún trabajo. Tengo que resolver ciertos problemas urgentes que no puedo esquivar:

Primero: Lograr que el Padre me traiga la ropa y los zapatos que me ha prometido.

Segundo: Estudiar la manera de evadirme de aquí utilizando algún procedimiento que no despierte sospechas.

Tercero: Conseguir una pequeña suma de dinero que me permita pasar a Bélgica o Italia y atender los gastos de los primeros días. Esto será lo más difícil de todo, aunque podré pedirle al Padre unos cincuenta dólares con el pretexto de que ni los zapatos ni los trajes me los puede comprar, y puesto que han de ser para mí conviene que los compre yo mismo.

La silueta de mi padre, encorvado, de espaldas, desgarbado y vacilante, me resultaba inconfundible. La tenía grabada, impresa en la memoria desde hacía muchos años. Me acerqué trabajosamente a esa insólita aparición, doblado en dos porque el estómago se contraía dolorosamente cargado de materia en descomposición que pugnaba por encontrar salida. De más cerca se precisaban los rasgos y las apariencias familiares: el abrigo negro, delgado, brillante, con visos verdosos en las hombreras; el sombrero de forma anticuada y de color amarillento, echado hacia atrás sobre la nuca. Las enormes orejas de elefante erizadas de pelos. Llegó el momento en que percibí el olor viejo del abrigo, a gasolina barata, a humo rancio de mal tabaco y a pedazos de pan que llevaba siempre en los bolsillos junto con un periódico viejo y una novela policíaca.

Una corriente lateral, proveniente de un túnel adyacente, me apartó de mi padre cuando ya estaba a punto de alcanzarlo. Al volver la cabeza a todos lados para descubrirlo entre la muchedumbre, lo vi de frente, diez o veinte pasos detrás de mí, con la cabeza inclinada sobre el pecho. No había la menor duda de que era él, con su frente manchada y amarilla, sus ojos miopes detrás de los cristales empañados y su nariz de grandes huecos obstruidos por una mata de vello. Los labios se desgonzaban en las comisuras y las mejillas estaban cubiertas de una áspera sombra gris.

Mi padre sólo se afeitaba y se bañaba los domingos. Entre semana le faltaba tiempo para llegar a la oficina, aunque ya en ella le sobrara, pues no tenía nada que hacer. Aunque le hice tres o cuatro señas con la mano no pareció reconocerme. Yo sabía que él estaba muerto, y muerto hacía un año, pero probablemente él lo ignoraba todavía y ahora vagaba por el metro seguramente en busca mía. No era fácil que me reconociera, pues no nos veíamos desde hacía cuatro años y mis hombros se han ensanchado y me he dejado crecer la barba. Una onda de lava derretida me invadió los fundillos de los pantalones. Cuando quise correr para alejarme de aquel fantasma siniestro, se me atravesó en el camino una señora gorda que se deslizaba trabajosamente hacia adelante. Tuve un sobresalto de alegría al vislumbrar al otro lado del portalón automático la alta bóveda de la estación y el andén atestado de pasajeros que esperaban el tren. La manera de caminar que tenía aquella señora, tal vez atormentada por ciáticas y reumatismos, me recordó a mi abuela crujiente y bamboleante cuando los domingos se alejaba por la calle desierta en dirección a la iglesia del barrio. Era mi abuela, con su perfil infantil reabsorbido en una espesa capa de grasa. Reconocí su olor tierno y maternal, y con una precaución infinita, más con el pensamiento que con la mano torpe y temblorosa, quise hacerle una caricia en el hombro. Ella volvió a mirarme al sentir en la nuca el cálido aliento de ese hombre extraño que debía ser yo, barbudo, sucio, mal vestido, a quien los ojos le brillarían como ascuas. Respiré tranquilo cuando comprendí que me había equivocado y aquella gruesa señora de mirada hostil y ojos agrandados por una sombra azul, no podía ser mi abuela. Si no lo era, no estaba muerta y le di gracias a Dios por mantenerla viva a mil leguas de este purgatorio de París.

Tendré que cambiar de táctica en relación con el Padre, pues la última vez estuve irascible e imprudente. Le dije que había resuelto quedarme en París o en otra ciudad europea. Por el contrario, debo mostrarme dócil y sumiso. Inclusive la próxima vez voy a pedirle que llame al padre de la rue de la Pompe para que venga a confesarme. Esto desarmará cualquier sospecha o prevención que haya podido tener sobre la seriedad de lo que él llama mi convalecencia de París.

Una vez en Italia, o temporalmente en Bélgica, y ya restablecida mi conexión con Rose-Marie, para comenzar conseguiré una colaboración en aquella revista de Chile de cuyos directores ella es personalmente amiga. Le escribiré sin demora a mi hermana para enviarle tres o cuatro notas que desgajaré de estos inútiles cuadernos. Sobre la promesa de que regresaré cuando mi colaboración esté asegurada, le pediré que hable personalmente con el director de algún periódico y me consiga trabajo. Mis notas tendrán que interesarle. Además puedo escribir unos reportajes con personalidades europeas y enviar informaciones de primera mano sobre la actividad de los agentes comunistas entre los estudiantes latinoamericanos de París.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, el buen Padre traía un gran paquete bajo el brazo. Contenía unos pantalones seguramente un poco grandes, o tal vez pequeños para mi talla, y un par de zapatos.

– Tendrás que comprar dos trajes uno de estos días, tal vez la víspera de tu viaje. Te mandaré un muchacho del Centro para que te acompañe; pero antes conviene que te levantes y comiences a dar unas vueltas por el jardín.

Un aire fresco, cargado de aromas vegetales, soplaba a través de la ventana abierta. El Padre se sentó en el sillón al lado de mi cama, cruzó las manos por detrás de la nuca, estiró las piernas y empezó a contarme que aquel trágico día no había ido por mí inmediatamente al convento de la rue de la Pompe, pues tenía una visita importante. Cuando llamó otra vez, en el convento le dijeron que yo había salido a la calle. Se alarmó mucho y durante varias horas anduvo con uno de sus pupilos de la rue d'Assas por los alrededores del Trocadero. Regresó a su casa desesperado, dándome por perdido. Avisó a la policía que un muchacho enfermo, al borde de una crisis nerviosa, vagaba por las calles de París. Dio mi nombre, datos sobre mi aspecto físico y la información complementaria de que yo llevaba en un papel la dirección de la clínica situada por los lados de Levallois.

No dejé al Padre terminar su relato, pues me interesaba antes que nada saber por cuál razón él me andaba buscando desde hacía tanto tiempo.

– ¿No quieres que te cuente ordenadamente cómo pasaron las cosas?

– No me interesa. Soy un lector de novelas que se salta páginas para llegar más pronto al desenlace.

– Como quieras. Hablé esta mañana en el Hotel Jorge V con Rose-Marie, y conocí a sus padres, que son personas muy distinguidas. Por cierto que…

– Sí, sí; pero ella, ¿qué dijo?

– Ella sabía que tarde o temprano tú te enterarías de sus llamadas a la clínica. Por el Cónsul y tu amigo Miguel supo que estabas muy enfermo. Hace un mes, por lo menos, ellos me habían llamado para saber de ti, ¡pero yo ignoraba dónde te habías metido!

– Pero ¿qué dijo Rose-Marie? ¿No me odia? ¿No me desprecia? ¿Ya sabe quién soy yo? Puesto que me llama todos los días es por la razón de que…

– ¡Espera!… Ella me dijo exactamente estas palabras:

"Yo seré feliz el día en que sepa que él ya no está aquí y se ha ido a rehacer su vida con su familia y en su tierra…"

– No puede ser…

– ¡Un momento! Te decía que cuando tú llegaste a la clínica llamé al Cónsul para contarle que habías aparecido, y las condiciones en que te había encontrado la policía.

– No puede ser, no puede ser…

– El Cónsul sintió una profunda lástima por ti, y con Miguel y con esta niña, que tiene un espíritu cristiano, organizó una colecta entre tus compatriotas…

– ¿Con ella, dice usted? ¿Entonces también ella…?

– Organizó una colecta entre tus compatriotas para pagar los gastos de tu regreso y de tu enfermedad.

– ¡He debido morirme en la estación de Chatelet! ¡He debido matarme!

– ¡No digas tonterías! -exclamó levantándose de un salto y plantándose delante de mí con las piernas abiertas y los puños en la cintura-. Tú tienes una familia que te necesita y te espera. Tú tienes veintisiete años. Tú tienes la vida por delante…

– Pero no tengo a Rose-Marie.

– Tú puedes borrar, más tarde o más temprano, los malos recuerdos que dejaste en París. Si eres un hombre de veras, vete; si no eres sino un pobre diablo, ¡quédate! Te ayudaré de todos modos, aunque ante el Cónsul que pidió tu expulsión de Francia y ante la policía francesa sería muy poco lo que podría hacer por ti…

Sonaba rabiosamente un timbre en la casilla del inspector, en mitad del andén. Me aturdió el estrépito de un tren que llegaba por la línea contigua. El que pensaba tomar dejó un reguero de viajeros que no tardaron en desaparecer tragados por los corredores, pero en aquella hora pico de salida de fábricas y oficinas el andén se llenó otra vez. Pasaron dos trenes más. Unos se dirigían a barrios lejanos, a campo abierto, donde el sol debe bañar las altas mansardas grises embadurnándolas con una capa de aceite. Otros se internarán en el fondo de la tierra, como lombrices o gusanos. De aquí parten simultáneamente los trenes de los vivos y los muertos, y me aterra el pensamiento de equivocarme. Pero yo no estoy muerto, ni voy a morir, sino enfermo, febricitante, con el vientre henchido de un licor que se fermenta y destila fuego en mis venas y al chorrear me abrasa la piel. Pasaré la noche en un pequeño hotel por los lados de Levallois, en la estación terminal, y mañana temprano llegaré a la clínica donde me pondrán una inyección que me refresque las sienes y me haga dormir, dormir, dormir…

Otra vez me devoraba la sed, pero en aquel andén no había un grifo de agua que pudiera saciarme. El mundo giraba a toda prisa dentro de mi cabeza y los rieles del tren relucían en lo hondo con un reflejo siniestro. Podría tirarme de cabeza cuando la luz roja del convoy apareciera en la boca del túnel. Acabaría de una vez con estos sufrimientos y sabría exactamente si todavía estoy vivo o si no soy sino un muerto reciente que atraviesa la zona tormentosa en que el espíritu lucha por sustraerse a una existencia nueva, descarnada, descorporalizada, sin aparato nervioso.

Al margen de las perturbadoras impresiones e imágenes que me asaltaban y del pujo que de tiempo en tiempo me mordía el estómago, pensé en que tal vez estaba imaginando más que viviendo una novela. Mi padre arrastrando los pies detrás de mí y mi abuela jadeando al lado mío eran supuraciones de mi imaginación irritada por la fiebre. Si la estación de Chatelet no fuera sino una encrucijada de la vida y la muerte, si fueran reales y no ilusorios estos túneles ciegos que se prolongan indefinidamente para conducir a los vivos a la entrada prohibida de la muerte, hace años que la dirección de los ferrocarriles metropolitanos hubiera demolido estos lugares. Como los marinos que en tierra firme sienten ondular bajo sus pies el piso de la calle, o los aviadores que al descender en picada ven que la tierra les salta a las narices, cuando dejamos de escribir los escritores padecemos impresiones imaginarias. Yo soy un escritor enfermo que padece alucinaciones novelescas. La fiebre me hace hervir el cerebro y lo que yo tomo por la realidad no es sino mi imaginación que se evapora en fantasmas. Pasó otro tren y por más esfuerzos que hice, mentales antes que físicos, no pude penetrar en el vagón y quedé nuevamente por puertas. Me sentí perdido sin remedio. Pensé en un segundo de lucidez que si no estaba muerto estaba a punto de morir. El timbre de la caseta del inspector atronaba el andén. La gente se arremolinaba en torno mío. Por encima y por debajo de mí un eco lúgubre se multiplicaba en los túneles y los corredores. El portillón automático se cerró con un chirrido siniestro. Oí gritos entre la multitud y en mi cabeza estalló un volcán de luces de colores. Pensé que, desesperado como estaba, me había arrojado a la carrilera del metro. El piso del andén subió vertiginosamente hasta mí, golpeándome la frente, y no puedo recordar nada más porque perdí el conocimiento.