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CUADERNO N.° 14

Alas dos o tres vueltas por un camino enarenado que bordea las tapias, me sentí muy cansado y me senté en un banco, al sol. Éste era apenas tibio. El verano declinaba. Las hiedras manchaban de un rojo de color vino tinto las tapias del jardín. El follaje de los grandes árboles del parque se doraba o se ensombrecía como los camaleones y sus troncos se despellejaban. Tenían el prado cubierto de hojas secas. Por el caminito se paseaban en bata o en pijama unos cuantos enfermos. Una familia -el padre, la madre, los hermanos- rodeaba a un niño con las dos piernas forradas en monstruosas envolturas de yeso. Era una víctima inocente del último accidente dominical.

El domingo pude caminar sin ayuda de la enfermera y pasé el día entero en el jardín, anotando cosas en estos cuadernos. Le escribí a mi hermana y le mandé una selección de páginas para que entregue en el periódico. Le pedí que no me contestara antes de recibir una nueva carta mía con mi dirección en alguna ciudad europea. Le dije que otra vez había estado muy enfermo pero que la novela que estaba escribiendo -suspendida mientras me curaba- era sencillamente sensacional. No tenía la impresión de escribirla, sino de que se escribía sola.

El lunes anduve por los corredores de la clínica, metiendo las narices en todas partes, dentro de un mundo extraño y deprimente de salas frías y blancas, muebles de hule desteñido, cuartos de los que sale rápidamente una enfermera con una aguja hipodérmica en la mano, y personas que hablan bajo, con aire fúnebre, en algún corredor. Un lamento se escapaba por la puerta entreabierta de un cuarto. Colgado al pomo de la cerradura, un cartel advertía que estaban prohibidas las visitas. En el cuarto de enfrente entró un señor con un ramo de rosas y al entreabrir la puerta se escuchó el chillido de gato de un recién nacido. Los corredores con su tapete de plástico gris, las enfermeras vestidas de blanco, los médicos que circulaban con tapabocas y guantes de caucho, el carro metálico cargado de instrumentos niquelados que rodaba con estrépito en alguna parte, todo eso me tenía el alma en el puño. Afuera llovía, y no podía salir al jardín. En mi cuarto me ahogaba, y además tenía necesidad de hacer ejercicio para fortalecer las piernas.

El martes vino un muchacho del Centro, simpático y mucho menor que yo, con quien fuimos en taxi hasta las Galerías Lafayette para comprar mis dos trajes. El muchacho -un ingenuo estudiante de ingeniería, gordo y bonachón- me entregó cuatrocientos francos que le había dado el Padre para mis compras. Conseguí un vestido de un paño delgado (sección de saldos, ropa de confección para caballero, cuarto piso) que podría servirme tanto en invierno como en verano. Le dije que por el momento no quería medirme ni buscar nada más, pues la aglomeración de gentes y el ambiente caldeado me ponían nervioso. Al salir otra vez a la calle nos sentamos en un bistrot de la esquina. Al pedir una segunda copa de cerveza, el gordo me preguntó alarmado, receloso, si el médico me permitía tomarla. Se enroscaba y desenroscaba un mechón en la mitad de la cabeza, se quejaba de su soledad en París y sentía nostalgia de su tierra, de sus amigos, de su familia, de su casa. Quería perfeccionar sus estudios con una beca que le había dado el gobierno francés, pero regresaría a América lo más pronto posible. Me envidiaba, pues dentro de una semana, exactamente seis días -lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado, día en que tomaría el avión a las diez de la noche- estaría de regreso en mi tierra y en mi casa.

– ¿No te atormenta la nostalgia? -me preguntó con una sonrisa triste, enroscándose y desenroscándose aquel sufrido mechón en la coronilla de la cabeza. Se escandalizó cuando le dije que sentía una nostalgia al revés y de lugares que todavía no conocía: de las ruinas del Partenón sobre una colina calcinada por el sol; de Estambul reverberando a la orilla del Bósforo y ensartada por el alfanje del Cuerno de Oro; de Nápoles que rueda de los hombros del Vesubio hasta el Mediterráneo azul; y de Venecia, tallada en un colmillo de elefante y suspendida sobre una laguna del Adriático.

– ¿Has viajado por todos esos lugares?

– ¡Nunca! Mi nostalgia es un producto de las tarjetas postales y los carteles de las agencias de turismo.

El gordo comprendió que yo estaba a punto de pedir una tercera copa de cerveza y me rogó que partiéramos. Descendimos las escaleras de la estación Chaussée d'Antin, con la intención de seguir hasta el puente de Levallois y tomar un bus en aquel lugar hasta la clínica. Era medio día y la boca del metro absorbía centenares de empleados que regresaban a almorzar a su casa. Filas interminables se formaban ante los portalones de los andenes, esperando paso. El gordo me llevaba del brazo y yo sentía los gruesos dedos sudorosos a través de la tela de mi camisa. Le dije que prefería apoyarme en el suyo a que él atormentara el mío con los dedos, pues me sentía todavía muy débil y me mareaba esa muchedumbre silenciosa. Me miró alarmado, me arrastró a un corredor lateral, semi-vacío, y me propuso remontar a la superficie de la avenida para tomar un taxi.

– ¡Yo te invito, yo pago! -me dijo.

Ante mi negativa me tendió el brazo, doblado con fuerza como si se tratara de sostener un bulto de cemento, y al mezclarnos con la muchedumbre que corría hacia el extremo del corredor, me confesó que las estaciones de metro le producían un malestar insufrible.

– No comprendo por qué tan pocas personas se suicidan en el metro. Conozco casos de estudiantes que se han suicidado con gas, o tirándose de un quinto piso a la calle. Durante meses no han tenido con quién cruzar una sola palabra. ¿Sabes que el año pasado se suicidaron cuatro estudiantes en París?

– Pero, ¿no te has enterado de que hay en París quinientas mil mujeres que vagan solas por las calles, de las cuales muchas tienen que ser jóvenes y bonitas?

– Y, ¿dónde están esas mujeres bonitas que se encuentran solas en París? Yo no conozco todavía la primera.

Hablaba agitando los brazos, congestionado, con la frente perlada de sudor. Yo lo escuchaba sumisamente, esperando sin impaciencia mi oportunidad.

El gordo tenía la molesta costumbre de caminar diez pasos y detenerse, pues no podía pensar ni hablar sino en reposo. A mí me sucede todo lo contrario. Pienso mejor mientras camino, como si la actividad corporal estuviera en mí íntimamente relacionada con el movimiento ascensional del espíritu. El esfuerzo muscular que hacía el gordo para desplazar aquella ingente masa de carne, le impedía pensar.

– bla, bla, bla, bla!

Lo dejé con la palabra en la boca y escapé rápidamente por el primer corredor lateral que se abría a mi derecha. Trepé de cuatro en cuatro peldaños una escalera interminable; torcí a la izquierda; me detuvo una traba metálica que abría en sentido contrario al que yo imaginaba; retrocedí hasta la base de la escalera; seguí la flecha que indicaba la salida al exterior, al Boulevard Hausmann. Tenía casi trescientos francos en el bolsillo y el paquete con mi traje nuevo. Tenía los pantalones recién estrenados, aunque me quedaran estrechos, pues el Padre que los había comprado tenía una triste idea de mi estatura; y mis zapatos todavía relucían. Tenía, en fin, la libertad y el mundo por delante. Al salir al bulevar tomaría un taxi para trasladarme a la estación de Austerlitz. Al último momento había pensado que me convenía más pasar a España y detenerme en San Sebastián. Para España no se necesita visado y yo llevaba mi pasaporte en el bolsillo. Podía servirme un certificado sucio y arrugado del tiempo en que me matriculé en la facultad de la rue Saint-Guillaume. Más que en Bélgica, en Italia o en Suiza, en España podía encontrar algún trabajo de oficina, o gestionar una beca en el Instituto de Cultura Hispánica. En San Sebastián deberían encontrarse centenares de hispanoamericanos ricos e ingenuos pasando el verano, y desde hace años tengo la ilusión de volver a ver toros.

El torrente de pasajeros que circulaba por los corredores en sentido contrario al que seguía yo, me impedía andar de prisa. Cuando llegué a las pesadas puertas metálicas de la salida -ya sólo me faltaba subir unos veinte escalones para encontrarme en la calle- me detuvieron un grito, un juramento -y una mano que me agarró violentamente por el brazo-. Era el gordo, jadeante, congestionado, sudoroso, con los ojos desorbitados e inyectados de sangre.

Estallé en una risa convulsiva cuando subimos en el taxi y logré, al fin, desprenderme de la pesada garra que me sujetaba el antebrazo.

– Me sentí mareado y quería salir a la calle en busca de aire.

– ¿No querías arrojarte a la carrilera del metro? ¿No querías escapar? ¿Me lo juras? ¿Te sientes bien?

Al llegar a la clínica, donde tenia el propósito de tirarme en la cama a descansar un largo rato, el gordo me ofreció comprarme el traje que no había querido probarme.

– Como te parezca -le dije.

– Cuando llegues a tu tierra y a tu casa lo puedes arreglar si te queda largo de mangas.

Dormí dos o tres horas de un tirón, con la cabeza vacía, sin imágenes, sin recuerdos, sin sueños, sin ideas, y al despertar me puse a escribir un borrador de carta para Rose-Marie. Me costó un inmenso trabajo. Se trataba de decirle, con las debidas precauciones y los eufemismos necesarios, que yo estaba convencido de que ella todavía me quería. Conozco a las mujeres, y sobre todo la conozco a ella. El hecho de que hubiera llamado todos los días a preguntar por mí cuando supo que me encontraba enfermo, contradecía las palabras que me había dicho el Padre y con seguridad no se ajustaban al sentido que ella había querido darles. Y puesto que estaba persuadido de que todavía me quería, y yo la adoraba con un ardor renovado, pensaba que cometeríamos un crimen contra la naturaleza si nos dejáramos separar por quienes nos querían condenar a una eterna desgracia.

Rehice dos y tres veces aquella primera parte, pues aunque las ideas fueran claras y los razonamiento inobjetables, la delicadeza con que tenía que exponerlos, apenas insinuándolos, me planteaba serios problemas de redacción epistolar. Yo no sé escribir cartas.

En la segunda parte le decía que en vista de lo anterior, y después de meditar en su situación y en la mía, había decidido permanecer en Europa y concretamente en España. Allí reorganizaría mí vida descuadernada y ociosa. Le exponía mis planes de actividad periodística, con una exageración venial al declararle que ya tenía un contrato de colaboración muy bien pagada en el mejor periódico de mi país y en una revista española. Lo único que le pedía era que, antes de partir yo, me escribiera cuatro palabras a la clínica. No me atrevía a llamarla por teléfono. Temía que al escuchar otra vez su voz nada ni nadie en el mundo pudiera arrancarme de París, y por obedecerla y no contrariarla había resuelto marcharme. Besé la carta y le hice dos o tres cruces con el dedo antes de cerrarla, como lo hacía mi abuela con las suyas, pero más por agüero que por religiosidad. La enfermera -la gorda, menos curiosa que la bonita que me había cortado el pelo- la echó en el correo automático aquella misma mañana. Mientras tanto, cavilaba en un nuevo procedimiento de fuga para el día siguiente.

El gordo me llamó cuando yo daba vueltas por el jardín como un león enjaulado. Se le había presentado algún inconveniente y sólo podría venir el día siguiente a la clínica. El Padre me mandaba decir que dentro de un rato me haría una visita para despedirse de mí, pues se marchaba a Lourdes con una peregrinación de señoras. No debía preocuparme de nada. Ya estaba arreglada la cuenta de la clínica, el gordo haría las compras que aún me faltaban, el portero del Consulado con una carta del Cónsul pasaría por mí para llevarme al aeropuerto, etc. Había que llenar una formalidad desagradable pero imprescindible. Con el portero y el gordo vendría un agente de la seguridad con el objeto de registrar mi partida.

El médico en persona me dio unas píldoras tranquilizantes para que pudiera dormir. Me puse a escribir en este cuaderno el capítulo culminante de mi novela, cuando enloquecido por el hambre y la soledad el protagonista se tira de cabeza a la carrilera del metro en la estación de Chatelet. No había escrito diez líneas cuando me quedé profundamente dormido.

Desperté muy tarde al día siguiente. El gordo y el portero del Consulado daban vueltas por el cuarto metiendo mi ropa y dos o tres libros que tenía, dentro de una maleta de cartón que uno de ellos había traído.

– Tienes que apresurarte -me dijo el gordo-. El avión sale dentro de dos horas.

– Pero, ¡si es muy temprano!

– Son las siete y los viajeros deben estar en Orly a las nueve. El avión sale a las diez de la noche. ¡Si yo pudiera irme contigo!

– ¿No me ha llegado una carta? ¿No me trajeron una carta mientras dormía?

El portero y el gordo se miraron desconcertados. El gordo metió las manos en mi maleta y se puso a arreglar y desarreglar febrilmente, sin necesidad, las camisas y los trajes que se encontraban allí. El portero me dijo sin mirarme:

– La señorita le mandó decir conmigo que su carta no tenía respuesta.

En el automóvil se encontraba un funcionario, tal vez un agente de policía vestido de civil, que apenas me saludó llevándose dos dedos a la frente. Me colocaron entre el funcionario y el gordo, y el portero se sentó delante con el chofer. Ni siquiera me conmovió la noticia de que "la señorita fue esta mañana al Consulado y luego salió con el Cónsul y otro señor a almorzar en la Embajada de Chile". El gordo hablaba del tránsito de París, especialmente denso y difícil en las salidas hacia los aeropuertos. ¡Tonterías! Dentro de mí no hay nada, fuera de un tremendo vacío. Es como si me hubieran extraído las muelas de los recuerdos, las ilusiones, los sentimientos, las esperanzas, las ideas, y tuviera la encía de la memoria monda y lironda. El tiempo se había estirado y adelgazado y estaba a punto de reventar. Lo que me pasó ayer, hace dos días, hace cuatro, se ha alejado a una distancia infinita. Lo que hice hace tres meses, hace cinco, hace seis, no se refiere a mí, sino a una persona extraña que sólo físicamente tiene alguna semejanza conmigo. Me despedí con displicencia del portero y el gordo, y al agente le volví la espalda cuando me depositó en la cabina del avión. No sentí la menor impresión de angustia al atarme el cinturón de seguridad y persignarme maquinalmente; ni cuando en un extremo de la pista trepidaron las alas y se encabritó el avión como un caballo de carreras que espera la señal de partida.

Ya en el aire se inclinó sobre un ala y comenzó a volar en silencio. Por el micrófono alguien explicaba alguna cosa primero en francés, luego en inglés, finalmente en español. Con el rostro pegado al cristal de la ventanilla, mi vecino de asiento dijo que se veía a lo lejos y en lo hondo un resplandor rojo que podría ser París.

París, diciembre de 1964 – marzo de 1965