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CUADERNO N.° 1

Resueltos temporalmente mis problemas económicos con los cien francos nuevos -diez mil antiguos es más estimulante- que me prestaron en el Consulado, tengo por lo menos diez días tranquilos para comenzar mi novela. Estoy resuelto a escribirla. He leído tantas novelas malas en los últimos meses…

– Tantos libros de economía y de historia de las revoluciones sociales -les decía esta mañana a los burócratas del Consulado.

y he visto tanta basura laureada por el Goncourt y demás premios literarios; tanta porquería sexual, tanta comedia barata, tanta pornografía disfrazada de confesión psicológica…

– No hay carta para usted. ¿La semana entrante sí le llegará el giro que está esperando?

– Es inexplicable que no me haya llegado todavía.

– Estamos a finales de año y me caerían muy bien esos francos que le presté hace tres meses… ¡Cuando uno es pobre y llega la Nochebuena!

Decía que he leído tal cantidad de obras postizas, ficticias, pegajosas, repugnantes, sin pies ni cabeza, que me siento capaz de escribir aun dentro de ese estilo que está a la moda, algo mucho mejor. ¡Ah, sí! Algo cien veces mejor. Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una humanidad interesante, ni una sociedad atractiva, ni una tierra ni un país por detrás. Esa literatura huele a alcoba sin ventilar, a ropa agria y mal lavada, a falta de agua y jabón, a escaleras crujientes manchadas por orines de gato. Tengo que anotar para que no se me olvide: Le debo al portero del Consulado cincuenta francos, ochenta a la señorita secretaria, ochenta al portugués que me arrienda la cama mientras él trabaja lavando fachadas en el barrio de la Estrella. Al patrón del bistrot de la esquina de la rue du Four, setenta y cinco. A mi amigo Miguel, a quien por esa razón no he podido volver a ver, le debo, le debía cuatrocientos cincuenta, tal vez quinientos cincuenta. Cincuenta más ochenta más ochenta más setenta y cinco más quinientos cincuenta igual a novecientos ochenta y cinco, con lo demás que ahora seguramente se me olvida. Eso puede esperar, pero lo urgente es conseguir por algún sistema novecientos treinta y cinco francos.

Para empezar por alguna parte tengo que hacer un plan de trabajo. Balzac se inspiraba en las noticias de los periódicos: "Formidable escándalo financiero en la Bolsa de París. El presidente de la compañía huyó con su secretaria a Bélgica. Títulos vendidos en Suiza subrepticiamente durante dos años. El desfalco se calcula en…"

No me gusta Balzac con su vanidad, su mal gusto y su obsesión financiera. Era un talento literario con alma de contador juramentado. Además yo no necesito leer los periódicos para encontrar un tema.

– ¡Una cerveza, por favor!

Dostoyewski pescaba sus personajes en el turbio torrente de la calle. Proust los extraía de su memoria microscópica, pero yo no tengo memoria. Vivo en el presente y volcado sobre el porvenir, lo cual representa una enorme ventaja para un futuro escritor de novelas. Si recuerdo mi falta de memoria -¡qué absurdos y contrasentidos tienen las palabras!- es para anotar en este cuaderno las ideas que se me ocurran por la calle, en un parque, en el metro, a punto de dormir, cuando coma y cuando vaya al baño. Si no las apuntara se me olvidarían como los sueños y las perdería para siempre. Mi novela debe tener una estructura y un desarrollo novelescamente lógico, pues la vida nunca es tan lógica como una novela. Para todo esto hace falta una buena memoria o en su lugar este cuaderno en el cual anoto lo que se me vaya ocurriendo…

– ¡La cerveza es para mí…, gracias!

Se me ocurren simultáneamente dos cosas. Primera: ¿Cuál será la primera?

Con el deseo de meterme dentro del pellejo de los demás, de los demás escritores quiero decir, me he sentado a escribir en un bistrot de Saint-Germain des Prés. Es un bistrot sin importancia. En el Café de Flore escribían Sartre y Simone de Beauvoir en los tiempos del existencialismo, ya pasado de moda. Yo detesto el existencialismo porque creo en el hombre, en el mundo y en Dios, aunque personalmente quisiera ser distinto de como soy y me gustaría que el mundo fuera más brillante de como realmente es. No me gustan la muchedumbre, ni el Estado, ni la literatura existencialista. En el café de "Aux Deux Magots" hay unos jovenzuelos equívocos que parecen muchachas… Nunca me han atraído los hombres como a ciertos autores contemporáneos que padecen la melancolía de no haber nacido mujeres… Y en otra mesa hay dos muchachas desmelenadas y sucias que parecen hombres. Por cincuenta francos podría llevarlas a un hotelucho del barrio para verlas amarse como dos amantes de verdad; pero cincuenta francos son veinte cafés con leche acompañados de media barra de pan. ¿Y si pidiera un croissant? Tibio, crujiente, aceitoso, brillante, fragante, tierno…

– Por favor, un croissant.

Al otro lado del Boulevard Saint-Germain se encuentra el restaurante de Lipp, a donde fui una vez a comer invitado por mi amigo Miguel… Lenguado a la parrilla, con la reja cuadriculada impresa en negro sobre blanco; una botella de Chateau Lafitte, helada; un biftec grueso, jugoso, no muy crudo, cuyo olor me hace ahora cosquillas en los músculos de las quijadas. Esos músculos se llaman maseteros, me explicó una vez el pobre Miguel cuya lectura preferida son las envolturas de los medicamentos.

– El croissant es para mí. Y otro vaso de cerveza.

Tres vasos de cerveza, tres francos sesenta, y un croissant, ochenta céntimos, son cuatro francos diez que con la propina suman cuatro y medio. No comeré esta noche y se acabó.

A Lipp van los actores, los artistas, los escritores, los turistas curiosos, los viejos aficionados, cuando hay estreno en el Odeon o en el Vieux Colombier.

¿Y si no escribiera una novela sino una pieza teatral? Mi nombre en todas las carteleras de París. La crónica del Fígaro Literario: "Una obra realmente revolucionaria. No se había visto emoción igual en el teatro desde los tiempos en que Cocteau…" Lo de la pieza se puede pensar, o debo pensar en escribir mi novela en función de una adaptación teatral, y también al cine. ¿Por qué no? Hace años no tengo un franco libre para comprar una entrada de cine y las películas que se exhiben, casi de balde, en el salón del Trocadero, me producen sueño. "El Acorazado Potemkin", "Los Siete Samuráis"… ¡Bah!… Quisiera ver cine nuevo, actual, con una panorámica de las nalgas de Brigitte Bardot en la primera secuencia, como en la película que están exhibiendo en un cine de los Campos Elíseos. Esperaré a que la presenten en un cine del Boul Mich por la mitad de precio.

En cualquier novela el ambiente, por desapacible que sea, es fundamental:

El barrio latino despertaba a las seis de la tarde. Flotaba del lado de… ¿De qué lado?… En fin, lo averiguaré después… Flotaba una nube dorada, un resplandor crepuscular. Crepuscular, otoñal, suena muy bien. Las palabras españolas terminadas en al o en ar son poéticas, o melancólicas, o sonoras y rimbombantes. Si algún día llegara a ser político y orador, todos los párrafos de mis discursos terminaran en al o en ar.

En el aire flotan todas estas cosas -las anoté arriba- mezcladas con el tufo de los negros y de los automóviles. Unos y otros despiden un aroma dulzón que se pega a las narices y es denso y tibio como el que exhalan las bocas del metro… Uno, dos, cuatro, siete, un grupo de seis… Son negros, todos negros, negros retintos cuyos padres deben estar a estas horas devorando misioneros belgas en el Congo Leopoldville. Lo decía el periódico de ayer. Pasan dos negros por cada diez automóviles. He llegado a contar, no ahora, pues no puedo perder el tiempo en estas divagaciones estadísticas, once negros cada cuarto de hora en los Campos Elíseos; quince en la Plaza de la ópera; veinte en la Plaza de Saint-Michel; veinticinco en Saint-Germain des Prés; sesenta en la Place Blanche a las once de la noche… Una plaza blanca, llena de negros, que en realidad es gris. No hay que olvidar que el negro es el color local de la Plaza Blanca de París… Sin que yo tenga exactamente la mentalidad de un racista y de un peatón, los negros y los automóviles. me producen mareo.

– ¡Otro croissant y otra cerveza, por favor!

Para hacer lo mismo que los ganadores de premios literarios de París, me he puesto a escribir sobre la mesa del bistrot, ante un vaso de cerveza que huele a agrio y pierde la espuma rápidamente. La buena cerveza y los riñones buenos, me decía el pobre Miguel, se conocen en que hacen espuma. A Dios gracias yo produzco una espuma que ya la quisiera la mejor cerveza alemana.

Comencé a escribir con una letra redonda y clara que se va deformando y embrollando a medida que se apresura.

Pasa una pareja de novios, feos los dos, que se besan entre esta multitud de estudiantes que estudian poco, pintores que nunca pintan y novelistas que aún no han escrito su primer libro.

Nota importante: París es un baile de disfraz con música de motores al fondo. Venteros disfrazados de artistas, prostitutas disfrazadas de señoras, duquesas disfrazadas de prostitutas, turistas disfrazados de boy-scouts, jóvenes disfrazados de actores de cine, actores disfrazados de millonarios, millonarios disfrazados de vaqueros del oeste, etcétera. Con un abrigo raído, una bufanda de lana gris, unos zapatos sin lustrar hace años, el pelo sin cortar hace meses, el cuerpo sin lavar hace días, mi disfraz es de estudiante. Naturalmente hace días, y meses, y años que dejé de estudiar.

En la mesa de al lado se halla una turista inglesa o americana de melena dorada, ojos redondos y azules, una pelusa tenue en las mejillas; pecosa, alta, de piernas largas y fuertes, senos duros y erguidos, pantalones untados a las nalgas, los muslos y las pantorrillas, etc.

Nota: Millares de muchachas como ésta se asoman al segundo piso de buses flamantes que tienen placas de países exóticos. Son millares de muchachas que sueñan con perderse en París. La mía paladea una copa de coñac, aunque preferiría una botella de Coca-Cola. Tomar Coca-Cola en un café de París me parece tan absurdo como beber champaña en un drugstore de Nueva York. Se me va el santo al cielo…

Tengo que hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para concentrarme en la hoja de papel que tengo delante de los ojos. Ha ido creciendo a medida que el reloj de la torre románica de Saint-Germain des Prés deja caer sobre la plaza, pesadas y solemnes, las medias horas. Pero no me impide escribir esta pobre anciana que pasa tirada por un perrito que husmea las manchas de humedad que salpican la acera a todo lo largo de la calle. Ni las cocineras que vienen del mercado con su bolsa de verduras, ni las muchachas que viven solas en alguna mansarda sin calefacción y ahora cargan su barra de pan debajo del brazo. Casto olor de las barras de pan que acaban de salir del horno o de la axila de una muchacha que vive en un cuarto de criadas, sin calefacción y sin baño. Olor puro, tibio, infantil, de primera comunión en un asilo de niños a donde las damas piadosas han invitado a desayunar al señor obispo. Yo adoro el olor y el sabor del pan…

– ¡Otro vaso de cerveza, por favor!

No me impiden comenzar a escribir mi novela los artistas que pasan delante de mí con ínfulas de genios incomprendidos, ni los escritores que no han visto su nombre en la carátula de los libros que desbordan de los escaparates sobre la calle. Todos estos artistas y escritores, fracasados en agraz, cuya apariencia no es el reflejo de una realidad interior, sino un mero disfraz para satisfacer la vanidad externa, me producen asco. Sería capaz de cortarme el pelo, peinarme con gomina, hacerme brillar las uñas y los zapatos para no parecerme a ellos, si no fuera por la razón de que todo eso cuesta demasiado dinero. Con cien francos para pasar diez días no puedo darme esos lujos. En cambio escribiré mi novela para restregársela algún día en el hocico a esos genios desconocidos. Aun en medio del vertiginoso desfile de automóviles, camiones, motocicletas, buses que dejan un reguero de humo negro apestoso, sería capaz de escribir. No son los ojos, sino los oídos, no las imágenes visuales, sino las impresiones auditivas, las que me paralizan la mano. Ruido atronador de una motocicleta que espera la luz verde del semáforo para dar el salto. Estruendo de buses que trepidan pidiendo paso. Martilleo angustioso de una perforadora que está desempedrando el atrio de Saint-Germain des Prés.

Una ambulancia aúlla en la esquina de la rue de Rennes, con algún moribundo adentro que estará a punto de entregarle el alma al ruido para pasar a una vida más silenciosa. Parado en la encrucijada de la plaza, el agente de tránsito no logra dominar el discordante coro y agita los brazos entre un frenético clamor de pistones en marcha.

Escucho simultáneamente las conversaciones del bistrot: cuatro viejos que protestan del ruido infernal de la calle, tres artistas que denigran la última exposición de pintura, dos niñas-arañas a quienes la mosca de un turista gordo y tornasolado aún no les ha caído entre las redes de las medias de encaje. Con los ojos más azules y brillantes, la pelusa de las mejillas más tersa y dorada, los senos más erguidos, las piernas más largas, la turista americana pide otro coñac.

Aunque quisiera no podría aislarme dentro de esta atmósfera vibrante que me aturde el espíritu. Para dejar de ver me bastaría cerrar los ojos, pero no puedo sustraerme de oír y estamos viviendo en el tiempo del ruido. Frente a la iglesia de Saint-Germain des Prés, en el barrio latino que es el más literario de París, pero rodeado de ruidos discordantes por todas partes, no logro concentrar mi atención en esta hoja de papel y como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir.

¡Tonterías! ¡Palabrerías! ¡Literatura! "Como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir", es una mentira convencional. Entre ruido y ruido escribí ayer de un tirón quince páginas en este cuaderno. Además, si no escribiera en la mesa de un café, ¿dónde podría escribir? ¿En la Biblioteca Nacional, con los pies helados más que por frío por ganas de comer? Vidrios polvorientos, insidioso olor a moho y cera de los pisos, luz macilenta, jóvenes marchitos con barros en la frente y caspa en las solapas, que hojean viejos librotes. Y eruditos vestidos de negro, con bufanda de lana, y pesadas botas sin lustrar. Una muchacha se inclina sobre las láminas repugnantes de una anatomía comparada. Debe ser enfermera o médica y estará preparando su tesis. Los crujidos de las páginas y el golpe seco de los libros cuando llega la hora de partir, me deprimen y me secan la imaginación. Yo escribo más con la imaginación que con la memoria, pues por no tenerla vivaz si sólo me fiara en lecturas y recuerdos de libros, sentado en la Biblioteca Nacional, pero con los pies y la imaginación ateridos de frío, no podría escribir.

A propósito, tengo que pensar seriamente en los zapatos. El izquierdo ya no tiene tacón. El derecho presenta un hueco en la suela, protegido por una lámina de cuero transparente que deja filtrar el agua y la luz. Hoy el viento del norte tumbó las primeras hojas de los árboles en el Parque de Luxemburgo, y desterró a centenares de turistas de las terrazas de los cafés, las escalinatas del Panteón y las ruinas de Cluny. A mí me dolían los pies, sobre todo el derecho en el hueco de la suela del zapato.

Otoño: primeros fríos, cielo desvaído, árboles rojos y marrones y sepias y amarillos y verdinegros y gualdas, etc. Utilizar estos adjetivos en una descripción al comienzo o al final de un capítulo de mi novela. Y estas ideas: exaltación, profundidad, intensidad, melancolía. No está mal. Retener estas dos series paralelas de palabras.

¿Podría escribir en el parque? Cuando era estudiante, o por lo menos pensaba honradamente que lo era, alguna vez traté de leer sentado en un banco en el jardín del Vert Galant, a la orilla del río. Me sacaron de allí las parejas de enamorados cuya ternura pegajosa, onanista u onánica, me repugna tanto como los perros que copulan en mitad de la calle. Cuando era niño los perseguía a pedradas. En todo niño hay un policía de costumbres y un puritano cínico e hipócrita.

Huí del Vert Galant sin abrir el libro.

Tampoco podría leer y mucho menos escribir en el Bosque de Boloña, cuyas avenidas son pistas de carreras de los automovilistas. Ni en el Parc Monceau, atestado de niños y sirvientas. Ni en los Jardines de las Tullerías, poblados de turistas. Ni en el zoológico de Vincennes, que apesta a jaula de fieras y a sudor concentrado de una multitud dominguera. Es preferible escribir en los cafés, como los escritores que escriben, pues yo apenas soy un novelista potencial que comienza a escribir…

Me acabo de acordar de la idea que no pude anotar ayer, de una de las dos, pues de la segunda todavía no me acuerdo. Se trataba de Balzac, de Dostoyewski y de Proust. El primero buscaba sus temas en las noticias truculentas de los periódicos. El segundo encontraba sus personajes en la Perspectiva Newsky, que aun en pleno régimen comunista imagino poblada de estudiantes que van a cometer un crimen o vienen de cometerlo como Raskolnikow. Marcel Proust, afeminado y oportunista, extraía del fondo de su memoria escenarios, temas, intrigas, el sombrero de la Duquesa de Guermantes, la sonata de Vinteuil, los cuadros de Elstir, etc. La idea que se me había perdido y acabo de encontrar es que yo construiré mi novela con materiales puramente imaginarios, pues la imaginación es mucho más fuerte y convincente que la realidad: la prefigura, la condiciona, la determina, la predispone y la impone como una necesidad interior.

– ¿Una cerveza?

– Una cerveza, gracias.

Además, en cuanto novelista, poco me interesa el pasado de mis personajes. Un momento. Estoy a punto de incurrir en una contradicción conmigo mismo al afirmar que no me interesa el pasado de mis personajes sino su presente imaginario y su porvenir novelesco. Ayer, en una página que debe andar por ahí…

– La cerveza es para mí, gracias.

…A propósito de los escritores de la nueva ola escribí textualmente: "Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una sociedad, ni una tierra ni un país por detrás". Luego, a pesar de todo, también me interesa que los personajes para ser humanos tengan debajo de ellos un suelo donde poner los pies. Los de generación espontánea, como los mendigos de Beckett, son abortos abominables. No son espíritus, sino cuerpos que se corrompen, se pudren, se supuran, se deslíen en una prosa demencial que se pega a los dedos y deja olor a muladar y a tarro de la basura. Son personajes que apestan.

Estas digresiones me aburren porque yo no soy crítico literario ni lo quisiera ser. Sería declarar implícitamente mi impotencia para la creación literaria. Anotar esta idea que me parece importante, aunque no sabría decir si es mía y original. No hay ideas originales. Las ideas flotan en el aire como pelusas en un rayo de sol. Muchas personas pueden coger a un tiempo la misma idea en sitios diferentes. La mía es ésta: Crítico es el hombre que dice cómo debe hacerse una cosa que él es incapaz de hacer.

Ya está otra vez ahí la turista americana. Tiene que ser americana porque sus bellas ancas de animal joven sólo pueden ser un producto de la inmigración nórdica y el desayuno con cereales…

– Por favor, una cerveza.

La vi esta mañana en Notre-Dame donde permanecí más de dos horas admirando los vitrales iluminados por el sol. En medio de un grupo de cacatúas americanas -inglés nasal, guía parlante a la cabeza del grupo y una tarjeta postal en la mano de cada una- descollaba la muchacha que está sentada a la mesa de al lado. Me miró y abrió los ojos sorpresivamente -¡oh!- cuando me descubrió deslumbrado por los vitrales malvas, azules, rojos, anaranjados, de colores heráldicos y de Libro de Horas. Hervían al sol y se evaporaban en un rayo de luz. Juro

que me miró. No son ideas mías pero ahora me está mirando escribir.

Comenzaba a decir que aunque detesto la crítica literaria… Ésta era la segunda idea que se me escapó ayer… Una bella americana me mira al través de unas gafas negras de montura aerodinámica… No puedo perder mi idea. No la volvería a encontrar nunca… La olvidaría de buena gana a cambio del atractivo ejemplar humano que es esta muchacha, si tuviera algo más que ochenta y nueve francos en el bolsillo. Las aventuras sin dinero, de arranque automático y a primera vista, sólo resultan en las comedias musicales, género cinematográfico que personalmente detesto. Además me temo que no quepo dentro de ese género, pues no soy fotogénico.

– La cerveza no es para mí, sino para la señorita…

Un furtivo cambio de sonrisas. No quiero dejar escapar la idea, pero me pongo de perfil del lado que me favorece. Del otro tengo una verruga que es una triste herencia familiar.

– A mí también una cerveza, hágame el favor.

En la palabra también nos barajábamos y confundíamos ella y yo, sus largas piernas elásticas y mi verruga que es de color azul oscuro, tirando al vino tinto. La palabra también me da una impresión de intimidad.

La segunda idea que no puedo dejar escapar es la de que la falsedad y artificiosidad de la nueva literatura es evidente. Si los personajes de Beclkett fueran auténticos, no podrían describir lo que pintan con tanta fidelidad, y si lo pudieran, dejarían de ser amorfos y fragmentarios como aparecen. Se trata, pues, de mera superchería.

Esta mañana, entre las siete y las ocho, llegué a Notre-Dame en el estado crepuscular de exaltación que produce el encontrarse en ayunas. Para reducir a dos las comidas del día prescindo del desayuno y almuerzo lo más tarde posible un sandwiche de jamón y una botella de cerveza. De las seis de la tarde en adelante, después de caminar horas enteras por las calles y los bulevares, y asistir a los espectáculos gratuitos, y analizar las vitrinas de las tiendas, y ver jugar petanca en la explanada de los Inválidos, y hojear los libros de las librerías, entro en un café y comienzo mi comida espaciada o escalonada que consiste en uno o dos sandwiches y tres o cuatro botellas de cerveza. A Notre-Dame llegué, pues, ligeramente exaltado y hambriento. No había nadie en la Catedral. Mis pisadas desiguales por la desaparición casi total del tacón del zapato izquierdo, resonaban lúgubremente en los cañones de las bóvedas. Parpadeaba una lámpara entre las sombras. La Catedral era una construcción disparatada, perteneciente a una época fabulosa en que señoreaba el mundo una raza de bondadosos gigantes. Los vitrales brillaban en sordina, a una altura vertiginosa. Comencé a escribir:

"Cuando el primer disparo del sol pega en el rosetón azul y gualda de Notre-Dame, echa a volar una pareja de palomas que se arrullan en la cabeza de Salomón, en el portal de los Reyes…" Tendré que ver amanecer, sentado en la terraza de un café de la Plaza de Saint-Michel, para comprobar si en alguna época del año el sol baña a Notre-Dame por ese lado. Me temo que no. Taché íntegramente el párrafo. Me lancé en una especulación sin compromisos con la climatología, la meteorología, la cosmografía y otras ciencias exactas.

Si las campanas de Notre-Dame se lanzaran a vuelo, se rompería en pedazos la bola de cristal que era París aquella mañana sin hora, ni día, ni fecha determinada, pues la cronología novelesca no tiene la menor importancia. Pero las campanas de Notre-Dame no pueden echarse a volar como en las ciudades y los pueblos de provincia en otras partes del mundo. Leí en alguna parte que un acuerdo del ayuntamiento de París prohibe cantar, tocar, tañer y doblar a las campanas de Notre-Dame. Si se echaran a volar de pronto, y les respondiera la campanita dorada de la Sainte-Chapelle -que debe ser dorada como la inicial de un códice medieval-, si con las de Notre-Dame comenzaran a cantar las de Saint Julien le Pauvre, rústicas y aldeanas, y las de San Eustaquio, y las de Saint-Germain L’Auxerrois, y las negras de San Agustín, y las de… y las de…

Habría que ver, habría que seguir, habría que adjetivar. Campanas de bronce, de cobre, de plata, verdes, negras, blancas, doradas… Me estoy enredando. La persecución del complemento directo me impide la caza mayor de la verdad. El gazapo me distrae de la captura del león…

En fin: si todas las campanas de París tocaran a un tiempo… Una gran campana en la Torre Eiffel. ¿Por qué no se le ocurriría a alguien instalar una enorme campana en la Torre Eiffel para despertar a París?

Los vidrios de todas las casas se romperían en mil pedazos, y a mí, personalmente, me estallarían los oídos. Automáticamente dejé de escribir. Pues escribo automáticamente tengo que dejar de escribir para comenzar a pensar. Hacía tiempo no venía a Notre-Dame. Estuve una noche, en una deslumbrante presentación de la Novena Sinfonía de Beethoven, invitado por Miguel. Claro está que dentro de una novela que se escribe en París, por fuerza alguno de los personajes tiene que pasar por este lugar, o hacer una alusión a Notre-Dame a lo largo de cuatrocientas páginas. Pero si uno de mis personajes viviera en París, ¿tendría necesidad de visitar la Catedral como si fuera un turista? ¿Cuántos millones de parisienses desconocen el Louvre, no han subido a la Torre Eiffel, ignoran a Saint Julien le Pauvre, no han visto iluminarse la lámpara de Aladino de la Sainte-Chapelle cuando el sol del verano derrite el plomo de las mansardas de París? Los turistas conocen mejor estas cosas que los parisienses. Si alguien es oriundo de una ciudad, o vive en ella después de muchos años, no necesita ver minuciosa y concienzudamente todas esas cosas. Le basta saber que están ahí y que cuando va de su casa al trabajo -suponiendo que tenga casa y que tenga trabajo- pasa al lado del Louvre, o cruza por el Petit-Pont sumido en el cono de sombra azul que proyecta la nave de Notre-Dame, o ve de lejos sobre el mar crespo de las mansardas el estambre dorado de la Sainte-Chapelle. Para el nativo son simples puntos de referencia los que para el turista son lugares de peregrinación. De manera que si uno de mis personajes fuera un francés, o un extranjero residente en París, para no suscitar la menor sospecha sobre su condición ni siquiera lo llevaría los domingos a la misa de Notre-Dame.

La otra razón para dejar de escribir, cuando me encontraba sentado en una banca de la Catedral, fue descubrir -como la aguja de la Sainte-Chapelle sobre las mansardas crespas de la isla de la Cité- la melena rubia, dorada, melada, metálica, de la americanita del café. La Catedral desapareció súbitamente. En pie sólo quedó la bella americana, con la cabeza levantada para contemplar un vitral. Una larga pierna en flexión se apoyaba en el travesaño de un reclinatorio. Tendría que seguirla, abordarla, convidarla a un vaso de cerveza… Con quinientos francos entre el bolsillo, pensaba al ver aquella pierna estilizada ascender convertida en columna de piedra hasta la bóveda de la Catedral; con quinientos francos la llevaría a tomarse un Martini a uno de los cafés del barrio que tiene una bella vista sobre el flanco izquierdo de la Catedral. La invitaría a almorzar y seguiría hablándole de la Catedral, transfigurada ahora por la luz meridiana. Deambularíamos por la orilla del río, hojearíamos los libros y las estampas de los "bouquinistes", finalmente una presión convencional en el antebrazo, una sonrisa equívoca, un taxi, un hotel… Con esos platónicos quinientos francos podría comenzar una aventura, tal vez una amistad apasionada, inclusive un matrimonio. Viaje a los Estados Unidos, casa de campo en Texas, vida de millonario en el oeste fabuloso…

Entre las turistas americanas, como entre la basura de los muelles del Sena, de pronto se encuentra un incunable auténtico. Sin los quinientos francos, lo único que puedo hacer para descargar mi inquietud, es inventar una novela.

Las turistas se fueron, la Catedral silenciosa y vacía recobró su realidad secular y yo parapetado en esas dos razones -la falta de necesidad de insertar a Notre-Dame en mi novela, y las piernas largas y elásticas de la americana millonaria- dejé de escribir. Cuando miré resueltamente hacia su lado, la americana había desaparecido.

La niebla pasa una esponja por las torres de Notre-Dame. Las llantas de los buses y los automóviles crujen en el piso empapado. Una luz de tarde de juicio final convierte en esqueletos todos los monumentos de París. Me duele un poco la cabeza. No en balde nací en un país solar donde el día y la noche son iguales a todo lo largo del año, y no hay verano e invierno como en las zonas templadas, y aun en la época de lluvias, sobreponiéndose a los racimos de nubes negras que cuelgan sobre el campo, se asoma el sol en un retazo de cielo azul. Entre la lluvia que esfumina el contorno de los edificios, la luz acatarrada de un farol apenas alumbra la esquina de la calle. Al ver los automóviles con las linternas encendidas a las dos de la tarde, me siento desgraciado. No hubiera querido levantarme cuando a las siete de la mañana llegó el portugués en busca de su cama, pues ahora a Dios gracias dejó la limpieza diurna de las fachadas de los edificios y se contrató de portero en un cabaret de la Place Clichy. Los sábados y los domingos le doy lecciones de francés, gracias a lo cual no tengo necesidad de pagarle un arriendo por la cama. La mansarda es lóbrega aun en el verano y a medio día.

Nuestra casa se apoya en las muletas de viejas construcciones mantenidas a raya por la avenida Port-Royal. Cuando amanece me doy vuelta por los jardines del Observatorio, o me siento en un banco del Parque de Luxemburgo a observar los veleros que los niños echan a navegar en el estanque. El viento del nordeste, frío y desapacible, sopla hacia el suroeste de París. Los pequeños veleros evolucionan en todas direcciones. Algunos, viento en popa, surcan rápidamente el estanque. Otros avanzan lentamente en sentido contrario. Embestido por babor, un barquito se inclina sobre el costado de estribor y naufraga lastimosamente.

La fortuna es un viento que sopla con igual intensidad y en direcciones variables. Hay que saber aprovecharla para navegar viento en popa o soslayando la corriente sin dejarse sorprender de flanco. Yo no he sabido aprovechar el viento. Soy inconstante, irresponsable, perezoso.

Lo que ahora me impide empezar a escribir, aunque tengo no sólo uno sino media docena dé temas en la cabeza, es un problema de técnica. Mientras vuelve a salir el sol y se despeja este cielo sucio y amarillento como un sudario de hospital, debo definir si escribo mi novela en primera persona. Sí pongo a dialogar a mis personajes, en el caso de que la primera persona no los absorba a todos, o si me limito a relatar lo que ellos hacen y dicen, soslayando el diálogo. En el caso de escribirla en tercera persona sería más fácil dialogar, con lo cual los personajes parecerían más vivos y auténticos. El relato en primera persona tiene la ventaja de introducirnos en la intimidad de un personaje, pero los demás pierden importancia y se convierten en muñecos de guiñol. Cuando una novela está escrita en primera persona, insensiblemente se convierte en una autobiografía. Este tipo de literatura tiene un sexo como las palabras, y es femenino y está condicionado por su egocentrismo sexual. En cambio, la novela viril -el Quijote, La Guerra y la Paz, Los Hermanos Karamazov- está escrita en tercera persona.

Proust sólo pudo escribir en primera persona. Su sensibilidad era monstruosa como esas flores tropicales que devoran pájaros e insectos y destilan un perfume enervante que en el libro se riega a lo largo de centenares de páginas. Dios escribió la novela de la humanidad en tercera persona y no la ha podido terminar. Le pasa lo mismo que a los verdaderos novelistas, que dominados por sus personajes ya no saben qué hacer con ellos. Balzac lloraba cuando tenía que matarlos.

Tema para un apólogo: Dios creó al hombre con un designio egoísta y misericordioso a la vez: para gozar de un espectador sumiso de su obra y para hacer participar a alguien distinto de Él mismo de los halagos del paraíso terrenal. Pero el personaje se revolvió contra su Creador y comenzó a vivir y trabajar por su cuenta. El paraíso le aburría: era demasiado retórico y académico. El epílogo de ese relato podría ser la bomba de hidrógeno lanzada por el personaje, con la consiguiente destrucción en cadena de todo el universo; o la solución clásica del juicio final, con una amnistía general dentro del estilo de las novelas rosa. Si esto no corresponde a la palabra evangélica de "Muchos son los llamados y pocos los escogidos", sí cabe dentro de esta otra: "Los últimos serán los primeros".

Qué es más real desde el punto de vista literario: “El estudiante sentado a la mesa del café, no en la terraza, sino en el interior pues el frío ha barrido de turistas y de hojas secas la plaza de Saint-Germain des Prés, llama al camarero para pedirle un Ricard”; o simplemente esto.

– Por favor…

– ¿Señor?

– Un Ricard.

El problema de optar entre la primera y la tercera persona, entre comportarse frente a los personajes como un dios impersonal o meterse dentro de uno de ellos para mirar a los demás desde el castillo interior de la primera persona, es cosa que resolveré cuando me ponga a escribir. El pueblo judío no se ha dejado devorar por su Dios unipersonal de la dura cerviz. La lucha entre el Jehová que habla en primera persona y los judíos que no se resignan a esa deprimente forma literaria, no ha terminado todavía. La solución del Estado de Israel me parece antihistórica y escandalosamente provisional.

El joven ex-estudiante, o el futuro novelista -cualquiera de estos dos calificativos puede servir- levantó la cabeza, dejó la pluma en reposo sobre la mesa, miró distraídamente hacia la calle empañada por la niebla y una llovizna pertinaz, y le pidió al camarero un segundo vaso de Ricard. El camarero es viejo, calvo, de sienes salpicadas de nieve y un sector de circunferencia, que es la boca exangüe y proletaria, parte horizontalmente el rostro mal afeitado. Al través de los cristales se ven dos o tres taxis en primer plano. Un torrente de vehículos se desliza sobre el asfalto húmedo. En el atrio de Saint-Germain des Prés una vieja vende castañas calientes, envuelta en un manto de plástico. El plástico es una de las invenciones más desapacibles. Hasta una bella mujer, con abrigo y capucha de plástico, recuerda un talego de ropa sucia.

Los clásicos se complacían en describir, pues en su tiempo no existían las películas documentales, ni las revistas ilustradas, ni los carteles de propaganda, ni otros puntos de referencia. La descripción de lugares y de personas le resta velocidad al relato. El lector deja de entender y pierde el hiló por quedarse observando a la vieja de las castañas enfundada en su abrigo de plástico, o la boca del camarero que recuerda un sector de circunferencia. Lo ideal sería no describir y fiarse en la memoria topográfica y en la imaginación fisonómica del lector. O podría apelarse a lo que ahora se llama "medios audiovisuales para la difusión de la cultura y la lucha contra el analfabetismo". Se trataría de inventar una novela ilustrada a semejanza de las tiras cómicas.

Acaba de detenerse un taxi -dejar su descripción para lectores de países subdesarrollados donde no haya taxis- salta a la calle una mujer envuelta en plástico de la cabeza a los pies. Es rubia y sus piernas son elásticas, rematadas en capiteles lobulados, duros, altos, insolentes… Es la americanita de ayer.

Sí yo fuera rico intentaría en este momento un acercamiento tangencial, o me sentaría tranquilamente a su mesa para decirle (forma dialogada, pues en la vida real la forma relatada sólo se emplea para contar algo que en el presente no está ocurriendo):

– Supongo que usted es americana. Yo soy un periodista hispanoamericano…

– ¡Oh! ¡Muy interesante!

– Nos podemos tomar un Martini, un whisky, un Ricard. Ricard es lo que tomamos los escritores en Saint-Germain des Prés.

– ¡Oh!

Tengo que tomar las cosas con seriedad. Si me distrae de mi novela la primera muchacha que pasa por la calle envuelta en plástico, como un filete de ternera… A las mujeres bonitas les va muy bien el plástico transparente. Es una forma de exhibirse al través de una vitrina portátil.

A veces me tienta el teatro y he pensado seriamente en hacer una comedia en vez de una novela. El teatro es más directo y sobrio que el relato y rehúye toda descripción innecesaria.

Primer cuadro: Rincón de café en la plaza de Saint-Germain des Prés. Un camarero viejo entra por el foro, cuya puerta se supone que comunica con el restaurante. Trae en la mano una bandeja con unas copas, una botella de Ricard, una botella de agua Perrier.

La muchacha -y esto ya no es suposición teatral o fantasmagoría literaria- llamó al camarero, me miró con una mirada azul y jubilosa que iluminó súbitamente este día sucio y gris, señaló con el dedo mi vaso de Ricard y pidió lo mismo para ella.

Si no puedo evitar las descripciones a las cuales fueron tan aficionados nuestros primeros padres los clásicos, ni dispongo de medios audiovisuales para intentar una revolución tipográfica, por lo menos trataré de soslayar el escollo. Partiré de la base de que el lector posee la suficiente imaginación, o la cultura necesaria, para ver las cosas que yo apenas mencionaré al poner a andar mis personajes a lo largo de mi novela. El lector transitará por ella como un pasajero en la plataforma de un bus, atento a la conversación de dos señoras, una insignificante y otra rubia, de ojos azules, posiblemente americana. Esta le cuenta a la otra cómo llegó a París en busca de aventuras, pues en Kansas se aburría en una deprimente atmósfera de millones de dólares y discriminación racial.

Hoy no puedo escribir. Lo que quisiera contar nada tiene que ver con mi novela y este cuaderno no es un diario, sino una plataforma de despegue de mis cohetes interliterarios.

Hoy tampoco puedo escribir. Si me lo propusiera podría inventar pensamientos como uno cualquiera de esos moralistas que se sentaban ante su mesa de trabajo a pensar pensamientos. Pascal era otra cosa. Pascal anotaba ideas para que no se le fueran a olvidar. A lo mejor, más que un enfermo agobiado por dolores físicos y preocupaciones metafísicas, el pobre era un desmemoriado como yo…

Lluvias matinales, viento frío del nordeste, sol brillante por la tarde. Acodados al parapeto del Pont-Neuf miramos pasar los "bateaux-mouches" cargados de turistas.

Éstos no han caído en la cuenta de que las orillas del Sena se ven mejor desde los puentes que a bordo de un vapor: amantes pegados entre sí por un beso, pescadores pegados al río por una caña, mendigos pegados al suelo por el cansancio y el sueño.

Hoy volvimos a comer en un bistrot de la calle de Monsieur le Prince. Ni ella habla francés, ni yo hablo inglés.

Tonterías en "franglais". Nada…

Todo o nada.

Nada.

Todo y punto final en el Hotel d'Albe, plaza de Saint-Michel, esquina de la calle de la Huchette con la calle de l'Harpe.

CUADERNO No. 2

Me pasaban sombras por los ojos cuando me detuve ante las vitrinas de Hermes, en la calle del Faubourg Saint-Honoré. Había un bello despliegue de carteras de cuero, unas fustas de jinete, unas pañoletas de seda con dibujos de cacería o salpicadas de hojas amarillas, sienas y de color marrón. A mí no me produce ni frío ni calor contemplar en la vitrina de una tienda de lujo cosas que no puedo comprar. Me encantan las vitrinas de las tiendas de antigüedades, por el placer solitario de contemplar un mueble que quisiera tener en el salón de mi casa si mi casa tuviera un salón o si yo tuviera una casa con un salón digno de albergar ese mueble. Y los biombos de laca, y los relojes, y las tapicerías del Renacimiento con príncipes que van a la caza y llevan un halcón en la mano, o el rey Asuero que se inclina para escuchar a un mercader. Me intrigan las galerías de pintura siempre desiertas. Un hombre o una mujer meditan en un rincón oscuro. En la vitrina se exhiben dos o tres cuadros que en mi respetuosa ignorancia de la nueva pintura no me atrevo a juzgar. Las vitrinas con ropa de mujer me apasionan. Puedo permanecer media hora delante de ellas rellenando imaginariamente de carne femenina, suave y tibia, los sostenes, las fajas, las medias de seda que se estiran y ondulan como serpientes.

Alguien me cogió del brazo cuando miraba las carteras de Hermes con una mirada vaga y estúpida de perro hambriento. Debí palidecer, pues durante unos segundos desfiló ante mis ojos una vía láctea de pequeñas estrellas luminosas. El portero del Consulado, con una sonrisa tranquila y optimista me dijo:

– Desde hace ocho días hay una carta para usted en el Consulado. También le llegó un Giro del Banco. El Cónsul ha preguntado varias veces por usted. Necesitamos saber dónde está viviendo ahora.

– Bajo los puentes de París…

– Ya lo suponía yo.

– Es el título de una canción muy bonita, pero eso no tiene importancia.

Quería hacer un pequeño ejercicio de disciplina espiritual al aplazar la satisfacción de una necesidad apremiante por el mero placer de dominarla y dominarme. Me siento un asceta que resiste el dolor lancinante de las coyunturas paralizadas por la inacción y los mordiscos del hambre producidos por el ayuno. Un asceta que permanece de rodillas, con los brazos en cruz, en una celda helada y tenebrosa de algún convento de benedictinos españoles. Sólo España produce ese tipo de conventos y de santos. Descendí a la plaza de la Concordia, la atravesé de largo a largo, entré en el Museo de los Impresionistas del pabellón del Jeu de Paume, por puro deseo de seguir violentándome. La carta me quemaba el bolsillo. Mi carnet de estudiante, vencido hace tiempo, todavía me sirve para conseguir una rebaja en el billete de entrada. Permanecí media hora, tal vez tres cuartos de hora, paseando por aquellos salones crepusculares, iluminados por una luz artificial. Los impresionistas habían dejado súbitamente de impresionarme. Me detuve un rato ante las Catedrales de Monet que parecen miradas desde un automóvil en un día gris y monótono de invierno, cuando por los cristales, empañados a medias, ruedan en zig-zag las gotas de una lluvia tenaz. El resto de los cuadros me dejó frío y húmedo. Me levantó un poco el espíritu la mancha roja del "Tocador de Pífano", pero me deprimió la visión del grupo de pequeños burgueses que almuerzan en mangas de camisa una tortilla o una docena de huevos duros, tirados en la hierba. Era el estúpido siglo XIX bañado por el esplendor de una burguesía triunfante que ni siquiera en mangas de camisa lograba parecer natural. La técnica impresionista consistía en descomponer la burguesía y los cubiletes en ocho reflejos. El grupo de los pintores y de los poetas que se encuentra en el salón de entrada del Museo -yo adoro a Verlaine-. Verlaine también miraba el mundo, como Monet a sus catedrales, al través de un cristal empañado, me produjo una impresión -¿acaso no se llamaban impresionistas?- de aburrimiento y de melancolía.

Continuaba reteniendo el deseo de leer la carta que acariciaba con los dedos entre el bolsillo del abrigo. Como el borracho que está a punto de vomitar, tragaba saliva rápidamente y presentía el momento en que no podría resistir más. Media hora después llegaba al café, pedía un Ricard que despaché de un sorbo, y otro que paladeé lentamente. Abrí entonces la carta en que mi hermana me contaba que papá había muerto hacía quince días delirando conmigo pues no perdió la esperanza, hasta el último instante, de verme llegar.

Mi hermana terminaba diciendo que con la cesantía -treinta años inclinado el pobre hombre sobre un enorme copiador de correspondencia- habían comprado los dólares del giro para mi regreso. Lo que gana mi hermana como secretaria en otro ministerio, apenas les alcanza a mi abuela y a ella para vivir mal y cubrir la hipoteca de la casa que arrancándose tiras de pellejo papá logró comprar con veinte años de plazos. "Dime la fecha de llegada y el número de vuelo. En barco podría salirte más barato, pero nosotras perderíamos demasiado tiempo. Te advierto que la abuela no está bien. La vas a encontrar acabada, acobardada y triste."

El sol naufraga demasiado pronto, aunque todavía faltan quince días para entrar en el solsticio de invierno. El cielo es una colcha lívida que se desploma sobre la calle. Las linternas de los automóviles son pupilas escaldadas por el insomnio. Los automóviles son fantasmas de automóviles. Las gentes que pasan rápidamente delante del bistrot son ectoplasmas envueltos en abrigos y bufandas de lana. Los raros clientes que abren la puerta de cristales proyectan en el interior, tibio y denso, un chorro de viento helado. Gruñen, ¡brrrr!, llaman al camarero, piden un café y se frotan las manos. En todas las narices, un poco enrojecidas, brilla una gota de escarcha.

– La señorita lo esperó tres días seguidos. Le dejó este papel.

Me entregó una hoja de cuaderno escolar, doblada en cuatro. Alguien le había dictado estas palabras en francés: "Mañana salgo para Nueva York. En el verano volveré. Besos, etc." Lo de siempre. Se busca una diosa y se amanece con una prostituta envuelta en plástico en papel celofán. De un tiempo a esta parte, desde cuando resolví escribir mi novela y tomar notas en este cuaderno, me sucede que para pensar tengo que ponerme a escribir. Cuando todavía no era un escritor, necesitaba dejar de escribir para comenzar a pensar.

Es absurdo, pero aparte una breve conmoción física -una nube ante los ojos, un sudor frío, un malestar agudo y pasajero, un vago deseo de vomitar- no pensé en nada ni tuve el menor impulso de llorar cuando leí la carta de mi hermana. Absurdo porque yo pertenezco al género de los espectadores que lloran en el cine: viejas emotivas y desamparadas, señoritas pobres que consideran el matrimonio como una entelequia. empleados jubilados que en las tiernas imágenes de la pantalla encuentran un pretexto honorable para llorar por su infelicidad, su incapacidad, su vida frustrada y su mala suerte. Traté inútilmente de emocionarme al recordar entre brumas la silueta de mi padre cuando regresaba de la oficina arrastrando los pies. Se sentaba en el comedor a leer el periódico mientras jugaba con unas bolitas de pan… Pero mi novela es una realidad, algo que tiene un cuerpo, una forma, un volumen, un color. La veo expuesta en las vitrinas de las librerías. Tiene una cubierta blanca y una banda de papel rojo en la cual se lee "Vient de paraitre". No veo claro el título. Apenas percibo el tema y el contenido.

Pero ella está ahí y es un objeto real aunque todavía no haya escrito, ni tenga el tema para escribirla, ni sepa qué título le voy a poner.

A la segunda lectura de la carta se me ocurrió pensar que si no sentía nada extraordinario era por la razón de no estar íntimamente convencido de que mi padre había muerto. Se trataba de un cadáver inverosímil, puesto que yo no lo había visto. No podía emocionarme súbitamente por la desaparición de papá del mundo de los vivos, de nuestro mundo, puesto que había desaparecido hacía tiempo de esa memoria útil que aprovecho para establecer una continuidad dentro de la rutina de mi vida ordinaria. Había desaparecido la primera noche en que llegué a París y dejé de pensar en él cuando en lo alto y a lo lejos reconocí un Arco del Triunfo de cristal, iluminado al trasluz, flotando en un cielo fosforescente. Y al no tener ni por un momento la impresión física y concreta de que mi padre ya no era un hombre vivo sino un cuerpo muerto, se me ocurrió una idea fantástica que algún día puedo utilizar. ¿No sería concebible que las personas no mueren, sino simplemente se alejan a otro lugar en el cual asumen una nueva corporeidad extraña y misteriosa? A veces en plena calle o en un bus, o en la estación del metro, he reconocido fugaz pero intensamente a un amigo a quien había dejado de ver y en quien no había vuelto a pensar desde hacía muchos años. Se trata, diría yo, de una intuición de presencia. Un segundo después una mirada más atenta pero menos clarividente que la primera, me convence de que padecía una equivocación momentánea. Pero dejemos esto para después.

Un cielo despejado y azul, un azul tierno y luminoso, se reflejaba en el Sena cuando crucé el puente frente a Notre-Dame. Quería pensar pero no podía hacerlo. No quería pensar, sería más exacto decir. Me agarraba como un náufrago a las pesadas barcazas que descendían por el río, a los faros de los automóviles que cruzaban el puente, a las tiendas de flores que derraman sobre la acera macetas de claveles y de gladiolos, plantas ornamentales, jaulas de pájaros y recipientes de cristal con pececitos de colores. Caminaba a toda prisa, como sí tuviera urgencia de llegar a alguna parte. Al seguir por los muelles una punzada en el estómago me recordó de pronto que tenía hambre, pues no pasaba bocado desde la noche anterior. Comí un sandwiche y tomé otro Ricard en un bistrot. Atravesé los jardines de los Campos Elíseos; más tarde, atraído por un anuncio, quise entrar a la exposición conmemorativa de Toulouse-Lautrec. Desgraciadamente iban a cerrar, pues faltaba un cuarto de hora escaso para las cinco de la tarde. Por mi cabeza desfilaban toda clase de imágenes y pensamientos. Sabía que no quería pensar ni recordar algo determinado, y que más que nunca era necesario olvidar. Las luces del Rond-Point y las fachadas iluminadas de "Jours de France" y el "Figaro" giraban ante mis ojos cuando me senté en un banco a descansar un instante. Sudaba a mares y tenía sed, pero estaba demasiado cansado para pensar en levantarme.

¿Qué representa París para un extranjero como yo? ¿Qué es realmente París?

No recuerdo quién dijo que el hombre elegante no es el que viste a la última moda, sino por el contrario el que está un poco pasado de moda. Debe ser una frase de Wilde. Si esto no fuera verdad para tantos hombres feos, tristes, mal vestidos, que descienden de los buses que vienen del otro lado del Sena, en cambio podría serlo para las ciudades: Londres, Viena, Berlín, París…

Por el contrario de lo que me ocurre otras veces, hoy para no pensar tengo que escribir.

París se parece a Toulouse-Lautrec, pasado de moda con sus gafas de pinzas, sus pantalones de fantasía, su sombrero melón y su cuello de pajarita. A París le convienen los faroles de gas, los pomposos edificios coronados por cuadrigas que vuelan, las feas estatuas académicas de la Plaza de la Concordia, los hipogrifos dorados del Puente Alejandro III, los leones heráldicos, el zuavo que se moja los pies en una pilastra del Pont d'Alma. A París le sienta el otoño con este cielo desteñido y esta piel tostada, cubierta de escamas rojas, doradas, cobrizas, ocres, que hacen soñar en Madame Bovary o en Margarita Gautier, las dos tan adorablemente cursis y parisienses por no estar a la moda.

Cuando me levanté y atravesé el Rond-Point, aplastando con los pies las escamas crujientes que cubrían el suelo, pues los árboles están cambiando la piel, pensé que entre la elegancia de París y la febril belleza del otoño existe una perfecta simbiosis, pues tanto el uno como el otro son un poco pasados de moda…

– Un Ricard, por favor.

Me había sentado en la terraza desierta de un restaurante de turistas.

– ¿Un qué?

Al caer en la cuenta de que estaba en un café servido por muchachas disfrazadas de arlesianas, cambié el Ricard por una copa de Armagnac.

Emprendí rápidamente el camino de regreso. Aun cuando sentía las piernas flojas, caminaba más de prisa que los centenares de empleados que salían del trabajo con la preocupación de tomar el próximo bus. Subí por la rue Royale y al llegar a la esquina de la Magdalena me detuve ante las vitrinas de la agencia Cook, resplandecientes de luz. Un barco con los ojos de buey iluminados navegaba en el aire, entre dos grandes fotografías en color. "Crucero por el Mediterráneo en la próxima primavera". "España, la Costa del Sol. Descuentos especiales para familias." Una roca escueta como un triángulo isósceles, un mar incandescente, un cielo de cobalto, un yate fondeado ante un muelle de color azul. Eso de un lado. Del otro una colina punteada de olivos, un castillo feudal, una playa derritiéndose al sol a la orilla de un mar que se evapora en un horizonte quimérico. Pasé a la otra vitrina: "Viaje a los países exóticos: el Extremo Oriente, el África Ecuatorial, las islas del Caribe, la América del Sur". Templos budistas, negros con las fauces atravesadas por un grueso alfiler, collares de flores, palmeras de coco… mares calientes, mientras en su mansarda el pobre portugués se queja de los sabañones y llora porque no ha vuelto a salir el sol.

Eran las cinco de la mañana cuando rendido, enervado, embrutecido pero sin haber pensado una sola vez en aquello que no quería pensar, llegué a la "chambra" de la mansarda en el barrio del Observatorio. Durante diez horas no había hecho otra cosa que caminar y beber de vez en cuando para levantar el ánimo. Subí los siete tramos de la escalera casi a gatas. Me tiré en la cama sin desvestirme y quedé inmediatamente dormido. Cuando el portugués llegó a las siete de la mañana todavía roncaba. Como lo debí mirar con ojos empañados y estúpidos, me preguntó si estaba borracho.

– Tengo sed, Pabliño. Me estoy abrasando de sed y si eres un portugués caritativo me traes un poco de agua. No puedo levantarme para ir hasta el baño.

Estas son las cosas que no puedo soportar y en mi novela tendré que evitar a toda costa. No puedo perderme en detalles insignificantes que le quitan coherencia y continuidad al relato. Dejar que el lector imagine el escenario y el físico de los personajes como le venga en gana. Mayormente si insertara en mi libro una persona como Pabliño, un pobre diablo, analfabeto además, que no tiene nada de un personaje. Esta digresión es estúpida. No hay personas por insignificantes que sean que no puedan convertirse en personajes de novelas si se las mira con ojo irónico y novelesco.

Por si acaso, datos biográficos de Pabliño: Treinta y cinco años, aunque aparenta cincuenta. Entró en Francia subrepticiamente, sin pasaporte ni contrato de trabajo. Cinco años descargando bultos en los mercados, lavando edificios y lustrando zapatos en un subterráneo del metro, al lado de un W. C. que apesta desde lejos. Tiene una novia en Portugal, en un pueblo sobre el río Miño. Cuando haya ahorrado cinco mil francos regresará a casarse y montará un negocio de mercería. Ahora está muy contento con su nuevo trabajo, pues pesca buenas propinas al abrir la puerta de los taxis en un modesto cabaret de la Place Clichy.

El pobre, pues, se tiró a dormir a los pies de la cama. Antes de despejar el gaznate con un ruido infernal me dijo que esa noche a las siete o las ocho me esperaría a las puertas del cabaret de Clichy.

– Una chica monísima que trabaja en el grupo de las bailarinas… ¡Tiene un cuerpo, te digo que tiene un cuerpo!… desea aprender un poco de español. Consiguió un amigo de Tánger que sólo habla en esa lengua, y es hombre riquísimo que quiere llevársela a su tierra. Esos hombres tienen varias mujeres, ¡bah! (y escupe). Ella dice que eso no importa porque además todos los hombres, aunque no sean de Marruecos, tienen varias. ¡Bah! (y vuelve a escupir.) Todas estas francesas son unas… ¿Me entiendes?

Ocho de la noche en la Place Clichy. Pabliño se pasea muy orondo por la acera, frotándose las manos de vez en cuando pues hace frío. Desbordamiento de luces. Rachas de música caliente se filtran por las rendijas de las ventanas y una fotografía de mujeres semidesnudas aparece a la puerta de "El Dragón Rojo", en una cartelera. Pabliño me señala con el dedo unas piernas, unos senos redondos, un minúsculo triángulo de lentejuelas.

– ¿Te gusta? Mi novia es gorda, colorada, capaz de tumbar un novillo de una palmada en el hocico. Estas mujerucas de París… (y escupe por la guía izquierda del bigote).

Juanillo, el patrón del cabaret, me hizo entrar sin pagar por aquello de ser amigo del portugués, y me ofreció una copa de coñac en la barra. Había poca gente. Las muchachas del número coreográfico llegaban por parejas; algunas le daban un beso a Juanillo, este les palmoteaba las ancas de animales de raza, de raza blanca quiero decir.

– Éste es el joven estudiante que te va a dar clases de español.

Así nos conocimos y quedamos en que las clases comenzarían al otro día, entre cuatro y seis de la tarde, en su pieza del Hotel de Tunis, que se encuentra a trescientos pasos de allí, en la rue Abel Truchet. En cuanto al pago, me daría cinco francos por clase y… Juanillo me abrió un modesto crédito para pedir hasta tres coñacs, no a precio de cabaret, sino de costo, que es diez veces menor.

¿Qué interés puede tener todo esto desde el punto de vista de mi novela? Ninguno, fuera de soltar un poco la mano, distender y relajar la imaginación, dialogar, ejercitar la memoria y sobre todo sepultar aquello, olvidarlo y sepultarlo dentro de mí bajo una hojarasca de palabras secas.

El marroquí es un paquete envuelto en una chilaba de color marrón y con un turbante blanco en la cabeza. Feo, gordo, barrigón, negroide, con el rostro blando y mofletudo cruzado por un bigote hirsuto. Chantal me llevó a la mesa del marroquí para que le sirviera de intérprete. El hombre pidió una botella de champaña. Era un cliente importante de la casa, pues Juanillo en persona nos servía el vino en las copas. Chantal le hizo comprar flores para dos amigas que no habían conseguido anfitrión, me obsequió un paquete de cigarrillos americanos y con un botones le mandó a Pabliño cigarrillos y una copa de coñac. El hombre estaba medianamente borracho y cuando levantaba el brazo para abrazarme y palmotearme fuertemente la espalda, me envolvía en una onda de sudor agrio, pesado, penetrante, dentro de la cual flotaban, sin mezclarse, otros olores desapacibles.

– Chantal dice que no ha conocido en toda su vida un hombre más rico, ni poderoso, ni buen mozo, ni generoso, que Su Excelencia.

– Dile que me pida lo que quiera.

Con una sonrisa angelical Chantal le pidió quinientos francos para pagarle a Juanillo un adelanto que le había hecho la semana anterior. Con un melancólico rictus en la boca, éste se encogió de hombros y estiró los brazos.

– La pobre chica vive con problemas económicos. Sostiene a su madre enferma y a dos hermanitos que estudian en un colegio de Toulouse. ¡Además, no tiene qué ponerse!

El marroquí extrajo de las profundidades de un bolsillo interior un fajo de billetes.

La orquesta comenzó a tocar y Chantal huyó corriendo, porque el número en que participaba estaba a punto de empezar.

A la madrugada desayunamos una sopa de cebolla en el restaurante que la mujer de Juanillo tiene en la rue de Rome, a un lado de la Gare Saint Lazare. Éramos Chantal, el marroquí, Juanillo y una muchacha del cabaret amiga de los dos. Se había hecho ciertas ilusiones conmigo:

– ¿Vamos a tu hotel?

– No tengo hotel.

– Entonces al mío. Vivo con una amiguita, pero eso no importa.

Conversando con la patrona se encontraban dos hombres ya maduros y un antiguo jockey, amigo de Juanillo, su asesor técnico para las apuestas del domingo. El antiguo jockey -cincuentón, casi enano, cascorvo, con un perfil de pájaro de presa- tampoco había acertado en sus pronósticos del domingo anterior.

– ¿Qué quieres? -le gritó a Juanillo cuando nos vio llegar-. La pista estaba muy pesada. Yo no calculaba que la mañana del domingo habría de llover. La "méteo" anunciaba un tiempo espléndido…

Un parroquiano vestido de smoking, algún maitre de los cabarets del contorno, exclamó despreciativamente:

– ¡Cualquiera cree en la "méteo"!

Un jovenzuelo de melena revuelta y engrasada, camisa de seda, pantalones ceñidos, chaqueta de pana y tacones cubanos: un tipo equívoco y mal encarado, se levantó de la mesa donde se encontraba conversando con un obrero de delantal blanco, se acercó a la nuestra y sin miramientos cogió a Chantal por el brazo y la sacó a la calle. El marroquí dormitaba con los ojos semicerrados. Dio un bufido y trató de incorporarse.

– Ella volverá -dijo Juanillo-. Es su hermano mayor que la espera todos los días para llevarla a la casa…

Chantal regresó, restregándose los ojos con un pañuelito minúsculo, y se sentó otra vez a la mesa. "¡Es un puerco!", le susurró al oído a mi compañera, la cual me había abrazado y me baboseaba un ojo y una mejilla cada cinco minutos, a un ritmo parejo y desesperante.

El marroquí me contrató para escribirle cartas y servirle de intérprete durante el mes y medio que permanecería en París como delegado de su patria a la decimotercera conferencia de la Unesco. Me pagaría mil quinientos francos por ese servicio, con la obligación de acompañarlo al cabaret de Juanillo por las noches y a la Unesco todas las mañanas. Con un adelanto que me hizo, compré tres camisas, tres calzoncillos, un par de zapatos, un traje gris y una bufanda. Chantal daba saltos de contento cuando un lunes -los lunes no trabajaba en el cabaret- me vio llegar con el sirviente negro del marroquí cargado de paquetes; y luego de darme un baño largo y meticuloso como hacía tiempo no me lo daba, me vestí de pies a cabeza con la ropa nueva. Le parecí tan bien que me rogó prescindir de la clase ese día, me hizo desvestir otra vez y poco faltó para que el marroquí nos sorprendiera festejando las compras.

Si yo escribiera una novela con el marroquí como personaje central, y utilizando a los demás de soportes físicos o de excitantes intelectuales, tendría que escoger entre dos procedimientos: uno en extensión y el otro en profundidad.

Primer caso: Tomo al marroquí en su país, dentro de una sociedad semifeudal y misteriosa, y lo proyecto al otro lado del mar como delegado a una conferencia de la Unesco. Al cruzar el Mediterráneo el hombre se siente violentamente desgajado de todo lo que para él constituye la realidad de la vida: su religión, su lengua, sus costumbres, sus amigos, su posición, su gobierno. Una noche cualquiera decide dar una vuelta por los lados de Mont-martre. Después de cruzar un dédalo de callejuelas oscuras, deslumbrado por la orgía de los anuncios luminosos, el estruendo de centenares de automóviles que pugnan por salir de la ratonera de la Place Clichy para seguir a la Place Blanche y a la Place Pigalle -esta escena sería clave dentro de la novela- mi personaje se apea del taxi y se lanza a descubrir el mundo por su propia cuenta. Le sorprende que nadie repare en su presencia física y en su prestancia social. Si en su tierra lo miraban y lo saludaban con respeto por saber quién era, en esta plaza de París deberían mirarlo y admirarlo por no saberlo. No sólo los centenares de hombres y mujeres vestidos a la europea no vuelven la cabeza cuando él pasa, sino que los negros, los hindúes, los japoneses, los árabes, los chinos, aun los musulmanes marroquíes con quienes se cruza en la calle, no se molestan en mirarlo.

– En París Su Excelencia no tendrá problemas -le dirían en Marruecos-. En la Place Pigalle lo abordarán docenas de mujeres bonitas y cualquiera lo llevará a los cabarets del sector.

Se detiene ante la puerta misteriosa de un local brillantemente iluminado. Un portero de librea verde con botones dorados y gorra de general de opereta, por señas lo invita a seguir al cabaret del "Dragón Rojo". Es Pabliño. En el recinto misterioso y oscuro un señor de smoking lo conduce a una mesa, hace una seña en el vacío, y por arte de magia aparece un camarero con una botella de champaña. El señor es Juanillo. Media docena de muchachas sin velo en la cara y más que medianamente desnudas, bailan en un estrado en la mitad del salón. Terminado el espectáculo una de ellas se acerca con una sonrisa encantadora, pide una botella de champaña, una flor a la muchacha que ha brotado de entre las sombras con un ramillete en la mano, se lleva dos dedos a la boca y luego los abre arrojando la idea de un beso al rostro mofletudo del exótico personaje. Esa muchacha es Chantal.

De ahí en adelante la historia comenzaría a caminar en el tiempo. "Pasados tres meses, en el hotel de…" "Cuando dos años más tarde Madame El-Ibraim…" "El día del asesinato de El-Ibraim por un negro silencioso y extraño que no era su sirviente como inicialmente se creía, sino un agente secreto de la sociedad «Los Verdaderos Amigos del Profeta»…" Veinte capítulos adelante una hermosa mujer acompañada por un niño de color de aceituna, tirando al de ciruela pasa, cruzaba ocasionalmente por la Place Clichy… El resto no importa. Ésta es una de las posibilidades que debo considerar al escribir mi novela: su desarrollo en extensión, a lo largo del tiempo y como una historia.

La otra posibilidad es la novela en profundidad, al practicar un corte vertical en un momento dado. "Dentro de «El Dragón Rojo», insignificante cabaret de un catalán que responde al nombre de Juanillo, en momentos en que un extraño personaje marroquí bebía una copa de champaña con una corista de la casa, sonó un disparo y… Y en la averiguación exhaustiva de este caso de policía, prescindo del tiempo o lo mantengo suspendido en el momento del crimen, y penetro en la intimidad de los personajes que rodeaban al marroquí. En el primer caso, una historia de diez o de quince años, con sus antecedentes y ramificaciones, se comprime en cuatrocientas páginas. Infancia de Chantal en un suburbio de París; sus relaciones turbias con un fotógrafo homosexual; carrera de obstáculos de Juanillo desde su salida clandestina de España hasta su culminación como patrón de un cabaret en la Place Clichy; participación de Pabliño en la captura del criminal, etc. Yo no entraría en ninguna de las dos versiones y sería apenas el testigo impersonal que relata la historia de los demás.

¿Cuál de los dos procedimientos es más aconsejable?

El primero, en extensión, es el Quijote; y el segundo, en profundidad, es Otelo.

Nota:Prescindir de la manía de las referencias literarias. En este cuaderno pueden pasar, pero en una novela resultarían pedantes.

El primer procedimiento es más artificial que el segundo. Es imposible comprimir quince años y cuatro vidas en cuatrocientas páginas. A lo largo de la propia nuestra, aprendemos a conocer sucesiva, pero intuitivamente, por un rasgo, un gesto, una actitud, una palabra, a una persona cualquiera.

Ejemplo tomado de la realidad, que descubre a Chantal y al marroquí a través de una escena al parecer insignificante:

Recepción de una embajada musulmana en el Hotel Crillon. El ujier de casaca galoneada y pantalón corto anuncia al consejero cultural de la embajada marroquí y a su señora. Chantal sofoca un ataque de risa con un acceso de tos. Al entrar en el salón pasamos uno en pos del otro delante de cinco o seis señores, entre cobrizos y mulatos, que nos saludan a la manera occidental, a mí tendiéndome la mano y besando ceremoniosamente la de Chantal. Esto le produce una impresión tremenda. Al lado de aquellos señores, nuestro marroquí vestido con sus mejores galas musulmanas. Nos lleva a un rincón apartado, cerca de un ventanal que mira sobre la Plaza de la Concordia: un carrusel de luces que giran en torno del obelisco de cristal. Con el rostro congestionado y descompuesto, el marroquí me observa con mal disimulada cólera:

Primero: Tiene la sospecha de que de paso, en algún café, hemos tomado dos o tres whiskies innecesarios. Chantal le da un beso en un ojo para demostrarle que no huele a alcohol. El marroquí palidece de espanto, pero luego el rostro se le abre por la mitad en una sonrisa de cerdo.

Segundo: Presenté a Chantal como a mi mujer, cuando ante la delegación invitante ella es solamente mi hermana.

En aquella suntuosa sala, fuera de los camareros que bostezaban detrás del mostrador, sólo estaban el marroquí, el sirviente negro del marroquí, lo que éste llamaba la delegación invitante, una docena de árabes solemnes, dos o tres funcionarios de la Unesco y nosotros dos. Aquello no era una modesta cábila a la orilla del desierto, sino el desierto puro. Chantal se empeña en probar de todos los manjares untándose los dedos indistintamente de mayonesa, salsa de tomate, mermelada, caviar, paté de foie-gras, etc. Cuando no puede comer más, se limpia los dedos en el mantel de la mesa.

Nota:De un tiempo a esta parte he dado en hacer en estos cuadernos breves ejercicios de diálogo. Las páginas densas, sin el alivio de un punto y aparte y un espacio blanco, fatigan como una carretera gris y recta que se prolonga indefinidamente sin la sombra de un árbol o la alegría de una colina que interrumpe la monotonía del paisaje.

Decía que Chantal llamó a un camarero y le pidió un whisky. El hombre levantó los hombros en un ademán de desolación muy francés.

– Entonces una ginebra doble… O una copa de champaña… O un vermouth… O una copa de vino…

El marroquí se entretenía en aliviar de su carga una bandeja llena de pastelitos calientes.

– Hay agua de Vichy, de Vittel, Perrier, jugo de naranja, de pamplemusa, de limón, de tomate. También tenemos agua de coco, que es deliciosa.

– ¿Y lo invitan a uno sólo a comer estas porquerías y a beber agua de Vichy?

El marroquí dio pesadamente la vuelta sobre sí mismo, consternado, y me rogó que la obligara a callar.

– Los musulmanes no bebemos alcohol -masculló con la boca llena de salmón ahumado.

Chantal miró olímpicamente la interminable mesa vacía, la brillante sala semidesierta y el solemne grupo de la delegación invitante, estacionado a la puerta de entrada. Me arrastró de la mano hacia afuera, y en el ascensor, sin poder contenerse exclamó:

– ¡Estos judíos son una porquería!

Pensé que era inútil explicarle que los musulmanes de la delegación invitante son enemigos jurados de los ciudadanos de Israel.

Por el momento me inclino a ensayar este procedimiento intensivo, y lo urgente es comenzar a escribir. Mi novela será la sustitución de la tesis de grado, que jamás escribí, "sobre la realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular". Al menos este título impresionante es el que le voy a citar a mi hermana cuando mañana… pasado mañana… le conteste su carta hablándole del pobre papá y de que por el momento no puedo regresar…

Primer borrador: Dolor al recibir la noticia de la muerte de papá y al pensar que no he de verlo más sentado a la mesa del comedor, leyendo el periódico y haciendo bolitas de pan. Lo de que no habré de verlo a mi regreso es tan absurdo como decir: cuando estoy dormido no puedo estar despierto. Lo del periódico y las bolitas de pan le quita toda seriedad a la carta.

Hacía estas reflexiones y borroneaba en mi papel, con un par de audífonos en las orejas y durante la decimotercera conferencia general de la Unesco. Trataba de ignorar el desbordamiento verbal de ciento diecisiete países que a escala universal se complacían en practicar en tres razas, en cinco lenguas de trabajo, en siete grupos regionales, en once religiones, en cinco continentes y varias islas, el cantinflismo de traducción simultánea. Hablaba mi delegado marroquí. Yo había redactado el discurso, y para ser obra de quien no conoce a Marruecos ni jamás se ha interesado en la pedagogía, no era del todo malo.

Segundo borrador: Muerto papá me convertiré en el sostén de la familia, para lo cual es necesario terminar mi tesis -realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular- y recibir mi grado de doctor lo antes posible. Pero, ¿no es monstruoso hablar de tesis y de sostén de la familia cuando quitándoles el pan de la boca recibo sin chistar el dinero que me mandan para regresar al país? Rompí el segundo borrador aunque estoy convencido de que mi abuela no puede estar enferma como lo sugiere mi hermana. La pobre, medianamente solterona, se ha vuelto histérica con los años. O podría ocurrir que ante la perspectiva de una madurez melancólica en la oficina oscura de un ministerio, haya resuelto casarse con el rancio director de correspondencia que le hacía la corte.

Un delegado negro hacía cuentas en un papel, un delegado amarillo conversaba algo con su vecino de la izquierda, dos o tres ancianos respetables -uno chino, otro suizo, otro japonés- dormían con la boca abierta. El delegado del Congo Brazzaville se comía con los ojos a la secretaria rubia que escribía al pie del estrado de la mesa directiva. El delegado del Congo Leopoldville, a dos curules de distancia, devoraba a la secretaria como su colega de Brazzaville, pero a pedazos: primero las piernas, luego el busto graciosamente modelado por una blusita blanca, finalmente la cabeza, y volvía a empezar.

Nota: El pobre papá no pasó de tercer año de secundaria y sólo gracias a su resignación, su honradez y su buena letra, logró que un político de provincia le consiguiera un "destino" en un ministerio. El destino de los hombres que no lo tienen es "un destino".

El marroquí pronuncia su discurso: ¡Bla, bla, bla!, y aun quienes parecen escucharlo con mayor atención no perciben sino cabos de frases e ideas fragmentarias que se enredan a recuerdos personales, a esbozos de imágenes, a impresiones pasajeras y momentáneas. El orador da en ese momento un puñetazo sobre la mesa y los espectadores asienten con la cabeza, convencidos de que, aunque fuerte, la mesa no podría resistir un segundo golpe. Cuando el orador, más sereno, desarrolla la idea de que un hombre analfabeto es un ciego, alguien ve un ciego con un par de cartillas en los ojos. La atención se dispersa y flota en el aire como el humo de un cigarro que un delegado acaba de encender en la sala. Cuando la secretaria se agacha para recoger el lápiz, cincuenta pares de ojos -al través de lentes que recuerdan las oes y las aes de cartillas- se clavan, como signos de admiración, en la tibia penumbra del escote.

Tercer borrador: Sólo escribo cuatro letras para decirles que estoy abrumado por la muerte de papá. Salgo el próximo sábado en el vuelo número tal… y estaré llorando con ustedes el domingo a las…

Cuando terminó mi discurso, la mesa directiva y la plana mayor de la Unesco se rompieron las manos aplaudiendo al marroquí. Para la Unesco los cinco continentes que se disputan sus favores son cuatro, que se resumen en tres: África y Asia. Flotaba en el aire un embrión de novela pero yo tenía demasiado sueño para desarrollarla. Rompí el tercer borrador. Una resolución de la cual dependen la suerte de mi novela y por lo tanto la propia mía, no puede tomarse sin reflexionar unos días. No hay asuntos apremiantes, decía alguien, sino personas impacientes.

Semana crepuscular dedicada a tomar Ricard y a olvidar muchas cosas que no quiero recordar. A veces pienso si no estaré bebiendo demasiado, gracias a los francos que me dejó mi amistad con el marroquí; a no ser que esté incubando alguna enfermedad grave. El marroquí se fue hace unos días. Nos esperaba, la víspera de su viaje, en la salita de su departamento y ante una botella de champaña. Una sonrisa anegada en la grasa de las mejillas le iluminó el rostro entre negro y amarillo cuando Chantal le comenzó a hacer cosquillas en la nuca, debajo del turbante. Cuando nos comunicó que tenía que regresar a su país, Chantal palideció de espanto y me miró por encima del turbante con ojos que se le salían de las órbitas.

Puedo estar enfermo y también puedo envejecer y morir por inverosímil que parezca. Aún no podría concebir que me dolieran las articulaciones y el corazón cansado de latir se me paralizara de repente. Aunque un día ante el espejo del hotel descubrí con horror un comienzo de calvicie y dos círculos morados en torno de los ojos.

– Dile que mañana no podría acompañarlo, exclamó Chantal. Tendría que ir a Toulouse a ver a mis hermanos, a mi madre enferma, en fin, dile lo que se te ocurra. El marroquí me explicó que en su país se había presentado una crisis política y tenía que estar presente so pena de perder una posición importante. Piensa volver a París dentro de pocos meses, y entonces se llevará a Chantal con toda su familia, la madre enferma, los hermanitos de Toulouse, el hermano mayor…

– ¿Qué dice Chantal?

– Que al hermano mayor no habría necesidad de llevarlo.

Pero yo no puedo enfermar ni morir antes de haber escrito mi novela. Sería absurdo. Estoy demasiado cansado y la cabeza me da vueltas como si de pronto me hubiera dado cuenta de que la tierra gira a una velocidad vertiginosa. Tal vez este descubrimiento de Galileo fue simplemente el efecto de una borrachera. Sólo en ese estado un hombre puede percibir físicamente dos hechos fundamentales: Que la tierra gira vertiginosamente y que existe una tremenda fuerza de gravedad que nos clava en el suelo. Pero yo no estoy borracho.