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Estoy en cama, enfermo. No eran ideas mías, sino amibas que tengo incrustadas en el intestino grueso, según diagnosticó el médico.
– Eso les pasa a ustedes los suramericanos, y a los africanos, y a los coreanos, y a los hindúes, por vivir en el trópico.
El farmacéutico venía por las tardes a ponerme una inyección de antibióticos y me daba un boletín meteorológico: Ha llovido el día entero, hace un frío atroz, hoy tenemos una niebla húmeda y pegajosa que no se la deseo ni a los ingleses. Cuando se iba, yo recaía en el foso vacío de mi soledad. Ya me siento mejor, pero todavía no puedo levantarme. Los paseos al cuarto de baño, en el final del corredor, me producen sudores y mareos. Pienso entonces vertiginosamente. Nunca había pensado a semejante velocidad. Tal vez esto se deba a que todavía tengo un poco de fiebre por las tardes; pero si supiera escribir taquigráficamente lo que pasa en tropel por mi cabeza, en tres noches llenaría una enciclopedia Larousse. Por imposibilidad de anotarlas he perdido una inmensa cantidad de imágenes, ideas, escenas, frases, diálogos, con todo lo cual podría componer no una, sino varias novelas.
Bajo el dominio del alcohol o de las drogas heroicas, o cuando se sufre la presión psicológica de la angustia, se piensa muy de prisa. En los estados de bienestar físico y placidez intelectual, se piensa muy despacio. Hay hombres cuya velocidad de crucero en materia de pensamiento es enorme, y otros cuyo pensamiento se arrastra con la lentitud de una carreta de bueyes por un camino de montaña. Pero esto no viene al caso.
Al través de los cristales sucios de la ventana se recorta un retazo de cielo gris, derretido en una vaga llovizna. Cuando hacia las dos de la tarde. hay un poco de claridad, veo la fachada negra del edificio de enfrente en cuyos bajos está el farmacéutico. De noche se iluminan las ventanas y en alguna de ellas, como sombras chinescas, aparecen las siluetas de un hombre y una mujer. Los tabiques de mi cuarto son muy delgados, de madera empapelada, pues de cada alcoba el dueño del hotel ha fabricado dos y hasta tres habitaciones. No es ésta tan cómoda como mi cuarto en el hotel del marroquí, pero tampoco tan lúgubre como la mansarda de Pabliño. Puedo escuchar, sin mayor trabajo, cuanto sucede en torno mío. Los ronquidos de un hombre, los quejidos de una mujer, una riña de amantes, las pisadas de un borracho que se aleja por el corredor, la conversación de un pasajero que llega a la madrugada. Los primeros días me interesaban esos ruidos, esas voces aisladas y desprovistas de una imagen concreta, esas posibilidades dramáticas y novelescas que encierra un cuarto de hotel. No llegué al extremo de abrir un hueco en el tabique para atisbar lo que ocurre al otro lado, como en "El Infierno" de Barbusse. Papá leía ese libro a escondidas de mamá y yo lo leía a escondidas de papá. Por mera distracción me pongo a imaginar qué tipo de persona corresponde a un determinado tono de voz, o a las pisadas que se acercan o se alejan por el corredor.
Al cabo de tres o cuatro días de este apasionante ejercicio bueno -para un aprendiz de novelista- hice un descubrimiento sensacional. Digo sensacional pues proviene de una elaboración de mis sensaciones auditivas. Las personas pesan menos o más según el estado de ánimo en que se encuentran, el grado de cansancio que soportan, o la hora del día. En sus pisadas, más livianas o más lentas, se perciben estas diferencias de gravedad que podrían medirse en gramos o en onzas el día en que algún sabio alemán se propusiera inventar un aparato para medirlas. Lo descubrí el día en que me puse a seguir los pasos del farmacéutico que a las seis de la tarde viene a ponerme la inyección. Después de un largo día de trabajo, siempre de pie, el hombre pesa más aunque no haya comido en varias horas y tenga el estómago pegado a las espaldas. Sus pisadas no sólo son más lentas, sino más pesadas, cargadas con el lastre de su cansancio físico, su aburrimiento y su fatiga mental. Una tarde me contó alborozado que por la noche tenía una cita con una clienta de la farmacia por quien suspiraba inútilmente desde hacía mucho tiempo. Al salir, sus pasos eran rítmicos y ligeros, y apenas le chirriaban los zapatos. En cambio, la pobre mujer que hace la limpieza y es flaca, esquelética, fantasmal, pesa como un elefante.
– Son las cinco de la tarde y todavía me falta barrer y arreglar los cuartos del quinto y el sexto. No puedo más del dolor de cintura.
Pero los lunes sus pasos son ingrávidos, casi juveniles, cuando muy de mañana lleva un rollo de papel al baño del corredor.
A fuerza de meditar en lo que no me atrevería a llamar una tesis sino una hipótesis, encontré algo que puede ser una demostración metafísica. El fenómeno físico de la levitación o sustracción de un cuerpo humano a las leyes de la pesantez, tan frecuente en las experiencias de los místicos, jamás podría presentarse en un hombre de la densidad mental del pobre Pabliño. Éste no tiene sesenta kilos, con su cuerpo subdesarrollado, y en cambio Santa Teresa de Jesús era una monja grande, fuerte, corpulenta.
Por obra y gracia del impulso de su espiritualidad ascendente -el espíritu es la antimateria- la Santa llegaba a levantarse hasta dos palmos del suelo cuando se ponía en oración. En cambio Pabliño al caminar pesa como si tuviera doscientos kilos a la espalda.
En lugar de anotar todas estas tonterías sobre las pisadas… y el farmacéutico y la vieja que por las mañanas lleva un rollo de papel al W. C., debería ponerme a escribir mi novela. Creo haber encontrado el tema y en la cabeza me bullen las imágenes y las ideas…
Oigo los pasos del farmacéutico, y apenas pesan sobre el piso del corredor.
– ¡Qué maravilla de mujer! Figúrate que anoche…
– Ya lo sabía.
Él me miró con unos ojos inmensos que se le brotaban de las órbitas.
Hoy el farmacéutico llegó contento, vestido con su mejor traje y no con el delantal blanco de los días de trabajo. Olía a vino barato y no a esa desapacible mezcla de jarabes tibios y desinfectantes helados que lo envuelve en un aura durante la semana.
– Hoy, día de Noel…
– Nochebuena, decimos en mi tierra.
– Las avenidas están blancas de nieve. Se heló el estanque del Parque de Luxemburgo. Hay muy poca gente en la calle. Atravesé tranquilamente la Plaza de la Concordia en mi Rolls. (Llamaba así un infeliz Renault que había comprado a plazos y de segunda mano.) Las vitrinas del Printemps y Galeries Lafayette arden de luces de colores. Hay San Nicolases vestidos de rojo a las puertas de todas las tiendas importantes. A mí me gusta esta fecha. Cuando te levantes y salgas a la calle te presentaré a mi novia… Por cierto, ¿no tienes alguna amiga, alguna novia? ¿No? Es una lástima, pues podríamos salir los cuatro juntos a darnos una vuelta cualquiera de estos días.
La euforia del vino se le evaporaba en el aliento y en las palabras. Cuando quedé otra vez solo, más solo que nunca, me asaltó aquella idea de pronto. Lloré un rato largo, lo confieso. Menos mal que se había ido la pareja de vecinos ruidosos que pasaron la tarde riendo, conversando, diciendo obscenidades y sumiéndose en profundos silencios de vez en cuando. Me sentía solo en el piso, solo en el hotel, solo en un país helado y deslumbrante de nieve. Estas fiestas obligatorias me deprimen hasta las lágrimas. Nada hay tan desagradable como un catorce de julio en París, con las terrazas de los cafés atestadas de familias modestas que toman refrescos y despiden oleadas calientes que apestan a sudor. Grupos de obreros españoles, que confunden la Place des Greves con la Puerta del Sol, gritan vivas a España. En el Pont-Neuf fuegos artificiales. La muchedumbre se abre en círculos concéntricos para ver bailar unas parejas que no siguen fielmente la música del acordeón. Huyo a barrios lejanos, busco calles oscuras y silenciosas, me siento en el banco de alguna placita desierta frente a un "clochard" que en el banco de enfrente duerme la borrachera patriótica del catorce de julio.
Nota: El "clochard" es un charco de soledad en medio de la calle. Una muchedumbre silenciosa, como la que vomitan las bocas del metro, es un precipitado de sudores y soledades que no logran fundirse.
Pocos meses antes de mi viaje a París cenamos los cuatro juntos por última vez. Habíamos ido a la Misa del Gallo en una iglesia del barrio. Mientras mi abuela y mi hermana preparaban la cena en la cocina, papá sacó de su armario una botella de brandy y sirvió dos copas bien medidas. "Hoy es un día especial", me dijo guiñándome un ojo. "Llama a la vieja. A ella también le gusta de vez en cuando una copita de brandy."
Hablamos de la crisis económica, del alto costo de la vida, de las prestaciones sociales, de un proyecto de huelga para pedir aumentos de sueldos y salarios. Al levantar las servilletas de los platos, encontramos los regalos de Navidad: una máquina de afeitar para papá, una mantillita para mi abuela, un estuche de tijeras para mi hermana y una corbata para mí. La prima de mi hermana se había invertido en los regalos y la de papá en las deudas urgentes y la botella de brandy. Y con éste y el vino a papá se le soltó la lengua y contó historias de su juventud que a mi abuela le producían una fingida irritación. En la casa vecina y en los barrios distantes estallaban cohetes y petardos de Navidad. Sonaban las campanas de alguna iglesia. El viento frío de diciembre tenía el cielo despejado y cubierto de estrellas. Soplaban rachas de música y clamores lejanos. A veces ladraba un perro. El ruido sordo de la ciudad llegaba amortiguado a ese barrio de empleados, todos iguales, los empleados y sus casas, y dentro de cada casa un empleado que en ese momento, como todos los empleados en aquellas casas iguales por dentro y por fuera, se pondría a rememorar cosas de las Navidades pasadas.
– ¡Por la vieja! -dijo papá levantando su copa.
– ¡Por nuestro representante al congreso! -dijo mi abuela levantando la suya.
– Por la más enamorada de las muchachas del barrio -dije yo. Mi hermana, roja y mordiéndose los labios, salió corriendo y se encerró a llorar en su cuarto.
– ¿Para qué la molestas? ¡Hoy es noche de Navidad!
Ésa es la novela que necesito escribir. Voy a anotar el esquema, naturalmente sujeto a enmiendas y modificaciones posteriores.
Personajes: El padre, empleado en un ministerio de correos o en una recaudación de rentas. Origen provinciano y modesta extracción campesina. Para él, París es un paraíso inalcanzable.
La abuela: setenta y cinco años, fanatismo religioso, ignorancia, bondad, ingenuidad, resignación. Para ella, París es un infierno.
La hermana: Muchacha un poco marchita. Vida interior intensa y un sentimiento de frustración más o menos consciente. Mezcla de sueños infantiles -un príncipe, un millonario, un actor de cine- y reflexiones prácticas: posibilidad de casarse con su jefe de sección. Para ella, París es una película.
Yo tendría que mirarme desde fuera, con cierta perspectiva y sin deformaciones egoístas. Veintisiete años, uno setenta y cinco de estatura, flaco, cabeza pequeña, tendencia a la calvicie precoz. Ojos oscuros y poco expresivos. Cutis ceniciento. Orejas salientes en forma de cartucho, nariz fea, dientes un tanto volados, un feo lunar en la mejilla izquierda, barbilla prominente con una raya horizontal difícil de afeitar. Carácter variable, temperamento emotivo, inteligente, observador, simulador, irónico, misántropo.
Escenario: Barrio de empleados en una ciudad hispanoamericana y cuarto de hotel de ínfima categoría en un barrio pobre de París.
Cuando llegó el farmacéutico con su blusa blanca, que despide un olor a jarabe y a desinfectantes helados, le pregunté si nunca había pensado en lo que es la vida de un estudiante extranjero en París.
– ¡Hombre! Es la que yo hubiera querido llevar cuando por dificultades económicas sólo pude sacar mi licencia de farmacéutico. Quería ser médico, pero nueve años de estudios… Nueve años teniendo que sostener a mis padres… ¡Ah! Un estudiante extranjero, uno de esos negros que se ven en el Boul' Mich' con una rubia del brazo… El restaurante les cuesta una miseria… Alojamiento gratis en la Ciudad Universitaria… Entrada libre a todas partes…
– Eso mismo creía yo, pero es un mito como cualquier otro. Los estudiantes pasan, pasamos, infinidad de trabajos. El giro nunca nos llega a tiempo. Nunca nos alcanza el dinero. Una enfermedad como ésta nos desquicia por el resto del año.
– A mí no me llegaba giro. Tenía que estudiar mientras trabajaba de supernumerario en una farmacia. Muchas veces me caía de sueño cuando barría el local por las mañanas.
– ¿Te interesaría el tema en una novela?
– Tengo muy poco tiempo libre y no voy a perderlo leyendo tonterías. A mí y a mis amigos nos interesan las carreras de caballos, la televisión, las canciones, las mujeres, las películas. ¡A nosotros qué nos importan los problemas de un estudiante en París! Cada cual a lo suyo y se acabó. Y pasando a lo importante, ¿cómo vamos? ¿Te sientes mejor? ¿Estás durmiendo más? Mañana domingo no podré venir porque iré a Versalles con mi novia: conozco un bistrot, dos kilómetros antes de llegar a la ciudad, donde se come muy barato y muy bien.
¿Cuántos millares de farmacéuticos y de amigos de los farmacéuticos habrá en París? ¿Acaso Sartre, o Montherlant, o Camus, dejarían de escribir una novela por la razón de que los farmacéuticos no se darían el placer de leerla? Además, no se trata de una simple novela para pasar el rato; se trata de un problema sociológico de la mayor importancia… Habría que ver las críticas de los periódicos:
"Por primera vez se plantea, con un valor admirable, el problema de los estudiantes extranjeros en París… Novela que denuncia una de las lacras de la civilización contemporánea… Más que una novela, admirablemente escrita, es un estudio a fondo en el cual tendrán que detenerse los pedagogos y los padres de familia…"
Tres ediciones en seis meses. Traducciones al inglés y al alemán. Mesa redonda en Columbia University. Contratos para una película… ¡Bah! ¿Qué se está figurando ese idiota del farmacéutico? ¿La vida se reduce a preparar píldoras y poner inyecciones?
Esquema para un capítulo: Misa en la iglesia del barrio. Caminata por calles semidesiertas, en un paisaje deprimente de edificios en construcción y lotes sin edificar, convertidos en basureros. Pesado silencio dominical. La radio transmite un partido de fútbol. Por la calle pasa un automóvil a gran velocidad y levanta una nube de polvo que tarda largo tiempo en disiparse…
Estaba a punto de quedarme dormido cuando sentí pasos en el corredor y entró de improviso Chantal, sin anunciarse. Pantalones negros muy ceñidos, botas altas con manchas de barro, chaqueta de pana de color marrón con manchas de humedad, gorro de lana salpicado de nieve, nariz colorada.
Voy a transcribir la escena dialogando. Relatada, perdería viveza e interés.
– Hace un frío atroz… ¿No hay calefacción en esta porquería de hotel?
– No es el Crillon, tú sabes.
– Me muero de frío… ¿Me puedo acostar un momento sin desvestirme? No vayas a pensar…
Se acostó a mi lado, se arropó con la manta, se apretó contra mí.
– Quédate quieta, por favor, y regálame un cigarrillo.
Cinco minutos después saltó de la cama, se desvistió rápidamente, colocó la ropa al lado de la estufa y se plantó desnuda delante de mí.
– ¿Qué me notas? ¿No me notas nada? Las caderas, el pecho, el estómago… ¡Fíjate bien!
– Tal vez estás engordando un poco. Sería absurdo que te dejaras engordar.
Saltó de nuevo a la cama, se metió bajo la manta y empezó a sollozar. Traté de calmarla inútilmente. Calló de pronto, se sonó con la sábana, saltó de la cama y me preguntó si tenía una bata y unas chinelas… Se envolvió en la manta y salió descalza en busca del baño. Al regresar y acostarse otra vez, me abrazó muy fuerte y me dijo con una voz baja y trémula:
– Estoy embarazada. ¿Comprendes? Embarazada, y eso no puede ser, no debe ser… ¡Tienes que ayudarme!
Apagué el cigarrillo. Los primeros chupones me produjeron tos y un poco de mareo. Luego la abracé, la acaricié, la besé, etc.
La literatura contemporánea, el teatro, el cine, la prensa, las revistas ilustradas, la publicidad, aun el comercio de jabones, máquinas de fotografía y cepillos de dientes, todo refleja la obsesión sexual. Es una obsesión delirante en momentos en que el concilio ecuménico y los profesores de sociología denuncian el crecimiento escandaloso de la natalidad. Entre los dos fenómenos hay una relación evidente. No hay novela de éxito, película que permanezca dos años en la cartelera, pieza de teatro que sacuda la apatía del espectador, que no propongan directa y desvergonzadamente el acoplamiento sexual. Tal como lo concibieron los trovadores medievales -cuando para protegerse de los asaltos de la poesía los maridos inventaron para sus mujeres el cinturón de castidad- el amor está desapareciendo de la literatura y de la vida. Hay amores que giran en torno de una excitación física constante, pero el amor en singular se vería hoy relegado a la sala de las curiosidades prehistóricas en un museo retrospectivo de las relaciones sexuales.
Si en mi novela del estudiante decidiera incluir esa breve escena con Chantal, ¿cómo podría contarla? Siguiendo con las yemas de los dedos la estatua viva de su cuerpo: el contorno de sus senos redondos coronados por dos minúsculas violetas; el doble promontorio de las nalgas; la suave colina del vientre cubierto de un vello crespo con reflejos metálicos. Todavía en paños menores vuelve la cabeza hacia atrás para mirarse de soslayo en el espejo, y se da una palmada en las ancas, como quien acaricia las de una potranca cuyos músculos tiemblan bajo la piel. Sus piernas se enroscan a mi cuerpo como serpientes. El rostro descompuesto, las sienes húmedas de sudor, las aletas de la nariz palpitantes, el aliento corto, los ojos en blanco. Desconcertante ausencia de gestos de transición cuando una vez satisfecha afloja los músculos, se distiende, se extiende boca arriba y enciende un cigarrillo para disparar coronitas de humo hacia el cielo raso del cuarto.
– El médico del seguro social, un viejo serio y antipático, me dijo que tengo, además, una infección en los riñones. ¿Qué sentido tiene abrigarse cuando por las noches debo desvestirme en el cabaret? Lo grave no es eso. El doctor me auscultó, me puso la oreja en el ombligo, me preguntó cuándo había tenido la última regla… En eso, como en todo, soy muy desarreglada… ¿Qué te produce risa?
– Has tenido un acierto verbal… inconsciente.
– ¿Por qué inconsciente? Me dijo que tenía un embarazo de tres meses…
Me gusta cada vez más dialogar y encuentro que es un ejercicio excelente para agilizar el estilo. Si los de Platón fueran "Relatos" y no "Diálogos", en dos mil quinientos años se hubiera marchitado su encanto.
– Para comenzar, el hijo podría ser tuyo, o de Juanillo, o de un americano que conocí hace unos meses, o de aquel muchacho del bar, un rubio simpático que tiene unos ojos muy bonitos. O podría ser del marroquí… El muy cochino tenía unos redondeles calvos, amarillentos, en la cabeza… Vas a tener que darme algún dinero.
– No tengo un franco. Dentro de tres o cuatro días tendré que levantarme para empezar a trabajar…
– ¿En qué?
– Eso no te importa. Pero, ¿qué hiciste tú de los miles de francos que te dio aquel hombre: y los pendientes, y el reloj de pulsera, y los trajes, y las carteras?
Podría suprimir todo esto, o acortarlo, pero en los diálogos y desde el punto de vista psicológico lo superfluo es lo necesario. Ella se encendió como una brasa aventada por un fuelle, y rompió a llorar. Con frases cortadas, punteadas, sincopadas -hay que cuidar los adjetivos y buscar los más imprevistos y originales- me contó que todo se lo había quitado, hasta el reloj de pulsera, aquel tipo.
– Homosexual, mujeriego, cocainómano, ladrón… Me persigue y me explota desde el día en que lo conocí en el estudio del fotógrafo y posamos desnudos para unas fotografías obscenas.
Para sintetizar, continúo llanamente el relato. Como por ningún motivo desea tener hijos y echar a perder su cuerpo, se va a poner en manos de una comadrona de la Porte de Clignancourt. Su plan consiste, sobre la base de una licencia que le dará Juanillo y mil francos que le adelantará sobre su trabajo futuro, en escribirle una carta al marroquí pidiéndole dinero, y para escapar a la persecución del homosexual se vendrá al hotel a vivir conmigo…
– ¡No, mi querida! Eso por ningún motivo.
– ¡Espera, idiota! Será sólo por una noche, pues al día siguiente me internaré en la clínica de aquella mujer.
Cuando se vestía rápidamente logré concentrar su atención un momento. Vuelvo a dialogar:
– Contéstame pensando lo que vas a decir…
– Es tardísimo. Tengo que irme…
– ¿Te gusta el cine?
– ¡Hombre!
– ¿Películas de amor, de vaqueros, de detectives, de qué?
– De Brigitte Bardot. No es por nada pero tengo un cuerpo más bonito, y soy más joven y más alta. Me gustan las películas de amores, bailes, palacios, yates, villas a la orilla del mar. En las buenas películas nadie trabaja.
– Ahora quiero que pienses lo que vas a decir. Se trata de una novela que estoy escri… leyendo, y de la cual van a comenzar una película con Brigitte Bardot, precisamente.
– ¿Y me llevarás a verla?
Cuando le conté a grandes rasgos mi tema, hizo una trompa con los labios, encogió los hombros, me miró con ojos que no reflejaban el menor destello de inteligencia.
– ¿Qué papel hará Brigitte? No me gusta, ¿sabes? Me parece una historia aburrida desde el comienzo hasta el fin. No excita, no conmueve, no interesa, no… A mí me tiene sin cuidado la vida de un empleado en esos países tan lejanos. Además, la vieja es inverosímil en esta época. Y la solterona no se concibe en París… Para hablarte con absoluta franqueza, detesto a los estudiantes extranjeros…, ¿Ahora sí me puedo ir? No se te olvide escribir la carta. Te dejo los cigarrillos, pues comienzan a saberme mal.
Sus pisadas eran rítmicas y ligeras cuando se alejaba por el corredor.
A un farmacéutico que vive pendiente de las carreras de caballos, de la cita que tiene con una amiga, de los impuestos, del lugar donde podrá estacionar su automóvil: ¿qué le puede importar el problema de un estudiante extranjero que pasa trabajos en París y vive del sacrificio de su familia lejana? Y a millones de posibles lectoras como Chantal, cansadas de un trabajo agotador, ansiosas de conseguir una situación más estable: ¿qué puede interesarles la vida de un estudiante pobre en París? El golpe de gracia a este proyecto de novela me lo dio la idea de que lo que estaba pensando escribir no era una novela sino una autobiografía. El escritor de autobiografías piensa arbitrariamente que su personalidad es ejemplar. Se hace una de estas dos reflexiones: Yo soy el arquetipo de millones de seres que en mí se encuentran reflejados y me consideran un símbolo; o yo soy un ser distinto de los demás, sin segundo ni semejante. Lo que yo soy, quisieran serlo millones de hombres que mueren sin haber vivido, sin percatarse de que en este mundo puede darse, a veces, el caso de una aventura personal realmente extraordinaria. Los escritores de este género literario no anotan en sus diarios lo que han hecho en el día, sino que hacen durante el día algo que desean anotar en sus diarios. No describen su propia vida, sino que la acomodan en vista de su autobiografía; y eso puede pasarme a mí. Yo sé que las opiniones del farmacéutico y de Chantal, desde un punto de vista crítico, no valen nada; pero tampoco puedo olvidar que el escritor escribe en vista y consideración de la masa anónima de todos los lectores. Yo no voy a escribir mi novela por el solo placer de recrearme en ella. Eso sería una simple masturbación literaria. Cuando se quiere ser un escritor de verdad, accesible a toda clase de gentes, desde el profesor de la Sorbona hasta el farmacéutico de la esquina y desde una duquesa hasta Chantal, hay que pensar en esas cosas. Evidentemente el tema de mi novela, mi propio tema, el de mi casa, para ellos no tiene la menor importancia.
Hoy he resuelto ir al Consulado para pedir prestados unos doscientos o trescientos francos y capear la situación mientras consigo algún trabajo y me entrego de lleno, febrilmente, a la redacción de mi novela. Una vez terminada y sacada en limpio, la enviaré a un editor español. Tal vez podría traducirla al francés… En el Consulado me pueden indicar un buen traductor y no tendría inconveniente en compartir mis derechos con él, y firmar con un seudónimo francés, pues sólo así podría entrar a competir en el Goncourt. Ganaríamos el premio por siete votos contra tres. Mi traductor se presentaría a la fiesta de Gallimard, y ante un centenar de fotógrafos, periodistas, escritores, académicos, rodeado de micrófonos y pantallas de la televisión, soltaría la bomba:
– Desgraciadamente yo no soy el autor de esta novela sino apenas, y a mucha honra, su humilde traductor al francés. El autor es un antiguo estudiante hispanoamericano que vive en París y voy a tener el gusto de presentarlo. Fogonazos de los fotógrafos, sonrisas, alguien me arrastra por la mano al centro del salón, un camarero me ofrece una copa de champaña.
El escándalo sería formidable. Algunos periódicos pedirían la reunión de la Academia Goncourt para rectificar su fallo por haber sido víctima de una superchería y de un atentado contra el prestigio literario de Francia. El "Figaro" exigiría en nombre de la moral literaria que al impostor lo expulsaran del país y al traductor se le entregara a la ferocidad de los críticos. Su estilo estaría plagado de "wagramismos", o españolismos de la clientela dominical de la "Rambla" de Wagram. Y de franglecismos condenados por la Academia. Alguien terciaría en mi favor en un artículo del Express, que levantaría ampollas en la piel muy sensible de los académicos. La agitación llegaría a su colmo cuando la televisión anunciara la adaptación de mi novela y su presentación en el Odeón en el próximo otoño. Mi entrevista ante la pantalla produciría tal impresión en la Embajada y en el Consulado, que no tardaría en recibir un nombramiento de agregado cultural, con sueldo de ministro consejero, a fin de evitar mi expulsión de Francia. Sería inconcebible que el país de la libertad y la cultura, por un pecado venial literariamente concebible y disculpable, expulsara a un gran escritor hispanoamericano que les había dado el baño a todos los jóvenes escritores franceses…
– ¡No, por Dios! Francia no me puede hacer eso.
Pensaba en estas cosas sentado en un banco del Parque de Luxemburgo. Tenía dos horas por delante pues antes de las doce sería inútil presentarme en el Consulado.
La jardinería es el arte más natural, aunque en esta frase el sustantivo y el calificativo se contradigan. Por el contrario de la gramática, cristalizada y anquilosada en la estufa de la Academia -a cuyo calor se arriman todos los reumatismos literarios- los jardines participan de los vaivenes de la naturaleza. Un cuadro, una estatua, un poema, son idénticos a ellos mismos y no pueden cambiar sin…
Aunque en los libros me salto generalmente las descripciones, a veces, cuando se les da un sentido y un contenido espiritual, pueden pasar. Los paisajes, decía alguien cuyo nombre nunca he sabido, son estados de alma, y hoy me siento eufórico porque el cielo está azul y el sol derrite los manchones de nieve que salpican los prados.
Un jardín puede transformarse con el viento que imprime un temblor, un movimiento de vaivén, una inquietud, a los árboles y los arbustos del parque. La lluvia puede lavar la atmósfera. El sol ilumina el color y salpica el suelo de sombras densas, con rebordes punteados de toques luminosos. Un jardín cambia con el día, con la hora, con la mañana cubierta de una capa de niebla y con la noche sumergida en una campana vibrante. Un jardín se transforma desde la infancia jubilosa de la primavera, pasando por la plenitud del verano y la orgía del otoño, hasta la esquelética desnudez del invierno cuando es apenas un trazo de carbón en una hoja de papel. En todos estos estados diferentes, en todas estas transformaciones, el jardín es y no es el mismo jardín.
En el reloj del palacio del Senado son apenas las diez y media.
Me gusta el jardín de Luxemburgo con su verja de hierro pintada de verde y sus lanzas doradas. Es injusto que sólo las palomas disfruten de estos prados, dóciles al tacto como un retazo de terciopelo o como el vello imperceptible que cubre la nuca de Chantal.
La pobre es insensata. Un aborto provocado puede producir daños irreparables, me dijo el farmacéutico.
Por los caminitos del parque pasean unas ancianas solas y silenciosas apoyadas en su bastón. Me produce calofríos la soledad de los viejos en París. Yo no querría llegar a vieio en París. Bajar todas las mañanas seis tramos de escalera, con las coyunturas y las articulaciones crujientes y dolorosas. Hacer la compra del día, arrastrarse por calles hostiles, por avenidas insolentes, por plazas cuya visión produce desaliento y fatiga. Y la angustia de no alcanzar a cruzar el bulevar cuando el semáforo da paso a los peatones y un torrente humano se precipita de un lado a otro, dejando a los viejos atrás como pobres insectos con las patas lastimadas. Y subir otra vez, deteniéndose a descansar en los rellanos, una escalera cada vez más larga y más pendiente. Y en el cuarto de la mansarda el frío, y la soledad, y la angustia de ser arrojado de allí porque ha llegado un cliente mejor, y la soledad, y el temor de no recibir la pensión a tiempo o la ayuda que envía algún pariente olvidadizo, y la soledad, y las noches eternas sin encender la lámpara por temor a despertar a un vecino gruñón, y la soledad, y viejas memorias olvidadas que de pronto afloran a la conciencia como fantasmas, y la soledad, y el miedo del infarto, del ataque, del cólico, del dolor en medio de la noche, en un mundo hostil, y la soledad, una soledad espesa y pegajosa que produce una tremenda, una agobiadora, una amarga melancolía…
Un par de enamorados se arrullan en un banco. Un señor que luce la Legión de Honor en la solapa arroja migajas de pan a las palomas. Llueven sobre él en un remolino tornasolado. Los personajes de Balzac terminan, en la última página, con la roseta de la Legión de Honor en la solapa. Todos los funcionarios de cierta edad a quienes observo en el metro o en el bus, están condecorados. He llegado a pensar que los franceses usan la Legión de Honor para distinguirse de los extranjeros. Un agente de policía -el kepis, la capa, los guantes, corresponden maravillosamente a los balcones de hierro forjado y a las mansardas grises- pasea su aburrimiento a la orilla del estanque. Una vieja encorvada y envuelta en un informe bojote de trapos le cobra al señor condecorado cincuenta céntimos por ocupar su silla de metal, aunque haya centenares de sillas vacías. Yo siempre tengo la precaución de sentarme en los bancos.
Los niños juegan con los barquitos de vela mientras las mamás tejen interminablemente bufandas de lana. Me gustaría alquilarle al hombre de los barquitos el velero número 17 que tiene las velas amarillas. Me paraliza la timidez. Es un sentimiento absurdo, pues en París puede uno hacer lo que quiera sin que a nadie le importe nada. Pero echar un barquito de vela a navegar en el estanque es algo que yo, aunque perezca de envidia con los niños que los dirigen con su pértiga desde la orilla, no me atrevería a hacer.
El sol juega en la arena con las sombras fugitivas que proyectan las palomas al levantar el vuelo, y aviva el verde del prado que pisotean los pájaros, y restalla en la visera charolada del agente de policía, y cabrillea en el estanque, y enrojece la cintita roja que mi vecino lleva en la solapa. Estoy metido de cabeza en un cuadro de los impresionistas. Por pura presión atmosférica, me convierto en uno de esos caballeros barbados y de cuello de pajarita que levantan solemnemente la chistera al paso de una carreta cargada de un ramillete de señoritas de flores. (Quería decir: cargada de señoritas que recuerdan un ramillete de flores, pero la frase incorrecta es más impresionista e impresionante). La imaginación me está funcionando al revés, como la memoria de Marcel Proust. Gilbertas, Albertinas, Odettes, marquesas de Villeparisis, duquesas de Guermantes, encaman en los personajes del parque. Entre Proust y yo se abre un profundo abismo de cincuenta años, pero en los jardines del palacio de Luxemburgo, donde el tiempo se estanca milagrosamente como en "A la Recherche du Temps Perdu", Proust y yo nos volvemos a encontrar. El reloj del palacio está dando las doce y me tengo que ir…