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El Cónsul me recibió con un bufido. El relato liso, sin diálogos, sería de una vulgaridad deprimente.-
– Le contesté que usted no había vuelto por aquí desde hacía meses, y no sabemos dónde se hospeda. Hace ocho días recibí un nuevo cable, ya no de su hermana, sino de la Cancillería,
– He estado enfermo durante un mes y sólo hoy he podido levantarme. Estoy seguro de que en una de esas cartas me avisan el envío de un giro, pero como hoy es sábado y no hay bancos… Un momento, señor Cónsul, un momento… Como hoy es sábado y están cerrados los bancos tal vez alguien pudiera prestarme hasta el martes unos doscientos o trescientos francos. Tengo que hacer un abono en la pensión… (Aquí enumeración de cosas ciertas e imaginarias que estoy en la obligación de realizar.) Estoy terminando mi tesis y necesito algunos datos que usted puede suministrarme. Es un estudio sociológico sobré los estudiantes extranjeros que viven en París y el problema que representa, desde el punto de vista pedagógico, su extrañamiento del hábitat natural.
El Cónsul se mordió los labios y me alargó un billete de cien francos.
– El Ministerio me pregunta cuándo saldrá usted de regreso.
– El giro que me hicieron de la casa para pagar el pasaje se me fue en este mes de enfermedad… Usted comprende…
En ese momento apareció a la puerta de la oficina mi amigo Miguel, el único que he tenido en París y a quien no veía hacia por lo menos un año. Por ser muchacho rico y de familia conocida, en el Consulado goza de un fuero especial. El Cónsul se levantó a saludarlo. Pero Miguel, en lugar de dirigirse a él, me abrió los brazos y me costó trabajo desprenderme de ellos. Es hombre generoso y emotivo a quien le estorban sus millones y está empeñado en hacérselos perdonar de todo el mundo. Es fuerte, bien plantado, elegante, con la apariencia de un "gringo" y un ligero acento, pues en realidad ha vivido más en los Estados Unidos que en su propia tierra.
Nota: Etnográficamente, el hispanoamericano es un ser, sorpresivo. Cuando se abren las puertas de una Embajada el día de la fiesta patria, nadie sabe a qué atenerse. Puede entrar un gigante rubio, hijo de padres alemanes y nacido en el sur de Chile; o un actor de cine italiano que es un funcionario de la Embajada argentina; o un africano del Congo Brazzaville, que es un ministro dominicano; o un sacerdote budista vestido a la moda occidental, que es un millonario boliviano; o un estudiante como Miguel, en cuyos ojos aflora un remoto abuelo africano, y en el cutis el tinte hepático de los aborígenes andinos de la región ecuatorial.
El Cónsul me dio una palmadita amistosa y familiar en la espalda y cambiando el usted áspero de hacía un momento por un tú más cordial, me dijo:
– Tienes que cuidarte. Una convalecencia en invierno es muy peligrosa. El martes hablaremos de tus problemas. Ya veré cómo arreglamos tu viaje para lo más pronto posible.
Miguel me miró sin comprender lo que pasaba.
– Espérame cinco minutos y almorzaremos juntos. Nosotros también nos vamos, y quiero hablar con el Cónsul un asunto muy breve sobre mi certificado de estudios.
– ¡Todo el mundo está de regreso!, exclamó el Cónsul. Las noticias son cada vez peores… El dólar continúa subiendo a saltos… Otra vez se habla de un golpe de Estado, de una revolución, de una dictadura, ¡qué sé yo! Desde que me conozco jamás he recibido buenas noticias. No me extrañaría que alguien me dijera en alguna carta: "El que desgraciadamente está muy bien y completamente curado de algo que no era un cáncer sino un falso diagnóstico, es Fulanito…"
Primera carta de mi hermana: Es inconcebible que ni siquiera nos hayas escrito cuatro líneas con motivo de la muerte de papá. Segunda: La cesantía resultó menor pues se debían varias cuotas en el seguro. Tercera: ¿Cómo estás, dónde estás, qué te pasa? Cuarta, de hacía diez días: Como no contestaste mi cable acudí al Ministerio. Debieron de dirigirle un cable al Cónsul pidiéndole que averigüe tu paradero y te despache en el primer avión, si aún tienes el dinero del pasaje. ¡Eres un sinvergüenza y un cínico!
La vida es maravillosa, porque es imprevisible. (Desarrollar este pensamiento más tarde, en el primer capítulo relativo al extraño caso del desfalco en la recaudación de rentas y gabelas de Sevilla. Lo perpetra aquel andaluz que confiaba en que su noble protector lo llevara de secretario a la Corte. En vez de ir a Madrid fue a parar a la cárcel de Cádiz. Le conmutaron la pena por un enrolamiento en la tropa que reclutaban para viajar a las Indias. Se me están ocurriendo centenares de ideas, pero con lo anterior me basta para recordar después…)
La vida es maravillosa porque es imprevisible. Desarrollo en imágenes: Una encrucijada de calles y avenidas. Al dar la vuelta a una esquina, indistintamente puedo tropezar con un ciego que me pide limosna, o con un matón que me rompe las narices, o con un amigo que me andaba buscando para decirme que he ganado la lotería, o con una mujer que insensiblemente va a conducirme a la bebida, la holgazanería, los estupefacientes, la ruina, el hospital, la muerte.
La vida es maravillosa porque es imprevisible. Cuando me había dado con el Cónsul en las narices, me encontré con este ángel de Miguel y tuve una increíble racha de buena suerte. Descubrí, además, el tema de mi novela, cargada de posibilidades no sólo literarias, sino sociológicas. Necesitaré tomar unas notas en la Biblioteca. Por conocer mi debilidad por la buena comida (alguna vez le conté que yo padecía un hambre atrasada de varias generaciones) Miguel me llevó a almorzar a un restaurante del Rond-Point de los Campos Elíseos. Al enterarse de la muerte de mi padre, de mi enfermedad, de mi imposibilidad de conseguir el valor del pasaje que había empleado en gastos explicables y urgentes, me prestó doscientos dólares que le pagaré cuando regrese al país. Me contó que le había vendido al Embajador el automóvil Mercedes que usaban su padre y sus hermanas. El que Miguel tenía, un descapotable que corre a ciento cincuenta kilómetros por hora, quedaría en un garaje de la rue de Ponthieu, pero daría instrucciones para que yo lo sacara de vez en cuando. A un coche de esa clase hay que correrlo como a los caballos del hipódromo. Me dio las llaves, el cheque y tarjetas de presentación para gentes que pueden darme un puesto.
Voy a dialogar otra vez. Relatar me aburre y me fatiga. ¿No estaré dilapidando en novelas un talento teatral que me rezuma, con la tinta, por los picos del estilógrafo?
– Le decías al Cónsul que terminabas tu tesis de grado cuando te enfermaste. ¿Es cierto?
– Tenía que decírselo porque el buen hombre es un funcionario anquilosado por la burocracia y jamás podría entender lo que frente a una carrera consular es una carrera literaria.
O teatral. Tendré que pensar seriamente en aprovechar mi talento dramático. Desde el punto de vista económico, una pieza de éxito puede producir una fortuna.
– Tú tienes una imaginación de novelista y nunca he dudado de tu talento, de tu…, etc.
– Tú en cambio, no eres el tipo del hispanoamericano, sino el arquetipo de lo que éste llegaría a ser dentro de dos generaciones, si la Alianza para el Progreso no fuera una solemne mentira.
Al pobre Miguel se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo también estuve a punto de llorar, pues pertenezco, como lo anoté alguna vez, a la categoría de los espectadores que lloran en el cine.
Cuando Dostoyewski perdió en Baden-Baden todos sus recursos, sobre la idea de "El Jugador" consiguió un adelanto de sus editores. Sin que yo pretenda compararme con él, reconozco que se trata de una coincidencia estimulante, ya que a mí se me ocurrió el tema de la novela cuando almorzaba con Miguel. Se me ocurrió al ver la curiosa mezcla de rasgos físicos y perfiles morales que caracterizan a mi amigo. Entre los últimos, pues ya me referí a los primeros, descuellan su sencillez, su vanidad infantil, su generosidad, su credulidad…
– No te vayas por las ramas. Eso está bien en una novela… en una novela proustiana. Yo no me puedo tragar a Proust. Me pierdo, como cuando aprendíamos a jugar al ajedrez.
– Tú no estás hecho para el ajedrez sino para el rugby. Mi idea es tomar tres personajes iniciales: un blanco en el siglo XVI, un indio en el siglo XVI, un negro en el siglo XVIII, los cuales han ido multiplicándose a lo largo de varias generaciones hasta fundirse y confundirse en el siglo XIX, en la época de la independencia. El blanco era un pobre diablo, pícaro y mala persona, que al venir al Nuevo Mundo para escapar a una cárcel en Cádiz por malversación de fondos, se convirtió en encomendero.
– Te equivocas si piensas que todos eran unos pícaros…
– Pícaros, maleantes, ignorantes, analfabetos, ocasionalmente funcionarios de último orden que trataban de tentar fortuna en América. Sólo a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII llegaron burócratas menos despreciables.
– A mediados del siglo XVIII vino a Cartagena de Indias un capitán español, un segundón noble de Extremadura, hijo natural del Duque de Tordesillas… Eso puede servirte. Papá le pagó no sé cuántos miles de pesetas a un heraldista de Sevilla que trabaja en el Archivo de Indias, para que nos siguiera la pista hacia atrás. Has de saber que en el siglo XVIII se tropezó con el Duque. Nosotros no tenemos una gota de sangre negra o indígena.
– Los hispanoamericanos provenimos de ese triple origen racial, lo cual no quiere decir que la mezcla se haya asentado y todos la llevemos en la sangre en proporciones iguales. En América hay blancos puros, recién llegados de Italia o de España, y los puedes ver en Buenos Aires. Hay negros puros de toda mezcla en las costas del Caribe y del Brasil. E indios que inclusive no hablan español sino quechua, en el Ecuador, Bolivia y el Perú. Y hay también -naturalmente no es tu caso- un cuarto abuelo imaginario. Cuando el hispanoamericano adquiere cierta posición social y económica, encuentra al duque siete generaciones atrás. Respecto del negro…
– No lo resisto.
– Al negro lo habían cazado en Guinea o en la Costa de Marfil, arrancándolo brutalmente de su selva y de su raza. Lo vendieron en un mercado de esclavos de Cartagena de Indias o de Bahía de Todos los Santos. El indio, mejor la india, estaba hacía siglos en América cuando llegaron el blanco y el negro.
A Miguel sólo le interesaba el desarrollo de la intriga.
– Al cabo de las generaciones, esos tres seres se entreveran de tal manera que sólo un heraldista como el que siguió hacia atrás la filiación de tu padre, podría desenredar el ovillo. En la época crucial de la independencia americana, el amo era un mestizo, el criado era un mulato, el arrendatario era un zambo. El general era hijo de un blanco y una india, el soldado era un negro cruzado de indio o de blanco, el criollo que luchaba contra los españoles en Arauca, en el Pantano de Vargas, en las faldas del Pichincha, en los desiertos de Piura, en los lagos de Chile, en las pampas del río de la Plata, era ocasionalmente blanco, negro o indio. Pero principalmente mestizo, mulato o zambo. Y aun cuando fuera un blanco de indiscutible ascendencia española, a la sazón ya pensaba y sentía, bailaba y cantaba, vivía y comía como un negro de Santo Domingo o de Bahía de Todos los Santos. Y aun cuando fuera un negro, tenía la insolencia de un blanco; y si era un indio de la cordillera, su respeto por las jerarquías oficiales, su fanatismo político y de neófito cristiano, lo asimilaban a un blanco…
El Armagnac relampagueaba en los ojos de Miguel como una tempestad ancestral.
– Las peripecias del español a quien la fuerza de las circunstancias convirtieron en marinero, soldado, conquistador; que sudaba a mares dentro de una armadura cuando remontaba el Guayas o el Orinoco en una canoa, perseguido por una nube de zancudos…
– Mi abuelo el capitán…
– Supongamos que era tu abuelo. Y luego el negro que se enfrenta, en la cala infecta de un galeón, con la realidad de la esclavitud y del látigo. Compañeros suyos de desgracia, sin ver el mar, sacudidos furiosamente dentro de la bodega, mueren de nostalgia y de peste con una extraña canción en los labios…
Miguel comenzó a tararear una cumbia.
– En esa cala venían los embriones del jazz, la samba, la cumbia, el porro, el merengue, el currulao… Te confieso que ahora miro a los negros que pasean por el Boul' Mich' con una profunda simpatía. Al menos, ya no los subastan en un mercado de esclavos; ni los palpan, los miden, les examinan los dientes y los órganos genitales, como si se tratara de comprar caballos de carreras o perros de raza… En París, ellos compran sus blancas…
Miguel había pedido otro Armagnac. A las gentes sin imaginación, el chisporroteo de las imágenes y las ideas les encandila los ojos.
– La india de mi novela sólo tuvo alma cuando Sus Católicas Majestades graciosamente se la concedieron. Volvió a perderla cuando en el resguardo los doctrineros dominicos la persuadieron de que el mundo de sus abuelos no era suyo, y los dioses que ella adoraba no eran los verdaderos, y los príncipes a quienes servía no eran poderosos, y la lengua que hablaba era un balbuceo infantil. Los extranjeros que llegamos a París, ante el abrupto chauvinismo francés nos sentimos más o menos indígenas.
– ¿Cómo se te ocurrió todo eso?
– Toda esa parte la voy a tirar al Sena.
– ¡No seas bárbaro!
– He resuelto que mi novela arranque en el momento de la independencia americana.
– ¡Ah!, claro.
– Cuando a comienzos del siglo XIX ya se había formado una sociedad colonial y frente al señorito español recién llegado de Madrid a América hay una realidad nueva: el mestizo y el criollo.
– Pero ¿cómo se te ocurre tirar a la cesta todo el proceso anterior?
– ¿Te has puesto a pensar cuánto mármol hizo pedazos Miguel Ángel cuando tallaba la estatua de David? Te advierto que David no me gusta porque no corresponde a la idea del adolescente que cantaba y bailaba al pie del altar. Es un acromegálico. El David de Miguel Ángel es un Goliat. Pero verás: ha comenzado a correr la noticia de que el general Bolívar viene con un ejército de venezolanos por los llanos de Apure, a internarse en la Nueva Granada…
– Pero ¿cuáles son los personajes?
– Un criollo descendiente de encomenderos españoles, con hijos mestizos de cualquier india del lugar. Otro personaje es un mulato venezolano que conquistó sus galones de capitán montado en pelo, luchando contra los chapetones en los llanos de Apure. Otro viene de una ciudad del Caribe… Otro…
– Me gustaría que papá leyera lo que llevas escrito.
– Desgraciadamente los seis o siete primeros capítulos están en manuscrito. No tengo máquina de escribir.
– Te voy a dejar la que papá tenía en el departamento, ¡no faltaría más! Es una Olivetti magnífica. El chófer te la llevará al hotel.
– Me interrumpes a cada momento. A comienzos o mediados del siglo XX, tenemos un industrial millonario, orgulloso de su origen español, aunque verás… Dentro de ese mundo americano en un doble proceso de integración y descomposición, resulta que el industrial es descendiente del mulato venezolano y una mestiza granadina hija natural del prócer blanco. Hay en cambio una pobre muchacha que languidece en un pueblo de provincia y procede en línea directa del prócer y su mujer legítima. En un capítulo en que trabajaba cuando me enfermé, estalla el drama familiar cuando el industrial quiere impedirle a su hijo que se case con aquella niña "que no es de buena familia".
Cuando Miguel me dejó en la boca del metro, la noche se desplomaba sobre París. En la esquina del "Figaro" nos abrazamos al calor que despedía una vendedora de castañas. Miguel quería llevarme al cóctel que daban en su honor en el Hotel Jorge V, y comer luego con su padre y sus hermanas -la una muy graciosa y la otra francamente negroide- pero me negué a acompañarlo. Me hubiera tentado comer en un restaurante de lujo y deslumbrar al padre de Miguel, un millonario cursi que comenzó su educación a los cincuenta años. Podría hacerle la corte a la muchacha bonita, para halagar a la familia; aunque para toda esa gente yo soy un pobre estudiante cuya hermana es una señorita mecanógrafa.
Metro de París(aproximación al tema): Túneles asfixiantes, corredores interminables, escaleras de cemento, luz crepuscular, olor tibio y espeso, muchedumbres apresuradas, empleadas viejas y feas, truenos subterráneos, "portillon automatique" que me da en las narices cuando voy a franquearlo y el tren entra en la estación con un pavoroso estruendo de hierros retorcidos. Carteles de propaganda comercial: invitación a realizar viajes que nunca podré hacer y a adquirir cosas que tampoco podré comprar. Muchachas que me miran con ojos maliciosos al través de una cortina de cabellos dorados por un champú inigualable. A veces he tenido la tentación de deformarles la boca con un lápiz, y de violar esas bañistas que exhiben, en otro cartel, un minúsculo bikini. En el vagón de segunda maldigo interiormente la mala suerte que me obliga a no viajar en primera para economizar unos céntimos. Apretujado por pasajeros que entran y salen continuamente, atormentado por desapacibles olores que flotan en nubes lentas y calientes, me voy cargando de odio contra todo o contra alguien en particular. Cuando el vagón pasa por la estación de Saint-Lazare o de Havre-Caumartin -bajo los grandes almacenes de Printemps y Galeries Lafayette- un tropel de compradores de saldos se precipita en los andenes e irrumpe al mismo tiempo una multitud que teóricamente no cabe en el vagón. (Capacidad: 37 pasajeros sentados, 139 de pie.) Viajeros con maletas, señoras con paquetes de compras, excursionistas, un náufrago abrazado al leño de una muchacha entre aquella encrespada muchedumbre, un policía que me mira con curiosidad sugiriéndome que soy un extranjero cuyo permiso de residencia caducó hace meses. Un aviso adosado a la pared del vagón me previene de un peligro de muerte cuando pase por la estación de La Motte-Piquet o la de Filies du Calvaire. Siento rasquiñas intempestivas en sitios que no me puedo rascar, malestares pasajeros, necesidad imperiosa de un W. C., deseo de gritar algo escandaloso y obsceno que haga enrojecer a las señoras. Cuando me deslizo trabajosamente entre la multitud, en la estación terminal de mi viaje, me siento en un banco del andén, me enjugo el sudor de la frente y trato de no pensar en nada…
El metro es una de mis obsesiones parisienses. Escribiría una novela sobre el metro si no tuviera entre manos otro tema mejor.
Me despedí de Miguel y descendí de cuatro en cuatro las escaleras de la estación Franklin Roosevelt. Las vitrinas del andén presentaban una serie de trajes de invierno para hacer esquí, colecciones de abrigos en pieles suaves y espesas, pañoletas de colores que se funden en tonos tenues que acarician la vista. El “portillon automatique" estaba abierto de par en par. Había poca gente, mejor vestida y menos fúnebre que como solía verla. Ningún mendigo dormía la borrachera tirado en los bancos del andén. Una señora elegante, con una sombrilla de mango de metal, y un caballero anciano de bigote gris, consultaban el mapa del ferrocarril subterráneo. Dos muchachas conversaban en voz baja. Pensé en Chantal y decidí llamarla por teléfono o ir a verla cualquiera de estos días.
El tren no demoró ni tres minutos en llegar, silencioso, reluciente, azul y amarillo, sin la estridencia de ruidos y colores verdes y rojos de otras líneas menos distinguidas que la de Vincennes-Neuilly. Y en mi vagón -había comprado una tiquetera de primera para cambiar el billete que me había dado el cónsul- la concurrencia era distinguida y escasa. Una pareja ya madura y de apariencia respetable. Un señor condecorado con la Legión de Honor. Un oficial del ejército. Una señora joven con un niño serio y formal que no lloraba, ni se chupaba los dedos, ni se hurgaba las narices, ni me miraba con impertinencia. La contemplación minuciosa de una muchacha, desde la cabeza de color de hoja en otoño hasta los pequeños tacones de las botas de invierno, me produjo una excitación pasajera. Cesó cuando descendió en Palais-Royal y se alejó por el andén, ágil y cimbreante, como una hoja de otoño arrastrada por un viento invisible. Cuando me apeé en la estación del Hotel-de-Ville, tuve una imperceptible tristeza. Hubiera querido seguir rodando indefinidamente en aquel vagón silencioso. Las torres de Notre-Dame se recortaban en negro contra un malva rojizo que se cierne sobre París en las noches de invierno. Me senté ante una mesa del café "La Boule d'Or".
– Un Armagnac, un doble Armagnac, por favor.
El aliento del Armagnac reconforta. En cambio hay aromas enervantes como el de la nuca de Chantal cuando ha sudado un poco, y deprimentes como el de los urinarios de las avenidas. De un tiempo a esta parte mi memoria se ha agudizado extraordinariamente. Sin omitir detalle podría seguir paso a paso el recorrido que acabo de hacer entre el Hotel-de-Ville y "La Boule d'Or" pasando por el puente de Notre-Dame. Podría describir los raros transeúntes que encontré en la calle, y aun recitar de corrido los nombres de las estaciones de metro que se escalonan entre Franklin Roosevelt y la plaza del Hotel-de-Ville.
Al volver la cara descubrí en la mesa vecina una negra de unos veinte años, alta, fuerte, con los senos demasiado opulentos, una cintura delgada y unas caderas de contorno perfecto. No era fea ni bonita: era negra. Iba disfrazada de blanca, con gorro, chaqueta de gamuza, botas blancas que le llegaban hasta ese lugar en que la pantorrilla comienza decididamente a ensancharse. La invité a un coñac y luego a mi hotel, lo cual aceptó encantada. Cuando salimos y ella me cogió de la mano, sentí una impresión de vergüenza. Me pareció que las señoras que pasaban por la calle, y las parejas que se besaban en la esquina, y el agente que dirigía la circulación, se burlaban de aquella negra cuyas botas blancas contrastaban escandalosamente con su rostro primitivo, de labios gruesos y dientes de antropófago. Tenía la impresión de que podría desteñir cuando comenzara a sudar, y al tocarla mis manos quedarían tiznadas. En la esquina del Parque de Luxemburgo no pude soportar más tiempo la impresión de vergüenza y tomamos un taxi. Al llegar al hotel pasé al otro lado de la calle, y en el bistrot, sin necesidad de mostrar el cheque de Miguel, me prestaron cien francos. Si no lo hubiera tenido en el bolsillo, jamás me hubiera atrevido a decirle al patrón que me prestara esa suma hasta el próximo martes.
El Evangelio de San Juan dice que en el principio era el Verbo. En el primer capítulo del Génesis el Creador les puso nombres a todos los seres y a todas las cosas. Primero nombró las aves, y los peces, y las estrellas, y después los creó de acuerdo con los nombres con que los había bautizado. La creación es una nomenclatura. ¿Qué nombre le pondré a mi novela?
Al ver desnuda a la negra, como un ídolo del Museo del Hombre en el Palais de Chaillot, la palpé con recelo y curiosidad, como quien pasa la mano por la piel de un reptil disecado. Al través de la suya se sentía la vibración de los músculos.
– ¿Vienes? A media noche tengo cita con un amigo a quien le gustan las negras.
– ¿Conoces muchos blancos? ¿Te gustan más que los negros?
El título tiene que ser seco y vibrante como el latigazo de un blanco en las nalgas de un negro, en un mercado de esclavos. Le di una palmada en las nalgas. Era resbalosa como un pez, vibrante como una anguila eléctrica. Puesto que estaba a punto de escribir la gran novela de América, tenía necesidad de reconstruir con cierto conocimiento de causa lo que debió ser el primer contacto de un amo y una esclava en ese período remoto en que América comenzó a fermentar a espaldas de la moral, la dignidad, la vanidad, el orgullo y la jerarquía. El fuerte olor que despedía su cuerpo, calcinado por un hervor de la sangre, me producía deseo de vomitar.
– A veces los blancos me producen asco. Son negros desollados.
La idea de que si quería seguir documentando mi memoria y mi imaginación, tendría que intentar cualquier noche una nueva experiencia con una estudiante china o coreana que me representara a una india de América, me produjo horror. Tal vez por mestizos los hispanoamericanos llevamos en la sangre el horror de las razas amarillas y negras.
Cuando se fue con cincuenta francos que le di, apagué la luz y traté de dormir. La incapacidad de encontrarle un nombre a mi novela me desesperaba. Si la comienzo en plena guerra de independencia tendré que resistir, como quien doma un potro cerrero, la tentación del heroísmo que hace cabriolas y la oratoria con las crines al viento. Y otra cosa. No olvidar que el paisaje es un devorador de escritores hispanoamericanos, cuyos personajes van achicándose cada vez más a lo largo del libro hasta convertirse en hormigas que han perdido su hormiguero, aplastado por el tronco de un árbol. La mía será una novela del hombre, entre seres humanos, cuando el hispanoamericano comenzó a existir. Y si no existe todavía es porque no está bautizada. Para crearla tengo que bautizarla, pues con los nombres Dios hizo el mundo y con ellos el hombre hace la poesía.
La carta que le escribí a mi hermana para descargar mi conciencia, comenzaba con las disculpas de rigor: Una enfermedad, una huelga de correos en que debió perderse la primera mía en respuesta a la primera suya, una segunda huelga que paralizó el tráfico aéreo y debió tragarse en la vorágine de la administración mi segunda carta. Dolor inmenso por la muerte de papá, recuerdos familiares, solicitud de unas fotografías para adornar mi cuarto. Sobre todo le hablaba de la redacción de mi novela, la cual a juicio de escritores con quienes converso diariamente en las revistas literarias, será la mejor de cuantas se hayan escrito en diez años. Promesa de viajar en el próximo invierno.
Nota (histórica): Para las agencias de noticias, los organismos internacionales, las universidades europeas, los países antiguos y recién nacidos, las bibliotecas públicas; para el funcionario de correos, el camarero de café, la prostituta y el chofer de taxi, América es los Estados Unidos de América. Hispano-Americano (con un guioncito en la mitad, un broche de presión, la presión de la Secretaría de Estado sobre la Cancillería española) significa un tratado de cooperación económica y militar entre la España del Generalísimo Franco y los Estados Unidos del General Eisenhower. Quien dice América, en virtud de un reflejo condicionado por la propaganda, piensa en los rascacielos de Manhattan, el Capitolio de Washington, las cataratas del Niágara, los gangsters de Chicago, el puente de San Francisco, los turistas millonarios, el divorcio en Reno, las actrices de Hollywood, los petroleros de Texas, los sabios de Alabama, el pastor King, la discriminación racial, el Ku-Klux-Klan y el asesinato de Kennedy.
Nota (literaria): Hay dos géneros de lectores: los que sienten una impresión de desaliento frente a una serie de páginas sin diálogo ni punto aparte, y los que se saltan los diálogos por considerarlos sofismas de distracción dentro del curso del relato. A mí me gusta la visión gráfica del diálogo en una página impresa. Bajo de cuatro en cuatro los peldaños de esa escalera para caer a pie juntillas en la plataforma del párrafo denso que se encuentra al final. Pero también me gusta seguir, sin paradas ni pérdidas de velocidad, en un expreso que rueda a ciento cincuenta kilómetros por hora, la cinta pareja y ondulante de una novela sin diálogos. Este tipo de retórica tiene sus encantos:
Señor Presidente del Congreso, señores diputados, señores:
Hasta el siglo XVIII, con el Buen Salvaje de Rousseau; inclusive hasta comienzos del siglo XIX con los libertadores, América éramos los de abajo y no los de arriba. Los pobres y no los ricos, los latinos y no los sajones. América era los desiertos de México, los volcanes de Centroamérica, las fragantes islas del Caribe, las selvas del Amazonas y del Paraná, las pampas del río de la Plata, las montañas de Colombia donde los Andes abren la mano para señalar con el índice el istmo de Panamá, con el dedo del corazón la Sierra Nevada de Santa Marta y con el meñique el fabuloso Lago de Maracaibo. Era las punas de Bolivia, los quebrachales del Paraguay, los morros de Río, las viejas ciudades coloniales, silenciosas como conventos y abigarradas como altares barrocos. América era su turbulenta historia política que comienza con una lanza y una cruz hincadas en las playas de Santo Domingo, y culmina en este vacío, en esta vergüenza del anonimato. Entre los siglos XVI y XVII era el receptáculo de la historia universal; era el coto de caza de las águilas imperiales de España y Portugal y un vivero de palomas que el Espíritu Santo echó a volar sobre los indios de América. Pocos años después de terminada la segunda guerra, en pleno siglo XX, el Nuevo Mundo era el señuelo de un mundo viejo y adolorido que sangraba emigrantes por los cuatro costados.
Bravos, vivas, aplausos. Un ujier me pasa un vaso de agua.
A partir de entonces, señor Presidente, se nos arrebató el nombre con la misma rapacidad con que se nos había despojado de la tagua, la quina, el caucho, el oro, el salitre, el estaño, el cobre, el petróleo, una isla en el Caribe, unos desiertos en el norte de México y el istmo de Panamá.
¡Eso es hablar! ¡Abajo los Estados Unidos!
Internacionalmente dejamos de existir. Históricamente, somos un imperio en descomposición. Ante el porvenir somos una carrilera abandonada. Como noticia periodística no somos nada. En cuanto grupo de países a quienes atan entre sí su pasado, su porvenir y su lengua, no constituimos un continente sino un archipiélago de pequeñas naciones que se agitan en un torbellino demográfico.
Una tempestad de aplausos. Vivas. Escándalo en las barras. El Presidente agita furiosamente la campanilla. Me asfixio entre cien manos que me palmotean las espaldas. Es una escena imaginaria, claro está, y podría suceder en el recinto de cualquier Congreso hispanoamericano. Pero hablando en serio, si América ya no tiene nombre, ¿qué nombre podría darle a una novela sobre América?
Esto no puede seguir así. Releo el párrafo anterior, que escribí sin levantar la pluma del cuaderno, y sentí vergüenza. Hasta en París el recuerdo de América a un escritor hispanoamericano no le produce ideas, sino palabras. Por ningún motivo desearía que mi novela destilara retórica por todas las páginas y al terminar su lectura dejara los dedos embadurnados de águilas bicéfalas, carabelas, selvas, cordilleras, indios tristes que apestan a humo de rancho, blancos palúdicos y negros que huelen a sudor.
Pero esto de la retórica tiene sus encantos, pensaba yo. Victor Hugo dispone en París de una calle, una avenida, una plaza, y naturalmente una bóveda en el Panteón. Es la apoteosis de la retórica, o si alguien lo prefiere, de la poesía. Los Cabildos, que bautizan las calles, son más sensibles a la retórica que a la verdadera poesía y a las glorias militares que al pensamiento filosófico. Montaigne, hombre discreto, sería una excepción, pues se ganó la lotería de la inmortalidad con la avenida de su nombre que se desgaja del Rond-Point de los Campos Elíseos; pero era un billete falso. Ningún turista americano ha leído una página de sus Ensayos, aunque no hay uno que ignore que en la Avenue Montaigne se encuentran uno de los hoteles más costosos y una de las casas de modas más elegantes de París. En cambio el Mariscal Ney tiene un bulevar feo que nace en la Porte de Clignancourt, y yo creo que era un buen mariscal.
Al nivel del bulevar hay un bistrot y una floristería no lejos de la plaza. El resto, con el nombre pomposo de "Clínica del Buen Samaritano", es un escaparate de pisos sombríos, ventanas desconchadas y mugrosas y rejas de hierro comidas de orín.
¡No describir! ¡Por favor, no describir! A lo sumo, dos o tres detalles representativos.
Encontré a la pobre Chantal exangüe y en los huesos. Sólo los grandes ojos castaños conservaban una juventud que había huido de sus mejillas hundidas, sus hombros estrechos y su cabellera apelmazada y opaca. Le prometí darle los quinientos francos que me pedía a cambio de que buscara dónde vivir, pues a partir del día siguiente yo me alojaría en el cuarto de un estudiante amigo, situado en el primer barrio que se me vino a la cabeza. Cuando la dejé, sobre la promesa de volver el martes o el miércoles con el dinero, se le había ocurrido viajar a un pueblo en Bretaña donde una tía suya trabaja de criada en una fábrica de quesos. Tiene por Chantal un amor casi maternal, pues la crió cuando su madre huyó con un chofer de camión y no volvió jamás. Esta historia, aunque falsa, me descargó definitivamente de Chantal con la promesa de los quinientos francos que no cometeré la ingenuidad de darle. La caridad empieza por casa, decía papá.
Cuando estaba sentado al lado de su cama me sentía eufórico y optimista, aunque se desprendía de las ropas del lecho, de una limpieza dudosa, un repelente olor a fiebre y a desinfectantes. Mientras le hablaba o escuchaba lo que me decía, asistía yo a un baile en el salón de un caserón de Tunja, al otro día de la batalla del Pantano de Vargas y un día antes de la del Puente de Boyacá. Era un baile mestizo, de hombres americanos en un escenario todavía colonial. La arquitectura de la casa era un mestizaje de barroco español y estilo americano, aunque tengo para mí que el barroco ya es un estilo "americanizado y mestizo. Los muebles europeos se habían modificado insensiblemente al pasar por las manos de los artesanos indígenas. Mestizos los indios y los muebles, pues aunque los primeros racialmente fueran puros, el pensar en una lengua europea que no era la suya, espiritualmente los había transformado en mestizos. Sería una idea aprovechable para una Historia de los estilos mestizos, pero la erudición me fatiga.
Imaginaba otra escena cuando en el Mercado de las Pulgas me detuve frente a un reloj de pared de la época Imperio. Una sala alfombrada, iluminada por unas lámparas de cristal cuyas ceras chisporroteaban sin disipar las sombras. Tic-tac…, tic-tac… Un hombre maduro, elegante, de bigote gris, está apostrofando a un joven de unos veinticinco años de edad que yace, más que sentado, fulminado en un sillón… Tic-tac…, tic-tac… Tiene el muchacho los mismos ojos saltones y negros de su padre, sólo que los de éste están inyectados de cólera más que de sangre… Tic-tac… Levanta la diestra y la agita frente al rostro despavorido del muchacho… Tic-tac…, tic tac… Jamás permitiré que te cases con la hija de ese indio que enjalmaba mulas en la pesebrera de la hacienda… Tic-tac…, tic-tac…
– ¿Al señor le interesa el reloj? -me preguntó con voz confusa un anciano de boina vasca en la cabeza.
– ¿Cuánto vale?
– Doscientos mil francos…
Doscientos mil, menos un cero veinte mil, menos un cero dos mil, dividido por cinco, cuatrocientos dólares… ¡Una barbaridad!
– ¿En ciento cincuenta mil no le interesa?
Ciento cincuenta mil, quince mil, mil quinientos, trescientos…
Lo que me preocupa es la imposibilidad de comprimir en una novela todo el proceso de formación de la sociedad americana cuya culminación en un país del Caribe es un mulato, en un país andino es un mestizo, en el norte del Brasil un mestizo con pigmentación de negro y en un país del sur un blanco con alma de mestizo.
Comienza a aclarar, si así puede llamarse la cortina opaca y lechosa que cuelga contra los cristales de mi ventana. Deben ser las ocho de la mañana. En la calle ruedan los primeros automóviles. Más que la falta de interés fue la de sol lo que me obligó a abandonar mis estudios. No sé cómo un estudiante puede levantarse a media noche cuando el reloj ya señala las siete y media de la mañana; y deslizarse con las manos en los bolsillos por avenidas heladas y oscuras; y llegar a la facultad donde un profesor soñoliento y acatarrado explica con una voz que se condensa en una nube de vapor, la influencia que el sol, el mar y el aceite de oliva tuvieron en la civilización greco-romana. Pasos en el corredor, conversaciones apagadas aquí y allá, ruido de torrente en el W. C. del piso, voces y clamores lejanos. Voy a levantarme, pues hoy es lunes, tengo que cambiar mi cheque en el Banco y encontrarme con Miguel en el Consulado para recibir instrucciones.
Recorrido del bus 84 (¡ah!, ¡el placer de enumerar!): Parque de Luxemburgo, Plaza de San Sulpicio, calle del Vieux-Colombier, avenida de Sevres, Boulevard Raspail, rue du Bac, rue Bonaparte, orilla izquierda del Sena, Puente de la Concordia, Plaza de la Concordia, rue Royale, la Magdalena. Anticuario, librería, librería, anticuario, bistrot, anticuario, bistrot, librería, ocasionalmente una tienda de objetos de lujo enrazada de tienda de antigüedades, y en cada calle una galería de pintura y una floristería. Centenares de automóviles estacionados en el sector central del Boulevard Raspail. En el Sena verde y azul, jaulas de vidrio cargadas de turistas suben hacia Notre-Dame y lanchones cargados de arena y de carbón descienden hacia Neuilly. Aglomeración de automóviles en el Puente de la Concordia, espacio inmenso de la plaza con los jardines de las Tullerías a la derecha y a la izquierda los Campos Elíseos, atestados de automóviles. Frente a mí las dos bellas fachadas del Ministerio de Marina y del Hotel Crillon, ve se abren para dar paso a la rue Royale. En el fondo, sobre un zócalo de piedra, ese falso Partenón que es la iglesia de la Magdalena. Cuando visitó la Grecia el padre de Miguel, le sorprendió el parecido del Partenón con la Magdalena de París. Todo el sector es un sueño de Grecia en una mañana invernal, desteñida y gris. No me gustan la Magdalena ni las matronas que se visitan en el centro de la plaza, en torno del obelisco, apoltronadas en pesados bloques de piedra. Si me permitiera corregirle algo a París las desmontaría de sus zócalos y haría una operación de trueque entre la columna de la Place Vendome y el obelisco de la Concordia. Lo menos que puede pedir la gloria de Napoleón es que su estatua le vuelva las espaldas a los jardines de las Tullerías y mire eternamente, al través del Arco del Triunfo, esos suntuosos crepúsculos del verano que recuerdan el sol de Austerlitz.
Nota: Más que describir, sugerir. Los escenógrafos modernos no montan complicados escenarios con construcciones y bambalinas de cartón. Insinúan el paisaje, o el lugar, con unos elementos muy simples: una rama descarnada basta para sugerir un bosque y un reflejo que barre el escenario es suficiente para recordar el sol que se asoma un momento entre las nubes. Pero dejemos esto.
Le pagué al Cónsul mi deuda y con Miguel le echamos un vistazo al automóvil a fin de que me conozcan en el garaje de la rue de Ponthieu. Almuerzo con Miguel, su padre y sus hermanas en el Hotel Jorge V. Despedida de Miguel, etc. Estoy cansado y no quiero escribir. No puedo escribir. Es absurdo sentarse a escribir en un cuarto de hotel cuando París bulle, hierve y crepita a lo lejos; cuando mi ventana es un lienzo de color naranja; cuando quisiera contemplar una vez más las luces de los automóviles que cruzan por los puentes del Sena; cuando los faroles clavan banderillas de fuego en un río espeso y aceitoso que ondula como un reptil; cuando alguno de los amigos que dejé en mi tierra, exclamará súbitamente: ¡Y pensar que ese idiota estará en algún cabaret de París con una mujer muy linda sentada en las rodillas!
Para vencer la aridez y el desaliento, Santa Teresa se ponía a orar de rodillas, con los brazos en cruz, y se azotaba con una correa erizada de pinchos. Yo no soy Santa Teresa, a Dios gracias. Pero con el objeto de vencer la tentación de salir, me voy a acostar.
Propósitos para realizar a partir de mañana:
1. Trabajar en mi novela cuatro horas diarias.
2. Pasar los sábados por el Consulado a fin de relacionarme con los estudiantes que van en busca de su correspondencia.
3. Vivir austeramente: ni Ricard, ni mujeres, ni taxis, ni restaurantes, ni revistas.
4. Teatro o cine una vez al mes.
5. Escribir una vez al mes a mi abuela y a mi hermana.
6. Matricularme en la Facultad de Altos Estudios Latinoamericanos, no para seguir cursos ordenadamente, sino para consultar obras en la Biblioteca en vista de mi novela.
Estos seis mandamientos se encierran en dos: sobriedad y trabajo.