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CUADERNO N.° 5

Estoy a un mes largo del viaje de Miguel. A quince días del entierro de la pobre Chantal, a quien arrebató de esta vida una septicemia que en esa falsa clínica no le pudieron curar, a tres semanas de proclamar en este cuaderno mis seis mandamientos que se encierran en dos: sobriedad y trabajo. Los he violado todos, uno por uno, y hoy me encuentro como la víspera del día en que en el Consulado tropecé con Miguel, al cual, y para comenzar, no le he escrito la primera carta. Me falta valor para comunicarle el percance del automóvil. No he vuelto al Consulado. Estoy en seco y en blanco, como en mis peores días. Me pasé a un hotel de la rue Jacob, entre tiendas de anticuarios y viejas librerías, para estar cerca del Boul' Mich', la rue Saint-Guillaume, Saint-Germain des Prés y la Facultad de Altos Estudios Hispanoamericanos, aunque éste es el momento en que aún no me he matriculado ni he visitado la primera vez la Biblioteca. Lo imperdonable, pues estos accidentes son explicables en un joven que se encuentra abandonado en París, es que no he escrito la primera palabra de mi novela, ni le he encontrado un título, ni he decidido si la escribo en cuatro volúmenes -uno para la línea española, otro para la negra, otro para la india y el último para la integración y la síntesis- o si tomándola en plena efervescencia de la Guerra a Muerte la llevo a saltos, en cuadro, a galope tendido, en una carga de caballería hasta el conflicto final. O si, sin meterme en arandelas históricas, cojo el rábano por las hojas y presento el drama social de nuestra época haciendo penetrantes incursiones en la psicología de los personajes, pero no al margen de ellos, sino al través de sus diálogos. Esto último podría ser una solución.

Nota: Abandoné el hotel de la Avenue Port-Royal, pues no resistía un día más la pegajosa amistad del farmacéutico. Cuando se dio cuenta de que yo tenía unos dólares en el bolsillo, adquirió la costumbre de pasar con su novia por mí e invitarme a una copa al bistrot, que naturalmente yo pagaba. Los dos están entregados a la fabricación de un jarabe para combatir la caspa, la calvicie, la seborrea, la alopecia, con grasa de animales herbívoros y sangre de mujeres encinta.

Con su descubrimiento, los pobres piensan realizar sus ideales: un departamento barato, una farmacia de barrio, un televisor, una lavadora y una radio.

Estos cuadernos se han vuelto un camino de evasión y un monólogo: reemplazan el amigo que no he podido encontrar y al confesor que pudiera perdonar mis pecados. He comprendido por qué los franceses son tan aficionados a escribir diarios. Es una buena costumbre que los enseña a reflexionar y les forma el estilo. Pero ésa no es la razón, sino la justificación de una inclinación natural. Los franceses son introvertidos frente a los españoles, los italianos y los griegos, que viven -con excepción de los místicos- enajenados y volcados al exterior. Los franceses son galos, es decir, nórdicos, antes que latinos y mediterráneos. El escape de su soledad es el diario. Son bárbaros melancólicos. Basta ver a los chóferes de taxi y a las porteras para comprenderlo. Todos deben escribir diarios.

Los agentes del seguro sostienen que aunque éste cobija toda clase de riesgos, inclusive el de los accidentes producidos por el "verglas", el pago de cuotas no estaba al día. Yo no pagué a comienzos de enero la que debería cubrir los primeros seis meses del año en curso. El dinero que me dejó Miguel en un sobre aparte junto con las llaves del automóvil, desapareció devorado por ese abismo que es el costo creciente de la vida en París. (Cinco por ciento de aumento este año respecto del año anterior. El gobierno predica la estabilidad monetaria.)

Nota: Las necesidades económicas aumentan de tres a uno a medida que se dobla el ingreso para satisfacerlas. Dar dinero a los países subdesarrollados puede sacarlos momentáneamente de la postración fisiológica, pero no tardará en precipitarlos en una crisis de inflación. Tener automóvil propio cuesta cincuenta veces más que utilizar el metro o el bus. La civilización no es simplificar la vida, sino complicarla, etc.

Con las llaves en el bolsillo y no sólo la autorización sino la recomendación de darle al automóvil de vez en cuando una vuelta y "correrlo" como a los caballos del hipódromo, era apenas lógico que cayera en la tentación de sacarlo del garaje. Llenarle el tanque de gasolina fue un gasto adicional con el que yo no contaba. Cubrir tres o cuatro multas que tenía Miguel por mal estacionamiento, otra inversión imprevista. Ignoraba que Miguel no le había cambiado el aceite y ni él ni yo podíamos prever cuando fui por primera vez a sacar el coche del garaje, que una llanta estuviera en el suelo.

Cuando me presenté en la Place Clichy entre las ocho y las nueve de la noche, a Pabliño se le olvidó el hispa-no-franco-portugués, que es su lengua particular. Me indicó por señas un sitio de estacionamiento reservado a clientes especiales, en el paseo central del bulevar. Me hallaba en la faena de acomodar mi coche, digo, el de Miguel, entre una moto y una camioneta, cuando llegó Juanillo acompañado por el rubio del bar, dos criados españoles, la "dame du lavabo" y tres de las muchachas del coro. El descapotable valía la pena. Su color gris acero impresionó profundamente a las antiguas compañeras de la pobre Chantal. Entusiasmada con el vehículo, una de ellas me propuso dar una vuelta por el Bosque de Boloña. Las calles no estarían congestionadas, pues no era hora pico, ni viernes por la tarde cuando París bombea millones de automóviles hacia la periferia, ni lunes por la mañana cuando los aspira en un movimiento de reflujo.

Gasolina, aceite, multas por mal estacionamiento, cigarrillos americanos, desayuno en un bistrot, una muchacha graciosa y bonita colgada del brazo: todo eso, antes de dormir con ella, me había costado ciento cincuenta francos. El paseo que hicimos el sábado siguiente me costó mucho más.

El paseo: Antes de poner en marcha el automóvil en dirección a las montañas, cargado con dos maletas que no abultaban mucho, había dejado en las Galerías Lafayette poco menos de quinientos francos en compras más o menos urgentes para ella y para mí. Cuando logramos escapar del casco urbano de París, y nos pusimos en órbita en la autopista, ya era hora de almorzar.

Contar una cena en un restaurante, pintar un jardín poblado de niños, palomas y sirvientas; escribir "Fulano enarcó las cejas, se echó hacia atrás en el sillón del escritorio, se llevó las manos a la nuca…", o "Zutano, con la más inocente de las sonrisas, exclamó…"; relatar un paseo al campo como en las novelas hispanoamericanas, todo eso me exaspera. Pienso con terror en la cantidad de cosas a que por fuerza tendré que referirme en mi novela, sean cuales fueren el tema y la forma que adopte definitivamente: vestidos, habitaciones, plantas, animales, muebles… Tendré que hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para emprender este áspero camino de la literatura, que a veces atraviesa desiertos deprimentes y otras asciende por cuestas fatigosas antes de alcanzar una altura desde la cual se domina, en abanico, el destino de los personajes. Estos pensamientos me impiden concentrarme no digo ya sobre mi novela, sino sobre el malhadado paseo en el automóvil de Miguel.

Fui al Consulado esta mañana por unas cartas -de Miguel y de mi hermana- naturalmente sin dejarme ver del Cónsul. Mi hermana me mandó un billete de veinte dólares: diez para comprar dos mantillitas de encaje negro que las señoras usan para ir a misa, y diez para que yo pueda darme "algún pequeño gusto en medio de mis agotadores trabajos de escritor".

Había conocido a Miguel en el Ministerio, a donde lo llevó algún asunto oficial. Miguel se lanzó en un elogio desaforado de mí y de la novela que estoy escribiendo. El gobierno debería renovarme la beca que un funcionario estúpido no había querido prorrogar, con la disculpa de que yo estaba perdiendo lamentablemente el tiempo en París.

Varias veces he escrito que no quiero pensar. Cuando digo que no quiero pensar, lo que en realidad sucede es que no quiero sentir. El pensamiento es frío, rígido, esquemático, sin corazón. Un teorema de Euclides o una regla de interés compuesto no hacen reír; y en cambio una imagen, un recuerdo, un tema musical, un sabor, nos hieren el corazón y pueden alegrarnos o hacernos sollozar. En su carta, Miguel hacía una amable referencia a mi hermana y me prometía ir a casa para conocer a mi abuela.

Puedo pensar fríamente la escena: un joven rico, despreocupado y elegante, salta de la Avenue Foch a una casa fea, destartalada, pobre, en un barrio de empleados públicos para visitar a una señora ingenua y reumática, vestida de negro, que al hablar de su nieto y hacer absurdas e ingenuas preguntas sobre su vida en París, comienza a llorar. Lo que no puedo, ni quiero, es sentir esa escena.

En su carta, Miguel me pregunta por la impresión que me ha producido su automóvil y me recomienda una vez más que lo saque de vez en cuando y no olvide pagar los recibos del seguro y el arrendamiento del garaje. ¿Para qué pagar mientras no se defina el caso con la compañía de seguros? Me dice que la familia no regresará a París antes de dos o tres años, pues su padre se ha metido en un gran negocio de urbanizaciones populares y él ha estado ocupadísimo en almuerzos, cócteles y comidas, con motivo de su llegada. Para pasar el tiempo aceptó el cargo de jefe de relaciones públicas en una empresa en la cual su familia tiene la mayoría de las acciones. Frase del viejo: "Para triunfar en la vida, el hombre debe seguir su vocación: la mía es ganar dinero y la suya, escribir".

En mi país, el campo son valles hondos y ardientes sobre los cuales flota un vapor transparente; y montañas azules que se arropan con una ruana de niebla y una montera de nubes. Tengo la impresión retrospectiva de que el cielo es más alto, y la naturaleza más hermética, y la soledad más espaciosa. En Europa el campo es doméstico y los bosques limitan el horizonte decorando suntuosamente el paisaje. Los ríos son mansos y ruedan en medio de tierras de labor que ondulan en la lejanía. Aun cuando no se vea un pueblo, una granja o un castillo, por todas partes se percibe la presencia del hombre. A veces una presencia deliciosamente anacrónica: una carreta de heno tirada por percherones (Brueghel), la aguja gótica de un campanario (Millet), una ruina cubierta de hiedra (Velázquez), una campesina calzada de zuecos (ilustración de un cuento de Perrault) que con un bordón en la mano cruza el camino en medio de una manada de gansos.

A medida que avanzábamos se despejaba el cielo y brillaba el sol, pero grandes manchas de nieve salpicaban la carretera. "Peligro, hielo", decía por todas partes. Con las narices rojas, Yvonne dormitaba a ratos.

Salto los detalles del recorrido, que un director de cine señalaría en el guión con dos líneas en lápiz rojo. Voy a utilizar su sistema:

Secuencia: Un automóvil avanza lentamente por una carretera helada y resbalosa.

Secuencia: Paisaje visto desde el interior del automóvil.

Secuencia: Ruedas del automóvil patinando en una colcha de nieve.

Secuencia: Pueblo en una ladera, bosque de pinos, una línea de ferrocarril que parte en dos un rastrojo amarillento.

Acercamiento: El automóvil, enfocado desde abajo, se desliza hacia el barranco. Las ruedas giran vertiginosamente levantando pequeños temporales de nieve a dos cuartas del suelo. El automóvil se desliza de flanco. Corte.

Primer plano: Tronco de pino crece rápidamente hasta ocupar toda la pantalla. Grito histérico de mujer. Interjección en castellano. Ruido ensordecedor de cristales que se quiebran, hierros que se retuercen, objetos metálicos que se echan a rodar. Silencio. Una gota de sangre, pesada y caliente, me cae sobre la mano derecha. Música fúnebre de fondo.

Yvonne se había rasguñado una mejilla y el susto la tenía enferma de espanto. Yo estaba ileso, aunque me temblaban las piernas. Un pesado camión que venía detrás de nosotros, sin poderlo evitar, es decir, sin que el chofer lograra dominarlo por lo resbaloso del piso, rozó con el parachoques tan fuertemente el flanco izquierdo del automóvil que se lo llevó enredado entre los cuernos metálicos. Del coche gris acero de Miguel no quedaba sino un informe montón de latas retorcidas.

El dueño del garaje quedó consternado a la vista de aquel cadáver de automóvil y llamó a los agentes del seguro quienes, con aire frío y profesional, manifestaron que la compañía lamentaba el accidente, pero el seguro estaba caducado dentro de estos seis meses. Yvonne, mordiéndose los labios, no decía una palabra. Cuando le propuse llevarla al hotel, me miró indignada.

Escenario: Caserón colonial de ventanas de reja, grandes aleros, tejados pandeados por la vejez y un escudo de armas a la puerta. El zaguán da paso a las carrozas, las sillas de manos, las parihuelas, los jinetes y las recuas de mulas que traen cargas de Santa Fe, capital del virreinato de la Nueva Granada.

Personajes: Bolívar pasea nervioso por un corredor alto, claustreado, del primer piso de la casa. Sentado en una silla frailuna, el general Santander se atusa el bigote ralo. Un coronel venezolano dormita con la chaqueta desabotonada. Dos ayudantes de la Legión Británica, rubios y tiesos. Un ordenanza negro, vestido con pantalones de manta y guerrera de soldado, sirve colaciones y refrescos.

En los salones hay señoras vestidas de encaje, con mitones en las manos. Muchachas de trajes blancos que se sonrojan cuando alguien entra en el salón acompañado de un nuevo contertulio vestido de militar o de paisano. Afuera, en la calle, se oyen gritos, estruendo de bandas militares y toque de campanas.

Un caballero de edad madura llega acompañado de una criatura tierna y adorable, de cabellos color de miel. Es una de las ricas herederas del valle de Sogamoso. Tiene dieciocho años. Su padre es un patriota que quiere cumplimentar a Bolívar y entregarle su yegüerizo para remontar la caballería. La belleza cándida y fresca de la niña suscita entre los jóvenes un movimiento de admiración. Bolívar se dirige a nuestro prócer con los brazos abiertos. Viste de…

Nota: Consultar en la Biblioteca sobre los uniformes militares en tiempos de la Independencia.

Después de diez páginas de prosa apretada, crepitante de intuición histórica y aciertos idiomáticos, comienza el diálogo entre Bolívar y el prócer. Lo que dicen, no importa. Se trata de relatar a grandes rasgos la batalla del Pantano de Vargas, cuando el ejército libertador trasmontó los Andes por Pisba y cayó, como un rayo, sobre las tropas del general Barreiro, que lo esperaban lanza en ristre en el valle de Sogamoso. ¿Bolívar estaba uniformado? El prócer, que según se supone en la novela venía de una hacienda lejana y con una partida de caballos, ¿vestía de frac, de casaca, de levita, o cómo vestía? Si Bolívar vestía de militar, ¿cuántos botones tenía una levita en aquellas épocas?

En un momento de debilidad fui al Consulado y sostuve una deprimente conversación con el Cónsul.

– Usted puede hacer lo que quiera. Yo no robé un automóvil ajeno, que sería el motivo de su denuncia, pues Miguel no sólo me autorizó, sino me exigió que lo sacara y lo corriera, con esa palabra, lo corriera de vez en cuando.

– Eso dice usted.

– Eso dice Miguel en una carta que tengo en el bolsillo…

El Cónsul se caló las gafas, dio un respingo, y leyó el párrafo que le señalé con el dedo.

– Y ¿por qué no pagó el seguro del automóvil?

Por orgullo no podía confesarle que ese dinero se había esfumado en pequeños gastos imprescindibles.

– ¿Quién era la mujer con la cual viajaba en el automóvil?

– Yo no viajaba, sino paseaba, que no es lo mismo. Esa mujer es mi novia y Miguel la conoce.

¡Dios mío! ¿Por qué un escritor como yo se ve en la necesidad de padecer un interrogatorio de juez de instrucción? Para descargar mi vergüenza, tengo que escribir todo esto. A veces escribir es una manera de evacuar.

– He estado muy enfermo.

– ¿Otra vez?

– No tengo la culpa de enfermarme.

El Cónsul se mordió los labios.

– Entrégueme las llaves del automóvil, la póliza de seguro y los recibos del garaje. Ayer recibí este cable… ¿Dónde lo puse?… ¡Señorita!… Ya no la necesito, gracias. Aquí, está el cable.

– Señor Cónsul: lo llamaron otra vez de la compañía de seguros y del garaje. En la antesala está un empleado del National City Bank.

– Que me espere diez minutos. Llame al seguro y dígales que pasaré esta tarde con el abogado. Entréguele al dueño del garaje el dinero contra un recibo.

Fugazmente sentí admiración por el Cónsul, que se mueve con tanta lucidez y seguridad en ese embrollado mundo de los negocios en el cual yo me siento perdido. Miguel exigía en el cable una investigación inmediata sobre el accidente.

– Lo del permiso para sacar el automóvil no está claro. Además la policía está interesada en saber qué hace usted en París y de qué está viviendo.

Cuando salí a la calle; aunque hacía un frío que cortaba el resuello, estaba sudando a mares. Tenía la camisa empapada en sudor y en el primer bistrot que encontré me bebí en dos sorbos, sin respirar, un vaso de cerveza.

Empujado por una idea vaga que se agitaba dentro de mí, tomé el metro en Concordia, afloré en la estación de Solferino y seguí a pie hasta la rue Saint-Guillaume, donde se encuentra la Facultad de Altos Estudios Hispanoamericanos. Al comunicarle a la secretaria que soy escritor y necesito consultar unos libros relativos a la independencia americana, me condujo ella misma a la Biblioteca y me presentó a una empleada que me acogió amablemente. En la sala de lectura había tres o cuatro estudiantes hojeando libros y tomando notas. ¿Por qué no he hecho lo mismo desde hace cuatro años? Este ambiente tibio y acogedor, esta paz, este silencio, me encantan. Los estudiantes apenas levantaron la cabeza y me miraron sin curiosidad. Debí parecerles, por fuera y por dentro -siempre me ha sorprendido esta ausencia en el aspecto físico del ser humano, de signos exteriores de la inteligencia- uno cualquiera de los millares de estudiantes que pasan por allí con unos libros bajo el brazo. Pedí las Memorias de O'Leary y la Historia de Restrepo. Me senté en un rincón propicio, al lado de un radiador, y me puse a buscar afanosamente una descripción de la batalla de Boyacá, o más concretamente del período comprendido entre la del Pantano de Vargas y la del Puente de Boyacá, decisivas las dos en la independencia de la Nueva Granada y sobre todo en mi novela. Después de dos horas de búsqueda infructuosa encontré la confirmación de la vaga sospecha que me había llevado del Consulado a la Biblioteca de la Facultad. Las treinta primeras páginas de mi novela estaban irremisiblemente perdidas. Ya no se trataba de que el Libertador estuviera vestido de frac o de uniforme militar en el baile -había puesto "sarao" para darle mayor sabor histórico- que los patriotas granadinos le ofrecieron en Tunja; ni de un botón de más o de menos en la casaca. Era que jamás había habido un baile o un sarao entre dos batallas, cuando el ejército de Barreiro se retiraba precipitadamente con la intención de recobrarse en alguna parte y Bolívar tenía urgencia de adelantársele para cortarle la retirada e impedir que se atrincherara mientras pedía refuerzos a Santa Fe. ¡Estarían ellos para pensar en bailes!

Me sentí un desgraciado como aquella tarde en que vi rodar por el barranco, saltando de trecho en trecho, una copa de las ruedas delanteras del automóvil de Miguel.

Por lo menos he perdido ocho días por causa de tropiezos con la policía que finalmente se arreglaron cuando llevé al Consulado mi certificado de inscripción como alumno libre en la Facultad y mi matrícula en el "Centro de Estudiantes" de la rue d'Assas. Más que el Consulado, cuyo ambiente se había vuelto para mí de una frialdad glacial, me ayudó el Centro a resolver problemas que me tenían muy preocupado. Conocí además gente distinta de la que había tratado hasta entonces, y no tardé en relacionarme con muchos estudiantes latinoamericanos en el café de La Coupole del Boulevard Montparnasse. Lo que me mortificó más durante aquellos días fue una desagradable carta de Miguel en respuesta a una en que yo, en un acto de humildad y de arrepentimiento del que todavía me avergüenzo, le relataba con toda clase de detalles el accidente de su automóvil. Había hecho, naturalmente, unas cuantas modificaciones necesarias.

No hay cosa más difícil que contar algo, aun el hecho más insignificante, tal como realmente sucedió. Sería difícil averiguar si se trata de una distorsión de la realidad producida por los prejuicios y la imaginación de quien relata, o de una incapacidad del lenguaje para expresarla y reflejarla tal cual se presentó ante sus ojos.

Me hice la consideración de que el Cónsul ya le habría escrito al padre de Miguel contándole lo que decía la policía y sobre todo lo que él sospechaba que había sucedido, aunque la policía no se lo hubiera contado. Miguel le creyó más al Cónsul que a mí, tal vez presionado por su padre, al través del cual han pasado París y la cultura occidental "como un rayo de sol sin romperlo ni mancharlo".

Esta imagen del Catecismo de Astete es una de las más hermosas que puedan concebirse, y yo la utilizo con frecuencia.

No me creyó Miguel, o fingió no creerme. "Siempre tuve la sospecha de que eres un vil fabulador, -me decía-, lo cual se confirma con tu intención de escribir una novela que, con seguridad -pues conozco tu inconstancia-, no terminarás jamás."

Este juicio no se debe a malevolencia de Miguel, sino a ignorancia e ingenuidad. Tolstoi tardó siete años en escribir "La Guerra y la Paz", Leonardo veinte en pintar la Gioconda, Einstein diez y siete en descubrir la ley de la relatividad. Leía mis cartas en el café de La Coupole, mientras conversaba con dos amigos sobre los problemas que presenta para un europeo una interpretación exacta del continente latinoamericano. Todos los latinoamericanos soñamos en la unidad continental cuando nos encontramos en Europa. Dentro de América, ni siquiera tomamos estas cosas como un tema de conversación. Debí de ponerme colorado hasta las orejas, pues alguno de mis amigos me preguntó qué me pasaba.

– Estoy demasiado cerca del radiador -dije, y cambié de sitio y pedí una cerveza.

Más que esa desagradable carta de Miguel, me impresionó la de mi hermana, a quien éste había llamado para contarle el accidente. Sin suavizar la brutalidad del juicio y la vulgaridad de la expresión, me decía que soy un sinvergüenza… ¿Cómo se me ocurría perder en un momento, por estupidez, la amistad de un hombre tan bueno como Miguel? ¿Ahora qué pensaba hacer? Mi hermana no le había contado naturalmente nada a mi abuela, cuyo santo caerá uno de estos días.

Nota: Marzo, santo de mi abuela. Recordar la fecha y escribirle cuatro palabras.

"Miguel me prometió ayudarme a conseguir tu repatriación en la Cancillería, donde tiene muchos amigos. Hace esto no por ti, sino por mí, y la idea no fue mía, sino suya, y le vino espontáneamente a los labios cuando le conté la situación en que estamos. Si no lo traemos a la fuerza, no volverá jamás, me dijo."

Conseguir una repatriación es cosa muy difícil, pues al Ministerio llegan centenares de solicitudes no sólo de París, sino del mundo entero, me dijo el Cónsul alguna vez. En todo caso es una puerta que Miguel sería capaz de abrir si se lo propusiera.

Acabo de releer las treinta primeras cuartillas de mi novela, con espíritu crítico e imparcial, como si las hubiera escrito otra persona, y encuentro entre otras una escena que me duele arrojar a la canasta. Es un diálogo entre dos soldados que sirven refrescos en el salón de baile, y al salir de allí escurren las copas de brandy y de vino en el corredor, antes de llevarlas a la despensa.

Diálogo vivo, rápido, natural, espontáneo, pues me resisto a creer que en esa época heroica los hombres hablaran con la lentitud y la solemnidad con que los ponen a dialogar los historiadores académicos.

Los soldados comentan sus impresiones militares: su miedo mortal cuando el silbido del primer disparo rasgó el silencio del campo de batalla, el rumor de la sangre en los oídos, el relincho de un caballo desbocado, el lamento de un hombre herido, la orden confusa de un oficial que pasa al galope del caballo frente al pelotón de los infantes parapetados detrás de una cerca de piedra. Un soldado padece de diarrea desde el día en que bebió agua estancada en un caño de Casanare, y al menor descuido pierde el control y se va del seguro sin sentirlo.

Cuando los españoles se repliegan y termina la acción, el teniente ordena su gente por escuadras, la cuenta, y le tiende la mano al soldado para felicitarlo. Su compañero no había podido disparar porque se le había encasquillado el arma.

Para este par de héroes bisoños, que se habían batido con arma blanca cuando se les acabó el escaso pertrecho que llevaban, la batalla fue una agitación disparatada, una sucesión de imágenes incoherentes, un estruendo ensordecedor, un griterío infernal, una cacería implacable de fugitivos, unas órdenes contradictorias que nadie podía entender o ejecutaba al revés.

Intercalaba dentro de este diálogo el que los soldaditos podían seguir, a retazos, cuando entraban en el salón lleno de parejas jóvenes o en la biblioteca donde Bolívar conversaba con los oficiales de su estado mayor. Las muchachas del salón preguntaban a los jóvenes héroes qué se sentía al hincar las espuelas en los ijares del caballo para entrar en batalla; cómo se peleaba con la infantería; qué se hacía con los heridos enemigos que quedaban tendidos en el campo…

– ¿Qué se hace con ellos? ¡Rematarlos! -exclamó un gigante al parecer manso y bonachón, que lucía tres presillas en las charreteras.

En la biblioteca donde los personajes importantes comentaban la batalla, se escuchaban palabras exóticas para los soldaditos, naturalmente analfabetos. Bolívar se paseaba por la estancia como un tigre enjaulado. A veces se detenía ante la chimenea, donde ardían unos leños, y extendía las manos o se ponía un momento de espaldas para calentarse. Bolívar era friolento, o por lo menos así lo pinto yo en esas primeras páginas de mi novela. Y todo eso, cuya lectura me dejó realmente satisfecho, se desplomaba ante el hecho absurdo desde mi punto de vista literario, de que al otro día de la batalla del Pantano de Vargas y la víspera de la de Boyacá, que señaló el ocaso del Imperio español en América, no podía haber baile. A veces pienso si no tendría la culpa de todo la lectura de "La Guerra y la Paz" que terminé hace unas noches, y el recuerdo de una vieja novela de Stendhal. El baile es de inspiración tolstoiana. La idea de mirar la batalla con los ojos de dos soldaditos ignorantes, es de Stendhal y no mía. El toque naturalista del soldado que ensucia los calzones al escuchar el primer 'disparo, no es mío, sino de Remarque en su novela "Sin Novedad en el Frente".

Primero: Mientras escribo, no leer ni recordar novelas.

Segundo: Soslayar escenas y situaciones históricas para no cometer anacronismos.

Tercero: Rectificar un juicio de hace un momento. Evidentemente, yo no sé cómo hablarían en el Nuevo Mundo tanto en los medios cultos como en los populares. En más de siglo y medio, el castellano en América se ha transformado mucho y sería otro dislate histórico el poner a hablar a mis personajes como si fueran ciudadanos que han volado en avión o lo han visto volar.

Después de algunos vagos circunloquios el capellán del Centro de Estudiantes me invitó a que le contara mis problemas y mis proyectos. Es un hombre bien plantado, simpático, afable, que inspira confianza desde el primer momento, entre otras razones por no usar sotana como los curas de mi tierra, sino pantalones y chaqueta como cualquier ciudadano.

– Lo que usted quiere -me atreví a decirle-, es que yo me confiese.

– ¡En manera alguna, mi querido amigo! Lo que yo quiero es que usted me cuente sus cuitas y no sus pecados. Su Cónsul, que es una persona encantadora…

– Permítame que lo contradiga…

– Su Cónsul me dijo que usted… navega, flota sería mejor, en plena crisis económica. Eso nada tiene de vergonzoso. Centenares de muchachos que han pasado por aquí, y ahora son mis amigos, han tenido dificultades de dinero. A algunos les hemos conseguido becas. A otros los hemos colocado en puestos… ninguna maravilla, claro está… pero han podido defenderse y continuar sus estudios. ¿Entiende, ahora sí, cuál es mi propósito?

Al Padre le interesaron mis proyectos de escritor y lo conmovieron mis penurias de estudiante.

– Te voy a conseguir alojamiento en una residencia de la Ciudad Universitaria. Vivirás -insensiblemente había comenzado a tutearme, con una costumbre propia de los jesuitas- vivirás entre amigos, con estudiantes. ¿No te sientes muy solo?

Desde hace años estoy acostumbrado a un eterno monólogo interior, a un diálogo entre la realidad y mi imaginación, y a veces me cuesta trabajo salir de mí mismo para alternar con los demás. No valía la pena hablar de estas cosas con alguien a quien apenas conozco y que me conoce todavía menos. La soledad no me espanta. Puedo deambular días enteros por las calles de París sin desplegar los labios, pero sin dejar un solo momento de hablar, y hablar, y hablar conmigo mismo. El aislamiento físico me deprime a veces y me empuja a buscar la presencia puramente material de una mujer cualquiera, o de un portero de cabaret, o de un farmacéutico vulgar como mi vecino de la Avenue Port-Royal; pero por lo general estar conmigo mismo me basta.

El Padre me preguntó si todavía me quedaba algún dinero. Al contestarle sinceramente que estaba viviendo casi de milagro, me prometió conseguirme alojamiento en la residencia de estudiantes desde esa misma noche, y algún trabajo que me permitiera vivir, mientras -esto me hizo pensar que el Cónsul le habría hablado de mí más de la cuenta- llegaba mi repatriación.

Y en efecto, me fui a vivir a la residencia de estudiantes que España tiene en la Ciudad Universitaria, en un ambiente austero pero alegre y estimulante. Por el contrarío de lo que nos sucede a los hispanoamericanos -huraños, versátiles, desconfiados, introvertidos- los españoles viven hacia afuera y se entregan generosamente al primer venido. Como por unos pocos francos en un restaurante estudiantil de la esquina del Boul' Mich' con la rue de Monsieur le Prince. Nada interesante que anotar. Los países felices no tienen historia.

Cuando lo descubrí con su abrigo raído, sus ojos de perro hambriento, su mancha de bigote sobre el labio hinchado y blando, resulta que estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Me había conocido en alguna reunión de estudiantes, o en una fiesta patria, o en una manifestación anti-algo, o en un café extraño a donde fui a parar alguna noche de juerga y acabé conversando animadamente, en la madrugada, con unos tipos misteriosos que bebían Pernod en una mesa del rincón. Lo conocí sin saber a qué horas. Cuando se enteró de que frecuentaba el Instituto de la rue Saint-Guillaume no con la idea de graduarme, sino con la de escribir una novela hispanoamericana, se interesó súbitamente en mí. Al observar la tupida colcha de lana que le cubría la cabeza, y al percibir al través de los peculiares olores del café -el del radiador caliente, la cerveza agria, el café frío, los abrigos mojados por la lluvia- su aroma racial, su efluvio personal a negro que no se ha lavado en muchos años, sentí una gran repugnancia. Parece inverosímil que una noche hubiera dormido con una negra que tenía el pelo así y cuyo cuerpo destilaba un sudor que olía a negro. De pronto me dijo:

– ¿También caíste en las redes del Padre de la rue d'Assas?

– Ha sido excepcionalmente generoso conmigo.

– Son sus métodos, los viejos métodos jesuitas de persuasión.

Al hablar con él hacía un penoso esfuerzo, como el de quien se expresa en una lengua que conoce mal, para no decir tú ni usted. Si le dijera de tú, sería aceptar un plano amistoso e igualitario en el que no me quería colocar, y si lo tratara de usted, cuando el muy insolente me trata de tú, sería rebajarme a sus pies.

– ¿No has viajado durante los años que llevas en esta ratonera de París?

– Si todas las ratoneras fueran como París…

– Es una ratonera que atrapa a los ingenuos como un queso imaginario.

– Si yo pensara así, no viviría en París.

– Yo vivo aquí, pero viajo continuamente. Soy periodista y tengo el proyecto de escribir, no una novela indo-americana, sino sobre Indoamérica, que no es lo mismo.

– ¿Por qué una novela hispanoamericana no es lo mismo que una sobre Hispanoamérica? Y ¿qué es eso de Indoamérica y no Latinoamérica, por ejemplo?

– No es una cuestión de matiz, sino un juicio de valor como diría tu amigo el brasilero. Aunque el escritor sea ruso, o francés, o norteamericano, o español, y escriba dentro o fuera de su país sobre un tema de los que llaman local o regional, está inscrito en una época determinada y enfrentado por eso a problemas que torturan por igual a todos los seres humanos. Además la era de los nacionalismos, los colonialismos, los imperialismos, está superada.

– Eso tiene gracia en labios de… (en el grueso hocico de un negro)… en labios de un comunista.

– Soy un hombre libre que simpatiza con cualquier ciudadano que luche por la paz y por la libertad.

– Yo también. Por eso me interesa la libertad de Hungría, por ejemplo.

– Me interesa un sistema político que elimine las desigualdades nacionales, raciales, sociales, estatales…

– El nacionalismo renace en África y en Asia. Imperialismo es el de Mao cuando trata de apoderarse de los países vecinos; el de Rusia, cuando avasalló una serie de naciones libres en la Europa central.

– Los americanos hablamos de lo que no entendemos. Volviendo a la novela te repito que la obligación del escritor en nuestro tiempo es desarrollar dentro de cualquier escenario, en cualquier lengua, en cualesquiera circunstancias… ¿Me entiendes?… el tema de la revolución, la libertad y la paz. No podemos detenernos a lamentar la violencia de los medios cuando el proceso histórico conduce inevitablemente a la paz, la justicia y la libertad.

Me indigna esta monserga comunista. Hay tres tipos de insolencia que no puedo soportar: la de los negros que se sienten blancos, la de los jóvenes que se creen inmortales y la de los comunistas que se consideran depositarios de una verdad revelada por Marx. Y este tipo es negro, joven y comunista.

– Alguien me habló de una novela histórica que estás escribiendo sobre América Latina. ¿Prefieres que diga América Latina?

– Mi novela se desarrolla en la época de la independencia americana.

– Una revolución fracasada, como sabes. Los libertadores buscaban la independencia política de nuestros países pero no querían la revolución social. La Independencia fue una guerra internacional hecha por las élites, no una revolución social porque no la hizo el pueblo.

Le expuse mi idea del mestizo como culminación de esa larga historia, llena de sangre y lágrimas, que es la de Hispanoamérica. Para mí, lo verdaderamente revolucionario a todo lo largo de nuestra historia es la ascensión del mestizo. La novela que yo pensaba escribir -por la primera vez empecé a hablar en pasado de mi novela- era hispanoamericana por tratar del mestizo. Pero la conversación se generalizó cuando llegaron el chileno y dos muchachas, americana la una y chilena la otra, llamada Rose-Marie. Vivían juntas, según dijeron, en una casa de familia por los lados de la Place Péreire.

– ¿Rose-Marie? -exclamó el negro con aire burlón-. El esnobismo de los hispanoamericanos no tiene límites. A esta niña le han puesto el título de una opereta gringa.

Se detienen a la puerta dos grandes automóviles: un Cadillac de la Embajada Americana (CMD, Chef de Mission Diplomatique) y un Buick. Descienden cuatro personas de este último, dos de las cuales toman asiento en una mesa vecina de la mía, y las otras dos, unos tipos fornidos y desenvueltos, entran en el restaurante. Uno de ellos acaba de salir para decirle algo al chofer del Cadillac, que abre la puerta del coche del cual se apean un hombre alto y elegante y un señor todavía joven, de gafas relucientes, sobriamente vestido.

– Son el Embajador y el Secretario de Estado de los Estados Unidos -dijo alguien.

Es un buen arranque para una novela de suspense. Fin del invierno en París, Montparnasse, mediodía, cuatro agentes secretos entran en La Coupole para proteger discretamente a un Ministro de Estado y a un Embajador.

Al verme sentado ante mi vaso de cerveza, el Secretario de Estado le dice algo al Embajador. Éste lo coge familiarmente por el brazo y los dos pasan al restaurante. Los detectives de la mesa vecina miran en redondo, como perros de presa. Tal vez -y aquí comienza un pensamiento idiota- el Secretario de Estado le dice al Embajador:

– ¡Quién pudiera sentarse un momento aquí, como ese estudiante que bebe cerveza mientras escribe versos en un cuaderno! Cuando yo vine por primera vez a París…

– Cuando usted vino por primera vez a París no era Secretario de Estado, ni yo era Embajador…

Millones de hombres en el mundo sienten la tentación de la grandeza, – y deben ser pocos- puesto que los grandes son escasos, los que al pasar camino de una Asamblea Nacional, o de un Ministerio, o de una inauguración, y ver a un pobre diablo como yo sentado apaciblemente en una mesa de café, sienten momentánea, pero agudamente la tentación de la mediocridad. Pensarán: Ese tipo no tiene que afrontar un debate en el Congreso; ese hombre que toma su vaso de cerveza no tiene que soportar el tedio de un desfile militar; ese estudiante tranquilo y anónimo no tiene que pronunciar un discurso, ni sentirse continuamente vigilado por este par de agentes de la seguridad.

¿Existirá de veras esta tentación de la mediocridad? Y yo, ¿seré un hombre mediocre?

Nota: El tiempo de los hombres importantes debe estar lleno de pensamientos idiotas.