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"… tirado boca arriba en la falda de la colina, miraba las nubes que flotan en el cielo azul. El sol derrite los sesos del pobre Caín mientras que Abel, a la sombra de un árbol, goza de una deliciosa frescura. Caín interrumpe un momento su pesada labor, se enjuga con tres dedos de la diestra el sudor que le empapa la frente, y apoyado en el mango de la azada trata de pensar… Piensa que la tierra, con el sol del verano, se ha vuelto dura como el granito. Piensa que debe romperla con la azada, para ablandarla, antes de que lleguen las lluvias y no pueda sembrar. Piensa en las madrugadas frías, en las jornadas de trabajo interminable, en las noches pesadas como una losa de plomo. Mientras él trabaja, Abel toca una extraña melodía en su flauta de cañas. Caín pierde las cosechas por exceso de lluvias o de calor, cuando sin mover un dedo las ovejas de Abel se multiplican y se cubren de un vellón grueso y amarillo, cuando llega la primavera…
Me hallaba seriamente preocupado con la injusticia que se cometía con el pobre Caín, que en la versión definitiva de mi novela tal vez llamaré Alaín para disfrazarlo un poco, cuando me llamó por teléfono el jefe de redacción. Me levanté con fastidio de la mesa -dos estudiantes jugaban ajedrez, otro leía una revista, otro escribía cartas- y me enteré de que se necesitaba urgentemente, para el día siguiente, el artículo que aún no había comenzado a traducir. ¿Cómo puedo pasar de una cosa a la otra, de una página de creación a una traducción sin interés, como quien cierra el grifo del agua caliente para abrir sin transición la llave del agua fría? ¿Cuándo podré recuperar la energía desperdiciada, las ideas que se echarán a volar, las imágenes, y las frases, y las escenas que estaba viendo con los ojos de la imaginación en el momento en que estaba escribiendo? Al dedicarme a la traducción, mi inspiración novelesca plegó las alas. Ya no puedo recordar qué era lo que Caín estaba pensando cuando Abel, a la sombra de un árbol, con las manos enlazadas por detrás de la nuca, miraba una nube blanca y redonda flotar lentamente en el cielo azul.
Recostado boca arriba en la cama, mi amigo Gonsalvo miraba el cielo raso del cuarto. Era la posición de Abel cuando Caín dejó de arar para verlo tendido a la sombra de un árbol y en medio de sus ovejas que sesteaban. Gonsalvo me preguntó si me iba a acostar. Atravesaba el pobre un sombrío período de nostalgia y tenía necesidad de cambiar ideas con alguien. Yo no podía complacerlo, aunque a mí, más que a él, me hubiera convenido conversar un rato. Al contarle a grandes rasgos el tema de mi novela, tal vez recordaría las ideas que estaba desarrollando cuando me llamaron por teléfono.
En el salón un estudiante del Conservatorio "trabajaba" una sonata de Beethoven. Presentaría su examen dentro de dos días.
– ¿Te molesto?
– No, por el contrario. Me encanta escribir mientras te oigo tocar.
Comencé a traducir directamente, en la máquina de 'escribir, pues no tenía tiempo de hacer un borrador…
Aunque los días han comenzado a crecer, marzo ha sido brumoso y frío y no amanece sino muy tarde. Se oyen pisadas en el corredor. La batiente de alguna puerta golpea a lo lejos. Los automóviles roncan y refunfuñan en la cuesta de la avenida. Un pajarito canta en las ramas de un árbol, sumergido todavía en la letargia del invierno. Sus ramas son dedos esqueléticos que arañan los cristales de la ventana. Cuando Gonsalvo se levanta y se va a sus cursos en la Alianza Francesa, yo continúo escribiendo. Nos citamos en el restaurante del Boul' Mich', a la hora del almuerzo.
Dormitaba después de una noche en blanco, pasada sobre mi novela, cuando el empleado me anunció que me esperaba en el vestíbulo un chico de la redacción de la revista. Venía por la traducción.
– Dígale que todavía no está lista. Puede volver a las doce, a las once… a las doce tengo una cita en alguna parte.
Me quedé aletargado, soñando escenas absurdas e imposibles. A las once me despertaron los golpes en la puerta, que se integraron en mi último sueño.
– Dígale, por favor, que el artículo estará listo a las dos de la tarde.
Me levanté de un salto, me despejé con una ducha, comí de prisa un sandwiche y una taza de café, y comencé a escribir. Continué mi traducción, de la cual apenas había escrito media página la noche anterior. Era una prosa enrevesada, ampulosa, redundante, salpicada de estadísticas y entrecortada por explicaciones y anotaciones al pie de la página. Esto dificultaba extraordinariamente el trabajo. Fumé once cigarrillos y tomé cuatro tazas de café. Me dolía la cabeza. A las dos de la tarde regresó el chico de la revista y personalmente le expliqué que el trabajo era largo y antes de las cinco de la tarde no lo podría terminar.
– Pasaré por la redacción a las cinco y media…
A las cinco no había comenzado a sacar en limpio el artículo, pues había tres o cuatro párrafos oscuros, misteriosos, que no querían decir nada. "La necesidad primordial de una reestructuración de la acción económica de inversión para conseguir la intensificación de la producción en el sector privado (véase nota 3, página 4) de acuerdo con la prospectación del departamento de planeación de la dirección de promoción de acción social de la nación y la integración de la acción de inversión de la institución de reglamentación agrícola (ver nota 4, página 2) son…" Sentía una ligera impresión de mareo”. A las cinco y media me llamaron por teléfono.
– El número va a entrar en prensa esta noche a las siete. Se trata del artículo de fondo y ya está levantado el sumario de la primera página.
– No puedo terminar antes de mañana.
Colgué el teléfono intempestivamente, sin discutir más con esa voz estridente que me lastimaba los tímpanos. Cuando salí a la calle ya era de noche y una niebla fría y pegajosa colgaba de los faroles del alumbrado público, se enredaba en las linternas de los automóviles y flotaba a ras del suelo. En el café me encontré con el judío argentino, estudiante de cine, quien me propuso pasar un momento por el taller de las pintoras, en una de esas callecitas que serpentean entre el Boulevard Montparnasse y la rue d'Assas. Estaba tan cansado y tan abatido que le acepté la invitación aunque apenas conocía a esas muchachas.
Bodegón: El taller tiene dos ventanas de regular tamaño que miran a un patio interior lleno de escombros y basuras. El edificio es negro, siniestro, y la escalera que trepa en caracol cruje como si se fuera a romper. Huele a humedad, a suciedad congelada y a ratón muerto. El taller, espacioso, tiene un diván en un rincón que hace las veces de cama. Allí pernoctan las dos muchachas pintoras. Hay cinco o seis caballetes con lienzos a medio manchar. Contra las paredes se alinean telas sin marco, cartones pintados, rollos de papel. En un estante, dos o tres libros, tubos de pintura, brochas y pinceles. De una percha cuelgan unos delantales manchados de color. Aquello no se había barrido, ni limpiado, ni ventilado en muchos meses. Unos relieves de queso y de jamón se encuentran en un plato sobre la mesa central. Dos vasos, dos botellas de Ricard, una de vino rojo y otra de agua de Vittel. El taller parece una decoración del cuarto acto de "La Dama de las Camelias", o de cualquier melodrama romántico del siglo XIX. No hay nada que abominen tanto los artistas de esta segunda mitad del siglo XX como la "utilería" pequeño-burguesa del siglo XIX; y sin embargo, su vida es exactamente igual a la que inspiró la música dulzarrona y sentimental de Gounod. El hombre imita lo que más detesta, digo yo.
Nota: ¿Y por qué los escritores no podemos, como los pintores, hacer naturalezas muertas, bodegones, o sea describir?
Cuando me hice un poco al ambiente, cargado de humo de mal tabaco y de vagos olores a sudor, a queso y a jamón, descubrí un muchacho que había visto otras veces en el café, abrazado ahora a una de las pintoras. La otra, recostada contra una pared, con el cuerpo recogido sobre una pierna apenas doblada, aunque nada tuviera que ver con esa estatua desde el punto de vista de la belleza física, me recordó el Hermafrodita Dormido. Tres estudiantes discutían apasionadamente una pieza de Ionesco que yo había visto alguna vez. El negro, sentado en un banquito de madera, hablaba con una muchacha muy bonita, al parecer americana, y con dos jóvenes pintores, sobre el contenido social de la pintura mexicana. Uno de sus interlocutores sostenía que la creación artística debe ser libre y espontánea, sin sujeción a principios establecidos y reglas académicas, ni a ideas y sentimientos que traban las manos del artista y paralizan su facultad creadora.
Cuando el argentino y yo nos acercamos al grupo, después de haber llenado nuestros vasos de Ricard, el negro me dijo que le gustaba verme en aquel ambiente, entre camaradas desbordantes de fraternidad universal. Me decía aquello como si yo viviera en el Hotel Ritz y tuviera un "Jaguar" con una linda muchacha esperándome en la esquina de la calle. A la media hora de estar allí, había comprendido las siguientes cosas:
Primera: Todos y cada uno de los contertulios están a puntó de realizar una obra maestra.
Segunda: Todo lo que se ha hecho en el mundo, desde los sumerios hasta nuestros días, no es sino un entremés del plato fuerte que cada uno de ellos está cocinando en su taller de pintura, o en su mesa del café, o en la biblioteca de su universidad.
Tercera: Quien no es comunista, es un reaccionario abominable.
Se hablaba mucho de la China, de la guerra en Vietnam, de la intervención americana en el Medio Oriente, del amor por la paz que es privativo de Rusia, de la agresión capitalista en Cuba, del nuevo Canal de Panamá, etc. Todos estos temas me aburren y soy incapaz de seguirlos hasta el final. De vez en cuando concentraba mi atención en el diálogo que sostenían a mis espaldas una de las pintoras y un estudiante de sociología. La primera era enemiga de toda sistematización y cultura, y el segundo partidario de la reflexión frente a la improvisación y la espontaneidad. El judío argentino hablaba de Israel, donde había pasado el verano anterior invitado por un congreso de cinematografía educativa.
– El pueblo más inteligente del mundo y de la historia es el israelita, y sacudida la coyunda bíblica, la tiranía mosaica y la preocupación teológica, como está sucediendo ahora, acabará dominando el mundo entero. Los sabios rusos, americanos y alemanes, son judíos. Si no fuera por ellos, Rusia y los Estados Unidos no hubieran logrado levantar un palmo del suelo los cohetes que en estos momentos se dirigen hacia Marte a una velocidad vertiginosa.
No soy antisemita, pero ante aquella explosión racial sentí el orgullo de no haber nacido judío. Anotar en el "Cuaderno de Pensamientos" que tengo la idea de comenzar algún día: El mundo todavía sangra del prepucio judío que hace dos mil años le arrancó San Pablo. Es literario, pero cierto.
El negro descargaba sobre la muchacha americana todo el odio que le inspiran los Estados Unidos, como si ella fuera simultáneamente el Ku-Klux-Klan, el puritanismo de Boston, la masonería de Wall Street, la discriminación racial de los Estados del sur y la doctrina Monroe. La hermafrodita acostada en el suelo conversaba con un muchacho tímido y esquivo que para los otros, según lo comprendí después, no era un pintor aunque también pintara. Se sentía un poco avergonzado por no tener un oscuro origen proletario y no vivir en un taller sin servicios sanitarios, sino en un piso del "seizicme". La muchacha que lo miraba por encima del hombro, aunque estuviera tendida en el suelo, sostenía la tesis de que el amor es un subproducto de la literatura.
– Para los griegos era el comercio carnal e intelectual entre dos individuos del mismo sexo. Para el juglar de la Edad Media, era una compensación poética de su insatisfacción sexual.
El pintor burgués que padecía el complejo de no ser proletario, sostenía que el amor es una proyección del egoísmo y una fascinación de los contrarios que se repelen y tratan de fundirse. Yo iniciaba un movimiento de retirada cuando el negro, harto de zaherir a los Estados Unidos rubios, ágiles y bellos que se encontraban a su lado, me interpeló bruscamente.
– Al latinoamericano como fenómeno social hay que buscarlo allá. Tú y yo podemos estar aquí o allá, pero el latinoamericano está allá y no aquí. El auténtico hombre del Nuevo Mundo es el campesino, el proletario, el empleadito que lucha contra un Estado anacrónico y un capitalismo sujeto a la dominación extranjera. Nuestras élites siempre han tenido una mentalidad subalterna y ahora están vendidas a los Estados Unidos. Eso le estaba diciendo a Marsha.
– A Hispanoamérica la han hecho las élites. Ellas son la única manifestación importante del mestizaje hispano-americano. Los conquistadores y los primeros colonos europeos dejaron atrás sus ciudades, sus países, su ambiente, su cultura. Constituyeron en América el fundamento de las futuras élites, y eran espiritualmente mestizos porque en ellos había penetrado profundamente la influencia del paisaje y de nuestras razas aborígenes. Yo creo que los conquistadores, esos híbridos de jinete y de caballo como los centauros, fueron los primeros mestizos; y los últimos son los emigrantes que le volvieron las espaldas a Europa y se dejaron fecundar por América.
– Todo eso es muy bonito, pero actualmente lo que interesa son el proletario y el campesino.
– Desde mi punto de vista ese hispanoamericano de las élites es más mestizo que un quechua de la puna, o un negro de Bahía, o un pobre emigrante de la pampa.
Mientras buscaba a tientas el W. C., en el fondo de un corredor largo y estrecho barrido por relentes de mal olor, seguía pensando en mi nueva novela. La de Caín y Abel realmente vale la pena de escribirse; la otra era imposible con sus generales y próceres de patillas, sus damiselas ingenuas y sus negros y sus indios cuya mentalidad desconozco. Aquello no era profundizar ni buscar la almendra del problema. Aquello sería, si lo escribiera y además en cuatro volúmenes, andarme por las ramas de América. Regresé al taller mareado por los relentes del W. C. minúsculo y sin agua, donde estuve a dos dedos de vomitar el Ricard que había bebido durante la noche. Por el cajón de la escalera subían las conversaciones, los cuchicheos, las risas sofocadas de los invitados que se habían marchado, algunos con su compañera de la mano. Cuando entré, sólo quedaban el negro y el judío, y por ciertos síntomas de cansancio que observé en el diván donde dormitaba una de las pintoras del taller, comprendí que estorbaba.
– Creíamos que te habías ido a la inglesa.
– Me hubiera gustado irme con la americana…
– Marsha es una chica ingenua y en el fondo buena, -dijo el negro-. A fuerza de aplicación ha logrado vencer sus prejuicios raciales y asimilar su marxismo. ¿Tú serías capaz de acostarte con una negra?
– Hice la experiencia una noche y…
– A los negros también nos huelen los blancos.
El andrógino que estaba acostado a sus pies bostezó, bebió el resto de vino qué quedaba en un vaso y se fue tambaleando por el corredor en cuyo fondo brillaba una bombilla amarillenta.
– Si conocieras a Río -me decía el brasilero-. Los morros dentados del Corcovado y de los Dos Irmaos se recortan en un cielo sin nubes. El Pan de Azúcar brota del fondo del mar como un cohete prehistórico; el Jardín Botánico con sus victorias regias y sus palmeras de azahí no tiene par en el mundo; la laguna Freitas y el compás perfecto de la bahía de Botafogo no se encuentran en Nápoles… Y de noche, Nitcherroy cabrillea y parpadea a lo lejos…
Para exasperarlo le decía que el paisaje más hermoso del mundo es París. Desde la terraza del Sacré-Coeur las cúpulas de San Agustín y los Inválidos revientan a lo lejos como ampollas y destilan un líquido verde y amarillo que mancha la epidermis de un cielo enfermizo, atacado por una enfermedad incurable. A la colina de Montmartre apenas llega el confuso rumor de la ciudad, envuelta en brumas matinales. Es una colina urbanizada. El otro seno de París es el barrio latino, cuyo lunar azul es la cúpula del Panteón. El mar de París son las mansardas. Las islas de París son los jardines. El Sena es un pretexto para que pasen los puentes de París.
El brasilero, deprimido por la niebla y la humedad, me dice que toda esa monserga es pura literatura. No comprende los contrasentidos de esta ciudad. Le parece una arquitectura de fachadas, concebida para mirar las casas desde fuera, desde la calle, pero no para vivir dentro de ellas y en departamentos lóbregos y húmedos. Las nuevas construcciones son pobres y feas. No existe un concepto de la comodidad. Lo que se busca en París no es la comodidad, sino la ostentación: una sala magnífica, una chimenea de mármol y un cuarto de baño primitivo pero alfombrado, construido con la idea de que debe ser para lavar ropa y no para bañarse… La ópera es una torta de caramelo. El falso clasicismo de la Plaza de la Concordia, con las construcciones de Gabriel, no lo conmueve…
– Lo que ves en París es tu nostalgia de Río, y la nostalgia no permite ver.
Dejaba a mi amigo a las puertas de la Alianza Francesa, desamparado entre otras soledades -inglesas de gafas, nórdicos desgarbados, monjitas anacrónicas, japoneses miopes, hindúes tristes- y me iba a dar vueltas por las calles del barrio. No volví a presentarme a la Biblioteca de la rue Saint-Guillaume, ni a los salones de la rue d'Assas, aun cuando todas las noches encontraba un papel en mi cuarto: "Lo llamaron de la revista. Lo necesitan en el Centro de Estudiantes. El gerente de la revista lo espera mañana a las dos. El capellán del Centro de Estudiantes le ruega que lo llame a la hora del almuerzo".
Con mis cuadernos bajo el brazo me iba al Parque de Luxemburgo cuando hacía sol, o me sentaba bajo cubierta en el café de Cluny, en la esquina del Boulevard Saint-Germain. Cuando el cielo se despejaba súbitamente y una aureola dorada circundaba el espejo del lago, con un placer sensual descubría las yemas hinchadas de savia nueva que reventaban la piel de los castaños. Estos árboles presienten la primavera antes que los demás, semanas antes que los plátanos, torpes y solemnes como gigantes.
Me gustaría volver a ver a esa muchacha chilena a quien conocí una vez en el café de La Coupole. Yo también, como los castaños, florezco, reverdezco y rejuvenezco con la primavera. Es un encanto esto de jugar con las palabras. La manera de hablar que tenemos los escritores, es escribir. Para el escritor, escribir es pensar.
Un sol apenas tibio tornasolaba la pechuga de una gruesa paloma que picoteaba a mis pies unas semillas invisibles; me doraba las manos, que el invierno destiñó y cubrió de una película lechosa. Con un placer inmenso escribí en la primera página del cuaderno de cubierta roja, muy bonito, destinado a mi novela:
CAÍN Y ABEL
Bautizarla, aun sin haber nacido, es un augurio magnífico. Estoy persuadido de que la otra, mi frustrada novela hispanoamericana, no pudo nacer porque fui incapaz de encontrarle su verdadero nombre.
Mi esquema es simple, y su dramatismo y su complejidad nacen precisamente de esa circunstancia. Por desgracia tendré que hacer una incursión en la Biblioteca para consultar la Biblia, los tres o cuatro capítulos iniciales que recuerdo mal, y tal vez convendría pedirle unas explicaciones al Padre de la rue d'Assas. No quiero que me vuelva a pasar lo mismo que con mi proyecto anterior, que se derrumbó por un baile que nunca -para desgracia de los millares de lectores que hubiera tenido mi novela- llegó a ocurrir en la realidad. El epígrafe será un versículo del Génesis, número tal, capítulo cual, extraído de la historia de Caín y Abel. Algo que se refiere al hecho de que mientras el humo de los sacrificios de Abel ascendía recto a las narices del Señor, el aroma de los sacrificios de Caín se dispersaba en el aire.
Nota: Placía a las narices del Señor el olor de la carne asada. Es un grato olor, no cabe la menor duda. Al Señor le gustaba escuchar el mugido del toro cuando le rompían la cerviz con un hacha de sílex, y el conmovedor balido de las ovejas, y el estertor de los cervatillos ensangrentados sobre el ara. En cambio, no le gustaba al Señor el casto aroma de las plantas y los tubérculos que cosechaba Caín: olor a rocío de la mañana, a tierra húmeda después de la lluvia, a perfumadas hierbas del campo…
Frente a mí y sin el menor movimiento de pudor, una señora de abrigo de visón se acurruca ante un perrillo ridículo y ratoncillesco, con guardapolvo de lana roja, y le limpia el trasero con una servilleta de papel. Y todavía hay quienes hablan de una vida de perros, lo cual seguramente nada tiene que ver con los perritos de París.
El de la señora me miró con un gran desprecio, y ella ni siquiera se tomó la molestia de mirarme cuando los dos se alejaron hacia los jardines del fondo del parque.
Una familia campesina compuesta del padre -Eva no aparece en la Biblia después del accidente de la manzana- y sus dos hijos, viven en un rancho en la cumbre de un cerro. El pueblo más próximo queda a dos leguas de distancia. El mayor de los hijos fue desde niño fuerte y silencioso. A medida que el padre envejecía, todo el peso del trabajo cayó sobre sus espaldas. En cambio, Abel fue un niño débil y tardío, de cuyo nacimiento tal vez murió la madre. Teológicamente Eva tuvo que morir al dar a luz un tercer niño, que debió de ser mujer, pero este problema de hermenéutica bíblica me tiene sin cuidado. La crianza de Abel fue difícil y aunque su padre tuvo otros hijos con la nodriza campesina que llevó al rancho para que lo criara cuando murió la madre, siempre fue su hijo preferido. Cuando era todavía una criatura, le regaló un cabritillo para que jugara con él. Más tarde, y a instancias del cura -el Jehová del pueblo vecino- lo mandó a la escuela. Para que no se fatigara le prestaba el caballo, un caballo rucio y viejo que los domingos Caín llevaba al pueblo cargado de bultos de maíz.
Regresa otra vez a la orilla del estanque la señora del abrigo de pieles. El perrito corretea persiguiendo las palomas, husmeando los charcos de humedad sospechosa que encuentra en el camino, mirando a los niños que juegan con los barcos, levantando la pata ante todos los faroles del jardín.
– ¡No te vayas a perder, mi amor!
Extraje del bolsillo unos terrones de azúcar que guardo para entretener el estómago cuando no tengo qué comer, llamé al perrito y le tendí un terrón. Parado en las patas delgadas y ridículas, me pidió más.
– ¡Ven acá!… ¿Qué estás haciendo?
Yo esperaba que la señora me dijera una palabra de agradecimiento. Me levantaría de mi banco, acercaría una silla a la suya, acariciaría al perrito y lo pondría sobre mis rodillas. Le contaría a grandes rasgos que Caín estaba enamorado de una doncella que todas las mañanas pasaba por el camino que bordea el barbecho, para llevarle el almuerzo a su padre cuya estancia se encuentra al otro lado de la loma. La moza era tierna, virginal, bonita, pero estaba enamorada de Abel. Sin embargo, Caín la miraba cuando pasaba por el camino, y su ardor por ella comenzó a crecer. Ni el fuego del verano es tan voraz y abrasador como esos deseos que nacen de repente en un corazón y un cuerpo atormentados por su soledad… porque yo vivo muy solo y me gustaría ser amigo de una bella señora como usted, y tener un perrito como éste, y pasear los tres por los caminitos del parque…
– ¡Ven inmediatamente! ¡Te he dicho que no comas porquerías ni te acerques a desconocidos! ¡Vámonos!
La señora se alejó por el camino enarenado tirando de la correa al perrito que ladraba y me volvía a mirar de vez en cuando. Si en aquel momento hubiera continuado mi historia habría matado a Abel con la quijada de un asno, pero como a un perro.
1. El Señor antipatizó súbita y arbitrariamente con Caín, y sin razón alguna sus ofrendas no le placían como los sacrificios de Abel. ¿Por qué?
2. ¿Por qué los animales sacrificados eran herbívoros?
3. El castigo de Adán -"trabajarás con el sudor de tu frente"- recayó sobre Caín y no sobre Abel, quien tirado a la sombra de un árbol miraba flotar las nubes en el cielo azul. ¿Por qué?
4. Caín era el trabajo manual, el arado construido con la horqueta de un árbol, el hacha de piedra aguzada en una roca de granito… En cambio Abel era la poesía, era la imaginación que se fuga hacia las estrellas que el pobre Caín no tenía tiempo de mirar. El trabajo manual era Caín, y la especulación intelectual era Abel. Caín era el esclavo y Abel era el señor, y ahí comienza esa monstruosa inversión de las primogenituras que reapareció mucho más tarde, cuando mediante un engaño que aceptó el Señor, Jacob, revestido con una piel de cordero, se hizo bendecir por Isaac -ciego, como todos los padres- y le arrebató los derechos de primogenitura a su hermano mayor.
5. Caín nunca acaba de asesinar a Abel, el preferido del Señor, y vaga por el mundo hambriento y perseguido. Lo asesinan en el Congo y en el Vietnam, muere de hambre en la India, se ahoga en la China, lo roen la ignorancia y la miseria en la América del Sur. La víctima expiatoria es eternamente ese pobre Caín. A mí, Caín me produce una lástima infinita.
¿Dónde pondré a vivir a Caín y a Abel? ¿En un país del norte de Sudamérica? ¿En un país del sur? ¿En un páramo de los Andes? ¿En una ardiente playa del Caribe, con palmeras al fondo? Pensar en todas estas cosas; no escribir nada sin pensarlas muy bien.
En la rue de la Sorbonne, donde se encuentran las oficinas de la revista, tenía una carta con un cheque de ciento veinte francos. Fría e insolente, la carta decía que mi colaboración quedaba suprimida a partir de la fecha, y la administración de la revista esperaba mi recibo del cheque para efectos de contabilidad. Lo cambié en la administración de la Ciudad Universitaria y, aplazando para el día siguiente toda reflexión económica, decidí llevar a mi amigo el brasilero -víctima de un ataque agudo de pesimismo existencialista- al taller de las hermafroditas desveladas. Allí encontramos a los amigos de siempre: los pintores, el judío argentino, la americana, los artistas geniales y el novelista negro. Le conté a éste que había perdido mi única fuente de recursos y desde el día siguiente comenzaría a estudiar las páginas del "Figaro" en busca de una colocación. Contra lo que presumía, el negro se preocupó seriamente y me prometió un trabajo en las revistas en que él escribe para algunos países de América del Sur. Se trataría de traducciones de artículos escritos en francés. Me pagarían en dólares y podría conseguirme un adelanto sobre mi trabajo. Llegue a encontrar agradables sus carcajadas estridentes y vulgares, sus ojos saltados y sus labios de color violeta. Además, le encantó mi idea de la novela de Caín, lo mismo que a la walkiria americana quien, a partir de aquel momento, comenzó a mirarme con ojos tiernos y brillantes. Si hubiera tenido algún interés en conquistarla, no me habría costado mucho trabajo conseguirlo. Al conocer mi plan, el negro afirmó que era absolutamente necesario que yo asistiera como delegado latinoamericano al Congreso de Juventudes en Varsovia. Allí se iba a organizar una campaña juvenil universal en favor de la paz y por el desarme de las grandes potencias. Yo debería estudiar sobre el terreno las realizaciones de los kolhozes a fin de dar en mi novela fórmulas nuevas sobre el problema agrario, raíz de todas las injusticias que se cometen con los Caínes de nuestro continente. Tendría pasaje gratis y unos viáticos modestos que me permitirían, sin embargo, viajar por varios países del paraíso comunista.
– Te convendría visitar Israel para conocer los kibutz -dijo el argentino.
– No quiero comprometerme con nadie ni con nada en mi novela. Me gustaría asistir al Congreso de Juventudes aunque nunca me ha preocupado la política y no estoy muy seguro de cuáles son mis ideas para hacer felices a los hombres. En cuanto escritor de novelas reclamo para mí una absoluta libertad de creación, una total independencia de espíritu.
– Estás equivocado. La novela contemporánea debe ser un acto de compromiso intelectual. Tenemos que ser afirmativos. El Caín de tu novela tiene que blandir resueltamente contra Abel la quijada del asno.
La americanita estaba pendiente de mis labios. Al recorrer con una rápida mirada sus piernas, sus caderas, su cintura esbelta, su pecho poco desarrollado e infantil bajo el grueso suéter de lana, volví a pensar en que con muy poco trabajo aquella noche la podría llevar a mi antiguo hotel de la rue Jacob.
– Ni siquiera puedo comprometerme conmigo mismo cuando comienzo a escribir. A veces suelo trazarme un plan, pero…
– ¿No te propones contar los motivos que un Caín campesino y analfabeto tiene para asesinar a un Abel privilegiado que vive en la ciudad?
– Decía que a veces me propongo desarrollar una idea que he pensado minuciosamente, o relatar una escena que he detallado en la imaginación, o pintar un personaje cuyas reacciones he inventado y a quien enfrentaré con determinados problemas. Comienzo a escribir, pero un genio desconocido se apodera de mí, me utiliza y me conduce por caminos insospechados. Cuando escribo meditadamente, levantando la pluma de vez en cuando, poniendo los ojos en el cielo raso, consultando notas, no me sale nada. Me sale una redacción falsa y acartonada, las ideas se me embrollan en la cabeza, y al releer lo que he escrito al parecer tan concienzudamente, con tanto trabajo, veo con desaliento que lo he echado todo a perder. En cambio, cuando me siento arrebatado por esa fuerza exterior y superior a mí, penetrado por ese espíritu que no puedo dominar, escribo horas enteras sin reflexionar y con el íntimo convencimiento de que al través de mí se está operando un misterio.
La americanita me devoraba con los ojos.
– De ahí que como novelista no pueda prometer nada. Estaría dispuesto a escribir artículos para demostrar cualquier cosa: que los soviets desean sinceramente la paz; que los Estados Unidos son hipócritas; o que Rusia es quien quiere la guerra y los Estados Unidos quienes no permiten hacerla; pero sobre mi novela, que no es escrita por mí sino al través de mí, carezco de propósitos aunque inicialmente haya querido tenerlos. Mis personajes se desgajan de mí y adquieren vida y voluntad propias; las escenas que me proponía describir se realizan en otra forma; la prosa se me resiste y se me escapa; me convierto en un siervo dócil de alguien que me gobierna desde más allá de mí mismo.
– Si hubieras leído a Jung, sabrías desde hace tiempo que el fenómeno de la inspiración automática…
– Por ejemplo los escritores surrealistas -interrumpió con timidez la americana. Su voz era caliente y tremolante, un poco nasal, y me acarició como un guante de terciopelo.
– Sabrías que ese fenómeno es la manifestación de la memoria, el terror, el mito, la experiencia, los deseos frustrados, de una humanidad que yace sepultada a medias en el subconsciente de cada uno de nosotros. En el mito de Caín se percibe la necesidad de justificación que tienen todos los movimientos revolucionarios. No hay una sola revolución universal -la Reforma, la Revolución Francesa, la rusa, la china, la cubana- que no se haya hecho en nombre de una idea de justicia. Lo que hay en el subconsciente del escritor, la inspiración que lo empuja a escribir automáticamente, es el sentimiento de que al través de él y de su escritura se revela y se rebela una injusticia universal.
– No podemos reducirlo todo a factores políticos -dijo con impaciencia mi amigo el brasilero-. Ese subconsciente racial, global, total, que a veces se descarga al través del artista o del poeta, no contiene sólo una idea política o un sentimiento de injusticia económica. ¿Cómo explicarían ustedes la Iliada, por ejemplo?
– La Tora es un libro colectivo -explicó apasionadamente el argentino- al cual los eruditos le han encontrado muchas fuentes distintas; pero ante todo es un libro inspirado, que recoge en sus páginas la memoria del pueblo judío.
– Para los comunistas la historia es una cuestión de toma y daca, de producción y consumo -añadió el brasilero.
El negro lo miró con un profundo desprecio. La americanita, sentada en el suelo, levantó el bello rostro pálido de pómulos un poco salientes, y lo miró sorprendida.
– Eso de la Tora -le dijo el negro al argentino, descargando en él la cólera que le produjeron las palabras de mi amigo Gonsalvo, lo tendrás que explicar en el comité. ¿No es cierto, Marsha?
Ésta asintió con la cabeza y una cortina espesa de pelo rubio le ocultó la parte baja del rostro.
El director de la revista le había manifestado al Padre que jamás volvería a darle trabajo en su editorial a un estudiante hispanoamericano. Por mi culpa se había atrasado el número de la revista y el artículo de aquel sociólogo, tan importante para conquistar lectores en América, no había podido salir. Se habían recibido quejas de varios países del Nuevo Mundo, suscritas por personajes influyentes. Yo había mutilado párrafos, desfigurado el sentido de frases enteras, intercalado ideas propias, alterado el texto de muchos artículos. Aquello era intolerable.
– Yo he vacilado entre la traducción literal, incomprensible y fatigosa para el lector inteligente, y la que procura aclarar, embellecer, "galicar" el texto.
El Padre observó que mis ideas eran interesantes para una discusión en el congreso de traductores que ahora está sesionando en Grenoble, pero con seguridad no eran las mismas de los autores de esos artículos. Agregó que en todo caso sería muy difícil conseguir un trabajo semejante en otra revista, mientras persistiera en esas mismas ideas. Le contesté que eso no tenía, interés para mí, pues el negro -el Padre hizo un gesto de fastidio al nombrárselo- me había ofrecido un trabajo de traductor de artículos políticos que deben aparecer en las revistas de Hispanoamérica.
– No tendré que preocuparme por concretar y embellecer el texto, pues descontando la pedantería del vocabulario marxista, los artículos están muy bien escritos.
El Padre me miró con una profunda atención. Me preguntó si yo era comunista.
– Necesito ganar un poco de dinero para vivir y escribir mi novela sobre Caín y Abel, el campesino y el ciudadano. Justamente quisiera preguntarle…
– ¿Caín el campesino y Abel el ciudadano? No necesito recordarte que históricamente la agricultura nació siglos después que la caza y el pastoreo.
El espíritu cartesiano de los franceses, aun en los jesuitas, no se acuerda bien con ciertas licencias históricas que se toma la Biblia.
– Pero en la Biblia, la agricultura y el pastoreo aparecen a un tiempo.
– El pastor y el cazador domesticado que es el pastor, son los seres activos de la comunidad, fíjate bien. De ellos salieron el guerrero, el colonizador, el conquistador, el viajero. En cambio, el labrador es un hombre sedentario y tímido…
– Precisamente…
– Un hombre que sigue la línea de menor resistencia y no ve más allá de los cuernos de su yunta de bueyes.
Le relaté al Padre, a grandes rasgos, el proyecto de mi novela. Abel se va a la ciudad alistado en el servicio militar, se desarraiga, se convierte en ciudadano y en chofer, que es la más abominable de las acepciones que pueda tener el hombre mecanizado de la ciudad. Regresa al campo paterno con el deseo de buscar aquella novia campesina que él amaba en su adolescencia, cuando todavía era pastor; pero, entretanto, ella se había casado con su hermano mayor. A Abel no le cuesta trabajo seducirla… Caín es un tipo desgarbado, torpe, con unas manos gruesas que saben acariciar la ubre de la vaca y tentarle el pezón cuando la va a ordeñar, pero no el seno de una mujer. Yo quiero pintar el profundo antagonismo que existe entre los dos, y la deformación que la ciudad produce en Abel quien originalmente era un pastor que no trabajaba con las manos y prefería soñar tirado en la colina, en medio de sus ovejas que sesteaban
Al Padre se le iluminó el rostro con una sonrisa.
– Debes pensar en que Caín es la ciudad, el desarraigo, el desapego de los afectos familiares, el extrañamiento de la tierra natal, el judío errante, el materialismo, la falta de fe. Nada hay más falso que cierto tipo de civilización manual que convierte al campesino -un hombre que sabía por lo menos soñar- en un obrero esclavo de una máquina y una rutina agotadora. Yo frecuento un barrio obrero de París y puedo asegurarte que el obrero vive soñando con libertarse del trabajo manual. ¿No crees que para escribir una novela sobre Caín y Abel, una novela hispanoamericana…
– No hay novelas hispanoamericanas, sino buenas o malas novelas. (Era una idea del negro que alguna vez yo mismo le había combatido.)
– Pero esa novela, universal por el tema, indudablemente va a ser hispanoamericana por la forma: con campesinos que tú conoces mejor que yo, puesto que yo soy un cura francés y tú eres un escritor hispanoamericano…
– El cartesianismo me exaspera como un teorema de trigonometría dentro de cuyos senos, cosenos, tangentes y cotangentes, no caben la inspiración, ni el milagro, ni la sorpresa, ni la poesía.
– ¡Déjame terminar, espera un momento!… Se me ocurre que los campesinos del Nuevo Mundo tienen costumbres peculiares, y un lenguaje propio y cargado de sentido, hasta una manera personal de ordeñar una vaca y ensillar un caballo. Un escritor americano que vive hace varios años en París y no es un campesino…
– Mis abuelos eran campesinos.
– Para ser un buen escritor en tu país, sobre todo si quieres escribir esa novela, en París no vas a encontrar a Caín y a Abel; o encuentras a Caín, pero no a Abel. Te digo esto porque hace unos días, cuando te buscaba por todas partes, quería contarte que el Cónsul me habló de tu repatriación. Parece que va muy bien. Una persona influyente está moviendo el asunto. Se necesita que vayas al Consulado a llenar unos papeles.
– Y ¿quién ha pedido mi repatriación? ¿Con qué derecho, sin consultarme?
Había oído decir desde hacía tiempo que los jesuitas se introducen clandestinamente en la vida privada de quien ingenuamente les cae entre las manos. El director espiritual -una invención de los colegios de jesuitas- es un dictador de conciencia.
Abrió un cajón de su escritorio del cual extrajo un papel.
– Ésta es una carta de tu hermana. Si quieres, léela. Ella debió saber por alguien que tú vienes aquí de vez en cuando. Ahora dime: ¿Quieres que te ayude? Mientras llega la repatriación, ¿quieres que te consiga una ocupación de medio tiempo en algún almacén, por ejemplo?
Le contesté sin vacilar que no estaba dispuesto a vivir sometido a un régimen de interno de segunda enseñanza y esa misma tarde abandonaría la Ciudad Universitaria. Respecto de la repatriación estaba dispuesto a aceptarla y habría de pasar mañana mismo por el Consulado. Sobre la promesa vaga de volver "cualquiera de estos días", me despedí secamente del Padre y salí a la calle.