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Era un edificio pintoresco por fuera y siniestro por dentro, en la rue du Sabot, que desemboca en la de Rennes. Había que trepar a oscuras por una crujiente escalera de caracol, tenebrosa aun en mitad del día, húmeda aun en pleno verano, sucia y maloliente siempre. Había un baño en una pensión vecina. El W. C. era apestoso y lo compartíamos, igual que el lavamanos, con dos sirvientas que vivían pared de por medio en el cuarto vecino. En los bajos vivían una vieja gruñona -la portera- y un perro. En el primero, un cura anciano que dictaba un curso de apologética en el seminario de la plaza de San Sulpicio, y un ama de llaves esquelética que debía de ser su hermana. En el segundo, dos señoritas equívocas que vivían de noche y dormían de día. En el tercero, una familia de tramoyistas del Vieux Colombier. En el cuarto, dos familias de negros expulsados de Argelia, conocidos de Marsha. Las dos sirvientas que compartían la mansarda con nosotros servían en un hotel del barrio, situado al lado de una tienda de artículos piadosos. '
Comíamos en el bistrot que yo frecuentaba hacía meses en la rue de Rennes, casi en la esquina de Saint-Germain des Prés. Al café de La Coupole sólo íbamos cuando teníamos que hablar con el negro sobre mi viaje a Varsovia y sobre las traducciones para las revistas hispano-americanas. Inicialmente, me habían dado doscientos francos, pero desde hacía varias semanas no recibía ni un céntimo. Nos sosteníamos con lo que Marsha recibía de Nueva York, pero hubo días enteros en que vivimos de amor y de café con leche que nos suministraban al fiado nuestras vecinas las sirvientas.
El padre de Marsha era norteamericano con dos generaciones en el Nuevo Mundo, y de la tercera hacia atrás profundamente insertado en algún lugar de Escocia. Había venido a Europa como corresponsal de una revista, con los ejércitos de ocupación. Se había casado en Alemania con una actriz rusa, de quien había tenido a Marsha. La madre se divorció y se volvió a casar con un director de cine, y ahora andaba por alguna parte de Europa y le enviaba a Marsha postales de vez en cuando. El padre se casó nuevamente en los Estados Unidos y le giraba con una irregularidad desesperante, una pequeña pensión en dólares, de la cual ella vivía en París desde hacía unos tres años. Había venido con el pretexto de estudiar francés y decoración, pero principalmente para dejar en libertad a su padre cuando éste se enamoró de una compañera de Marsha y se casó con ella en segundas nupcias. Por distraerme voy a anotar lo que París representa para esta muchacha:
París es ciertas cosas que se deben pensar, se deben hacer y se deben decir. Las que se deben pensar:
Todo lo tradicional, moral, rutinario y burgués, es detestable. Marsha abomina el matrimonio, el catolicismo -su padre es platónicamente protestante y su madre no tiene religión- el arte anterior a la segunda guerra mundial y la literatura no comprometida con el marxismo ortodoxo. Las que se deben hacer:
Vivir de cualquier manera, cambiar de amigo con frecuencia para no rutinizarse, viajar a Rusia, ser miembro del partido comunista, luchar por el derrumbamiento final del capitalismo en el mundo. Y las que se deben decir:
Todas las que provengan de una fuente comunista irreprochable. Sólo las que publican las revistas autorizadas por el partido.
Para la madre de Marsha vivir en París es tener un hotel particular en la Avenue Foch, un Mercedes Benz con chofer uniformado, un peluquero propio, una modista de gran casa, un marido millonario y complaciente, un amante impaciente y artista, un perrito que no parezca un perro, una villa en Cannes, un yate, etc. También contar entre las amistades un príncipe destronado de los que viven en Portugal, un Premio Nobel de física, un actor de cine, un novelista norteamericano, un homosexual, un cardenal, un italiano.
Por sus aficiones y su carácter, Marsha salió más a su padre que a su madre; pero de ésta heredó la nariz, los pómulos salientes y la volubilidad. Le gustaba hablar de la vida bohemia de su padre en París y sería incapaz de vivir de acuerdo con la concepción de su madre, la cual, y dicho sea de paso, era una actriz muy discutible que jamás había podido realizar su sueño, no de grandeza, sino de burguesía.
– Me recuerdas a una americanita sucia como un "cíochard", vestida de overol azul, que vendía el New York Times el verano pasado en la plaza de Saint-Michel.
– Era yo, cuando todavía no trabajaba con el negro.
Una noche en que dos o tres Ricards la habían vuelto muy expansiva, me confesó que era una masoquista inveterada y además tenía el complejo de Edipo. Se lo descubrió un estudiante de psiquiatría, muy inteligente aunque completamente neurasténico, con quien había vivido durante un mes antes de conocer al negro. El negro la insultaba, la llamaba prostituta, la escupía y la obligaba a que le besara los pies. Tenía que quitarle los zapatos y frotarle el cuerpo con un perfume de peluquería que al negro debía gustarle porque disipaba su almizcle. Marsha se enfurecía porque yo no hacía el sádico con suficiente convicción, y se revolvía contra mí, me perseguía con un zapato en la mano y me mordía las orejas hasta sacarme sangre. Tenía una amiga huraña y silenciosa, que venía a pasar la noche del domingo, pues entre semana trabajaba de dama de compañía en una casa de la Avenue Victor Hugo. Se acostaban las dos en la cama y me relegaban al diván, un mueble sucio y destartalado, con los resortes rotos. Sentían placer, me parecía a mí, en que las viera comportarse como dos tiernos enamorados. Yo tenía tal repugnancia por la amiga de Marsha que una noche la expulsé del cuarto y le advertí que si la volvía a encontrar allí sería capaz de matarla.
Lo que llegó a hacerme imposible la vida con Marsha, más que sus extraños caprichos amorosos y su tendencia a la suciedad -el baño frecuente perjudica las defensas de la piel y echa a perder el cutis, dice mamá-, era lo que podía llamar el lado político de sus amistades. Eran las dos familias de negros tristes y enfermos que vivían en el cuarto piso de la casa y hablaban monosilábicamente de Argelia y de sus problemas de adaptación a la difícil vida de París. Era el argentino con su pedantería racial y sus teorías cinematográficas. Eran las pintoras lesbianas y sus genios incomprendidos que aún no habían comenzado a pintar. Sobre todo, el espíritu de contradicción y la petulancia del negro, con sus pretensiones de escritor "comprometido", me sacaban de quicio. Reconozco que es un tipo inteligente y tiene un agudo sentido crítico, pero su fanatismo me exaspera. Me exaspera el que para pensar bien, por fuerza haya que pensar como él. El que, como les decía ayer en el café, todo pensamiento individual que se aparte una línea del fijado por una convención del partido, se considere cismático.
– Tu error -le decía a Marsha- consiste en colocar el paraíso en la tierra, en Rusia y en 1917. Los judíos colocan el paraíso al comienzo de la historia, que es irreversible. Los cristianos no lo ponemos en la tierra, sino en el Cielo y más allá de la historia. Por eso, los judíos y los cristianos no defraudamos a nadie.
– Tendrás que discutir todo eso con el negro…
– Otro error tuyo consiste en creer que el hombre puede concebir la felicidad en términos colectivos: como un catorce de julio con fuegos artificiales, organillos que cantan a la orilla del Sena y banderas de colores. Y tú sabes que no hay paraísos colectivos; hasta los paraísos artificiales son individuales… Lo que Caín quiso destruir al matar a Abel con la quijada de un asno, fue ese paraíso personal que parecía flotar en el cielo al cual miraba su hermano. Él se fastidiaba, en cambio, en su mezquino paraíso terrestre, en su pequeño kolhoz familiar, en su granja poblada de cosas y de animales sujetos todos a una rígida legislación agraria.
Nota: Todas las experiencias humanas son personales. Al nacer y al morir, cuando sufre y cuando goza intensamente, el hombre está solo. La más íntima de las experiencias vitales, que es el amor, es rigurosamente personal. El acto sexual es un onanismo compartido. La muerte, que es la última experiencia del hombre, es intransferible y personal.
Acabo de traducir una cartilla marxista para campesinos hispanoamericanos a quienes se quiere persuadir de que la felicidad y la prosperidad residen precisamente en la propiedad colectiva. La ilustración muestra un corro de campesinos ucranianos bailando cogidos de la mano en un prado salpicado de amapolas rojas y margaritas amarillas. Asomados a la talanquera del establo, los animales ríen: la vaca, el cerdo, el caballo; y un gallo que bate las alas encaramado en el tejado de la granja parece exclamar: "¡En el kolhoz, hasta los animales ríen!"
– Todavía no me han mandado los giros del exterior y tendrás que esperar unos días -me dijo el negro.
– Yo no trabajo por placer. De mi trabajo saco el dinero para vivir…
Cuando, de mala gana, el negro extrajo del bolsillo unos billetes arrugados y me entregó doscientos francos, Marsha se acercaba a la mesa. Aquella mañana la había convencido de que se bañara y su cutis, dorado y salpicado de pecas en los pómulos pronunciados, herencia eslava de su madre; sus ojos de un azul tierno e infantil, herencia escocesa de su padre; sus labios frescos, sonrosados, húmedos, de inspiración personal, relucían con el sol y por efecto del baño.
– Tus camaradas se niegan a pagar mi trabajo.
– Puesto que estamos viviendo juntos, no tienes por qué preocuparte.
En aquel momento, se acercó mi amigo Gonsalvo y me preguntó si quería acompañarlo a su mesa, donde se encontraban dos muchachos de la Alianza y dos niñas, una de ellas la chilena a quien no había vuelto a ver.
Desde hace unas cuantas páginas, pues no sabría decir cuántos días, estoy haciendo una nueva experiencia en vista de mi novela. Consiste en contar algo sin interrupciones ni notas marginales, de corrido como en las novelas de tipo clásico y corriente; pero utilizando para este ensayo recuerdos personales y sin importancia. Todavía no he comenzado a escribir mi "Caín y Abel".
Al sentarme a la mesa de Gonsalvo éste me preguntó por qué había abandonado la residencia de estudiantes. Rose-Marie me miraba con sus ojos negros y alargados, y aunque parezca mentira, al través de su naricita respingada, de aletas traslúcidas y palpitantes. Yo he observado que ciertas personas, a veces, parecen mirar por entre las narices. Con su atuendo de estudiante parisiense, todavía preocupada por conservar una coquetería hispanoamericana, aquella chilenita contrastaba con Marsha y las otras muchachas que tomaban refrescos y aperitivos en la terraza del café. Marsha, que me había parecido tan bonita y atractiva después de su insólito baño matinal, comparada con Rose-Marie resultaba una prostituta cualquiera.
– El Padre nos contó que te vas muy pronto de París…
– Estoy invitado a un congreso de estudiantes en Varsovia, pero no saldré de París antes de mediados de junio.
Almorzamos en un bistrot y cogidos de la mano nos pusimos a pasear por las orillas del Sena. A veces me angustiaba el pensamiento de que aquella noche no podría volver a la mansarda de Marsha y tendría que buscar un hotel barato donde ir a dormir. Cuando me había levantado de la mesa del café con Rose-Marie, Marsha me miró con un profundo desprecio, y el argentino y el negro me hicieron un saludo displicente y convencional. ¿Qué podía importarme todo eso cuando sentía en mi mano la mano tibia de Rose-Marie?
Es triste confesarlo, pero a lo largo de mis veintisiete años jamás he estado enamorado. En mi tierra sólo conocí muchachas amigas de mi hermana, señoritas cursis que eran sus compañeras de oficina o parientas pobres que llegaban del pueblo. Las muchachas de familias distinguidas a quienes me acerqué en el café de la universidad, eran inaccesibles como estrellas de un sistema planetario que jamás habría de rozarse y entrar en colisión con el mío. Mi experiencia femenina, tanto en mi tierra como en París, se reducía a sirvientas de café, a vulgares empleaditas de almacén, a prostitutas que vagan por las calles y las avenidas más que en busca de un hombre, a la caza de un pedazo de pan. Mis sueños y deseos de adolescente terminaban en un burdel.
Nada hay tan difícil como pintar un amor, sobre todo cuando se vive dentro de él y no puede vérsele con perspectiva y dentro de las coordenadas del tiempo y el espacio, el olvido y la lejanía. El amor es un estado particular, como una enfermedad, y el paciente ignora la gravedad de ciertos síntomas, o por el contrario se la concede a otros que, para el médico, no tienen importancia. Más que una enfermedad, tal vez el amor es el juicio que el paciente se forma de una serie de síntomas que lo están alterando.
Paseamos lentamente por los muelles de la orilla izquierda, desde la plaza de Saint-Michel hasta el Pont-Neuf. Desde el parapeto del puente le señalé con el dedo el contraste que forma con el ingente bloque de la Catedral, la fragilidad de la hiedra que reverdece en la muralla de la orilla. Nos deteníamos ante los bouquinistes para mirar un grabado de América del Sur, hojear un libro viejo, revolver papeles polvorientos.
– Yo ando por aquí desde hace años en busca de una obra maestra, pero nunca he tenido suerte. Con las mujeres me pasa lo mismo.
– ¿Quién es esa rubia con quien conversabas en el café?
– Una estudiante de sociología.
Caminaba abstraída, con los ojos puestos en las fachadas grises y las mansardas azules del Chatelet.
Hay ciertas casas que más que una fachada tienen un rostro y una fisonomía, y valdría la pena desarrollar esta idea más tarde, cuando me encuentre sin Rose-Marie. Hay ventanas que entornan los párpados de las persianas y me hacen guiños desde lejos. Hay callecitas desiertas con un pequeño bistrot donde no entra nadie, o una tienda de antigüedades que no tiene clientela; pero al pasar por allí me siento acompañado por el farol de la esquina.
Descendimos las escaleras del Pont-Neuf, detrás de la estatua de Enrique IV; nos sentamos en esa proa de ver-dura que es el Vert Galant, a la orilla del agua. El invierno se agarraba al esqueleto de los árboles, pero la primavera ascendía rápidamente por el tronco, y yemas y botones les reventaban la piel. El Sena estaba dorado y el cielo tenía color de mermelada de durazno.
– Antes de venir a París hice un viaje con unas compatriotas por las ciudades de Italia. Estuvimos tres o cuatro días en Venecia. En Venecia el silencio es total. A veces me apoyaba en la baranda de un puente y me ponía a soñar, a no pensar en nada. El agua chapoteaba en los escalones de un palacio viejo, cuando pasaba alguna góndola a lo lejos. Un día, tuve un presentimiento…
– ¿Qué estás estudiando en París?
– Por el momento francés en el Institut Catholique. Después del verano comenzaré mis cursos de psicología infantil. Aquella vez en Venecia tuve el presentimiento de que podría volver a querer a alguien otra vez…
Yo creo que el alma tiene una epidermis, una piel. El contacto de ciertas epidermis nos gusta y el de otras nos produce urticaria. Hay seres con quienes, aun viviendo con ellos, nos sentimos extraños. Al menor contacto nuestra piel se irrita y se brota. En cambio, con otros…
Un buen rayo de sol iluminó la superficie del río, resbalando por los parapetos de piedra. A lo lejos se veía un pescador de caña, inmóvil. Dos barcazas descendían por el canal de la derecha, y una lancha llena de turistas subía rápidamente por el brazo izquierdo de la isla. Tres puentes se escalonaban a lo lejos, fundiéndose uno en otro. París roncaba, ronroneaba como un gato a la orilla del Sena.
El abuelo de Rose-Marie había sido un prócer de la guerra del Pacífico. Un tío suyo era arzobispo en Concepción. Su padre era gerente de una flota mercante. Su madre tenía un fundo en la región de los lagos, con un bosque de pinos y una vieja casa de campo que fue el escenario de la infancia de Rose-Marie.
– En realidad este viaje iba a ser el de mi luna de miel. Me arrepentí a tiempo, y entonces decidí venir a Europa a estudiar durante dos o tres años. Papá y mamá vendrán el próximo verano y volveremos a Italia.
– ¿Y tu novio?
– Es un muchacho alto, fuerte, bien plantado. Es un deportista y cuando estudiaba en Inglaterra formaba parte de un equipo de la universidad. Es muy simpático y todo el mundo lo quiere. Éramos amigos desde niños, veraneábamos juntos, nuestras casas quedaban en el mismo barrio del Parque Forestal. El día en que regresó de Inglaterra, nuestra amistad infantil se convirtió en un amor a primera vista, como si en los años anteriores no nos hubiéramos visto jamás.
El sol había desaparecido otra vez.
– ¿Quieres que nos vayamos? ¿No sientes frío?
– Pensé que entre nosotros no habría diálogo posible. A mí me gusta el deporte, pero la música me gusta más. Él puede permanecer horas enteras oyendo música de jazz, que yo sólo soporto cuando bailo. A mí me gusta leer y él detesta los libros. Desde el colegio me interesaban los niños, sobre todo el problema de los niños enfermos y delincuentes; y mi novio no podía soportarlos.
– Y abandonaste al niño para ponerte a estudiar psicología infantil.
El sol había vuelto a iluminar las mansardas de la orilla derecha. Las de la izquierda flotaban en una sombra morada.
– Ahora tengo derecho a pedirte que me cuentes tu vida.
– ¡Hmmm! Eso sería largo de contar. Tú tienes veinte años…¿Veintidós?… Y yo ya cumplí veintisiete. Perdí mucho tiempo tratando de encontrar mi camino. Estudié derecho y ciencias políticas en mi tierra y vine con intención de hacer una especialidad en París; pero yo no quiero ser abogado, sino escritor. Seré escritor aun cuando tenga que vencer muchas resistencias. Mi hermana, por ejemplo, que no es sino una niña de sociedad festejada por todo el mundo… La muy tonta acaba de romper su noviazgo con un excelente muchacho, hijo de nuestro embajador en Washington… Tú tienes sus mismos ojos: luminosos, de color violeta, al través de los cuales veo bosques en el sur de Chile, ciudades que no conozco, caminos en los Andes, mares del sur que cabrillean al sol en una lejanía dorada, un estrecho canal de Venecia donde el agua negra y aceitosa chapotea en la escalinata de mármol de un palacio viejo…
– No te burles de mí.
¡La sorpresa que tendría mi hermana si me oyera hablar de ella! De sus ojos pequeñitos, enrojecidos, abotargados, un poco miopes -usa lentes en la oficina- había extraído yo aquellos ojazos inmensos y aterciopelados de Rose-Marie.
– ¿Y tu hermana no quiere que seas escritor, no es eso? ¿Y qué dice tu mamá?
– Ella murió hace muchos años y apenas la recuerdo. Mi abuela es como mamá. Es una de esas señoras educadas a la antigua, en un colegio de monjas, y vive entre sus amigos y los viejos amigos de papá hablando de cosas serias: de si en su tiempo el Presidente de la República se había dejado manejar por los militares; de si el alza del dólar no le permitirá venir este año a Bélgica, a visitar a una hermana que tiene en el convento…
– ¡Mamá estudió en Bélgica en el Sagrado Corazón! ¡A lo mejor conoce a tu tía monja!
– Sobre todo, a raíz de la muerte de papá, mi abuela se empeña en que yo regrese a ponerme al frente de los negocios. La muerte sorprendió al pobre papá cuando se disponía a viajar a Nueva York, a una reunión de presidentes del Banco Mundial de Reconstrucción y Fomento… ¿Has oído hablar de eso?… ¿No sabes lo que es?… Fuera de éste, mi padre nunca quiso aceptar ningún cargo y detestaba la política. Prefería dar vuelta a caballo por sus cafetales, pasar temporadas con amigos, parientes, niños, sirvientas, en la casa vieja que había arreglado como para recibir un ejército… Los jardines, con el río que pasa por en medio golpeando las piedras: el jardín es francamente bonito. Y mi abuela cree que a mí van a ofrecerme todas las posiciones que papá no quiso nunca aceptar: candidaturas, ministerios, embajadas, senaturías… Si me voy de París en junio es sólo para arreglar rápidamente mis cosas allá y regresar en Navidad a escribir. Me gustaría pasar la Navidad con una muchacha como tú, concretamente contigo…
El frío nos arrojó por fin de la orilla del agua. Al refugiarnos en un café del Quaí des Orfévres, pedí dos tazas de té. Aquello me parecía de buen tono.
– Tú sabes que yo no puedo prescindir de mi taza de té. Se me pegaron ciertas costumbres inglesas que tenía papá…
Rose-Marie prefirió tomarse un café con leche. Yo tuve que beber mi taza de té y pedir repetición aunque esa bebida insípida no me gusta y me hace sudar. Le conté el tema de mi nueva novela. No el de Caín y Abel, que me pareció vulgar y extraño en aquel ambiente, sino otro que se me ocurrió cuando a través de los cristales veíamos desfilar por la calle una apretada columna de automóviles con los faros encendidos.
LA ISLA DEL CARIBE
– Cena en la casa de un personaje, seguida de un baile para presentar en sociedad a su hija menor. La ciudad es la capital de un país sudamericano o centroamericano. En todo caso recuerda, por muchos aspectos, a cualquiera de los que componen nuestro continente. Es un país típico… ¿me entiendes?… arquetípicamente hispano-americano. ¿Quieres un Cinzano?… ¡Por favor, un Cinzano v un whisky!… Ministros del despacho, antiguos embajadores, directores de periódicos, generales, banqueros, gerentes, millonarios, un obispo, señoras de sociedad, en fin, el Estado, la política, la economía y la riqueza: la oligarquía para decirlo con una sola palabra. Se habla de un conato de revolución, pero los ministros tranquilizan a todo el mundo y los generales sonríen displicentes. Rumores alarmantes circulaban aquella tarde en el club y se comenta una baja espectacular de los valores en la Bolsa. Dos o tres industriales acusan al gobierno de inmovilismo, al ejército de debilidad ante las huelgas recientes y al congreso de falta de acción. Los negocios se paralizan. Las señoras intervienen para hablar de la insolencia de las sirvientas desde el establecimiento de las prestaciones sociales… No hago sino resumir.
– Vas a tener que leérmelo un día de éstos. Podemos comer la semana entrante con un escritor chileno que es amigo mío.
La idea no es mala y podría resultar atractiva cinematográficamente. El diálogo subrayaría la personalidad de los invitados, ya implícita en su aspecto físico. En cambio, en la novela, su descripción física para fundamentar sus palabras, alargaría demasiado la escena y le restaría animación…
– Un vago malestar planea sobre la mesa deslumbrante de blancura, cuyas copas refractan la luz de la enorme araña de cristal que cuelga del cielo raso. La dueña de la casa agita la campanilla de plata. Su marido procura reavivar la conversación y esboza un ataque al ministro de Hacienda, sentado frente a él, pero los nuevos impuestos han dejado de interesar. Para abreviar, me salto cincuenta páginas…
Tal vez lo mejor sería relatar la escena como la estoy viendo ahora, y dejar a cargo del lector su reconstrucción física. Le ayudaría con toques muy breves, por ejemplo: "Su marido -un hombre gordo, rubicundo, que parpadea continuamente y agita los dedos de la mano derecha con un movimiento nervioso- le dice al ministro: A veces me pregunto, o les pregunto a mis colegas del Consejo de Administración, si el Gobierno nos está confundiendo con la gallina de los huevos de oro. El rostro del ministro, tan sombrío y triste de ordinario, se aclaró con una imperceptible sonrisa, etc."
– Los criados, el cocinero, el jardinero, las sirvientas, los chóferes de los invitados, de centenares de invitados jóvenes que no han podido comenzar a bailar en el salón porque los músicos no llegan: toda esa gente subalterna ha desaparecido. Alguien se asoma a la calle por una ventana del salón y con el rostro descompuesto informa que se oyen disparos a lo lejos, del lado del Palacio presidencial. El general se levanta de la mesa precipitadamente, con la servilleta en la mano, seguido de los ministros, y corre al despacho, pero el teléfono no tiene corriente. De pronto, se apaga la luz y sólo los candelabros de la mesa alumbran una multitud aterrada, agitada, convulsa. No puedo detenerme a contarte cómo, ante las noticias cada vez más alarmantes que difunde la Radio Nacional ocupada por los revolucionarios, los invitados resuelven abandonar la ciudad en los yates del Club Náutico del cual casi todos son socios…
Tendría que empezar a presentar en este momento la figura de un jefe, de alguien resuelto y animoso que impone silencio golpeando el vaso con una cucharilla, y esboza un plan de acción que todos, aterrados, aceptan sin poner objeciones.
– En el embarcadero de los yates, no había un grumete para soltar un cabo, ni un maquinista para poner en marcha los motores, ni un piloto para empuñar el timón. Vestidos de frac, pero en mangas de camisa, los jóvenes ocupan rápida y eficazmente esas vacantes y la expedición zarpa a la media noche con destino a la isla del club, mientras las llamas de un incendio lejano enrojecen el cielo de la ciudad.
Los ojos de Rose-Marie eran dos ascuas. Tanto para ella como para mí habían desaparecido los vasos de Cinzano, el bistrot, los muelles, el Sena, París, la noche.
– ¡Sigue, sigue!
– Los oligarcas llegan a la isla, una bella isla tropical. A la orilla de una caleta rodeada de rocas se alinean unas cuantas construcciones de madera que los pescadores utilizan en sus excursiones. Sería largo contarte cómo esas gentes de mundo organizan su vida, construyen instalaciones sanitarias trasladando a tierra las de algunos yates, montan con un motor de barco una planta de alumbrado, levantan nuevos y más cómodos alojamientos, etc. Al cabo de tres años la isla tiene una pequeña ciudad, un muelle, un acueducto, y los robinsones han comenzado a entrar en contacto con los países vecinos del continente. Truecan la pesca, los cocos, los huevos de tortuga, el carey, por los artículos que les hacen falta. Aquello ha comenzado a crecer. Las necesidades impuestas por una vida insólita y anormal obligan a los isleños a organizarse en forma comunitaria. El equipo de pescadores trabaja para todos, los cazadores de iguanas y patos salvajes cazan para todos, las cocineras para todos cocinan y la crianza y el cuidado de los isleños recién nacidos se confía a voluntarias de la sociedad. La propiedad privada ha desaparecido…
– ¡Oye, un momento! Eso es comunismo puro…
– Precisamente lo que quiero es mostrar dos clases sociales antagónicas que evolucionan en sentido contrario y cada una contra sus propias ideas. ¿Me entiendes?
– Sigue…
– Los jóvenes ocupan el primer plano en la nueva jerarquía social. Trabajan, construyen, pescan, cazan, viajan, negocian y patrullan la costa. Los viejos -banqueros, gerentes, ministros, generales, etc.- limpian las calles, pintan las casas, llevan las cuentas del comercio exterior, redactan un pequeño diario local, etc.
Mientras Rose-Marie pasó al baño consulté rápidamente el menú y comprobé que en el bolsillo me quedaban ciento setenta y cuatro francos de los doscientos que el negro me había dado aquella mañana. Pedí la comida y una botella de vino.
– ¿Y qué pasaba, mientras tanto, en el continente?
– Después de un mes de saqueos, incendios y batallas de exterminación contra los enemigos, triunfó el partido comunista y se organizó un Soviet provisional. Bajo todas las apariencias de un régimen socialista, no tardaron en aparecer veleidades burguesas en el ejército y en la burocracia. Los antiguos criados de restaurantes y casas particulares enseñaron a comer bien, con buenas maneras, a los nuevos amos. Éstos, a título meramente provisional, ocuparon las residencias de los ricos. Se establecieron dos o tres condecoraciones, naturalmente "revolucionarias", se rebautizaron las calles con nombres de héroes populares, se nombraron mariscales, ministros, embajadores, y todo lo que hiciera falta en una jerarquía proletaria. El bloqueo económico decretado por los países vecinos dio al traste con el comercio exterior. El fantasma de la desocupación y del hambre apareció a lo lejos, y para hacer algo se decretó una purga general con fusilamiento de los saboteadores de la revolución.
El entusiasmo de Rose-Marie ponía alas a mi imaginación.
– Aunque el Gobierno había creído en un principio que toda la burguesía había sido pasada por las armas, no tardó en enterarse de que en la isla vecina prosperaba una laboriosa colonia de insurgentes.
– Espera un momento. ¿No te parece un poco absurdo…
– ¿Absurdo qué?
– Absurdo que pasen tres años sin que el Gobierno comunista se entere de lo que está sucediendo en la isla. ¿No sería mejor que la isla fuera completamente imaginaria? Una isla desierta, que no le pertenece a nadie.
– En fin, que ya habrá tiempo de pensarlo después, y voy a pensarlo. Lo que importa ahora es observar que en aquella isla habían ocurrido muchas transformaciones, no sólo de orden material, sino moral y amoroso. Se desbarataron muchos matrimonios en aquellos casos en que la mujer resultó inteligente y animosa, en tanto que el marido era un zángano por quien inexplicablemente habían suspirado centenares de muchachas en la tierra firme. Se formaron nuevas parejas al calor de un sentimiento despojado de las conveniencias sociales. Como si se hubieran desnudado en la playa de la isla, al lado opuesto del embarcadero, hombre y mujeres se veían y se juzgaban por primera vez.
– ¿Y no habrá una intriga amorosa en la novela?
– Esta misma noche voy a comenzar el idilio de un muchacho un poco bohemio, que en el continente y dentro de la antigua sociedad no servía para nada, con una niña que había llegado en la primera inmigración. Le pondría tu nombre, tu rostro, tus ojos, si me lo permitieras. Creo que eso me serviría como fuente de inspiración…
Y es que, evidentemente, para que aquello tenga una estructura, se necesita un héroe en quien centrar toda la acción de la novela.
– Aun disfrazada me gustaría aparecer como heroína de una novela tuya…
– El muchacho se había convertido en el jefe indiscutible de la organización. Sin sospecharlo, disponía de un gran talento político.
– ¡Formidable! -exclamó ella platónicamente enamorada de aquel personaje en el cual, ¿y por qué no?, yo comenzaba a proyectarme-. Pero necesitaba, además, terminar pronto con la historia, pues las luces del restaurante se apagaban una a una, y un comensal retardado plegó su periódico, pagó la cuenta y salió a la calle.
– Viene la expedición de los continentales contra los isleños, con el pretexto de que en esa isla se ha instalado una colonia extranjera y aquello representa un peligro de desviación para el comunismo nacional y ortodoxo. La expedición tiene éxito y barre la naciente colonia ante la indiferencia de todo el continente. Los periódicos titulan la noticia con estas palabras: "Aplastada contrarrevolución criminal surgida en una isla del Caribe…"
– ¿No me vas a dejar viva ni a mí?
– El joven jefe se bate como un héroe, pero muere también abrazado a su adorable compañera. ¿Nos vamos? La cuenta, por favor…
– Los podrías dejar escapar y la novela comenzaría cuando el héroe y su mujer, que ahora viven en un país del continente hispanoamericano…
– O en París…
– En Chile, por ejemplo… se han puesto a escribir su extraordinaria aventura.
– La idea no es mala… No es mala, ¿sabes? (La idea de Chile, quiero decir).
Me tomé un coñac antes de llegar al Centro, cuya puerta estaba cerrada. Cuando abrió el portero, a quien yo conocía, le pedí que me permitiera llamar al Padre, a quien necesitaba con urgencia. Por teléfono le dije que al otro día vendría a conversar con él, pero ahora me gustaría permanecer allí un par de horas mientras escribía unas cartas urgentes.
– Ayer mandé la recomendación. ¿Hablaste con el Cónsul?
– Mañana iré a verlo.
Quería estar a solas conmigo mismo para pensar una vez más en Rose-Marie, cuya imagen no se apartaba de mi memoria. Podía reconstruir idealmente hasta el ruido amortiguado que hacían sus botas cuando ligera, sin peso, cimbreante, con la cabeza echada hacia atrás, se alejó por el andén de la estación y se perdió en la escalera. Había resuelto pasar la noche recostado en el viejo sofá de hule donde una vez me había sentado frente al Padre; pero como no podía dormir, y el recuerdo de Rose-Marie no me dejaba pensar en otra cosa, me puse a escribir lo que antecede para que no se me vaya a olvidar. Sobre todo para que no se me vaya a olvidar el esquema de "La Isla en el Caribe".
El Cónsul abrió un cajón del escritorio, revolvió unos papeles, extrajo uno que tenía el escudo de la Cancillería, me tendió un cheque, un recibo, y me dijo:
– Firme aquí y llévese ese cheque. Hay pícaros con fortuna, y uno es usted. No se demoraron dos meses en concederle la repatriación, aunque la partida debe de estar agotada.
Agregó que mandaría mi recibo al Ministerio y me pidió que pasara por la compañía de aviación para pagar un pasaje de turismo que estaba ya reservado. Me habían enviado cuatrocientos dólares para el pasaje y cien más para las deudas que seguramente tenía.
Al salir del Consulado entré en el primer bistrot y me tomé un doble Ricard mientras reflexionaba. Pasé al banco a cambiar el cheque y de allí a la mansarda de Marsha en busca de mi maleta. Su amiga se alegró cuando le expliqué que no venía a quedarme, sino a despedirme. En la rue de Rennes tomé un taxi que me condujo a un hotel barato por los lados de la Place des Ternes. Dejé allí la maleta y seguí por el bulevar hasta el feo edificio de los "Magasins Reunis", torcí a la izquierda y subí por Mac Mahon hasta el Arco del Triunfo. La mañana era fría y opaca. Sobre la masa oscura del Bosque de Bolonia, al término de la Avenue Foch flanqueada de anchas zonas cubiertas de verdura, se columbraba una tenue claridad de color naranja. Me distrajo un momento el apretado torrente de vehículos que giraba en torno del Arco sin disminuir nunca de caudal, alimentado por las doce avenidas, los doce torrentes de buses y automóviles que se precipitan en aquella vorágine de la Plaza de la Estrella. Sería absurdo desaprovechar seis meses más en París con Rose-Marie, naturalmente entregado febrilmente a trabajar en mi novela. ¿Cuál de las dos? ¿La de la Isla del Caribe o la de Caín y Abel? Con los ojos descendí los Campos Elíseos hasta reposar la mirada en la fronda lejana del Rond-Point y ensartarla un momento en el Obelisco de la Plaza de la Concordia. Las aceras hormigueaban de gente, la muchedumbre de vehículos producía un confuso rumor y las mariposas blancas de los agentes del tránsito aleteaban un momento ante las pequeñas flores de las señales luminosas. Un tímido rayo de sol iluminaba el lado izquierdo de la avenida, mientras que el opuesto permanecía sombrío y helado. Al pasar frente a las grandes vitrinas de la Panamerican Airways me detuve a contemplar unos carteles que anunciaban vuelos a distintos países de América del Sur: México, Venezuela, Colombia, el Perú, la Argentina, el Brasil. Podría empujar la puerta de cristal, acercarme al mostrador y comprar un billete para el primer avión que saliera de París. Un escritor como yo, que no es un campesino, sino un modesto habitante de un barrio de empleados públicos que confina con los barrios obreros, no puede describir unos campesinos sudamericanos desde París. Eso es lógico. Para escribir esa novela necesitaría estudiar el terreno y enterarme de las costumbres de esas gentes y de su manera de hablar. No sé cómo piensan, en el caso bastante improbable de que piensen algo; y además su lenguaje es arcaico e incorrecto como el de mi pobre abuela. Ella también emplea palabras que los hombres de la ciudad hemos olvidado, o sustituido por otras, pues ya no existen las cosas a que ellas se referían. ¿Podría yo designar exactamente los nombres que les dan a los colores de sus animales? Un caballo rucio, zaino, bayo; una vaca barcina, un toro barroso, una gallina saraviada. Estas minucias idiomáticas son muy importantes.
En Pigmalión, Bernard Shaw convierte a una huérfana de arrabal en una lady al enseñarle a hablar un inglés de Oxford; y Proust dedica páginas enteras a describir las deformaciones del francés de París en los labios de su criada Francisca. Ahora estoy en París y camino por los Campos Elíseos, y acabo de tropezar con una muchacha de revista de modas. En medio de la muchedumbre apresurada, fea, opaca, triste, anodina, emerge de pronto una de estas incomparables criaturas que van al Lido a desnudarse para la revista nocturna, o a una casa de modas a vestirse para las millonarias, o a los bares del Jorge V y de Fouquet's en busca de un hombre que las desvista y les dé varios centenares de francos con los cuales se vistan como las modelos de las revistas de modas. Sin embargo, al placer puramente físico de encontrarme en París, sería absurdo sacrificar una novela que algún día me sacará a flote si alguien entra en la tentación, muy explicable, de traducirla al francés.
En la terraza del Coliseo me tomé no un Ricard, sino un whisky. Las cosas serías no se pueden pensar con un licor barato y dulzón, cuyo aroma pegajoso lastima la naricita fina y respingada de Rose-Marie.
La menor observación lo echa todo a perder y detiene la imaginación del escritor lo mismo que un grano de arena paraliza el mecanismo de un reloj.
La confusión que se me formó en la cabeza con esta historia de Caín y Abel, que originalmente era tan clara y se prestaba a una inmersión a fondo en la psicología del ciudadano y del campesino, se produjo cuando el Padre primero, y el negro después, me presentaron sus puntos de vista. ¿De quién nace el ciudadano, de Caín o de Abel? ¿Abel es el idealista, el poeta que mira pacer sus ovejas tirado boca arriba en la falda de una colina, o por el contrario y como lo sugería el Padre del Centro de Estudiantes, es el hombre de acción que inventa la caza, la guerra, la navegación, la conquista y finalmente la ciudad? Todo salió del campesino que es Caín, y absolutamente nada de Abel fuera del estímulo que creó en su hermano al suscitar su envidia, su odio, su crimen, su fuga por el mundo y tal vez algún día su remordimiento final. La humanidad bíblica salió de la simiente de Caín y no de la sangre derramada de Abel. La humanidad es cainiana, pues renegó del paraíso del campo e inventó el infierno de la ciudad, y como el judío errante, vaga inquieta y angustiada, para ocultarle el rostro al Señor y no encontrarse de manos a boca con el fantasma de Abel. Dos muchachas en la mesa de al lado me miraron con desconfianza, cuando dije algo en voz alta, sin darme cuenta.
– ¡Otro whisky, doble, sin soda, con hielo y agua, por favor!
Las muchachas cambiaron de mesa. Si prescindiera definitivamente de la novela de Caín y concentrara mi atención en la de la Isla del Caribe, me podría quedar en París. Se trata de un tema irónico, cuyas posibilidades dentro del mundo imaginario de la literatura no dependen de un sitio y de unos personajes determinados. Es una obra actual, contemporánea, que podría interesar lo mismo a un lector hispanoamericano que a un lector de París. Inclusive es un tema que con ciertas modificaciones se convertiría en una buena pieza de teatro, o en una película llena de movimiento, dramatismo y veracidad. Comenzaría con una angustiosa fuga nocturna para terminar en un bombardeo de la isla, en un cañoneo arrasador desde un barco de guerra, en un desembarco nocturno y un espectacular combate a mano armada. Es una historia que veo con ojos de espectador de cine y me cuesta cierto trabajo concebirla como lector de novelas. Si aplazara mi regreso -es una simple suposición- dispondría en efectivo de quinientos por cuatrocientos ochenta y cinco, son cinco por cinco, veinticinco, y van dos, cinco por ocho, cuarenta más dos, y van cuatro, cinco por cuatro, veinte, más cuatro, o sean dos mil cuatrocientos veinticinco francos; cuatro o cinco meses en los cuales tendría tiempo suficiente para conseguir algunas traducciones o alguna colaboración en una revista hispanoamericana. Lo importante es no perder los estribos, ni a Rose-Marie, en el momento mismo en que la acabo de encontrar. ¿Y qué pensarían el Ministerio que accedió a repatriarme, el Cónsul que me entregó el dinero de la repatriación, Miguel y su padre que la gestionaron, y mi hermana que conoce mi debilidad de carácter? Lo que dijeran el Cónsul y el Ministerio, si resolviera desaparecer en esta selva de París, me importaría tres pepinos. Miguel acabaría por disculparme, precisamente por conocerme y conocer a París. Mi abuela es el único ser en ese lejano y extraño mundo del otro lado del mar, que me conmueve de veras. Pero si Dios y un poco de buena suerte me acompañan, podría llegar a casarme con Rose-Marie y entonces solucionaría de golpe mi problema económico, la tranquilidad de mi casa y mi porvenir de escritor. Moriría de vergüenza si Rose-Marie, por encima del hombro, me estuviera mirando escribir. ¿Y por qué, si está enamorada de mí, no habría de casarse conmigo?
– Un whisky, por favor.
Allá no voy a encontrar sino realidades opacas y deprimentes: una ciudad fea, un barrio lúgubre por cuyas calles sucias vagan de noche los perros hambrientos y los fantasmas de los empleados públicos; una casa destartalada desde cuyas ventanas no se ve la torre de Saint-Germain des Prés; y en aquella casa dos seres sencillos que me quieren, pero con quienes nada tengo que hablar. Aun sin un franco en el bolsillo, en París puedo imaginariamente ser lo que se me antoja, y con un poco de suerte nadie me impediría llegar a serlo.
– Te vi al través de los vidrios con la pluma en la mano y sin levantar la cabeza. Estabas tan abstraído que tuve la tentación de acercarme y mirar por encima de tu hombro lo que estás escribiendo… ¡No pongas esa cara, por Dios!… Soy incapaz de leer una tarjeta postal que no me pertenece. Y ahora, ¿me vas a hablar de tu novela?
Una mujer bonita es como el sol, que cuando asoma entre un cielo denso y oscuro, en un momento transforma, colora, calienta, pinta súbitamente el paisaje. Rose-Marie ilumina el jardín central de la Place Péréire, realza el color de las rosas de la floristería de la esquina de la Avenue Niel, enciende las enormes cajas de vidrio de los restaurantes de la Avenue de Villiers y de la rue de Courcelles, y echa a correr el tren periférico que rueda por en medio y por debajo del Boulevard Péréire. El camarero malhumorado que me sirve despacio y mal, cambia de carácter cuando le trae a Rose-Marie una taza de café con leche. Los estudiantes que discuten en un rincón, levantan los ojos para mirarla. Cuando familiarmente me pone una mano en la nuca, me corre una descarga eléctrica a lo largo de la columna vertebral. Cuando le conté el dilema en que me encontraba, reflexionó un momento y dijo:
– Tus intereses están allá y no aquí; aquí eres un estudiante desconocido mientras que allá tendrás todas las ventajas de un muchacho rico, de buena familia, recién llegado de París. Además tu novela no se puede escribir lo mismo aquí que allá, y eso tienes que comprenderlo. Si la escribieras aquí, no la podrías publicar sino allá. ¿Qué interés tendrían los franceses en leerla, si la publicas en español? Y si la haces traducir al francés, ¿cuánto tiempo perderías en verla impresa y publicada?
Yo asentía con la cabeza sin decir palabra.
– Mientras me venía el sueño pensé mucho en tu novela la noche pasada. A medida que se la contaba a mi amiga, tanto la cena como el baile, y el pánico inicial, y la fuga nocturna, y la vida en la isla y todo lo demás, algo sonaba falso. Es una historia inventada de pies a cabeza, inverosímil aunque de una perfecta lógica dentro de un mundo imaginario… ¿No te molesta que te lo diga? ¿De veras te interesa?… Es una fantasía, pero no una novela. Es una mezcla de fábula de La Fontaine, Robinson Crusoe y Animal Farm de Orwell… ¿No la has leído? Me gustaría que la leyeras: es tu mismo tema pero trasplantado a un escenario de La Fontaine y cuando los animales hablaban. Pensaba en que podrías reducir las dimensiones de la Isla en el Caribe…
– Volverla un islote, o un atolón, o un cayo por ejemplo.
– Mi idea es que la conviertas en un relato para una revista ilustrada. Sería un sistema de comenzar a escribir y hacerte conocer del público.
Aquello me dio la idea de contarle en cuatro palabras mi proyecto de Caín y Abel, que mi memoria se resistía a olvidar.
– Ése es el tema, no lo vaciles.
Caminábamos a lo largo de la Avenue de Villiers, en dirección a la iglesia de Sainte Odile, cuya torre se dispara como un cohete desde la plataforma de ese barrio triste y sin carácter. Me parecía ridículo y redundante decirle que la adoraba, cuando nuestros cuerpos sin necesidad de palabras parecían imantados; y besarla en plena calle, detrás de una portera que arrastraba de la correa un perrito con un tumor monstruoso en el vientre, era un exabrupto. Al pie de dos ancianos que tendían la mugrienta gorra para pedir una limosna, tranquilamente nos besamos. Le prometí reducir la primera novela al tamaño de un cuento largo. Comenzaría seriamente a trabajar el tema de Caín y Abel, pero tendría por lo menos un mes para pensarlo, pues antes quería ir a Londres a mandarme hacer unos trajes.
– ¿No me decías que una vez arregladas tus cosas en América, volverías para Navidad con tu abuela y tu hermana? Deberías irte pronto. ¿Me lo prometes?
Al desaparecer tragada por el hueco negro de una puerta lateral de la iglesia, salí a la calle y a cada uno de los mendigos del atrio le regalé cinco francos.