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CUADERNO N.° 8

Una primavera dorada, triunfante, acaba de salir de una tienda de modas donde se midió su primer traje largo. Desciende a la sombra de los plátanos por los Campos Elíseos, baila la ronda de los enamorados en los jardines del Rond-Point. Como un encaje de bolillo el follaje de los castaños florecidos ondula en el volante de sus enaguas blancas. Una victoria, con su caballo enjaezado de pompones rojos, espera al turista que ha de pasear lentamente por el viejo París. Y la primavera canta con centenares de gorriones que picotean gusanos y semillas en los jardines de las Tullerías. Una teoría de niños, borrachos de sol y de girar en el carrusel del Rond-Point, miran sin ver las parejas de enamorados que como Rose-Marie y yo caminan lentamente bajo los árboles. Nos detenemos a cada momento para darnos un beso asfixiante e interminable. Entramos en el Louvre. Del lado del Arco del Carrousel han abierto una sala nueva con ejemplares magníficos de estatuas góticas. Quiero ver a Rose-Marie delante de una adorable Virgencita de madera, de mejillas redondas, barbilla partida en dos, sonrisa ingenua y unas narices respingadas que tienen la facultad de expresarse sin necesidad de palabras. Entre las niñas uniformadas de un colegio que seguían detrás de una monja de gafas, tal vez una profesora de historia del arte, Rose-Marie parecía un ángel en medio de una muchedumbre de pobres seres humanos. Comparada con la Virgencita gótica resultó, como yo lo esperaba, mucho más bonita. Sólo las Vírgenes de Filipo Lippi, o algún inmaculado ángel de Frai Angelico con las grandes alas desplegadas, se parece a ella, tiene sus mismos ojos, o el contorno de su barbilla, o su sonrisa luminosa; pero ante aquella obra maestra de la vida, que es Rose-Marie, todas las Vírgenes y los ángeles del Louvre parecen naturalezas muertas. Permanecimos horas enteras asomados a la baranda del Pont des Arts. Mil parejas de enamorados pasaban triunfalmente con la primavera. Planchones y barcazas se deslizaban sobre el agua turbia del Sena.

– Quédate ocho, quince días más.

Otras veces miraba fijamente un punto determinado, algo que flotaba en el agua, y me decía:

– Tienes que irte mañana mismo, en el primer avión. Hace un mes que deberías estar en tu casa.

Lo que veía de insólito en una mecha de pelo tornasolada por un rayo de sol, que le caía sobre los ojos; lo que sufría cuando una sombra de tristeza cruzaba por ellos y tardaba un tiempo en iluminarse otra vez su mirada; lo que gozaba cuando la escuchaba reír; lo que removía de bajo y amargo en mis entrañas cuando hablaba de hombres a quienes había conocido o le interesaban por algún motivo; lo que temía cuando me asaltaba la duda de si había descubierto mi pobreza, mi infelicidad, mi desgracia, mi superchería: ni siquiera esas cosas, tan importantes para mí, pues las había descubierto al lado de ella en un deslumbramiento interior, podía consignarlas en estos cuadernos. Durante días y semanas, páginas y cuadernos, sólo era capaz de escribir su nombre: Rose-Marie, Rose-Marie, Rose-Marie…

Nota: Al releer esta página excesivamente literaria… ¿qué hacer, si adoro la literatura y me embriago con grandes tragos de palabras?…, acabo de comprender que caí de bruces en la frase larga, articulada por el punto y coma que siempre trato de evitar. El punto y coma es académico, solemne, de chistera y levita. Cortada por puntos y comas la frase tiende a escalonarse rítmicamente, a convertirse en un tren de palabras que nunca acaba de pasar cuando uno espera, impaciente, a que levanten la talanquera para saltar los rieles y seguir adelante.

Los primeros quince días no me fue difícil engañarla, diciéndole que no había cupo en los aviones que salían para el occidente. Después le dije que tenía el proyecto de tomar el avión en Londres, vía Nueva York, para tener tiempo de recoger mi ropa y mis zapatos. Más tarde inventé el pretexto de que mi hermana me había hecho una serie de encargos y algunos no estaban listos todavía. Un día era una despedida que me daban mis amigos del Consulado; otro era el proyecto de ir a Lourdes, pues mi abuela quería agua milagrosa para su reumatismo. Fijé en principio mi partida para fines de marzo; luego para comienzos de abril; en abril para mayo y en mayo para junio cuando terminara mis cursos en la rue Saint-Guillaume, a la cual naturalmente no había vuelto desde hacía tiempo. En realidad y durante aquellos raudos meses había vivido intensamente, y el resto no era sino un recuerdo vago y amargo. Había vivido y amado como nunca llegué a soñarlo cuando dormía en la mansarda del portugués, cuando en mi cuarto de la Avenue Port-Royal recibía la visita de Chantal, cuando discutía con Marsha en la mansarda de la rue du Sabot, cuando hacía tanto tiempo, -siglos que se perdían en las tinieblas de mi prehistoria parisiense- bebía Ricards en el bistrot de la rue de Rennes con una turista americana de cuyo nombre no puedo acordarme.

Me cuesta trabajo poner en orden estos cuadernos. Se rasgaron los agujeros redondos de las hojas y éstas se salieron del resorte que las mantenía sujetas. ¿Qué necesidad tengo de conservarlas? Rompí un centenar, cuando más atento a darle gusto a Rose-Marie que a realizar una obra que no me interesaba, un cuento demasiado escueto y sistemático, convertí la Isla del Caribe en un relato corto. Suprimí detalles que me parecían accesorios, sinteticé el proceso de conversión de la sociedad de oligarcas continentales en comunitarios isleños, y en un párrafo despaché los horrores de la revolución en tierra firme. El bombardeo aéreo fue aterrador. Para tranquilizar el sensible corazón de Rose-Marie discurrí el truco de que, aquella noche, el joven líder -es decir yo-, y la encantadora inmigrante -es decir ella- se encontraban en un país centroamericano solicitando ayuda al gobierno para repeler la agresión comunista. Aun cuando a Rose-Marie le encantaron ciertos detalles impresionantes y la viveza de algunos diálogos, el desarrollo general no acabó de gustarle. Yo mismo convine en que a aquello le faltaba algo y al trasladar al papel la historia improvisada a la orilla del Sena, el brillo, el colorido, la vivacidad, el ardor, se habían esfumado y resfriado como por ensalmo. Esas páginas se quedaron ahí, indefinidamente, mientras cualquier día las rompo en mil pedazos y las arrojo al cesto. Es más fácil hacer algo que rehacerlo, y engendrar a Lázaro que resucitarlo.

El tema de Caín y Abel volvió a interesarme cuando el Padre, y el negro, y mis amigos de la orilla izquierda, y Rose-Marie, lo encontraron digno de una gran novela hispanoamericana. Mientras comíamos maní y bebíamos una cerveza un domingo en el café de la plaza Saint-Michel, en el libro de misa de Rose-Marie leímos la historia de Caín y Abel. La copié en mi cuaderno, en el cual tomaba notas de vez en cuando para persuadirla de mi vocación literaria y de mi buena voluntad. A veces escribía rápidamente una declaración de amor, o un pensamiento idiota que la hacía reír. Ella leía por encima de mi hombro, acariciándome la nuca con la mano o las mejillas con una mecha perfumada y suave que le escurría de la frente. Un día me dijo:

– Es mejor no meternos en honduras teológicas.

Al asociarse espontáneamente a aquella obra mía, con ese plural encantador, me sentía transportado al paraíso de Adán y Eva antes de la tentación de la serpiente. Yo discurría de esta manera: Las razones que Caín tenía para matar a Abel eran los celos ante la preferencia del Señor por su hermano menor, y explican el fratricidio en aquella época arcaica y fabulosa. Pero las que podía tener el Señor para preferir a Abel en lugar de poner todas sus complacencias en el primogénito, no son válidas. Yo creo, por lo tanto, que el Señor necesitaba la muerte de Abel el perfecto para que del muslo de Caín, de la simiente maldita del criminal, saliera la especie humana. Con Abel la humanidad se habría vuelto adánica otra vez, y edénica, y hubiera permanecido inerte y satisfecha de sí misma, incapaz de progreso, como un espejo puesto delante del paraíso. Sin Caín la humanidad no hubiera podido existir y habría muerto de remordimiento y de nostalgia a las puertas del paraíso.

– Me temo que se trata de una herejía espantosa.

Cuando consumé el doble crimen de Caín y Abel, al suprimirlos de un tajo de mi proyecto de novela, estos cuadernos perdieron otras cincuenta páginas. Me puse, con un entusiasmo creador, a escribir de corrido una novela nueva. Las cosas se habían simplificado maravillosamente pues ya no me preocupaba el problema de convertir al pastor de ovejas y al agricultor en los arquetipos de la ciudad y el campo. Nada hay tan paralizador del pensamiento como una imagen que se convierte en símbolo.

Sin el pesado lastre de Caín y Abel la pintura me salía clara y sencilla. Una familia campesina en un país hispanoamericano. Un padre viejo y arbitrario -no podía prescindir de cierta recóndita reminiscencia de Jehová- y dos jóvenes campesinos. Sobre el mayor recae todo el trabajo de la casa. No era apto para el servicio militar pues se había deformado un pie con el arado, o había perdido un ojo. Permanece en la parcela cuando el menor va a la ciudad. La moza que quería al menor, con el cual conversaba cuando éste se tiraba boca arriba en la loma a mirar las nubes en el cielo azul, pero a quien deseaba el mayor, es el fulminante del drama. Durante la ausencia del menor el padre se había opuesto a que el primogénito se casara con aquella muchacha a quien él quería casar con Abel. Pero el mayor se casa con ella, y cuando llega el menor convertido en sargento y en chofer, huye con él. Viene luego la persecución del mayor, su encuentro con los amantes, el crimen atroz, la fuga por todos los caminos con una mujer que lo odia y a quien él adora con un amor terrible, rencoroso, celoso, sombrío. Cuando nace el hijo, un híbrido del campo y la ciudad, un ser cuya filiación se ignora -puede ser hijo del mayor, puede ser hijo del menor- termina la novela. La ciudad los ha matado a los dos: al primogénito y al menor.

Hubo días en que no dejé de escribir durante horas enteras, y sólo la necesidad de un beso de Rose-Marie podía sacarme de aquella embriaguez que se satisfacía con un torrente de imágenes y de palabras. Dentro de mis preocupaciones por el dinero que mermaba rápidamente y las inesperadas obligaciones que me creaba el haberme metido subrepticiamente en el mundo desconocido de Rose-Marie, dos seres, dos realidades, me hacían gozar intensamente: ella y mi novela. Lejos de mí las comparaciones vulgares, pero es lo cierto que había noches en las que al descargarme sobre el papel me parecía gozar y padecer de un torrentoso orgasmo espiritual. Me vaciaba de mí mismo al través de la pluma, y cuando exhausto me acostaba boca arriba, o corría en busca de Rose-Marie, me temblaban las manos y no veía claro, como cuando lograba desprenderme de esas crueles tenazas de cangrejo que eran los brazos y las piernas de la desventurada Chantal.