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PRIMERA PARTE. EL SUEÑO

1

EL LOCO

El Minervois era un desierto. Se extendía bajo el firmamento como si lo hubieran dejado caer allí, despreciado por la tierra y desdeñado por los cielos.

– ¿Acaso puede culpárseles? -exclamó el loco.

Se hallaba de pie en una plataforma de piedra que se extendía hasta el horizonte. Desde sus pies hasta el extremo opuesto de la planicie discurría un mundo hecho de piedra, una superficie adamantina recubierta de peñascos, rocas astilladas y terraplenes de guijarros. Los matojos crecían hasta poca altura, algunos hasta la rodilla de un hombre, otros hasta la cadera, y aquí y allá había crecido algún árbol, un nogal, un tejo o un olivo; pero, a pesar de sus flores y de las mariposas que se posaban en ellas, esos caprichos de la naturaleza no enmascaraban el desolado carácter del lugar. Era un páramo baldío, uno de los confines del mundo.

El hombre que había gritado era alto, pero levemente encorvado. Parecía como si le hubieran hecho demasiado alto para el trato con otros hombres y hubiera empezado a encogerse hacia ellos, de forma que, por muy aislado que se hallara en aquel desierto, sus huesos debieran inclinarse. Tenía el cabello corto y enmarañado, pálido cual lienzo. La frente era solemne, pero la boca sonreía incluso estando en reposo. Entre ambos se hallaba una larga nariz provista de la suficiente carne como para reivindicar un temperamento propio, y unos ojos que reflejaban el salvaje azul celeste del mediodía. Avanzó hasta una mata de flores sobre la que las mariposas pendían suspendidas en el aire, cebándose.

– ¿Dónde están mis abejas? -preguntó-. Treinta de vosotros, todos trabajando, y no hay ni rastro de mis abejas.

Al detenerse allí, las mariposas revolotearon sobre las flores de achicoria, pero sólo tres o cuatro se alejaron aleteando. Hubo un continuo ir y venir desde y hacia el matorral. Algunas se posaron sobre otras flores cercanas; la mayoría se alejó volando en el aire hacia ninguna parte; y las recién llegadas vinieron de no se sabe dónde. Podrían haber estado hechas de aire o de cielo, llegadas para retozar en torno a las límpidas flores azuladas, y regresar luego al cielo. Ante tal pensamiento, o fantasía, el hombre frunció el entrecejo. Incluso así, con el ceño fruncido, las comisuras de su boca seguían alzadas y la actividad en sus ojos mantenía el brillo de la mirada, de modo que siempre parecía al borde de la risa o de la consternación. Observó una abeja que dormitaba ebria en la tierra, a la sombra oscilante de las mariposas, y se la puso en la palma de una mano. Se dirigió hacia un olivo silvestre, uno de los pocos árboles adultos que crecían en aquel desnudo lugar. Ahora que había alcanzado la plenitud, el olivo estaba exuberante de hojas y el hombre se introdujo en su rica sombra, y con su envergadura forzó a las ramas a hacerle sitio. La abeja dormía en su palma. Tras acomodarse y quedar inmóvil, oyó un sonido en el árbol: el leve viento que recorría la planicie en silencio y que allí, junto a las mariposas, no causaba revuelo alguno, pero en el árbol sonaba suave e incesantemente. El viento procedía del norte, de las montañas más lejanas. Los días claros las montañas llenaban la distancia más allá de los límites de la elevada meseta en cualquier dirección en que mirase un hombre; en cualquiera que no fuera de la que él había llegado. Su mano se cerró en un puño y la abeja cayó.

Cuando volvió a hallarla, la abeja se movía penosamente, soñolienta, hacia el interior de un negro orificio que la creación, sin duda, había dejado en una mole de roca. Para la abeja, de haber sido capaz de tales razonamientos, el lugar habría constituido una estupenda caverna. El hombre introdujo el brazo y la sacó justo antes de que desapareciera en la oscuridad.

– Estúpida -dijo, dirigiéndose a la abeja que zumbaba en el hueco que formaban sus manos-. Te llevaré de vuelta a la colmena. Mira las mariposas, cómo revolotean sobre las brillantes flores, a pleno sol. -Apretó las manos en torno a la abeja de modo que no entrara la más mínima luz. Le cosquilleó en la piel-. Pero tú te quedas ahí, dando traspiés en la oscuridad, como un hombre en una caverna oscura. -Tan llena de sabiduría como de achicoria, la abeja aguijoneó la sensible palma y empezó a morir.

– ¡Incluso a pleno sol! -bramó el hombre en dirección al lugar en que había caído la abeja, y extrajo el aguijón de su mano.

Volvió la espalda a la abeja y las mariposas y se dirigió, cruzando los gigantescos guijarros, hacia un lugar en que el terreno caía abruptamente y se distinguían las partes superiores de dos torres cuadradas. Caminaba más encorvado que de costumbre, inclinado sobre la mano herida, escudriñando para comprobar cuán potente era el veneno. Emergió por fin de la inmensidad de piedra a la hierba y la tierra rojiza y empezó a descender. El camino que se extendía ante él era una escarpada cresta que desembocaba en un montículo de hierba semejante al lomo de un cerdo. En el extremo más alejado de esa pradera se erigían dos torres, la más cercana de ellas lo suficientemente grande para ser la del homenaje. La vista de más allá de las torres quedaba en un principio enmarcada por riscos y precipicios, pedregales y taludes, de los que las descarnadas cimas de las montañas emergían y se hundían como presas de diabólicos sueños. Sin embargo, lo agreste de ese paisaje implacable hacía del desfiladero que se abría camino hacia las tierras más bajas, mostrando al hacerlo destellos de verde, hierba al principio y después vides y más allá parcelas de maíz maduro, una puerta de entrada a un mundo más amable.

En la pradera se había recogido el heno y las cabras pacían en la hierba. La anciana que las cuidaba se hallaba de pie con el mentón apoyado en las manos, que entrelazaba sobre un cayado, y los codos separados. Se erguía tan rígida como el cayado, y toda la parte superior de su cuerpo, cabeza, hombros y codos, quedaba oscurecida por un sombrero de piel de ala ancha. Era como su propio sombrero de la España mudéjar. Era precisamente ese sombrero. Se aproximó; vio el negro y el rojizo deslucidos hasta fundirse en un único color, y cayó en la cuenta de que era su propio sombrero el que llevaba en la cabeza aquella anciana sierva.

Tendió una mano para asirlo, pero la retiró. Durante toda la mañana se había sentido desconcertado por cuestiones sin resolver. Aquel descarado capricho de un universo inescrutable, el de poner su propio sombrero de pronto en su camino, el sombrero del señor en la coronilla de una sierva, era una de tantas paradojas. Una rabia tan ardiente y repentina como la de un recién nacido encendió el rostro que se inclinó hacia la anciana. Habló, sin embargo, en suaves susurros.

– Mi sombrero español -dijo. Silbó las palabras entre dientes-. ¿Cómo es que tenéis mi sombrero?

Estaban muy cerca el uno del otro, cara a cara. La anciana no se había movido. Nada se agitaba en sus pequeños ojos. Miraban con fijeza el rostro que tenía ante sí como si no fuera más que una porción del día que se hubiera interpuesto en su camino. El permaneció donde estaba, inclinado, presionándola con su silencio para hacerla hablar, hasta que las cuerdas que le habían mantenido allí cual marioneta se aflojaron, y el calor desapareció de su rostro. Abandonado por la ira, se dejó caer de nuevo sobre los talones.

Se alejó. Nada en la vieja mujer había reflejado su presencia allí. Se volvió para observarla de nuevo. No se había movido, y todavía miraba, a través de la vítrea pradera de flores silvestres donde sus cabras dormitaban al calor del mediodía, hacia la pétrea faz de la montaña.

Tomó el sendero de cabras para regresar a su casa. La pradera terminaba y el camino descendía hasta convertirse en una quebrada que hendía la cima de la colina. Al emerger de ella, el sendero rodeaba la falda de la colina, y le llevó hasta el pie de la gran torre, la del homenaje. Bajo él, un bosque de raquíticos robles crecía penosamente en la ladera, y desde sus más altas copas, visibles sobre el flanco de la montaña que tenía delante, sonó una voz.

– Vamos, cobardes -decía-. ¡Oh, vaya cobardes!

Era su esposa.

2

BONNE Y LAS ABEJAS

Cuando rodeó la colina le asaltó la risa y se mordió los nudillos para aplacarla. En las lindes del bosque había un árbol muerto, un tocón en el que anidaban las abejas. Cerca de él se hallaban dos hombres. Uno de ellos era Vigorce, el capitán de su minúscula guarnición; resultaba un personaje extraño, armado a medias, como si le hubieran cogido por sorpresa, y con una estopilla sobre la cabeza y bajo el casco de hierro, a modo de velo. Esta le cubría por completo hasta la cintura, donde sobresalían los faldones de su vieja cota de malla. Iba armado con una larga rama y, blandiéndola ante el rostro al tiempo que tanteaba tras él con los talones, empezó a retroceder subiendo la colina. Vigorce abandonaba el campo. Allí dejaba a su compañero de armas rodeado de huestes de enfurecidas abejas.

Bonne había intuido que su marido se hallaba cerca. Cuando se volvió, la risa que él tenía en la garganta le traicionó y brotó; había olvidado que estaba allí. Ella se le quedó mirando por encima del hombro. Sus ojos expresaban sin ambages lo desgraciado que resultaba aquel encuentro absurdo y reflejaban historias de similares desdichas de otros días, a lo largo de los años. El pensó en lo que significaría para Bonne eso de mirarle desde aquella belleza que desafiaba al destino; cómo sería estar allí, entrecerrando los ojos a causa de él, del sol, de su eterna sonrisa.

– Francamente, César… -dijo, como si le hubiera oído decir algo absurdo, y se volvió para alejarse.

Al hacerlo se encontró cara a cara con el tal Vigorce, recién llegado en su vergonzosa retirada. Estaba riendo. Se quitó el yelmo de hierro y se liberó de la estopilla que le envolvía la cabeza. Sacudió de ella unas cuantas abejas, muertas y tiesas, la arrojó al suelo y tiró encima el yelmo. No era alto, pero era un hombre robusto y con la cabeza y el rostro desmesuradamente grandes. La cabeza era toda ella negros rizos que encanecían, y el rostro iba desde una frente amplia hasta un mentón prominente y rotundo, con boca y nariz grandes. Sus ojos eran castaños y profundos, e indómitos. Todavía llevaba la rama en la mano; la blandió alegremente.

– ¡Pobre Solomón! -dijo.

Bonne se la arrebató.

– ¡Cobarde! -exclamó ante sus risas. Le golpeó con la rama en la boca y en la cabeza. El no pudo contener la risa ante ese nuevo ataque. Se rindió a la ira de Bonne y cayó por la empinada loma para rodar un poco y quedar allí tendido, riendo y riendo.

Dirigiéndose al pobre infeliz que se hallaba inmóvil en la nube de abejas, Bonne exclamó desde lo alto de la colina:

– ¡Solomón, sopla! ¡Dirige el humo hacia las abejas!

Solomón asía una pala en la que algo ardía humeante, sin llama. La sostuvo ante el rostro con ambas manos y sopló con ahínco. El humo se esparció en torno a él. El velo que llevaba se hinchó y luego se le pegó de nuevo al rostro como si hubiera inspirado. Se le había metido la estopilla en la boca y comenzaba a asfixiarse. En tales aprietos, dejó que la pala, con su ardiente contenido, se le acercara demasiado a la cara. Se quedó allí de pie, ahogándose con la estopilla y tosiendo a causa del humo, y empezó a emitir lastimeros gemidos.

Vigorce se sentó y estudió el desolado campo.

Bonne alzó la vista al cielo.

– Menudo estúpido -dijo-. Uno es un cobarde y el otro un estúpido. ¿Qué cabe esperar de ellos?

– ¿Qué hay en la pala? -quiso saber su marido.

– En la pala hay estiércol -respondió-. El humo que desprende calma a las abejas.

Solomón cayó de rodillas, todavía fiel a la pala. Las abejas cayeron con él.

Vigorce se rascó vigorosamente la cabeza, se enjugó el rostro con las manos y luego agitó la cabeza como un perro.

– Van a matarle si se queda ahí -observó-. Son abejas africanas.

Bonne se inclinó hacia él y chilló sobre su coronilla:

– ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Son sólo abejas!

Agarró de un tirón la estopilla tirada en el suelo y el yelmo cayó rodando colina abajo. Empezó a enrollarse la tela en la cabeza, pero cuando se disponía a alejarse su marido la asió de los hombros y la retuvo.

– Bonne -le dijo-. Ese hombre va a morir. -Dirigiéndose al pie de la colina, exclamó-: ¡Solomón! ¡Solomón! ¡Corre! ¡Deja la pala y corre!

Solomón depositó la pala con cautela en una extraña muestra de sensatez. Se incorporó y de un tirón se quitó la estopilla de la boca. Tras proferir un grito ininteligible se precipitó hacia el bosque, donde le oyeron chillar y trastabillar entre los menudos robles. Las palomas alzaron el vuelo desde sus hojas. El frenesí de las abejas cesó y se congregaron en torno al tocón; algunas retornaron a su colmena.

– Hoy se me ha ocurrido algo con respecto a las abejas -comentó el hombre alto. Lo dijo con la simple intención de que se recobraran de aquella excitación y asumieran un ritmo más cotidiano, y esbozó hacia Vigorce una mueca que frunció toda la parte superior de su rostro, mejillas, cejas y frente, no con expresión benevolente o apaciguadora, sino pretendiendo decir: «Cómo somos los humanos, ¿eh?». Tendió entonces ante ellos tres la mano en que le había picado la abeja-. Yo mismo he sufrido una picadura -declaró-. ¡Mirad!

Bonne, como si reconociera que al ser picado ese día, el día del intento frustrado con la miel del árbol hueco, había cometido un acto de pública relevancia, asintió a su pesar; pero apretó los labios.

Vigorce preguntó:

– ¿Dónde?

Los dos hombres, observando la mano, y sólo tras ciertas dificultades, descubrieron una zona de un pálido carmesí en la línea del destino, un mero cerco de una mancha blanca en el que la piel se mostraba rosácea. La víctima la presionó, y no le dolió. Le preguntó a Vigorce:

– ¿Habéis salido ileso?

– ¡Bah! -se jactó éste-. ¡Ni una sola señal!

Bonne intervino.

– ¿Qué es eso que se os ha ocurrido sobre las abejas, César?

Tenía el cabello de un rojo cobrizo y sus ojos eran del color del oro oscuro. No eran del color de una nuez, o de una ciruela, o de un árbol con su follaje otoñal, sino tan sólo del oro. Cuando se hallaba llena de vida brillaban, cual oro a la luz de una hoguera. Entretanto, cuando no brillaban, aún eran oro. Esperaban una respuesta.

– ¡Ah! -dijo César-. Las abejas, ¡las abejas!

Los ojos le observaban, felinos, en silencio. Le observaban como si hubieran decidido, más que esperarla, la respuesta a un acertijo.

– Sí -insistió Bonne-. ¿Qué era eso de las abejas?

Bajo la presión de preguntas como ésa él nunca evitaba la mirada de aquellos ojos. Las abejas. ¿Qué era lo que se le había ocurrido acerca de las abejas? La respuesta en sí misma no tenía importancia alguna, pues todo lo que Bonne quería de él era que la obsequiara con sus íntimos pensamientos. Esos solemnes desafíos le tomaban por sorpresa. «De lo hondo de nuestros corazones -parecía decir con esas preguntas tan serias-, pueden brotar fuentes de felicidad.» Por tanto, al rechazar como era su costumbre tales amenazas de júbilo, que tan bien recordaba, César observó tan sólo la superficie de aquella mirada y dejó que se desvaneciera cualquier recuerdo de las abejas. Muy pronto los ojos de oro, los ojos sin brillo de Bonne, que por un instante se habían mostrado maravillosos con jirones de antiguas esperanzas, se tornaron ciegos para él y, poco después, se cerraron.

César colocó la mano de Bonne en su brazo y dijo:

– Vigorce, venid y comed con nosotros.

El soldado había descendido la colina en busca de su yelmo de hierro y permaneció inmóvil con él en la mano, alzando la vista hacia ellos, hostil a su forma de manifestar que estaban juntos.

– Debo velar por mis hombres -repuso, y comenzó a descender hacia el bosque.

Bonne abrió los ojos. Miró hacia el sur, hacia el mundo más allá y mucho más abajo de ellos.

– No voy a comer -dijo. Su mano yacía inmóvil sobre el brazo de César-. Me sentaré un poco aquí, para descansar.

– ¿Por qué? ¿Acaso ya habéis comido? -preguntó César.

– No, pero no tengo hambre. Comeré por la noche.

Él le asió la mano que apoyaba en su brazo.

– Muy bien -dijo-. Este no es un buen sitio para sentarse. Por aquí está mejor; sentaos aquí.

La sentó de cara a la pendiente, tras una zarzamora que recortaba el primer ribete de sombra de la tarde sobre la hierba. El sitio era plano, y sobre él dejó la desechada estopilla, doblada para servir de exiguo cojín. Habían librado a la zarzamora de casi todos sus frutos, pues el verano tocaba a su fin.

Con aquel vestido verde de diario y la blanca cofia que le protegía la cabeza del sol, se sentó allí rodeando las rodillas con sus brazos y la espalda tiesa como una vara. César anduvo dos pasos y se volvió para decirle unas palabras de despedida. Un mechón de cabello cobrizo cayó de la cofia blanca y pendió a un lado de la cabeza de Bonne. Sin embargo, César no habló, sino que siguió ascendiendo la ladera.

3

AMANIEU

Había un extraño en su salón.

– ¡Compañía! -exclamó el hombre alto-. ¡Estupendo!

Esperó en la puerta y la figura del interior avanzó hacia la luz. El visitante era apenas un hombre y tenía el desagradable aspecto de no estar por completo desarrollado. La cabeza era demasiado pequeña. Tenía el cabello negro cortado a cepillo, profundas hondonadas en las sienes y unas orejas que se abrían en abanico hasta un punto que resultaba raro en un ser humano. El rostro lucía una piel pálida salpicada de amarillo. Los ojos negros lanzaban una mirada tan directa como insultantemente vigilante, una mirada ávida pero inerte, en la que de inmediato florecía y se ocultaba un interés, indefiniblemente demasiado ansioso, en el prójimo. La boca era larga en exceso. En el labio superior bullía una constante actividad, como si tuviera vida propia. En aquel momento, sin que dijera nada, el movimiento lo recorría cual restallido de un látigo; o como un sueño que perturbara a una serpiente. El cuerpo era desgarbado, de hombros redondeados, asimétrico, de brazos largos con articulaciones que se torcían en diferentes grados, angulosos y torpes. En resumen, todo lo que podía decirse de aquella criatura, a primera vista, era que su camisa era de seda y que sus botas de montar, aunque con una pátina de polvo, habrían reconfortado a un príncipe.

El hombre alto profirió algo parecido a una risa tranquilizadora. Palmeó a la aparición en la espalda, le dio un apretón de manos y de nuevo le instó a entrar.

– ¿Sabéis cuán bienvenido sois? De no ser por vos, tendría que comer solo.

La estancia era cuadrada y elevada, constreñida en lo alto como una campana. Sus pisadas resonaban sobre las piedras. Con la mano en el brazo del muchacho, el hombre alto le guió a través de la penumbra. Las reducidas ventanas creaban retazos de azul brillante en las paredes, y del techo, que culminaba en un orificio para dejar salir el humo en invierno, caía un lejano y tenue atisbo de cielo. La mayor parte de la iluminación del lugar provenía del umbral, y permanecieron al fondo de la estancia hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.

– Me llamo Amanieu de Noé -dijo el invitado.

– Yo soy César Grailly -respondió el anfitrión-. Sentaos aquí. Lo cierto es que aquí comemos con mucha sencillez. -La mesa a la que se sentaban ofrecía salchichas y queso, aceitunas y garbanzos-. Como lo mismo cada mediodía. -Olisqueó profundamente-. ¿Qué es eso? Eso no lo tenemos todos los días. Huele a pescado.

Se trataba de un plato con aspecto de gachas que olía a gloria, a pescado y a ajo, por lo menos.

– Lo he traído yo -dijo Amanieu-. Es lo que comía durante el viaje. Le he pedido a vuestra cocinera que lo sirviese. -Hubo cierto deje de descaro en tal comentario, y el joven se relamió y consideró lo que acababa de decir-. Es extremadamente delicioso -le aseguró a su anfitrión-; muy sabroso, y mañana se habrá echado a perder.

César mojó un pedazo de pan en el pescado y se lo comió.

– Tenéis razón -convino-. ¡Vaya sabor tan intenso! Empujó las salchichas hacia su invitado-. Esta noche deberíamos tener un banquete con muchos platos: venado rustido, ternera, jabalí, codornices, sesos de oso, incontables dulces y gelatinas, y vinos -echó un trago- de tan extraordinaria fortaleza que no tomaran su sabor de la barrica. Este es nuestro propio vino -explicó-; flojo, muy flojo. Lo cierto, muchacho, es que estoy en la ruina.

– He observado indicios de ello. -Los dientes inquebrantables del muchacho hicieron picadillo la dura y arenosa salchicha. Escupió hueso y cartílago-. He dado una vuelta. He visto vuestras nuevas torres, pero el resto parece el hogar de un hombre pobre. -¡Vaya insolencia! ¿O era simplemente su insensibilidad lo que le hacía hablar de ese modo?-. Si sois tan pobre, ¿a qué se debe tanto construir? Desde luego parece que estéis construyendo un castillo.

César Grailly suspiró, y el suspiro agitó inexploradas profundidades, como pleamar que se sumiera en un orificio en las rocas.

– He estado construyendo un castillo -dijo-. Estaba construyendo un castillo. ¡Casi había conseguido mi castillo…! -Su mano giró sobre la muñeca, los dedos moldearon el aire y entre ambos mostraron un cuerno de la abundancia que se derramaba en el suelo.

– ¿Y bien? -preguntó el muchacho con impaciencia-. ¿Qué salió mal?

– La guerra terminó.

– ¡Ah! -comentó el muchacho.

– ¿Qué quieres decir con «ah»?

El chico rió. Fue una risa amarga y sarcástica y, a pesar de su juventud, extrañamente auténtica, como si hubiera escupido bilis desde la cuna.

– Vivís un poco al margen del mundo aquí, ¿eh? La paz le ha echado por tierra las cosas a todo el mundo, por allá.

– Por desgracia, no exactamente a todo el mundo -declaró César-. De pronto, hay una gran demanda de constructores. Cuarenta años de reducirlo todo a escombros significan unos cuantos años de ponerlo todo en pie otra vez. Un mes atrás, mi albañil y sus hombres trabajaban contentos por cama y comida, y a cuenta. Ahora están en las planicies del Languedoc, donde les pagan en dinero; se están haciendo ricos. -Limpió los restos de pasta de pescado del cuenco con un pedazo de pan y lo masticó despacio-. Me figuro que ahora se darán festines dignos de príncipes, carne todos los días.

– No, no comen carne todos los días -dijo Amanieu. Se inclinó hacia su anfitrión a través de la penumbra, desenmascarando la sonrisa con que el hombre mundano instruye al inocente-. Por allí nadie come carne. De uvas a peras se consigue un bocado de carne de caballo. Allí no hay nadie que coma cada día. Si comes algo cuatro días de siete, ésa es una buena semana. Es una hambruna lo que hay allí. Han estado en guerra durante cuatro años, ya lo sabéis. ¡Escuchad! Este último episodio de la guerra ha durado seis años, y yo estuve en ella hace dos. Bueno, pues nada le revela a uno qué crecía allí cuando había paz: uno no sabe si eran huertos o sembrados o viñedos. Todo son edificaciones quemadas, y tierra yerma y huesos. En esta última guerra el buitre negro y el grifo vinieron de España. Habían olfateado la carroña más allá de las montañas. ¡No estoy mintiendo! -César había hecho ademán de desestimar tales noticias-. ¡Os diré algo aún peor! -Su sonrisa era ahora pura simulación-. Allí nos comíamos los unos a los otros.

César se sujetó la cabeza con ambas manos. Luego se enjugó el rostro con una mano y con la otra palmeó una y otra vez sobre la mesa. Pensó en algo que decir, pero lo primero que surgió fue un eructo, un regusto a pescado y a ajo que le dejó vacía la mente. Después no estuvo seguro de si le habló al muchacho en voz alta o de si sus pensamientos permanecieron en su interior.

– Os conozco -dijo, fuera o no en silencio, al muchacho-. Vos engullís la vida y tratáis de aferrarla. Obtenéis experiencias que no podéis digerir y hacéis que otros compartan ese peso. -Se levantó. Caminó arriba y abajo en la oscuridad y de tanto en cuando vio brillar la inteligencia y la comprensión en aquellos ojos negros, aunque después estaría casi seguro de no haber hablado en voz alta-. Necesitáis víctimas. Hay pocos hombres cuyas almas escuchen lo que decís, y cuando encontráis uno le reconocéis. Ahora me habéis encontrado a mí. Sois un cerdo que sabe cuándo hay una trufa bajo la tierra. -Profirió una risa corta y seca, un graznido, y tras ella supo a ciencia cierta que había emitido un sonido-. Yo voy a ser vuestra víctima, ¡la trufa!

4

ALMAS ENMUDECIDAS

Sentado en el suelo con la espalda contra la pared, se mordisqueó una rodilla, y fue ahora el muchacho quien se paseó arriba y abajo en la penumbra, cruzando una y otra vez el sendero de luz que entraba por la puerta. Oyendo parlotear a Amanieu acerca de su propia historia, en la cual no había muestra alguna de que el narrador acabase de escuchar una terrorífica diagnosis sobre su propia naturaleza, César comprendió que, en efecto, no había conseguido hacer sus comentarios en voz alta.

Tal hecho no emanaba de una ambigua reticencia por parte de César; más bien representaba la peor de sus desdichas. Era ésta que, aunque creía poseer un alma excepcionalmente sensible a lo que las otras almas trataban de decir (como le había dicho en silencio a Amanieu), y era capaz de descifrar aquellos mensajes ocultos que a menudo se esfuerzan sin éxito en emerger de las partes más recónditas de un espíritu humano, cuando se trataba de articular una respuesta, de llevar a cabo esa reciprocidad sin la cual una percepción tan singular podría considerarse poco menos que inútil, se quedaba sin habla. Encontraba qué decir, eso era cierto: formulaba palabras de respuesta. Fracasaba, sin embargo, al intentar transmitirlas. Poseía, al parecer, una anímica intuición capaz de tender un puente sobre el espacio que separa unas de otras las más recónditas partes de un hombre; y podía reconocer qué venía hacia él a través de ese puente. Sin embargo, cuando se trataba de enviar de vuelta información referente a sí mismo… bueno, pues entonces el mecanismo de su voz desobedecía a su voluntad. En vano esperaba ver a sus mensajeras cruzando el puente, llevando la respuesta de su alma a lo que su oído espiritual había extraído de otras almas; una y otra vez comprendía que las palabras que deseaba pronunciar emanaban de él sin sonido, que nadie sino él, ninguna alma salvo la suya, tenía el más mínimo indicio de esa sobrenatural correspondencia.

Cuando sucedía era un acontecimiento extraordinario, como una rara conjunción de planetas. No sentía en su propio rostro, ni veía en el rostro frente a sí, nada que no fueran las meditaciones de los comunes mortales. Pero en lo más hondo de su alma, como la resonancia de un armónico, oía aflorar el vibrante eco en respuesta a una nota emitida por el alma que, en pie o sentada, se hallaba junto a la suya. Y así permanecerían por un instante, únicos entre el género humano, en vísperas de compartir ese divino diálogo de verdades que de otro modo sólo experimentan las almas en el cielo; y era en esos momentos supremos, cuando estaba a punto de iniciar un discurso de pureza sin precedentes, cuando había hallado las palabras que volarían inmaculadas sobre esa maravillosa planicie entre su alma y la de otro (palabras sin el aditivo de corpóreos despojos como el pecado, las pasiones o la flaqueza de carácter), que se quedaba mudo. Venía entonces el descenso a los abismos. Al igual que Ícaro, desde los umbrales de la exaltación caía y caía hasta quebrarse, una vez más, contra las rocas de la frustración, la impotencia y la amarga cuestión: ¿por qué?

Mientras ensayaba las tres respuestas a tal cuestión, permanecía en pie, unas veces durante unos minutos, otras durante horas, con los pelos de punta, los ojos saliéndosele de las órbitas y la máscara de Sísifo en el rostro. La primera respuesta era que debía de haber una imperfección en sí mismo que, a pesar de la capacidad de su alma de escuchar lo que otras decían, le impedía responderles de igual modo: un enemigo secreto en su interior. La segunda, que había sido inspiración del Creador inventar al hombre como una máquina, que no sólo albergara un alma sino que la mantuviera incomunicada; de modo que el debate espiritual o de alma a alma al que aspiraba César se hallaba más allá del humano diseño, y tales aspiraciones resultaban impías. El cielo, por tanto, intervenía para silenciarle.

La tercera respuesta era, en cierto sentido, la menos supersticiosa de las tres, y a ella regresaba siempre porque significaba que aún había esperanzas de llevar su insólito don a la plenitud. Según esa explicación su facultad de escuchar la voz de otra alma suponía un legado excepcional; le distinguía de otros hombres; había sido designado para poseerla ya fuese por la gracia divina o por un raro azar. Lo que debía hacer, simplemente, era hallar a algún otro que compartiera con él tan maravillosa peculiaridad (alguien que, sin duda, tendría también respuestas apropiadas en la mismísima punta de la lengua de su alma), y mediante tan prometedor encuentro, tal unión de dechados, las palabras que tan a menudo había deseado pronunciar surgirían por fin de su garganta, en voz alta y audible para los oídos humanos. Entonces (¡oh, entonces!, mirabile dictu, diría para sí, con cierta precisión) serían dos almas ancladas en la tierra pero que intercambiarían tan magníficas interpretaciones, y tan límpidas percepciones, como las vistas y la atmósfera del paraíso.

César, que requería por tanto un compañero en la interpretación de la voz espiritual, no tenía dónde buscar. Debido al aislamiento de su morada, a la que rara vez acudían visitantes, a lo escasos que eran los habitantes de aquel remoto refugio y a lo nimios que eran los conocimientos morales e intelectuales de éstos, no es de extrañar que se volviera, para liberar la frustrada elocuencia de su ser interior, hacia su esposa Bonne.

Lo único que Bonne sabía al respecto era que se había añadido una extrañeza adicional a la vida que compartía con César. A éste le resultaba obvio que, para que su anhelado coloquio se produjese, las almas debían llamarse la una a la otra de forma espontánea y no ser presentadas por una tercera; ni siquiera por parientes tan cercanos como el corazón o la mente. Así, no le había dicho a Bonne que de tanto en cuando, en lo que consideraba momentos propicios, su alma dirigía el oído, alerta, hacia la mismísima alma de su esposa. Ni le había explicado que, en su búsqueda, el alma de él insistía, una y otra vez y durante horas y horas, en que el cuerpo de César, que la albergaba, se mantuviera cercano al de ella; de modo que sus dos almas pudiesen permanecer lo bastante próximas como para oírse espiritualmente en caso de que la de Bonne, como la de César creía posible, hablara de improviso, presa de un antojo, justo cuando menos se esperaba.

Al principio (hacía dos años que esa esperanza de hallar una explicación había invadido a César y que se había embarcado en tales ejercicios), Bonne se había ruborizado, pues en la misma década en que se casaron su amistad sexual se había apagado. Supuso por tanto que iba a verse reanimada, pues si se hallaba sentada sobre la hierba, o sobre una tapia, César aparecía para sentarse junto a ella; o si estaba cortando verduras en la mesa de la cocina, se le plantaba delante y se inclinaba hacia ella con ojos llorosos por el vaho de cebolla. Al principio así lo creyó, y por tanto ni siquiera le dio importancia a que César la siguiera cuando paseaba por la pradera o cuando cruzando el puente descendía hacia las viviendas de la servidumbre, siempre a un paso, próximo hasta lo imposible, ya fuera detrás, como instándola a proseguir, o caminando de espaldas ante ella y con el rostro ladeado hacia el suyo, y en ocasiones inclinándose mientras caminaba marcha atrás y acercando el costado de su cara, la oreja para ser precisos, al estómago de ella, como para oírlo burbujear.

Que había malinterpretado tales atenciones, sin embargo, le resultó por fin claro cuando en unas tres ocasiones bien espaciadas surgió en su lecho una intermitente llama de gozo, y cada vez, siempre que habían ascendido hasta el apoteosis de la lujuria, César permanecía concentrado en ella con expresión severa, escuchando embelesado, pero como si Bonne se interpusiera entre los dos; como si fuera una impostora, una criatura que hubiera sustituido a la auténtica al nacer para meterse, plenamente desarrollada, en el lecho de ambos, una criatura con sangre de arpía enmascarada con la forma humana de la propia Bonne; como si se hubiera convertido en un fraude, en una estafa, y no en lo que había prometido.

Acabó cansándose, además, de verle las orejas, pues en esos arrebatos siempre se volvía hacia ella una u otra oreja. Cualquier impulso de expresarse en alguno de los habituales lenguajes carnales o espirituales que, como compañera de César en aquel juego de comportamientos extraños, todavía experimentara, se veía reprimido por esas rosáceas y depredadoras orejas. No sabía qué hacían allí, floreciendo ante ella; sólo sabía que le parecían pozos sin fondo impacientes por llenarse. ¿Quién puede saciar una hambruna? ¿Quién, salvo un pájaro en su nido o una madre con su leche, entregaría libremente algo que le va a ser arrebatado tan pronto se presente? La voz de Bonne estaba silenciada.

Al final, ella, que había empezado por confiar en que esas payasadas de César fueran los primeros signos de su retorno desde una cierta inclinación a la desesperanza y los atractivos de la locura, acabó por comprobar que tal inclinación, en cambio, se había pronunciado y que él mismo aceleraba el proceso. Lo vio en el trastornado aspecto con que se enfrentaba a ella, al final de uno de esos episodios de su apego ya incomprensible por su persona, y la miraba durante varios minutos o, si no tenía escapatoria, durante varias horas, con los pelos de punta y en el rostro la expresión de aquel antiguo rey de Corinto, como quiera que se llamase, cuyo destino en el Tártaro fue el de empujar una roca hasta lo alto de una pendiente de cuya cumbre volvía a rodar.

César, por su parte, esos días encontraba a Bonne más esquiva que en otros tiempos. Recientemente se le había ocurrido pensar en cuán irónico resultaba que los intentos de su alma por hablar a la de Bonne, y de ese modo hallar su propia lengua, no hubieran sino extinguido la conversación ordinaria entre ellos; y que su intento de unir sus dos almas en divina discusión hubiera separado sus humanas personalidades; y que la voz con la que Bonne solía cantar al recorrer la casa hubiera enmudecido como la de un cisne; y que el silencio de los corazones que se derramaba en torno a sus vidas fuera capaz de llenar la eternidad…

Cuando examinaba el catálogo de misteriosos pesares que habían acompañado a los intentos de su alma por cortejar a la de Bonne, la determinación de César vacilaba. ¡Que Bonne ya no cantase! Eso bastaba para que buscase el alma que iba a hacer hablar a la suya en alguna otra armazón que en la de su esposa. Tendría que hacerlo, tarde o temprano, pues adonde fuera que la voz de Bonne se hubiese marchado, el resto iba menguando en pos de ella. Se había tornado una solitaria y una histérica, y ya no les quedaba mucho tiempo para lograr algo juntos. ¿Desperdiciaría, pues, el poco tiempo que quedaba? ¿O huiría, derrotado, de lo que quizás instantes después sucumbiría a sus deseos?

Doblegando una vez más su indómita voluntad, César domeñó los miedos y pesares que le oprimían hasta que no fueron más que un malestar en el centro de su ser. Se ciñó el cinturón sobre el dolor y lo tomó como un estímulo a su resolución: intentaría una vez más, durante un mes quizás, o una estación, la tarea de desvelar ese mensaje del alma de Bonne.

¿Qué otra opción le quedaba? La hora que acababa de pasar con el joven recién llegado (¿había sido sólo una hora?) le recordó cuán escasos eran los visitantes y cuán inciertas, para su propósito, sus credenciales. Estaba claro que Bonne, por mucho que hasta entonces le hubiera defraudado y por muy decrépita que estuviese, en el presente estado de cosas era una esperanza más prometedora que aquel niñato sabihondo, aquel golfillo presuntuoso que alardeaba entre la autoestima y la autocompasión (y, por añadidura, según parecía, la perversidad) que Amanieu había demostrado ser hasta entonces.

5

LA VOZ DE LA CONCIENCIA

– A causa de la guerra -estaba diciendo el golfillo-, mi carrera ha concluido antes de empezar. No soy rico. Soy el séptimo hijo varón. Mi padre me equipó para servir como soldado y se despidió de mí. La seda la obtuve de una mujer. Y me hice con estas botas. -Ladeó la cabeza con coquetería y explicó-: Saqueo. Botín de guerra.

Su anfitrión se había fundido con las sombras, diluido en la penumbra; se hallaba sumido en sus pensamientos. La voz del joven subió de tono, ansiosa por hacerse oír.

– Hay además seis hijas -dijo- y yo soy el decimotercer vástago, y también el primero nacido de mi madre, pues mi padre se casó tres veces.

Tan curioso discurso hizo que el otro hombre despertara a medias de su abstracción. Había detectado cierto aire de inverosimilitud en su tono, un olor almizclado a semilocura, que añadido a la oscuridad y el ajo, el pestilente pescado y el tosco vino, hicieron que su mente recién despabilada se aturdiera.

Se levantó.

– Venid al sol -propuso. Vayamos afuera. Venid y sentaos al sol.

Se sentaron en el suelo, apoyados contra la casa, no al sol sino a la sombra que arrojaba un árbol cargado de ciruelas. Seguían bebiendo vino.

Hubo un tintineo de loza en la estancia que acababan de dejar y una voz áspera se dirigió a ellos, invisible desde el umbral.

– Os emborracharéis -dijo- ¿Dónde está mi señora?

– Comerá por la noche. Está vigilando las abejas. Cuando esté borracho, Gully, te azotaré hasta arrancarte tu viejo pellejo.

– ¡Vaya peste a pescado! -respondieron desde el umbral.

– La casa ya estaba aquí, ¿sabéis?, sigue aquí; la vieja heredad. Conservé su lugar bajo la muralla este, su construcción en la propia muralla. Edifiqué la torre de entrada allí, la del homenaje allá arriba, y eso es todo lo que he conseguido. Tiene ochenta y tres hiladas de piedras y un diseño excelente, esa torre del homenaje. Su altura sobrepasa los cien palmos. Ahí viven mis hombres, mi capitán a sueldo.

– ¿A sueldo? ¿Sólo hombres a sueldo? ¿No tenéis caballeros? ¿Acaso no sois un señor?

Para César, era una de esas tardes que parecían un sueño. Se sentía aturdido y le costó gran esfuerzo responder a tan sencilla y mundana cuestión. Todavía era un señor.

– Sí, soy un señor. -Miró ante sí hacia el andamiaje y el montón de piedras que quizá se convirtieran en muralla-. Soy un señor en la Gascuña. Sin embargo -hizo un ademán de disculpa, pero dirigido más a sí mismo que al chico-, no estoy en la Gascuña. ¿Sabéis qué es un cabdal?

– Cabdal es una palabra gascona; es un señor gascón. -La voz del joven sonó como si estuviera escuchando en lugar de hablando.

– Exacto. Soy el cabdal de Yon, en la Gascuña. Sufrí una desgracia y tuve que marcharme. Le cedí Yon a mi hermano. Soy un señor que no puede vivir en su señorío. Bonne y yo vinimos aquí, al Minervois, a esta árida posesión suya.

En la visión de César el rostro del golfillo empezó a dar vueltas. Surgió ante el suyo y llenó su campo visual. Era todo contorsiones y espasmos; los ojos parpadeaban y la nariz olisqueaba, y la larga, larguísima boca temblaba y se retorcía con una frenética y pesadillesca independencia. La criatura estaba sobreexcitada, y ante tal visión César se sintió al borde del mareo. El chico dijo:

– Vos sois el cabdal de Yon.

Hubo tal énfasis en la afirmación, que hizo parpadear a César. Bostezó a modo de defensa y empezó a balbucear:

– Este lugar no es precisamente un señorío, como habréis deducido. Quizás otro hombre consiguiese convertirlo en un señorío. Hay mucha tierra, pero no suficiente gente. -Se quedó sin habla y hubo un silencio. De forma insensata, añadió-: Perdí la razón, allá en Gascuña. Perdí hasta cierto punto la razón.

– Lo sé -respondió el joven, aquel terrible joven-. Sé que lo hicisteis. Os llamaban el Loco de Yon.

El rostro del cabdal, con su inmutable sonrisa, miró al muchacho como un espectro en presencia de Hades.

– El Loco de Yon -repuso, y era tal la sequedad de su boca que le chasqueó la lengua- No lo soy; no, no.

Se sumió en un letargo, en un sueño, forzó al calor y al vino y al agotamiento de su mente, corazón, carne, e incluso al de su alma, para que le arrancaran de la vigilia; pero no lo bastante pronto como para escapar a la voz de su conciencia.

– Vos sois el Loco de Yon -le dijo-, el que mató a suhijo.

6

AGUIJONEADA

En el último de sus sueños oyó perros que ladraban y despertó a una conmoción de hombres y caballos. Se hallaba bien avanzada la tarde y todo era luz oblicua y largas sombras. Vigorce llevaba un caballo de la brida mientras su jinete se inclinaba desde la silla para señalar tras de sí, hacia la torre de entrada. Dos jinetes más aparecieron bajo la arcada. El primero desmontó de un salto y palmeó a su caballo para que se apartara; el segundo llevaba una carga en los brazos y se dispuso a entregársela al hombre que estaba en pie. En tal punto, sin embargo, Vigorce apareció de súbito en la escena, cogió la carga en su lugar y empezó a caminar hacia la casa.

Se encontraron en la puerta.

– Dádmela a mí -dijo César.

En sus brazos, Vigorce llevaba a Bonne, totalmente desnuda y con toda su belleza, excepto la de sus ojos, abierta al aire de la tarde. Estaba de un rojo brillante. Volvió a Vigorce asiéndolo de los hombros, de modo que no recayera sombra alguna sobre Bonne. Toda ella estaba encendida, toda su piel refulgía y resplandecía con un brillante tono carmín, como si se hubiera bañado en cochinilla. Bajo la piel, la carne se había hinchado, los ojos y los labios estaban abultados. César descubrió, para su consternación, que esa extraña visión de Bonne, posiblemente in extremis pero teñida de aquel lustroso y vivido resplandor, más que moverle a la compasión, hacía que sus manos deseasen tocarla y sus ojos se maravillasen.

– Dadme a mi esposa -insistió-. ¿Qué le ha sucedido? -Al preguntarlo, un profundo temor se apoderó de él.

Vigorce alzó la mirada. Su rostro se mostró claro y vivido. No tenía expresión alguna, las huellas de la vida se habían desvanecido para dejarlo como arcilla húmeda, recién hecha, todavía en proceso; cada instante era testigo de una nueva emoción que lo iluminaba y se apagaba, y la marea de sentimientos no parecía provenir del propio hombre, sino alcanzarle en ese momento para penetrar en él y que uno le viera aceptar de forma manifiesta su correspondiente porción de pasiones.

En él, César vio odio, celos, pesar y sed de venganza; luego reconoció amor, lástima y (todos esos signos eran extraños, pero aquél lo era aún más) un temor que le recordaba al suyo propio. El rostro de Vigorce continuó cambiando como un salmonete moribundo que va de un color a otro. César se sintió intrigado por lo que en él había leído y sobresaltado por el despliegue de un ser arrancado de súbito de su escondite a plena luz del día; apartó la mirada.

Se dijo que si su mano tocaba la piel de Bonne se quemaría. El temor por lo que le había sucedido a su esposa, ese temor que le había sorprendido ver reflejado en el rostro del otro hombre, afloró hasta su lengua.

– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó de nuevo, pero añadió-: ¿Qué ha hecho?

Ante aquella cuestión, qué había hecho, la avalancha de metamorfosis faciales concluyó y Vigorce asintió con energía, como si César hubiese dado en el blanco. Cuando habló, no alzó la mirada. La voz surgió, en realidad, de aquella vigorosa mata de cabello negro estampada de gris, aunque ahora le crecía en desorden por todas partes y apenas si ya era negro en absoluto y mostraba una calva en la coronilla. El patetismo de tal visión hacía extraña pareja con la joven pasión de instantes antes, como si el hombre estuviese viviendo ambos extremos de su vida al mismo tiempo.

– Estaba desnuda en la colina -explicó Vigorce- y las abejas la han picado hasta dejarla sin sentido. -Como tenía el rostro vuelto hacia el brillante resplandor de Bonne, su voz fue apenas audible y le llegó en una mezcla de murmullos, suspiros y ásperos gruñidos. César dobló rodillas y caderas para aproximar su oído al relato-. Creo que se metió a sabiendas entre las abejas. Se desnudó y se metió entre las abejas -prosiguió Vigorce, más para Bonne que para César; y en efecto la alteró un poco, pues su hinchada carne se estremeció; y fue como si estuviera recitando los pecados de Bonne a un chiquillo recalcitrante… A ver, ¿quién se ha metido en medio de las abejas?

La apesadumbrada cabeza pendía próxima al pecho de Bonne, pero César alcanzó a ver el mohín del rostro de su esposa y el mechón de cabello rojizo que el viento nocturno de las montañas había posado, cual pálido y parpadeante rayo de sol, sobre un flamígero seno.

Vigorce alzó la mirada de Bonne y la dirigió al rostro de César.

– ¡Ellos la encontraron! -De pronto hablaba de forma clara y rencorosa. Había llegado a su límite y ahora César iba a saber qué había provocado tan sorprendentes intensidades de rabia y desolación-. Vuestros soldados rasos yacían en torno a ella sobre la hierba -dijo- toqueteando su cuerpo desnudo. -De modo que era eso. César le miró fijamente, comprendiéndolo todo: su capitán a sueldo idolatraba a Bonne y el hecho de que los soldados la tocaran la había profanado.

César imaginó a los tres soldados sobre la verde ladera. Uno se arrodillaba con las manos juntas y parecía rezar, como un santo en una pintura; se hallaba ante la cabeza de Bonne. Su cabello, más rubio que en la realidad, se desparramaba en abanico sobre la hierba en torno a sí, y desde él se extendía su cuerpo escarlata, retrato no tanto de la estupefacción de un millar de picaduras de abeja como de la languidez de un consumidor de opio. Estaba medio tendida, medio sentada, todavía era capaz de apoyarse sobre un codo y de doblar una rodilla, y contemplaba un cielo azur en el que tres urracas volaban en una dirección y una cigüeña, en la contraria. Asiendo su pecho izquierdo (o en la pintura su parte superior) se hallaban los cinco dedos de un soldado que había tenido la sensatez de sentarse tras ella, y cuya otra mano le arrancaba aguijones. Esbozaba una expresión de jovial, si no autoindulgente, buena voluntad. En el rostro del tercer soldado, sin embargo, se hallaba pintada la lujuria. Yacía tendido boca abajo sobre la hierba, perpendicular a la pierna alzada de Bonne y en el sentido de la pendiente, de modo que César pudiera verle atisbar entre los derretidos muslos y hacia la febril dicha del tronco inflamado de Bonne.

A César le gustaba esa imagen por su colorido, su composición y su simplicidad moral al mostrar a un hombre que oraba, otro que prestaba su ayuda y otro que lanzaba miradas lascivas. Cuando retornó de ella, sin embargo, fue para descubrir el deseo que crecía en él, más intenso y más ardiente a cada instante a medida que sus ojos atravesaban con ese fin el refulgente ardor con que la piel de Bonne se ceñía a su suntuosísima carne.

Un pensamiento le invadió de pronto, venido de la nada cual pájaro surgido del sol.

– Podría morir -dijo, y cogió a su esposa de entre los reticentes brazos del capitán.

La piel de Bonne ardía bajo sus manos. Su lujuria se desató. Aquella lustrosa apariencia no era muy distinta de la que habría tenido una langosta hervida. Mientras yacía allí, henchida de veneno, el amor que por ella sentía restalló cual latigazo en su corazón, más apropiado que la física punzada de un instante antes, pero más temido.

La llevó al interior de la casa y a través del oscuro salón, y la posó sobre el lecho.

7

FLORE AL ALBA

Alrededor de una hora antes del alba la noche se retiró a descansar. Dejó tras de sí un limbo entre el sueño y la vigilia, entre el arrepentimiento de la oscuridad y la malicia del nuevo día. Amanieu descendió de sus pesadillas (en las que había triunfado en todos los campos) hasta esa ambigua calma. Sus ojos negros miraron con fijeza el impenetrable vacío, negro a su vez cual boca de lobo, sin palidecer aún con retazos del amanecer y abandonado hacía mucho por la luz de la desvanecida luna.

Esa era su hora favorita.

Se hallaba sobre un mullido lecho y se desperezó cómodamente en toda su longitud hasta que los nueve dedos de sus pies fueron presa de calambres, y permaneció allí tendido por unos instantes, mordisqueándose la lengua, mientras los tendones cesaban de crujir, para luego relajarse y, con las manos detrás de la cabeza, intercambiar negras miradas con la vida. Hacía varios días que no maldecía a su padre, y lo hizo entonces; una buena maldición, que le hizo sentir cómo su piel palidecía de odio. Maldijo a sus seis hermanos con ponzoña, y a sus seis hermanas con rencor. Así, por primera vez (quizá con el ingenio refrescado por la altitud, el descanso, y por la sensación de ocio que había brotado en él al haber hallado un refugio muy por encima de la anarquía, la hambruna y la enfermedad que asolaban la tierra de más abajo), maldijo a cualquier vástago que su padre pudiera haber engendrado en su madre desde que saliera de su hogar. Ante tal golpe maestro sintió retornar el color a sus mejillas. De su madre guardaba celoso recuerdo y deseó que le fuera bien; pero al hacerlo escudriñó con recelo el ciego espacio en torno a sí, como si temiera ser espiado.

Un aire frío le azotó el rostro. Estaba empapado de fresco rocío y de una esencia de silvestres aromas de frutos, hierbas y flores que brotaba de las empinadas colinas. En algún lugar más allá de esos perfumes, eludiendo toda la astucia de sus sentidos, acechaba un recuerdo olvidado o una promesa oculta, cual bestia salvaje que dudara entre salir o no del bosque. Vislumbró su presencia entre los árboles; sintió moverse algo en su interior, al igual que un hombre dormido es consciente de que su cuerpo se vuelve; luego desapareció.

Sobre él empezó a quebrarse la penumbra, la primera tintura del alba, y se oyó una pisada en la escalera. Acto seguido, Amanieu experimentó una gran impresión: no conseguía moverse, parecía un hombre embelesado. Yació absolutamente inmóvil y escuchó, como si tuviera un centenar de oídos, a la espera de que a la pisada que había captado al otro lado de su puerta la siguiera otra en el interior de la estancia. ¿Qué estancia? Había olvidado dónde se hallaba. Reagrupó sus pensamientos como si de ejércitos desplegados se tratase y entonces lo recordó: había pasado la noche en la nueva torre de entrada de aquel chiflado. De hecho, apestaba a argamasa; ¿dónde estaba ahora el olor a flores?

En la penumbra que se disipaba, el umbral, negro e inescrutable, se hacía más visible ante sus atónitos ojos. Un rostro apareció durante breves instantes y luego se desvaneció. Unos pies bajaron de puntillas las escaleras. Las cadenas que asían a Amanieu cayeron, y se precipitó hacia la puerta, que se abría a una escalera de caracol. Vio a alguien más abajo, una mano de niño en la columna junto a su pie, un rostro de niña alzado hacia él. Esta abrió la boca como si fuese a hablar, o a reír, pero sonrió y siguió descendiendo hasta perderse de vista.

No había despertado del todo del hechizo que le tuviera atado a la cama (aunque allí estuviera, en pie) ni se había recobrado por completo de la noche, ni de su momento de evocación familiar. Por tales razones, sin duda, permaneció allí algún tiempo después de que la niña se hubiera marchado, con las manos aferradas al dintel y la cabeza asomada al hueco de la escalera. Por fin enarcó las cejas, se incorporó, caminó con enérgicas pisadas por el suelo de piedra, pues había dormido con las botas puestas, y salió a ver cómo despuntaba el día sobre las montañas.

No ladraba ningún perro, ni gallo alguno había cantado todavía, cuando emergió del portalón del futuro castillo. El cielo estaba blanco, un lienzo que esperaba al sol. El terreno aún se hallaba en penumbra y ennegrecido por sombras, pero veía bastante, pues el aire en torno a él era tan luminoso corno si la tierra tuviese luz propia. La parte más alta del cielo se iluminó de azul y sobre la montaña del otro extremo del valle comenzó a fluir la luz diurna. El aire brillaba, aunque todavía no había aparecido el sol. El confín del cielo refulgía con fuegos rojos y purpúreos que descendían por las laderas de las montañas, que antes fueron grises, y demostraban cuáles eran sus auténticos colores. El fondo del valle, y de otros valles que se abrían a partir de él, se llenó de niebla blanca como la lana, como si la noche antes se hubiera hecho una gran esquila de ovejas. De pronto el cielo fue todo azul, las brumas se disiparon hasta la nada, y el sol se alzó como oro en el aire. Donde había roca arrancó reflejos rosados y destellos amarillos en la sesgada luz, y donde había prado un millón de flores colmaron su mirada. Por debajo de Amanieu, en aquel amanecer, la voz de la niña cantó.

En aquel momento supo que la vida era una danza. El sol le calentaba el rostro y el pecho, y el fresco y húmedo aire que aún pendía allí le rozaba el cuello, haciendo que un escalofrío recorriera su cuerpo. Estaba a punto de echar a correr colina abajo (menuda chiquillada) cuando en su cabeza estalló tal dolor que cerró los ojos. Recordó que se había ido a la cama borracho. Se volvió para apartarse del sol y trató de recobrarse de lo que le pareció una huida a la infancia, a la cuna; lo invadió una emoción indescriptible y sintió que un furioso ceño contraía su rostro. Momentos después se encontró doblado en dos, erguido y mirando al suelo, a sus pies, sin nada en la mente. Cuando se incorporó todo él crujió como una casa vieja durante un vendaval. Recorrió con una mano su estrecha cintura y esbozó una sardónica mueca mientras miraba en torno a sí. Ese lugar no le estaba haciendo ningún bien. Bebido el día anterior, esa mañana había despertado para sentirse pavorosamente mal sólo porque una niña madrugadora había pasado corriendo frente a su habitación, y ahora vagabundeaba en la niebla matutina sin llevar siquiera un arma. Entró de nuevo y subió a su habitación. Allí asió su larga daga, se la ciñó al hombro con una correa y partió colina abajo.

Un perro se abalanzó gruñendo hacia él desde la arcada que había dejado atrás, y Amanieu sonrió; de hecho, era la primera vez que lo hacía ese día. Se volvió en redondo y le propinó una patada con toda la potencia de su bota que alcanzó a la bestia en un costado de la cabeza. Le observó parpadear y cerrar los ojos. Cayó sobre el herboso sendero y la sangre manó de su oreja; era un perro grande, con mandíbulas de lobo. Amanieu se arrodilló, asió con una mano el grueso collar y tiró de él con suavidad, como si le agradase el animal. El ojo opuesto a la oreja que sangraba se abrió a medias, y a él se dirigió:

– Amanieu está aquí para quedarse -le dijo-. Tenemos que hacernos amigos.

El perro perdió todo interés y comenzó a roncar, y Amanieu caminó con arrogancia colina abajo, mofándose de sí mismo, pues no era habitual en él mostrarse conciliador con un adversario caído; ¿le estaría domeñando el aire de la montaña?

Descendió con largas y decididas zancadas, rebotando con desenvoltura sobre los talones para paliar el dolor de cabeza. Sus pies pasaban silbando entre largas hierbas, azucenas blancas y gencianas amarillas, los últimos pálidos y espigados ranúnculos y los primeros matalobos, a través de acianos y gamones, campanillas y algarrobas, aguileñas y bocas de dragón, e innumerables plantas. Cada paso liberaba su aroma al aplastarlas y llevaba a su nariz el paraíso. Las amapolas florecían en manchones de rojo y amarillo. El terreno se tornó más plano. Permaneció en pie en una húmeda pradera, entre campánulas y dientes de león, y vio, a través del arroyo que fluía ante sí, al objeto de su paseo. La niña le saludó y él le devolvió el saludo. Ella le hizo señas con un altanero movimiento del antebrazo, y Amanieu se sentó en la ribera del río para quitarse sus bonitas botas de montar, y allí se quedó, refrescándose los pies en el murmullo del agua, mientras su dolor de cabeza disminuía, como si manara de los dedos de sus pies.

La niña se acercó a la otra ribera y le llamó.

– Vamos. ¡Tenemos que coger todas las que podamos encontrar! -Alzó un ramillete de flores azules.

Amanieu quedó impresionado por la visión de aquella pálida figura contra el prado verde, la niña de pálido cabello con pálido atavío. El resplandor del sol salpicaba el agua hacia ella, y en contraste con el verde oscuro le pareció que la niña pendía ante su mente cual visión luminosa y espiritual en lugar de humana y carnal.

– ¿Qué estáis mirando? -le espetó ella.

– No lo sé -respondió.

– Bueno, ¡pues cruzad!

Amanieu vadeó el poco profundo riachuelo.

– Estaba soñando despierto -admitió-, ¿Qué flores son ésas?

El cabello de la niña era del color de la crema y pendía hasta su cintura; tendría unos doce o trece años. Los labios eran rosáceos, llenos y carnosos, la piel dorada por el verano y las mejillas sonrosadas, un poco arreboladas por el encuentro con él. El rostro era oval, sin pecar de alargado, y con aquel colorido los ojos suponían un golpe de fortuna, pues eran castaño oscuro y todo lo escudriñaban.

– Estaba mirándoos de nuevo -dijo Amanieu, haciéndole un cumplido a una niña.

Ella lo encajó con una sonrisa irónica, como si estuviera escondida y oyera cómo la insultaban.

– Las flores son pimpinelas azules -explicó-. Gully las quiere para Bonne, mi madre.

A Amanieu volvía a dolerle la cabeza.

– He oído hablar de las pimpinelas azules -declaró-. No son comunes.

– Tomad -dijo la niña-. Coged una, así sabréis qué buscar. Son para curar a mi madre. -Se aclaró la garganta-. A mi madre la han picado las abejas por todas partes. Está medio muerta. -Vio que tales noticias le dejaban perplejo-. Fue ayer, cuando estabais bebiendo con mi padre. -Soltó una breve risa-. Estabais borracho como una cuba… Os perdisteis todo el alboroto. -Amanieu se fijó en que sus pechos ya se habían desarrollado. Ella se sonrojó y se puso seria-. Vos iréis a ese extremo del campo. Yo ya he llegado hasta aquí desde mi lado. Recogeremos hasta que nos encontremos.

Amanieu se alejó a través del centeno, pero se detuvo.

– ¿Cómo os llamáis? -le preguntó.

– Flore -replicó ella-. ¿Cómo os llamáis vos?

– Amanieu -respondió él.

La niña sonrió.

– Es un bonito nombre -dijo-. Amanieu. No me estoy burlando de él…, me gusta.

Él le devolvió la sonrisa. No le importaba que a esa niña le pareciera bonito su nombre. Los hombres no se andaban con tapujos y se reían de él. Caminó hasta su extremo del campo y empezó a recoger flores.

No encontró muchas pimpinelas azules. En aquel campo la hierba apenas le llegaba a la rodilla, pero en general crecía más alta que la flor que buscaba. Adoptó una cómoda postura, en cuclillas, y examinó el terreno por parcelas. Su vista era aguda, pero su rendimiento se veía diluido por accesos de abstracción. La pose y la ocupación eran relajantes. Oía el suave canturreo del río, y la tierra, de nuevo despierta por efecto del sol, había empezado a brindar el calor que había estado almacenando durante casi medio año. Los insectos zumbaban y siseaban y los pájaros cantaban, se sumían en el silencio, y cantaban otra vez. La niña también cantaba y se detenía para luego cantar de nuevo. Amanieu se hallaba a la deriva entre sonidos y sensaciones, entre placeres tales como amasar el almohadillado grano con los dedos de los pies; embeberse en los encantos que había descubierto (pues tal era el objetivo de la jornada) en el azul de las pimpinelas, apreciando lo redondeado de sus pétalos, los cuales habría admirado igualmente de ser puntiagudos o acabar en plano; reflexionar sobre lo extraño de hallarse esa mañana en la montaña, o en aquel valle de un río; y mantener siempre en lo más profundo de su mente a la niña que se abría paso hacia él con mayor rapidez que él hacia ella, encontrando y recogiendo las flores que deseaba con una presteza que, al parecer, quedaba fuera de sus posibilidades.

– Sin embargo, yo he calmado al perro -se dijo.

Se encorvó en el caluroso ambiente, inmerso en él, sentado sobre los talones con las muñecas apoyadas en las rodillas y las manos pendiendo oscilantes. Dejó que se le entrecerraran los ojos y se sumió en un estado de aturdimiento. Los colores le llegaban informes a través de los párpados, el verde debajo y el azul por encima, y entre ellos estelas y destellos de iridiscencia, pájaros, libélulas, quizá trucos de la luz. El calor y la frescura del aire se reunieron sobre su piel. Se hallaba en medio de la pura fragancia de la hierba. Algo en su interior sugirió que todo eso pertenecía al pasado, no al momento presente; pero él sabía que ése era el ahora, desde luego que lo era, y que se hallaba ahí en ese preciso día. Había llegado a la excéntrica mansión en lo alto de la montaña en la mañana del día antes, por la tarde se había emborrachado y, entre las habituales pesadillas, durmió toda la noche. Ahora estaba allí, en el valle entre las montañas, y se maravilló ante la distancia que había recorrido desde la planicie quemada y hostigada de más abajo. Había viajado, toda una eternidad en el trayecto de una semana.

– ¡Eh! -exclamó la niña-. ¡Despertad! ¿Eso es todo lo que habéis conseguido? -Se había agachado junto a él y su rostro, a un pie de distancia, se inclinaba hacia el de Amanieu. Tenía la boca entreabierta, sonriente pero decidida. En sus rubicundas mejillas había débiles pecas, y un mechón de cabello caía ingenuo sobre un ojo que le escrutaba misterioso. A pesar de la urgencia de sus preguntas, tenía el aspecto de disponerse a pasar allí todo el día. Su aliento sobre el rostro constituía el más dulce placer que Amanieu había experimentado desde hacía mucho tiempo, y vio que la niña se percataba de ello; vio la satisfacción en sus ojos y la excitación que frunció sus exuberantes y elocuentes labios. Le apartó el cabello del rostro y dejó que volviera a caerle sobre la espalda. Ella ladeó la cabeza para ayudarle.

– Bueno, de modo que aquí estáis -dijo Amanieu-, Al parecer me paso todo el tiempo soñando desde que estoy aquí. -Alzó su pequeña ofrenda del suelo y la añadió al ramo de flores azules de la niña.

Se sentó para ponerse las botas.

– Llevadlas en la mano -propuso ella.

– Ya que las he traído -respondió él-, me las pondré.

Empezaron a caminar por la ribera del río.

– ¿Para qué es el cuchillo? -quiso saber la niña.

– Para luchar -explicó Amanieu.

– Nadie lucha por aquí.

– No he estado en un lugar donde no se luchara desde hace tres años. Lo creeré cuando lo vea.

– ¿Es que no me creéis?

– Os creo -respondió él-, pero tal vez me persiga. No soy afortunado.

– Si habéis estado luchando durante tres años y todavía no estáis muerto ni mutilado, podéis considerados bastante afortunado.

– Por supuesto -replicó Amanieu-. ¡Por supuesto que lo soy! Aunque he perdido un dedo del pie.

El camino se apartó del río y empezó a subir. La niña inició el ascenso con paso perezoso, pues aunque la pendiente era menos pronunciada que la opuesta, por la que él había descendido dando tumbos entre las llores, la mañana se hallaba bien avanzada y el calor era ya intenso. No hablaron mientras trepaban por el estrecho y trillado sendero abierto por cabras u ovejas. Dejaron atrás el rumor del río y de los pájaros e insectos que abundaban en el prado, y cruzaron la verde ladera desde un macizo de robles al siguiente, ora a plena luz del sol, ora a la sombra de los árboles.

La niña le guiaba, y él la seguía. La naturaleza de su lento progreso montaña arriba era la de una favorable concesión al calor. No se rendía a la fuerza del sol, sino que participaba con él en la empresa del día: sus piernas habían encontrado un ritmo y lo mantenían. Aceptaban el calor, como aceptarían el mar, como el medio en el cual se producía el lento ascenso de la montaña. El muslo sobrellevaba el peso del cielo pletórico de sol al igual que un muslo, al vadear, debía abrirse paso en las aguas que oponían resistencia; la pantorrilla se alzaba y contraía (deteniéndose para dejar pasar algún ligero calambre) con incierta musculatura, hasta que el pie, que se mostrara meditabundo al hallarse sobre el polvo, como precavido ante cangrejos y espinosas conchas, llevaba a cabo su delicado pero definitivo paso.

A lo largo de todo el ascenso fue ese movimiento de muslo, pantorrilla y pie, de una y otra pierna turnándose (que ante él procedían de forma interminable por la verde ladera, bajo el ardiente y refulgente sol y a través de la veteada sombra de los robles), lo que le habló a Amanieu. Las dos piernas se elevaban en sus respectivos turnos como si pensaran en otra cosa, se alzaban con aire indolente, a medias conscientes y a medias distantes, desde el oculto lugar donde habitaban con Flore; pero se alzaban resueltas y seguras en sus equilibrados, lentos, perpetuos, solemnes tirones de los tendones.

Las resonancias repiqueteaban en cada porción de Amanieu. Algunas lo hacían en una nota que no escuchaba todavía, pero que reverberaba hueca en recónditos e incorpóreos rincones de su ser; pero más cerca, donde vivía el Amanieu de carne y hueso, los ecos que en él rebullían eran agradables y familiares. Un instante caminaba medio dormido a resultas del calor, la resaca y el trotecillo somnífero e inalterable de la niña, y al siguiente se halló plenamente despierto, la cabeza erguida, sintiéndose repuesto y astuto, mientras el deseo que por ella sentía se agitaba en su cuerpo.

Disminuyó el paso hasta detenerse para dejar que cuerpo y mente se adaptaran a aquella última sorpresa brutal de la jornada (la tercera, de hecho). Bajó la vista al suelo. Una sonrisa apareció en una de las comisuras de su boca y se extendió por ella cual ondeante ola, y de nuevo de vuelta. Frunció el entrecejo. Los pies desnudos y morenos de la niña habían aparecido en el círculo de su mirada. Con un esfuerzo de voluntad, alzó progresivamente los ojos para encontrarse observando la parte superior de su cabeza (que a su vez se hallaba un poco inclinada, no mucho, hacia adelante): la criatura miraba con fijeza la patética alerta de sus intimidades. Amanieu levantó la cabeza y observó el cielo.

Su mente semejaba un torbellino. ¡Cautivado por una simple chiquilla! En su interior se produjo toda una retahíla de cataclismos, el hielo de muchos ríos se resquebrajó y fue arrastrado hasta una rara acumulación de volcanes. Vapor, humo, crujidos, convulsiones y sensaciones le arrasaron desde dentro. No podía ser a causa de la niña, pero sí, ¡lo era! Resultaba humillante (¿no?) inquietarse de ese modo por una criatura, y también era absurdo quedarse sin habla, petrificado, convertido en estatua por la indecisión.

La criatura respiró profundamente. Amanieu notó que se estremecía; se sentía como un gigante a punto de estallar. La niña volvió a entrar en su ángulo de visión, caminando de nuevo. Desde luego que era una criatura. Su largo cabello era del color de la crema, se movía y se desparramaba por su espalda cual insustancial tejido; formaba parte de su incoloro vestido de lino y juntos eran partícipes de la figura que trepaba con languidez, y de ella caían y se movían con ella y en su contra.

¿En qué extremo de la infancia habitaba?

La niña se detuvo y volvió la cabeza. Le observó durante largo rato, mientras la lengua emergía en una comisura de su boca en un gesto que en una niña significaba una cosa, pero otra en una mujer. No estaba muy lejos, a una docena de pasos. Los ojos que le miraban se mostraban serios e inquisitivos, y eran oscuros y cálidos. Partió de nuevo, colina arriba, como antes.

8

PELEAS

El semental roano se alzaba por encima de sus compañeros. Era más alto que el caballo andaluz de César; no tan grueso, pero sí más alto.

– Es germano -dijo Jesús el español. El propio Jesús era un alto espécimen. Su porte era erguido y señorial, pero los ojos se movían como si buscasen huir de un aprieto. Había sido él quien el día antes llevara a casa a Bonne, víctima del veneno de las abejas, desnuda sobre la grupa de su caballo.

– Así es -convino Vigorce.

– ¿Acaso no veis que tiene sangre normanda? ¡Mirad qué tamaño! -El que había hablado era un hombre en miniatura, y por ello le llamaban Mosquito. Tenía un rostro ancho y risueño y un aire satisfecho inusual en un hombre tan menudo. Fue a él a quien Jesús entregó la aguijoneada y escarlata Bonne, y a quien Vigorce se la había arrebatado de inmediato.

– No -dijo Vigorce categóricamente-. No hay ningún cruce en ese caballo. Es germano, sin duda, un Mecklenburg; yo los vi en Borgoña. Un caballo de batalla tan fuerte como el que más. Aguantaría todo un día de lucha en pleno verano. -Se hallaba en el arco que formaba el cuello del semental, con el mentón del animal contra su pecho-. Tan fogoso como el mismo infierno cuando se enfurece, y dos veces más paciente. ¡Mirad! -Tendió sus largos brazos y tironeó de las orejas oscuras y sedosas. El caballo ladeó la cabeza para mirarle fijamente a los ojos por un instante, luego se calmó de nuevo y permaneció inmóvil, a gusto en la sombra del atardecer.

Al sur y al oeste de la heredad el terreno descendía bruscamente, y en aquel espacio inmediato se había construido un amplio cobertizo adosado. Una pesada viga iba desde la esquina de la casa hasta un pilar de piedra; éste constituía el principal puntal del techo. Otros pilares de madera y vigas más ligeras lo extendían hacia los costados, y el espacio se hallaba delimitado por las murallas de la casa, por un tramo de pared de roca, y por un muro de piedra en el extremo más alejado, azotado en invierno, por el glacial viento del norte.

Allí, la guarnición de César dormía la siesta. Solomón, de hecho, estaba durmiendo bajo aquel muro del norte, como respetada víctima (una vez que la hilaridad inicial se extinguiera) de la guerra contra las abejas. Sus camaradas y su capitán acusaban de tal modo el nuevo grado de animación que había adquirido la vida en la casa que eran incapaces de dormir. Durante el tiempo suficiente había sido un lugar que no precisaba más que energía para llevar su destino hacia la crisis; sin embargo los sucesos habían traído consigo una nueva actividad que sobrellevar. Ahí estaba aquel misterioso extraño, a ese lado del portalón, y más allá la señora, a las puertas de la muerte.

Los hábitos de vida en ese remoto refugio eran monótonos. Sucesos de trascendencia ocurrían muy rara vez, y cuando lo hacían, no se mostraban en absoluto conscientes de su propia importancia, no traían consigo clima alguno que alterase el ambiente. De hecho, todo el clima de la vida, todo el carácter del ambiente, dependía de cómo estuvieran las cosas entre César y Bonne. Su larga y no librada guerra, de batallas ocultas e invisibles maniobras, tenía la misteriosa naturaleza de un quemador de carbón, con su lento y humeante fuego de brasas cubiertas de tierra para no dejar que otros humos que no sean los suyos vivan en el aire que lo rodea.

El último auténtico suceso había sido la partida de los mamposteros en primavera. El día de su marcha constituyó un símbolo de la catástrofe, pues proclamaba la pobreza de la heredad y sugería que el maltrecho mundo de allá arriba había empezado a extinguirse. Pero César y Bonne, que se habían mostrado tan afables como la dignidad lo permitía durante la semana después de que el maestre mampostero dijera que retiraba a sus hombres del trabajo, pues contaba con siervos de la aldea para ayudarle a desmantelar el andamiaje y demás, el día preciso de la marcha de los mamposteros llevaron su impalpable conflicto a tal extremo que el aire retumbaba como si el trueno avanzase por las colinas. Los hombres tenían dolor de cabeza, eran incapaces de escuchar lo que se les decía, y rehuían cualquier charla o tarea que requiriese pensar. Cuando la pequeña comitiva de dos carretas y unos pocos animales partió colina abajo, fueron los mamposteros quienes miraron inquietos hacia la heredad, no la heredad la que contempló con aprensiva mirada su partida.

Sin embargo, Bonne había descendido de golpe de aquella altanera guerra en la que los relámpagos fluían invisibles entre las nubes, para arrojarse, o ser arrojada, al borde de la muerte. Su muerte, de producirse, no sería fantasmagórica, sino un hecho. Al fin parecía que iba a suceder algo.

El hombre que se hallaba en el fondo del establo se volvió y emitió un ronquido como si fuera a despertarse; pero continuó durmiendo, roncando de tanto en cuando.

– Respira bien -dijo Mosquito-, Está mejor.

– Ese judío está borracho -comentó Jesús-. Se ha tomado un cubo lleno de vino.

Vigorce emergió de bajo la quijada del caballo germano.

– Era vino hervido con hinojo, un remedio para sus picaduras de abeja, y no ha tomado un cubo ni mucho menos. -Se situó junto al español y miró hacia la llanura que se extendía al sur hacia Aragón, hacia los Pirineos-. Os ha desagradado desde que llegó, en Pascua. Y ahora habláis de ello.

Los labios de Jesús, pálidas líneas paralelas que semejaban huesos en un rostro enjuto que parecía salido de un torno, se curvaban con deleite en un mohín de desdén.

– Ha llegado es el momento de hablar claro -declaró, contemplando la vista.

– Hablad claro, entonces -repuso Vigorce, quien a su vez continuaba observando la distancia.

– Esta familia y esta heredad se están haciendo pedazos -empezó de inmediato Jesús-. Digamos que la señora muere -en ese punto, Vigorce dejó de respirar por un instante y apartó la mirada-, aunque por supuesto sería algo espléndido, eso de que a uno le picaran las abejas hasta morir. -Realizó un gesto formal de apreciación ante tal supuesto esplendor, inclinando la cabeza con la misma rigidez que si la tuviera sujeta al cuello con bisagras de metal herrumbrado-. El señor se ha vuelto loco, el castillo nunca será construido, y no hay dinero. Y por añadidura tenemos a ese aventurero con camisa de seda, ¡el mayor ladrón y traidor que haya visto jamás!

El pequeño Mosquito intervino:

– ¿Por qué lo creéis así? Dice que viene de la guerra. ¿Por qué no?

– Y tanto que sí -afirmó Jesús, y dirigió un mero atisbo de mirada, un inquieto desliz del ojo, hacia Mosquito, tan por debajo de él-. Pueden obtenerse ganancias con las guerras, de modo que seguro que viene de ellas. Todavía mantengo que es un ladrón. Considerad su caballo. Está gordo. No tiene marcas ni heridas. Tiene dos años escasos, apenas se ha desarrollado por completo. Este es un alegre e inocente caballo que no ha sido probado y que nunca ha estado en una guerra. -Se volvió hacia Vigorce-. ¿Me equivoco?

– No, creo que estáis en lo cierto -respondió éste-. Proseguid.

– Un caballo germano -dijo Jesús, y asintió varias veces, y también lo hizo mientras pronunciaba sus siguientes palabras-: También lleva una armadura germana; una cota de malla sin estrenar. Su espada es germana, muy nueva, lo más probable es que no se haya manchado de sangre; y la empuñadura no está gastada, ni empapada en sudor, virgen.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Vigorce-. Comprendo que todo su equipo es germano y todo él nuevo, y germano el caballo, aunque sea muy joven. De modo que, ¿qué queréis decir?

– Todo es de lo mejor que hay -respondió Jesús-: armas, armadura y este caballo Mecklenburg. Es el equipo de un hombre rico. -Sonrió-. Veo a un joven noble germano, un caballero (no, un futuro caballero) en sus viajes. -Borró la sonrisa de su rostro-. Se encontró con la horma de su zapato -concluyó llanamente.

– ¡Ah! -exclamó Vigorce- Ya veo. -Pensó en ello-. ¿Por qué no en la guerra? Pudo haber matado al germano en una lucha justa.

– ¿Un señor germano en estas guerras? Lo dudo. En un bando, el conde de Barcelona, apoyado por el rey de Inglaterra y renegados como el conde de Foix y su mismísimo primo -en este punto indicó con la cabeza hacia la casa, complacido con insultarles de pasada-, el vizconde Roger, de Béziers y Narbona, y demás; y en el otro bando, el conde Raymond de Toulouse y cualquiera que haya permanecido leal a él. No hay germanos. Algunos mercenarios, quizá, pero no jovenzuelos barones en su primera salida. En cualquier caso hace ya seis meses que las guerras han terminado; unos buenos seis meses. -Jesús olfateó el aire como un perro que indagara con su hocico-. A mí toda esta historia me huele a algo más reciente.

– No obstante -replicó Vigorce-, ¿qué está pasando allí? Ejércitos, tropas de mercenarios, bandas de forajidos, todos en desbandada y viviendo gracias a la violencia. No podéis culpar a ese hombre por estar allí, y por matar a ese germano vuestro en una reyerta.

Jesús cerró con fuerza los ojos y alzó el mentón hasta que su barba señaló hacia el techo del cobertizo.

– No fue así como sucedió -dijo-. Lo siento en los huesos. Ese germano mío, como vos le llamáis -y sonrió de nuevo-, fue asesinado por nuestro nuevo amigo.

– Eso es bastante probable -convino Mosquito-. ¿Por qué debería preocuparnos?

Jesús descendió hasta Mosquito poniéndose en cuclillas, y así permaneció, sentado sobre los talones.

– A mí me preocupa, porque no me cae bien -dijo-. Me preocupa, también, porque se ha infiltrado en la casa, donde no tiene más derecho del que tengo yo; esa familia suya, de Noé, ¿quién ha oído hablar de ella? Mientras que mi familia…

– ¡Sí, sí! -interrumpió Vigorce-. Desde luego que hemos oído hablar de vuestra familia, y demasiado a menudo, además. El hecho es que vos mismo os estáis ocultando de la soga aquí arriba; de varias sogas. ¡Quedaos ahí sentado, idiota! -Puso ambas manos sobre la cabeza de Jesús y presionó hacia abajo-. No seáis tan comediante, maldita sea. Vos mismo me dijisteis, a vuestra llegada, que erais un ladrón que huía de la justicia. Todavía se os nota en la cara, pese a todos vuestros aires y modales.

– Sé que se nota -aceptó Jesús-. Podéis quitarme las manos de encima. -Sacudió la cabeza con impaciencia-, Por supuesto, sé que se me nota. Tan pronto como empecé a robar se me notó en la cara. Era inútil; no podía evitarlo en absoluto.

Mosquito intervino:

– Ser un ladrón va en contra de vuestra naturaleza, de modo que el rostro os delata. Yo, en cambio, nací para hurtar bolsas. De ahí mi altura; me viene de familia.

Vigorce retomó la cuestión principal.

– Teníais algo más que decir acerca de nuestro visitante, Jesús. Le habéis estado espiando, puesto que habéis visto su armadura. ¿Creéis que pretende hacernos daño? ¿Qué daño puede hacernos? ¿Por qué habría de hacérnoslo?

Jesús ladeó la cabeza y alzó la mirada al cielo, poniendo los ojos en blanco.

– Quizás esté cansado de esto -dijo-. Escuchad, os diré de una vez lo que pienso. -Miró a Mosquito y luego alzó la vista hacia Vigorce, para comprobar que le escucharan atentamente-. Muy bien. Digamos que este lugar se está haciendo pedazos. Bueno, pues dejémoslo. Tanto si la señora muere como si no, el señor se volverá más loco de lo que lo está; se volverá completamente loco y morirá, o se suicidará. La muchacha se marchará. Podremos vivir aquí mientras queramos, una vez se hayan ido. Nadie querrá este lugar. No vendrá ningún señor a tomar posesión de él. ¿No es así?

Vigorce le observaba con expresión sombría. Mosquito dijo:

– Quizá. Continuad.

– Este… este recién llegado -prosiguió Jesús- pretende hacerse con lo que pueda. Va a estropearlo para el resto de nosotros. Quiere obtener algo para sí mismo. No quedará nada para nosotros, e incluso si por algún milagro la familia consigue sobrevivir a todo esto -hizo un gesto englobador con la mano mediante el cual los otros comprendieron, con la suficiente facilidad, que se refería a la atmósfera general de fracaso y declive en la que transcurrían sus días-, incluso así, él nos dejará de lado.

– No acabo de entenderlo del todo. No estaréis diciendo que es nuestro enemigo, ¿no es así?

– ¡Eso es precisamente lo que está diciendo! -intervino Vigorce.

– No, no es eso -negó Jesús-, No digo que sea nuestro enemigo. Digo que se ha topado con este lugar, y lo ha escogido. Tiene cosas que hacer respecto a sí mismo, y las hará aquí. ¿Acaso no lo habéis advertido sólo con mirarle?

– No -respondió Mosquito-. Yo no. Incluso aunque tenga cosas que hacer aquí y haya escogido este lugar, ¿qué hay de malo en eso?

– Oh, nada -dijo Jesús con sarcasmo-. Nada en absoluto. Excepto que a mí me parece que ha matado a un extraño, simplemente para hacerse con su caballo y armadura. ¿Qué hará aquí para salirse con la suya? -Agitó las manos en el aire y se sentó, abatido y mirando a algún punto a media distancia entre sí mismo y el horizonte.

Hubo un breve silencio, y luego Vigorce habló:

– La señora no morirá. Aquella mujer de la casa tiene conocimientos de medicina. -Hubo un nuevo silencio, y Vigorce prosiguió-: ¿Qué decís vos a todo esto, Mosquito?

– No digo nada -replicó éste-. No sé pensar de ese modo, del modo en que lo hace Jesús. No es que esté en contra, es sólo que no llego a entenderlo del todo.

Ante eso, Vigorce se irritó.

– Pues me parece absurdo -dijo-. Ciertas cosas que Jesús ha dicho tienen sentido. -Jesús puso los ojos en blanco de forma exagerada. Vigorce frunció el entrecejo en un esfuerzo por captar (como Mosquito era incapaz de hacer) la forma de pensar del español-. Debemos tener en cuenta a este extraño. Quizá sea sólo un muchacho, pero ha estado en la guerra. Parece listo y malicioso, y poco digno de confianza. Un chico listillo resulta peligroso. Y ahora, ¿qué decís a esto, Mosquito?

Mosquito negó con la cabeza, sonriendo compungido.

– Quizá sea cierto. De mí mismo decís que soy un muchacho. ¿Peligroso? Si de cualquiera de vosotros dos dijera que no sois peligrosos, me meteríais una daga por la nariz. -Se hurgó el mencionado órgano-. Os diré una cosa: tiene cierto aire, algo en torno a él… Me gusta su estilo.

– ¿Queréis decir que sabe cómo comportarse? -Vigorce se ensañó con ello-. Me lo temía, también me temía eso. Estilo, decís, estilo. Quizá sepa cómo manejar a mi señora; cómo meterle sus ideas en la cabeza. -Vigorce extendió los dedos frente a sí-. Podría tenerla en la palma de la mano.

Jesús se puso en pie de un salto con un gruñido de frustración.

– ¡No escucháis una palabra de lo que os digo! Sois incapaces de escuchar, ¿verdad? ¡Mi señora esto, mi señora lo de más allá! ¡Mi señora en la palma de su mano! -Tendió sus propias manos ante Vigorce como si hubiera algo que leer en ellas- ¡Mirad esto! ¡Mirad! -Se escupió en las manos y volvió a blandirías ante Vigorce-. ¿Acaso no estuvo anoche mi señora en las palmas de estas manos? ¿En las manos de todos nosotros? ¿Y qué? Escupo en ellas. ¡Escupo! Estoy hablando de realidades, no de vuestros sueños. Vos y mi señora… ¡oh, sí! ¡Ja! Escupo en estas manos, y la limpio de mis manos con saliva… Ved, ¡ved!

Vigorce vio y Jesús recobró la razón, simultáneamente. En el preciso instante en que el español se arrojaba sobre la sensatez, Vigorce se arrojó sobre el español. Jesús concentraba todos sus esfuerzos en un límite en el cual cualquier cosa pudiese suceder menos que sus pies se despegaran del suelo, pues Vigorce le había asido un tobillo. El efecto sobre Jesús fue similar al de un hombre que, sin comprender que ha sido encadenado a un muro, sale corriendo para ganar una carrera. Exclamó:

– ¡Ay, ay! -de modo que Solomón despertó por fin y Mosquito profirió una sonora risa, y entonces cayó durante un largo instante al son de crujientes cartílagos de desconcertadas articulaciones, y se golpeó la nariz contra el suelo con un ruido sordo, pero la cabeza produjo un ruido hueco contra una piedra.

Cuando Vigorce volvió al hombre caído, todo pareció indicar que iba a quedarse sin su venganza; Jesús yacía allí sin sentido. El capitán se sentó junto a él en el suelo y profirió un sordo silbido. Posó los dedos en el chichón y luego le dio unas palmaditas en la cabeza como indicando que allí todo andaba bien. Miró en torno a sí y tuvo una inspiración. Asió los gastados guanteletes de piel del cinturón de su víctima.

Cuando Jesús volvió en sí emitió un gemido y se llevó una mano a la cabeza. Dejó caer la mano. Más tarde se incorporó despacio hasta sentarse. Observó que tenía puestos sus viejos guantes, y se preguntó por qué. Se inclinó para examinar las manos enguantadas. Se las llevó a la nariz y olfateó, pero la tenía llena de sangre seca y no le reveló nada. Alzó el rostro hacia el cielo y comenzó a tironear de un guante con el otro. No consiguió quitárselo y lo intentó con la otra mano. La piel empezó a retroceder y de pronto el guante salió. Cayeron excrementos de caballo al suelo; el guante estaba lleno de ellos y la mano recubierta. Se arrancó el otro guante y se puso en pie. Recobró el equilibrio y tuvo una idea; se inclinó con cautela para recoger los guantes y se incorporó de nuevo. No había mirado una sola vez hacia el interior del cobertizo, y dio un paso dispuesto a alejarse colina abajo.

Cuando Vigorce habló, sin embargo, Jesús se detuvo.

– Ahora -le dijo el capitán-, cuando os miréis las manos no pensaréis que sostienen a la señora, y desnuda, a menos que penséis también en lo que sea que estéis pensando en este momento.

Jesús se volvió para mirarle. Su rostro no tenía expresión alguna. Había suciedad y sangre en él. Los ojos eran los mismos de siempre, oscuras y apagadas profundidades, como las naves de las grandes iglesias en pleno invierno. Se volvió de nuevo y se alejó renqueando lentamente.

– Eso ha supuesto un duro golpe para su orgullo -comentó Mosquito, quien había empezado a afilar una larga y estrecha daga en la suave suela de cuero de una bota.

Vigorce trató de reír, sin éxito, se frotó con las manos el desmesurado rostro y se mesó la oscura y entrecana cabellera.

– Podéis guardar eso -dijo-; no estoy peleando con vos.

– Vuestra ira se ha calmado ahora -convino Mosquito-, pero la guardaré cuando lo crea oportuno. -Continuó afilando la hoja-. ¿Y qué hay de Jesús y su orgullo? ¿Qué creéis que hará?

– No hará nada -respondió Vigorce-. Alimenta su orgullo: resultar herido de tanto en cuando, a mayor herida mayor solaz. He reconfortado su orgullo.

En la larga pared lateral del cobertizo se hallaban cinco caballos en sus cuadras, y Solomón se dirigió hacia sus compañeros apoyándose en las compuertas a medida que las pasaba. Mosquito se puso en pie de un salto.

– Sentaos en este tronco, hombre. ¿Cómo os sentís?

– Estoy bien -respondió Solomón-, pero me tambaleo. -Tenía una cabeza calva, tostada y redondeada, y arrugada como una vieja manzana. Cuando se sentó, Vigorce le rozó levemente la coronilla.

– ¿Qué tal la notáis? -preguntó Vigorce con sincero interés; sentía gran cariño por Solomón-. Tiene buen aspecto -prosiguió-. Ya no está enrojecida. Los cardenales han desaparecido, casi todos.

– Creo que está mejor. No me duele.

– Fueron picaduras severas -repuso Vigorce-. Se trataba de abejas africanas.

– ¿Cómo está la señora? -quiso saber Solomón.

El rostro del capitán se contrajo. Lo recorrieron arrugas desde el mentón hasta las comisuras de los párpados, en el entrecejo se abrieron grietas, y una expresión lastimera debilitó la voluptuosa boca. El capitán se dejó caer en el tronco, junto a Solomón, en el sitio que Mosquito se disponía a reocupar.

– Estaba tan preocupado por… por su honor -explicó- que lo había olvidado. Está a las puertas de la muerte, Solomón. Vos habéis sido afortunado.

Solomón emitió un sonido ronco para mostrar su desacuerdo.

– ¿Afortunado? ¿Acaso pedí yo tontear con las abejas? -Negó con la cabeza-. Ayer se comportó como una estúpida.

Continuó negando con la cabeza, con un ritmo elegiaco.

Bajo el forzado talante de Vigorce, y provocada aún más por aquella templada queja, fluyó la marea escarlata de su pronta ira. Se puso en pie de un salto y con la palma de la mano golpeó tres veces contra el pilar de piedra.

– ¡Ah! -exclamó, presa del desconsuelo-. ¡Debemos hacer algo! -Cuando se volvió hacia los otros, su rostro, feroz, pareció iluminado por una idea-. Iré a por el cura, y haremos que rece. ¡Haremos rezar al pueblo entero!

Mosquito se mostró cauteloso.

– ¡El cura! ¿Acaso creéis que vendrá?

Fue tal el cambio de actitud de Vigorce que le situó por encima de cualquier ofensa. Con aquel cuerpo poderoso, la enorme cabeza, el rostro avivado por la resolución y los ojos inyectados en sangre, era la imagen misma de un capitán en el campo de batalla a punto de abalanzarse sobre sus enemigos. En menos de un segundo espoleaba a un caballo bayo a través de la ladera y hacia el puente, a un ritmo cercano al galope tendido.

Mosquito era presa de la irritación, y se sentó haciendo crujir los nudillos hasta que Solomón esbozó una mueca.

– Está perdidamente enamorado -comentó el primero- Está loco. Desea para sí a la mujer del señor.

La mirada del sexagenario Solomón se avivó.

– Es una mujer atractiva -dijo-. Todavía es toda una belleza. Tiene un corazón ardiente.

Mosquito hizo crujir los nudillos ante tal afirmación.

– Es la esposa del señor -repuso.

Solomón se encogió de hombros.

– Es el calor -dijo en tono pacífico-. La falta de ocupación. Favorecen la locura.

Mosquito seguía apesadumbrado.

– Pronto echará espuma por la boca. -Pareció a punto de quedarse dormido y de pronto exclamó-: ¡Eh! ¿Habéis visto lo que le ha hecho a Jesús?

– No claramente. Estaba medio dormido. Le he visto marcharse muy enojado.

Mosquito le describió los insultos y el recíproco ultraje. Cuando concluyó reía, pero también negaba con la cabeza.

No hubo risas por parte de Solomón. Cuando habló, fue sobre otra cosa.

– Ha ido a buscar al cura. ¿Por qué creéis que no vendrá?

Mosquito pareció incómodo, pero lo soltó:

– El cura tilda de hereje a la señora Bonne.

– A mí no me importa que me llamen hereje -comentó Solomón-. No es necesario ser tan delicado; aunque debo deciros, Mosquito, que sois un hombre con el que resulta fácil llevarse bien.

– Me agrada llevar vina vida tranquila. ¿No os maravilla acaso cuán turbulento puede resultar este lugar? ¡Incluso en la siesta de hoy! -Indicó con una mano el sitio en que habían dejado a Jesús fuera de combate-. ¡O ayer, con las abejas! -Tras unos instantes añadió-: El año pasado el cura se volvió loco; por la señora, quiero decir. Como lo está ahora Vigorce. Acababa de llegar, entonces; un nuevo cura. La acosaba de veras. El señor aún no se había vuelto tan peculiar el año pasado, aunque pendía de un hilo. La señora disponía de mucho tiempo para sí. No tenía a la niña consigo muy a menudo… La niña comenzó a jugar con los críos de la servidumbre más o menos entonces. Eso es malo, ¿sabéis? -Miró con gravedad a Solomón, quien inclinó levemente la cabeza para mostrar que comprendía que era una incongruencia aquello de dejar que la niña se mezclara con los siervos: un punto suelto en el tapiz de la vida-. El cura le hablaba de religión, y ella le respondía -prosiguió Mosquito-. A veces podía escuchárseles a través del patio, furiosos y excitados, gritando y pateando con los pies; a veces se escuchaban lloros, y se trataba del cura. ¿No os parece curioso?

»Un día llegó a un punto crítico. Desembocó en una pelea. -Relatar esa historia había animado a Mosquito, y sonrió ampliamente-. Creo que el cura la asaltó, allá en la casa. Ella le rechazó. Es una mujer fuerte. Luchó con él. Vigorce y yo acudimos corriendo al oír ruido. Cuando llegamos, ella derribó al cura de un puñetazo, y él se rindió. Se hallaba con medio cuerpo fuera del umbral y su cabeza pendía sobre el peldaño. Entonces el señor volvió a casa de uno de esos largos paseos que da.

»"¿Qué es esto?", pregunta. "Ha intentado violarme", responde la señora y, al mismo tiempo, el cura dice, allí tendido sobre el escalón: "Estaba luchando con el demonio en su interior. Es una hereje". El cura parecía insignificante, cual cordero degollado, pero a la señora se la veía orgullosa, airada y agresiva, en absoluto trastornada. Y Vigorce -en ese punto Mosquito se inclinó y palmeó la rodilla de Solomón- la miraba como un hombre anonadado… Y es que ella tenía muy buen aspecto, con aquella furia que irradiaba y haciendo gala de toda su dignidad… ¡oh, sí! Pero Vigorce no la miraba como un hombre mira a la mujer que desea. Era como si hubiese visto a la Santísima Virgen.

Se persignó y luego inclinó la cabeza, a modo de disculpa, hacia el judío.

Solomón retorció el cuello con impaciencia, como si una mosca hubiera tratado de aterrizar en él.

– Vamos, vamos -le instó-. ¿Qué hizo el señor?

Mosquito reanudó el relato.

– El señor César observó al cura tendido en el suelo y exclamó: «¡Violación!», y asimiló la palabra: la colocó en la punta de la lengua y la tragó lentamente, saboreándola. Le observé hacerlo. Entonces miró a la señora, acalorada y furiosa, pero sonriente a la vez; era una visión de lo más variado. El señor la miró y exclamó: «¡Herejía!», y saboreó también el sonido del término. Entonces el señor vio cómo Vigorce miraba fijamente a la señora y chasqueó los dedos bajo su nariz para hacerle volver a la tierra. «¡Venga, venga, capitán!», le dijo.

Mosquito se frotó la chata nariz y sus ojos brillaron al recordar aquel momento.

– Entonces me miró -dijo-, y exclamó: «¡Bueno, Mosquito, no podemos ahorcarlos a todos!», y entró en la casa.

Eso le resultó divertido a Solomón, que rió hasta sufrir un acceso de tos que agitó la flema en su pecho. Golpeó con el puño el tronco en que se hallaba sentado. Mosquito le observó, y rió con él. Cuando las risas cesaron, Mosquito se puso en pie y se desperezó.

– Os traeré agua -dijo-. Os lo tomáis a la ligera, pero las riendas de un caballo hay que atarlas rápido para impedir que se lo lleven antes de que se enfríe.

Solomón pasó las manos con suavidad sobre su reluciente cabeza. Emitió otra breve risilla.

– Herejía, ¡rechazar a un cura! -declaró.

Jesús entró en el cobertizo cargado con unas alforjas de cuero y su enorme capa, y con la larga espada al cinto. Sacó a su menudo caballo bayo, medio árabe, al exterior, con la silla puesta, y le puso las alforjas en el lomo. Desde detrás del caballo inclinó la cabeza, con gran solemnidad, hacia Solomón, y éste respondió con igual saludo. Jesús enrolló la capa y la sujetó a la silla de montar. Rodeó el caballo y se dirigió a Solomón:

– ¿Estáis bien? -preguntó.

– Bastante bien -respondió Solomón-. Estoy bien.

– Estupendo -dijo Jesús-. ¿Querréis decirles que voy en busca de carroña?

– ¿Vais a buscar el cuerpo? -le preguntó Solomón.

– ¡Ah! ¡Entonces lo habéis oído! -La mortificación, pese a sus mejores esfuerzos, hizo que el español volviera el rostro.

– He oído algo, no todo. Iba y venía de la vigilia al sueño.

– ¡Ah!

– ¡Jesús! -exclamó Solomón, y el hombre volvió de nuevo el rostro-. Si vais a salir en pleno calor, llevaos esto -y Solomón lanzó su amplio sombrero de paja girando hacia el jinete. Jesús titubeó, mientras consideraba la oferta, y luego cogió al vuelo el sombrero cuando ya pasaba de largo.

Solomón parpadeó ante tal destreza. Jesús, hecho extraordinario, sonrió, y fue como si la luz de la luna rasgara en la noche. Dijo:

– Cuando vuelva… -Se encogió de hombros-. ¡Bah! -exclamó. Se puso el sombrero y agitó un puño en el aire a modo de despedida.

Solomón alzó una mano, y el pequeño caballo bayo se precipitó ladera abajo con las largas piernas del español balanceándose bajo sus hermosos costados.

9

EMPLASTO DE PIMPINELAS

Bonne tragó un poco de la infusión de vino con hinojo, pero tras su batalla con las abejas yacía la mayor parte del tiempo sumida en el letargo. Fue Gully, la cocinera, quien logró introducir en ella aquellas pocas gotas de líquido, derramando el resto sobre su piel febril; y allí estaba Gully una vez más, con su emplasto de pimpinelas azules…, el soberano remedio, como ella decía, ¡pero tarde, ya muy avanzado el día!

– Uno no puede encontrar flores silvestres en la oscuridad, Gully -protestó Flore-. ¡Vos misma habéis pasado bastante tiempo preparando la infusión en el cazo!

Esa era la respuesta apropiada.

– Flirtear tampoco ayuda -replicó Gully con placer-. ¡Y lo que haga en el cazo es asunto mío! ¡Toma! -Le tendió a la niña el cuenco que contenía la esperanzadora medicina, y apartó la sábana de lino que cubría a la paciente.

Bonne yacía en un amplio lecho de cuja de madera y cordones de cuero entrecruzados. Los cortinajes habían sido retirados al tornarse más cálido el día para dejar correr libremente el aire. Los postigos de madera de la ventana también estaban abiertos y César se hallaba allí sentado, en el antepecho de piedra, todo él inclinado hacia un costado, como si se hubiera sentado muy tieso y en tal postura se hubiese quedado dormido. Tenía los ojos cerrados, no firmemente, sino con las cejas arqueadas en gesto de sorpresa y los párpados entornados. Había pasado la noche allí con Bonne. Parte de la noche yació junto a ella, esbozando su perpetua sonrisa hacia las horas de oscuridad, pero hasta entonces no había dormido; y ése era apenas un sueño, pues podía escuchar lo que Flore y la mujer se decían una a otra.

No abrió los ojos.

– ¿Qué habéis traído? -preguntó.

– Emplasto de pimpinelas azules -respondió Gully-. Es famoso contra las picaduras, y para otras cosas también.

– Si uno consigue encontrar las flores -intervino Flore.

– Te dije dónde buscarlas -replicó Gully con astucia-. Dicen de mí que soy una mujer sabia. ¡Allá vamos!

Empezó a embadurnar con brusquedad el cuerpo de Bonne con el pastoso ungüento que había preparado.

– El veneno está por todas partes -observó-. Debemos hacer que la cura penetre tras él.

No fue tan drástica con el rostro, al que presionó firmemente con las yemas de los dedos, pero del cuello hasta los dedos de los pies golpeteó la piel con el brebaje como si pretendiera obligarlo a penetrar.

Aquella mañana, la piel de Bonne ya no estaba escarlata, sino rosácea y morada, blanquecina y amarillenta. Para Amanieu, que observaba apoyado contra la jamba, era como si estuviera hecha de una veta de mármol defectuoso, sólo que Bonne se hallaba en un estado de continua agitación bajo el extraño tratamiento. Gully palmeaba como una loca a su señora en el vientre y los costados como si creyera que esa clase de escozor pudiera eliminar los efectos del otro; como en efecto lo creía. Golpeó incluso los orgullosos pechos, pese a lo turgentes y veteados que se hallaban.

– ¡Oh, tened cuidado! -exclamó Flore, invadida por la comprensión y a la vez por la envidia ante su propio pecho inmaduro-. ¡Vais a dañarla!

– ¿Acaso no lo está ahora? -respondió socarrona Gully, de quien uno habría pensado que se extasiaba en la tarea; pero se dedicó casi de inmediato a los brazos, donde administró el ungüento sujetando un brazo en el aire con una mano, y golpeándolo con dureza de arriba abajo con la palma y el dorso de la otra.

Transcurrido un tiempo, a César se le ocurrió algo, y abrió los ojos inyectados en sangre.

– Habéis dicho que ese emplasto servía para algo más que las picaduras de abeja -dijo-. ¿Para qué?

Gully, que acababa de terminar con las piernas, se detuvo un instante a recuperar el aliento.

– Sana la locura, por lo que he oído -respondió, y luego exclamó-: ¡Virgen Santa! Estoy vieja. Esto es demasiado para mí. -Flore hundió tímidamente una mano en el cuenco y empezó a embadurnar el cuerpo inerte de su madre- Nunca lo conseguirás de ese modo -repuso Gully, pero se dejó caer en el lecho, jadeando-. Tendrá que terminar de hacerlo el señor.

– Eso es absurdo -dijo César-, No podría golpear a Bonne de esa forma, como si estuviera salando un pedazo de carne.

Amanieu, que observaba aquella carne aguijoneada, marmórea y de nuevo resentida, y aquel rostro puro y desamparado visible (al menos para él) bajo la enfermedad o la muerte que lo emborronaban, sintió una curiosa punzada. Fue una sensación no precisamente humana, un raro sentimiento de la clase que una vez había experimentado al hallarse bajo un sauce con luna llena: le habían dicho que el hacerlo era peligroso para algunos.

– Levantaos un momento -le dijo a la vieja que se hallaba sentada en el borde de la cama-, de modo que pueda volverla. Yo terminaré.

Le hizo un guiño a Flore para animarla, y empezó a embadurnar la espalda de su madre con el resto de las pimpinelas azules. Se preguntó si necesitaría más, si crecerían durante la noche, reemplazándose a sí mismas con la misma rapidez que los dientes de león; si al día siguiente volverían a recogerlas.

Cuando Amanieu hubo administrado la dosis final de emplasto sobre las nalgas de Bonne, Gully dijo:

– Ahora, frotad para que penetre. ¡Frotad! -Se había situado al otro lado del lecho, cerca del asiento de César en la ventana-. Hay algo más que hacen las pimpinelas azules -le confesó a éste-, o eso dicen. Veréis, no es algo que yo haría, pero es lo que me han dicho.

A César, ahora que Amanieu frotaba con sus manos el cuerpo de Bonne, le pareció que algo andaba mal. Estiró el cuello primero a un lado de Gully y luego al otro, para asegurarse de que no hubiese nada lujurioso en la acción que Amanieu imprimía a sus suaves y rítmicos masajes con yemas y palmas sobre los muslos de Bonne, sobre la parte posterior de sus muslos, tras las rodillas.

– ¿Qué decíais? -preguntó a Gully, distraído sin embargo por la escena del lecho.

– Las pimpinelas azules -explicó Gully- pueden generar la fuerza para hablar con los espíritus.

Los dementes ojos azules de César, que habían volado de derecha a izquierda para dirigir rápidas miradas a ambos lados de la oscilante y vieja cabeza de Gully, se deslizaron hasta una posición más centrada y se clavaron en los de ella. Hizo retroceder a su mente y su oído unos instantes atrás para captar lo que Gully había dicho.

– ¡Hablar con los espíritus! -exclamó-. ¿Esas pimpinelas azules? -Las observó-. ¡Y en ese cuenco!

Amanieu apartó a Gully de un empujón y volvió a Bonne de nuevo boca arriba sobre el lecho. Ahora era Flore quien le observaba como un halcón. ¡Si tan sólo tuviese un año más! Le había excitado al ascender la colina, pero ella era demasiado joven… Seguro que se volvería loco por Bonne, todos lo hacían. A través de la puerta, vio a Mosquito extraer agua del pozo, que se hallaba en el salón, justo sobre los escalones de la cocina. Inclinó la cabeza hacia él y se forzó a esbozar una leve y tensa sonrisa; se abalanzaría sobre él algún día, si tenía que hacerlo: había visto cómo rehusaba reaccionar con Bonne.

Justo cuando Flore se preguntaba si Amanieu iba a empezar a frotar el pecho de su madre, y a deslizar sus largos dedos en la parte interior de sus muslos; cuando Amanieu se daba cuenta de que, de pronto, se sentía indeciso acerca de si continuar en la parte delantera lo que con tanta maestría había comenzado en la trasera; y cuando César, en un solo movimiento, se incorporaba y arrancaba el mágico cuenco de Flore, Bonne despertó de su envenenado sueño.

Sus ojos dorados y felinos se clavaron en los negros, basálticos iris de Amanieu, y comprendieron el porqué de su rostro de comadreja. Los cerró e imprimió una frágil sonrisa en sus labios.

César se adelantó a empujones. Embadurnó a toda prisa su propia frente con los escasos restos del cuenco, situó su largo rostro de perro lobo ante el de Bonne y clavó en él, en previsión de un segundo despertar, una de sus más concentradas miradas. Si el emplasto de pimpinelas azules podía evocar la voz interior del espíritu, era entonces, más que nunca, cuando sería capaz de escuchar la respuesta del alma de Bonne a la suya.

Los ojos de Bonne se abrieron de nuevo. La mirada dorada vaciló ante la alarmante mirada azul. Su voz sonó clara, pero disminuida a una cuarta parte de su volumen normal.

– ¡Cristo! -exclamó-. ¿Todavía estoy viva?

Los ojos giraron en sus órbitas para buscar a Amanieu, al otro lado de la cama. Tendió una mano hacia él, pero fracasó en su intento y dejó caer el brazo; señalándole entonces en lugar de asirlo, dejó muy clara su decepción:

– ¡Me creía muerta, y en el infierno!

Tras eso, los que rodeaban el lecho permanecieron clavados donde estaban unos instantes, como si se hallaran en la primera fase de ser transformados en columnas de sal, o en roja piedra arenisca, o en cualquier cosa condenada a permanecer durante siglos en el mismo lugar. Mosquito, sin embargo, al ver la lengua vacilante recorrer los labios resecos y agrietados, acercó su balde a la cama y le ofreció a Bonne agua de un cucharón de hierro, y ella se durmió.

10

LUZ Y OSCURIDAD

Transcurrido un día completo, Bonne todavía dormía. Su piel se hallaba cercana al colorido habitual, la carne bajo ella, más plácida; respiraba profundamente. Incluso su belleza se estaba recobrando, pero todavía dormía.

Al día siguiente de la cura de pimpinelas azules, a la misma hora de la tarde en que había sido administrada el día antes y siendo por esa ocasión César y Gully de la misma opinión (concretamente, que Bonne se hallaba ahora sumida en el sueño del mismo modo en que uno queda atrapado en un mal hábito, como el de beber), la sacaron de la cama y la hicieron reanudar, en la medida de lo posible, el diario gobierno de la casa.

Su idea era la siguiente: que Bonne era de naturaleza imperiosa, y mientras, yaciendo dormido, uno puede percibir lo sucedido en un lecho o una alcoba, siempre que cuenten con cierta historia; no es posible sentarse para siempre en medio de las tareas del hogar, con los ojos cerrados y estar en otra parte, y experimentar una sensación de gobierno.

Por consiguiente, César llamó a Vigorce, y éste llamó a Solomón y Mosquito (pues Jesús se hallaba ausente en su misión), y además de ellos estaba Amanieu, por no mencionar a la anciana y a la niña, y los siete juntos desde las sombras arrastraron la gran mesa (el amplio tablero de madera de olmo tan grueso como ancha es la mano de un hombre) hasta un lugar cercano a la puerta principal, de modo que el sol se derramara sobre uno de sus extremos mientras el otro reposaba en el fresco rincón del salón en que se hundía el pozo. Junto al manantial, pues, entre el umbral exterior y la escalera que descendía hacia la cocina, podría decirse que en los mismísimos goznes de la casa, Bonne fue depositada, aletargada, sobre la mesa.

De pronto, cuando Bonne fue instalada, semiincorporada, sobre un montón de almohadas y cojines, y Gully hubo lavado el rostro de su señora con agua caliente y un poco de vinagre para marcharse después a la cocina; y el vestido de seda amarilla, que constituía la más preciada posesión de Bonne (a excepción quizá de sus pájaros persas de esmalte), se hubo extendido junto a su dormida figura; y Flore se hubo arrodillado junto a ella en la mesa y le hubo cepillado el cabello, del cual cayeron varios aguijones y una abeja muerta, para después, alterada y desorientada y sin contar para sí con una cocina, desvanecerse en uno de los negros rincones desparramados a diestro y siniestro por la casa; después de que todo eso se hiciera, aquellos que quedaron se vieron presas del mal humor.

La charla natural en esos momentos de compartida y ansiosa actividad se extinguió, y nada la sustituyó; Solomón y Mosquito salieron. Los hombres que quedaban en la estancia se habían encerrado en sí mismos, cada uno de ellos fundido en una pose que decía mucho acerca de su carácter y de su relación con la esposa de César.

Vigorce estaba sentado en el peldaño con la espalda contra la jamba y las piernas estiradas a lo largo del umbral. La mayoría de las moscas que entraban y salían de la casa se detenían para dirigirse a él, y la irritación que ello le causaba le hacía volverse a sentir tremendamente infeliz. Los músculos de sus hombros crujían de ira. Desde donde se hallaba sentado, alzaba la mirada hacia los demás.

Amanieu estaba sentado en el borde del pozo, impregnándose de un frío insalubre en los riñones, plantado junto a Bonne cual consorte usurpador en un trono coevo, y como ella, de cara al otro extremo de la mesa pero con los ojos abiertos en la penumbra y bizqueando hacia la luz. En su mente, Flore caminaba.

César se erguía al pie de la mesa, muy tieso para ser él: levemente inclinado hacia atrás en el centro y hacia adelante en la parte superior. Su figura brillaba, resplandecía de forma caprichosa bajo el sol de la tarde, incluso el cabello de color cañizo veteado de gris. Miraba fijamente desde la lluvia de luz que le rociaba hacia las sombras, donde la auténtica y dorada belleza de Bonne lanzaba destellos a través de su oscuridad y sus sueños. Tan absorto en sí mismo como un dios de la antigua mitología, o un bufón de cualquier época, Cesar compartía también con ellos sus dotes para lo histriónico. En su caso, sin embargo, se trataba de un don inconstante, que iba y venía, de modo que a veces confundía lo imaginario con los hechos: al tratar de ser teatral cuando Apolo no se hallaba en él, adoptaba su pose y esperaba a que fluyera la elocuencia, sólo para escuchar, atónito, cómo goteaba el silencio. Eso le ocurría ahora, y era la fuerza de su muda estupefacción la que provocaba el silencio general, como un duro pero ineludible artículo de fe, sobre todos los que habrían podido oírle.

Y allí estaba, sobre el lugar que había elegido, enjaulado en esplendor, aislado en un deslumbrante charco de sol, enmudecido y fútil. La luz del sol le oprimía desde el exterior y el silencio presionaba desde su interior. Reaccionaba como el hueso de una aceituna sujeto entre el índice y el pulgar. Durante un embelesado instante, como si su alma se hubiera elevado en el cielo, bajó la mirada hacia sí mismo y vio a un hombre que, desde el esplendor, observaba a una mujer oculta en la penumbra. Vio a un hombre siempre al borde de danzar en la luz pero transformado, por una mirada de Medusa, en pétrea y ciega estatua.

Mosquito regresó a extraer agua para los caballos. A través del umbral se desparramaban las piernas de su capitán, olvidadas de su dueño que permanecía en trance. Sus hombres estaban acostumbrados a que cayera en la catalepsia ante su señora, pero a Mosquito le pareció que, con Bonne sumida en trance por su propia cuenta, en esa ocasión Vigorce se había excedido. Una segunda mirada, sin embargo, le reveló que los ojos del capitán no estaban clavados en la señora, sino en su señor. Se alzaban fijos en aquel ser iluminado con la opaca mirada del que ha visto un fantasma; su enfoque era también inexacto, como si creyeran que una parte de César pudiera hallarse en lo alto, entre las vigas. Las moscas revoloteaban y zumbaban en torno a la enorme cabeza del capitán sin que éste les prestara atención.

Mosquito no era enano, pero no era más alto que un niño y sus proporciones eran las de un niño. Flemático y con los pies en tierra (debido, opinaba Solomón, a que su cerebro se hallaba cerca del suelo), dejaba que la gente se excitara, y que los cataclismos estremecieran el planeta, sin molestarse en responder con sus propias emociones. Tenía una sola obsesión: mantener en torno a sí el mismo espacio que le correspondía a un hombre de envergadura normal. Los arrobamientos y morbosas pasiones que bullían en el aire de ese lugar no provocaban en él más que irritación o asombro. No era ni amigo ni oponente, y no se hallaba infectado por ninguno de ellos.

Permitió ahora que su cabeza precediera al resto de su cuerpo a través del umbral, y se percató de que César se hallaba en éxtasis. Se le ocurrió que toda la estancia podría muy bien ser escenario de un milagro o de la magia, y escudriñó el rincón del pozo. Sus pupilas estaban contraídas por la luz del día y al principio apenas fue capaz de divisar a la señora; pero allí estaba, aún dormida. Mantuvo quieta la cabeza y desvió los ojos hacia el visitante. Se sintió penetrado por una mirada tan veloz y tan fría como un pez. Si se había producido un milagro, no había alcanzado aquel extremo de la mesa. Mosquito parpadeó y alzó la vista al techo, donde no encontró nada que explicara el desenfocado modo en que su capitán miraba a César. Había, a buen seguro, algo definitivo que contemplar allá arriba, algo fácil de describir, podría decirse que un vacilante resplandor en las vigas; pero el terrenal escalofrío que le habían provocado los ojos de Amanieu, la seguridad con que traslucían esos indescriptibles misterios que yacen insondables en lo más hondo de los hombres simples y ordinarios, había predispuesto a Mosquito en contra de lo milagroso y lo mágico. Consideró, por tanto, que el resplandor en las vigas no era más que un fragmento de luz arrojado allí, cual hoja dejada por un viento pasajero. Y aun así, pasó por encima de las tendidas piernas de Vigorce casi como si el capitán fuese un tronco en un bosque encantado; se las ingenió para pasar entre la jamba y César sin tocar a éste (de modo muy similar a como lo habría hecho de haber sido su señor transformado en árbol por un hechizo), y anduvo discretamente hacia el pozo, donde hizo bajar el cubo desde una posición lo más alejada posible de Amanieu, como si este último hubiese sido un espécimen real y natural de hiedra venenosa, o una gigante e irritante apiácea. El nivel del pozo estaba bajo, ya tan avanzado el verano, y al cubo le llevó cierto tiempo alcanzar el agua. Durante el descenso, Mosquito empezó a temblar, y supo que se hallaba bajo la gélida mirada del extraño. Cuando el cubo estaba subiendo, Amanieu habló.

– Estáis habituado a esto -dijo.

Mosquito izó el cubo hasta arriba.

– Lo hago cada día -respondió.

– No me refería a eso -replicó Amanieu.

Mosquito tiró del cubo hasta colocarlo en el borde del pozo.

– ¡Ah! -exclamó.

El temblor pasó, de modo que dirigió una rápida ojeada al interrogador. Aquel misterioso joven estaba esbozando una sonrisa amistosa. A pesar de la sensación que Mosquito tenia sobre el visitante (que no se trataba de un hombre como los demás sino de una criatura hecha con tierra excavada de profundas y espantosas fosas, en cuyos fondos humeaba el azufre); pese al rostro de comadreja y los ojos de reptil, Mosquito sintió que en ese momento su propio espíritu honrado y humano respondía a un vestigio de calidez. Por tanto, preguntó:

– ¿Qué queréis decir exactamente?

Amanieu indicó a Bonne, tras él, en el extremo de la mesa, y las dos figuras inmóviles cerca de la puerta.

– Quiero decir que estar aquí es como observar los sueños de otro, y que a hacerlo a estas alturas vos estáis acostumbrado.

Mosquito se dirigió al interior de la cocina y vació el cubo en un canalón de madera fijado a la pared que atravesaba el cobertizo hasta el abrevadero. En la lejanía, como si procediera del otro extremo del canalón, se oyó un sonido parecido a un débil grito. Mosquito escuchó, pero no volvió a oírlo.

Se le ocurrió algo, y se lo expuso al extraño.

– Si contemplar a esos tres -indicó con la cabeza a Bonne y los dos hombres- es como contemplar los sueños de otro, ¿de quién se supone que es ese sueño? No pueden compartir el mismo sueño. No pueden tener los mismos sueños que los otros.

– ¿Acaso es eso cierto? -preguntó Amanieu, muy afectado-. Quizá sea cierto. En cualquier caso, ¿no tenéis la sensación de que sueñan un solo sueño, y de que vos vivís en él junto con ellos?

A Mosquito no le agradó semejante idea.

– Yo no sueño mucho -dijo-, pero mis sueños me pertenecen.

Amanieu se sintió molesto.

– ¿A quién le importan vuestros sueños? -espetó-. La cuestión radica en los sueños de vuestros señores. Quizás el señor tenga un sueño que incluya a la señora, y quizás ella tenga uno que le incluya a él, y quizás, en ocasiones, ella en el sueño del señor, y él en el de la señora, se encuentren. ¿Qué opináis de eso?

Mosquito se concedió tiempo para considerarlo mientras estudiaba las dos figuras del acertijo del extraño. Por fin, respondió:

– Creo que los sueños y la locura, si uno los vive, son lo mismo. ¿Puede uno soñar lo suficiente como para compartir la locura de otro?

– ¿Qué? -exclamó Amanieu-. ¡Vaya idea!

– ¿Qué es lo que he dicho?

– ¡Decidlo de nuevo!

Mosquito descubrió que había olvidado lo que había dicho.

– Decidme qué era -pidió.

– Será mejor que os vayáis sin saberlo -respondió Amanieu-, No os lo diré. Llenad vuestro cubo.

Amanieu ya tenía su respuesta, y se paseó por la estancia, por los rincones oscuros y los iluminados, apareciendo y desapareciendo. Se plantó enfrente de la mesa, equidistante de Bonne y César, y en el límite entre la luz del sol y la penumbra. Estudió sus formas inanimadas. Bonne seguía durmiendo, al parecer reposando debidamente, dorada y hermosa en la negrura. César, en cambio, parecía haberse venido abajo, como si el ataque de mística demencia que sufría hubiera seguido su curso y estuviera a punto de afectarle la fatiga de la relajación. Amanieu dio otra vuelta por la estancia (y se percató, al pasar, de que Vigorce aún estaba sentado en el umbral y miraba con estupefacción a su maestro), que concluyó sentándose, una vez más, sobre el parapeto del pozo. Mosquito vertió otro balde de agua en el canalón y de nuevo, al cabo de unos instantes, oyó aquel sonido similar a un débil gemido. Decidió que debía de tratarse de algún engañoso efecto del agua al caer y devolvió el cubo al pozo.

En aquel momento, empezó a oírse un alboroto en el exterior de la casa, pero no era aún tan intenso como para que no fuese audible un profundo suspiro de César, quien, descendiendo de su elevado estado hasta el duro suelo de los hechos físicos, se tambaleó como si hubiera permanecido largo tiempo en el mar, para luego sentarse desmadejado en el extremo de la mesa.

Vigorce, hechizado hasta entonces por la exaltación visionaria de César, se vio al concluir ésta liberado de tal esclavitud. No se precipitó a reanudar sus obligaciones como capitán de la guarnición, sino que permaneció sentado unos instantes, perdido en sus pensamientos, esbozando una expresión de asombro y agitando la cabeza para aclararla, como un perro con úlceras en las orejas. El ruido de muchas voces crecía insistentemente y, deteniéndose tan sólo para verter un último balde en el canalón, Mosquito siguió a Amanieu hacia la puerta.

El capitán todavía tenía las piernas estiradas a través del umbral, y sobre ellas, justo cuando Vigorce alzaba la vista y parecía a punto de ponerse en pie, cayó de bruces Solomón el judío, cuya vida manaba de una docena de profundos tajos y heridas.

– Quieren a su fraile -dijo, y murió.

11

LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS

– ¡El fraile! -Vigorce se golpeó la cabeza con una mano-. ¡El cura! ¡Le dejé en el abrevadero! -Alzó la vista hacia Mosquito-. ¿No le habéis visto? ¿Es que no habéis dado de beber a los caballos?

– ¿De qué demonios estáis hablando? -exclamó Mosquito-. ¡Mirad ahí afuera!

Una muchedumbre de campesinos, blandiendo guadañas y podaderas sobre sus cabezas, y con cuchillos y hoces en las manos, se dirigía hacia ellos. La muchedumbre aminoraba el paso a medida que se aproximaba.

– De cualquier forma -Mosquito se sintió impelido a explicar con urgencia a Vigorce-, por las mañanas doy de beber a los caballos desde la cuba.

– Por supuesto -respondió Vigorce-. Por supuesto que lo hacéis. Pues el cura ha pasado la noche en el abrevadero. -Poco a poco empezó a reír-. ¡Ha dormido precisamente en el abrevadero! -exclamó, y ante semejante ironía su risa derivó en ataque, y se golpeó la rodilla con un puño; pero no se trataba de su rodilla, sino del cuerpo de Solomón, y el puño cayó sobre un revoltijo de sangre y vísceras con un terrible sonido. Cuando tan espantoso hecho sucedió, la risa del capitán todavía ascendía, y se trataba de uno de esos exuberantes accesos fuera de control que, al igual que una piedra lanzada al aire, no cae al suelo hasta haberse alzado primero hasta su apogeo. Vigorce se vio impulsado a reír más y más en el mismísimo instante en que la impresión hacía mella en él, la de que el cuerpo masacrado de Solomón yacía en su regazo, y en el momento en que comprendió que todo ese rato allí sentado, por alguna extraña dispensa de su mente mientras bromeaba y reía, había estado inmerso en un mar de sangre de otro hombre. La sangre caliente le empapaba las ropas, le humeaba en las manos, y cuando por fin se las ingenió para ponerse en pie (librándose del cuerpo de Solomón, dejándolo rodar desde sus rodillas a medida que se incorporaba), tenía toda la parte delantera teñida de sangre. La risa alcanzó su cima y empezó a ceder. Vigorce tanteó su cuerpo con las manos.

– Oh -exclamó-, está sangrando como un cerdo. -Fue todo lo que sus alteradas facultades fueron capaces de urdir a modo de lamento. Por el tono de su voz podría decirse que su intención era de condolencia, pero fue consciente también de que no era una comparación apropiada para un judío, y de que fuera cual fuese el insulto que le hubieran ahorrado a Solomón al matarle, le había sido ahora infligido por su amigo. Volvió a reír, pero no fue gran cosa; se había convertido en una risilla estúpida. Dio unos pasos para apartarse del umbral y del cuerpo, acercándose a la muchedumbre, y allí se detuvo.

– ¡Bueno! -exclamó Amanieu, como si se tratara de un juramento-. ¿Hay algún arma en esta casa?

El número de campesinos rondaba los cuarenta. Había varias mujeres, y las armas empapadas de la sangre de Solomón se hallaban distribuidas sin distinción de sexo. Amanieu se dijo que eran bien desagradables: los clásicos garfios y cuchillas de carnicero, algunos sujetos con palos, que constituían las armas inevitables de los siervos amotinados. Amanieu tenía su larga daga en la mano.

– Dadme ese alfanje -le dijo Mosquito-. Tomad la espada del señor. No creo que él vaya a utilizarla.

La espada era larga, pero Amanieu sabía que le haría tan buen servicio como si fuera san Miguel.

– Bueno -volvió a decir.

– Estas también son de mi padre -y ahí estaba Flore con dos cortas lanzas, armas que gozaban de gran popularidad en la Gascuña. Miró a Amanieu con un brillo tal en los ojos que la mente de éste se detuvo por un instante-. Mosquito tiene razón -continuó-. Padre no estará dispuesto… Todavía seguirá misterioso un ratito más.

– Buscad algún agujero seguro -le dijo Amanieu-. ¡Quitaos de en medio!

– No -respondió ella-. Veré qué sucede.

César intervino en ese momento, por así decirlo. Se irguió hasta su completa estatura, extendió los brazos como un hombre al despertar y miró a través de la puerta.

– ¡Mi gente! -exclamó con una complacida sonrisa, levantó a su atónita hija asiéndola de la cintura y pasó por encima del desastre de la entrada evitando, en apariencia por un afortunado accidente, todo lo que había vertido el cuerpo de Solomón y que podría haberle ensuciado los pies. Dejó a Flore en el suelo y, apoyando una mano en su hombro, la instó a adelantarse con él hasta hallarse junto a Vigorce (que hedía a sangre y emitía, ocasionalmente, una risita quebrada) y observó a los campesinos desde tan cerca que era posible discernir el color de sus ojos.

A Flore, César le dijo:

– Apartaos un par de pasos. Vigorce apesta y, además, está farfullando. -Cuando se hubieron situado a cierta distancia del desdichado capitán, César habló de nuevo-: Ahí está esa vieja cabrera. ¿Cómo llegó a hacerse con mi sombrero español? Se lo pregunté a la cara, pero no le saqué nada. Es una vieja bruja inflexible.

– ¡Lleva una guadaña! ¡Una guadaña! Va a segar mis pobres piernas. -Flore se estremeció desde las plantas de los pies hasta los hombros-. ¿Para qué nos habéis traído aquí fuera?

César rió, algo que podía hacer a voluntad; le parecía un don estúpido, y tal opinión se vio confirmada por el desquiciado cacareo de apoyo que estalló a su izquierda, pues así de exacto le pareció aquel eco.

– Suena como el graznido de un cuervo -parloteó para que el coraje no decayera-. ¿Qué creéis que significa, niña mía, eso de que haya cuervos dementes a nuestra izquierda? ¿Qué clase de presagio es ése? -Los dedos sobre el hombro de Flore presionaron con fuerza; la intención era amigable y arrepentida, pero el dolor resultó irritante-. Ya está hecho -prosiguió César-, Ya he hecho que nos metamos en esto.

El ser entero de Flore temblaba ahora, y su pie izquierdo había empezado a patear el suelo por voluntad propia.

– ¡Presagios! -exclamó-. ¡Pre… presagios! ¿Qué sé yo sobre e… eso? Soy una inculta, ¿no es así? -César esbozó una mueca al oír eso; era un tema delicado-. Mi madre es culta; yo no, sin embargo. ¡Oh, no! ¡Mirad esto! -De pronto gritaba-. ¡Miradnos! ¡Un lo… loco y una víctima para el sacrificio! -Tan contundente afirmación se ganó una mirada de admiración de su padre-. Pero no seré yo; ¡me vuelvo a la casa! -Pero no se movió; lamentablemente, no pudo moverse-. ¡Esto es justo lo que cabía esperar de vivir aquí! ¡Precisamente lo que cabía esperar! ¡La vida aquí es vil, con vos y con ella, vil! ¡Me marcho! ¡Me marcharé mañana! ¡O pasado mañana!

– ¿Adónde iréis? No seáis estúpida. Las niñas de vuestra edad siempre dicen eso. -César recordó algo-. Y no deberíais hablar así de vuestra madre.

– ¡Por supuesto que me marcho! -gritó Flore-, De otro modo, ¡esa vieja me cortará en dos! -No entendía cómo conseguía sostenerse en pie-. ¿Por qué no vienen y nos cortan en pedazos?

César sonrió jovialmente hacia los rostros sedientos de sangre que tenía ante sí. Se sentía impresionado por el hecho de que Flore, en su histeria, hubiera combinado la solución a sus dos desdichas (la desgracia en su hogar y el miedo a ser rebanada en dos por la vieja bruja de la guadaña) en una sola: se marcharía al día siguiente, o al otro. Que su plan no tuviera sentido, cuando uno se enfrentaba a la inminencia de aquella vieja inflexible, no era relevante. Si Flore era capaz de arrojar de ese modo todas sus dificultades en un solo cuenco, y de hacer con ellas un caldo digestible, era más hombre de lo que lo era él. Su última pregunta también entrañaba una buena cuestión: ¿por qué no empezaban a rebanarles los campesinos?

– ¡Dejad de temblar! -le ordenó a la niña, y buscó algún cumplido con que demostrarle la nueva estima con que la veía-. Sí que sois culta -le dijo.

– ¡Maldita sea! -exclamó Flore, y le propinó una patada en la espinilla-. ¡Habladles!

– Siento de veras todo esto -se disculpó su padre-. Al ver a los siervos y salir a recibirlos, no tenía ni idea de que se hubieran sublevado. Debo de haber estado soñando despierto. No he visto al pobre Solomón hasta que he atravesado el umbral. ¡Pobre hombre! Cuando hay judíos en una heredad siempre los matan, si hay alguno a mano. Quizá no pretendan en absoluto cortarnos en pedazos.

– ¡Preguntádselo entonces! -dijo Flore, y tras esa sarcástica pulla se encontró sentada en el suelo. Su padre le había soltado el hombro y se acercaba aún más a los campesinos.

César no captó el sarcasmo y tomó el desdeñoso comentario como un ejemplo de aquel talento, que acababa de percibir en Flore, para responder a la vida de forma esmerada e irrelevante. El hecho de que sus soluciones no tuviesen sentido no implicaba necesariamente que debieran fracasar; César había vivido el tiempo suficiente para comprender eso. Por tanto, se adelantó para preguntar a aquellos hombres y mujeres, que blandían sus sangrientos garfios y hojas, qué los retenía. Una delicadeza natural, sin embargo, le impidió plantear la cuestión de tan cruda forma, de modo que simplemente preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– ¡Queremos a nuestro fraile! -Para su sorpresa, esas palabras vinieron de la vieja bruja inflexible.

– Ese es mi sombrero español -dijo César, y lo asió con la rapidez del rayo.

– ¡Quedaos con vuestro sombrero! -exclamó ella-. ¡Queremos a nuestro fraile!

César cogió el sombrero y se volvió hacia Flore.

– He recuperado mi sombrero -le dijo, para demostrarle que había obtenido algo.

Flore se mordisqueó una rodilla y le miró como a una figura en la lejanía.

– Queremos a nuestro fraile -repitió la anciana, y blandió la guadaña arriba y abajo, de forma que el hombre junto a ella recibió un tajo de la temible hoja que le partió media oreja.

– ¡Queremos a nuestro fraile! -exclamaron los campesinos-. ¡Dadnos a nuestro sacerdote!

Allí sentada, en el suelo y a la altura de las rodillas de los campesinos amotinados, Flore había detectado para entonces, en los rincones inferiores de la muchedumbre, a algunos de los mugrientos chiquillos con los que solía jugar (¡ya nunca más!) en la aldea.

– ¡Rosine! -gritó bajo los ciegos gruñidos de los siervos, quienes claramente seguirían pidiendo que les devolvieran al cura hasta que volviera a arderles la sangre, y se sintieran dispuestos a rebanarles como salchichas a ella y su familia-. ¡Rosine! ¡Rosine!

Rosine la oyó.

– ¡Sí! -exclamó en respuesta.

– ¡Rosine, el cura está en el abrevadero!

– ¿Dónde?

– ¡En el abrevadero!

Rosine soltó una risilla ante tales noticias, y Flore se tapó los ojos. A menudo había jugado con Rosine a que la ahorcaba, o a que la destripaba para luego hacer que la descuartizaran los caballos, e incluso entonces había tenido que intimidarla para impedir sus risillas y que se burlara de los procedimientos. ¡Cómo deseaba, ahora, haber jugado con mayor realismo! En ese punto, por fortuna, la madre de Rosine, una mujer gorda compuesta enteramente de calabazas, la sacudió con furia, justo como solía hacerlo Flore, y le preguntó por qué reía. La respuesta no se hizo esperar.

– ¡El sacerdote está en el abrevadero! -bramó la mujer hecha de calabazas al oírle, y su voz fue como la de Dido lamentándose por Eneas-. ¡Han metido al sacerdote en el abrevadero!

Durante unos instantes todo el mundo exclamó que el cura estaba en el abrevadero, pero el tono general fue de sospecha e incredulidad, y no hubo movimiento alguno para rescatar al cura. Al observar a aquellos cascarrabias, César se acordó de la cabeza baja y la amenazadora mirada con que un buey le dice a uno que no caerá en la trampa aceptando el yugo. Se dijo que la imagen era bastante válida.

– ¡Ahí lo tenéis! -dijo-. El cura está en el abrevadero. No os quedéis ahí mirando… ¡id y sacadle de allí! -Al descubrir que tenía el sombrero español en la mano, se lo encasquetó como si todo estuviese solucionado, cruzó los brazos, frunció el entrecejo mirándose los pies y tamborileó con los dedos de las manos sobre los brazos. Se le veía despótico e impaciente; de hecho, había olvidado qué era lo que deseaba hacer, y trataba de recordar dónde se hallaba su vida antes de que la turbulencia estallara.

– Flore -chilló Rosine entre los inquietos pies de la muchedumbre, que había comenzado a desplazarse a causa de la incertidumbre de la situación-. ¡Flore! ¿Qué quieres decir? ¿En qué abrevadero?

– El de la parte trasera -exclamó Flore entre el polvo que se levantaba-. En el prado de los establos.

– ¡A la parte trasera! ¡A la parte trasera! -bramó casi instantáneamente la mujer hecha de calabazas, y guió al elemento principal del eclesiástico grupo hacia la parte trasera de la casa.

– ¡Salvemos al sacerdote! -gritaban cuando desaparecieron de la vista. Entre los pocos que quedaron se hallaba la anciana de la guadaña. Miró fijamente a Flore, sentada en el suelo.

Flore se había internado ahora en un vacío de percepciones en el cual no era consciente del miedo. Devolvió la mirada de la cabrera, se levantó y se sacudió el vestido.

– Bueno, querida -dijo la voz de Amanieu-. Reconoceréis a la niña en otra ocasión. -Se dirigía a la anciana.

– No -respondió ésta-. Soy ciega. Pero os reconoceré a vos.

– Os creo -dijo él-. Tenéis ese don. Os dolerán los dedos de los pies cuando yo esté cerca. -Estudió su rostro-. No parecéis ciega.

– Dicen que resulta difícil mirarme -respondió con orgullo la mujer. Sus ojos ciegos se movieron de Amanieu hasta Flore, que ahora se hallaba en pie junto a él y escuchaba atentamente esa rápida e íntima conversación entre dos personas que, según todas las apariencias, eran enemigos.

Se produjo un breve silencio entre ellos. Flore vio que ambos la contemplaban y se ruborizó mientras miraba con recelo los ojos severos y ciegos de la vieja. Amanieu volvió a hablarle a la mujer:

– ¿Aún podéis segar, ciega como estáis? -le preguntó-. ¿Es por eso que conserváis la guadaña?

– Sí -respondió-, porque puedo segar un campo, y porque la guadaña me pertenece. -La alzó con esfuerzo. Flore vio que la sangre de la oreja del hombre se había secado en la hoja-. Debo volver con mis cabras -dijo, y se dirigió a Flore-: Podría haberte encontrado. He olido tu miedo.

– Volved con vuestras cabras -respondió Flore, y se alejó. Descubrió, de inmediato, que era espectadora de una comunión muy diferente de aquélla entre la anciana y Amanieu. Vigorce, repugnante y apestando obscenamente a la sangre rancia de Solomón por todas partes, estaba sentado en el suelo y parloteaba. Frente a él, con su cabeza no muy por encima de la del capitán, se hallaba de pie Mosquito. Flore vio que el hombrecillo daba un paso adelante y retrocedía de inmediato, y se golpeaba los costados con los puños presa del desespero.

– ¿Qué os sucede, Mosquito? -le preguntó.

– No puedo tocarle -respondió éste-. Si sigue así, se volverá loco. Hay que limpiarle, pero no puedo hacerlo.

– Ya parece loco. Aun así, hay que limpiarle -repu- so Flore.

– Quizá no sea permanente -dijo Mosquito.

Los pocos campesinos que quedaban habían apartado educadamente las armas de la vista. Ya no quedaba ira en ellos. Flore vio regresar a unos cuantos a la aldea, y allí estaba Amanieu (así se pudriera) en plena despedida de la anciana en la torre de entrada. ¿Dónde estaba su padre? No importaba.

– Vosotras dos -dijo-, ¡venid aquí! -Ordenó a dos mujeres que se acercaran como si hubiese sido su madre, y lo hicieron-. Llevaos al capitán al río y dadle un baño. Mosquito, conseguidle algo que ponerse cuando esté limpio. Es vuestro deber tener prendas sueltas de recambio, y si Solomón ha dejado alguna le irá bastante bien. Haced que traigan de vuelta las ropas que lleva ahora: las enterraremos junto a Solomón. -Mosquito corrió hacia la nueva torre del homenaje en que vivían él y sus camaradas.

Las dos mujeres hicieron ponerse en pie a Vigorce.

– ¡Toda esta sangre! -exclamó una de ellas reprendiéndole con dulzura, como reprendiendo a un niño.

– ¡Vaya! -le dijo la segunda desde el otro lado-. ¡Deberíais oíros, jovencito! Parloteáis y parloteáis, y no decís nada.

– La sangre de mi amigo -dijo Vigorce, de pronto coherente.

– Aun así, a vos no os hace ningún bien, ¿no os parece?

– ¡No! -respondió él gritando, y lloriqueó-: ¡No me hace ningún bien!

– Vamos -dijo la segunda mujer-. Deberíais ser menos duro con vos mismo. Después de todo, era un judío.

– Eso es cierto -observó su compañera-. Pensad en ello: después de todo, era un judío.

En lo más hondo de Vigorce, como atrapada en las ruinas de un alto edificio; como aprisionada bajo las vigas y la mampostería cuyo derrumbamiento había unido pisos enteros de estancias, y comprimido los pasillos que discurrían entre ellas, o por encima y debajo de unas y otras, en un solo montón de escombros; como si la hubiesen enterrado viva bajo los enmarañados restos de lo que tan sólo una hora antes había sido la familiar vivienda en que habitaba, la cordura de Vigorce encontró una voz y en pos de ella buscó una salida.

– Un judío -dijo-. Sí, lo era, ¿no es así? Después de todo, ¡era un judío!

Flore les observó descender el sendero hacia el puente, mientras ellas susurraban palabras amables en los oídos del capitán.

12

SABOR A SAL

La voz de Bonne (¡la voz de Bonne!) resonó por toda la casa.

– ¡Gully! -decía-. ¡Limpiad el umbral!

Flore hizo ademán de acercarse a ella y al mismo tiempo retrocedió; pareció que se dispusiera a esperar a su madre.

– ¿Qué me ha sucedido? -preguntó exigente Bonne-. Gully no quiere decírmelo.

Flore le contó lo de las abejas; lo de las pimpinelas azules y su aplicación por parte de Gully y el visitante de la casa; lo del misterio de Vigorce acomodando al cura en el abrevadero, y lo del asesinato de Solomón a manos de los siervos.

– Las abejas, ¿eh? -dijo Bonne, no muy preocupada por el resto-. Mueren cuando pierden el aguijón; la mayoría estarán muertas. Me pregunto cuántas quedarán y qué habrá sido de la reina, ¿me habrá picado también? -Su cabello, que resplandecía oscuro en la casa, ardía con rubicunda llama cuando el sol se posaba en él, pero sus ojos eran dorados en cualquier situación.

Estaba tan encantadora como el alba de aquella mañana, pues el largo sueño no había apagado su belleza, y se sentía como nueva al descubrir que había aceptado y sobrevivido al sacrificio de un millar de abejas-. Lo más apropiado habrá sido que la reina permaneciera en la colmena -prosiguió-. No habrá salido a picarme. Ahora no tendrá suficientes abejas para atenderla, ¡y ése será su fin! -Esbozó su recobrada sonrisa-. ¡Una hecatombe de abejas sólo por mi causa! -Ahora rió, algo tímida-. ¡Tú no sabes qué es una hecatombe, pobre Flore!

La hija, que aquella mañana había mirado al caos a la cara y todavía vivía, se opuso por fin al vergonzoso hábito de la madre que se burlaba de la ignorancia de una niña a la que había privado de educación.

– Sabía que debía esperar algo así cuando habéis reído -declaró, poniéndose a prueba.

– ¡Grosera! -le espetó Bonne. Sus grandes ojos brillaban: era un lince al que acababan de tirar de la cola.

– ¡Padre me ha dicho que sí soy culta! -dijo Flore con gallardía.

– ¿Qué? ¿Mientras yo dormía? ¿Que te has vuelto sabia e instruida mientras dormía? -se burló Bonne mirándola con altivez, atenuando su arrogancia.

Flore reconsideró los acontecimientos del período al que aludía su madre y asintió.

– Sí mientras dormíais -repuso. Fue consciente de que no sabía a qué se refería, pero sí sabía que lo decía en serio.

Y también lo supo Bonne, quien cambió inmediatamente de tema.

– No se me ocurre cómo hará la pobre Gully para arreglárselas con el cuerpo del judío. Se deshará en pedazos en cuanto lo toquen. Pero bueno, ¿dónde está todo el mundo? ¿Dónde está tu padre?

Flore miró en torno a sí y vio que estaban prácticamente solas en el patio. Vio a su padre en lo alto de la torre del homenaje, pero le dejó estar.

– Si de mí dependiera -dijo-, envolvería a Solomón en un montón de paja y con un par de sacos de maíz, lo ataría todo con una vieja soga y le descargaría en la sombra. Le enterraremos mañana, y entonces recuperaremos la cuerda.

Bonne se tomó esas prácticas propuestas como una enmienda, como la reanudación de unas relaciones disciplinadas tras la demostración de despecho de Flore. Se volvió y se dirigió a la casa, un acto que llevaba implícita la presuposición de que la niña la seguiría.

Flore echó una ojeada a Gully, quien, roja hasta los codos, empezaba a lidiar con el desastre del umbral, y corrió con alas en los pies hacia la torre de entrada, hacia el exterior, hacia sí misma.

César el alto miraba hacia abajo desde la torre.

Vio salir corriendo a su hija. Huía con la pasión de un pájaro liberado de su jaula, y sintió brotar el gozo de Flore en su interior, donde hizo que el corazón se le alzara entre los hombros. Sus manos se movieron levemente en respuesta, pero no se esforzó en hacer gesto alguno, como el amplio y favorable estiramiento de los miembros que el aire interminable de allá arriba trataba de obtener de él; pues sabía que el aire ansiaba arrojarle del parapeto, y cuando hubiera hecho presa en él, persuadiría a su espíritu para salir al exterior. Ese día ya había estado más allá de sí mismo y todavía no había retornado por completo a la tierra. Fue porque aún sentía su espíritu volátil en su interior, todavía excitado por su ascenso a las vigas, y en la esperanza de poder satisfacer su repentino fervor por las alturas, por lo que había trepado hasta el techo de la torre del homenaje. No quería que su espíritu adquiriera el hábito de abandonarle y dejarle varado en la tierra.

Retrocedió y se situó a la distancia de un brazo del parapeto. Su objetivo era ahora mantenerse tranquilo durante un rato y cortar la excitación de raíz, hasta que su carnal esencia volviera a tener en sus garras a los más volátiles elixires de su ser. Así pues, aunque su sangre brincaba al ver que el corazón de Flore levantaba el vuelo y despertaba en el aire, se forzó a permanecer inmóvil.

El instinto le había revelado a Bonne de inmediato que su hija se había escabullido a sus espaldas, pero rehusó creerlo del todo hasta que oyó rechinar los dientes en su boca y sintió, en consecuencia, una punzada de dolor. Disciplinó a su desilusión, forzó a sus mandíbulas a relajarse, y ya se había vuelto en redondo para hacer volver a Flore, cuando en cambio se oyó a sí misma decir enojada:

– ¡Dejemos que esa mocosa se vaya! -Pero no lo dijo con convicción, tanto es así que miró y se inclinó en varias direcciones (o así le pareció al espectador) al mismo tiempo. El espectador era César, y la impresión que Bonne le causó (perpleja en su atavío de seda amarilla mientras el cabello cobrizo ondeaba en torno a su cabeza; anhelando salir en pos de la fugitiva pero clavada en donde estaba pese a sus insistentes propósitos) fue la de la llama de una vela abandonada de súbito por su polilla.

Durante cada instante que pendió allí suspendida e indecisa, Bonne fue consciente de César en lo alto de la torre. Su vigilante presencia le hacía sentir el peso de tal amenaza en la nuca que en su piel hormigueó el pánico, como si estuviera desnuda bajo un hacha que cayera. Se estremeció, de la clavícula para abajo y hasta lo más hondo de sí misma. Apartó a su rebelde hija de su mente y reunió sus fuerzas internas para enfrentarse a César.

Cuando Bonne se volvió, se encontró más cerca de la gran torre de lo que esperaba, de modo que ésta se erguía hacia el cielo sobre ella con repentina violencia. Retrocedió como alguien que se hubiera topado cara a cara con un gigante. No había sido tan cogida por sorpresa, sin embargo, como para pisarse el bajo de su vestido amarillo, pues lo levantó limpiamente del suelo, justo a tiempo de evitar rasgarlo, con el mismo frío asombro que le había permitido cruzar de un brinco el sangriento umbral de su casa (pese a acabar de emerger en aquel mismísimo instante de su sueño eterno sobre la mesa), sin que ni una gota de la sangre de Solomón se adhiriera a la encantadora seda que había recorrido un largo camino hasta ella desde la remota China.

Aquel fastidioso juego de piernas no le debía nada a la salud. No se trataba de un don atlético sino neurótico, y constituía una respuesta al hábito de César de llevar la mayoría de su vida en común en silencio. Era desde que habían llegado allí, o desde que el castillo había dejado de construirse, o, en cualquier caso, desde hacía muchísimo tiempo ya, que César había abandonado la costumbre de hablar con Bonne. En ocasiones se dirigía a ella, como lo hacía al resto del mundo, pero era como si el marido hubiese perdido la voz que utilizaba con la esposa. La ofrenda de su presencia se había hundido hasta la sumergida forma de largos silencios: se quedaba sentado, con actitud de entablar conversación, y permanecía en silencio. En ocasiones se suprimía a sí mismo con el silencio, y se tornaba inerte, impasible e invisible. Bonne podía estar sentada tranquilamente, o trabajando en la cocina, o fuera paseando, y comprender con un respingo que César se hallaba junto a ella, y había sido su secreto compañero desde no sabía cuándo. Era para enfrentarse a la impresión de aquellas abruptas materializaciones que sus pies habían aprendido a mantenerla erguida, por muy repentinamente que César pudiese aparecer ante su vista.

¡Otras veces había tal intensidad en aquellos silencios! Uno de los buenos duraba una hora o más, y transcurrido un rato Bonne reconocía que la intensidad de César irradiaba un aire no exactamente doméstico (no exactamente como el conyugal) sino de algo más elevado, como si fuera, aunque tampoco enteramente eso, religioso. Al final, experimentaba en su interior una emoción en parte personal y en parte teológica, y una reticente armonía prevalecía hasta que, a la larga, César acababa exhausto por cualquiera que fuese el esfuerzo que invertía en aquellas insatisfactorias entrevistas; y entonces partía, desilusionado una vez más.

Resultaba claro que había confiado en que pudieran conversar (se lo decía a sí misma en cada ocasión), y aun así, a cualquier cosa que ella ofrecía para su discusión, él no respondía nada, sino que la fulminaba con la mirada y se concentraba en oponerse a lo que decía; cualquiera hubiera dicho que esperaba aún a que ella hablase y fuera incapaz de escucharla mediante tan sólo el sonido de su voz. «Nos quedaremos sin huevos -decía-. Las gallinas están dejando de poner», y él fruncía el entrecejo hasta que Bonne concluía, para escucharla entonces más atentamente que nunca.

¿Qué podía significar que su marido se sentara junto a ella, bullente de mudos fervores para los cuales esperaba una respuesta? ¿Una silente respuesta? ¿Qué otra cosa podía hacer ella que corresponderle, o lo que era lo mismo, ser comprensiva y permanecer a su vez en silencio?

Hubo un día en que César casi obtuvo de ella lo que fuera que andaba buscando. Se había portado como una santa, sentándose diligentemente sin pronunciar palabra bajo el intenso silencio de él, sometida a sus esotéricas necesidades, cuando sintió que el alma le daba un respingo en el cuerpo. Vio que sus manos, una en la aguja y otra en el tambor, se tornaban pálidas, mientras la sangre de su rostro fluía de vuelta al corazón. Se estaba muriendo, se dijo, y por tanto miró a César.

Este se hallaba sentado como antes, pero había visto algo, o lo había sabido. Bonne estaba sentada sobre unos cojines en el suelo y César sobre ella, inclinándose desde su asiento en la ventana, reclinaba todo su cuerpo hacia ella como si de una oreja se tratase, del modo en que siempre aguardaba, deseando algo de ella con aquella fuerza apenas humana pero difícilmente espiritual; hurgando en ella en busca de aquella voz oculta e insustancial que (si es que la tenía) constituía un secreto para su lengua.

César no se movió en aquel momento en que supo que el alma de Bonne se había alterado en su interior.

Se quedó sin aliento e inmóvil; era el mismísimo corazón de una piedra, de tan inmóvil. Bonne pensó: «Mis ojos son dorados y mi cabello es como el sol. El me ha matado con ese silencio suyo, que ha hecho nuestro». Vio los huesos en los dedos que sostenían la aguja mientras todavía, pues tenía la mano alzada ante el rostro, miraba a César; y él aún no se movía.

Bonne vio al silencio ejercer en él su fuerza: anegaba la médula, fortalecía los tendones, calentaba la sangre. El aire entre ambos vibró. Bonne le observó debatirse entre prolongar o quebrar el silencio. El rostro de César se arreboló hasta el púrpura y las venillas resquebrajaron los ojos en torno a los brillantes iris color zafiro. Bonne vio a través de su mano con la misma claridad que si fuese agua. Estaba casi muerta ahora, más fría que la nieve. Cerró los ojos.

Cuando los abrió, él había empezado a moverse. Su cuerpo aún se inclinaba, encogido y encorvado, allí enfrente, pero le pareció como si hubiera saltado desde un risco y atravesara silbando el aire hacia ella. El rostro de César estaba contorsionado, las cejas arqueadas por la sorpresa, como si alguien le hubiera hundido un largo cuchillo en la espalda y lo retorciera contra su columna. El cuerpo permanecía erguido (sobreentiéndase que sin cesar de volar por el aire) y era una zarpa curvada para atacar. «¡Mi alma! -pensó Bonne-. ¿Se ha ido mi alma?»

Entonces, aunque el cuello y la garganta le temblaban como acariciadas por el hielo, los pechos de Bonne estaban henchidos de calor. La sangre debía de fluir de nuevo en sus labios, porque los sintió sonreír. Había una mancha roja en la yema de su dedo. Su voz habló, la voz habitual y familiar de Bonne:

– ¡Uy! -la oyó decir-, ¡me he pinchado!

César cayó al suelo entonces, desde lo alto de su precipicio.

Bonne permaneció de pie en el patio entre la vieja casa y la torre nueva e hizo que su memoria abandonara aquellos recuerdos. Podría muy bien ser que César se sintiera decepcionado al no hallar una voz imaginaria que esperaba captar en ella, alguna oculta belleza interior a la cual su propietaria era insensible, y que por tanto no merecía. ¿Acaso no suponía eso un insulto a su persona? ¿Acaso la Bonne que ella misma conocía no tenía valor alguno para César? ¿O era, por el contrario, que Bonne era tan delicada y atractiva, tan hermosa y buena, que él no podía contentarse con aquello y se había tornado avaricioso, un hombre que habiendo encontrado oro exige un metal mejor?

Bonne se apoyó contra la piedra de la gran torre. Echó la cabeza hacia atrás, miró hacia lo alto de la pared y vio un borrón de la cabeza y el sombrero de César entre ella y el resplandeciente cielo. Parecía más lejos de ella que del sol. Habló hacia aquellas alturas:

– ¡Loquísimo exaltado! -exclamó-, ¿Cómo es que te amo?

Una lágrima aterrizó en su mejilla y se le deslizó hasta la comisura de la boca. La lamió con la lengua y saboreó su gusto salado. Era de César.

13

CONFESIÓN

Flore, que todavía corría, se encontró con Amanieu en el puente. Se derrumbó contra el parapeto y sus pulmones se contrajeron tratando de recobrar el aliento. Amanieu permanecía en pie con las manos apoyadas en el extremo de una de las cortas jabalinas que Flore había encontrado para él y observaba fijamente la lejanía. Flore siguió su mirada. Creyó al principio que se centraba en la aldea, una comunidad cuyos hogares se desparramaban sobre una amplia extensión de terreno, cada uno con su propio pedazo de tierra. Para cuando Flore se recobró de su ataque de jadeos, Amanieu ni siquiera la había mirado, aunque ella ya había averiguado lo suficiente de él como para saber que habría oído la llegada de un ratón. Se arrimó pegada al parapeto para situarse más completamente en su campo de visión, y vio que sus ojos estaban distantes y recorrían de vuelta el camino que lo había llevado hasta allí desde las guerras.

Desde luego, apoyado allí sobre la lanza y con la espada de César a la espalda parecía un guerrero, se dijo Flore. Equiparó aquel pálido rostro y aquella rapada cabeza, ahuecada en los lados, con la inteligencia y el rápido ingenio que le diferenciaban de cualquier otra persona que hubiese conocido. Incluso cuando Amanieu se hallaba en silencio e inmóvil (como lo estaba ahora) la presteza vivía en sus ojos, aquellos ojos profundos, oscuros y evocadores; ojos vigilantes, desconfiados, calculadores. Le agradaba su franca asimetría (aunque no podía estar segura de qué lado era asimétrico), porque su aspecto de hombre a medio formar hacía que sus edades se acercaran. El escurridizo labio superior, siempre susurrando secretos para sí, le gustaba por los misterios que prometía. Además, como en ella todavía había algo de criatura, le agradaba Amanieu porque formaba parte de los sucesos de aquella jornada.

– ¿Qué veis? -le preguntó.

– ¿Debo decíroslo? -Hizo girar la lanza entre sus dedos de modo que se tornó casi invisible-. Veo a un caballero muerto bajo un árbol, con el escudo sobre el rostro.

– ¿Le han cortado en pedazos, como a Solomón? -quiso saber Flore.

Los ojos negros juguetearon sobre la niña, una bocanada del viento del norte que procedía en invierno de las montañas.

– No. -Amanieu hablaba con absoluta certeza-. No le han cortado en pedazos. Tiene un cuchillo en los sesos, clavado en la frente.

Flore consideró tal imagen por su cuenta, y sintió cierta pesadumbre. Y aun así sabía que lo que le estaban contando formaba parte de la jornada cotidiana de Amanieu, y que era importante no mostrarse escrupulosa. Adoptó una visión muy literal de la escena.

– ¿Significa eso que el escudo se apoya en la empuñadura del cuchillo? -preguntó.

Amanieu respondió con aire ausente, pero con gran minuciosidad en lo referente a los detalles.

– El escudo no se sostenía sobre la empuñadura de la daga, sino que resbalaba constantemente. Tuve que volverle la cabeza hacia un lado, pero ese golpe en lo alto del rostro requiere mucha fuerza, y el cuello se le había roto y costaba de girar. Aun así, conseguí por fin que una mejilla tocara el suelo, y apoyé el escudo sobre la otra.

Flore había estado pensando por su cuenta en el dilema de Amanieu.

– Supongo que la hoja fue clavada con rapidez -dijo.

– Sí -respondió Amanieu-. Qué sensible sois para ser tan pequeña -prosiguió-. Tendría que haberle abierto la cabeza para sacar el cuchillo, y esa clase de cosas lleva siempre demasiado tiempo cuando uno tiene prisa.

– ¿Por qué queríais dejar allí el escudo? -preguntó Flore, frunciendo el entrecejo ante aquello de «tan pequeña».

No hubo una respuesta inmediata.

– Los ojos no se cerraban -repuso por fin Amanieu- No quería que los buitres se le comieran sus bonitos ojos azules.

– ¡Ojos azules! -exclamó Flore-. Eso no es corriente por aquí. César, mi padre, tiene los ojos azules, pero está loco. -Al cabo de un instante añadió-: Bueno, pues las urracas se comerán los ojos azules de vuestro caballero muerto; se abren camino por cualquier parte.

Se hizo el silencio, durante el cual la mujer ciega salió de su casa, era la más cercana al puente, y aparentó completamente quedárseles mirando. Tres siervos se acercaban camino abajo para cruzar el puente; uno ocultaba un garfio tras una pierna y otro tenía sangre en los calzones. Cuando llegaron al extremo del puente se detuvieron. Miraron un poco a la niña, pero sobre todo al hombre. Flore alzó la mirada hacia Amanieu y vio que, con todas aquellas armas y sumido en la introspección, parecía la Muerte guardando el puente.

– Vamos -les instó-. No está pensando en vosotros.

Pasaron con rapidez, mientras el salvoconducto aún estaba fresco, y lo hicieron cerca de Flore, que lo había concedido. Ella apenas percibió que intervinieran en el asesinato de Solomón, y que podrían haberla matado a ella. Se hallaba incluso entonces en medio de una lección impartida por Amanieu, en la cual el asesinato parecía formar parte esencial de la vida. Cuando pasaban, miró a los ojos al hombre más cercano a ella, el hombre manchado de sangre.

– Os deseo buenas noches, Papoul -le dijo con educación.

En el rostro del hombre resplandeció una sonrisa, como si Flore le hubiese asegurado que los sucesos de aquel día no habían sido demasiado terribles.

– Buenas noches, señorita -contestó.

Los tres hombres siguieron su camino hacia la aldea. La mujer ciega volvió a su cabaña.

Amanieu había abandonado su actitud meditabunda y les observó marcharse.

– Lo de hoy ha sido más serio de lo que creéis -dijo-. Aún lo es.

Flore no entendió del todo tal afirmación, pero lo intentó.

– ¿Por eso aún vais tan armado? -aventuró.

El asintió, y de inmediato se tornó abstraído otra vez. Flore sabía, sin embargo, el porqué de esa actitud, y pensó detenidamente qué decirle.

– Es por los ojos azules del caballero muerto -le dijo.

– No se cerraban -convino él mansamente.

Esa sumisión por su parte dejó atónita a Flore, y empezó a experimentar un extraño deleite, que podría haberla hecho caer del puente de no haberlo dejado de lado por el momento.

– ¿Cómo le matasteis? -preguntó-. ¿Fue en una buena pelea?

– No, no -respondió él-. ¡Nada de eso! Le asesiné y le robé. Más o menos me pidió que lo hiciera. -Amanieu tomó asiento junto a ella-. Yo estaba dormido al borde del camino, hambriento, sin dinero, ataviado con una mezcla de harapos y de herrumbre. Oí caballos en mi sueño; aquel sueño era a medias un desvanecimiento, pues me moría de hambre. Ya habéis visto los caballos: uno de carga germano con sus posesiones en él, y otro de monta de bonita planta que llevaba a lomos a un guerrero fuerte y bien proporcionado. Era tan alto como tu padre, pero también fornido; un tipo fuerte y un absoluto estúpido, el peor estúpido con que me he topado jamás. -Amanieu golpeó el suelo con el extremo de la lanza dos o tres veces-. Me senté sobre una roca junto al camino, mastiqué un trozo de hierba, y miré en torno a mí. Era un caballero. Tenía todo lo que yo deseaba, podía verlo: tenía comida, bebida, ropas, dinero, armas y caballos. No esperaba hacerme con todo eso. Llevaba la mejor cota de malla que habréis visto jamás, una espada en el costado y una daga al cinto. Su hacha y su maza estaban sujetas al caballo que abría camino, y todo lo que se me ocurrió fue que intentaría soltar la maza una vez que hubiera pasado y haría lo que pudiese. No habría servido de mucho, de hecho; estaba demasiado débil como para derribarle con la maza, pero sabía que no podría arreglármelas con el hacha. Aun así, me quedé sentado en la roca y esperé.

»Se detuvo. Nos miramos el uno al otro. No teníamos saludos que intercambiar, y él me dijo (hablaba franco del norte y su acento era germano, pero yo ya sabía que era germano): "Hombre, me he perdido totalmente. Viajo según el sol. ¿Estoy lejos de la corte de Roger Trencavel, el noble vizconde de Béziers?". Supe de inmediato que era un inocente. Quizás hubiera vencido en una lucha justa, hombre a hombre: era tan poderoso como Hércules, y tenía un rostro grande y confiado, grandes dientes y una gran sonrisa. Era tan altivo como un árbol que se alzara junto a una seta, pero no sabía nada acerca de los hombres. "Deberíais esperar a vuestro séquito -le dije-. Es una negligencia viajar solo." "¡Bah! No tengo séquito -me respondió él-. Mi escudero me robó la bolsa de plata y salió corriendo." Al pensar en el escudero fugitivo pareció asombrado. "Ese hombre era de buena cuna -me dijo-. Había venido conmigo desde Hohenburg para ver a su gente. Su castillo está en Ax, en las montañas… ¿los Pirineos?" "Sí. En los Pirineos", le dije. "Bueno -prosiguió-. También tienen una casa en el mar, en Sète." "Sí. Sète está junto al mar -repuse-. Deben de ser una buena familia de salteadores de caminos en invierno, y de piratas de buena cuna en verano." Tenía que darle una pista de cómo era el mundo, antes de que lo dejara.

»Me miró, entonces, y estuvo al borde de la duda. Pensó en ello, pero se sentía demasiado cómodo en su propia vida como para asomarse al exterior y comprobar que llovía. Emitió una carcajada feliz; rió para olvidarse de su escudero y de la plata.

"No importa -me dijo-. Todavía tengo la bolsa del oro." "¡Ah! -exclamé yo-. Guardabais por separado la plata y el oro." Casi me desvanecí entonces. Comida y oro, a un par de minutos vista. Empezó a hacérseme la boca agua. "Sí. Los guardaba por separado -confesó-. ¿A que soy astuto?" Quería mi aprobación. Era el más absoluto maldito y condenado idiota que haya existido jamás. Quería agradar. A mí no me agradaba ni una pizca. Empecé a odiarle. Habíamos hablado demasiado y ya era tiempo de pasar a la acción.

»Me levanté y me rasqué la parte baja de la espalda, ocultando mi daga en la mano. No pensó nada malo de eso, de que mi mano desapareciera de la vista. -Amanieu suspiró, pero ¿quién podía decir ante qué aspecto del relato?-. Juraría que el caballo de guerra lo sabía, el que iba delante. Se aproximó hasta situarse al otro lado de mi amigo germano y me miró y empezó a piafar. Esa bestia estaba desperdiciada con aquel hombre. Me alegro de que ahora sea mía.

»"¿Es a Béziers a donde queréis ir? -le dije-. Béziers está a sólo…" y fui presa de convulsiones, gemí de dolor, me doblé en dos (para ocultar la mano) y me acuclillé ligeramente. Mi caballero me mira un instante y comprende que no me siento bien. "¿Qué sucede?", pregunta, y se inclina hacia mí. Enterré aquel cuchillo en su frente hasta la empuñadura. Nunca supo que había muerto. Por lo que él supo jamás, todavía se hallaba de camino hacia la corte de Béziers.

El relato había sido contado. El acto malvado había salido a la luz. Por mucho que pudiera reconsiderarlo cuando dispusiera de tiempo para pensar en ello, Flore sabía que no debía fallarle ahora.

– ¡No está mal! -exclamó-. ¡No está nada mal! ¡Un buen golpe en pleno cráneo! -En ese punto se permitió cierta concesión al temblor que pretendía poseerla por entero-. ¡Me alegro de no haber sido yo! -Hizo una pausa, pero Amanieu no dijo nada. Aparentemente esperaba algo más de ella. Pensó con rapidez y dijo-: No será un golpe fácil. ¿Cómo lo hacéis? -Le miró a la cara, allí sentado junto a ella en el muro de poca altura. Una sonrisa peculiar recorrió su boca hacia ella, pero no dijo nada-. ¡Mostrádmelo! -insistió-. ¡Mostrádmelo!

El se incorporó.

– Poneos de pie en el centro del puente -repuso-. No quiero que os caigáis abajo. -Desenvainó la espada y la apoyó contra el parapeto con la jabalina junto a ella-. Esta es su daga -dijo-. Miradla. -Asió el largo cuchillo del cinto, se lo tendió a ella y le dijo-: Tened cuidado, ¡está afilada como una navaja!

Flore estaba nerviosa. Quizá le tuviera miedo, pero cogió el arma que le tendía. La sostuvo por la empuñadura con las dos manos. La asió con una mano y sopesó la hoja en el otro antebrazo. El acero tenía una pátina negruzca y, más que frío, lo sintió húmedo contra la piel. Los cantos de la hoja discurrían en rectas líneas desde la empuñadura hasta la fina punta. Flore la tocó con un dedo y sangró, y se sintió más a gusto con el arma.

Amanieu recuperó la daga y le dio a cambio un pañuelo de seda que llevaba bajo el cuello.

– Cogedlo entre las dos manos, así de separadas (el ancho de una cabeza, ¿no era eso?), y ahora sujetadlo lo más arriba que podáis; un poco más hacia aquí. Bien. ¿Estáis bien equilibrada ahí? ¿En una postura bien firme? ¡No os mováis! ¡Quedaos quieta! ¡Como una estatua!

Flore sentía un nudo en la garganta y ahora ya no le importaba el juego. Deseaba cerrar los ojos, pero se negó a permitirlo. Estaba en una postura bien firme e inmóvil como una estatua, y se sentía perfectamente a salvo, pero deseaba estar sola, recorrer a solas la ladera de la montaña. ¿Dónde estaba su perro, Roland? Se llevaría con ella al perro. Amanieu permanecía de pie frente a ella. No parecía en absoluto agradable, ahora. Ni sus ojos parecían inteligentes. Uno de ellos estaba desmesuradamente abierto, como a punto de saltársele hacia ella, mientras el otro se entrecerró al mirarlo Flore, como si hubieran golpeado a Amanieu en aquel costado de la cabeza. En el fondo no parecía más que un niño estúpido, y para nada un asesino, o un ladrón o un soldado. ¡En unos instantes a Flore se le escaparía la risa! Amanieu también tenía el aspecto de un hombre de pocas luces.

El silbó entre dientes y caminó hacia Flore, hasta plantársele delante. El rostro de ella quedó ante la pechera de su camisa, en el vello de su pecho. Flore lo lamió, sólo para saborearlo, muy levemente con la punta de la lengua, de modo que él no lo notase. No tenía sabor alguno, pero le pareció que el olor de Amanieu no estaba nada mal.

– ¡Soltadlas! -exclamó él.

¿A qué se refería? ¡A las manos, por supuesto! Flore soltó la seda y Amanieu se apartó de ella con el pañuelo atravesado y envolviendo la mano que sostenía la daga.

– ¡No lo he visto! -exclamó ella-. ¡Ni lo he notado!

– Cierto. Tampoco lo hizo ojos azules.

– ¿Cuándo ha sucedido? ¿Después de que llegarais hasta mí?

– Antes… un lanzamiento del brazo y un paso, casi a la vez. -Se lo mostró de perfil.

Algo en su forma de hacerlo la conmovió. Estaba profundamente sobrecogida.

– ¡En ningún momento he visto vuestro brazo! -Se sentía molesta, y se mordió el labio. No sabía por qué se sentía molesta. Preguntó-: ¿Pueden los hombres de por aquí golpear, matar, con esa rapidez? ¿Puede hacerlo algún soldado?

– ¡Ah, no! -respondió él, pues la había comprendido-. Puedo hacerlo yo, y me he encontrado con un italiano y un hombre de África que también. Nadie más.

Flore exhaló profundamente, sin saber qué estaba sucediendo en su interior.

– Muy bien, entonces -repuso. (A sí misma se dijo: «¿Has oído eso? Estaba siendo amable. ¿Lo estaba siendo?»)-. Muy bien -repitió. No tenía dominio de sí-. ¿Podemos pasear junto al río? -Lo dijo como si le conociera de toda la vida-. ¿Pasearéis conmigo junto al río? -De cualquier modo le sonaba un poco extraño, así que añadió-: ¡Quizás encontremos a mi pobre y viejo perro!

Amanieu reunió las armas, retrocedieron a través del puente y empezaron a caminar corriente arriba, muy por encima del río. La gran altura de la garganta sobre la que se extendía el puente disminuía gradualmente. El río trazaba meandros en torno a las rocas de laguna en laguna, sus aguas hondas y quietas unas veces y otras fluyendo a poca profundidad, todas espuma y destellos, sobre lechos de guijarros. Caminaban muy juntos, y Flore se recobró al recorrer paso a paso el familiar sendero, con el siempre cambiante e inmutable río fluyendo junto a ella. Las alondras levantaban el vuelo en la inclinada pradera, todas canto y cielo azul, y no se veían otras aves. Bajo sus pies brotaban algarroba y tomillo, y los saltamontes brincaban una y otra vez. Sobre los picos de las montañas, las águilas ratoneras trazaban círculos en el aire.

Flore se dijo que en su interior había lugares más profundos de los que conocía, pero que eso no era de extrañar, con todo aquello de un descuartizamiento en el umbral y los sucesos de la semana, los cuales significaban, principalmente, incluso aunque no lo reconociera así exactamente, que Amanieu había llegado. Se calmó a medida que caminaban por la pradera y la ribera del río, y se dijo que pronto descansarían y luego emprenderían el regreso, y que encontraría algún lugar tranquilo en la casa en que ajustarse las cuentas a sí misma.

Llegaron al lugar en que la ribera del río reverdecía de álamos y chopos y se dejaron caer bajo su sombra.

– Voy a buscar agua -dijo Amanieu-. ¿Queréis un poco? -Flore negó con la cabeza y él dobló un recodo en que el terreno descendía hacia el río. Una brisa sopló levemente entre los árboles y volvió los plateados dorsos de las hojas. Flore yacía boca arriba y las miraba, miraba hacia un techo parcheado de azul, de plata y de verde. Deseó hallarse a solas, de modo que pudiese simplemente dormir durante horas y horas. Fingió que estaba sola, exhaló un profundo suspiro, dos suspiros, y se relajó, acomodándose.

14

LA OBSERVADORA

– ¡Venid! -exclamó una voz-. ¡Venid a ver esto!

Abrió los ojos de mala gana. Amanieu le hacía señas desde los árboles. Rodó hasta quedar boca abajo, se puso en pie y le siguió hasta el recodo del río. Se situó junto a él bajo los árboles y miró hacia abajo, hacia un remanso salpicado de trémulos rayos de luz que se filtraba a través de las hojas, hacia las figuras desnudas de Vigor- ce y las dos campesinas hundidas en el agua hasta los muslos. Vigorce ya no estaba ensangrentado, pero permanecía quieto como una estatua mientras las mujeres le arrojaban agua del río. Vigorce inició el contraataque, salpicándolas a su vez, y la musculatura del torso y los brazos se definía con nitidez al moverse. Flore se dijo que debía de ser tan fuerte como un caballo. Sintió envidia por el juego de aquellas mujeres. No eran delgadas, como ella, sino que estaban totalmente desarrolladas. La palidez de sus redondeados vientres y muslos centelleaba bajo las salpicaduras del agua, sus hombros y pechos brillaban y resplandecían, con los pezones erectos. Eran un movimiento de carne estremecida, salpicada y lamida por las gotas de agua y la luz, aquella luz que se derramaba sobre ellas desde las trémulas hojas. Sus rostros bronceados resplandecían y reían.

El juego llegó a su fin de forma repentina. Las dos mujeres se incorporaron y trataron de recuperar el aliento. Una de ellas caminó de espaldas por el agua, se topó con la verde ribera y allí se sentó. Se apartó el rubio y húmedo cabello de los ojos y se quedó allí observando, pensativa. Se pasó la lengua por los labios y luego se frotó la boca con el dorso de la mano. La otra mujer estaba a la izquierda de Vigorce y de vez en cuando sacudía la cabeza, y sus grandes y brillantes ojos marrones miraban más allá, como si el hombre no estuviera junto a ella, para de vez en cuando centrarse en él.

Cuando le observaba, lo hacía alzando el mentón, con la boca entreabierta y las cejas arqueadas, pero la mirada plena y profunda de aquellos ojos marrones se dirigía hacia abajo, hacia el agua. Dijo algo, encogiéndose de hombros y riendo, y tendió una mano hacia Vigorce. Flore se dijo que la sonrisa que Vigorce esbozaba parecía la de un perro. Sus ojos siguieron la mano de la mujer hacia el destino que señalaban, y la recorrió un escalofrío; sus ojos se inundaron y se le aflojaron las piernas. Se dejó caer al suelo con un sonido sordo.

– ¡Virgen María! -exclamó-, ¡Vaya día! ¡Oh, Jesucristo! ¡Vaya verga que tiene ese hombre!

Vigorce tenía una mata tal de vello negro sobre el amplio pecho que lo desbordaba y que crecía hacia arriba en tupidos rizos hasta la garganta, donde se confundía con la barba. Aquella velluda exuberancia estaba salpicada de gotas que centelleaban bajo la luz que se filtraba entre las hojas y se reflejaba de nuevo sobre la superficie del agua. La piel exhibía un tinte rojizo, como si bajo ella circulase sangre extraordinariamente luminosa, y los pezones se mostraban purpúreos y brillantes; a Flore le parecieron amables y comprensivos, anidados tímidamente en aquel tumulto de pelo negro. El vello se extendía hacia abajo, apenas más ligero sobre el estómago, hasta culminar en el bosque entre sus piernas. El vientre semejaba una pared de músculos, y Flore los vio relajarse y contraerse rítmicamente con las grandes bocanadas que agitaban ahora aquel pecho poderoso. Los muslos que sostenían toda aquella abultada y tumescente masculinidad se hundían en el agua y apenas eran visibles, pero para Flore eran los mismísimos pilares del mundo: los apreciaba por lo que sostenían.

Lo más valioso para Flore era aquella verga de toro que emergía de Vigorce donde aquellas dos columnas que eran sus piernas se juntaban. Lo que le atraía de ella no era sólo el tamaño, que hizo que se mordiera el labio, pues con certeza era más gruesa que su brazo, sino aquel carácter que exhibía de ser una criatura amiga. Flore supo que nada podía contenerla ni impedir que compartiera su asombrosa amistad, ni que liberara la furia divina que veía latir y palpitar en ella, ni que comprendiera los placeres inimaginables de su heroica lujuria, excepto el de hundirse en el interior de una mujer como ella. Flore supo, con absoluta certeza, que había encontrado un aliado en el que podía confiar.

Le pareció que Amanieu le susurraba algo al oído.

– ¡Oh! -exclamó-, ¡callad! ¡Silencio!

Cuando alzó la vista, sin embargo, Amanieu no estaba allí, y cuando miró alrededor, vio que estaba sola. ¿Cuánto hacía que Amanieu se había marchado? Al instante se sintió desamparada, lo cual era extraño, pues acababa de aceptar la muda compañía de aquella nueva amiga que se estremecía allí sobre el agua. Pero así era ella: se sentía la perfecta solitaria, la niña esquiva; Flore a solas una vez más. Estaba muy cansada y, ahora que pensaba en ello, un poco mareada, y advirtió también que temblaba. Se sentó sobre los talones y se miró el regazo. Se recogió la falda bajo las rodillas, irguió la espalda y miró la simple y pulcra tela a través de la cual se le escapaba la infancia.

De ese modo, permaneció calmada unos instantes, pero un salvaje instinto la fue invadiendo, pues deseaba ver el coito entre Vigorce y la mujer; observar, en vivo, cómo la mujer aceptaba dentro de su cuerpo aquella gigantesca verga. Echando mano pues de toda su fortaleza, se volvió de nuevo hacia la escena. La mujer se hallaba ahora en pie, sumergida en el remanso, cerca de la orilla (la otra mujer, su amiga, la otra observadora, se había marchado; ¿adónde y por qué?), y con una mano sostenía uno de sus pechos mientras la otra descansaba en el hombro de Vigorce; de momento lo mantenía a distancia, como para descansar de lo que habían estado haciendo. Tenía el cabello negro pegado a la cabeza. Los labios estaban algo hinchados y entreabiertos y su respiración era rápida y poco profunda. Sus ojos se clavaban, Cándidos y muy abiertos, en los de él. Bajó la mirada para contemplar el pecho que sostenía y el otro. Observó su cuerpo y luego el de él, para después volverle a mirar a los ojos. Acarició con la palma de la mano el pecho grande y erecto que sostenía, de arriba abajo, mirándole a él, y asomó la lengua entre los dientes. Se detuvo, presa de un estremecimiento, y suspiró y se pellizcó con suavidad el pecho. Esbozó hacia él una fugaz sonrisa y la mano que le apoyaba en el hombro descendió hasta aquel maduro y fatigoso peso que Vigorce llevaba ante sí. Lo tocó con dedos maliciosos que lo hicieron erigirse. Vigorce habló y le apartó la mano. Ella bajó la mirada para observar la erección de aquella enorme criatura y esbozó una mueca al tiempo que se mordía el labio. Entonces se volvió y se dirigió vadeando hasta la orilla del remanso. Trepó hasta la hierba a gatas y allí esperó, agachada, con el trasero hacia él. Miró hacia atrás entre las piernas, y exclamó:

– ¡Venga, vamos!

Flore parpadeó a través de una cortina de lágrimas sorprendentes. Tenía un nudo en la garganta y le palpitaban los oídos. Se enjugó furiosa los ojos con una mano, la otra sostenía su propio pecho, tal como había hecho la mujer en el remanso, frente a Vigorce.

– ¡Bueno, venga ya! -oyó gritar Flore de nuevo a la mujer, y luego quedó en silencio.

Los colores del arco iris nadaban ahora en los inundados ojos de Flore. En el otro extremo de aquella iridiscencia vio a Vigorce detrás de la mujer, él de pie en el agua y ella agachada en tierra. Vigorce rodeó con sus manos la parte delantera de los muslos de la mujer, la atrajo hacia sí y arremetió para penetrarla.

Un sonido quedo, parecido a un aullido, le llegó a través del remanso y creció hasta convertirse en la voz de la mujer que gritaba:

– ¡No!

Vigorce arremetía y tironeaba, y salpicaba, y arremetía y tironeaba. La mujer aullaba. Agitaba la cabeza y golpeaba el suelo con los puños.

– ¡Vaya verga! -siseó Flore, y negó con la cabeza; sintió que los ojos se le salían de las órbitas, así que los cerró con fuerza, por si acaso.

Se hizo el silencio, y Flore abrió los ojos de nuevo. Vigorce, en el agua, estaba unido a la mujer en tierra, y en aquel momento los dos permanecían quietos, respirando y a la espera. Vigorce habló; la mujer le miró volviendo el rostro por encima del hombro para mostrar un ojo lascivo y burlón, y sonrió. Sus grandes pechos colgaban debajo de ella y Vigorce los sopesó en las manos; ella profirió una risa dulce y profunda. El resbaló un poco en la ribera del río y se apoyó contra ella, su vientre contra las nalgas de la mujer, y la risa se convirtió en gemido. Entonces permanecieron inmóviles otra vez, suspendidos en la inminencia, y ante los ojos de Flore, libres ya del arco iris, se transformaron hasta compartir una única naturaleza, un solo espíritu.

Se formaron ondas en la superficie del agua: los muslos de Vigorce habían empezado a moverse. Como en un temblor de tierra, Flore sintió que se abría un vacío en su interior y una gran grieta muy por debajo de ella, en lo más hondo de la tierra. La carne de la mujer se convulsionó y fue respondida de igual modo, deseo por deseo, por la del hombre. Su voz entonó un canto de monótonas y espaciadas notas, de llamadas y exclamaciones que emergían, no de ella misma, sino de su cuerpo acoplado al del hombre, de esa criatura compuesta en la que se habían transformado, esa criatura con un par de piernas en el agua y el otro par de rodillas en la hierba, la criatura que había sido dotada de vida por su propia marea.

Cerca de ella, Flore escuchó una voz que llamaba a la criatura del remanso. ¡Era su propia voz! Se llevó los dedos a la boca para intentar silenciarla, pero los dientes los mordieron. En aquel preciso instante se tambaleó donde estaba sentada: sobre su cuerpo se había derramado todo un baño de sentimientos nuevos y desconocidos; sensaciones sorprendentes brotaban dentro de ella para florecer de inmediato. Esos descubrimientos fueron demasiado para Flore, que se sintió aturdida y débil, y atemorizada por la posibilidad de perder a la niña que amaba. Por ello, cuando pese a todos sus intentos por acallarla, aquella voz brotó de nuevo de su garganta, y aunque se había encariñado en extremo con la criatura que formaban Vigorce y la mujer a la que le estaba haciendo todas aquellas cosas desde la orilla, Flore apartó la mirada y la dirigió hacia lo alto, hacia las danzantes hojas y los azules retazos de cielo. Todavía oía a la criatura, que llamaba desde sus dos bocas, y escuchó que uno de sus pares de piernas chapoteaba en el agua, y el tintineo de la carne sobre la carne, pero apenas si veía algo, y sólo lo hacía con el rabillo del ojo. Alzó entonces la mirada hacia el cielo y suplicó una tregua, un respiro, como alguien que suplicara lluvia en una sequía, o la víctima inminente de una masacre que intentara pensar en otra cosa.

Cuando tenía tres años, Flore había visto a las olas blancas del Atlántico abandonar las azules aguas del océano y arrojarse sobre las playas de Gascuña. Las olas corrían hacia ella sobre la playa en una masa furiosa de agua y espuma, pero cuando la alcanzaban no eran más que agua transparente y cálida que, concluido su viaje, le cosquilleaba con dulzura entre los diminutos dedos. Las inquietas hojas plateadas y los ágiles retazos de cielo azul hacia los cuales acabamos de verla alzar los ojos habían despertado, sin duda, aquel recuerdo, y Flore se veía en aquellas lejanas costas.

Apenas se reconocía, allí chapoteando en los bajíos. Para empezar, había esperado verse a la remota edad de tres años, pero la Flore en la playa era la chica de ahora; para continuar, esa chica era blanca como la leche, tanto que semejaba una blanca estatua de mármol que paseara por la playa. Aun así, tal como andaban las cosas allí, a la orilla del remanso, Flore apenas dudó un instante antes de aceptar que esa imagen blanca en un mar lejano era la suya, y en cuanto lo hubo hecho, se introdujo con facilidad en aquellos miembros marmóreos para descubrir que, sorprendentemente, todo encajaba a la perfección.

Merodeando a solas por aquella costa, desnuda pero adamantina como estaba, Flore era la personificación de una de esas provocadoras doncellas mitológicas que enardecían el deseo de los dioses, para luego defraudarles y ser convertidas en árboles, estrellas o en tristes y nevadas montañas en el norte. Por ello no era de extrañar que, mientras contemplaba aquellos caballos blancos que se alzaban y sumergían unas doscientas varas más allá, descubriera a uno de ellos que se separaba del mar y galopaba hacia ella atravesando la refulgente arena. Se abalanzaba hacia ella, y la espuma salpicaba como cristales astillados brotando de sus veloces patas. Su cola volaba cual pluma y el viento que creaba al pasar hacía florituras con la ondulante crin.

Flore admiró aquel portento con mirada pálida e inexpresiva. El semental la adelantó veloz playa arriba, donde hizo cabriolas una y otra vez, levantó cascajos de arena con los cascos, arqueó el cuello y cabeceó de forma espectacular. Flore entendió perfectamente que aquel caballo maravilloso había sido forjado a toda prisa, a partir del agua salada, por algún dios pagano como terrestre disfraz desde el cual saciar su divina lujuria. El hecho de saberlo no la intimidaba, sin embargo, y cuando el dios en el semental se dirigió hacia ella, afrontó la situación con ecuanimidad.

Para empezar, había deseado estar allí (la situación no existía sino en su imaginación) y podía desear salir de ella en cualquier momento. Y para continuar, estaba hecha de mármol impenetrable, y no debía temer nada de aquellos cascos de marfil o de aquellos dientes que hendían el aire sobre su cabeza. Nada debía temer de los ojos de aquel dios enloquecido (pero ¡qué es esto!) cuya mirada de un rojo abrasador derretía (no, no derretía… ¡pero sí!, ¡lo hacía!) sus entrañas de mármol en lo que imaginó era gravilla.

Flore, vencida tanto desde fuera como desde dentro, cara a cara con aquella divinidad escandalosa, hizo lo que estaba en su mano.

– ¡Eh! -le dijo-. Tranquilo. Tratad de quedaros quieto, y besaré vuestra nariz.

Lo siguiente que supo era que colgaba del cuello del semental con los pies aferrados con desesperación sobre su cruz, mientras el caballo avanzaba derecho al torbellino de la blanca rompiente. La recibió con un rugido y la zarandeó. Los ojos rojos del caballo ardían al clavarse en ella. Sentía un nudo en la garganta y un latido en los oídos. Los párpados le quemaban y se negaban a abrirse, y los frotó airada con una mano; la otra asía un pecho como le habían mostrado. Se sentía mareada y aturdida; estaba a punto de desvanecerse. Cayó a través de la espuma hasta descubrir el agua debajo, muy por debajo de ella, y siguió cayendo, más y más, girando una y otra vez, hasta el verde océano que se cerró sobre ella con tremendo estrépito.

Cuando la cabeza de Flore emergió a través de la superficie del remanso, se encontró a Vigorce y la mujer gozando el uno del otro hasta las mismísimas cimas de la felicidad. Se hallaban demasiado exaltados para percatarse de que Flore caía al agua, o para verla emerger de nuevo. Se habían concentrado con ahínco en sumirse en el olvido, y la luz que el sol derramaba en sus cuerpos a través de las hojas se reflejaba en un fluido barniz de sudor, mientras la criatura que formaban ascendía hasta la cumbre definitiva del gozo.

A tal ascenso se añadía una cacofonía de gritos y aullidos, de gemidos y siseos y chapoteos; hubo entonces un momento de calma y el mundo quedó inmóvil. Al principio de aquella tregua, Flore, que se había fundido una vez más en aquella receptiva euforia desde la cual había volado recientemente hasta la orilla del mar, se oyó gruñir cual perra celosa de un hueso. Se estremeció, pero en aquella ocasión aguantó. Apoyó la espalda contra el tronco de un álamo blanco, se enjugó el rostro, y se esforzó en sonreír.

La criatura prorrumpió de pronto en una enérgica protesta y emitió increíbles sonidos: el crujido de los tendones y el desgarro de los músculos. Las bocas abiertas trataron de aferrar y morder el aire. Una cascada de ululantes sonidos surgió de la mujer, quien pareció elevarse sobre la tierra como si levitara; y de Vigorce, quien emergía del agua de forma milagrosa, surgió todo un compendio de sonidos, comparable a los que emitiría un hombre al recibir una sucesión de golpes que a la larga resultaran mortales. Incluso mientras se percataba de su triunfo, la criatura murió para convertirse de nuevo en hombre y mujer bruscamente separados y jadeantes sobre la hierba.

También Flore (su propio tronco y sus propios miembros, cabeza y cabello, ojos y orejas y boca, manos y dedos y pies, los pequeños y crecientes pechos, corazón e hígado, estómago y bazo, riñones y abundantes intestinos, y todos aquellos secretos pasajes cuyas puertas tan sólo ese día había descubierto), todo aquel corpus de Flore por entero yacía decaído y debilitado en el suelo, y en la mismísima ribera, una vez más, del río.

En ocasiones, cuando regresaba a casa, las piernas de Flore se debilitaban y la hacían tambalearse. En ocasiones brincaba como un cordero o se sumaba a las danzas de los niños de la aldea, y cantaba. En ocasiones se arrojaba sobre la hierba del prado y rodaba sobre sí misma, o descansaba en pleno calor, contemplando a las alondras que le brindaban sus cantos desde el límpido azul del cielo.

Por fin se sentó y lloró, pues lo cierto era que, después de todo, aunque la tremenda cópula de Vigorce y la mujer la había enriquecido, dentro de ella había crecido hasta henchirse una sensación de aflicción: se sentía desolada y separada de sí misma, como si la hubiera poseído aquel espíritu del sueño.

En cuanto aquella idea penetró en su mente, el sueño se desvaneció en recuerdo, haciendo que Flore se preguntara: ¿por qué le habría parecido recordar a un espíritu? Con toda certeza, lo único que había visto era un caballo, ¿no es cierto?

Flore le ordenó a sus lágrimas que se secaran y escudriñó de nuevo en la bruma, determinada a descifrar el sueño, exorcizar al espíritu y conservar impoluto su afecto por la criatura del remanso.

Se preguntó, en primer lugar, dónde se había desarrollado el sueño. Recordó que junto al mar. Se hallaba junto al mar, y vio de nuevo las blancas olas que se rizaban. Entonces vio que algo venía hacia ella desde las olas… ¡No, no era junto al mar! Desde luego que no era junto al mar, ¡no tenía nada que ver con el mar! En un jardín, eso era. Definitivamente, era en un jardín, en un tranquilo palacio; sí, en un jardín. Tuvo la gentileza de sentirse algo sorprendida. Un instante antes habría jurado que… Pero, por supuesto, había sido en un jardín. ¿Y qué era? Parecía un caballo blanco, pero ella sabía que no se trataba en absoluto de un simple caballo blanco. ¿Qué iba a estar haciendo un caballo blanco en un jardín? Escudriñó el jardín. Era un blanco… blanco… ¡unicornio! ¡Un unicornio! Era un tímido, nervioso y gentil unicornio.

Flore chilló de alegría, pues lo recordaba todo a la perfección. El unicornio recorrió con cautela los senderos bordeados de laureles y apareció ante ella, que se hallaba sentada en un parterre de flores alfombrado de tomillo, a la sombra de una morera. El aire estaba pleno de aromas, de claveles y minutisas, heliotropos y pensamientos, y de las rosas de Damasco en el emparrado.

Los colores llenaban la mirada de Flore y en sus oídos entonaban dulces cantos los pájaros, y la fuente jugueteaba con dulzura.

El unicornio se dirigió hacia ella, la miró con ojos tan azules como astros, y apoyó la astada cabeza sobre su regazo. Flore se durmió, y así pasó la hora siguiente en su jardín con el unicornio.

Años después, lo recordaría como si de veras le hubiese sucedido, y a menudo les relataría a sus nietos la historia del unicornio en el jardín. Se convirtió en leyenda, en la familia.

15

VICTORIAS

Cuando descendía de lo alto de la torre, César percibió la fragancia de la fruta madura, y el dulce y exuberante olor le atrajo desde la escalera hasta una estancia vacía. La ventana alta y estrecha arrojaba una franja de luz en el suelo, que partía en dos una cesta llena de peras, uvas, manzanas e higos, que combinados producían un almíbar cuyas embriagadoras emanaciones, al acercarse, resonaron cual fuerte bebida en la cabeza de César.

Volvió el rostro hacia la ventana en busca de aire fresco. Con el ojo derecho vio al joven visitante ascender la colina desde el puente. Amanieu caminaba despacio y relajado, como un hombre que hubiera concluido una satisfactoria jornada; César se preguntó por qué, pues el muchacho no había representado un gran papel a la hora de sofocar el motín. Al mirar con ambos ojos a través de la abertura, vio a Bonne, que se movía sin rumbo en el centro del patio, en la lenta danza de una niña que pasara sola una hora interminable. Resultaba patético, eso de ver a una mujer adulta tan consternada. Con el ojo izquierdo César podía ver la parte trasera de la casa. Los siervos que él había enviado allí estaban repescando al infeliz cura del abrevadero.

Bonne parecía absolutamente desconsolada, y César deseó poder distraerla de sus penas. Había dormido durante todo el divertido episodio de la revuelta de los campesinos, y entonces, por supuesto, había despertado para encontrarse con el descuartizado cuerpo de Solomón en su umbral; aunque resultaría acertado decir que había brincado sobre él casi como si no estuviese allí. ¿Había despertado del todo o, como le sucediera antes bastante a menudo, caminaba sonámbula? Debía bajar hasta ella.

Ya se hallaba de nuevo en las escaleras cuando le asaltó una feliz idea, y volvió a por la cesta de fruta. Justo lo que hacía falta para animar a Bonne!

César salió de la torre del homenaje y se dirigió hacia su esposa. El grupo de rescate procedente del abrevadero rodeó la esquina de la casa llevando en hombros al cura. Se dirigían hacia la torre de entrada y de camino a sus hogares cuando el cura vio a Bonne y dejó escapar un chillido. Agitó un furioso brazo hacia ella, lo cual su montura de múltiples patas tomó por una señal, de modo que le llevaron a través del patio y le presentaron ante Bonne como si se hallara en un púlpito. César se asombró al ver que las maltrechas piernas del hombre estaban atadas con cuerdas; sin duda, también lo habían sido los brazos (de otra forma se habría liberado), así que sus salvadores le habían soltado los brazos pero no las piernas. ¿Qué podía hacer uno con esa gente?

– ¡Ramera! -le gritó el cura a Bonne-. ¡Adúltera! -exclamó-. ¡Estáis envenenada por la lujuria, Bonne Grailly! ¡Sois más promiscua que una coneja! ¡Me tentáis, pero yo os desafío! ¡Exhibís vuestro vil cuerpo ante mí, pero yo no lo veo! ¡Me atraéis con vuestros sonrientes labios, con vuestros lascivos ojos y vuestro descarado cabello, pero yo no los percibo! -Se detuvo, temblando ya fuera a causa del frío del abrevadero o del calor de su imaginación. La saliva humedecía sus gruesos labios.

– Descarado, por cierto, es un buen adjetivo para tu cabello -susurró César en el oído de Bonne, y se percató resentido de que ella daba un nervioso respingo de sorpresa. Para calmarla, le tendió la cesta de la fruta medio podrida. Bonne la miró, primero con incredulidad y luego (¿era eso posible?) con indignación, pero de pronto en su rostro resplandeció el deleite y sus ojos dorados le sonrieron.

Cogió un higo de la cesta y, justo cuando el cura abría de nuevo la boca, le arrojó el maduro fruto. Se estrelló en su afilada nariz, y Bonne le tiró de inmediato una pera reblandecida a uno de sus grandes ojos castaños. El martirio del cura había dado comienzo, pues la multitud, cuyo grito de guerra original había sido «¡Devolvednos a nuestro sacerdote!», estaba tan encantada con sus aprietos que le sostuvo más alto que nunca, mientras Bonne le inundaba de fruta chorreante y estrujada. Pronto el rostro del hombre estuvo recubierto de la putrefacta viscosidad de la carne corrupta. Cuando bajó la cabeza, la multitud exclamó: «¡Qué vergüenza!», y se estiró para golpearle en el mentón hasta que volvió a alzarlo hacia la línea de fuego.

Por fin no quedó más fruta y Bonne les mostró la cesta vacía y aceptó sus aplausos.

– ¡Hundidlo en el río! -exclamó-. Y limpiadle; ¡no podrá seguir con sus rezos de ese modo! -Los siervos chillaron de júbilo y se alejaron al galope con su maltrecha pero indomable carga. A los oídos de Bonne y César llegó débilmente su expresión de despedida, poco más que un lamento pero luchando todavía: «¡Puta!», proclamaba.

– ¡Bien hecho, Bonne! ¡Bien hecho! -exclamó César cuando fue capaz de hablar a través de las carcajadas.

La propia Bonne era presa de la hilaridad y del triunfo, y reía como una verdulera o como una diosa, con el cabello revuelto y el rostro arrebolado. Cuando fue capaz de ello, le respondió:

– Ha sido idea vuestra; sin la fruta difícilmente podría haberlo hecho.

A tal armoniosa escena se incorporó Amanieu con una amplia sonrisa cruzando su enjuto rostro. Sin duda acababa de encontrarse con el hostigado cura en su camino al remojón. Cuando se acercaba a la riente pareja, una figura desesperada surgió del umbral que conducía a la estancia en lo alto de la torre de entrada; salió disparada a través de la arcada con un bulto bajo el brazo.

Con mayor rapidez de la que uno habría empleado en verle hacerlo, Amanieu se volvió en redondo y arrojó una de aquellas jabalinas de Gascuña que Flore había encontrado antes para él. Le atravesó el corazón al siervo y lo derribó al suelo. Amanieu correteó hasta donde el hombre había caído, encogido e inmóvil, y cogió el bulto que aferraba su mano muerta. Puso un pie en la espalda del campesino y extrajo la lanza, y gritó colina abajo. Mientras regresaba junto a Bonne y César, dos de los campesinos llegaron y se llevaron, sin que nada más se dijera, a la víctima del peculiar arte de Amanieu.

– ¡Me estaba robando el dinero! -informó alegremente Amanieu-. En realidad, ha sido una buena cosa. Un motín de siervos es un asunto muy serio, y eso les enseñará una buena lección. Además, mataron a vuestro hombre, Solomón.

– ¡Solomón fue asesinado hace varias horas! -exclamó César enojado-. ¡Esta mañana!

– ¡Vaya jovencito arrogante! -le comentó Bonne a César mientras se alejaban hacia la casa. Incluso antes de que alcanzaran el umbral, la risa que tan recientemente habían compartido, y cuyo sonido apenas había abandonado el aire, susurró cual hojarasca en la memoria de ambos.

16

EL FESTÍN

Se sentaron seis a cenar, la familia tras la larga mesa de madera de olmo y los soldados a una tabla dispuesta sobre caballetes. Aquél era un festín de celebración, pues a los dirigentes de la casa les resultaba obvio que cada uno de ellos había obtenido una victoria ese día, y que entre los dos (por una vez, en cierto sentido, y en lugar de pelearse) habían triunfado sobre un adversario común.

Se lo tomaron como una muestra fehaciente de que, después de todo, su batalla privada no había llegado tan lejos; de que la suya era una unión vigorosa, capaz de contender con cualquier cosa que la amenazara. Suponía por tanto una simple delicadeza, con los ánimos de la gente tan perturbados, que el señor y la señora anunciaran que, por mucho que sus únicas y complicadas penas pudieran alejarles del proceder de los corrientes mortales hacia regiones hasta entonces inexploradas de la conducta, formaban sin embargo una alianza efectiva en lo referente a los asuntos mundanos.

Más aún, mientras que era cierto que Amanieu, al equilibrar las bajas, al parecer había asestado un golpe decisivo a sus enemigos, no habría sido estrictamente necesario ensartar a aquel siervo. Ojo por ojo, había dicho César riendo y en el mismo instante en que la jabalina silbó. Ahora, el ambiente festivo de celebración conmemoraría el particular estilo (tan diferente de los poco imaginativos modos de su joven visitante) con el que César y Bonne, los auténticos vencedores, habían prevalecido.

Allí, pues, se sentaba la familia de espaldas a la pared, César y Bonne uno junto al otro, flanqueados por Amanieu a la izquierda de Bonne y Flore a la derecha de César. Y allá se sentaban Vigorce y Mosquito, a su humilde tablón, curiosamente cercanos al suelo pues Vigorce utilizaba el escabel de Bonne y Mosquito, el taburete de ordeñar del establo. Mosquito consideraba que éste resultaba perfectamente apropiado para su minúscula estatura, pero el capitán a sueldo se vio abocado a hacer grandes peripecias para instalarse, pues le parecía que el efecto que producían aquella espantosa mesa baja y aquel maldito (¡no, bendito!) escabel de Bonne era el de hacer que sus articulaciones sobresalieran en lugares distintos de los habituales. Y aun así, Vigorce se sentía lo bastante complacido, pues ¿acaso no estaba sentado en el escabel de su señora y participaba de un festín en su salón?; y aún había que aderezarlo con algo más, pues Gully, puntillosa hasta el extremo, había colocado un cuenco con un cuidadoso montoncito de sal entre el capitán y el soldado raso. Mosquito, por su parte, se mostraba encantado con todo, y no le importaba en absoluto si debía acceder a la sal con la mano izquierda o la derecha, siempre y cuando estuviera a su alcance.

Aunque la compañía era reducida y la heredad pasaba por duros momentos, unos cuantos simples efectos contribuían a la atmósfera de festividad. Por ejemplo, se había encendido el primer fuego del otoño, pues estaban entonces a últimos de septiembre y las noches eran gélidas. Un cargamento de troncos de roble tan largos como un brazo, procedentes de la pila junto a la pared norte de la casa, se hallaba junto a la puerta. Contribuía a añadir cierta relevancia al hogar la excelencia del brasero, un preciado elemento decorativo. Se trataba de un brasero cuadrado de hierro, y su gran belleza residía en que las patas, en las cuatro esquinas, se apoyaban sobre pequeñas ruedas de hierro, de modo que con ayuda del palo acabado en un gancho de hierro que se apoyaba contra la pared, uno podía arrastrar el hogar a cualquier lugar de la habitación.

– Nunca había visto uno de esos -le dijo Amanieu a su anfitriona-. ¡Vaya aparato tan ingenioso!

Bonne no se sentía del todo segura acerca de aquella poco atractiva criatura, a quien la habían presentado formalmente sólo esa misma tarde, pero su abierto comentario le pareció bien. Contempló el brasero con orgullo.

– Es una de nuestras más preciadas posesiones -aclaró, y sin hacer pausa alguna, añadió-: Debo daros las gracias por completar mi curación. Creo que debisteis frotar aquellas pimpinelas azules a través de la piel hasta mi misma sangre.

Amanieu miró hacia un extremo de la mesa, y luego a ella.

– No fue nada, señora -repuso.

– ¡Nada! -Bonne sonó ofendida-. ¡Bueno! ¡Dejadme ver vuestras manos!

Amanieu le mostró las manos.

– Quería decir, señora, que fue un placer hacerlo.

– ¿Un placer? -dijo Bonne, convirtiéndolo en una pregunta y devolviéndole con astucia aquellas manos que acababa de volver y examinar atentamente durante unos instantes, como si pretendiera comprobar si podía recordar algo a través de ellas-. ¿Un placer, decís?

Le encantó comprobar que su compañero parecía ligeramente molesto. Se había tornado de un tono más puro de amarillo, lo cual, con aquella piel, interpretó que significaba que se había ruborizado.

– ¡Un placer! -dijo Bonne por tercera vez-. ¡Vaya, pues estaba tan enferma que cuando os vi creí en mi delirio que me hallaba con un diablillo en el infierno!

Amanieu pasó a formar parte de golpe de la estima de Bonne.

– Si hubiéramos estado en el infierno -replicó-, habría dicho que se trataba de un inesperado placer.

Bonne agachó la cabeza hasta un ángulo que invitaba al secreto y le miró de reojo desde la altura precisa para centrarse en la mejilla de Amanieu. La boca de ella estaba cerrada, pero los labios se torcieron al máximo sin llegar a esbozar una sonrisa. Entonces le tocó un brazo y miró a su alrededor.

Todos vestían sus mejores atavíos. Ella misma todavía llevaba el vestido amarillo de seda china y sobre él una túnica de seda blanca, bordada de oro. También llevaba su joya, que César había cogido del lugar en que la ocultaban junto al bonete con el blasón de oro. La joya consistía en tres gemas en un pendiente de oro, aunque la cadena había sido vendida y Bonne la llevaba con una cinta en torno al cuello. Las gemas estaban dispuestas una sobre la otra: la de más arriba era un topacio verdoso, luego venía un jacinto con su misterioso color naranja sanguinolento, y bajo ellas refulgía la azul oscuridad del zafiro.

Por primera vez en muchos años, César se había puesto su atavío de señor feudal. Vestía todo de rojo, a excepción del bonete negro. Llevaba un par de bombachos de lana que le habían hecho a medida cuando su estilo oscilaba entre anchos o prietos, pero aquellos holgados calzones eran del auténtico carmesí de los nobles. También llevaba una larga toga escarlata de enormes mangas, y sobre ella una chaqueta de lana española, cortada con sisas de modo que sus amplias mangas escarlatas pudiesen ondear en toda su gloria. El bonete de dorado blasón estaba bordeado por doce perlas, cuatro de las cuales, las que se engarzaban en los cuatro extremos, eran negras. Sobre él se hallaba esmaltada una imagen nada usual, en apariencia un ave fénix que caía, pues se mostraba cabeza abajo, a las llamas. César acababa de dejar el bonete de terciopelo negro y su blasón sobre la mesa frente a Flore, a su disposición.

– No lo había visto desde que era pequeña -dijo- No sabía que aún nos quedaran cosas tan magníficas. -Asió el bonete y lo ladeó para que la luz del hogar incidiera en la insignia-. ¿Qué significa?

– Algo poco halagüeño, por desgracia. Lo que no es, es el pájaro fenicio, ya sabéis, el fénix, para abreviar, que se quema hasta morir en el fuego… y de pronto un nuevo pájaro levanta el vuelo de entre las llamas. Eso es en África donde sucede. Debo decir que me gustaría ir a África y ver por mí mismo cosas como ésa.

Flore tuvo una gran sensación de bienestar. La luz del fuego brincaba de aquí para allá sobre el rostro siempre sonriente de su padre, de modo que iba de una expresión a otra, y a otra más, sugiriendo comprensiva que ser poco claro y divagante en pensamientos y actitudes era natural, no necesariamente una debilidad. Sus brillantes ojos azules estaban lejos, en su imaginada África, observando hogueras a la espera de rejuvenecidos pájaros. Mientras esperaba su regreso, Flore estudió el blasón. El pájaro que no era un fénix estaba hecho de esmalte negro y caía a unas llamas amarillas. En el oro, bajo la imagen, se hallaban grabadas unas palabras, pero Flore no leía bien y, además, estaban en latín.

César volvió de sus viajes con un aleteo, por así decirlo, de sus mangas escarlatas: se dejó caer en la silla y agitó los brazos, como para asegurarse de que estaba donde parecía estar.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó-. ¡Te ruego que me perdones! Estaba pensando en algo.

– Ibais a explicarme lo del ave del blasón.

En la áspera y rosácea piel de su padre se abrieron las afligidas zanjas y simas en que se hallaban enterradas sus más hondas penas. Se volvió hacia Flore e hizo que tan sólo estuvieran ellos dos en la habitación. Inclinó hacia ella su triste pero amoroso rostro y le rodeó los hombros con un purpúreo brazo mientras el otro derramaba la henchida manga sobre la mesa, con la boina de terciopelo negro asida en el puño.

– ¿Te he hablado del fénix? -inquirió.

– Lo habéis hecho -dijo Flore-. El pájaro que alza el vuelo de sus propias cenizas, renacido.

– Eso está bien expresado, Flore. Me he dado cuenta antes de que te estás convirtiendo en una culta joven- cita. Sí, bueno. El pájaro del blasón no es el fénix. -Se detuvo y respiró profundamente ante el rostro de su hija como si estuviese ebrio. Estaba bastante sobrio, y ella lo sabía. Simplemente no quería continuar.

– Tendréis que decírmelo -insistió Flore.

– Cierto -repuso él-. Debo hacerlo. El ave no es un fénix, sino un cuervo. Como sabes, nuestro apellido, Grailly, significa cuervo, o se acerca tanto que no supone diferencia alguna.

– Sí -asistió Flore-. Así es.

– ¡Muy bien! -exclamó él; fue en cierto modo un gemido, y dejó caer el puño que sostenía el bonete y su escudo sobre la mesa, como en un deliberado e inefectivo golpetazo-. Bueno, pues el blasón era de mi abuelo. No sé si su padre lo poseyó antes que él. Lo tenía, y luego lo tuvo mi padre, y luego lo tuve yo. Mi abuelo grabó ese lema en él, y lo convirtió en nuestro emblema, en el emblema de la familia. Fue en la época en que todas las familias empezaban a elegir sus propios emblemas, y mi abuelo escogió esa imagen e hizo de ése nuestro lema. Desde entonces la familia ha ido siempre cuesta abajo, ¡y no es de extrañar!

Flore observó de nuevo el blasón, las perlas blancas, lustrosas y prometedoras, y las negras, secretas y tentadoras. Observó al negro cuervo, al que consideraba muy hermoso, que caía al fuego (que también era muy hermoso) para ser devorado por él. Le pareció deprimente y perverso que un adorno tan encantador, y especialmente uno tan caro, representara a un ave eternamente al borde de un final nada feliz. Luego se dijo que, de cualquier modo, era un objeto tan artístico, tan precioso, y que tanto más maravillaba cuanto una más lo miraba, que debía tratar de reconciliarse con él.

En ese momento, por tanto, preguntó:

– ¿Qué dice la inscripción?

César observó el blasón. Lo alzó ante sus ojos y a la luz, como si pudiera haber cambiado desde la última vez que lo viera.

– Non phoenix -leyó-, sed corvus. No el fénix, sino el cuervo.

Flore detestó de inmediato a su bisabuelo.

– ¡Vaya sinvergüenza! -exclamó-. ¡Vaya desvergüenza, eso de decir que no somos fénix sino cuervos! Además, ¿quién pretende ser fénix? De cualquier forma, no somos cuervos, pero incluso aunque lo fuéramos, incluso aunque lleváramos exactamente el mismo nombre que el cuervo, no es justo decir que no somos fénix, sino cuervos. Además, ¿quién trata siquiera de ser un fénix, quién desea serlo siquiera…? ¿Quién quiere alzar el vuelo, renacido, renovado por las llamas, dejando atrás limpiamente todo lo malo y lo erróneo en las cenizas? ¡Oh! ¡Oh! -y se arrojó llorando amargamente al cuello de su padre, al cuello de su pobre padre.

El la abrazó, la hizo callar y la acarició.

– ¡Incluso tú, a tu edad! -exclamó-. ¡Incluso tú puedes ver cómo torna en sospecha la aspiración, en burla la esperanza! ¡Cómo aniquila la ambición y convierte en impía cualquier cosa que no sea deslizarse desconsoladamente colina abajo! Mi pobre Flore, ¡con qué rapidez lo has visto todo! -dijo, y añadió-: ¡Ja! ¡Pero eres hija de tu padre, querida niña! Eso convirtió a mi padre en un hombre apesadumbrado, ¿sabes? Trataba constantemente de deshacerse del blasón, pero no consiguió reunir el valor para hacerlo. Al final, dejó atrás el blasón y en su lugar se deshizo de sí mismo.

– ¿Cómo lo hizo? -quiso saber Flore ahora que su acceso de llanto había remitido y aprovechando la oferta que, con mucho tacto, le hacían para reponerse.

– Se marchó a España y se dejó matar por los moros. Se ocupó por su cuenta de que le mataran, y yo… -tartamudeó-, y yo… -Flore se apartó de él, aunque aún en el círculo de sus brazos, y alzó una mano casi hasta su boca para detenerle, pero él lo dijo, con un hilo de voz-: Yo maté a mi propio hijo. -La miró consternado y declaró-: Soy ese hombre.

Flore se enjugó los ojos en la manga escarlata.

– No tenéis derecho a hablarme así -replicó-, y no fue a causa del cuervo y el fénix. Fue una desgracia.

– Sí -convino él-. Tienes razón. No debí decir eso. Fue una desgracia, eso es lo que fue. -Alzó la copa de plata con el vino hasta la boca de Flore-. Bebe conmigo -propuso, y cuando ella hubo bebido, lo hizo él desde el otro lado; repitieron tal acto, y él dejó la copa-. Flore -le dijo muy solemne-, ¿recuerdas la historia de Ícaro? -Se le veía tan tenso y tan serio que ella simplemente asintió, sin hablar-. Lo malo es -prosiguió él- que esta imagen del iluso cuervo que se arroja a las llamas es la historia de Ícaro vuelta del revés. Es la historia de Ícaro echada a perder.

– Supongo que soy demasiado joven para esa historia -repuso Flore-. Todo lo que veo es que el pobre cuervo se cree un fénix.

Hubo una prolongada pausa, y César dijo al fin:

– Es una burla, en cierto sentido.

Flore esbozó una mueca.

– En un sentido malicioso.

– Sí -convino César-; es una burla, pues, en un sentido malicioso.

Con uno de esos funestos ataques de percepción que penetran como un rayo y arrancan la burla del barullo que ha creado en torno a sí, Flore y César empezaron, a la vez, a ver el lado gracioso del asunto. En un combate entre una extraña mezcolanza de expresiones de regocijo, entre los sonoros resoplidos de César y las agudas risillas de Flore, rindieron tributo al sombrío ingenio del bisabuelo Grailly.

– Cuando sea mío -declaró Flore-, lo venderé.

César estaba atónito.

– Yo nunca he podido hacerlo -dijo.

– Ya lo sé -repuso Flore-, pero yo sí que podría.

– En eso te pareces a tu madre -dijo él alegremente.

Flore parpadeó, y consiguió con ello enmascarar su asombro. César aún estaba animado cuando dijo:

– Me gustaría ir a África, de cualquier modo, y ver por mí mismo un fénix. -Sus ojos azules chispearon al mirarla y luego empezaron a tornarse vagos, a alejarse, por así decirlo, hacia África una vez más. Flore ya había tenido bastante de aquello.

– Me agradáis con vuestra roja vestimenta.

César cruzó como una flecha el Mediterráneo hasta volver a su lado. Cabeceó como si, sentado en una barca, sufriera una sacudida al varar ésta en la arena.

– ¿De veras, Flore? ¿De veras? Eres muy amable, es muy agradable oír eso. ¡Gracias! -Estaba asombrosamente complacido. Flore pensó que deberían celebrar un festín cada noche. Así lo dijo.

– No funcionan, cada noche -repuso César-. Lo recuerdo bastante bien. Uno puede celebrar tan sólo una parte del tiempo. Ocasionalmente. No muy a menudo. -Inclinó hacia ella un rostro resplandeciente, rosáceo y vivido en extremo.

Flore se dijo que era sólo por el azar de que compartieran aquel instante juntos que él conseguía verla con claridad. Era como si, justo entonces, el tiempo en que él vivía normalmente se hubiera rasgado para mostrarla fugazmente allí sentada, su propia hija Flore, junto a él; la percibía, la conocía y la amaba como si ella fuera la única naranja de un árbol en el desierto, y él tuviera mucha sed. Acto seguido Flore se sumió en una cruda soledad y se inclinó hacia adelante para emerger de la volátil benevolencia de su padre, contempló de pasada el bellísimo esplendor de su madre, y fue recompensada con un destello de los siempre errantes ojos de Amanieu, aquellos ojos negros, basálticos. Le sugirieron la comunicación con un basilisco, y se sintió cálidamente reconfortada. Cuando Flore volvía la vista de nuevo hacia César, esbozó una fugaz sonrisa hacia un punto cercano a su madre, quien había iniciado el descenso desde alguna encumbrada África propia.

– ¿Qué decíais? -le preguntó a César.

– Que tú también te ves estupenda -dijo él-. Estupenda, y encantadora, y pareces una dama. ¿De verdad eres todavía una chiquilla?

Todavía estaba radiante, rebosante de amor paternal, de mutua autoestima. En apariencia, todavía proseguía aquel instante en que ella era la naranja de su árbol en el desierto. Y aun así, una nota disonante tañía en sus oídos. ¿Qué acababa de decir? ¿Era todavía una chiquilla? ¿Por qué le preguntaba eso, tan de repente? Pero ¿por qué no debía preguntarlo? Su rostro se encendió mientras trataba de recordar por qué la desconcertaba aquella pregunta. ¿Todavía una chiquilla? Sí, presumiblemente. Sintió que, fuera como fuese, se acaloraba todavía más. Agitó la cabeza y su mirada, al desviarla, recayó cual rayo (por lo que a ella concernía) sobre Vigorce, en la primera visión consciente que de él experimentaba esa noche. Su mirada siguió clavada en él, ardiente, como hundida profundamente en su objeto. Vigorce alzó su ancho y oscuro rostro de la copa y su boca, rica y resplandeciente por el vino, la saludó con su familiar y generosa sonrisa. La sonrisa pronto se tornó aún más amplia, más cálida gracias a la buena camaradería de la celebración y al hecho de que Flore continuase mirándole. Pues a ella le faltaba (¡cómo no iba a faltarle, si había recordado de pronto toda la escena de Vigorce en el remanso!) el dominio de sí necesario para asentir y volver a mover la cabeza en otra dirección. En cambio, continuó allí sentada y esbozando una trémula sonrisa (sentía temblar los labios), hasta que Vigorce acabó por perder su sonrisa y adoptó una expresión preocupada y perpleja.

De ese modo, cuando por fin se volvió para mirar a su padre y recordó (pues a causa del pánico del encuentro con Vigorce la había olvidado) su pregunta: ¿era todavía una chiquilla?, se ruborizó hasta rayar en el mismísimo escarlata de las ceremoniosas mangas de César.

Aquél, todavía el magnífico padre que a duras penas había sido nunca antes, o que resultaba improbable que volviese a ser, acudió abrupta e intuitivamente en su ayuda.

– ¡Hace demasiado calor! -exclamó-. ¡Mírate! -Posó el dorso de la mano en la ardiente mejilla de Flore-. ¡Tócate! Estás demasiado caliente. ¡Haré que trasladen el fuego!

Bonne preguntó:

– ¿Os gusta mi joya? Es un talismán.

Hizo que Amanieu la cogiera, aún colgando de la cinta en torno a su cuello, para sostenerla en la mano. El se inclinó por tanto hacia el olor de su cuerpo, que al principio fue sudor seco, luego un acre perfume que era el de la propia Bonne, y por fin un aroma que ya pendía en su mente: el de las pimpinelas azules.

El vestido de seda era de los que se estilaban, ceñido al cuerpo y prieto sobre los pechos, los cuales, en cuanto él hubo dirigido su mirada a la joya, empezaron a alzarse y caer con mayor rapidez que antes, y extendieron un panorama de apasionado amarillo tras su escrutinio de las gemas roja, verde y azul.

Al mismo tiempo, Amanieu tuvo la aguda sensación de que Bonne le había colocado allí, bajo su rostro, a propósito, como para examinarle sin ser vista mientras él se hallaba ocupado con la joya. Sintió su acelerada respiración primero en la coronilla, luego en la nuca, y de nuevo en la oreja derecha. No pudo evitar alzar la mirada.

A una pulgada de su ojo derecho se hallaba la boca de Bonne, los labios recién entreabiertos, el inferior bastante pálido y fruncido, como si desde mucho atrás hubiese soportado vejaciones; el superior, cautivador y pletórico de historias, vuelto hacia arriba en los extremos y hacia abajo, muy hacia abajo en las comisuras. Aquel labio, enigmático y secreto, no podía ocultarlo todo, y se alzaba en el centro grueso, sugestivo y prometedor; y aun así el estricto labio inferior refrenaba con firmeza todas sus esperanzas de suntuosidad.

El rostro en sí traslucía el mismo relato de comedidos ardores. El perfil que llenaba la visión de Amanieu estaba trazado por líneas largas y planas, como si una belleza impersonal, escultórica, las hubiera determinado; pero cuando la mejilla desembocaba con súbita gracia en la recta nariz (donde Amanieu vio que los pelillos de una ventanilla se agitaban al respirar), se sumía en un cauce esculpido a la perfección en bien resueltos meandros, y al final del cual, esperando, se hallaba la elocuente y dorada mirada de Bonne.

A través de aquel ojo incauto Amanieu espió la turbulencia que ardía con furia en su interior. Iras y pesares refulgían allí, furias que aullaban clamando venganza, y en los cimientos de su ser acampaba todo un ejército de esperanzas frustradas (reconfortadas y suavizadas levemente, quizá, por aquellos fuegos y gritos de guerra), que aguardaban con amarga e inveterada paciencia.

Su reconocimiento de aquella ferocidad enjaulada fue tan inmediato que Amanieu se aferró en busca de seguridad, con ademán repentinamente supersticioso, al talismán que ella había posado en sus dedos.

– ¡Soltadlo! -exclamó Bonne al instante. Como Amanieu, al asir el amuleto, la había atraído hacia sí tirando de la cinta que le rodeaba el cuello, ella habló con los labios pegados a su oreja.

Amanieu soltó el amuleto. Se incorporó y sus ojos, que ahora se encontraron con los de Bonne, vieron que en lo hondo los fuegos y las iras brillaban con luz trémula y tenue, como si sobre la dorada superficie Bonne hubiera extendido un filtro de magia defensiva, un humo desconcertante, para mantenerle al margen de una sabiduría prohibida.

– Esta joya es mía -declaró Bonne-. Es mi talismán, y sólo mío.

Lo devolvió con complacencia a su ya casi calmado pecho, y le sonrió con una mirada clara y cándida. Aquella máscara afable desconcertó a Amanieu. Podría haber descartado su reciente perspicacia para atisbar en el atormentado interior de Bonne como fruto de su imaginación, pero entonces vio de nuevo las líneas del rostro y la boca, dibujadas allí por la disciplina de controlar las emociones que bullían en su interior.

– ¿Qué estáis mirando? -Bonne le habló de nuevo- ¿Qué opináis de mi joya?

Amanieu hizo un esfuerzo por emerger de sus pensamientos.

– Sí -confirmó-. Es vuestra joya lo que estoy mirando. Lo llamáis vuestro talismán. ¿De qué os protege?

– De la epilepsia -respondió Bonne-, y de otros males.

Amanieu se sentía inspirado para provocarla. Tenía la absoluta necesidad de hacer que aquella lisa superficie se desgarrara y revelara algún signo de la violenta presión que encubría.

– ¿De qué otros males? -preguntó-. ¿De la locura? -Echó una ojeada más allá de ella, hacia César-. Quizá tengáis miedo de contagiaros de su locura.

– ¡No! -exclamó Bonne, y a su vez se aferró a la joya, de modo que ésta casi desapareció en su mano.

– Sé muy bien -prosiguió Amanieu- que el ungüento de pimpinelas azules, frotado en el cuerpo, es un remedio contra la locura.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Bonne.

– A través de Gully.

– Voy a tener que deciros -repuso ella con rapidez- que la locura no es un tema de conversación banal en nuestra casa. -Se dejó caer contra el respaldo de la silla y se sentó tan tiesa como la tabla contra la que apoyaba la columna. Los ojos dorados le taladraron y luego se clavaron desafiantes en el fuego.

Amanieu, cuyo desagradable propósito era el de conseguir agraviarla hasta tal límite que las mareas de lava que él suponía que bullían en su interior hicieran explosión como en la erupción de un volcán, saltó de su asiento para acomodarse en el borde de la mesa, e inclinándose hacia Bonne empleó una técnica de pomposa insolencia.

Como ahora se hallase sentado entre ella y el fuego, Bonne descubrió que estaba mirando las rodillas de Amanieu. Alzó su hermoso rostro y le mostró unos ojos relucientes de veneno.

– ¡Embaucador! -le espetó airada-. ¿Qué creéis que estáis haciendo?

Amanieu sonrió cual un arzobispo a un hereje.

– No os irritéis -dijo-. Es obvio que hicisteis que os picaran las abejas en la esperanza de recibir la cura de pimpinelas azules, que es además la específica para la locura. -Indicó con un ademán a César, ajeno a todo aquello-. ¿Acaso teméis que su locura sea infecciosa?

¿O creéis tener una locura propia, creciendo invisible en vuestro interior?

Sólo se percató de un golpe en el rostro, y luego de que caía y se daba en la cabeza. Yació boca arriba, agradecido y abrazado por la oscuridad, para despertar de repente a causa de un lacerante dolor en la mejilla, y rodó sobre sí una y otra vez para alejarse de él. Cuando recobró el sentido fue para descubrir que se hallaba en cuclillas en el suelo con olor a cabello chamuscado en sus fosas nasales. Se golpeó en el cuero cabelludo con las manos, se sentó y abrió los ojos con cautela.

Vio a Vigorce y a Mosquito frente a sí, riendo como si fueran a morirse por ello; se abrazaron el uno al otro y cayeron despatarrados, balbuceando y chillando. También a su derecha había regocijo. Se levantó, despacio y tambaleándose, pues la cabeza le daba vueltas y le dolía. Se volvió hacia la mesa hasta que César y Flore entraron en su ángulo de visión, y vio que estaban demasiado sumidos en algún asunto privado como para compartir la euforia común. Comprendió entonces dónde había caído, y de inmediato el dolor de la quemadura rasgó su mejilla con redoblado vigor.

– ¡Dios mío! -exclamó-, ¡Casi me caigo al fuego!

Aquellas palabras, pronunciadas al tiempo que se volvía a mirarla, renovaron el deleite de Bonne ante el risible suceso. Ofrecía un extraño aspecto, con las piernas sobre la mesa y la cabeza y los hombros embutidos en uno de los ángulos de la enorme silla. Eso hacía que le resultara difícil reír, pero repetía, con ataques de risa en medio, la exclamación «¡Oh!». La profirió una y otra vez, poniendo los ojos en blanco cada vez que lo hacía, como para igualar la forma que confería a su boca, y como si fuera una palabra útil.

Por fin el júbilo de la audiencia disminuyó, y Bonne fue capaz de hablar de forma inteligible.

– ¡Oh! -exclamó-. ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, que Dios nos ayude! ¡Oh, vamos; venid y ayudadme!

Amanieu se hallaba, para entonces, en mayor posesión de sus facultades. Las dolencias en su cabeza se habían separado en sus individuales ubicaciones. Sentía que la herida más significativa se hallaba en la parte posterior del cerebro, y palpitaba con un lento, profundo y agudo dolor, como si alguien estuviera tironeando de un anzuelo que había prendido bien adentro en su cabeza. Notaba la nariz desagradablemente aplastada aunque no parecía rota, y había sangrado copiosamente. Ahora sólo podía ver a través de un ojo, lo que significaba que el otro se había hinchado hasta cerrarse desde que empezara a recuperarse. La mejilla le ardía ferozmente donde había sido marcada a fuego por el brasero. Le pareció que tales eran todas sus heridas, pero su causa todavía le desconcertaba. Utilizó la mesa tanto de apoyo como de guía, y sorteó las dificultades hasta recuperar su lugar junto a Bonne, cuya risa, reducida ahora a los últimos accesos de gorjeos y risillas, se desvaneció un poco más cuando le vio de cerca.

No se hallaba en disposición de ayudar a Bonne a incorporarse en su asiento y ella lo hizo por sí misma, con una secuencia de torpes y espasmódicos movimientos de una posición a la siguiente. Amanieu tomó asiento, por tanto, y cuando ella hubo recobrado su adecuado estado, le preguntó qué había sucedido. Bonne esbozó una radiante sonrisa. Su boca se torció y frunció como si estuviera demasiado cansada para reír ya más.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Os he arrojado al fuego de una patada!

Se sirvió vino y le pasó la jarra a Amanieu.

– No os mostréis tan agresivo -le dijo ella-. ¡Animaos! Gully traerá una tina con agua y os lavaremos esa sangre. -Sonrió con admiración por sí misma-. ¡Quién habría pensado que iba a hacerlo, eso de mandaros volando de una patada! Os he hecho volar derecho al fuego. La próxima vez, mi querido jovencito, ¡haré que caigáis justo encima de él!

¡La próxima vez! El ojo sano de Amanieu parpadeó ante el fulgurante calor y las chisporroteantes llamas del fuego. Se vio crepitando y chillando allí, ascendiendo convertido en humo hacia el orificio en el techo, mientras Bonne aullaba de risa. Y aquella mujer lo haría, además, cruelmente y como muestra de camaradería.

– ¡Estáis loca! -le reprochó.

Gully entró trastabillando, dejó con estrépito un barreño, y se retiró.

– Si lo estoy -replicó Bonne con aspereza- es lo que deseabais averiguar.

Tales palabras le llevaron a enfrentarse cara a cara con ella. Ahora no vio nada misterioso en sus ojos. No vio allí ninguna anodina muestra externa que ocultara el laberinto interior; ninguna astuta y engañosa capa que enmascarase la horrible alma de la Gorgona. Ahora todo era perfectamente visible en la superficie; por lo que a él concernía, toda ella estaba loca.

– Primero tuve que encarrilar al campesinado -dijo Bonne-, y ahora a vos. Haré que me hagan una armadura y me convertiré en guerrero.

– Haréis lo que os plazca -repuso él-. Me retiro a mi lecho.

– No -negó ella-. ¡No lo haréis! -Cubrió el puño de Amanieu, que él apretaba sobre la mesa, con una de sus manos.

Amanieu no podía creerlo, pero la cálida amabilidad de sus ojos dorados vertió miel sobre su ultrajada hombría. La ignominia fue embalsamada y la irritación aplacada por el mero contacto de aquella mirada dorada con su único ojo sano. ¿Era aquello magia o simplemente un misterio en aquella mujer? No sucumbiría, sino que se marcharía a dormir en aquel preciso instante. Pese a su resolución, sin embargo, no se movió. ¿Estaba hechizado? Si era una bruja y tenía influencia sobre él, nada podía hacerse al respecto, y todavía tenían que curarse sus heridas.

– Así me gusta -dijo Bonne.

Enjugó su rostro con agua y vinagre para limpiarlo de sangre. Le hizo sonarse la nariz, pese a que le dolió, para probarle que podía respirar por ella. Dijo que la patada que le propinaba había cambiado su forma, pero ya antes había sido una nariz de poco carácter, de modo que el daño no había sido muy grande. El ojo cerrado, le informó, ya estaba más amarillento que el resto de su persona, con otros colores en camino, y desde luego al día siguiente estaría negro. Pensaba que la huella de la quemadura en la mejilla mejoraría en gran medida su aspecto, cuando se hubiera curtido, y entretanto le aplicó aceite de oliva con la misma delicadeza con que se posa una mariposilla. En cuanto al golpe en la parte posterior de la cabeza, según Bonne, podía tanto dejarle trastornado como no hacerlo, y lo sabrían para cuando la costra empezara a causarle comezón.

Amanieu, por confuso y embotado que estuviera, había empezado a advertir la paradoja de una mujer que podía propinarle una brutal patada en el rostro, y un instante después limpiar y ungir las resultantes heridas con tan tierno cuidado y tan delicado tacto. Había llegado incluso a reconsiderar su anterior opinión sobre ella, la de que estaba formada por dos naturalezas opuestas, cuando los sucesos parodiaron tan simples conclusiones.

Los dedos que rozaban con ligereza, como milagros de la curación, las cuatro doloridas magulladuras de su cabeza, empezaron de pronto a transmitir la sensación de un propósito distinto. Su tacto era aún amable, pero se trataba de otra clase de amabilidad, y fue con una nueva disposición que Bonne procedió a trabar amistad con las tres quintas partes de la cabeza y el rostro de Amanieu que no habían sido devastados por su furioso ataque. Tanteó en torno al gran chichón de la parte posterior de la cabeza, y acarició con uñas bien manicuradas el cuero cabelludo y el descarnado cuello, alborotándole el pelo para asegurarse de que no se ocultaran allí cortes o contusiones.

En la parte delantera, la boca de Bonne investigó por su cuenta. En el lado derecho del rostro de Amanieu, con los contornos delimitados por el ojo magullado, concluyó rápidamente. Al otro lado, sin embargo, tanto el sensual labio superior como su intelectual compañero le prestaron una enorme atención. Bonne sostenía con sus manos la cabeza de Amanieu, firme pero delicadamente, para no agravar ninguna de sus heridas, y se dedicó a explorar con la lengua la oreja izquierda. Uno habría pensado que era aquel un acto arriesgado donde los hubiese, pero pronto quedó claro que se había ganado el vivo interés de Amanieu. Se apartó de la oreja y le sostuvo la cabeza mientras le acariciaba ambos lados del rostro, el dañado y el entero, con mirada ardiente y borrosa.

– Cuando estéis bien -le dijo-, haremos el amor.

Un estremecimiento recorrió a Amanieu. Sintió que se distanciaba de ella y que el hechizo comenzaba a disolverse. En aquellas simples palabras de Bonne había captado la maraña del desorden emocional y la calculadora inteligencia, y comprendió con una intuición surgida de la reciente paliza, las inmediatas caricias y el rápido despliegue de promesas sexuales que le habían sido expuestas una tras otra, que en efecto se trataba de una mujer dividida en dos fuerzas y que ninguna de ellas dejaría en paz a la otra. Ni el laberinto que era su espíritu ni el inquieto ingenio en su cabeza permitirían el control por parte del otro de un territorio convenido. Lo compartían todo: cuando uno dormía el otro vigilaba; cuando uno descansaba el otro caminaba; nada concluía, porque todo continuaba transformado en alguna otra cosa. Cuando Bonne hablaba de amor, su mente se preguntaba qué provecho podría extraer de tal suceso; Amanieu lo había oído, un deje mental que se aferraba cual parásito a la clara voz del instinto carnal. Ahí estaban dos caracteres opuestos que no iban a congraciarse, cada uno ocupado en sus propios asuntos, sino que procedían juntos, unidos en conflicto, compitiendo por un propósito común, manteniendo una constante disputa bajo la pulcra apariencia, en el interior de aquella encantadora cabeza y aquellos ojos dorados de Bonne.

Ante todo aquello, Amanieu cerró su único ojo sano. De inmediato, se desplegó en su mente la escena en que la atónita mirada de Flore se posaba en la enorme verga de toro, como ella la había llamado, que Vigorce acarreaba sobre las aguas del río. Sonrió. Lentamente, se enderezó en el asiento y echó una ojeada a César y su hija. Cuando un rato antes se había cruzado con los ojos de Flore, se hallaba enfrascada en una conversación con su padre y esgrimía entonces una mirada de cachorrillo abandonado y solitario; ahora, en contraste, parecía muy tensa, como atrapada en algún hilo tendido entre ella y Vigorce, y entre ella y César. Volvía la cabeza de uno al otro y se la veía ruborizada. César le dio unas palmaditas en la mejilla y se puso en pie. Ella vio entonces a Amanieu e hizo el expresivo gesto de poner los ojos en blanco. El no pudo interpretarlo más allá del simple hecho de que se sentía violenta, pero suponía una confidencia tan sencilla, aquel mero intercambio de confianza entre ambos, que le sentó tan bien como la comida tras un largo ayuno.

– ¡Mi hija tiene calor! -exclamó César-. ¡Debemos mover el fuego!

Flore había reconocido un aspecto familiar en el iluminado estado de su madre. Su boca adoptó una expresión de desilusión y apartó de nuevo la mirada. Amanieu se revolvió en su asiento y se levantó de la mesa. Trastabillando y con extrema cautela, pasó junto al fuego y, cruzando la puerta, se asomó a la noche. Extendió los brazos, y cuando fue capaz de ver a la luz de las estrellas, tambaleante y con las facultades mentales reducidas al mínimo en su dolorida cabeza, cruzó el patio danzando, arriba y abajo, en círculos. Apretó el puño derecho y lo blandió hacia el cielo como si estuviese pronunciando un juramento.

– ¡Poseeré a esa niña! -exclamó, y señaló hacia el umbral anaranjado, de modo que no cupiese duda acerca de quién se trataba-. ¡Poseeré a esa niña!

Regresó lentamente hacia la casa y orinó sobre un montón de piedras contra la pared. Las piedras dejaron escapar un gemido y se alejaron con un apesadumbrado suspiro.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó él tontamente, escudriñando en la oscuridad, y luego exclamó-: ¡Eh! ¿Eres tú? Ven aquí, grandísimo zoquete.

La criatura fue hacia él, sin entusiasmo, pero también sin haraganear. Era el mastín al que nadie había visto desde que él le propinara una patada en la cabeza. Amanieu cerró una mano en torno a su hocico y lo acarició levemente, y luego le rascó detrás de una oreja.

– ¡Escucha! -le dijo, y el perro escuchó-. Voy a poseer a esa niña. ¿Qué te parece eso? -Escudriñó por segunda vez en la oscuridad. El perro movía la cola.

Un gran barullo, el sonido de una fiesta que cobraba vida, se vertió a través de la puerta.

– ¿Quieres entrar ahí? -le preguntó Amanieu al perro. El animal se contuvo y profirió ese ronco y desesperanzado sonido gutural con que los perros proponen alternativas-. Muy bien, entonces -continuó Amanieu-. ¡Tú delante!

El perro le llevó hacia el extremo del patio, junto al lateral de la torre del homenaje, y se sentó bajo la pared trasera. Se trataba de la cara norte, y la sombra que hubiera durante el día caería allí. Era el lugar ideal para que un perro se sentara a sopesar sus diferencias con la humanidad.

Había un rincón, una depresión en la cima de la loma sobre la que se apoyaba la torre, y ambos se sentaron allí a descansar; el perro aceptó servir de almohada para la maltrecha cabeza de Amanieu. Este alzó la mirada. Las estrellas titilaban en lo alto, brillantes contra el cielo negro. El aire se tornó más fresco pero el lugar era tranquilo, libre incluso del eterno canto nocturno de los grillos en el prado. Tendría a esa niña para sí. Un escarabajo zumbó intensamente sobre su cabeza y se estrelló con un ruido sordo contra la pared de piedra, tras lo cual se alejó con dificultad y zumbando en un tono más bajo.

– Este es un mundo muy duro -dijo Amanieu-. Debemos velar por nosotros mismos: tú, yo y la niña; y no confiar en nadie. -Bostezó-, Tal vez en el enano -añadió-. ¿Qué crees tú? -El perro roncó, y Amanieu se sumió tras él en el sueño.

17

CARACOLES Y AJO

– ¡Los caracoles! -exclamó Flore.

Gully entró inclinándose hacia atrás por el peso de una gran olla de hierro. Sus manos, que la asían de las arqueadas asas, estaban de un rojo intenso a causa del vapor que de ella se alzaba cual nube y que esparcía en el aire un asombroso aroma a hierbas y especias.

– ¡Ah! -dijo Bonne-. ¡Los caracoles!

César, que se hallaba en pie al entrar Gully, exclamó a su vez: «¡Los caracoles!», y Flore confió (pues le encantaba tomar caracoles para cenar) en que olvidara lo sonrosado de sus mejillas y su opinión de que el fuego calentaba demasiado para ella. ¡No hubo esa suerte!

– Mi hija tiene demasiado calor -dijo César por tercera vez-. Poned la olla sobre la mesa, Gully. -Esta ya lo había hecho, y le miró y se sorbió la nariz, agitando los doloridos dedos mientras se marchaba de vuelta a la cocina-. Moveremos el fuego antes de comerlos.

– ¡Estupideces! -exclamó Bonne, volviendo a la vida pública y tomando la iniciativa en un solo gesto-. Si Flore tiene demasiado calor, y no veo por qué debería tenerlo, puede cambiarse de sitio con alguien. -Miró fijamente a su hija a través del vapor, y gracias a los antiguos celos de la maternidad vio qué le sucedía a Flore-. ¿Por qué estás tan sonrosada? -exigió retóricamente-. ¡Pero bueno, Flore! ¡Ve y siéntate ahí! -Señaló hacia la soldadesca y su tablón-. ¡Capitán, venid y sentaos junto a mí!

– Hacedlo así, capitán -intervino César, aunque no quedó muy claro que le hubieran mirado en demanda de permiso, y añadió-: Haz lo que dice tu madre, Flore. -Esta le miró. César había vuelto a encerrarse en sí mismo tras aquel momento en que se comunicaran como padre e hija, y se mostraba celoso de su adorado fuego con una sonrisa malhumorada y altanera. Los ojos azules se movieron, pero su mirada no se posó en ella antes de apartarse rápidamente de nuevo: una mirada con todos los visos de una cautelosa mariposilla- ¡Vamos, muévete! -le espetó.

Vigorce se había levantado de la improvisada mesa en que se hallaba sentado con Mosquito y que ahora supondría el castigo de Flore por ruborizarse, por tener motivos para ruborizarse, y quizá por llevarse bien con su padre. De hecho, para ella no suponía un castigo comer caracoles junto a Mosquito, que era de su misma altura y un hombre agradable y fácil de tratar. Al capitán, sin embargo, que ya estaba asombrado por la reciente mirada que Flore le había dirigido (a través de la cual, toda rubor y temblores, ella le había visto simultáneamente como el Vigorce que cenaba allí y el Vigorce desnudo en el río dispuesto para el amor), Flore le sacó la lengua antes de sentarse.

Como desafío a todos aquellos que habían ocasionado su exilio de la mesa superior, habló largamente con Mosquito, con una animación que sugería, por así decido, que tan sólo el deber filial la había mantenido alejada de él. Había sido un día interesante, le dijo. También él lo creía así. El opinaba que, a su vez, el joven caballero resultaba muy interesante. También ella lo creía, le dijo Flore, pero ¿interesante en qué sentido en particular? «Oculta más cosas de las que se ven a simple vista», le respondió Mosquito con cautela. Flore esbozó una mueca socarrona ante su reticencia, y recibió a cambio una anodina. ¿Qué opinaba Mosquito de Vigorce? Tenía en gran estima a Vigorce. Flore creía que Vigor- ce ya estaba mejor, y resultó que Mosquito también lo creía. Flore había pensado por un momento que Vigor- ce se había vuelto loco, y que así seguiría. Mosquito había sido de la misma opinión.

– Os diré qué fue lo que le curó -le dijo Flore-, si me prometéis mantenerlo en secreto.

– Podéis confiar en mí -respondió el pequeño Mosquito, y Flore, sorprendida tanto por lo que estaba haciendo como por la compostura con que lo hacía, empezó a relatarle cómo Vigorce había hecho el amor con la campesina.

El propio Vigorce estaba demasiado preocupado para oír nada de aquello. Al principio se había quedado atónito cuando Flore le sacó la lengua. Pues ¿qué tenía él que ver con Flore, que la condujera a ruborizarse y a sacarle la lengua? Entonces, cuando hubo recorrido la mesa de su señor hasta el extremo desde el que Bonne le había llamado, descubrió que ella se había marchado. César, con la forzada cortesía del hombre al que le desagrada ver a un invitado rondando por ahí como una navaja a medio cerrar, le dijo:

– ¡Sentaos entre nosotros, Vigorce! ¡Traed ese taburete junto al asiento de mi señora y sentaos aquí! Me atrevo a decir que estará de vuelta en unos instantes.

Vigorce hizo lo que le decían. Se sintió utilizado como una marioneta por cualquiera de la familia al que se le antojara jugar, pero su ánimo se hallaba quebrantado por los horrores de aquel día, y era como una hoja al viento ante la voluntad de otros. En consecuencia, arrastró el banco en que se sentara Amanieu hasta el espacio entre las dos majestuosas sillas, provistas de laterales y respaldos, que ocupaban sus superiores. Como fruto de esa solución, se encontró con la nariz sobre los deliciosos vapores que emanaban de la humeante olla de caracoles.

– ¡Vaya, sí que habéis ascendido! -Esa fue la puñalada en la espalda con que Gully se dirigió al capitán por haber conseguido un asiento entre los poderosos. Había vuelto con un cuenco grande y otro pequeño, de los cuales surgió un hedor de atroz magnificencia que rasgó la atmósfera.

– ¡Alioli! -exclamó César-. ¡Dios mío, Gully! ¿Es eso alioli?

Gully colocó la vasija grande de mayonesa con ajo frente a César y llevó la pequeña a Flore y Mosquito.

– ¡Alioli! -canturreó Flore convirtiéndolo en villancico-. ¡Alioli, alioli!

Mosquito no dijo nada, pero con las emanaciones del ajo rasgándole las fosas nasales y la amarillenta superficie de la salsa reluciendo ante sus ojos, babeó sin remordimiento. Para entonces, Vigorce, tras semejante azote psicológico, se había tornado escéptico; se concentraría en sí mismo y se abstendría de parloteos absurdos: lo que no se le ocurriera desde lo más hondo de su ser no lo pronunciaría. Sentado con la cabeza sobre la aromática nube producida por los caracoles hervidos, y cuando el hedor del alioli se abrió paso a trompicones a través de aquellos aromas menos sustanciales (olores tan efímeros como el del hinojo, el tomillo y la nuez moscada), al estar sumido por tanto en el silencio no se mostró más que levemente esperanzado acerca de la comida.

Un rostro se le apareció a través del vapor. Era Mosquito, con la cabeza justo sobre el borde de la olla de caracoles, un curioso e indigesto presagio. César susurró al oído del capitán:

– ¡Caracoles, Vigorce! ¡Caracoles para mi hija y vuestro ejército!

Vigorce sintió que le embutían un objeto en la mano, y vio que era un cucharón. Mosquito dejó con estrépito un cuenco de madera junto al caldero, y Vigor- ce se puso en pie y sirvió generosamente, hasta que el cuenco se desbordó y la presión de César sobre su brazo le indicó que se detuviera. Mosquito se retiró y César, dando ejemplo a su capitán, cogió algunos de los caracoles caídos sobre la mesa y empezó a consumirlos, generosamente untados con la salsa de ajo.

– ¡Más! -exclamó César-. Poned los caracoles sobre la mesa y verted el jugo sobre el pan. -Gully se hallaba de vuelta con los brazos rebosantes de planas hogazas, la mayoría de las cuales dejó sobre la mesa grande, y el resto frente a Flore y Mosquito.

– ¡Gully! -exclamó su señor-. ¡Tenéis que serviros unos cuantos!

Gully se le quedó mirando ante semejante estupidez.

– Me he comido los mejores en la cocina, y en mi propia compañía -declaró, y se marchó. Asomó de nuevo la cabeza en la estancia-. De cualquier forma -pro- siguió, bizqueando con tremendo sarcasmo en dirección a Vigorce-, ¿a quién le importa el ganso cuando tenemos ahí a su señoría? -Desapareció.

Como en aquella casa todos los palos le caían encima, la capacidad social de Vigorce se deterioró y se mostró más abyecto con los que le acompañaban.

– Estos caracoles -le dijo a César- no llegan ni a una quinta parte del tamaño de nuestros caracoles de Borgoña.

César se hallaba glotonamente dedicado a compensar tal hecho, del cual sin embargo había sido hasta entonces perfectamente ignorante, y nada hizo a modo de respuesta excepto añadir a la expresión con que masticaba y tragaba un parpadeo de inquisitivo interés.

Bonne, sin embargo, estaba de vuelta, recién perfumada y dispuesta a cualquier cosa.

– Bueno, capitán -dijo a sus espaldas, de modo que Vigorce se atragantó por un instante; pero continuó atiborrándose, esperando, aunque ya no temiendo, lo peor-. Ya veo que pese a lo lamentable de la comida, consideráis innoble esperar a gozar de mi compañía.

César le dijo a Vigorce:

– Servirle unos cuantos caracoles a mi señora, o hincará el diente en vos, ahí donde os sentáis.

Vigorce sirvió una cucharada de caracoles sobre la mesa frente a Bonne, y vertió el jugo sobre el pedazo de pan que César le arrojó.

Bonne volvió a ponerse en pie de un salto.

– ¡Yo sí tengo una fuente, especie de imbécil! -le espetó airada-. ¡Mirad lo que habéis hecho! -Su blanco peplo estaba salpicado del riquísimo jugo en que se habían cocido los caracoles.

Vigorce descubrió que ni ese hecho ni la demostración de furia de Bonne dejaban la más mínima impronta en su estado de ánimo. Sonrió para sí con ironía; ¡se hallaba a salvo dentro de su concha! Recogió con el cucharón los caracoles que había vertido y los colocó en el plato de madera de ella, y alargando una mano ante César asió el cuenco de alioli y le tendió a Bonne una buena ración con la hoja de su cuchillo.

– ¡Dios sea loado! -exclamó Bonne, y se sentó de nuevo sin hacer nada al respecto-. ¿Es que os habéis vuelto loco? -preguntó.

– Casi -respondió Vigorce, y añadió un pintoresco comentario-: Sauve qui peut.

Al parecer, ahora se tomaba las cosas al pie de la letra. En efecto, estaba diciendo exactamente lo que pensaba. La mujer, que sabía que él la había idolatrado desde lejos durante tres años, se inclinó sobre sus caracoles.

Vigorce, con un gran vacío interior a causa de la calamidad de la muerte de Solomón; asediado en todos los frentes por la mezquina violencia de la familia Grailly en acción; devuelto sin embargo a la realidad por haber hecho el amor con aquella mujer en la laguna; y con su integridad, fuera lo que fuese tal cosa (ya fuera una virtud, un punto de vista moral, una bendición espiritual o el mero aglutinante, invisible y omnipotente, de su carácter), con su integridad, pues, luchando a su favor, Vigorce se dedicó una vez más, como todo el mundo en la estancia, a atiborrarse de caracoles embadurnados de ajo y aceite.

Cuando Amanieu, al que había despertado el hambre, volvió ya tarde al festín, se encontró con una cofradía de lánguidos juerguistas, medio borrachos y totalmente atiborrados. Los gansos habían desaparecido. También lo había hecho la cabeza de cerdo: el morro, la lengua y los sesos. El jamón curado, que Gully había descolgado de las vigas de mala gana (pues era uno de los tres que quedaban), no era ahora más que un hueso a la espera de ser cocido para hacer caldo. En cuanto a los negros budines fritos en cebolla con hígado y corazón de cerdo, las sabrosas y rancias salchichas de cerdo, y el estofado de conejo y tripas de cerdo, nada quedaba de todo aquello sino restos y migajas.

El silencio y la introspección habían recaído sobre los comensales mientras consumían aquella salsa hecha de ajo y, casi por entero, de aceite de oliva. Aquella predisposición a la interiorización se había hecho aún mayor con la ingestión del grasiento cerdo, cocinado de diez formas distintas, y los aún más grasientos gansos. Ahora los comensales se desparramaban, lánguidos y henchidos, sobre los restos de su comida, picando fríos fragmentos y mordisqueando cosas tan socorridas para sus estómagos como queso curado de oveja y uvas amargas.

Amanieu permaneció de pie en el umbral y observó a Bonne, y comprobó que ella le miraba con ojos ciegos, como si él no estuviera presente en realidad. Vigorce, a su vez, se hallaba en una especie de trance. Amanieu miró a César, y vio la burla reflejada en la superficie de aquellos ojos azules, tras los cuales, como si constituyeran un muro, podía retirarse a su antojo. Mosquito observaba atentamente el fuego, estancado en algún pensamiento que ya le había abandonado. Cuando por fin Amanieu volvió los ojos hacia Flore, ella alzó la vista hacia él desde las migajas y la grasa y los huesos, desde debajo del cabello que le caía sobre el rostro mientras se inclinaba sobre la mesa, como tratando de recordar quién era. Todos y cada uno de ellos, comprendió Amanieu, se habían retirado al interior de sí mismos: tal era la costumbre en aquella remota heredad.