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SEGUNDA PARTE.EL DESPERTAR

18

NOTICIAS

Jesús el español volvió de su viaje con un rostro como el de la conciencia de Dios. Tres días después del festín, en plena tarde, entró en el patio montado en su pequeño caballo bayo. César y su familia recogían las ciruelas y disfrutaban de la sombra del ciruelo de amargos frutos. Flore trepaba entre la copa, mientras en el exterior César tendía sus enormemente largos brazos a intervalos enormemente largos, en lentos y deliberados estiramientos que convertían cada ciruela en la circunferencia del árbol en un descubrimiento, en el cual quizá residiera el primer regusto de una nueva verdad.

Los frutos de aquella cosecha tal vez interminable iban a parar a una cesta junto al pie derecho de Bonne, que se hallaba sentada contra la pared de la casa. Con un cuchillo afilado deshuesaba las oscuras frutas y dejaba caer la pulpa troceada en un cuenco a su izquierda. Amanieu se hallaba repantigado en el umbral (donde había muerto el pobre Solomón), con las piernas al sol y el resto de sí al fresco de la casa. El mastín, todavía domeñado por la felicidad de aquella nueva amistad, yacía junto a él, prodigando el calor de su cuerpo sobre las losas.

Henchido de noticias, Jesús confirió un aire ceremonioso a su llegada. Condujo a su pequeño caballo a través de la arcada e hizo entonces que la tranquila criatura efectuara un paso español, como si en su país fuera costumbre que las grandes noticias llegaran de costado. Nadie le prestó la más mínima atención, y como fuera que el caballo pasara brincando junto al ciruelo con la cola hacia los allí congregados, Jesús no pudo discernir de inmediato, sin estropear el efecto echando un vistazo, hasta qué punto había causado algún revuelo en el familiar ensimismamiento de sus patronos. Procedió por tanto a seguir llegando con estilo, guiando a su montura en un amplio y elegante círculo hasta quedar de cara a la casa. Allí realizó una reverencia sobre la silla, se quitó con elegancia el ancho sombrero que Solomón le había dejado a su partida y lo sostuvo en un costado. Su propia altura y lo reducido del caballo hicieron que sus pies quedaran bastante cerca del suelo, y el efecto que ello produjo, unido al raído y remendado estado de sus ropas, incluido el viejo y gastado sombrero de paja, fue el de presentarle como una maltrecha copia de algún monumento heroico que esperase ser aplaudido.

El propio Jesús pronto tuvo esa sensación, pues César continuaba inspeccionando la periferia de aquel árbol, y Flore hurgando en medio de él, sin muestra alguna de haber advertido su llegada. Bonne, de la cual tenía una visión poco clara a través de hojas y ramas, sí le miró por un instante, pero luego siguió simplemente deshuesando aquellas exiguas ciruelas. Jesús cerró los ojos para evitar el ridículo, volvió a ponerse el sombrero y desmontó.

– ¡Vaya! -exclamó asiendo una ciruela caída-. ¡Habéis dejado que se escarchen!

Aquella espontánea expresión de rústico ultraje se ganó una respuesta inmediata, y de la familia entera.

– ¡Escarcha! -exclamó Bonne-. ¡No seáis insolente!

– ¡Hola, Jesús! -dijo Flore desde el interior del árbol-. Lo que os habéis perdido esta semana… Celebramos un banquete, ¡con caracoles! Ahora ya estamos mejor.

– ¿Habéis estado fuera? -preguntó César-. Mirad, la escarcha apenas las ha afectado, ¿sabéis?, y todavía hace bastante calor durante el día.

– ¿Qué tiene eso que ver? -exigió Jesús, como si las ciruelas fuesen suyas-. El daño que hace la escarcha, no lo remedia el sol.

– ¿Cómo os atrevéis a hablarle así a vuestro señor? -le reprendió Bonne-. ¡Venid aquí! Veo que traéis noticias.

César le puso una mano en el hombro y, con actitud de camaradería, le instó a rodear el árbol.

– ¿Tenéis noticias, mi querido Solomón? Bonne estará encantada.

– No soy Solomón… llevo puesto su sombrero. Mi nombre es Jesús.

– ¡Por supuesto! ¡Cómo ibais a ser Solomón! ¡Lo había olvidado!

César le empujó con suavidad hacia Bonne, todavía sentada contra la pared. Ante ella, Jesús hizo una reverencia, con el sombrero al pecho, y en esa ocasión recibió a cambio una inclinación deferente de cabeza.

– Comunicadme esas noticias de las que estáis tan orgulloso -dijo Bonne.

Jesús observó a Amanieu, que se había incorporado y se apoyaba contra la jamba, y luego el español se volvió hacia la distancia, señalando con la nariz hacia las lejanas tierras del valle de las que había regresado.

– Señora -anunció-, el vizconde está avanzando a través de sus tierras.

– ¡Aja! -exclamó Bonne, y se hizo un corte profundo en dos dedos-. ¡Por fin Roger se ha acordado de nosotros!

– ¡Trencavel! -dijo César-. ¿Viene hacia aquí? ¡Por todos los demonios!

– ¡Pero bueno! -exclamó Bonne, gesticulando para que Jesús le tendiera una mano para ayudarla a ponerse en pie-. ¿Es ésa forma de darle la bienvenida a mi primo y nuestro señor feudal? -Se alisó la falda con una mano y se chupó los dedos que le sangraban en la otra-. ¿Cómo viaja? -le preguntó a Jesús con cierta ansiedad-. ¿Tiene sus propios recursos, o se abastece de las tierras?

– Lleva un enorme séquito, señora, y viaja bien abastecido; y envía cocineros y comida por delante allí donde se detiene a pasar la noche. -Jesús estaba ahora mucho más calmado. Cierto que las noticias que traía eran de mucho peso, pero había sido su entrega la que había hecho correr la sangre.

Aún había más y, para comunicarlo, Jesús adoptó la expresión de temeroso asombro que había esgrimido al entrar.

– ¿Cuándo llegará Roger? -preguntó Bonne, sin reparar en absoluto en la aprensión de aquel rostro-. ¿De cuánto tiempo dispongo para prepararme?

– De una semana -respondió Jesús con irritación-. Todavía disponéis de una semana entera. -La miró de arriba abajo, cual si fuera el Jeremías de pétreo rostro silenciado, justo al borde de la divina revelación, por alguna lechera charlatana.

El rostro de Bonne se endureció y su mirada se aguzó.

– No os hagáis el altanero conmigo, vasallo. Quizás ahora seamos una heredad pequeña, ¡pero estos malos tiempos pronto habrán pasado! ¡Se esfumarán! Mi primo sabe lo que nos corresponde a mi marido y a mí. Podéis prosperar con nosotros o asumir vuestro destino en algún otro lugar, como deseéis. Entretanto… ¿de veras creéis que una semana basta para estar dispuesto para la llegada del vizconde Roger? ¡Tendremos que ponernos manos a la obra día y noche, estúpido! ¡Flore, acabad con las ciruelas! Voy a celebrar un consejo de guerra con Gully.

Jesús mantuvo su profético ademán hasta que ella se marchó, dejando caer el cuchillo ahí y gotitas de sangre más allá, y tropezando con el torpe mastín («¡Maldito perro!») que yacía en la inmediata penumbra del interior de la casa.

Entonces, el español se aproximó a César.

– Mi señor -le dijo en tono melódico pero ominoso, cual el primer soplo de viento que se erige en cántico a la inminencia de la tormenta-. Debo hablaros en privado.

– ¿En privado? -repitió César-. ¿Queréis hablarme en privado? Traéis esas espantosas noticias de que el vizconde Roger viene hacia aquí… -gesticuló con desconsolada elocuencia hacia la torre del homenaje, representativa del castillo a medio construir, e indicó con gestos tan precisos que le habrían valido el apoyo de un mimo profesional el hecho de que sus ropas, en su más elevado nivel, eran apropiadas compañeras del propio atuendo hecho jirones de Jesús-. Y me decís que Roger se halla en camino, ¿y luego vais e imploráis mis favores? ¡Bah! -En los ojos azules de César brilló la incomprensión, pero estaba demasiado deprimido como para hacerlos destellar de furia. No consiguieron, por tanto, descomponer el complejo equilibrio del español entre la pesadumbre y el optimismo, mientras que en las palabras de César, Jesús captaba un estimulante desaire de su talante personal.

– ¡Yo no os imploro favores, mi señor! -dijo, igualando casi la altura de César, pues tanto contribuía a elevarle el orgullo-. Es el lema de nuestra familia: Non rogo, capio; «Yo no ruego, sino que tomo».

– Sé latín, gracias -repuso César con irritación, y luego esbozó una ingeniosa sonrisa-. No quiero ofenderos, mi querido amigo, pero o bien el lema de vuestra familia fue elegido de forma prematura, o vuestra familia ha sobrevivido a él. ¡Ja, ja! [Ja, ja! Y con bastante celeridad, además, si debo decirlo. Precisamente hace unos días le señalaba a mi hija que los lemas familiares sólo estaban de moda en los tiempos de mi abuelo. -Se quedó pensativo otra vez-. No causan más que problemas, los lemas familiares. -Se arrepintió ahora de haberse burlado de la dignidad del español, y le dijo-: Me parece que tal vez no debería haber dicho eso acerca de los lemas. ¿Qué puedo hacer por vos?

Jesús interpretó que su señor le rogaba perdón, y había olvidado casi todo lo que se dijeran el uno al otro.

– Tengo algo importante que decir, mi señor, sólo para vuestros oídos.

César se sintió en extremo complacido.

– Algo privado, ¿eh? Venid, demos la vuelta a la esquina.

Caminaron junto a la parte delantera de la casa hasta doblar la esquina, donde César trepó hasta sentarse sobre la pila de leña. Esta aún era alta, pues el invierno no había dado comienzo, y Jesús comprobó que, o les confiaba el secreto a los pies de César, o bien lo vociferaba a pleno pulmón.

– Mi señor -dijo, y se precipitó a escudriñar la parte delantera de la casa, donde vio que Amanieu se apoyaba ahora contra la pared, a tan sólo un par de centenares de pasos-. Mi señor, tendréis que inclinaros hacia mí. Debemos hablar en susurros.

– ¡Por Dios!, ¿de veras debes hacerlo? ¡No sé cómo se hace eso!

– ¡Mi señor! -Jesús estaba frenético. Si una voz había implorado alguna vez, fue la suya en esta ocasión.

– ¡Oh, muy bien! -se resignó César, y se inclinó hasta doblarse, y aún más.

Jesús le asió de los hombros, en parte para sujetarle y en parte para impedir que cayera.

– Mi señor -dijo-. He descubierto de dónde sacó nuestro visitante esas ricas ropas, y la armadura, y los caballos. A dos días de aquí, abordó a un joven caballero germano, y le mató, ¡y se llevó todo lo que tenía!

– ¡Estupendo! -musitó César con cautela-, Dos buenos hombres se encuentran en el camino, y corren lanzas. Está bastante en boga ahora. He oído hablar de ello. El botín es para el vencedor.

Jesús escupió, sin duda para aclararse la garganta.

– ¡No, mi señor! No compitieron con las lanzas. Le tendió una emboscada, como un bandolero, y le clavó un cuchillo en el cráneo. Tuve que forcejear para quitárselo. Mirad, ¡éste es!

En el pequeño espacio entre los ojos de ambos, Jesús introdujo una daga que despedía un olor a podrido, con una costra de sangre y fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Los ojos de César la miraron fijamente, y arrugó la nariz.

– Eso está mal -sentenció-. Le mataron y le robaron, ¿eh? ¿Asesinado? Un germano, sin embargo. Aun así, no está bien. Desearía que no lo hubiese hecho.

– Todavía hay más -susurró Jesús con excitación.

– Casi no puedo oírte -protestó César-. Hablas muy quedo.

Jesús aferró a su señor, le acercó aún más, y musitó en su oído con una voz que era un grito sordo. César apretó los dientes para aguzar el oído tanto como pudo.

– Después de que encontrase el cuerpo y lo averiguara todo, cabalgué hasta llegar a Olonzac. Allí es donde escuché que el vizconde se hallaba de camino hacia aquí. Me encontré con uno de sus mensajeros en una taberna. Me dijo que hay un caballero germano que viaja con la corte de Trencavel. Un guerrero gigante. Un señor germano. Está buscando a su hermano menor, y debían encontrarse en Béziers. Es el tipo que encontré muerto. Todo ese equipo, y esos caballos, que vuestro joven amigo se ha traído con él… todo es germano. Es al hermano de ese enorme caballero germano a quien ha asesinado.

– Oh -dijo César con pesar, imaginando toda la escena, pasada, presente e inminente, con aterradora claridad-. Oh, Dios. ¡Dios mío!

– ¡Ajá! -exclamó el español-. Tenéis problemas en vuestra heredad, señor. ¡Se avecinan problemas!

– Habéis hecho bien en decírmelo -declaró César todavía en susurros-. Pero no sigáis. ¡Ya podéis soltarme!

Jesús todavía le asía del cuello de la camisa y lo agitaba presa de la violencia de sus emociones, fueran las que fuesen.

– Son malas noticias, ¿no es así? Si no me equivoco, son las peores noticias que he comunicado jamás, ¿no es cierto?

– ¡Soltadme, especie de zopenco! -exclamó César con voz estrangulada, pues se hallaba ahora casi asfixiado.

– Mi señor -Jesús le zarandeó todavía más, e insistió con profunda seriedad-: ¿Acaso no son aterradoras noticias para vos?

– ¡Sí, maldito seáis! ¡Infernales noticias! ¡Devastadoras noticias! ¡Soltadme!

César se liberó de un tirón al mismo tiempo que Jesús le soltaba, de modo que cayó con violencia sobre el español.

Sufrieron una ruidosa caída.

– Jesús! -exclamó Jesús.

– ¡Ay! -exclamó César golpeándose la cabeza contra el suelo y lacerándose una rodilla mientras la otra chocaba contra el antebrazo del mismo costado del cuerpo, produciéndole tal latigazo de dolor al entrar en contacto con el suelo que creyó habérselo roto. Permaneció a gatas durante unos instantes, y se recobró.

– ¡Padre! -gritó Flore, y descendió ágilmente del ciruelo para acudir en su ayuda.

– Jesús! -chilló de nuevo Jesús-. Santa María… -rezó con tristeza.

– ¡Vamos, recobrad la compostura! -exigió César, sintiéndose algo mejor ante el sonido de los dolores y pesares del otro.

– Es un poco tarde para eso -dijo la voz de Amanieu con cierto deje de reproche moralista-. ¡Mirad, le habéis matado!

Tan asombrosa afirmación llevó a César a ponerse de rodillas, de modo que de nuevo pendió frente a sus ofendidos ojos aquella daga cargada de culpa. En esa ocasión, sin embargo, la sangre que en ella había era fresca y humeante.

– ¡Oh, padre! -exclamó Flore.

– ¡No puedo haberle matado! -Aquello era cierto, y se sintió mejor. Cómo era posible que le hubiese matado sin siquiera saberlo. A menos que…

– ¡Padre! -repitió Flore, y empezó a gimotear.

– ¡No! -musitó César-. ¡No! -gritó-. ¡No!

Lloró. Se derrumbó hasta quedar de cuclillas, sentado sobre los talones como un niño que jugase en la arena, y lloró. Flore se situó junto a él, le rodeó el cuello con un brazo y apoyó la barbilla contra sus rizos de muchacho. Había dejado de gimotear y aunque ahora lloraba quedamente era como apoyo a César, y pese a que sus ojos derramaban lágrimas tenía el rostro tranquilo. Su padre se aferró al brazo que le rodeaba y enterró los ojos en él. Titánicos estremecimientos le convulsionaron, y forzaron a su rostro a surgir de nuevo a la luz del día. Sus hombros se deshicieron del brazo consolador. Aulló en dirección al sol. Agitó los puños hacia el cielo. Convirtió en garras las manos y desgarró el aire. Irguió la cabeza con gran cautela, y quedó inmóvil.

Flore se había situado frente a él. Dirigió una mirada de urgente súplica a Amanieu, junto a ella, y le dijo a su padre:

– ¿Por qué no se lo explicáis a él? -¡Sí, contádmelo! -repuso Amanieu. Esperó, completamente a ciegas.

19

EL RELATO DE CÉSAR

– Cuando era joven, ¡cuando era joven! -dijo César-. Era el héroe perfecto en Guyenne, cuando era joven. Era el hombre de moda. Era el capitán al que todos querían seguir. Era el cabdal de Yon, el líder guerrero par excellence. Ah, Cristo, ¡Cristo! ¡Era un jefe en el consejo del rey Luis a los veinte años! ¡Era un estratega de gran destreza, un comandante con suerte, un campeón en el combate! ¡Mi esposa era la mujer más hermosa de Anjou! Estaba reconstruyendo la heredad de mi pobre padre, pues no había tenido éxito en la vida y había ido en busca de la muerte entre los moros de España. Tenía una hija y un hijo -y dijo la última palabra con gran rapidez, como si le quemara en la lengua.

Flore se había movido hasta quedar junto a su padre, para darle una sensación de compañerismo, y para que no fuesen dos los que se enfrentaran a él, como jueces. También, para no tener que seguir viendo, tras el hombro de su padre, a las moscas azules cebándose en la garganta del español. Amanieu estaba casi de puntillas, sorbiendo el relato. Había esperado escucharlo desde el día en que llegara.

– Mi hijo tenía ocho o nueve años. Me encargué de que le hicieran una pequeña armadura para llevarle a la guerra. No para luchar, ya me entendéis, sino para que se acostumbrara a ella. La guerra sería su oficio, como lo era el mío, y debía empezar temprano, ¡tener ventaja! Fue una campaña corta, a finales del verano, y fuimos atacados por un ejército diez veces mayor que el nuestro. La lucha fue la más salvaje que jamás vi, el mayor júbilo que jamás conociera, ¡jamás! Maté y cercené y quebré y despedacé; luché con el brazo izquierdo cuando se me cansó el derecho. Sí, le había enseñado a hacerlo. ¡Vaya día, aquél! La sed de sangre era como vino celestial. Maté a más hombres aquel día de los que algunos hombres (¡soldados también!) matan durante toda una vida. Partí en dos a hombres revestidos de acero, rostros que volaban en pedazos, ojos que se salían, vientres que vomitaban sus entrañas. ¡Y cómo relinchaban y piafaban y arrollaban los caballos a los heridos! ¡Y cómo chillaban aquellos, los heridos y los moribundos, con las costillas surgiendo de sus destrozadas armaduras, y semidecapitados! Durante todo aquel día el sol brilló cada vez más sobre nosotros. En cuanto a la sangre… teníamos sangre hasta las rodillas, hasta los muslos; formaba charcos y pozas allí donde el terreno descendía. Caminé hundido en la sangre aquel día, y al final me volví loco, como me veis ahora. Maté a nuestros propios hombres, a todo el que veía le mataba. Maté a mi propio… Al final me volcaron un carro encima y allí me mantuvieron hasta que me dormí. Dormí como lo hacen los muertos, los muertos.

Amanieu examinó aquel rostro cansado, ajado más por las emociones que por el paso de la vida, con aquella sonrisa exaltada, insulsa y necia. Los ojos azules le devolvían la mirada, tan furtivos en ese momento como lo habían sido en vida los del español muerto. Amanieu vio que César le estaba engañando. No le había contado toda la historia.

– ¿Qué le ocurrió a vuestro hijo? -preguntó.

El rostro de César se estiró hasta suavizarse, tironeando de grietas y hendiduras hasta la superficie. La barbilla descendió y la frente se alzó hasta que la cara volvió a parecer la mitad de larga que en su estado normal. Cuando el rostro empezó a contraerse y sus huesos crujieron, César había encontrado al fin las palabras con que decir lo que no soportaba escuchar.

– Bueno, por supuesto, fui un hazmerreír después de aquello. Había partido en dos al niño, de un limpio tajo en aquella pequeña armadura. ¡Sí, de acuerdo, era el hazmerreír! Bueno, para empezar ya no era de ninguna utilidad como capitán, una vez que me había vuelto contra mis propios hombres. ¿Quién iba a seguirme entonces? ¡Así estaban las cosas! Aquellos que no murieron creyeron que era un buen chiste, después, pero querían ser los últimos en reír. Bueno, por supuesto que lo hicieron, ¡pues salieron con vida! De modo que yo era un hazmerreír, ya veis. Los hombres que estaban allí fueron amables conmigo por lo del niño; lo bastante amables. No podían mirarme, ¿cómo iban a hacerlo?, pero se mostraron tan amables como era posible. Para la gente que no estuvo allí, aquello formaba también parte del chiste. Había derramado mi propia sangre y matado a mi propio heredero. Eso me convertía aún más en un hazmerreír.

»Era sólo un niño, en busca de diversión, ¡y yo le maté!

La última frase sirvió para que Amanieu comprendiera a tiempo que aquellas repetidas declaraciones de autocompasión eran una pantalla para detener la mirada del intruso, en ese caso, una sábana tendida entre sí mismo y el pesar al que César despertaba todos los días. Esa era la causa, también, de la eterna sonrisa.

– Mi señor feudal me apartó de mi heredad y colocó a mi hermano en mi lugar. Me ofrecieron (el señor me lo ofreció, y también mi hermano, y la Iglesia estuvo de acuerdo) que mi… mi… mi esposa también me fuera arrebatada y se casara con mi hermano, y ella no lo hizo, ¡no lo hizo! Por Dios que no lo hizo, ¿acaso no es maravilloso?

– Maravilloso -convino Amanieu-. Absolutamente. ¿Por qué no lo hizo?

César encontró natural aquella pregunta y fácil de responder.

– Por el amor que me tenía -dijo-. Y por el odio que les profesaba a ellos, también, pues no le agradó que traficaran con ella como con una vaca en el mercado. Creía también que su visión del asunto era mísera y corta de miras, eso de suponer que el hecho de que yo matara al niño pudiera arreglarse y olvidarse, que pudiera darse todo por concluido de esa forma tan simple. El hecho de que yo matara al niño seguiría ahí mientras viviéramos, dijo Bonne, y que no estuviésemos casados no nos separaría de aquello ni a ella ni a mí.

Amanieu frunció el entrecejo por haberse sentido tan asombrado ante aquella última afirmación. Vio que en gran medida había fracasado al juzgar a César y a Bonne. Cierto que no había sido tan ingenuo como para fiarse de las apariencias con cualquiera de ellos, pero ni por asomo había mostrado el discernimiento que le habría revelado que la expiación de César por el asesinato de su hijo, y la venganza imperecedera de Bonne, se habían combinado, por medio de sutilezas de pensamiento más allá de las imaginables, en aquel único, demencial y vitalicio acto de reconciliación. Resultaba ahora evidente que los signos externos de aquel juego infernal no eran más que pequeños símbolos de una pauta de comportamiento desarrollada durante años, y conocida por ambos participantes de un modo tan profundamente complicado que denegaba el acceso a los intrusos. Se habían enzarzado el uno al otro con garfios de acero.

Sin embargo, puesto que Amanieu consideraba su interpretación muy en sintonía con la de César, se arriesgó a preguntar:

– ¿Es por eso que perdisteis la razón?

– ¡Sí! -respondió César, golpeándose una rodilla con satisfacción-. Exactamente por ese motivo. Me volví loco en la lucha, pero aquello fue un ataque. Pasó pronto. Fue después cuando perdí la razón. ¡Pero bueno, era esencial perderla! Si el hecho de haber matado al chico iba a durar de ese modo, día tras día durante toda mi vida, debía perder la razón o ser consumido por la locura, ¡calcinado y arrasado de la tierra, como un pino! -Le dio unas palmaditas en la rodilla a Amanieu, y le dejó asombrado una vez más-. ¿Qué sería de Bonne, entonces, si me hubiera volatizado en una bocanada de humo?

Amanieu se sintió como un nadador que hubiese aguantado la respiración en aguas profundas. Perdió la paciencia, y empezó a subir a la superficie. Para acelerar el ascenso, preguntó con aspereza:

– ¿Y qué hay de Jesús? ¿Qué pasa con el español?

César se sumió de nuevo en sí mismo, tratando de recordar, de la muerte que aún se tornaba rígida en el suelo detrás de sí, tan sólo lo que fuera capaz de digerir. Se puso en pie gradualmente hasta su plena estatura, y miró al frente, con la vista cautelosamente fija en la montaña. Flore acercó su serio semblante al de Amanieu.

– ¡Sed nuestro amigo! ¡Sed amable con él! Al decir vos que había matado al español, él era consciente de no haberlo hecho; de modo que ha creído que se había vuelto loco de nuevo, como el día en que mató a mi hermano.

¡Su hermano! El muchacho había sido hermano de Flore, y Amanieu había fracasado en comprenderlo. Bueno, no era de extrañar, pues la historia entera constituía tal panegírico de Bonne y César, aunque trágico y demencial, que parecía quedar poco espacio en ella para la existencia de una hija de ambos, no digamos ya de una hermana del niño asesinado.

– ¡Os he molestado! -Amanieu se enfrentó a César y representó su papel como todo un hombre- ¡Vaya desliz de la lengua! Cuando he dicho que habíais matado al pobre diablo, me refería tan sólo a que al caer y arrastraros tras él, se había clavado la daga que sostenía en su propia garganta. La culpa ha sido sólo suya. Os ha hecho caer encima de sí.

La mirada de César abandonó el risco distante y se centró en Amanieu.

– Tenía que pasar tarde o temprano. -El joven seguía intentándolo-. Era uno de esos tipos que siempre andan buscándose problemas.

– ¡Eso ha hecho, claro! -exclamó Flore acudiendo en su ayuda-, ¡Ha hecho que padre cayera sobre él como una tonelada de ladrillos!

Esa frase arrancó a Amanieu una risa involuntaria. Flore soltó una risilla, y volvió a hacerlo tapándose la boca con la mano. Amanieu emitió una serie de risas leves, casi articuladas. La sonrisa de César se tornó menos demente y más real, hasta que se unió a ellos con una agradable risa propia llena de reproche.

– ¡Vamos, vamos! -dijo-. ¡Ese pobre hombre está muerto! -Frunció el entrecejo y esbozó una mueca-. Traía noticias infernales… que el vizconde Roger viene hacia aquí. -Dirigió una increíblemente oscura y astuta mirada de soslayo, como la de un estadista en busca de una idea, hacia Amanieu; luego se apresuró a reír un poco más.

Con tan alegre escena se toparon Vigorce y Mosquito, que guiaban sus caballos. Se detuvieron atropelladamente y atisbaron más allá de los juerguistas, hacia lo que yacía en el suelo detrás de César. Los dos soldados no creyeron de inmediato lo que veían sus ojos, pero entonces el caballo bayo del español salió de la sombra del ciruelo y relinchó en dirección al caballo pío de Mosquito.

– ¡Sí que es Jesús! -exclamó Vigorce, tratando de dudarlo, pero ya con absoluta certeza-. ¡Muerto! ¡Asesinado! -Miró a Amanieu con ojos mortíferos y temerosos a la vez.

Amanieu intervino con rapidez.

– Jesús ha caído sobre el cuchillo. Se ha matado a sí mismo por accidente, el señor César os lo explicará. -Tendió el cuchillo, recubierto de sangre, y el capitán lo cogió estirando al máximo el brazo.

– ¿El cuchillo de quién? -quiso saber Vigorce-. Porque no es suyo.

– Es mío -respondió Amanieu-. Lo estaba utilizando para indicarle algo al señor César. Estaba excitado y ha hecho caer al señor de la pila de leña, y él ha caído debajo. El propio Jesús sostenía el cuchillo.

– Simplemente me he caído -intervino César-. Como Humpty-Dumpty <sup><sup>[1]</sup></sup>.

Flore, cuyas risillas habían cesado, se cubrió el rostro con ambas manos y corrió a finalizar la tarea que su madre le había encomendado. Procedió a deshuesar ciruelas con la cabeza gacha y de espaldas a las improvisadas pesquisas.

Mosquito negó con la cabeza ante la sublime ilustración de César.

– Daré de beber a los caballos -dijo.

– ¡Esperad! -exclamó César. Dirigió otra de aquellas maravillosamente siniestras y sutiles miradas, dividiéndola entre Amanieu y el cadáver del español-. No os llevéis el caballo español. A vos tengo cosas que explicaros, capitán, hay cosas que discutir. Quizá mi joven amigo sea tan amable de llevar el cuerpo de ese pobre hombre al cementerio. Subidle en su caballo por última vez, ¡pobre muchacho! Eso será lo más correcto. ¡Es una hermosa pequeña bestia, además!

De modo que Mosquito se dirigió hacia el pozo, y Amanieu condujo a Jesús colina abajo hacia la iglesia, sobre el cansado y sediento caballito.

20

LOS PENSADORES

César guió a Vigorce hasta la gran torre del homenaje, y ascendió por los peldaños de piedra hasta la primera planta. En aquella habitación, que era la del capitán, César le contó todo lo que había oído a través de Jesús.

– Mi esposa tiene puestas grandes esperanzas en la visita de Roger Trencavel -dijo-. ¡Pobre señora! ¡Se engaña a sí misma! Pero cualesquiera que sean sus esperanzas, que ese joven asesino esté aquí, y que se sepa que ha sido nuestro invitado, no nos ayudará ante Roger.

César exhaló un largo y pesaroso suspiro desde lo más hondo de su ser. ¡Pobre Bonne! Pues su esposa, en la apasionada esperanza de que la energía y la ambición podrían arrancar de aquel yermo patrimonio suyo una maravillosa restitución de sus fortunas, abrigaba la lime creencia de que, puesto que era primo lejano suyo, el vizconde Roger, siendo además su señor, les echaría una mano.

Por su parte, César lo veía menos como una visita que como la inspección que un señor realiza de sus feudos tras una larga guerra, para ver qué rentas pueden producir para reparar sus decrépitas finanzas. Lo último que se le pasaría por la cabeza sería subsidiar la finalización de aquel superfluo castillo, tan sólo para hacerle un favor a una olvidada pariente.

Cuando César le hubo explicado todo aquello a Vigorce, suspiró de nuevo.

– ¿De dónde tienen que salir la energía y la ambición, después de todo? Los berrinches de una mujer no son esa energía, y sus meras ilusiones no son ambición. Aun así, no se trata de eso. Debemos hacer que ese miserable asesino…, que ese joven salga de aquí; más allá del horizonte, que se vaya, que desaparezca. Debemos pensar en un modo de hacerlo.

El rostro del capitán adoptó una malévola mirada.

– ¡No, no, capitán! -protestó César a toda prisa-. ¡No vamos a matarle! Para empezar, ha sido mi invitado, y para seguir, eso arruinaría este lugar. No es que sea ninguna maravilla, pero eso lo arruinaría.

– Sí -asintió Vigorce-. Eso puedo verlo. Me gusta este sitio. Podría vivir aquí durante años, sin hacer más de lo que hacemos. Me gusta tal como es, además, aunque también me gustaría si la señora viera algunas de sus esperanzas hechas realidad. -Tosió para aclararse la garganta, y procedió a hacer una declaración, mirando con determinación a un punto a un lado del rostro de César-. Valoro la satisfacción de mi señora.

– Os lo agradezco -dijo César con altivez-, en su nombre. Ahora, debemos poner a prueba nuestros cerebros, y si sirve de estímulo para vuestro ingenio, os diré libremente que se siente muy atraída por el joven, de esa forma en que ella lo hace. No le niego a Bonne sus honestos placeres, pues son bien pocos los que puede disfrutar aquí arriba, pero se siente muy atraída por ese joven, y así, por el bien de todos nosotros, ¡ah!, y con buenas razones, debemos convencerle de marcharse de aquí. Esa es la forma de plantearlo: ¡convencerle para que se marche!

Ascendieron entonces los peldaños de madera hasta lo más alto de la torre, y salieron a la azotea. Emergieron de la escalinata de cara al norte, y ambos permanecieron en pie mirando hacia la pradera, acunada en sus rocosos peñascos, que se elevaba hasta el desierto de piedra en el que César se sentía muy a gusto. Sin aliento a causa del ascenso, de común acuerdo permanecieron en silencio. César se apoyó en el parapeto y se sumió en la reflexión.

– La eternidad está ante nuestros ojos -declaró.

– ¿Qué queréis decir? -exigió Vigorce.

– ¡La eternidad y el caos! -dijo César, regocijándose.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó de nuevo Vigorce.

– ¡Allí! -exclamó César extendiendo un brazo cuya mano abierta brindaba, con una floritura, la excelente vista que tenían delante de aquel elevado desierto de piedra.

La tarde había empezado a extinguirse, y el cielo, aunque debería ser azul durante una hora aún, ya se ondulaba en sus brillantes variaciones crepusculares de tal color, preludio de los cromáticos éxtasis de que disfrutaría cuando, al fin, el sol se lo llevara al lecho. La luz cada vez más débil era aún radiante en el prado, cuyas llores, defraudadas, se cerraban ahora. Desde los peñascos les llegó la aflautada llamada de un tordo, y el mismo grito descendió en respuesta desde el aire, donde el macho efectuaba su último vuelo del día. En las murallas, una bandada de pájaros tiznados de negro cotorreaba presa de la agitación. La vista más lejana, la piedra agreste en el horizonte, quedaba suavizada por las primeras briznas de bruma crepuscular. La escena era armoniosa y conmovedora.

– ¡Muy bien! -exclamó Vigorce, e hizo por su cuenta un ademán en tosca parodia del de su señor-. Sé qué queréis decir… ¡Allí! Pero ¿por qué llamáis a eso caos y eternidad?

La sonrisa de César se encontró con el ceño fruncido del capitán.

– No me opongo al caos y la eternidad -repuso-, ¡Moro en ellos! ¡En su mismísimo centro! -añadió triunfante-. Pues allí, al final de aquella pradera, se halla el final de nuestro mundo. Más allá, ese baldío lugar allá en lo alto se extiende más y más hasta Dios sabe dónde. Nada puede encontrarse allí sino el caos, hasta los confines de la tierra.

Vigorce se cuadró ante la supuesta vista de la eternidad y el caos. Extendió los brazos ante sí y exhaló un suspiro entre las palmas de las manos.

– Puedo seguir vuestro razonamiento -observó-. No conozco estas tierras del sur tan bien como vos, pero si yo fuera ese tordo que canta allá arriba, emprendería el vuelo hacia aquella línea y descubriría Berri y Champagne y Flandes; y si me desviara un poco, sólo para asegurarme de todo el paraje… -y su mano realizó un amplio gesto en el espacio frente a sí-, entonces emprendería el vuelo hacia Maine y Normandía. El desierto que hay ahí no se extiende hasta los confines de la tierra. Está entre este sitio y esos otros lugares.

– ¡Por todos los cielos! -exclamó César mientras se encorvaba y sonreía enérgicamente hacia Vigorce-. Ya lo sé. Podría llegar a Albi caminando sobre esas piedras, en tres o cuatro semanas. No es lo mismo, sin embargo. No me refería a eso en absoluto.

– ¡Nunca lo hacéis! -gritó Vigorce, quien detestaba esas discusiones hombre a hombre con César, en las que se sentía inclinado a creer, por algún truco de su sincera forma de hablar, que iban a conversar en igualdad de términos. En esas francas y filosóficas conversaciones privadas, César, cuando alguien se le oponía, simplemente engañaba. Su fantasía volaba hacia un vasto y particular empíreo en el que los irracionales antojos surgían de la nada para dirigirse hacia la nada con la velocidad del rayo.

Aquel anochecer, en la torre, Vigorce se rebeló.

– Si tuviera una mirada lo bastante penetrante como para perforar la montaña, en esa dirección -dijo-, y si pudiera ver lo bastante lejos, descubriría Borgoña.

César empezó a hablar:

– Yo…

– Borgoña es verde -interrumpió Vigorce-. Puedo verla ahora, a través de aquella roca, y de las rocas de más allá. Es septiembre, cuando las lluvias ya han pasado, y cuando el sol ha vuelto para garantizar la vendimia.

– ¡Ah! Cuando… -dijo César.

– En ese bosque de hayas -continuó Vigorce, extasiado-, los grajos están graznando, y en aquellos olmos oigo chillar a las grajillas. -Había empezado a creerse a sí mismo-. En las planicies de Auxois los graneros estarán llenos, quiero decir que lo están ahora, y en ;las redondeadas torres de las granjas los rojos tejados resplandecerán al sol; resplandecen, quiero decir, los veo resplandecer. A lo largo de las laderas del sur de las suaves, suaves colinas, desde Dijon a Beaune, veo…

Resultaba claro que Vigorce iba a seguir diciendo sandeces hasta el día del juicio. César dejó que siguiera con ello y dio una vuelta por la azotea. Se trataba de una torre del homenaje bastante pequeña, en realidad, y el castillo resultaría acorde con ella, una miniatura. No sería más que un fuerte, pero bastaría para asegurar su posición, por el bien de Bonne. Quizá Roger Trencavel renovaría la licencia para construir el castillo, y le facilitaría a Bonne los medios, en un arrebato de sentimientos familiares por su prima. ¡Ya lo mejor los cerdos volaban! Ahí estaba Flore, todavía deshuesando ciruelas. Podría haber sido una niña más feliz, si sus vidas hubieran transcurrido de modo diferente. ¡Podría haber hecho de ellos tres una familia! Era una buena chica, de cualquier forma. El pequeño paseo le llevó de vuelta junto a su capitán, que seguía en las mismas.

– Los ríos -afirmaba Vigorce, cohibido de pronto, pero todavía animoso- fluyen plagados de truchas y bramas; los lagos, de lucios; las lagunas, de carpas…

– ¡Las charcas, de gobios! -intervino César con malévola sorna.

Hubo un curioso silencio. Al principio, indicó simplemente que Vigorce se había perdido. Luego, salida de la nada, una iluminación más gloriosa que el crepúsculo se cernió sobre el capitán. Se apoyó contra el parapeto y miró hacia el sur, hacia la purpúrea penumbra.

– Mi señor César -dijo-, me parece que tengo una idea que enviará al joven Amanieu lejos de aquí. -Señaló con un pulgar por encima del hombro-. Hacia el norte, hacia el caos y la eternidad.

César tuvo que concederle aquel tanto.

– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Cuál es vuestra idea, mi querido capitán?

– ¡Shh! -exclamó Vigorce-. Trato de darle forma. -Chasqueó los dedos-. ¡Ya lo tengo!

César escudriñó a través de la penumbra que había tanto dentro como fuera de su cabeza.

– ¿De veras tenéis una idea? -quiso saber.

– La tengo -respondió Vigorce-. Lo que debéis hacer, mi señor, es aseguraros de que el joven os muestre mañana su estupenda armadura. -Asintió-. Sí, mañana por la mañana. ¡Escuchad, mi señor!

Mucho después de que el sol y el cielo, embelesados en su gloria, se hubieran retirado a descansar, los dos conspiradores seguían hablando en susurros.

21

VIDA DE FAMILIA

– Tanta dicha va a matarme -declaró Flore-, a menos que haya más aún.

– Habéis visto demasiado -le dijo Amanieu.

En su mente, Flore vio a Vigorce y la mujer, apareándose en la ribera del río.

– Vos me lo mostrasteis -dijo. Se hallaba de pie a la distancia de un brazo de Amanieu, levemente sujeta por sus manos-. Vos me lo mostrasteis -repitió-. Ahora soy una obscena antes de tiempo.

– Es un don -repuso él-. Difícilmente llega antes de tiempo.

– Era pronto para mí -le corrigió Flore-. Lo era para mí. Ya fuera o no antes de tiempo -dijo, y no dejó de mirarle con aquellos ojos que brillaban como oscuras castañas-. Es un don que tendré que agradeceros.

– No es necesario -repuso él, malicioso.

– Oh, sí que lo es -replicó ella con desdén-. ¡Y tanto que lo es!

Cogió una mano de Amanieu entre las suyas. Se acarició la mejilla con ella, cerró los ojos y volvió a abrirlos; los cerró y los abrió. La boca se torcía en su rostro, fruncida por la queja en un extremo y alzada en el otro por la esperanza. Le besó la mano, la mordisqueó, la lamió, y la dejó caer. Retrocedió. Toda su riqueza interior ascendió hasta su rostro y se desplegó ante Amanieu. Los ojos castaños se tornaron redondos por la franqueza con que le deseaba.

Amanieu le devolvió la mirada, a aquella menuda y auténtica criatura, pletórica de una lujuria recién descubierta, que le ofrecía a él su inocencia original. Desde su rostro de comadreja y sus ojos de serpiente, desde su boca torcida y su deformado espíritu; pero también desde su corazón, al cual en toda su vida aún no le había encontrado una utilidad, aceptó.

– ¡Ahí está! -dijo César para sí-. ¡Ahí están! -Saludó con ambos brazos a Flore y Amanieu, de pie el uno frente a la otra en la azotea de la torre de entrada, y no le vieron-. Como un par de estatuas -murmuró César-. ¡Eh! -gritó-. ¡Hey!

Bajaron la mirada hacia él.

– ¡Buenos días! -exclamó hacia ellos.

Amanieu se acercó al borde de la azotea y se asomó sobre el parapeto.

– ¡Ajá! -exclamó con sólo una modesta cordialidad, y se retiró.

César se sintió muy molesto. Ahí estaba, tras levantarse temprano y lleno de energía, dispuesto a inducir a Amanieu a mantener una conversación que conduciría, en nada, a la partida del joven… y rechazado en el mismo punto de partida. César se hallaba ahora ante la puerta de la torre. Doblándose para que su cabeza no topara con la parte inferior de los peldaños de piedra, ascendió con retumbantes y torpes pasos la escalera. Subió un piso, jadeó y resopló, y ascendió de nuevo. Dejaba atrás el segundo tramo de escaleras cuando recibió un violento golpe en el mentón que le hizo caer cabeza abajo por la escalera de caracol, con los pies muy por encima de la cabeza. Su energía se vio muy atemperada por semejante cataclismo, y permaneció allí tendido, incapaz de moverse o pensar. Le retumbaba la cabeza y todo le daba vueltas.

– ¡Padre! -exclamó la voz de su hija desde la borrosa penumbra más allá de sus pies-. ¿Qué hacéis ahí abajo?

Se trataba de una pregunta contundente, incluso para César en su trastornado estado. Luchó por ver con mayor claridad, parpadeando y entrecerrando los ojos. El joven se hallaba encaramado más arriba de él, sin duda en uno de los peldaños. Se frotaba una rodilla.

– Seguro que me habéis roto la rodilla -dijo alegremente Amanieu.

Tras él, y más arriba aún, una pálida figura se tambaleaba en la penumbra, como la de una hija precariamente envenenada.

A César le pareció importante que Flore no se precipitara cabeza abajo, al igual que su padre, y aterrizara encima de él.

– ¡Ten cuidado, Flore! -le advirtió con voz débil y ronca-. ¡No te hagas daño! Con uno de nosotros basta… Sólo Dios sabe lo mala que ha sido esta caída.

– ¡Vamos! -la voz de Flore sonaba en su oído-. Yo empujaré y Amanieu tirará de vos, y pronto haremos que salgáis de ésta. ¡Parecéis una oveja patas arriba!

El rescate que siguió supuso para su padre un episodio profundamente irritante. César, tras una caída que le había dejado invertido respecto a la verdadera condición del hombre, con gusto habría permanecido allí durante horas para descubrir el sentido alegórico que con toda certeza se ocultaba tras tan curioso y extraño apuro. Tal intelectualización de la desdicha se había convertido, habiendo fracasado todo lo demás, en la tarea de su vida. Bonne nunca se la negaba. La denunciaba con sarcasmo o con desdén, pero dejaba que se produjera; y le dejaría quedarse allí tendido una semana, incluso aunque tuviera que pasarle por encima veinte veces al día, si eso era lo que le convenía a César.

Flore y Amanieu, lejos de verle como a un filósofo que al zozobrar hubiera asumido una posición de enigmática trascendencia, le trataron como a un viejo estúpido que había caído escaleras abajo. Su hija soltaba risillas y el joven se hacía el gracioso. Ignoraban que hubiese algo en el interior de César. Los oídos de ambos estaban sordos, y ciegos sus ojos. Ni se volvían hacia César, ni se apartaban de él. Le empujaron y tiraron de él, le ladearon y apuntalaron, y le posaron, al fin, sobre un lecho.

¿Qué lecho?

– ¿Dónde estoy? -inquirió a toda prisa.

– ¡Dónde estáis, desde luego! -exclamó Flore alegremente. Aquella mocosa insolente trataba de animarle-. Estáis en la torre de entrada, por supuesto, en la alcoba de Amanieu. -Y añadió-: ¡Ahí estáis, ahí! -y después de aquello volvió a proferir necias risitas.

Esa hija suya le trivializaría hasta dejarle en nada, hasta que su mismísima sombra le buscara en vano.

Un dolor sordo rodeaba la cabeza de César. Yacía tendido boca arriba y azotaba el techo abovedado con salvajes miradas de sus ojos demasiado azules. En la desesperanza halló la astucia.

– Me he hecho más daño del que creía -dijo-. Cierto que he caído diez peldaños de golpe, y que he resbalado y me he golpeado. ¡El ruido ha sido infernal! He oído cómo se quebraban mis huesos. Marchaos. Dejadme, me estoy muriendo. Llamad a Bonne. ¡Traedme a mi esposa!

Dos series de carcajadas en discordia llenaron el aire. Se oyó un sonido parecido al de los cerdos al revolcarse que no resultó nada agradable, pero fue el estridente tiple lo que estimuló el anillo de dolor en torno a su coronilla.

– ¡Oh! -gritó César-. Mi cabeza, ¡mi cabeza!

– ¡Oh, padre! -exclamó Flore-. No creo que os hayáis roto más que una uña. Lleváis vuestra armadura-dijo-. ¡De ahí que hayáis hecho tanto ruido al caer!

¿Que llevaba la armadura? Así era. La cota de malla y la piel acolchada debajo de ella se habían llevado la peor parte de la caída. César quedó tan impresionado por semejante descubrimiento que olvidó que una de sus dolencias era real. Se sentó, y de inmediato cayó de nuevo hacia atrás, gritando:

– ¡Mi cabeza! ¡Oh, mi cabeza!

Amanieu gruñó como un número indeterminado de jubilosos cerdos.

– Eso es lo más divertido -declaró, y Flore profirió una amable risita ahogada-. El yelmo se os ha encasquetado casi hasta los ojos. ¡Dejadme probar!

Lo probó. La cabeza estalló con agonía.

– ¡Ahh! -gritó César, y añadió con voz ronca-: ¡Aceite!

– Exacto -confirmó Amanieu-. El aceite lo hará salir, tarde o temprano. De cualquier forma, aunque vieja, es una buena armadura. ¿Por qué la lleváis puesta?

César recordó entonces por qué llevaba todo aquel hierro encima, y que él y Vigorce habían urdido una conspiración, la noche antes.

– Oh -dijo con despreocupación-, para ver si todavía me servía, en caso de que el vizconde Roger desee un pequeño torneo. Le gusta hacer un poco de deporte, a Roger. Esto… eh, sacad la vuestra y echémosle un vistazo, cuando me haya quitado esta cosa de la cabeza.

¡Ya estaba hecho! César cayó hacia atrás, sintiéndose tan desfallecido y tan gallardo que casi se desmayó.

– ¿Por qué parece de pronto tan astuto? -preguntó Flore.

– ¡Dios sabrá! -respondió Amanieu-. Probablemente, estará tramando algo. Llevémosle afuera.

Bonne se hallaba sentada a la luz del sol remendando ropa. Estaba furiosa. De vez en cuando sus dedos temblaban y era incapaz de ver con claridad, de modo que la costura caía de las inertes manos al regazo, y miraba fijamente el cielo, o una piedra, o a un escarabajo repentinamente cohibido que caminaba con dificultad en la penumbra. Esa ardiente rabia había sido lo primero que le había sobrevenido aquella mañana, al ver a su esposo pavonearse con la armadura: la armadura que no se había puesto desde el día en que, llevándola, había matado al hijo de Bonne. Confiaba en que a mediodía el corazón habría perecido en su cuerpo, y sería capaz de continuar con las tareas de la casa. Después de todo, Roger, su eminente primo, estaría allí al día siguiente o al otro.

Entretanto, su mente unas veces estaba vacía y otras bullía. Lo que le parecía más atroz en ese último golpe de César era que hasta entonces toda la tortura que le había infligido había sido sutil o plagada de artimañas. Mediante la repentina sorpresa de aquella tosca crueldad había, por tanto, imprimido refinamiento incluso a la torpeza. Por esa paradójica conjunción estaba tan atónita como si Zeus hubiese arrojado sobre ella uno de sus rayos, exquisitamente afilados pero también demoledores.

Una nube de polvo se alzó en torno a Bonne, y parte de él trepó hasta su nariz haciéndola estornudar. Al despertar y emerger de sí misma, fue consciente de un enérgico revuelo: suponía un agradable contraste para sus lúgubres pensamientos, eso era seguro, pero -estornudó de nuevo- también se trataba de un desmesurado jaleo.

– ¿Qué creéis que estáis haciendo? -preguntó imperativa.

Vigorce la miró a través del polvo con tanto reproche como le permitía su política de inflexible adoración. De hecho, ambas actitudes parecían llevarse muy bien, y se las veía bastante cómodas en aquel rostro en que compartían una única y armoniosa expresión. De tal modo, se dijo Bonne en un instante de intuición no deseada, debía mostrar Vigorce su lealtad a la Santa Virgen, imprimiendo a su culto un matiz de indignación y de queja. Experimentó una incongruente sensación de solidaridad con la Reina de los Cielos, un compartido desconcierto ante el hecho de que los hombres se engañasen a sí mismos, pero dejó entonces de lado tan agradable comparación y retornó, ruborizándose un poco, al mundo secular.

Pese a lo muy vivaz de su perspicacia, Bonne no consiguió explicarse lo que veía. Frente a ella, entre el polvo que se posaba, se hallaba la gran mesa de madera de olmo de la casa. Vio marcado el suelo por donde la habían arrastrado. Sólo eran tres (Vigorce, Amanieu y el minúsculo Mosquito) y para levantar aquella enorme mesa hacían falta ocho hombres. Nunca antes la había visto fuera de la casa. ¿Quién iba a darle una respuesta precisa?

– Mosquito -le preguntó al hombre menudo-, ¿para qué es eso?

– Es para mi señor -respondió Mosquito-. Es para que el señor César se tumbe encima.

– Gracias, Mosquito -dijo Bonne-, ¿por qué?

– Gully no le dejaría hacerlo dentro de la casa, con la llegada del vizconde Roger cualquier día de éstos. Dice que derramaríamos aceite sobre las losas, y que la piedra tarda meses en absorberlo.

– Tiene mucha razón -declaró Bonne.

– Creo que sí -repuso Mosquito.

Realmente, aquél era el más afable de los hombres, se dijo Bonne, y el único no aficionado a las disputas de su pequeña comunidad. Sintió que había sido insuficientemente informada por la explicación de Mosquito, pero sonaba como si valiese la pena esperar a ver el resto por sí misma.

– Esa mesa debe de haber supuesto un peso tremendo -observó-. Descansad.

Mosquito se sentó en el peldaño superior. Amanieu había desaparecido. Levantándose y avanzando un paso y medio, Bonne quitó el polvo de una esquina de la mesa con el delantal y dejó sobre ella la labor. Se volvió en busca de su taburete y Mosquito se lo acercó con un pie.

Se oyó un sonido metálico y chirriante, y ahí estaba César, ataviado como el filicida, armado cap-à-pie, pero con el yelmo de acero encasquetado hasta las cejas. Bonne había vivido entre batallas, cuando ambos eran jóvenes, y sabía por qué Mosquito había hablado de aceite. Su rostro resplandeció por un instante como una joya vuelta hacia el sol, antes de que se sentara y se concentrara en su zurcido. Sus dedos se habían tornado diestros y sus ojos claros.

Los ojos de César estaban entrecerrados entre las latientes sienes, pero reconoció en el rostro de Bonne lo que había olvidado hasta ese momento, pues había estado concentrado en conspirar con Vigorce. Al actuar de señuelo para sacar la armadura de Amanieu a plena luz, había olvidado que fue desde el interior de aquella mismísima cota de malla, y desde debajo de aquel maldito yelmo sobre su cabeza que había cercenado en dos a su pequeño hijo.

– Me he caído escaleras abajo de cabeza -dijo, a modo de disculpa.

– ¡Por supuesto! -exclamó Bonne, y su aguja lanzaba destellos al entrar y salir competentemente entre las puntadas con que reforzaba una vieja servilleta.

La mañana había proseguido hasta aquella hora vivificante en que la calidez del sol, aunque enjuga aún el rocío, se transforma ya en calor sobre la piel. Esa hora ardiente en que los hombres fuertes juran sobrepasar ese día a Hércules en su trabajo; esa hora de dicha en que borrachos y pecadores toman la decisión de ser malos un día más; y, sobre todo, esa hora de solaz para el espíritu angustiado, en que el ayer con toda certeza ha pasado, el mañana será otra vida, y el hoy todavía no ha empezado a desplegarse, y quizá todavía se convierta en sueño.

A esa hora, las últimas flores del verano se abrían vistosas a lo largo de la pared frontal de la casa. Abejas y avispas zumbaban en la diezmada alacena del viejo ciruelo. Las golondrinas describían curvas en el aire y a través de ellas parpadeó una oropéndola amarilla, que se precipitaba alocada hacia los bosques y su hogar. Contra el azul del cielo se alzaron y cantaron un centenar de alondras.

A esa hora, pues, yacía César aburrido y armado sobre la larga mesa, como un cocodrilo sobre el altar (pensó Bonne) entre los gozos de la Pascua. Su cabeza pendía de un extremo de la mesa, y en el rojizo e hinchado anillo en que el yelmo se unía con el cuero cabelludo, Vigorce echó el aceite.

– Yo he hecho eso lo bastante a menudo -dijo Bonne, charlando con servilleta, aguja e hilo-, para César y para otros. A veces el casco sujetaba la cabeza en su sitio, y cuando sale… ¡puf!… ¡se derrama todo!

Durante tal discurso apareció Flore, y se sentó sobre la mesa.

– ¿Creéis que saldrá? -preguntó.

– No lo sé -dijo Bonne-. Al parecer se ha torcido de mala manera, ¿verdad? A menudo, cuando está así, hace falta que el herrero lo haga pedazos. -Se dirigió a Vigorce, más allá de la mesa, y de César-, ¡Giradlo!

– ¿Que lo gire? -preguntó Vigorce-. ¿Tan pronto? El aceite apenas ha tenido tiempo de penetrar.

– ¡No importa! -replicó Bonne-. ¡Intentadlo!

– ¡Aaaah! -gritó César, produciendo un sonido metálico y chirriante y clavando los talones revestidos de acero en la mesa. Vigorce dejó el yelmo y asió de nuevo la botella de aceite.

Bonne rió con temeridad y partió el hilo en dos con los dientes. Flore miró a su madre con un ápice de admiración que no consiguió explicarse.

– Hoy os habéis enojado muy temprano -le dijo-. ¿Qué sucede?

Bonne contrajo el rostro.

– No debe importaros -declaró-. Vuestro padre lo sabe.

Esa era una respuesta acostumbrada, pero Flore lo dejó estar.

– ¡Padre! -exclamó, y profirió una sonora carcajada, desde lo hondo de la garganta-. ¡Vaya aspecto ofrece! No le había visto con armadura desde que era una niña. Se le veía extraño ya antes de que se le encasquetara el yelmo. -Volvió a reír y añadió-: ¡Pobre hombre!

– ¡Pobre hombre, desde luego! -exclamó Bonne-. ¡Oh, pobre hombre! Creo que vivirá, sin embargo. Tu padre no tiene el tacto de sucumbir a un accidente.

Flore miró fijamente los dedos de su madre que se curvaban con destreza sobre el gastado tejido.

– Estáis enojada con él a causa de la armadura -dijo. ¿Por qué hace que os enojéis?

– ¿Acaso no sois vos mi hija más joven? -preguntó Bonne-. De pronto os tomáis muchas libertades.

Flore se mordió el labio, pero el rubor contra el que se hallaba prevenida no apareció. La niña y la mujer se miraron la una a la otra con curiosidad y sorpresa.

– La gente crece -observó Flore.

– Algunos lo hacen, desde luego -respondió Bonne-. Dejad por tanto que os explique lo de la armadura. Resulta simplemente que vuestro padre no la ha llevado desde el día que mató a vuestro hermano.

– ¡Oh! -exclamó Flore-. ¡Oh, sí! ¡Sí!

– De todas formas -continuó Bonne-, ya no estoy tan enojada como antes.

El cuerpo sobre la mesa crujió y tintineó hasta apoyarse sobre los codos, y desde ahí chirrió hasta sentarse impulsándose con las manos. Sobre su rostro, formado por manchones rojos y blancos, el aceite de oliva chorreaba inútilmente desde el borde del yelmo que se suponía debía aflojar. En aquel congestionado rostro los ojos estaban casi cerrados, pero en los parpadeos de auténtico azul podía advertirse lo que opinaban de su maltrecho propietario: que estaba desconsolado y no había nadie que lo quisiera. César bajó las piernas recubiertas de malla de la mesa y se puso de pie, más o menos firme, en el suelo.

– Iré a mi desierto -anunció-. El calor me sacará este cacharro de la cabeza. -Separó un poco los brazos de los costados-. Que alguien me ayude con este arnés. El calor me rustirá aquí dentro como a un buey en el horno.

– ¡Llevadlo como penitencia! -le gritó Bonne- ¡Rus- tíos por vuestro pecado!

Flore miró a su madre con odio, envidia e incluso un poco más de aquella gratuita admiración. La belleza de Bonne, en el momento en que pronunciara aquel vengativo desafío a su marido, se había henchido en ella como si la hubieran dotado de una inefable gracia. Ahora fue tan lejos como para dejar su costura sobre la mesa, y sonrió con amabilidad a aquella figura desesperada y entorpecida, que se tambaleaba incluso cuando no se movía. Cuando César dejó caer los brazos en los costados, Bonne suspiró con profunda satisfacción e hizo que sus doradas pestañas descendieran para rozar la suave curva de sus mejillas.

– Sí -aceptó César-. Lo llevaré. -Tras un breve silencio, habló de nuevo-: Lo llevaré como penitencia, ya que así me lo pedís, pero con este calor, ¡quizá sea la última!

Bonne hizo que su lengua articulara las palabras que siguieron con transparente y exacta dicción.

– Debemos confiar en que no -dijo-. Ha habido muchas antes, y debemos confiar en que le sigan muchas más. -Cogió la costura y empleó la aguja-. Id en ayunas -añadió- y no os llevéis agua. Cuando una cosa merece hacerse, vale la pena hacerla bien.

Sin una palabra más, César partió cruzando el patio hacia su desierto, torpemente embutido en la armadura, con aquella vieja cota de malla que se le pegaba como una lapa y en la cual se herrumbraba la maldición de Bonne desde que la llevara por última vez, el día en que matara al hijo de ambos.

Procedía despacio y con rumbo vacilante, como si fuera ciego; como si estuviera oscuro y todas las estrellas para la navegación ocultas por la bruma. Caminaba encorvado, y uno creería que aquel cacharro de acero que llevaba embutido en el cráneo le clavaba los huesos a la tierra de tanto como se hundía aquella alta figura. La aguja de Bonne entraba y salía, inquebrantable, entre las prietas puntadas.

– ¿Adónde se dirige? -preguntó Amanieu, y dejó caer sobre la mesa dos bolsas de cuero que golpearon la madera con un apagado sonido metálico.

– ¡Ajá! -exclamó Bonne-. ¡Ahora veremos qué aspecto tiene un soldado de verdad!

Tironeó de los bordes de la servilleta para mantener el zurcido, con el cual prolongaba la vida de la servilleta durante al menos una semana, lo más igualado posible.

Flore le dijo a Amanieu:

– Se va al desierto. Dice que el calor conseguirá quitarle el yelmo.

Para Amanieu aquello no tenía sentido, y se encogió de hombros; pero como todos los demás, a excepción de Bonne, observó cómo César cruzaba el patio cual cangrejo y emergía al calor del día. Los pies recubiertos de malla arrastraban y levantaban el polvo, los miembros aparecían desgarbados, flojos y torcidos; sólo la cabeza se mantenía con aplomo en lo alto de aquella desmelenada mole contra la nota discordante del yelmo. Por fin, se desvaneció al volver la esquina de la torre del homenaje.

En ese momento, Bonne rompió a llorar y empezó a tirar por los aires el montón de telas viejas que se hallaba sobre la mesa a la espera de sus cuidados.

– ¡Oh, mirad! -exclamó-. ¡Mirad qué inútil resulta! ¡Está todo ajado y hecho jirones!

Todos los demás se sobresaltaron y se la quedaron mirando.

– ¡Y bien! -lloriqueó, y trató al pobre y viejo tejido cual masa que estuviera trabajando-. ¿Cómo voy a mostrarle esto al eminente primo Roger? ¿Cómo voy a ponerle delante estos harapos al vizconde, nuestro señor? -Abandonó la tela y se quedó sentada frotando y alisando con los dedos la vieja madera de olmo. Las lágrimas manaban de sus ojos y balbuceaba como una niña de tres años.

Nadie tenía nada que decir. Tan sólo el mastín, y eso que Bonne nunca había sido amiga suya, salió correteando de la casa y apoyó la negra y leonada cabeza sobre su regazo.

– ¡Oh, no! -exclamó Bonne, y se inclinó para besar al animal, pero luego lo apartó de un empujón-, ¡Oh, no! ¿Cómo vas a ayudarme tú? ¿Acaso podrías hacer algo?

Bonne inclinó la cabeza. Su rostro encantador estaba hinchado y los dorados ojos nublados por las lágrimas, pero aunque hubiera bajado la vista al suelo, a Flore le pareció que echaba una anhelante mirada de reojo, a través del patio, hacia la distante ladera más allá de la torre, la dirección en que César se había marchado.

22

EL TROVADOR

Mosquito había estado en el pozo del interior de la casa, ocupado en sacar agua para los caballos, y apareció entonces en el umbral.

– ¿Quién se quedará con el pequeño y bonito caballo que el pobre Jesús dejó? -preguntó.

– ¿Queréis vos el caballo, Mosquito? -le inquirió Bonne. Había empezado a poner orden de nuevo en el revoltijo de la deplorable ropa de casa. Flore la ayudaba.

– Gracias -repuso Mosquito-, pero esa bestia es demasiado bonachona para mi gusto. Me agradan los caballos con un poco de malicia, como mi Poison.

– ¡Poison! -exclamó Bonne-. ¿Ese desaliñado caballo pío?

– Sí -respondió Mosquito.

Gully salió de la casa y se unió a las otras mujeres con lo de la ropa.

– ¡Señor! -suspiró-. ¡En qué estado tan viejo y lamentable está todo esto! Aun así, si es lo mejor que tenemos, debemos sacarle el mayor partido.

Mosquito trajo banquetas de la casa y Gully acercó una a la mesa. Se sentó junto a Bonne y ahora fueron dos las agujas dedicadas al trabajo de la restauración.

– Vuestra madre zurce con mucha destreza -observó Gully-. Vos nunca llegaréis a tanto.

– Yo diría que no -confirmó Flore; se sentó en la mesa y se dio la vuelta para descender por el otro lado. Allí, Amanieu había abierto las bolsas y extraía metal bruñido. La armadura despedía un brillo lastimero, como un apacible mar invernal.

– ¿Qué hay del caballo? -dijo Mosquito, y se sentó en el peldaño-. ¿Quién se lo quedará?

Flore intervino con rapidez.

– Soy la única de nosotros que no tiene caballo propio; bueno, a excepción de Gully.

– No os preocupéis por mí -repuso Gully.

– ¡Por Dios, Gully! -exclamó Flore-. Las cocineras no necesitan caballos.

– No seas grosera con Gully, Flore -intervino Bonne.

– ¡Oh, vamos, madre! Gully odia los caballos. Chilla si la suben encima de un caballo. ¿Puedo quedármelo?

Bonne asintió, pero cuando sujetaba el hilo entre los dientes para morderlo, Amanieu abrió la boca.

– Ese caballo bayo os quedará bien -declaró-. Conjunta con vuestra cabellera.

– ¡Su cabellera! -exclamó Bonne, mordiendo con ahínco-. ¡La cabellera de Flore! -Agitó sus propios rizos pardo rojizos de modo que rebotaron y se desparramaron plenos de belleza- ¿Qué queréis decir con que conjuntará con su cabellera? Eso es lo último que Flore desearía, ¡atraer la atención hacia su cabellera! Con ese color tan triste y desvaído, siempre lo he creído así.

Flore se hallaba tan ocupada en mostrarle silenciosamente a Amanieu su desprecio por aquella intervención, que eludió el insulto de su madre con facilidad, y escogió de él sólo aquello que le resultaba útil para su causa.

– No me importa el aspecto que yo tenga -mintió despreocupada-, mientras el caballo sea obediente.

Daba saltitos sobre las puntas de los pies, a la espera de que su madre accediera, cuando se produjo otra interrupción. Vigorce, que desde el mordaz diálogo entre Bonne y César y la infeliz partida de este último había permanecido casi como una estatua (una estatua cincelada para mostrar a una figura en un estado de suspendida animación, y reflexionando simultáneamente sobre el amor, la lástima, la lealtad y la pena, y dispuesta en una actitud de adoración asaltada por la duda), Vigorce bajó de su pedestal y le dijo a Bonne:

– ¿No debería ir en pos del señor César?

Bonne rió.

– ¡Mi pobre marido! -exclamó-. Incluso si su materia gris anda suelta dentro de ese yelmo, no notaremos ninguna diferencia en él en absoluto. -Dejó la costura y se arregló el pelo; una breve exhibición para Vigorce.

Flore advirtió que si pretendía asegurarse de tener el caballo debía atacar sin demora, pues su madre estaba dispuesta a desparramar en torno a sí su belleza, y una vez hubiera empezado su hija se tornaría invisible para ella.

– Mi queridísima madre -dijo, cortejándola sin vergüenza alguna-, ¿puedo quedarme el viejo cenete del español, para aprender a montar? -El caballo tenía cuatro años como mucho, y Flore montaba como una árabe.

– Por supuesto, niña mía -aceptó Bonne-. ¿También en eso vais retrasada? ¿No es demasiado tarde ya para que mejoréis? Bueno, quedaos ese viejo caballo y haced lo que podáis con él.

– Gracias, madre -aceptó Flore, y mostró gran sabiduría al no precipitarse a ver a su flamante caballo, sino que aguardó con calma a que su madre hubiera perdido interés en el tema.

Bonne se dedicó, en primer lugar, a cautivar a Amanieu. Como a través de una bruma, recordaba haberle esclavizado en el banquete, pero se dio cuenta de que desde entonces le había desatendido, lo que era bastante negligente. Bonne siempre había mantenido, en los viejos tiempos, que el camino hasta el corazón de un hombre era a través de su armadura.

– Un buen arnés, ése que tenéis ahí -le dijo- ¿Dónde está hecho?

– Es germano -respondió Amanieu-. Maté a un hombre por él.

Vigorce se sentó de pronto. Gully había vuelto a la casa, y volvió con vino y pan, que puso sobre la mesa.

– Una valiente hazaña, sin duda -le dijo Bonne a Amanieu, recordando cuánto le aburrían en el pasado las valientes hazañas que le habían relatado.

– No -repuso Amanieu-. Un truco sucio.

Vigorce le miró fijamente.

Bonne quedó profundamente intrigada por las palabras de Amanieu, y por tanto le desdeñó de inmediato.

– Mi querido capitán -se dirigió a Vigorce, en el otro extremo de la mesa-, ¿qué opináis de una armadura como ésa? ¡Flore, dadle al capitán este vaso de vino!

Vigorce bebió dos vasos de vino, más o menos como si lo hiciera de la mano de la propia Bonne, antes de decir nada. Cuando habló, su voz sonó profunda y llena de respeto por aquel finísimo acero expuesto sobre la mesa.

– Es la mejor que he visto -repuso. Miró a Amanieu, casi con aprobación, y añadió-: Mataría a un hombre por ella.

Había dos formas de interpretar aquello, y Amanieu se percató de ambas, pero asintió complaciente y bebió del vaso que Flore había llenado para él.

– Es germana -dijo de nuevo-. Creo que apenas estaba recién hecha, tendría unos dos o tres meses, cuando la vacié de su propietario.

– ¡Dios mío! -exclamó Bonne-. Habláis sin rodeos, jovencito.

– Cuando es conveniente, me gusta decir las cosas tal como son -sentenció Amanieu-. ¿Es pan eso de ahí?

Flore le pasó un poco de pan y dijo:

– El sólo mata a la gente a propósito.

Tales palabras, que habrían sonado extrañas entre otro grupo de gente, fueron fácilmente interpretadas como un tributo. Todo el mundo pensó en César, que había matado a su hijo por error. Flore se dio cuenta, sin embargo, de que se había precipitado al exponer su amistad con Amanieu, y decidió no decir nada más.

Vigorce recordó entonces que César se hallaba preso en su sofocante armadura sólo porque él, el capitán a sueldo, le había prometido a su señor que con aquello lograrían la partida de Amanieu. Se dispuso, por tanto, a seguir adelante con su conspiración.

– ¿Sabéis -le dijo a Amanieu (y en su oscuro rostro borgoñón apareció tal expresión de astucia que el joven miró alrededor, y en especial detrás de sí)-, os habéis dado cuenta de que en el norte podríais hacer una fortuna con una armadura como ésa?

– ¿Cómo? -quiso saber Amanieu-En las justas. Las justas hacen furor allá arriba. Hay dinero de por medio; premios. El ganador se lleva el caballo y la armadura del otro, justo como vos conseguisteis ésta. -Vigorce contempló el acero nuevo que resplandecía frente a sí-. En una buena jornada, un caballero puede vencer a otros cinco o seis. Eso es más de lo que obtendríais en los caminos. -Vigorce se estaba arriesgando en ese punto, pero Amanieu simplemente enarcó las cejas y rió-. Muchos de ellos vuelven a comprar su arnés, el mismo día. Hay un caballero inglés que el año pasado se sacó con ello quinientas libras.

– ¡Quinientas libras! -exclamó Bonne-. ¡Dios sea loado! Con eso podríamos construir el castillo. -Lo reconsideró-. ¡Y en un año!

Observó a Amanieu, midiéndole, pero lo cierto fue que todos los ojos en torno a aquella mesa hicieron lo mismo. Cantidades como ésa eran dignas de reyes y príncipes. El desayuno prosiguió en silencio, a excepción de los sonidos producidos al tragar mosto y masticar pan seco.

– No tengo la complexión necesaria para ello -replicó Amanieu-, y no soy un caballero.

– Tenéis la astucia -dijo Vigorce-. Habéis sobrevivido a tres años de guerra. Si quisierais vencer, venceríais.

Bonne tiró a un lado la costura. Maldición, ¡aquello rayaba en lo excitante!

– César puede armaros caballero -declaró-. En los viejos tiempos, cuando era un gran soldado, nombraba caballeros, y puede hacerlo ahora con vos.

Flore, sin embargo, no deseaba que Amanieu fuera caballero, ni que se marchara a las justas en el norte.

– Si os hacen caballero, eso os estropeará -dijo-. Los caballeros son virtuosos.

Amanieu le sonrió.

– Eso son rumores -explicó-. Los caballeros son tan granujas como el resto de nosotros.

– ¿Cómo se hace? -preguntó Flore a su pesar.

– Debe pasar la noche en la iglesia -respondió Bonne de inmediato-, y mañana, cuando César vuelva del desierto, le armará caballero con esa espada. -Y añadió-: ¡Maldita sea! Es absurdo tener una armadura como ésa y no hacerse caballero cuando uno tiene la oportunidad. -Clavó su deslumbrante mirada en él, y quedó claro que estaba un poco achispada-. ¡Por todos los cielos, muchacho! ¿Acaso vais a impedir que todos nos hagamos ricos? César os armará caballero, pero seré yo quien se ocupe de los arreglos financieros; ¡nos deberéis algo por ello!

– Entonces debo mantener brillante mi armadura -repuso Amanieu, y con la ayuda de Flore devolvió la cota de malla germana a sus magníficas bolsas de cuero. No había dicho ni que sí ni que no, y mientras los comensales trataban de discernir adonde habían llegado con todo aquello, descendió más vino por sus gargantas.

Amanieu se echó las bolsas al hombro.

– Enseñadme vuestro caballo -le dijo a Flore-, y os diré qué opino de él.

Cuando se marcharon, seguidos por el mastín, una moderada perplejidad cayó sobre los comensales, perdido ya el centro de su interés. Se apiñaron en torno a la mesa, pues se trataba de un terreno común y palpable.

– ¡Arrojad la costura al otro extremo de la mesa, Gully! -exclamó Bonne, efervescente, sin que ni ella supiera el objeto de su desafío-. Vamos a emborracharnos y a derramar el vino.

Tendrían que haberse puesto a la sombra, pues era mediodía y el sol ardía y refulgía sobre sus cabezas. Poco a poco se sintieron estúpidos, y apenas hablaron. No bebieron el vino a grandes tragos, sino en sorbitos regulares y con una especie de atención y de expectación, como si algo oculto y muy importante pudiera descubrirse en aquel tosco vino de un rojo pálido; algo que podía hallarse en el siguiente trago o que quizás esperase aún en la lengua desde el anterior.

Aquello fue demasiado para Gully, que se metió debajo de la mesa, a la sombra, y se durmió entre ronquidos. Languidecieron en aquel calor implacable, absorbiendo el cálido vino. Bonne reía de vez en cuando, aunque no decía nada; y agitaba la cabeza en movimientos lentos, soñolientos, y miraba a Vigorce. El rostro sofocado del capitán le devolvía la mirada. Mosquito los miraba a ambos, y hubiera preferido hallarse con los caballos; pero quería vino, mientras durase. Rara vez cantaba un pájaro o zumbaba un insecto, aquel mediodía. Hacía calor y todavía reinaba el silencio. Eran como tres figuras en una pintura, atrapadas allí para siempre jamás.

En la pintura apareció un pequeño burro, que se plantó junto a Vigorce y consideró a Bonne desde su inteligente mirada.

– ¿De dónde has salido tú? -le preguntó ella.

Antes de que le respondiera, vio a un hombre detrás del animal, a lomos de una alta mula.

– En el nombre de Dios -dijo Bonne-. ¿Quién sois vos?

– Soy Saturnin de Cucuron -respondió el hombre de arriba abajo, como si le hablara desde el cielo.

Se tambaleaba en la visión de Bonne como si saltara de un ojo al otro, y de vuelta otra vez. Bonne luchó contra semejante distorsión e hizo que se quedara quieto. Era una figura delgada y tiesa en sombríos tonos marrones.

– ¿Por qué estáis tan delgado? -le preguntó.

– Por la melancolía -respondió. Bonne creyó verle sonreír, pero sus ojos no veían con claridad.

– Bajad de ahí -le ordenó-. ¿Quién puede veros ahí arriba?

Desmontó de la mula y ató las riendas a una anilla en la pared de la casa.

– Esta criatura se escapa -explicó de pie, ahora junto a la cabecera de la mesa. Le hizo una reverencia a Bonne, seguro de su elegancia, y volvió la cabeza a modo de saludo hacia sus compañeros en la bebida-. ¿Soy bienvenido? -preguntó.

– ¿Para qué? -exigió Vigorce incorporándose a medias, con una rodilla en la banqueta, celoso de toda aquella demostración de confianza y estilo. Se tambaleó, y el burro impidió que se cayera. Se aferró a la carga que llevaba en el lomo para sujetarse, y arrancó un musical sonido.

El recién llegado rió y siguió dirigiéndose a Bonne.

– Por mi música -dijo. Su voz era cálida pero con un dejo amargo y profundo al hablarle a Bonne-. Por mis versos.

– ¡Ah, por todos los cielos! -exclamó Bonne, y se levantó-. ¡Sois un trovador!

– Sí, lo soy -repuso él.

– ¡Qué felicidad! -gritó Bonne, y le echó los brazos al cuello.

Cuando le hubo dado la bienvenida, propinó una patada a Gully para que saliera de debajo de la mesa y envió a la pobre anciana a la cocina.

– ¡Carne para mi invitado, Gully! -ordenó-. ¡Y un vino mejor que éste!

– No hay otro -respondió Gully con gravedad-. ¡Es una lástima! -Hizo un gesto para indicar que su señora no tenía tres dedos de frente y se marchó.

– ¡Pues trae una jarra mejor, entonces! -exclamó Bonne tras ella-. ¡Y bien! -Llenó de vino su propio vaso y se lo ofreció al visitante mirándole a los ojos-. Debéis de estar sediento -dijo-. ¡Bebed de mi vaso! -De nuevo mostraba gran entereza; estaba quemando el alcohol que corría por sus venas, de modo que su rostro se purificaba de la bebida ante los*ojos del trovador-. ¿Vos creéis que soy hermosa? -le preguntó-. ¡No! ¡No me respondáis! -Se volvió hacia Vigorce, y vio que estaba sentado de nuevo en la banqueta, con los codos sobre la mesa, ocultando el rostro y con los dedos entrelazados en la mata de pelo entrecano.

Ante la puerta de la casa, Mosquito descargaba el burro. Sostuvo una pequeña arpa, con cuidado.

– Trovador -dijo Bonne, y le cogió de la mano-, traed vuestro vino, ¡pero venid conmigo!

Le guió bajo la arcada de la torre de entrada y recorrieron un trecho de ladera hasta hallarse sobre el bosque de robles que descendía hasta la distante planicie; aquella planicie que ella adoraba observar, entre ensoñaciones; la planicie que resplandecía a la luz del sol y discurría hasta la bruma de las lejanas montañas. El observó todo aquello y suspiró.

– ¿Por qué suspiráis? -preguntó Bonne-. ¿Acaso no es hermoso, no os atrae?

– Espero que no me atraiga -respondió él-. Acabo de venir de ahí. Ya os lo dije, soy un hombre melancólico; por eso suspiro.

Bonne observó su rostro y dijo:

– Vuestros ojos son de diferente color.

– Uno es gris -dijo él-. ¿De qué color es el otro?

Su boca parecía crispada, quizás a causa de los pesares, pero era lo bastante llena como para resultar amable. Bonne la resiguió con un dedo, mientras consideraba el otro ojo. Era de todos los colores: negro, gris, marrón, rojo, azul, verde y amarillo, confundidos en una oscura y ahumada penumbra.

– Es del color de las sombras -respondió.

El pareció complacido.

– Sí -confirmó-. Muy bien.

– ¿Ve? -preguntó Bonne.

– Sí -repuso él-. Ve. -Los ojos parecían estar muy lejos, bajo las negras cejas, y desde sus cavernas le sonreían.

– Os lo pregunto de nuevo -dijo Bonne plantándose ante él en su viejo atavío verde de ama de casa, con la fresca brisa del atardecer apartándole del rostro el cobrizo cabello, y los ojos dorados recelosos pero levemente esperanzados- Os lo pregunto: ¿os dicen vuestros ojos que soy hermosa?

El rostro de él parecía desconsolado, pero Bonne se percató de cuán atractivo era, con aquella nariz recta y una frente inteligente, aquellos ojos hundidos y desconcertantes, y una piel de un maravilloso tono dorado. ¡Dios fuera loado, aquel hombre era de veras hermoso! ¡Y un trovador, por si fuera poco!

– Algo más que mis ojos -repuso- me dice que sois hermosa.

Un sonido escapó de Bonne, como un graznido en lo hondo de la garganta entre un sollozo y un gemido de placer.

– Entonces, ¿haréis…? -preguntó-, ¿haréis…? -repitió, y añadió precipitadamente-: ¿haréis una canción sobre mí?

– Sí -repuso él.

– ¿Sobre mí?

– Sí. -Apuró el vaso y pareció desamparado.

– Quiero decir, ¿compondréis una canción sobre mi belleza? -Desde luego había una gran tristeza escrita en su rostro, pero la sonrisa que esbozó fue, por su tristeza, aún más dulce.

– A eso me refería yo también -dijo.

– ¡Oh! -exclamó ella- ¡Oh!

– Sin embargo… -prosiguió él.

– ¡Sí!

– Debo estudiar vuestra belleza, pues no bastaría con decir simplemente que es incomparable: debo dediqué es en sí misma. Por tanto debo aprender sobre ella.

Tendréis que posar para mí como para un pintor. Tendré que permanecer aquí un tiempo considerable. -El ojo gris se encontró con la mirada de Bonne, pero del oscuro y umbrío no estuvo segura-. Además -añadió él con resolución-, debo recibir mis honorarios. Al contado; el pago completo al concluir el trabajo.

Bonne estaba radiante. Era como una explosión de sol sobre la verde ladera. Era júbilo encarnado. Su belleza lucía en todo su esplendor… ¡Desprendía belleza! El poeta la miró y la luz resplandeció en el ojo pleno de sombras.

– Soy afortunado por haber venido hasta aquí -declaró-. Debéis de ser la mujer más hermosa de la tierra. Vuestra belleza extraerá de mí una excelente canción. Cada uno de nosotros será inmortal. Debemos establecer la tarifa en consecuencia.

Bonne se hallaba inmersa en tan agradables palabras, y cerró los ojos de pura dicha.

– Acepto vuestras condiciones -dijo alegremente-. Tendréis mi magnífica joya como pago: tres piedras engastadas en oro antiguo, y posee magia. En cuanto a permanecer aquí, podéis vivir en mi casa para siempre. -Abrió los ojos y el oro que en ellos había pareció recién bruñido-. Posaré para vos día y noche, para que me conozcáis a mí y a mi belleza. ¡Oh, posaré para vos completamente desnuda, si hacéis una canción sobre mí!

– Eso supondría un buen comienzo, desde luego -replicó el taciturno trovador-. Deberíais, sin embargo, llevar para las sesiones vuestra joya de tres piedras engastadas en oro antiguo, y así contaría con eso y con vuestra belleza para hacer salir al exterior mis mejores aptitudes. ¿No he oído a alguien hablar de comida?

23

VENUS

Aquella noche temprano la luna se alzó por lo bajo para colgar suspendida de una única estrella, y se hundió antes de la medianoche. La estrella era el planeta Venus, que continuó elevándose.

Antes de que la luna se pusiera, César despertó a causa de la lengua del mastín que le lamía la cara. Cuando lo maldijo, el vigoroso can mostró su deleite posándole una pata poco firme sobre el pecho y la otra en la nariz. Resbaló, y con una de sus tambaleantes pezuñas le arrancó el yelmo incrustado de la cabeza.

– ¡Ajá! -se jactó César-. ¡Ah, estimable bestia, sabueso inteligente! -Aunque añadió-: ¡Pero aparta! ¡Buen perro! ¡Siéntate! -El mismo se incorporó hasta sentarse y se llevó los dedos al lacerado cuero cabelludo con cautela-. No está muy contento -le explicó al interesado mastín-, pero el aire nocturno le sentará bien. -Le parecía que las orejas, que habían quedado dobladas bajo el yelmo, no habían asumido aún su forma original, pero resultaba difícil decirlo con sólo tocarlas-. No necesitaré capote -le dijo al perro-, pues fuera hará calor.

Lo cierto era que después de todo, César no había pasado el día rustiéndose en aquella armadura al rojo vivo, sino que había merodeado por el fresco suelo de la torre del homenaje. Se había puesto lo más cómodo que pudo, apoyando el cuello sobre el camisote y jubón, de modo que no ejerciera presión sobre el irritante casco. La única penitencia que hasta entonces había sobrellevado de las que prometiera era la de ayunar.

– Estoy muerto de hambre -confesó-. Pero eso le hará bien a mi alma. Venga, vamos a dar un paseo. -Señaló hacia el piso superior, en el que dormían Vigor- ce y Mosquito-. ¡Silencio, o despertaremos a la guarnición! -Salieron al exterior.

César caminó una docena de pasos y se detuvo.

– Bueno -dijo-, ¡al parecer debo hacerlo! -Volvió a la torre. Allí se embutió una vez más en su vieja armadura, mientras el perro gañía entre dientes, impaciente-. Silencio -le ordenó-. Espérate, no hagas tanto jaleo. -Le llevó tiempo, tanteando en la oscuridad en busca de cintas y correas, pero en otro tiempo había estado acostumbrado a hacer aquello, y no tenía prisa. Cuando concluyó le dijo al perro-: Creo que nos eximirán del yelmo -y salieron de nuevo.

Mientras ascendían por el prado desierto, pues las cabras se iban a casa por las noches, la astada luna les acompañó de cerca a lo largo de la cresta de las montañas. Al culminar el ascenso la luna les abandonó. Esperó en los lindes de la planicie de piedra mientras ellos se internaban en el desierto, dando grandes zancadas sobre la roca sólida, tambaleándose precariamente de una piedra insegura a otra, y avanzando con dificultad por los triturados guijarros. El mastín no compartía la intelectual creencia de César de que había sabiduría en aquel lugar, y se habría detenido mucho antes de lo que lo hizo él. De cualquier forma, le acompañó hasta el olivo silvestre en que la abeja le picara en la mano y allí, tras permanecer inmóvil unos minutos y verse olvidado, el perro se tumbó y se durmió.

La luna no tardó mucho en seguir el ejemplo del perro. Su pálido y virginal creciente se deslizó con decoro tras las colinas para descansar. Venus ardió más brillante. César sintió, desde su interior, las preocupaciones que marcaban su rostro; y el beso que Venus posó en ellas. El mundo de piedra presionó hacia arriba, bajo sus pies, y desde la alta planicie rozada por la luz de las estrellas, César se elevó hacia el negro cielo. Sintió el cerebro contra el cráneo, la sangre deslizándose por su carne. Vio la luz y la oscuridad penetró en sus ojos. Escuchó el sonido de las montañas y de la noche como si fluyeran al igual que el incesante mar. Pensó, por tanto, en Lucrecio y la teoría de los átomos, pero aún se elevaba hacia la diosa.

Ante ella se sintió cohibido. Trató de describirse a sí mismo.

– Hierro soy desde los tobillos hasta el alma -dijo.

No oyó respuesta alguna. La diosa no volvió a besarle, y su resplandor no fue más brillante porque él estuviese allí. ¿Estaría disgustada? Y aun así, con toda seguridad, le había atraído hacia ella, pues ¡difícilmente habría logrado ascender por su cuenta!

¿Se habría equivocado de diosa?

¿No era Venus, acaso, la divinidad que, sólo tres días atrás, le había hecho ascender a las vigas, desde donde miró hacia abajo, hacia sí mismo y a Bonne, y vio a un hombre inmerso en resplandor que lloraba a una mujer envuelta en tinieblas?

Ahora pendía, repentinamente inseguro, sobre el olivo silvestre y el mastín sumido en el sueño, como un pálido fulgor entre los fulgores del cielo. Había empezado a dudar. Su fe viró bruscamente y buscó un hogar.

Si no era Venus quien le elevaba hasta aquellas alturas de adoración, ¿quién podía ser entonces? ¿Podía ser acaso…? ¡Debía serlo! Revisó a toda prisa la descripción que de sí mismo le había ofrecido a Venus, pues debía dirigirse a alguien que supiera cómo sentir pesar y que supiera incluso cómo era aquello de ser humano, zarandeado entre el cielo y la tierra. Debía presentarse ante ella con una imagen elocuente de sí mismo, nada mal concebido o autocompasivo.

– ¡Santísima Virgen! -oró. De inmediato, el planeta se desvaneció en una nube, y César empezó a descender-. En la tierra -dijo, presentándose con rapidez a la Virgen-, arrastro un yunque y camino pisando huevos.

Tal explicación de sí mismo terminó en un alarido, y con César cayendo hasta una complicada relación con el olivo silvestre. Desde allí, recogiendo de pasada algunos pequeños y amargos frutos, se encontró una vez más con los pies sobre la planicie de roca.

César se sentía quejumbroso y enojado. Había sido un día espantoso, empezando por el trastorno en las escaleras y acabando con aquella degradación espiritual. Resultaba peculiarmente irritante que no pudiera dilucidar a cuál de las dos sagradas damas había ofendido. En general, creía que debía de tratarse de Venus. Debió haber sido más paciente con ella. Sobre todo, no debió haber pronunciado aquel otro nombre, aquella otra palabra, pues si en efecto había sido Venus quien le había hecho ascender a aquellas elevaciones del espíritu, ahora, tras apostasía tan señalada, nunca volvería a ser Venus de nuevo.

El mastín despertó de sus pesadillas y gruñó, de modo que partieron juntos y amigablemente taciturnos, y tropezando un montón de veces, pues la noche era negra cual boca de lobo y todas y cada una de las estrellas del cielo se habían emborronado.

24

VERDADES DESNUDAS

Había transcurrido ya una hora desde que desnudara su cuerpo ante la luna, y cuando aquella brillante hoz abandonó el cielo, Bonne, arrodillada, tendió las manos a través de la ventana para acariciar la luz de las estrellas. Sus brazos resplandecieron lánguidamente en la penumbra, pero ante el dulce y suave lustre que despedían, sus ojos se maravillaron. Se puso en pie y en el mismísimo borde de la ventana para dejar que el velo de pálido fulgor, salido de la noche, cayera sobre ella. Sintió que las estrellas se encendían en ella. Se movió dentro de su cuerpo para dejar que la tocaran. Bajo la luna, había posado tan orgullosa como el mármol, pero ahora suspiró y se movió inquieta, se acarició la piel resplandeciente y, por el encantamiento que la luz de las estrellas producía en ella, se enamoró de su cuerpo.

Volvió al interior de la estancia, cual susurro de luz en la penumbra.

– Este cuerpo mío es una maravilla -musitó.

Saturnin, aquel atribulado trovador, escupió pepitas de uva a los pies de Bonne. Arregló las almohadas para que resultaran más cómodas y colocó convenientemente a su alcance la fruta, el queso y el vino.

– Hasta dónde puedo juzgarlo en esta comprensiva oscuridad -dijo-, es un cuerpo muy adecuado.

Bonne se hallaba tan excitada consigo misma que no frunció el entrecejo, incluso en la oscuridad, sino que aclaró con voz tranquila:

– No me refiero a sil belleza. Me refiero a su vida.

– No puedo entenderos -repuso Saturnin-. Soy un poeta, no un filósofo.

– ¿Dónde estáis? -preguntó Bonne-. Dejadme espacio.

– Junto a la pared -respondió él- Hay espacio de sobra.

Bonne arrojó aquel cuerpo maravilloso sobre el enorme lecho y se estiró desde un extremo al otro de sí misma. Los ligamentos largo tiempo dormidos despertaron entre crujidos.

– ¡Dios sea loado! -exclamó Saturnin-, Tened cuidado.

– De eso es de lo que estoy hablando -dijo Bonne. Se sentó-. Pasadme las uvas.

Cuando lo hubo hecho, Saturnin recorrió con el nudillo del dedo índice la espina dorsal de Bonne.

– ¡Ooh! -exclamó ésta-. Por fin se emplea a fondo.

– ¿Estáis impaciente? -preguntó el trovador.

– No estoy segura de estarlo.

Se hallaba sentada sobre los talones, y él acarició sus invisibles nalgas en la oscuridad.

– Bueno -dijo-, deben seguirse ciertas reglas.

– Las reglas del amor son públicas. Nosotros somos privados -replicó Bonne. Se levantó ligeramente apoyándose en las rodillas para dejar que los dedos de él quedaran debajo de sí, y allí dispuesta osciló como una serpiente encantada.

– Reglas poéticas -explicó él-. Me refiero a reglas poéticas; como la de que la canción sobre un amor no correspondido debe venir antes de que la pasión sea consumada, no después.

Bonne le apartó la mano, que en cualquier caso no había llegado tan lejos como ella habría deseado, y se puso en pie de nuevo.

– Los trovadores tienen licencias, sin embargo -repuso más asombrada que enojada-, y las damas tienen licencia con los trovadores.

Saturnin rió.

– Sólo en público. Sólo en compañía. En privado, serían tan pecadores en su apareamiento como cualquier otra pareja en su pecar. -Se hizo un expectativo silencio, hasta que en tono profundamente enervado añadió-: Lo que quiere decir, casi como cualquier otra pareja.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Bonne, de nuevo a la luz de las estrellas, y añadió-: Precisamente ahora no importa. No me lo digáis precisamente ahora. -Acarició su propio cuerpo con los ojos y éste resplandeció bajo su mirada, tentándola: su propia carne-. Mi cuerpo es una maravilla -continuó- porque tiene vida propia. Mi cuerpo es una criatura en sí mismo, y con vida propia.

– Eso que decís es algo excelente. Podría dar pie a una canción.

– ¡Ajá! -exclamó Bonne sin hacerle caso-. Me quiere a mí; es a mí a quien mi cuerpo desea. Y yo lo deseo a él.

– Seguid -la instó el trovador-. ¡Seguid!

– Mi cuerpo es hermoso y perfecto -continuó Bonne-, a excepción de este pecho que es mayor que el otro… No hace falta que pongáis eso en vuestra canción -añadió, y apretó con suavidad el pecho erróneo, como castigo, o para hacerlo parecer del mismo tamaño que el otro.

– Por supuesto que lo haré -replicó Saturnin-. No seáis tonta, y no os interrumpáis.

Bonne apenas le oyó o se preocupó. Comprimió de nuevo sus pechos, y otra vez, y más y más, hasta que se dejó caer de rodillas. Las últimas palabras que pronunció, antes de ser transportada a mudos éxtasis en el suelo y en la negra noche, de pronto sin estrellas, fueron:

– Tengo el espíritu de una mujer, ¡pero mi cuerpo es mi maestro!

El trovador golpeó contra la pared y siseó:

– ¿Es que existen días afortunados, al fin? Comida, cobijo y estima de una patrona chiflada ¡que compone versos al hablar, y me proporciona una idea! -Estaba tan conmovido que dejó fuera de aquel catálogo, aunque seguro que pensaba en ella, la preciosa joya que todavía no había visto. En aquel momento, se hallaba tan cerca como la esperanza le había llevado jamás de ser un trovador en todas sus facetas, olvidando aquel error fatal, aquella desdicha embrutecedora-. Quizá debería contárselo a ella-murmuró mientras anotaba aquellos versos de Bonne que tanto le habían impresionado-. Está lo bastante loca como para entenderlo. -Apoyó la espalda y miró a la nada.

Durante algún tiempo, la estancia permaneció en calma. En el exterior, los grillos proferían sus quejas entre la hierba y dos búhos cazadores se llamaban el uno al otro. La noche seguía siendo oscura como boca de lobo. Desde ella, Bonne habló por fin:

– ¿Os inspiro tanto como esperabais? -preguntó con inseguridad y algo de timidez.

– Mucho más -replicó él-. Más de lo que esperaba.

– ¿De veras? ¿Saldrá una canción de mí?

– ¡De veras, por Dios! -El fervor empapaba su voz de modo convincente-. ¡De veras, de vos saldrá una canción!

– ¡Oh, estupendo! -exclamó Bonne-. Entonces debemos continuar con nuestra vigilia, pese a la oscuridad.

Saturnin oyó un bostezo y el sonido producido al buscar a tientas y hurgar en la oscuridad, y luego su lánguido paso a través de la estancia. Pronto se derramó una luz a través de la puerta y con ella entró Bonne, llevando una vela: Bonne liberada por la retirada de la luna y las estrellas, Bonne bajo la luz de una vela y exhibiendo su joya.

– ¡Una vela de cera! -exclamó él-. ¡Y vuestra joya! -añadió poniéndose en pie.

– Tengo seis velas -dijo Bonne-. Si las quemamos de dos en dos, nos durarán hasta la mañana.

– Tres piedras, justo como dijisteis, y engastadas en oro -observó él.

– ¿Dónde debo posar -preguntó Bonne- para que me veáis?

– Tres piedras… ¡y una es un zafiro! -replicó él.

– ¡Apartaos, Saturnin, apartaos! ¡Dejadme encender la otra!

– ¡Un auténtico y oscuro zafiro!

– ¡Fuera!

– La amarilla es un jacinto, pero la verde… ¿qué es la verde?

– ¡Charlatán embaucador! -exclamó Bonne-. ¡Dejad de manosearme! -Y le puso la llama de la vela bajo la barba.

Hubo más olor a chamuscado que fuego. Aunque Saturnin profirió un alarido por la impresión, experimentó más indignación que dolor, y no mucho después, para sorpresa de Bonne, pareció más deseoso de disculparse que otra cosa.

– ¡Me he dejado llevar! -dijo, frotándose la barba chamuscada.

– Sí, desde luego -replicó Bonne, y como la vela no se había apagado, encendió la otra con ella, las colocó ambas en el suelo, en el antepecho de la ventana, y se sentó en el banco de piedra frente a ellas, quedando así iluminada de un modo encantador. Alzó la vista hacia él, de pie en el filo de la luz que arrojaban las velas-. Sí, desde luego -repitió-. Me agarrabais y parloteabais igual que un mono. No parecíais vos en absoluto.

– Lo era, sin embargo -dijo él, y se retiró hacia los lugares oscuros de la estancia, frotándose como antes no sólo la barba achicharrada sino todo el rostro, y suspirando varias veces con pesar. Paseó arriba y abajo en las sombras y, al final, se detuvo.

– Estabais manoseándome -dijo Bonne-, y os habéis dejado llevar, como vos mismo habéis dicho, pero no con lascivia, ¿verdad? ¿No había nada de lascivia en vos?

El retrocedió todavía más hacia las sombras.

– No. Me encapriché de la joya, ¡que pronto iba a ser mía!

– Que pronto va a ser vuestra. ¿No os habréis echado atrás en lo de escribir mi canción sólo porque he perdido los estribos?

El se inclinó hacia la luz.

– ¡No, no! Nunca he deseado tanto algo como componer una canción para vos.

Bonne se deleitó con tal afirmación, y con la luz de las velas. Miró hacia la noche a través de la ventana. Las palomillas serían atraídas desde la negrura para perecer en aquellas llamas. Su inmolación constituiría un tributo tanto a su belleza como al arte que iba a hacerla inmortal. Se observó a sí misma, ataviada con aquella nueva e íntima iluminación, y sintió el renovado movimiento de aquellas profundas mareas de sentimiento que antes, bajo las estrellas, su propio cuerpo había despertado en ella. Comprobó que bajo la luz cálida y brillante de las velas resultaba más intensamente deseable.

El hombre permanecía en pie en el borde de su charco de luz.

– ¿Sentís lascivia ahora? -le preguntó.

El negó con la cabeza.

– ¿No la sentís hacia mí? ¿Ni hacia mi hermoso cuerpo? -Se acarició los muslos- Mirad. -Elevó los pechos con las manos-, A la luz de las velas, comprobad la erección de mis pezones. ¿No despierta eso vuestra lascivia? -Negaba con la cabeza, interrogándose.

El descendió desde aquella altiva y consternada actitud para arrodillarse ante Bonne. Le puso una mano en el muslo derecho, y la otra bajo la mano de ella que cubría el pecho izquierdo.

– Sois encantadora -dijo-. Vuestro cuerpo es encantador, y vuestros pechos de erectos pezones son, como idea en sí, embriagadores. Mi canción convertirá todo eso, al igual que vuestro nombre y el mío, en inmortal. ¡Seguid creyéndolo!

– ¡Lo haré! -exclamó Bonne, y toda su superficie se estremeció de pasión-. ¡Lo hago!

El retiró las manos del muslo y el pecho y se puso en pie.

– Vuestro cabello es, al menos por el momento, imposible de describir -dijo, tamizándolo entre sus dedos mientras se apartaba-. Ahora pasearé arriba y abajo y os lo contaré todo. Pondré la comida y el vino junto a vos, ¿eh? -Cruzó la estancia con largas zancadas, de ida y vuelta, lleno de energía y decisión-. ¡Eso es!

– Comeré con esta mano -dijo Bonne-. ¿Continúo asiéndome el pecho izquierdo?

– ¿Qué? Sí, por supuesto. ¿No se os cansa el brazo?

– No, no. Tengo este pequeño estante en que apoyo el codo.

– Bien, bien.

– Estoy posando para vos, después de todo -declaró Bonne con seriedad-. Quiero hacerlo bien.

– Sí, lo sé -respondió él de manera cortante-, pero trato de deciros algo.

– Lo comprendo -dijo Bonne-, pero os honro por la persona que habéis sido desde vuestra llegada, y quiero honraros como mejor pueda, no importa lo que estéis a punto de decir. -Sorbió del vaso de vino-. ¡Debo tener cuidado de no agitar los posos de mi ebrio desayuno! Ahora seré toda silencio.

Saturnin había estado rascándose la mejilla y moviendo inquieto un pie. Ahora se dispuso, con gran rapidez, a exponer su opinión.

– Es el oficio de un trovador el de apegarse, tanto en sus afectos como en su deseo, a una dama; a la dama de algún señor. Y el de interpretar canciones quejándose de que ella le niega la amabilidad de su cuerpo.

– La amabilidad de su cuerpo -repitió Bonne-. No me habría gustado vivir sin escuchar tan melodiosas palabras. -Rozó su propio cuerpo con un beso de aquellos ojos dorados, para recordar su reciente amabilidad para con ella. Comió varias uvas del racimo y habló con la boca llena-. De cualquier modo, tal cosa impone una carga sobre la dama cuyo cuerpo debe ser amable. ¿Amable? ¿Amable? ¿Por qué debe ser amable su cuerpo?

– Sólo es una fórmula poética -replicó Saturnin, irascible-. Sólo os estoy describiendo la fórmula con que el trovador se ve forzado a trabajar, ¡y que a mí me saca de quicio, os lo puedo asegurar, cien veces más de lo que pueda irritaros a vos! -De pronto su voz sonaba mucho más llana y liberada de todo misterio-. ¿Qué me importa a mí que todas las mujeres del mundo sean crueles, o castas? ¡Llamadlo como queráis! ¿Y por qué debe importarme que todas las doncellas vivan inmaculadas para siempre?

– ¿Y qué es lo que debería importaros? -Bonne se sentía insegura respecto a tal pregunta, que sonaba como una declaración. Una sensación de paradoja la contuvo a la hora de entender lo que escuchaba. Continuó-: ¿Cómo pueden vuestras canciones quejarse de que se os niega el cuerpo de vuestra dama -indicó con elegante e inconsciente gesto su propio cuerpo mientras hablaba-, si no os importa si os lo entrega o no?

– Ese es mi gran dilema -respondió él.

– Hablad claro -exigió Bonne-. Mi cerebro está embotado.

– Escuchad, entonces -dijo Saturnin-. Nací para escribir canciones. Interpreto mis propias canciones desde que tenía tres años. Por tanto, nací para ser trovador. Pero a mí no me gustan las mujeres, y por tanto no nací en realidad para ser trovador.

Bonne se temía que su rara felicidad de aquel día y aquella noche estaba a punto de deteriorarse.

– ¿Y qué os gusta a vos? -preguntó malhumorada. Entonces, sin pausa alguna, le comprendió, y añadió-: Os gustan los chicos.

– Sí -confirmó él. Había emergido de las sombras y se apoyó contra el ángulo de la pared frente a ella. Su rostro quedaba a la luz. El pie de Bonne podía tocar el de él. Bonne observó el suelo junto a donde él se hallaba.

– Os gustan los niños. -Observó la llama de la vela junto a la cadera de Saturnin.

– Los niños creciditos -puntualizó él.

Ella fijó la vista en su oreja.

– Sodomía -dijo.

El no dijo nada.

Los labios de Bonne temblaron, pero no lloró.

– ¡Maldito seáis! -exclamó-. Me habéis engañado todo el día y toda la noche. ¿Cómo podéis jurar que haréis una canción sobre mí… sobre este cuerpo? ¡No sabréis cómo! ¡Yo os maldigo, por estafador y mentiroso!

Todavía estaba sentada en el banco de piedra. Se sentía estúpida, plantada allí de forma pintoresca para brillar y resplandecer a la luz centelleante de las velas.

«Pero somos dos en esta locura, y nadie más que pueda vernos -se dijo-. ¿Por qué iba a sentirme estúpida?» Le miró a la cara, y tanto el ojo gris como el nebuloso sostuvieron su mirada.

– Todavía nadie no os ha engañado -le dijo.

– ¡Cristo! -exclamó ella- Callaos, y marchaos. -Pero no pudo detener su voz, que prosiguió a toda prisa-: ¿Cómo iba a saberlo? Parecíais tan guapo, ¡parecíais el hombre de una mujer!

– ¿Y qué importa lo que yo parezca? -Saturnin se separó de la pared-. Lo que importa es lo que parecéis vos, y quién sois, y qué aspecto tiene vuestro cuerpo, y, sobre todo, ¡quién es vuestro cuerpo! A partir de tales cuestiones compondré vuestra gran canción.

Bonne, por una vez, no podía mirarse. Sus ojos se posaban en el rostro de Saturnin con mirada huidiza y entornada. Se había desmoronado de tal modo, se sentía tan vacía y derrumbada, que tuvo la sensación, con la misma claridad que si lo viera desde los ojos de otro, de que su rostro se había tornado mustio y balbuceante como el de una criatura acongojada. Le habían concedido un sueño a mediodía y lo había perdido a medianoche. Si ahora, un instante después, le pedían que soñara de nuevo, no sabía cómo creer o dejar de creer. Aun así, obligó a sus oídos a escuchar. Oyó decir a su propia voz, mofándose:

– Quién es mi propio cuerpo. ¿Qué sentido tiene tal cosa?

– Tiene un nuevo sentido -replicó Saturnin, con bien pocas concesiones al estado mental de Bonne. Hablaba despacio, sin embargo, y articulaba con cautela, como alguien que tratara de compartir un pensamiento con un animal de compañía, o con un pájaro en una jaula-. Tiene un nuevo sentido -repitió-. Se trata de una idea nueva, y ha salido de vos.

Bonne negó con la cabeza ante tal ocurrencia, pero la insistente y cautelosa voz de Saturnin prosiguió:

– Habéis dicho que vuestro cuerpo era una maravilla porque tenía vida propia. «Mi cuerpo es en sí mismo una criatura», habéis dicho, «y tiene vida propia».

– ¿He dicho yo eso?

– Habéis dicho: «Me desea a mí; es a mí a quien mi cuerpo desea».

Los ojos de Bonne dejaron de deslizarse en derredor y se clavaron en el chamuscado manchón de su barba.

– Esperad un momento -pidió. Cuando hubo pensado un poco en eso de que su cuerpo la deseara, frunció el entrecejo para indicarle que continuara.

El paciente y educativo estilo de Saturnin se vino abajo de pronto.

– ¿Acaso no lo veis? -gritó-. Mi querida Bonne, querida señora, podría escribir una canción en la que dijera que vos me deseáis, pero vuestro cuerpo os lo prohíbe; o que yo os deseo, pero mi cuerpo me lo prohíbe; o que vuestro cuerpo me desea, ¡pero mi cuerpo desea vuestra alma!

– ¡Mi alma! -exclamó Bonne con un respingo-. Yo habría creído que mi propio cuerpo desearía mi alma.

– ¡Sí, sí! -dijo él-. Me refiero, sin embargo, a que esa idea que habéis concebido de que vuestro cuerpo tiene vida propia es de gran originalidad, y que las canciones que hagamos sobre vos y vuestro cuerpo serán únicas, y nuevas, y famosas.

Ella le había entendido.

– ¿Queréis decir que podríais escribir una canción que dijera que no es la propia dama la que os rechaza, sino la criatura que hay en su cuerpo?

– Sí. ¡Eso es!

– ¿O podría ser, diría la canción, la criatura en vuestro cuerpo la que os negara la dama a vos?

– Lo habéis captado perfectamente -dijo el poeta-, aunque creo que la segunda sería demasiado compleja para empezar, hasta que hubiésemos establecido la idea y hecho de ella una moda.

– ¡Una moda! -exclamó una Bonne que ella recordaba muy bien-. Las canciones sobre la dama Bonne… ¡de moda! -Se le ocurrió algo, y se mordió el labio-. ¿Quiere eso decir que aunque os gusten los niños, debería decir los niños creciditos, mi idea es tan original que podéis escribir una gran canción, o varias, como ahora decís, sobre mí y la belleza de mi cuerpo?

El se incorporó, pues se había doblado por la cintura en su necesidad de persuadirla.

– Exacto -confirmó, y se enjugó el sudor del rostro con una manga.

Bonne suspiró y emitió una leve risilla.

– Vaya tensión supone -dijo-, esto de posar para la canción de una. ¿Es siempre así el arte?

– No me habléis de ello.

– También yo estoy empapada en sudor -declaró Bonne-. Me quedaré aquí sentada y confiaré en refrescarme, ahora que me he calmado de nuevo. -Rió por lo bajo- Me he enojado tremendamente cuando habéis tratado de ponerle las manos encima a mi joya, en lugar de a mi jadeante pecho.

– Debéis saber que soy profundamente avaricioso -aclaró Saturnin- y que codicio vuestra joya. -Carraspeó, humedeció la lengua repentinamente seca y añadió con voz ronca-: No me quedaré con vuestra joya. La idea que me ofrecéis es la única idea poética que haya recibido jamás de las mujeres. Es posible que hayáis acabado con mi mala suerte. Cama y comida, hospedaje para mí y mi montura, y algún simple presente cuando las canciones sean cantadas, eso es todo lo que pido.

Bonne apenas podía creer lo que oía.

– Adoro mi joya -confesó-, que además es mi talismán, de modo que os lo agradezco. -Negó con la cabeza en comprensivo gesto-. Vaya dilema el vuestro: un trovador sodomita. Me hará feliz pensar que haya sido el medio para revitalizar vuestra carrera. El hecho de que así será, me lo tomo como un considerable cumplido hacia mi persona, y hacia mi cuerpo.

A él le habían educado bien.

– No lo niego -repuso.

– Mi querido Saturnin -le dijo Bonne-. Marchaos a descansar.

Se retiró al lecho en las sombras, y Bonne siguió sentada mirando hacia la noche, iluminada desde abajo y más que nunca por las consumidas velas, mientras el sudor se enfriaba sobre su cuerpo, refrescándolo.

25

ILUMINACIÓN

César avanzaba con torpeza a través de la noche. Estaba prácticamente agotado de andar a trompicones por la planicie de piedra en la oscuridad. Había forzado tobillos y rodillas en un centenar de intentos por mantenerse en pie, y había caído cuan largo era una docena de veces. Incluso en el prado y en la herbosa ladera se había tambaleado de un agujero al siguiente. El perro hacía mucho que le había abandonado, declinando actuar de acompañante de tanta incompetencia y desdicha. César nunca había visto una noche tan negra en toda su vida; lo bastante negra como para sofocar el alma de un hombre dentro de su cuerpo. Anduvo en una completa ceguera, hasta que, al doblar un recodo, en el invisible paisaje apareció ante él una luz amarillenta, que le atraía hacia el fin de tan calamitoso viaje.

César anhelaba su hogar. Rechazado rotundamente por Venus, aquella veleidosa deidad, y tras fracasar en el intento de recalar en los compasivos brazos de la Santísima Virgen, había perdido el temple para la aspiración divina. El poco valor que le quedaba se lo habían arrancado a golpe de porrazos, y de tropezones, en su ignorante salida de aquel su desierto de las montañas. Y ahora, al ver aquel alegre portento frente a sí, aquella luz guiadora que en tal grado desafiaba tanto a la oscuridad real como a la simbólica, se sentó y lloró. Sus lágrimas eran lágrimas viriles, sus sollozos eran declaradas risotadas por sus aliviadas tribulaciones y no meros gimoteos, y después de enjugarse los ojos y dejar de resoplar y sorberse la nariz, partió de nuevo con cierta esperanza y expectación. También las piernas, aunque temblorosas por la fatiga y los errores de nocturno deambular, hicieron que los pies pisaran a partir de entonces con pasos decididos, y pronto empezaron a dar largas zancadas. Fue como si la distante luz tuviera un misterioso poder para guiarlas mucho antes de iluminarles la senda.

Durante el trayecto hacia la luz amarilla, César sabía que estaba siendo arrancado del abismo de desesperanza en el que la noche le había sumido. César no se desenvolvía bien en la oscuridad; a su corazón y a su alma les sentaba de maravilla la claridad, y ambas partes de su naturaleza le dirigieron hacia la luz como fuerzas ocultas en un imán. Incluso entonces pudo sentir las mismísimas fibras de su alma que se entrelazaban, pues tal era la rapidez con que empezaban a sanar, y las hebras de su corazón que se tensaban como en un arpa afinada.

Para cuando llegó a detenerse en el resplandor de aquella luz que le hacía señas, se hallaba dispuesto para elevarse una vez más hacia su destino. Cualquiera que fuese la divinidad que se hallaba ante él, cualquiera que fuese esa diosa que resplandecía tan tardía, tardía y solitaria en aquella noche tan larga, estaba dispuesto a ofrecerle, desde aquel sublime estado al que por tercera y última vez exhortaría a su ser, a ofrecerle… a ofrecerle lo que fuera que aquellas divinidades del cielo, sobre el olivo en la planicie de piedra, habían rechazado. No conseguía recordar ahora qué era aquello o si, de hecho, había tenido alguna vez un nombre; no importaba, cualquier diosa que se preciara sería capaz de leerlo en su rostro. Cruzó, por tanto, el charco de luz, y miró hacia la ventana de la que se derramaba.

¡Dioses! ¡Era su esposa! ¡Era la diosa, pero era Bonne! Por decimotercera vez aquella noche cayó al suelo con un ruido sordo. Aterrizó sobre las rodillas, y sus manos se aferraron al alféizar de la ventana: pareció un hombre en un reclinatorio, y empezó de inmediato a adorar. No rezó, sino que adoró, y su devoción fue inarticulada pero precisa. Su alma idolatró a la reluciente aparición, su corazón amó la belleza de su resplandeciente forma, y su cuerpo se regocijó en la amistad de aquella humana carne, con la joya respirando al son del sudoroso seno y los pies sucios entre las velas que ardían con luz parpadeante.

Hubiera hecho cualquier cosa, si Bonne no le hubiera obligado a jurar que llevaría la armadura.

26

COMPROMETIDO

Amanieu se había sumido en un sueño que era una irritante versión del paraíso musulmán. Había en él una hurí, en efecto, pero se hallaba en el extremo más alejado de su jardín, jugando cual acuática ninfa en la ribera del río. Durante la mayor parte del tiempo aparecía vestida hasta los tobillos por las ramas de un sauce llorón, o hasta el cuello por las risueñas aguas, y las cambiantes y fugaces visiones que de ella tenía Amanieu, las voluptuosas insinuaciones, le llegaban semiocultas por intervenciones tales como la del agua pulverizada de las fuentes, crecidísimos rosales, un inquieto árbol de jacarandá y bandadas de brillantes pájaros que pintaban sus colores en el aire.

No podía llamarla por sobre el estrépito que producía el río, y no podía acercarse a ella hasta que hubiese identificado al propietario de la voz que le hablaba al oído. Empezó a hacer frío y un fuerte viento lo revolvió todo. Las verjas del jardín se abrieron y cerraron sobre sus goznes, batiéndose con un quejumbroso sonido. La muchacha había desaparecido. El paraíso ya no era lo que antes.

La voz dijo:

– Mi talismán, ¡mi talismán!

Amanieu abrió los ojos. Estaba temblando sobre el suelo de piedra de la iglesia. El primer objeto en que se posó su mirada fue la cruz plana de madera de acebo que colgaba del cuello del fraile, cuyo semblante escarlata y excitado pendía encima del suyo. El fraile se apartó de un salto y le señaló con un dedo acusador.

– Anatema, ¡anatema! -exclamó-. ¡Servidor de Satán! Habéis volado a través de las murallas de mi iglesia.

Amanieu descubrió que había estado durmiendo sobre su espada además de en el suelo, y se incorporó de tales incomodidades con lentitud.

– ¡Callad, chiflado! -le dijo al fraile-. He entrado por la puerta como cualquier otro.

– ¡Demonio! -exclamó el cura-. Dios no permite que me engañéis con vuestras astutas mentiras. La puerta estaba cerrada con llave contra vos.

Amanieu se puso en pie, utilizando como apoyo la espada envainada, símbolo del sentido común. El fraile volvió a apartarse de un salto.

– ¡Escuchadme, hombre! -le dijo Amanieu-. La llave estaba puesta por fuera. Abrí la puerta y entré para mi vigilia. Hoy voy a ser armado caballero.

– ¡Mentís, diablillo desesperado! -gritó el cura-. ¡Os condenáis por vuestra propia boca! Dios os cerró la puerta, y cuando la hubo cerrado, dejó la llave puesta por dentro. No podéis haber entrado por la puerta… incluso yo he tenido que romper la cerradura para entrar.

Dos niños y una niña entraron correteando a través de la puerta forzada y miraron a los adultos con los ojos muy abiertos. Amanieu se dirigió a ellos, logrando así que su voz y su lenguaje fueran tranquilos, y también con más esperanzas de ser comprendido.

– Cuando llegué a la iglesia, estaba cerrada con la llave puesta por fuera. Abrí, entré la llave conmigo, y la cerré por dentro. -Esbozó una agradable sonrisa hacia su pequeña audiencia, uno de cuyos miembros había empezado a asentir mientras él hablaba.

En cuanto Amanieu concluyó, el cura dejó escapar un alarido ensordecedor. Los dos niños dieron un respingó y la niña cerró con fuerza los ojos y se quedó petrificada. Uno de los que habían saltado salió corriendo y abandonó la iglesia, pero el otro tropezó y cayó.

– ¡Escuchadle! -gritó el cura, exultante-. ¡Ahora dice ser Dios! ¡Dice que fue él quien cerró la puerta! Pero nosotros sabemos, ¿acaso no lo sabemos?, que fue Dios quien la cerró.

El niño que había caído se puso en pie con dificultad y, asiendo de los hombros a la niña, la guió galantemente hacia el exterior de la cueva de aquel monstruo. Amanieu empezó a recorrer el pasillo.

– ¡Blasfemo! -dijo el cura con una voz que su griterío había reducido a un ronquido-. ¡Adúltero!

Amanieu retrocedió de nuevo.

– ¿Adúltero? ¿Por qué decís tal cosa?

– La dama Bonne os desea. ¡Negadlo!

– Cierto que desea algo -aceptó Amanieu-, ¿Quién sabe de qué se trata? -Consideró a la criatura abrasada por la pasión que tenía ante sí, el cuello ancho y el rostro rollizo sobre un cuerpo demacrado, los redondos ojos marrones y la gruesa boca con una nariz estrecha y afilada entre ellos.

– Os desahogáis, ¿no es así? Si denunciarais de ese modo a un hombre en la plaza de algún pueblo, le apalearían y quemarían antes de que vos recobraseis la voz.

– ¿Eso creéis? -El hombre se sentía complacido, y esbozó una sonrisita gratificante mientras se arrodillaba a orar. Pareció mucho más saludable, como si hubiera sufrido de estreñimiento y se hubiera tratado con agárico.

Cuando Amanieu llegó al puente, Flore le estaba esperando allí, sentada en el parapeto al sol matutino.

– He soñado con vos -le dijo Amanieu-, pero he tenido un brusco despertar. -Le contó lo del fraile, confiando en hacerla reír, pues estaba un poco pálida.

Flore rió, también, aunque con cierta sequedad. Se incorporó.

– Vamos -apremió-. Le habéis contado al cura que hoy vais a ser armado caballero y él se lo dirá a toda la aldea. Vendrán aquí arriba para no perderse la diversión.

– ¿Diversión? -repuso él-. Habrá terminado en un par de minutos.

– ¡Bueno! -exclamó Flore, y la sangre le arreboló el rostro-. De cualquier forma será una ocasión especial. Cualquier cosa que suceda aquí supone un cambio; supone una diferencia. Nadie abriga grandes esperanzas, ¿sabéis?, pero puede resultar una alegría que algo suceda.

– Por supuesto -dijo él, desconcertado pero también reconfortado-. Por supuesto.

Las lágrimas fluyeron en el rostro de Flore.

– ¡Por supuesto, por supuesto! -exclamó-. ¿Qué haré yo para siempre jamás, cuando ya seáis caballero y os marchéis?

Él la apartó del sendero y la llevó ladera abajo hasta que se hallaron ocultos por los árboles. La besó en los ojos y en el rostro, en las orejas y en el cuello. Ella pendía en sus brazos como la víctima de un maleficio, como si un santo la sostuviera, exánime y a la espera de que él hiciera el milagro.

– No sabía que fuerais mía -susurró Amanieu-. No soy la imagen del gozo de una muchacha. Creí que debería ganaros, por las buenas o por las malas.

– Por las malas conseguisteis una parte -dijo ella-. El resto lo hice yo misma. Nos hemos encontrado en el camino. -Se liberó para mirarle de frente-. El Amanieu al que antes conocí -con un ademán indicó los días transcurridos desde su llegada- me dijo que os hallabais en camino. Ahora ya habéis llegado. Os veo en vuestro propio rostro.

– Eso no supone una ventaja para mí -manifestó él.

– Pero sí para mí -repuso Flore-. Mostráis vuestro propio yo. No aparentáis ser quien sois. Esa es vuestra ventaja, para mí.

Alzó el rostro y atrajo la boca de Amanieu hacia la suya. El beso de Flore se sumergió en él y les arrastró a los dos. Nadaron el uno en el otro hasta convertirse en torrente. Se estremecieron; Flore se deslizó hasta el suelo y Amanieu permaneció inmóvil. El rostro de ella se veía afligido, y exclamó:

– ¡Loado sea Dios! Creí que os marcharíais a las justas en el norte.

Aquel pesar todavía hacía mella en ella, y lloró de nuevo con los ojos clavados en él, sacudiendo la cabeza para luchar contra las lágrimas. La brisa producía susurros y crujidos en el bosquecillo de robles, los rayos del sol y el azul del cielo brillaban sobre ellos y el canto de los pájaros se derramaba desde las hojas. Pese a todo aquello, y a la felicidad que estaban forjando entre los dos, había penumbra en el bosque.

– Demasiada felicidad -repuso Amanieu en voz alta. Acababa de compartir su primera confidencia, y Flore esbozó una sonrisa radiante a través de las lágrimas y gimoteó con mayor intensidad que antes.

Cuando se hubo calmado, Amanieu le acarició el cabello y dijo:

– No os dejaré. Resulta útil convertirse en caballero, pero no voy a irme al norte, cuando haya sido armado, para ganarme la vida con despojos. Eso es lo que ellos creen. Vuestra madre está chiflada si cree que voy a hacerlo para enriquecerme y amontonar tributos en su regazo. César y ese capitán suyo quieren quitarme de en medio para cuando el vizconde llegue aquí con el germano a la zaga, ese a cuyo hermano maté. Saben que Roger no tiene muy buena opinión de este lugar, y si descubre que merodean por aquí bandidos y asesinos, me refiero a mí, todavía la tendrá menos.

A Flore le pareció que las últimas palabras sonaban el doble de altas que las demás.

– Roger os ahorcará -repuso airada-. Debéis ir al norte, tendréis que dirigiros al norte para ocultaros. ¡Dejadme ir con vos!

– ¡Escuchadme!

– Sí, Amanieu. -En sus ojos temblaron, a punto, dos lágrimas.

Amanieu lanzó repetidamente al aire la bellota que tenía en la mano.

– Voy a interpretar una especie de farsa. Empezará con la ceremonia de armarme caballero y, si tengo suerte, acabará de una vez por todas con el germano y salvará mi cuello de la soga de Roger. Enjugad esas lágrimas -ordenó, repentinamente indignado-, y no dejéis que broten más.

Flore se enjugó los ojos con el antebrazo.

– ¡Ahora! -exclamó Amanieu-. Cuando haya sido armado caballero, partiré como todos esperan… pero regresaré esta noche. ¡Buscadme esta noche!

Flore le observó hablar. Observó su astuta cabeza con el negro cabello rapado casi al cero, los ojos negros que brillaban en lo profundo de sus cuencas porque (y ella sabía bien que tal era la causa) le estaba contando cosas acerca de sí mismo. Observó su extraña boca. Observó el movimiento de aquel cuerpo desgarbado de brazos demasiado largos, aquel cuerpo indefiniblemente sesgado e incluso contrahecho al que Flore amaba por lo que ya le había comunicado, y al que consideraba con recelo por lo que prometía.

– Debemos marcharnos -la apremió Amanieu, y sus ojos la observaron como si sólo su mirada, clavada en ella, la mantuviera sujeta a la tierra-. Ahora no hay tiempo para nosotros -dijo-. Habrá tiempo para nosotros más tarde.

– Así será -aceptó Flore. Amanieu sintió que de aquellos oscuros, oscurísimos ojos castaños manaba, reflejada, esa nueva y apasionada necesidad que experimentaba dentro de sí-. Además, mayor honor me rendiréis cuando hayáis sido armado caballero.

27

ACOLADA

– Por fin están aquí -dijo Bonne-. ¿Por qué no lleva puesta la armadura?

– Porque, para empezar, está embalada con su equipaje -explicó César enojado. Se había despertado una hora antes para encontrarse en la ladera, y había estado a punto de rememorar un sueño excepcional (lo había tenido en la punta de la lengua; una visión, ¡una revelación!), cuando el estúpido de Vigorce había aparecido con gran estruendo y proclamando que ya era hora de prepararse.

– No comprendo por qué lleváis la vuestra -repuso Bonne.

– ¿Mi qué? -preguntó César, todavía anhelando aquel desvanecido sueño.

– Vuestra armadura.

– Me quedé dormido con ella -respondió César. Sonó absurdo-. No he tenido tiempo de quitármela desde que el capitán me arrancara a la fuerza de mis sueños. No puedo quitármela ahora; quedaría en ridículo ante el fraile y la gente.

Bonne echó una rápida mirada al fraile y la gente. No se habría sentido ridícula si cada uno de ellos hubiera pasado la noche mirándola con ojos escrutadores a través de la ventana. Alguien lo había hecho, lo sabía. Lo curioso era que en aquel momento supo de quién se trataba, pero no conseguía ponerle un rostro a su embelesado admirador.

De pronto, le anunció a César:

– Van a componer una canción sobre mí. Hay un trovador aquí que dice que le inspiro tal poesía que me haré famosa.

Desde alguna parte, César dijo:

– No me cuesta creerlo. Me gustaría conocer al trovador. Son tipos risueños, por lo general.

– Este no -dijo Bonne.

– Todavía duerme, supongo -repuso César-. Un hombre afortunado.

Vigorce, a quien desde su posición de devoción sin esperanza hacia Bonne tales afables conversaciones entre la distanciada pareja le confundían profundamente, dejó caer las espuelas de oro que realzarían los talones del nuevo caballero. Se las arregló para sujetar la lanza y el escudo.

Bonne se inclinó a recoger las espuelas-Deben de valer algo -comentó.

César primero esbozó una sonrisa y luego rió, con un regocijo que tal vez sólo uno de ellos había escuchado antes. Bonne le miró con sorpresa.

César frunció el entrecejo, como si se hubiera desconcertado a sí mismo, e hizo señas con un brazo.

– ¡Venga, vosotros dos! -gritó por sobre las cabezas de la reducida multitud-. Todos os estamos esperando.

Bonne entrechocó las espuelas de oro para comprobar cómo sonaban.

– Le ha llevado bastante tiempo traerle hasta aquí -comentó-. No tendrían que haber pasado entre toda esa chusma. Esta niña no tiene ningún sentido del decoro.

En su mayor parte, la chusma se componía de siervos adultos que habían llegado con el cura, y de niños que se apiñaban en torno a Flore y Amanieu al trasponer el arco de entrada. Todos formaban una excitada y revoltosa pandilla, y cuando entraron en escena, el fraile frunció el entrecejo y alzó una mano amenazadora, instándoles a calmarse.

– ¡Vamos, vamos, padre! -apremió César-, Estoy seguro de que todos estamos aquí para divertirnos. ¿Diréis una oración?

– No -respondió el cura-. No habrá oraciones para la ceremonia de este hombre maligno.

– Eso sería una lástima -intervino la voz musical y sonora de Saturnin-, Conozco una oración para cuando alguien es armado caballero. Un poeta puede recitar una oración de forma tan audible a los oídos de Dios como un sacerdote.

César se volvió ante tan gratificante llegada.

– Eso sí que son buenas noticias. Sois el trovador de Bonne, supongo. Confío en que hayáis dormido bien. Venid aquí, Amanieu, debemos comenzar.

– ¡Nadie puede burlarse de Dios! -exclamó el cura, gritando.

– Tal vez no seáis vos precisamente el mejor testimonio de tal proposición -dijo Saturnin, con alegría-, Pasadme la espada -añadió. Amanieu se la entregó.

Los niños se calmaron, los mayores se reanimaron, el sacerdote se enfurruñó. Flore acudió a situarse junto a su madre, como debía hacer una buena chica, y justo cuando Amanieu ocupaba su lugar entre César y el trovador, Mosquito guió hacia ellos al caballo Mecklenburg de batalla y al de carga, ensillados y listos para el viaje.

Saturnin asió la espada desnuda de Amanieu por la hoja y la alzó hacia el cielo, de modo que Dios pudiese verla mejor. El sol le arrancaba destellos y los proyectaba en los rostros de los campesinos, quienes se sintieron agradablemente afectados por compartir, de aquel modo, el gran acontecimiento. El fraile cerró los ojos y se retiró a su propia alma. Las golondrinas hendían el aire sobre la espada y las alondras iniciaron sus cantos de la jornada. Gully salió de la casa. Cerca de ella, las últimas caléndulas sonreían hacia el cielo azul y brillante, pero ya diluido y otoñal. El cabello cobrizo de Bonne se mecía en la suave brisa del oeste, pero la cremosa melena de Flore permanecía inmóvil sobre sus hombros, por el peso que la paz le infundía. El mastín negro se situó retozón junto a Amanieu, ladró y luego se sentó, aullando. El Mecklenburger, que había presenciado ceremonias más lujosas que aquélla, piafó haciendo estremecerse el suelo, a lo que Mosquito comentó: -¡Vaya con el muchacho!

El trovador recitó de memoria y a toda velocidad: -Oh, señor, dignaos bendecir con la mano derecha de vuestra majestad esta espada con la cual este vuestro siervo desea ser armado, que así se erija en defensa de iglesias, viudas, huérfanos y de todos vuestros súbditos en contra del azote de los paganos, que así se erija en terror y espanto de otros malhechores, y que así sea tanto en el ataque como en la defensa.

Amanieu se arrodilló. César tomó la espada que Saturnin le tendía y golpeó con la hoja plana en el cuello desnudo inclinado ante él.

– ¡Ceñíos esta espada! -dijo.

Amanieu se puso en pie y César introdujo la espada en la vaina en el costado del nuevo caballero.

– ¿Qué va ahora? -preguntó-. Se me ha olvidado.

Vigorce, quien había sostenido los doce pies de lanza de roble (por no mencionar el escudo) durante media hora o más, dijo:

– La lanza debe ser bendecida, y el escudo y las espuelas.

Miró al cura, quien había vuelto a abrir los ojos para ver la ceremonia.

Bonne intervino:

– No bendeciréis las espuelas, estoy segura.

– No voy a bendecir nada -replicó el cura- No pienso tener nada que ver con esto.

Flore, sin llegar a arrancárselas, cogió las espuelas de manos de su madre y se agachó para ceñirlas en los pies de Amanieu. Este le dio unas torpes palmaditas en la cabeza, como haría un tío.

Bonne comprobó que aquel gesto inoportuno denotaba un vínculo privado entre ellos, y le resultó fácil comprender que Amanieu había sido persuadido de compartir la amistad de aquella niña solitaria en su extraño mundo de juegos y fantasías. Ahora, por supuesto, al arrancar las espuelas de oro de manos de su madre y ceñirlas a los talones del nuevo caballero (usurpando, con sus dedos de criatura, el mismísimo lugar de la mujer), Flore había llevado su pequeño y triste mundo de ensueño al mundo real de los adultos. ¡Resultaba tan embarazoso! Estaba claro que el joven caballero así lo consideraba, pues su piel cetrina exhibía aquel tono como de ictericia que tomaba en lugar del rubor. Incluso Flore había enrojecido, la muy estúpida.

– ¡Desde luego, Flore! -dijo Bonne, y salvó la situación. Extrajo de su escote un pedazo de seda china, que había sobrado de la confección del vestido amarillo, y que siempre había considerado un pañuelo de lo más elegante. Se adelantó con gracia y ató la brillante prenda en torno al cuello de Amanieu.

– ¡Llevad esto por mí, señor! -exclamó, dirigiéndole unas miradas y unos pestañeos que rayaban en el virtuosismo.

Amanieu, con la hija a sus pies y la madre, por así decirlo, en la garganta, se dirigió a los hombres:

– ¿Hay algo más?

– Sí -intervino César-, debéis ser presentado con lanza y escudo.

– ¿Qué hago? -preguntó Vigorce.

– Simplemente dádselos -indicó César.

Vigorce se acercó al nuevo caballero y las mujeres se hicieron a un lado.

– Aquí tenéis -le dijo.

– Gracias -contestó Amanieu, y cogió la lanza y el escudo.

– Todavía no han sido bendecidos -intervino el cura con insolencia.

– El tipo al que se los quité era un caballero, antes de que le matara -declaró Amanieu-. Habrán sido bendecidos para él, si era necesario. Nadie había bendecido el cuchillo con que le maté, de eso estoy seguro.

Se reunió con Mosquito y procedieron a asegurar la lanza con el resto de los pertrechos. Los vencejos y las golondrinas volaban bajo sobre sus cabezas. El cielo se había nublado.

– Está lloviendo -anunció Vigorce.

– Vamos -dijo César, y con gesto majestuoso le ofreció el brazo a Bonne-. Vais a empaparos. Mi armadura se va a oxidar. Debemos entrar.

– Vamos, Saturnin -apremió Bonne, y los tres se dirigieron a través de la primera lluvia de otoño, que no arreciaba, hacia la casa.

Los campesinos, encabezados por el fraile, empezaron a dispersarse, pero algunos de los niños se quedaron a ver el final y se acercaron a los caballos. Vigor- ce frotó con su nariz la del caballo de batalla, que enseñó los dientes como muestra de afecto hacia él.

– Me he encariñado con éste -declaró el capitán-. Sentiré verle marchar.

Amanieu rió.

– Gracias -dijo.

– No os ofendáis -repuso Vigorce, y añadió sin convicción, como disculpándose por algo, o por alguien-: Ha sido un verano caluroso. Os deseo que disfrutéis del caballo.

Mosquito se aclaró la garganta y palmeó el cuello del caballo de carga.

– Me voy con él -le dijo a Vigorce.

– ¿Con él? -preguntó éste.

– Sí -respondió Mosquito-. Un caballero necesita a alguien que le cuide.

– ¿Y me dejaréis solo? -le reprochó Vigorce. Mientras pronunciaba esas palabras, la infelicidad se cernió sobre su voz de forma tan repentina y completa como las nubes que cubrían el sol-. ¡Oh! -exclamó, y se tapó los ojos con la mano y se alejó lentamente. El perro aulló, pues no deseaba abandonar la comitiva, pero, fiel a su naturaleza, se alejó para consolar al afligido capitán.

– Os acompañaré hasta el puente -le dijo Flore a Amanieu.

Una vez en el exterior de la torre de entrada, se vieron obligados a detenerse. Su avanzadilla de niños corrió hacia el rebaño de cabras que ascendía la colina, cual río que se encontrara con la crecida de la marea, y las dos manadas de pequeñas criaturas se arremolinaron y se volvieron. Flore asió la mano de Amanieu al ver a la mujer ciega a un lado, de pie, esperando a que la confusión remitiera.

– Lleva otra vez el sombrero de mi padre -observó Flore-. Me pregunto cómo lo consigue. Quizá se lo dé Gully, o mi madre.

Cuando cabras y niños se hubieron reagrupado y retomaron sus respectivos caminos separados, Amanieu saludó a la mujer ciega.

– Caminaréis a la sombra de la muerte -le dijo ella- antes de que pasen tres días, pero la ayuda os llegará desde arriba. -Alzó su ciega mirada hacia el cielo nublado, y emitió una risa seca pero bien satisfecha ante lo que allí veía.

– Tal vez estéis en lo cierto -le respondió Amanieu.

La mujer se alejó en pos de sus cabras.

El caballero y su escolta descendieron hasta el puente. Mosquito y su caballo pío, con el caballo de carga a la zaga, guiaron a los niños a través del puente mientras Flore y Amanieu se despedían.

– ¡Hasta esta noche! -dijo Flore-. ¿Hasta esta noche?

– Antes de que se ponga la luna -respondió Amanieu.

Ella le creyó, pero lloró al verle alejarse sobre su montura.

28

EL CREPÚSCULO DEL POETA

La lluvia había cesado al mediodía. Tras ella, el cielo, que había sido de un azul sin mancha durante todo el verano, apareció plagado de altos vellones de nubecillas blancas que durante toda la jornada se moverían con lentitud hacia el este. El aire empapado de frescor instilaba un elixir de bienestar en los pulmones al que sólo los más mórbidos espíritus se resistían. César, aunque actuaba de educado anfitrión precisamente de uno de tales espíritus, sintió que la euforia le burbujeaba en la sangre.

– ¡Caramba! -exclamó al salir al exterior sobre unos miembros a los que ya no constreñía la cota de malla-. Este aire es fresco como… tan fresco como… -Observó con mirada expectante a su compañero, ofreciéndole con gracia aquella jugosa oportunidad de expresar sus dotes poéticas-. ¿Cómo qué diríais vos que es fresco este aire?

– ¿El aire? -dijo Saturnin-, Sí, es fresquísimo. -Olisqueó-, Es a causa de la lluvia.

– ¡No, no! -exclamó César-. Me refiero a si es tan fresco como el agua de una fuente, o como la risa de un niño. Esa clase de cosas.

Saturnin escuchó con gravedad el problema de César, pero no pareció entender adonde quería llegar.

– Eso depende de vos -respondió impasible.

Después de la cena, César paseaba junto a su invitado (el invitado de Bonne) por el patio. No le agradaba aquel hombre. Desde la primera impresión que tuviera de Saturnin en la ceremonia todo había ido cuesta abajo. La melancólica presencia del poeta ocupaba demasiado espacio. Se le veía constantemente taciturno, como si estarlo formara parte de su profesión, y César consideraba una afrenta el pesimismo que aquel hombre infundía en el ambiente de su hogar.

Además, no era el momento adecuado.

No era sólo el aire límpido a causa de la lluvia lo que había dotado de nuevo optimismo el ánimo de César. Dentro de él crecía un instinto, tan claro como una voz, que le decía que el miasma entre él y Bonne (la cegadora y envenenada niebla que les aquejaba cual brujería) empezaba a fundirse y a desvanecerse. Tan misteriosa esperanza había surgido en él a lo largo de aquel día, una esperanza de felicidad que había sanado sus huesos, acelerado su corazón y tornado más brillante su mirada.

De una cosa César estaba absolutamente seguro: si él y Bonne estaban destinados a emerger al fin de aquel mar agitado y tormentoso en el que sus vidas se habían debatido durante tantos años, no iba a permitir entonces que aquel pesimista autocompasivo les abocara al naufragio ahora que habían divisado tierra. No le permitiría quedarse, por su melancólica insistencia en mantener vivo en Bonne el hábito de los viejos pesares; un hábito que, dejado a su albedrío, estaba a punto de pasar a la historia. De una forma u otra, había que sacar de allí a aquel hombre.

Por tanto, César procedió a reconocer el terreno.

– Supongo -le dijo al trovador- que partiréis con la corte del vizconde Roger, cuando nos deje tras su visita. ¿Cuánto tiempo os llevará escribir esa canción que hará famosa a mi esposa?

El rostro de Saturnin se tornó más largo.

– No tengo trato alguno con las cortes. Los vizcondes no tienen importancia alguna para mí. No, no me tentará la idea de servir a Roger, y desde luego me llevará meses, muchos meses, escribir la cantidad de canciones que van a hacerse sobre vuestra dama.

– ¿Cuántos meses?

– Bueno, en realidad no puede decirse.

– Ya veo.

César casi deseó no haber tramado la partida de Amanieu. El joven podría haber hecho un trabajo rápido con ese tipo. Habían llegado al pie de la torre del homenaje, y allí se detuvieron. Sus miradas ascendieron por aquella cara de la pared. Vigorce apareció en lo alto y se asomó por sobre la muralla para brindarles un saludo con ambas manos, cual soberano sin obsequio ninguno que ofrecer a sus leales súbditos. César saludó en respuesta al capitán.

– Pobre Vigorce -repuso-. Nada le sale bien.

Observó que Saturnin se había puesto pálido y temblaba con la mirada clavada en el hombre del tejado.

– ¿Qué sucede? -le preguntó-. ¿No os encontráis bien?

– No puedo soportar las alturas -respondió el trovador.

– Pero si estáis en tierra firme -protestó César.

– No supone diferencia alguna en qué extremo me encuentre si veo a un hombre de esa forma, ahí arriba.

Siguió estremeciéndose, y César le obligó a volverse asiéndole de los hombros.

– ¡Nos vamos de aquí! -anunció, y empujó a Saturnin de nuevo hacia el otro lado del patio-. Hay que apartarse del lugar, eso es lo que hay que hacer. Debo decir que lo vuestro es todo un problema. ¡Cuidado, no tropecéis!

El trovador recuperó el control de sí mismo y sus pies anduvieron sin trompicones de vuelta a la casa. Bonne se hallaba sentada junto a la puerta, remendando su pequeña provisión de lencería de hogar bajo la poca luz diurna que quedaba.

– No os canséis la vista -le recomendó César.

La aguja pendió errática en el aire durante un instante, como súbitamente desconcertada. Bonne alzó la mirada hacia César.

– Acabaré con ésta -dijo- y lo dejaré.

– Voy a por un poco de vino para nuestro poeta. Acaba de sufrir un ataque de vértigo al ver a Vigorce en lo alto de la torre -explicó César-. Sentaos junto a Bonne; hay sitio de sobra en el banco.

– ¡Vértigo! -exclamó Bonne-. ¿En el suelo?

– ¡Ah! -comentó César quitándole importancia-. Es exactamente lo mismo que uno se halle arriba mirando hacia abajo, que abajo mirando hacia arriba.

Saturnin tomó asiento junto a Bonne en el banco.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó observando con incredulidad sus atareados dedos.

– Estoy remendando la ropa de casa -explicó Bonne-, o lo que nos queda de ella. Zurcir viejas servilletas para devolverles la vida, eso es lo que hago en realidad.

César salió de nuevo sorbiendo vino de una taza.

– Es una excelente costurera -comentó-. Eso hará que Roger se quede sentado. ¡Tomad! -dijo, y le tendió la taza a Saturnin-. Bebed esto; quizás así dejaréis de temblar.

– Gracias -repuso el poeta con voz quejumbrosa, y se bebió el vino de un trago.

César permaneció en pie con los brazos enjarras y miró en torno a sí.

– El cielo está muy hermoso esta noche. ¡Vaya colorido! Ahí está Flore, en la torre de entrada, aprovechándolo al máximo.

– ¿No podríais tejer tapices, en lugar de eso? -preguntó Saturnin-. Remendar ropa vieja tiene un sabor desesperadamente doméstico. Jamás podría escribir una canción sobre vos mientras hacéis una cosa como ésa.

– ¡Tonterías! -exclamó Bonne-. Me sorprende que después de cómo posé para vos no hayáis escrito ya una canción sobre mí. Confío en que cantéis alguna antes de que concluya la visita de Roger. Es muy probable que esté aquí mañana. Deberíais acostaros pronto y levantaros temprano por la mañana, y empezar a trabajar en ello.

Saturnin se iba percatando de que el mundo del día anterior se había desvanecido. Aquélla no era la mujer, desesperadamente ebria, que había conocido al mediodía; ni aquella otra mujer a la que había observado a medianoche, ansiosa de mostrar el amor que se profesaba a sí misma ante su objetiva mirada. Esa mujer que se hallaba junto a él había dejado de lado su necesidad del extraño desconocido, del efímero extranjero, de la máscara parlante de Apolo.

Esa mujer había dejado que las fuerzas de su naturaleza cambiasen, durante el día, y aquello mostraba todos los signos de formar parte de una mayor perturbación en los profundos y pétreos arrecifes formados por una explosión acaecida mucho tiempo atrás, cuando se había forjado el mundo entre César y Bonne.

Saturnin había perdido, en aquel bilateral terremoto, su condición esencial de voz reflexiva y de tercer ojo.

Bonne no desearía espejos ahora para saberse observada.

Saturnin sintió tornarse agrio el vino en su estómago, y saboreó la negra bilis en su lengua. Había llegado al lugar adecuado, pero en el momento equivocado. Profirió un gemido…, un suspiro demasiado hondo para emprender el vuelo. ¿Dónde pasaría las Navidades aquel crudo invierno? Se contuvo. Debía tener cuidado de no transformar la desdicha en desastre; y quizá no todo estuviese perdido. ¡Las cosas debían hacerse de una en una! Así pues, preguntó:

– ¿Dónde dormiré esta noche?

– En la torre de entrada -respondió César-, donde lo hacía el muchacho. Es una estancia alta con un pequeño lecho en ella.

– Yo he dormido en él, cuando vos tuvisteis aquellas pesadillas -intervino Bonne-. Es muy cómodo.

– En la torre de entrada, entonces -dijo César en tono alentador.

– Entrad, sin embargo -dijo Bonne-. Todavía no es hora de acostarse, ni siquiera de acostarse pronto. -Aquella amabilidad fuera de lugar les irritó a los tres, pues cada uno de ellos deseaba que Saturnin se hallase a solas.

– Lo haré, entonces, sólo un ratito -aceptó el trovador.

– Sacad vuestro laúd -pidió César, en la esperanza de paliar aquella inminente hora aciaga-. Cantadnos una canción.

– No podría; no esta noche.

Bonne recogió sus enseres de costura, con la ayuda de César. Saturnin no pudo soportar tocar aquello, de modo que llevó el banco. Los tres se internaron en la casa, dejando detrás de ellos la purpúrea penumbra.

29

TORMENTA

Cuando el sol se puso tras las montañas, Flore dijo en voz alta: «Vendrá, vendrá», y añadió para sí: «Pero se está haciendo tarde». Permaneció de pie, apoyándose con firmeza sobre los talones y con los brazos sobre el parapeto, y observó el recodo más alejado del camino. Las nubes que rodaban de forma incesante hacia ella vestían todavía los colores del sol caído, aunque el carmesí disminuía hasta el rosáceo y el púrpura se hundía en el violeta a medida que la noche cernía su sombra. Cuando ya no hubo camino que ver, cuando incluso el puente fue arrebatado de su mirada por la oscuridad, esperó a que saliera la luna.

Las nubes, ahora sin iluminación ni color alguno, se encorvaban muy bajas sobre la cabeza de Flore. El viento, que había sido estable y constante durante su espera a lo largo del crepúsculo, se arrojó sobre ella en ráfagas para disminuir durante breves intervalos y volver a arreciar a través del aire. Flore se acercó más a la protección que ofrecía el muro y se sostuvo el cabello pegado al cuello. Como si hubiera sido liberado para campear a sus anchas por la llegada de la noche, la violencia del viento aumentó a medida que la oscuridad se hacía más densa. Flore se colocó en la esquina que recibía el azote del viento y se arrebujó. Allí, acurrucada entre la familiar calidez de su cabello, se dispuso a continuar esperando.

Cercada en dos costados por la piedra y en el tercero por la noche, y acechada por el súbito techo que sobre ella tendía el vendaval, llegó un momento en que se sintió tan protegida por la tormenta como protegida de ella. Escudriñó por tanto la oscuridad. ¿Qué enemigo se ocultaba allí, observando para cogerla desprevenida? Cerró los ojos e impuso control sobre su mente; pero, cómo no, el nefasto humor con que iniciara el día volvió a abatirse sobre ella para arruinar su felicidad.

Aquél era el profundo pesar que le había indicado, incluso antes de que abandonara el lecho para iniciar ese día memorable, que durante su transcurso Amanieu se marcharía para siempre. Ahora le decía: «Tu día ha alcanzado su otra noche, y aunque hayas compartido promesas con él desde que yo te despertara al alba, él se ha marchado para no regresar».

Para apartar de sí aquellas palabras, Flore se puso en pie en medio de la aullante tormenta. Esta había alcanzado tal virulencia que casi la arrojó de nuevo al suelo. Tendió los brazos por encima del muro para asirse a su extremo, y allí aguantó por la estima que sentía por la vida, por Amanieu, por todo. El viento se derramaba sobre su cabeza como el mismo mar. Llenaba sus oídos y le restregaba el rostro, robaba el aliento de su boca y arrancaba lágrimas de sus ojos. Su cabello se derramaba tras ella, le azotaba el rostro y volaba de nuevo. El vendaval se precipitaba en el aire vacío ante ella y soplaba sobre los peñascos que había detrás, donde silbaba y aullaba al abrirse camino por sobre las montañas.

La muchacha gritó y cantó, y lloró y rió, y jadeó y, en ocasiones, cuando el viento soplaba con toda su fuerza directamente contra ella, se estremecía. Chilló el nombre de él, y el de ambos: Flore y Amanieu, gritó, y el viento se llevó las palabras para que volaran con él a través del cielo negro.

El viento se tornó aún más embravecido, y lo mismo hizo Flore. Abandonó el refugio del parapeto y se entregó a la locura del vendaval, pues Amanieu no había regresado y tal vez no lo haría, y la locura sería mejor que aquello. Se elevó en la ascendente desbandada de la tormenta hasta éxtasis de temor y esperanza, de pérdida y triunfo. La furia de la noche hizo presa en ella. Danzó, pataleó y chilló. Danzó hasta mucho después de hallarse exhausta, pero todavía se sentía entera, todavía era Flore y recordaba el resplandor de aquel día, y la oscuridad de ahora.

Una criatura con cabeza de lobo surgió de la noche y la arrancó de las garras de la tormenta. Era más fuerte que las tempestades y más terrible que los demonios. La asió con garras de acero hasta que los huesos crujieron en sus brazos.

– Jesucristo! -gimió Flore.

La criatura rió.

– ¡No, no lo soy! -La voz era como un ladrido.

La luna se abrió paso entre las volátiles nubes para mostrar aquel temible rostro. Era una mezcla de hombre y bestia, con aquella cabeza de lobo sobre una máscara humana. Babeó sobre ella desde sus fauces abiertas. La penetró con la mirada de unos ojos negros como pozos con rojas chispas que semejaban mirillas al infierno. Sus labios se retorcían como angulas, y dijeron:

– ¡Flore!

– ¡Amanieu! -gritó ella.

La envolvió en su capa de piel de lobo. Le llenó el rostro de besos. La llevó a través de la tormenta como si ésta fuera un ejército derrotado que se batía en retirada y él el conquistador, y corrieron colina abajo, hasta lo más profundo del bosque de robles de aquella mañana.

Cuando la dejó en el suelo todavía temblaba a causa del miedo y la locura de la tormenta. Amanieu dobló sobre sí la capa de piel de lobo y la hizo tenderse sobre ella.

– No hay nada para cubrirme -dijo Flore.

El palmeó al caballo en la grupa y éste se internó en el oscuro bosque con un sordo ruido de cascos.

– Yo os cubriré -la tranquilizó.

Flore se sentó y se quitó el vestido por la cabeza. Amanieu se arrodilló junto a ella y le asió y juntó las manos. Allí, en lo hondo del bosque, el viento y la luna apenas rozaban sus indagadores cuerpos. Tan sólo llovían en torno a ellos hojas, ramitas y bellotas, y por encima de los árboles aullaba la tormenta.

– ¡María, protégeme! -rezó Flore.

– Estoy furioso. Debo hacerlo -dijo Amanieu.

– Lo sé -repuso Flore-. Siento cómo me abraso, pero… -y entonces añadió con rotundidad-: No soy una niña.

Gritó, pues Amanieu penetró en ella como si fuera su víctima en una ciudad saqueada. Los chillidos de Flore cabalgaron sobre los exultantes gritos de él hacia las copas de los árboles. Flore chilló más y más, pues Amanieu siguió y siguió, tan brutal como un guerrero en el campo de batalla, y no le dio más que dolor.

Cuando la violación, pues a aquello se reducía, concluyó, Amanieu se sentó junto a ella mientras los gemidos, que habían reemplazado a los gritos, se desvanecían en sollozos, y le acarició el cabello.

– ¡Quisiera poder volver a escupiros fuera de mí! -exclamó Flore.

Amanieu le dio palmaditas en la cabeza, como si fuera una perrita.

Flore había dejado de sollozar, y ahora lloró de dolor y amargura.

– ¡Oh, me habéis hecho daño! -exclamó-. ¡Oh, me duele! Sois cruel y despiadado. Debí recordarlo. -Lloró un poco más y añadió-: Esto ha sido una violación.

– A eso se ha reducido -repuso él.

Transcurrido un rato, Flore se incorporó hasta sentarse.

– ¡Oh, estoy herida, estoy sangrando! -exclamó, y se envolvió con la piel de lobo en torno a los hombros. Observó una borrosa agitación en la oscuridad; era Amanieu que se ponía la ropa-. ¿Sabéis en qué me habéis hecho pensar, mientras gritaba?

– No -respondió él.

– En mi padre, enloquecido y matando a su propio hijo -reveló Flore.

– Algo de eso ha habido -aceptó él.

– Amanieu -le dijo Flore-. Estoy dolorida, ¡dolorida!

– No hay nada que hacer -explicó él-, sino esperar.

El sonido de la tormenta había amainado y los pequeños fragmentos de roble casi habían dejado de tamborilear sobre los dos amantes. A través de las hojas, Flore vio la luna, y a la luz de la luna vio a Amanieu. Aparecía bien perfilado y lleno de bienestar, serio y a la vez despreocupado.

– Amanieu, ¿siempre sois tan cruel cuando hacéis el amor?

– No tengo razón alguna para no serlo -respondió él.

– ¡Dios mío! -exclamó ella- ¿Que duela no es motivo suficiente?

– No me duele a mí -dijo él-. No siempre os dolerá. Sobre todo ha sido porque erais virgen, y porque sois muy joven.

Un silencio se cernió sobre tal comentario, y Flore lo rompió con una risa y un suspiro.

– ¿Significa eso que no siempre me haréis daño?

– Eso es lo que estoy diciendo -confirmó él.

Flore trató de descubrir, repasando aquella última parte de la conversación, cómo sería el futuro. No le gustó del todo la respuesta que encontró.

– Me lavaré en el río -dijo.

Anduvo desnuda entre los árboles en dirección al río, con pasos lentos y cautelosos. Tras pensar unos instantes, Amanieu recogió su ropa y la siguió. La encontró metida hasta la cintura en la corriente, observando el cielo claro e iluminado por las estrellas y el brillante haz de la luna. No se había percatado de su presencia. Sus ojos estaban muy abiertos a causa del temor y se la veía desnuda e indefensa cual conejo enfrentado a una comadreja.

¿Qué muerte inevitable le había mostrado él? ¿La muerte de la infancia, de la inocencia? Algo se agitó en Amanieu, cerca del corazón, e intuyó algo acerca de ella: había confiado en obtener la felicidad, y creía haber encontrado el pesar; le había vuelto la espalda a la niñez, y ahora no veía ningún otro lugar al que volverse.

– Vais a coger frío -le dijo, pues aún soplaba un poco de viento y ella temblaba allí metida en el agua.

Flore volvió la cabeza y él advirtió la fuerza que emanaba de sus ojos. La comadreja de aquella historia era él, lo sabía, y lo sentía en su interior bajo aquella mirada. De igual modo, sin embargo, él era el lugar al que Flore debía volverse, no sólo porque no hubiera otro, sino porque él la deseaba.

– Flore -volvió a decirle-. Vais a coger frío.

Ella no gritó ni perdió el equilibrio, pero volvió a la vida.

– ¡Allí estáis! -exclamó.

– ¿Cómo os sentís? -le preguntó él.

– Ya no duele tanto -respondió-. Probablemente esté aturdido. El agua está helada.

Se restregó bajo el agua, chapoteó un poco y se dirigió vadeando hacia la ribera.

– No tengo nada con que secarme -dijo. Amanieu le tendió un pedazo de tela y ella empezó a enjugarse con él.

Desnuda bajo la luz de la luna, se la veía poco segura de aquella nueva sabiduría, pero exhibiendo aún una gracia que emanaba de la infancia; con sus miembros largos y aquel cuerpo tan esbelto e inesperado como una flecha, los altos y turgentes pechos y el cabello del color de la crema rozándolos, ofrecía una imagen maravillosa.

– Sois hermosa -dijo él.

– ¿Yo? -preguntó Flore, y añadió-: Esta tela es de seda; no es lo que se dice la mejor toalla. -La escurrió lo mejor que pudo.

– Sí, vos -confirmó Amanieu-, Vos sois hermosa. ¿Por qué lo dudáis?

– Mi madre es la belleza en nuestra familia.

– Es una mujer hermosa -aceptó Amanieu-, pero no tan hermosa como vos.

Flore le miró con expresión solemne durante un rato, y luego se echó un vistazo a sí misma a la luz de aquel nuevo juicio, y le sonrió con un pestañeo curiosamente vulgar.

– Bueno, pues habréis de tener más cuidado conmigo -dijo, y se echó el cabello hacia atrás por encima del hombro con atractivo gesto-. Quizá no seáis cruel -añadió-, sólo insensible.

– Es posible -admitió él.

– ¿Vamos a casarnos? -le preguntó ella.

– Sí -respondió Amanieu.

– ¡Oh, estupendo! -exclamó Flore, y se echó a llorar. Empezó a secarse los ojos con la seda empapada, mas como resultara infructuoso, dijo-: Dadme mi vestido, y ¿qué hago con esto?

Amanieu le puso en una mano el vestido azul y asió de la otra el mojado pedazo de seda. Lo sacudió, y ella vio de qué se trataba: la prenda amarilla que Bonne le había atado al cuello. Flore se dejó caer al suelo, riendo a carcajadas.

– Os amo, Amanieu -le confesó- ¡Ah, pero cómo duele reír!

– A eso lo llaman amor -dijo él.

30

GOZO

Aunque César y Bonne, como era habitual, habían yacido muy lejos el uno del otro aquella noche sobre el enorme lecho, César durmió tan profundamente como una piedra. AI día siguiente se levantó temprano y radiante. Bonne ya lo había hecho, y escuchó su matutino cotorreo mientras confraternizaba con Gully en la cocina.

Salió al exterior. La mañana era muy alegre. Nubecillas blancas cruzaban altas y rápidas el cielo azul, como si los vientos que habían asolado la tierra la noche antes hubieran regresado a sus propias regiones. El aire centelleaba, límpido a causa del vendaval, y tornaba la familiar escena ante sus ojos el doble de clara.

La tierra debajo del ciruelo estaba alfombrada de hojas y frutas podridas arrojadas por el temporal, pero en el centro del árbol César atisbo una solitaria ciruela que parecía intacta. Se abrió paso hacia el interior de la copa, cogió la ciruela y se la llevó a la boca. Dejando de lado su amargo sabor, estaba deliciosa. Se volvió para emerger del árbol.

Allí estaba Bonne.

– Los ratones se han comido las velas de cera -le anunció ella.

– Dicen -repuso César con amabilidad- que donde hay ratones, no hay ratas.

– No almacenamos las suficientes provisiones como para congraciarnos con las ratas. Incluso los ratones deben de estar insatisfechos para comerse mis velas. Llevaba cuatro años guardando esas velas para la visita de Roger.

– Mi querida esposa -dijo César con dulzura-, no almacenamos las suficientes provisiones para congraciarnos con Roger Trencavel, no importan las ratas.

Cuando Bonne reclinó la cabeza sobre su pecho, César casi se sintió morir de amor, como si fuera un muchacho de dieciséis años.

– Oh, César -se lamentó ella-, ¡los ratones no se han comido las velas de cera! ¡Las he usado yo, todas para mí sola!

En un abrir y cerrar de ojos, César tuvo una visión de Bonne iluminada por velas. Fue como si al ladear un espejo en una pared éste reflejase fugazmente una imagen. Lo que le quedó a César de aquella visión fue una pizca de luz, una chispa de la memoria que deseaba inflamarse: una promesa que ya echaba brotes, y que pronto florecería.

– ¿Qué vamos a hacer? -suplicó Bonne entre gimoteos.

César abraza a su amada como si de un cardo se tratase. Esa cercanía supone un gozo olvidado, y durante cada segundo que dura el abrazo teme su final. Sabe que cuando aquel encuentro acabe en separación, la causa será que él ha supuesto demasiado, que la ha estrechado demasiado cerca de sí, que ha olvidado que es un monstruo, loco e imperdonable. Teme oírse decir en cualquier momento algo estúpido, que alejará a Bonne de él. Conoce las sabias y útiles palabras que anhela pronunciar, pero está seguro de que se dispondrán de forma que signifiquen precisamente lo contrario de lo que quiere decir.

¡Cuán precario, pues, resulta aquel gozoso momento! Para César, se convierte en una burbuja que les contiene a él y a Bonne en una dicha perfecta, una burbuja que la más mínima brisa puede romper o cualquier simple movimiento de sus articulaciones es capaz de destruir. Si consigue quedarse inmóvil, si consigue inmovilizar cada uno de sus nervios y detener incluso su mente, quizás el momento sea presa de un encantamiento y se convierta en un siglo.

Tal como están las cosas, sin embargo, César ya tiene suficientes problemas en aquel mismísimo momento. Cuando Bonne apoya la bonita y reluciente cabeza sobre su pecho, le pilla desprevenido. Después de todo, está en el interior del ciruelo. Las hojas le cosquillean la nariz. Las ramitas rotas y los pedúnculos de las ciruelas cogidas suponen un riesgo para sus ojos e irritación para su piel. En sus oídos resuena el ominoso canto de un millar de avispas embriagadas, ahítas pero todavía cebándose en la fruta fermentada.

Entretanto, Bonne ejerce presión con el rostro y con los puños apretados contra él, mientras pasa por un mal momento. Cuando éste remite, sus manos se aflojan sólo un poco y yacen junto a su mullida cabeza como las de un niño, y ella es uno de esos bebés, ya ansiosos en la cuna, que duermen con sus puños de criatura firmemente encogidos.

Es a partir de dilemas como ése que César acostumbra a elevarse flotando en el aire enrarecido, dejando que el mundo implacable siga sin él; ese día permanece inalterable. Estrecha a Bonne entre sus brazos y mantiene los pies en la tierra, presa de calambres y picores y del temor a estornudar con tal vehemencia que la burbuja en que se hallan explote; esa burbuja que los incluye como las murallas de un sueño; de la cual queda excluido el recuento de atrocidades que relata la historia de su amor; y en la cual, olvidada la batalla entre sus dos almas, reposan ahora corazón junto a corazón.

31

EL DESAFÍO

El toque de una trompeta rasgó la mañana en dos.

La cabeza de Bonne, vuelta a la vida con un respingo, le propinó un tremendo golpe a César en la nariz. La trompeta bramó de nuevo. Las lágrimas acudieron a borbotones a los ojos de César y el estruendo resonó en sus oídos. Tenía los brazos vacíos de Bonne, pero cuando trató de abrirse camino a través del ciruelo no hizo más que forcejear a ciegas en un seto de ramas impenetrables, que surgían ante él como por arte de magia no importaba hacia dónde se volviera.

Una mano le asió del brazo y una voz le dijo:

– Por aquí, mi señor César. -El ruido se detuvo y su mirada se aclaró. Era Vigorce quien le había agarrado y quien, con su cuerpo y el brazo libre, abrió un espacio vacío de hojas y ramas, una arcada a través de la cual César salió del árbol.

Vigorce se hallaba de buen humor aquella mañana.

– ¡Mirad qué tenemos ahí! -exclamó con verdadera alegría.

César le miró. Tenía un extraño aspecto que fugazmente hizo reverberar algo en su memoria. Llevaba una camisa de lana, calzones de malla y una espada. Vigor- ce rió al ver la pintoresca imagen que ofrecía, y César recordó entonces: Vigorce iba armado a medias, y reía hasta desternillarse, el día en que Bonne les había enviado a él y a Solomón a luchar contra las abejas para obtener miel.

Vigorce tironeó de los amplios calzones metálicos para subírselos.

– He oído la trompeta en sueños -explicó-. Pensé que eran los sarracenos. -Rió nuevamente. En todas aquellas carcajadas había empezado a manifestarse un atisbo del viejo desenfreno borgoñón. Señaló y gritó-: ¡Mirad! ¡Mirad qué significa el toque de trompeta!

César vio la cabeza cobriza de Bonne, de la que conocía cada cabello, y el vestido verde que llevaba para las tareas caseras y que había sido su atavío cotidiano durante tanto tiempo que difícilmente un solo hilo de él le resultaría desconocido. Luego, Flore salió de la casa, caminando un poco rígida. Se detuvo y se protegió los ojos del sol. Entonces César vio al trovador, que había empezado a trabajar temprano y a quien el toque de trompeta le había hecho precipitarse fuera de su alojamiento, pues en una mano aferraba un pedazo de papel y de su cuello colgaba un laúd. Las tres figuras conformaban un arco tensado por la expectación, y todas ellas alzaban la mirada hacia la torre que se erigía sobre la entrada. Cuando él mismo miró hacia allí, César quedó deslumbrado por el sol que ascendía, de modo que recorrió con la vista el patio hasta que fue capaz de ver.

Allá arriba, sobre el tejado, ondeaba una bandera. Flameaba con suavidad en la leve brisa; se trataba de una larga bandera azul pálido moteado de rojo, y pendía de un asta sostenida por un niño o (César se acercó más) por un hombre muy menudo. ¡Mosquito! La trompeta de amplia boca se hallaba sobre el parapeto y refulgía al sol. Era la trompeta más larga que César había visto, y resultaba maravilloso que cuerpo tan exiguo pudiera arrancar de sí tanto ruido. En aquel momento, secundado por el brillante instrumento a un lado y al otro por la reluciente bandera, Mosquito procedió a hacer una proclamación.

– ¡Se hace saber…! -exclamó.

– No tan alto -le indicó Bonne en tono amable. Siempre le había agradado Mosquito.

– ¡Se hace saber! -repitió el menudo Mosquito dirigiéndose hacia los de abajo-. Que el valiente caballero Amanieu de Noé defenderá este puente desde mañana al mediodía contra cualquier caballero que lo cruce, desafiándole a romper tres lanzas y a doce golpes de espada, para preservar la belleza y la virtud de la dama más encantadora desde aquí hasta África, en una dirección, y de aquí a Asia en otra, y de aquí a Burdeos en la tercera, y de aquí…

– ¡De aquí al cielo! -intervino Vigorce con sarcasmo.

El capitán fue interrumpido a su vez.

– Dejadle continuar -ordenó Bonne con voz profunda y estremecida. Fue visible que se había sonrojado intensamente, y que se aproximaba poco a poco a Mosquito como si éste escondiera maná detrás de sí, y ella pretendiera volar para obtenerlo.

– … y de aquí a Rusia en la última. Y aunque Amanieu de Noé no mencionará el nombre de tan virtuosa dama, para ahorrarle sonrojos, como prenda sí impedirá que cualquier otro caballero ose mirarla sin primero desafiarle a él (el mencionado Amanieu) con lanza y espada, y por tanto él (el mencionado Amanieu de Noé) defenderá el puente desde su extremo norte, de modo que ningún otro caballero pueda cruzarlo a salvo por su cuenta y riesgo.

En cada ocasión, en lo que juzgaba períodos de aquel discurso recitado de memoria, con una floritura Mosquito se llevaba al pecho el asta de la bandera, para luego volver a su posición de descanso. El efecto era sumamente agradable. Cuando concluyó, César y Vigor- ce exclamaron: «¡Bien dicho, Mosquito!». Bonne dijo tan sólo: «Gracias». Mosquito hizo una reverencia y procedió a enrollar la bandera en su asta.

– Una justa en el puente, ¿eh? -comentó César-, Es una buena idea. Sin embargo, ¿estará permitido? Parece condenadamente peligroso, en ese puente.

– ¿Y quién va a permitirlo o a prohibirlo? -intervino Bonne.

– Eso es cierto -aceptó César-. ¿Es habitual defender un puente en honor de alguna mujer? Me pregunto de quién se trata.

A Flore, que se deslizaba silenciosamente junto a él en aquel momento, se le escapó un traicionero chillido. César se percató entonces de que renqueaba.

– Se os ha dormido un pie, ¿eh? -le preguntó.

Su hija había esbozado una sonrisa tan reluciente como un penique nuevo, pero ante su comentario, y contorsionando el rostro de modo excepcional, se tragó la sonrisa entera y le brindó una mirada desabrida y retraída. No habló, sino que se marchó a través de la arcada.

– ¡Saturnin! -gritó Bonne al trovador-. Tenéis que saberlo. ¿Es habitual defender un puente en honor de… de alguna mujer, como mi señor lo ha expuesto?

Saturnin, por segunda vez en aquella su visita, fue obligado a abandonar su melancolía.

– No -respondió-. Nunca había oído hablar de ello. Es absolutamente nuevo, una nueva expresión de amor y caballería. Es maravilloso que esté haciendo historia. -Brindó una leve sonrisa-. ¡Y yo estoy aquí para ayudar a hacerla!

– Entonces es la mujer quien la ha inspirado -repu- so Bonne empalideciendo en el último momento.

– ¿De qué mujer se trata? -le preguntó Saturnin.

– ¡Ah! -musitó Bonne, y se miró modestamente los pies.

Hubo un sonido de cascos.

– ¿Adónde va Flore? -preguntó César.

A través del arco de entrada vieron, en una escena hermosa como un cuadro, al pequeño caballo español que galopaba descendiendo la verde colina con Flore montándolo a pelo. César habló de nuevo.

– No pretenderá correr lanzas por nuestra Flore, supongo. Es sólo una niña bastante corriente.

– Me atrevo a decir que sí lo hará -dijo Bonne, mostrando una capacidad de recuperación que aventajaba a la mayoría de mártires-. Las criaturas pueden ser engañosas, ¿sabéis?, y crecen sin que uno se dé ni cuenta. ¿Habéis pensado qué podemos hacer con respecto a las velas y a la… a la mísera bienvenida que vamos a darle a Roger?

– Sí -respondió César, sorprendiéndola-. Sí, lo he pensado.

Bonne colocó ambas manos sobre el brazo de César con las muñecas cruzadas, como si aquello fuera a atarla a él de forma más definitiva. Le precedió con rapidez en ninguna dirección en particular. El sintió temblar las manos de Bonne sobre su manga. Vio que su rostro se estremecía. Le había sucedido alguna calamidad.

– César-le pidió-, ¡hablad, por favor! ¡Hablad ahora mismo! Decidme qué podemos hacer respecto al vizconde.

El así lo hizo, pero se tomó su tiempo para advertir que había dicho simplemente «el vizconde», y no «el primo Roger» o «mi primo». Aquel era un extraño día plagado de portentos.

– No hay nada que podamos hacer respecto a nuestra pobreza -explicó-, de modo que cuando venga Roger nos enfrentaremos a ello, juntos. Cuando los siervos vinieron a matarnos, simplemente afrontamos tal hecho. Funcionó entonces; funcionará de nuevo.

– En el nombre de Dios, César, ¡resulta bastante fácil gobernar a unos campesinos! -Tironeó de su brazo-. ¡Tengo que seguir caminando! -Lo sacudió-. ¡Y haced el favor de responderme, ahora mismo!

Aquéllas eran exigencias extraordinarias, y aunque César no las comprendía en lo más mínimo, el hecho de que le fueran planteadas tenía suficiente sentido para él. Respondió de forma instantánea.

– No vamos a tratar de gobernar a Roger -dijo-. A los siervos nos enfrentamos de aquel modo desde arriba. Con Roger, lo haremos desde abajo. No somos ricos, dirán nuestras caras, las caras que le ofreceremos; y así están las cosas, dirán.

– ¿Qué más? ¡Rápido, César! ¿Qué más dirán nuestras caras?

César soltó una sonora carcajada. Fuera lo que fuese aquello, era mejor que la vida en una burbuja encantada.

– «Muy bien», dirán nuestras caras, «aquí estáis, Roger, pero no podemos volvernos ricos sólo porque estéis aquí. La comida será sencilla. Vos tenéis vuestros hábitos y nosotros los nuestros», dirán las caras, «y si nuestros hábitos no os satisfacen, no hace falta que os quedéis mucho tiempo».

Como si hubiera preparado su mente para un acto extraordinario y difícil, Bonne hizo que ambos se volvieran, estaban caminando de un lado para otro frente a la torre del homenaje, y que emprendieran de nuevo la marcha a través del patio.

– ¿Qué vamos a hacer, entonces, a modo de bienvenida? -preguntó.

– ¡Lo que habéis hecho ya! -exclamó César-. Lo que vos y Gully habéis hecho, y poco más. Habéis hecho una limpieza general de la casa, aunque estemos en otoño. Sacaremos al exterior la gran cama y la airearemos para su señoría. Nosotros dormiremos en la cocina. ¿Os permite vuestro orgullo dormir en la cocina?

– ¿Yo? -exclamó Bonne, a medio camino de la histeria-. ¿Yo? ¿Orgullosa yo? César Grailly, estoy dispuesta a dormir en la caseta del perro, o en el establo, ¿qué me importa pues vuestra cocina? -Pero aún le tironeaba del brazo-. ¡Seguid! ¡Decidme más!

Se habían internado en la arcada bajo la torre de entrada.

César le dijo más, farfullando levemente, ahora.

– Con la casa ya limpia, pondremos en ella ramas con hojas y flores y hierbas. Nuestra casa es vuestra, le diremos, y cuanta comida y vino tengamos son vuestros también. Aunque es probable que, de cualquier modo, envíe por delante su propia comida y a los cocineros. Su séquito no es problema nuestro…

La forma en que Bonne le aferró el brazo le hizo detenerse en seco. Le dejó sin habla. Se puso de puntillas a causa del dolor y su cuerpo se retorció como si fuera una voz que tratara de hacerse oír. Levantó los dedos de Bonne hasta soltárselos y sostuvo con sus manos los puños apretados de ella.

Cuando Bonne habló, el sonido de su voz fue apagado y sordo.

– ¿No os parece que ésa es la más encantadora…? -Se le había secado la boca por completo, y durante unos instantes, aunque sus labios siguieron articulando, nada salió de ellos. Miraba y miraba hacia lo que fuese aquello tan encantador que en cierto sentido parecía estrangularla.

Habían salido de la arcada y recorrido una parte del sendero que llevaba hacia el gran mundo exterior. Muy por debajo de ellos se hallaba la planicie. Plena de vida y reluciente en aquel día claro, se extendía hacia la azul distancia en que los Pirineos y el cielo se encontraban bajo un chal de nubes. Aquélla era la materia de la que Bonne hacía sus sueños. Era en aquella ladera donde le gustaba sentarse (cuando la vida no era tan plena como lo había sido últimamente) e imaginarse a sí misma en aquella habitada planicie, visitando esta ciudad o aquella población, para alcanzar por fin las lejanas montañas.

Ese día, sin embargo, César supo de inmediato que no era el vasto panorama, no la extensa, extensísima vista lo que llenaba la mirada de Bonne, sino la bonita escena en primer plano, en el puente.

Era una escena hecha a base de colores, y César se acercó para mirar, con Bonne tironeando de su manga, hasta que se detuvo antes de llegar a entrar en la imagen. La tienda era azul pálido y bordada con lágrimas rojas y, cosa extraordinaria, parecía de seda. Los vientos eran de los mismos colores entrelazados. Los rebordes de la tienda estaban festoneados de oro.

– ¡Mirad eso! -dijo César-. Esa no es una tienda de campaña; no es ni más ni menos que un pabellón para justas. El muchacho germano del que lo obtuvo debe de haber sido tan rico como Creso. -Silbó al acudir un recuerdo a su mente-. El español dijo que su hermano es un gigante. Bueno, ya no podemos hacer nada al respecto.

Bonne giró en redondo hasta situarse frente a César.

– ¿Su hermano?

– Sí -repuso César-. Su hermano viene con Roger, sudando fuego y venganza: un gigante, eso es lo que me dijo Jesús el español; fueron sus últimas palabras, antes de que cayera y se matara a sí mismo. Fue una lástima, pobre tipo, ¡pero debo decir que a Flore se la ve extremadamente bien en su caballo!

El vestido de lino de Flore era del mismo color que la tienda. Montaba de medio lado el caballo bayo con un pie desnudo sobre el cuello del animal. Tenía la cabeza ladeada sobre un hombro y el largo y espeso pelo caía en cascada para mostrar cuán semejante era al pelaje del caballo. Amanieu se hallaba de pie junto a ella. Se inclinó sobre el cuello del animal y besó el pie de Flore con cierto detenimiento. La cabeza de ella se inclinó hacia el otro costado en un lento y ceremonioso movimiento.

Tras ella, el ángulo en que el puente cruzaba el desfiladero continuaba aquel movimiento, y el arco que allí sujetaba el puente lo completaba. El momento en que Flore volvía la cabeza pareció, por la unidad que con la alargada piedra conformaba, no acabarse nunca.

César volvió en sí con un respingo. Partió de nuevo y alegremente colina arriba, caminando a buen paso para alcanzar a Bonne.

32

ROGER

– ¡Dios mío, Grailly! ¡Esto de aquí arriba no es más que un agujero de mala muerte! Tenéis una bonita vivienda, sin embargo. ¡Mi querida Bonne! Adelaide os transmite su cariño. Desea veros, pero ya hablaremos de eso luego. ¿Puedo colocar mi lecho junto al de vos y César?… Somos primos, no debéis tener secretos para mí. Estaré con vosotros dos noches, creo.

Bonne se sentó y parpadeó. No podía moverse de puro placer. ¡Que la llamara prima, así, por las buenas, y que le transmitiera el cariño de su esposa! Quizá, después de todo, las cosas irían a mejor. Se las arregló para ponerse en pie, alentada por el vestido de seda amarilla.

– Vuestra esposa es toda una belleza, Grailly. Dadme un beso de verdad, querida. Aquí está vuestra hija. Vos también, pequeña, besad a vuestro viejo primo. ¡Ooh! ¡Vaya con la bonita muchacha! ¡Bueno, bueno!

Roger Trencavel, vizconde de Béziers, Carcasona, Albi y Razés, era un hombre de cuarenta años y mediana estatura con un cuerpo activo y musculoso, cabeza redondeada de corto cabello pelirrojo, vivos ojos verdes, una nariz con una buena abolladura, y una boca en la que la confianza que otorga la experiencia se unía a una natural arrogancia de espíritu. Era de espaldas anchas y compactas y su energía se concentraba allí, pasando a través del corto cuello, y era expresada continuamente por el aplomo de su cabeza y la vida que traslucía su rostro. Llenaba la estancia con su persona. El efecto caía sobre los tres Grailly como los rayos de un sol benevolente; pero de tan protegida y aislada que había sido su existencia, también era como si les hubieran arrojado a un torrente de gélidas aguas provocado por el deshielo.

Aquel hombre, que acababa de concluir con una guerra de seis años que formaba parte de la guerra durante la cual había nacido; cuyo padre fue ahorcado por sus propios súbditos en la catedral de Béziers, pero cuya gente no había sido más rebelde para con los Trencavel de lo que los Trencavel lo habían sido para con sus señores, los condes de Tolosa; aquel hombre regía un señorío cuyo límite discurría al norte desde Albi en el oeste hasta Montpellier en el este, y que se extendía hacia el sur hasta los Pirineos. Era ese territorio el que devastó por la prolongada guerra.

– Viajo ligero. Inspecciono a caballo mi maltrecho territorio para ver qué queda de él -explicó Roger-. Llevo a un pequeño ejército conmigo, en su mayoría letrados y hombres de negocios, pero les he dejado allá en la llanura. Hemos llevado tal ritmo que han perdido la cuenta de sus sumas. Un par de días separados nos harán mucho bien. Tengo a una docena de hombres aquí arriba conmigo, no más. ¿Están ahí dentro mis cocineros?

– Se dirigió a la cocina y asomó la cabeza-. ¡Gully! -gritó-. Ya decía yo que esos sinvergüenzas estaban muy callados. ¡No me extraña! -La abrazó y le dio un beso en la coronilla-. No hemos rejuvenecido -dijo, y añadió-: ¡Ah, bueno! -y negó con la cabeza como para disipar los recuerdos. Gully retornó a su cocina, perfumada, a ambos lados del umbral, por la especulación histórica.

– ¿Dónde estaba? -preguntó entonces aquel político-. Sí, viajo ligero. Tengo a una docena de hombres conmigo, y a un visitante germano, que me ha contado tal historia que me he traído a mi verdugo aquí a las montañas. -Roger se sentó en la mesa y balanceó una pierna, a la espera de que alguien en la estancia prosiguiera ahora que les había dado pie.

Bonne se dejó caer de nuevo en la silla, y Flore se sujetó a toda prisa al respaldo para sostenerse. César se balanceó sobre uno y otro pie, anticipándose al impacto de aquel mensaje, pues aunque su mente no lo había recibido aún, su instinto le decía que se hallaba en camino.

Amanieu emergió de las sombras, ataviado con la relativa simplicidad del día en que llegara. Se acercó a Roger, se presentó a la luz diurna que entraba por la puerta, defectos incluidos. Hizo una reverencia, no muy exagerada, al hombre que tal vez haría que le colgasen.

– Muy bien -dijo Roger-. Contadme la historia.

– Me encontré al germano en el camino. Le maté y me quedé con su armadura, sus caballos y su arnés. Le había vencido, y es costumbre llevarse el arnés del otro.

– ¿Fue una lucha justa? -Roger, sentado sobre la mesa, exudaba fuerza, cual arco tensado por una punta de flecha.

– Toda lucha entre hombres que luchan es justa -sentenció Amanieu-. Recibió la herida de frente. Era un muchacho lento y estúpido, y ya estaba gordo. Yo no había comido en tres días.

Las cejas pelirrojas de Roger se arquearon por la sorpresa.

– ¿El estaba gordo y vos no habíais comido en tres días? ¿Por qué me contáis eso? ¡Hace que parezcáis un bandido!

– No prueba que lo sea -aclaró Amanieu-, y os dice lo que queréis saber.

Roger se sentó enfrente de Amanieu, balanceando ambas piernas y asiendo el borde de la mesa con las manos.

– ¿Y cómo voy a obtener pruebas, si no hubo testigos?

– Lucharé con su hermano. Dejad que me acuse a la cara, y que lo pruebe en mi cuerpo, si es que puede -propuso Amanieu-, He sido armado caballero…, ¿me rechazará?

– Juicio por combate -dijo Roger, pensativo-. No, no os rechazará, pero esperad a que le veáis. No es ningún niño. ¡Eh! -Dirigió su voz hacia la puerta de la casa- Pedidle a Von Krakken que se reúna conmigo. Decidme vuestro nombre -le exigió a Amanieu, y éste se lo dijo. Roger comentó-: Conozco a vuestro padre. No me gusta.

La oscuridad llenó el umbral y el dintel produjo un sonoro sonido metálico. Una sombra gimió y se agachó. Entró en la estancia y se irguió en toda su estatura. Estaba envuelta en cota de malla de acero negro, armada de la cabeza a los pies, y no mostraba un solo vestigio de humano tejido. Incluso sus manos estaban cubiertas por los guanteletes de acero. Apestaba.

– Ha jurado no quitarse la armadura hasta haber vengado a su hermano -explicó Roger-, Antes de eso, había jurado no quitársela hasta haber encontrado a su hermano. Han sido unos cuantos días terribles.

El perro gruñó bajo la mesa.

Bonne chilló de pronto:

– ¡No tiene rostro!

Flore casi se desvaneció allí de pie, pero se aferró a la silla y fustigó a sus sentidos para que se pusieran de nuevo en acción. Aquél no era el momento para ser remilgada.

– ¡Eso es absurdo, Bonne! -exclamó César, muy interesado-. Se trata de uno de esos nuevos yelmos. Cubren por entero la cabeza y el rostro. Puedes ver dónde se lo ha golpeado en el umbral.

Roger dijo:

– Ulrich von Krakken -y presentó al gigante revestido de acero a la familia. De veras era un gigante, y Amanieu cobró conciencia de la geometría de su propio lugar en la estancia y se concentró en la ligereza de sus pies. Ulrich abultaba cuatro veces más que Amanieu, y si el gigante perdía el control debía prever una vía de escape.

– Este es Amanieu de Noé -dijo Roger-, el que mató a vuestro hermano. Dice que todo sucedió en una lucha justa.

Toda la estancia contuvo la respiración.

De la cabeza de acero del gigante negro surgió un silbido parecido al grito de guerra de una serpiente airada. La figura permaneció inmóvil, pero chirrió y tintineó: una estatua que padecía apoplejía. Alzó entonces un puño hasta las vigas y dio un paso hacia Amanieu. Por hallarse éste donde se hallaba, el paso se dirigió también hacia el vizconde.

– ¡Tened cuidado, Ulrich! -advirtió Roger-, Dentro de la casa no, sed buen chico.

Ulrich retrocedió y el frustrado puño golpeó contra su compañero. Amanieu sintió que se le erizaba el vello en la nuca. Flore se desvaneció una vez más, y una vez más se recompuso.

El gigante poseía una voz opaca y resonante, como la de alguien que cantase bien. Reverberó, cavernosa, desde el interior del yelmo.

– ¡Cerdito nauseabundo! -dijo.

– Se refiere a vos -le dijo Roger a Amanieu.

– Sí, pero ¿qué quiere decir en realidad? -intervino César.

– Quiere decir marrano corrupto, o algo así -explicó Roger. Se dirigió al gigante-: ¿Aceptáis que Amanieu mató a vuestro hermano en una lucha justa?

– Nein!-Reverberó como un redoble de tambor en la estancia.

– ¿Le acusáis de asesinar a vuestro hermano, y lo probaréis en su cuerpo? -Ja!

– ¿Lucharéis contra él? ¿Como la parte acusadora… en un juicio por combate?

– ¿Luchar con el cerdito? Ja, ja!Ja!-La. voz de Ulrich retumbaba, y se inclinó hacia Amanieu con cierta extraña muestra de simpatía-. ¡Esperad! ¿Es geboren?

– Sí, sí. Es noble. Conozco a su padre. No me agrada, pero le conozco. Y el muchacho ha sido armado caballero. ¿De acuerdo? -Roger se dirigió a Amanieu-: Entonces, ¿aceptáis el desafío?

– Sí -respondió Amanieu.

– Quisiera que se celebrara lo antes posible -dijo Roger-, Creo que debemos solucionar esto antes de ocuparnos de nuestros propios asuntos. ¿Qué os parece hoy a mediodía, es decir, dentro de un par de horas?

Cinco pensamientos distintos alteraron el rostro de Amanieu todos en el mismo instante. Sus ojos semejaban ventanas que dieran a una activa sala consistorial. Uno podía ver las cuestiones que se ponían sobre la mesa y eran decididas una tras otra. Roger le observaba con curiosidad.

– Al mediodía me parece bien -aceptó Amanieu-. Yo también he hecho mi propio juramento, sin embargo: el de defender el puente de los que pretendan cruzarlo. ¿Podemos hacerlo en el puente? -Casi sonrió-. Así mataré dos pájaros con la misma piedra.

– Es muy probable -asintió Roger-. Demonios, será peligrosísimo en ese puente.

– Bajo mi punto de vista, me parece razonablemente peligroso en cualquier parte -repuso Amanieu.

– A mediodía en el puente, entonces, Von Krakken. Desearéis prepararos. ¡Eh! -exclamó Roger con aspereza en dirección a la puerta-. Hacedle salir.

Una especie de resoplidos surgieron de bajo el negro yelmo, y entonces el gigante empezó a reír con regocijo. La cualidad de aquel gozo resultaba desconcertante: la risa por una venganza inminente debería tener una nota amarga o pesarosa, pero aquélla sonaba tan feliz como la que más. El efecto que producía, amordazada por el casco de acero, era extraño y horrible. Era como un espíritu humano enjaulado para siempre en un cuerpo de acero.

Lo último que Flore oyó y vio, antes de desplomarse desvanecida en el suelo, fue el sonido metálico que el gigante negro produjo al golpearse por segunda vez la cabeza con el dintel, y la oscuridad que llenaba el umbral y emborronaba la luz del sol.

33

EL CAMPEÓN

– Sabía que desearíais armarme -le dijo Amanieu a Flore mientras ella le sujetaba el yelmo con las cintas bajo la barbilla-, pero me he pasado con el coñac. Apestáis como una destilería.

– En su mayoría es culpa de Mosquito. ¿Adónde se ha ido? -La voz de Flore sonaba desesperada, como si la hubiera abandonado un aliado en el campo de batalla-. Tengo los nervios deshechos -añadió.

– Creedme -le dijo él-. Estaré con vos dentro de una hora. Este germano es tan estúpido como su hermano.

– ¡Dios mío! -exclamó Flore-. Vais a luchar y yo no os soy de ninguna ayuda. ¡Los guanteletes! -gritó-. ¡Vuestros guantes de malla! ¿Dónde están?

– No los quiero -repuso Amanieu-. Unos guantes de piel me harán mejor servicio. Voy a arrojarle cosas. ¿Recordáis cómo ensarté a aquel campesino? Mosquito ha encontrado tres de esas jabalinas, y las ha afilado hasta hacerlas parecer agujas.

– ¿Podrán atravesarle la armadura? -preguntó Flore, de nuevo con un poco de color en las mejillas-. ¿Está permitido?

Amanieu rió, y fue como el sonido de un breve y tenso ladrido.

– Quizá podrían atravesarle la armadura, pero no lo harán. Se clavaran en su caballo, y si Ulrich no cae por sobre el puente cuando el caballo se derrumbe, le hundiré este estilete en el ojo y le removeré los sesos.

Flore sintió aprensión.

– No sabía que se luchara de ese modo -dijo.

– Luchar significa matar -repuso Amanieu-. No significa nada más. Voy a matar a ese enorme cabrón para impedir que él me mate a mí. No importa cómo le mate. Cuando todo haya terminado, Roger lo dejará correr.

Flore le cogió las manos.

– Yo os traeré suerte, ¿verdad?

– Eso es -respondió él-. ¡De eso se trata! -Miró a aquella pálida y temblorosa niña y le dijo-: Ahora quedaos aquí. Sentaos en el umbral; es ahí donde os gusta sentaros. Cuando todo haya terminado, Mosquito hará sonar esa trompeta suya. Vamos, tendré que montar desde el peldaño del umbral, con todo este acero encima, ¡y entonces me esperaréis allí!

– No parecéis tan insensible como antes -observó Flore.

– No con vos, quizá -respondió Amanieu.

Desde la azotea de la torre de entrada, César y Roger observaban a los jóvenes.

– No puede ganar -dijo Roger-, A la muchacha se le romperá el corazón.

– ¿De veras? -preguntó César-. ¿Por qué?

Roger se le quedó mirando.

– Es vuestra hija, Grailly. ¿Acaso no os atrevéis a decirlo?

– Es muy retraída. ¿Decir qué?

– Pobrecilla -se condolió Roger, y vomitó parte de su ira-: Otra cosa, Grailly. A mí en vuestro lugar no me agradaría demasiado la forma en que ese trovador revolotea en torno a Bonne.

Ambos se volvieron para mirar al otro extremo de la azotea, donde Saturnin le exponía a Bonne la noción de caballería.

– En eso estoy con vos -convino César-. Me había olvidado de él, con toda esta excitación. Pretendía ponerle fin.

– Hacedlo ahora -le recomendó Roger.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. ¡Bonne! -la llamó Roger-. Venid a ver montar al joven.

La mente de César se movió como un torbellino engrasado. Cuando Saturnin siguió a Bonne a través de la azotea, asió de un codo al trovador y le hizo volverse de nuevo.

– El señor Roger desea estar a solas con su prima -explicó-. Veremos cómo parte el muchacho de la arcada desde aquí, vos y yo. Aquí, tenemos que ponernos justo en medio. Eso es. Saldrá justo por debajo de nosotros.

– El germano está esperando al otro lado del puente -explicó Saturnin-, De vez en cuando hace que el caballo pasee arriba y abajo, para que no se entumezca. Me pregunto qué aspecto tiene. Vuestros campesinos parecen entusiasmados con él. Debe de ser muy agradable eso de tener un poco de audiencia -dijo con envidia.

– ¡Qué más da todo eso! -le urgió César-. Si no miráis hacia abajo no veréis salir al muchacho.

– ¿Qué importa eso? -espetó Saturnin-. En cualquier caso, no puedo mirar hacia abajo o me caeré. No tengo estómago para las alturas.

– ¡Qué tontería! -exclamó César con vigor-. Yo os sujetaré del cinturón. Un poeta debe ver cuántos detalles pueda. Colocaos en la tronera, ¡así! Y sujetaos a los lados, ¡exacto! ¡Buen chico! ¡Estáis tan a salvo como una casa! -y añadió-: Ya os tengo -y le empujó por sobre el parapeto al mismo tiempo que los cascos del caballo de batalla retumbaban en la arcada.

Cuando Amanieu volvió en sí, yacía boca arriba y alzaba la mirada hacia Roger. El vizconde se hallaba muy por encima de él y se inclinaba sobre las almenas como Dios asomándose desde el cielo.

– ¡Jesucristo! -exclamó Amanieu-. ¿He perdido?

– ¿Qué dice? -gritó Roger desde arriba.

– Dice que si ha perdido. -Aquél era Vigorce.

– ¡Pero si no habéis empezado! -exclamó Roger, y se echó a reír y desapareció.

Aquel crudo humor era demasiado para Amanieu, que ardía en deseos de saber si todo había acabado, y si iba a ser ahorcado. Forcejeó para sentarse.

– Tomáoslo con calma -dijo Vigorce, y le asió de los hombros.

– ¡Maldito seáis! -gritó Amanieu-. ¡Soltadme! -Con un poderoso esfuerzo se quitó de encima a Vigor- ce, se quedó totalmente sin aliento al sentir una ardiente punzada de dolor en el brazo, y abandonó de nuevo el mundo.

Saturnin yacía hecho un ovillo junto a la pared. Había aterrizado boca abajo y de lleno sobre la cruz del caballo Mecklenburg de Amanieu. El caballo había tirado tanto al trovador como a su jinete, para luego empezar a piafar y patear como si estuviera en una batalla. Había golpeado a Amanieu en la cabeza y le había pisoteado un brazo, que se había roto.

– El brazo de la espada -dijo Roger-. Entonces no puede luchar. -Alzó la mirada y al ver a César le gritó-: ¡Dios sea loado! ¡Vaya forma más rápida tenéis de deshaceros de los poetas!

César se unió a los que se hallaban en torno al caballero caído, entre Flore y Vigorce. Vio que había completado el círculo perfecto. Le vino a la cabeza la idea de la simetría del destino.

– ¿Y si no lucha? -le preguntó a Roger.

– Si no comparece en el combate de mediodía, deberá ser ahorcado -respondió Roger.

Junto a él, Flore emitió un gemido de pesar que César sólo había escuchado antes en sus pensamientos. Con el dedo índice apartó el largo cabello que le caía sobre el hombro, para verle el rostro.

– Yo le amaba-dijo Flore. Miró a César-. ¡Dijo que ganaría! -se quejó-. ¡Iba a ganar!

Roger, vizconde y juez, sentenció con severidad:

– Dios defiende al justo.

Con aquellas palabras, en las que descubrió que ciertas cuestiones abstractas podían zanjarse con la punta de una lanza o el filo de la espada, César sintió que partes de su cuerpo que hacía mucho permanecían separadas se unían solidarias.

– ¿Qué habéis dicho? -le preguntó a Roger.

– Que Dios defiende al justo -respondió aquél-. Es el principio esencial del juicio por combate.

César observó el suelo entre sus pies. Esperó una señal.

Sobre los huesos y los tendones del rostro de Bonne, la piel se veía prieta y tensa, como si el día ejerciera presión sobre ella.

– Cuando limpiaba la casa para la visita de Roger -dijo-, lo último que hice, mientras todo el mundo aún dormía -y alzó el mentón, pues hacía pública una ofrenda privada-, fue rebozar en arena vuestra armadura, lubricarla y bruñirla.

César le brindó una sonrisa tan genuina que Bonne aguzó la mirada.

– Os idolatré en un sueño -le contó César-. Una diosa desnuda que resplandecía en la noche.

– No era un sueño -repuso Bonne-, ¿Erais vos quien miraba desde la ventana? Me hubiese gustado saberlo. Estaba aburrida, desnuda a la luz de las velas sin nada que hacer.

– Bueno, resulta que mi armadura está lista -repuso César-. Parece que, después de todo, Dios pretende decirnos algo. De eso se trata, ¿verdad? Quiero decir, ¡que va a salir algo de todo esto!

– Dios va a deciros algo sólo a vos, César -comentó Bonne, y añadió-: ¡Al fin! Después, vos y yo conversaremos.

Roger,, cuya inteligencia era sutil pero también la de un hombre de gobierno, y había hecho lo posible por captar algo de aquel encuentro entre dos mentes crípticas, exigió ruidosamente:

– Pero ¿de qué estáis hablando? ¿A qué se refiere César?

Bonne le miró con el ceño fruncido, como si, desgraciadamente, Roger no se hallara al corriente de la moda dialéctica de entonces.

– Quiere decir que luchará contra el caballero germano -explicó-. César será el campeón del joven caballero.

34

MUERTE Y GLORIA

Bonne estaba embutiendo a César dentro de su vieja armadura como si lo hubiera hecho cada día durante años, como así fue alguna vez, mucho tiempo atrás. César daba pequeños brincos, cual caballo que percibiese la llegada de la avena.

– Quedaos quieto -le dijo Bonne.

– Está demasiado apretada -protestó César.

– No, no lo está. No si queréis seguir llevándola puesta.

Vigorce levantaba con esfuerzo no la espada habitual de César, sino el gran espadón de doble empuñadura que había ocultado durante años en la oscuridad, la espada con que el padre había matado al hijo.

– Dejadme probarla -dijo César. La cogió de manos del capitán y la blandió levemente a través del aire-. Es como blandir una pluma, es tan ligera como una pluma.

– La afilé -dijo Bonne-. Cantó para mí. Es una espada tan buena como la que más.

César la balanceó y adoptó la postura propia de asestar el golpe de gracia.

– ¿Creéis que conseguirá partir ese yelmo que lleva?

– Oh, sí -respondió Bonne-. Os sobrepasa un pie en estatura, pero vos tenéis esos brazos tan largos. Si calculáis bien la distancia y conseguís que caiga sobre él, le partirá en dos como a una naranja.

Flore apenas conseguía creer lo que oía. Ambos sonaban como si se estuvieran preparando para una boda. Al principio había estado fuera de sí, creyendo que el caballero germano mataría a su padre, y el vizconde ahorcaría entonces a Amanieu. Ahora estaba perpleja. Azarosas pulsaciones de miedo y esperanza, de pesar y de amor, latían en ella, y unas veces la empujaban a las lágrimas, y otras a una risa frenética y estridente.

– ¿Ganará mi padre? -le preguntó a Amanieu.

– Empiezo a creer que podría hacerlo. El cree que ganará, y con eso ya tiene ganada media batalla, de modo que es posible que lo haga.

El mortificado galán se había instalado apoyado en la muralla, y mantenía el brazo inmovilizado hasta después de la lucha, cuando o bien sería ahorcado, o se lo entablillarían. Si su destino era morir, al menos se libraría de que le pusieran el hueso en su sitio.

– Además -le había explicado a Flore-, Roger sabe que, si huyo, no llegaré muy lejos con el brazo roto.

– ¿Lo haríais? -había preguntado Flore-. ¿Huiríais si pudierais?

– Cariño -le había respondido él-, no me veríais los talones a causa del polvo.

Ahora Flore le dijo:

– Resulta extraño que mi padre tenga que librar vuestra batalla por vos, ¿verdad?

– A mí no me parece extraño -dijo Amanieu-. Me tiró al poeta encima y me rompió el brazo.

– Eso fue un accidente.

– No he dicho que no lo fuera.

– De cualquier forma -repuso Flore-, no es lo que esperaba, que mi padre librara nuestras batallas en lugar de vos.

– Un montón de cosas en la vida no son como uno esperaba -sentenció Amanieu-. Nunca había esperado que un poeta me cayera del cielo -el brazo le dolía-; de ser así, le habría herido con mi espada y os habría librado a vos de tantos contratiempos.

Flore lloró y entrelazó los dedos de ambas manos. «Estoy retorciéndome las manos», se dijo, y se dedicó a pasear arriba y abajo mirando a la nada allí donde pudiese encontrarla. Se detuvo de nuevo cerca de Amanieu, pues quizá le ahorcasen al cabo de una hora, pero mantuvo el rostro alzado hacia el cielo y la mirada fija en el vacío.

– Vuestro padre va a luchar por su propio bien -le dijo Amanieu-, porque desea hacerlo. No va a luchar por vos o por mí, sino por sí mismo y por Bonne. Se ha abalanzado sobre esta oportunidad. No tenéis más que mirarle.

Flore fulminó con la mirada a César, quien pegaba grandes tajos en el aire con la espada. Parecía que fuese su cumpleaños y que hubiese aparecido alguien con el regalo adecuado. Flore estaba trastornada por el miedo y fuera de sí a causa de la rabia. Las palabras que acababa de decirle a Amanieu no eran, con toda certeza, lo que había deseado decirle. Debía tratar de decirle algo agradable.

– Creo que es muy egoísta por parte de mi padre -comentó.

César se hallaba a lomos del caballo Mecklenburg. Este estaba en plena forma y de mal humor, precisamente lo que uno desearía de una bestia para un combate a muerte. César llevaba el gran espadón desnudo a la espalda y su viejo escudo redondo en el brazo. En la entrada del puente, Vigorce le esperaba con la lanza. Le entregó la espada desnuda al capitán para que la apoyara contra el extremo del puente.

– Si la cosa llega a golpes de espada -dijo-, a esas alturas ya me habrán hecho retroceder hasta aquí.

Cogió la lanza e hizo trotar al caballo sobre la hierba hasta que ambos se acostumbraron al peso extra, pues no era aquélla un arma ligera de justas, sino una pesada vara de roble el doble de alta que él. Mosquito se había unido a Vigorce al pie de la colina y ambos saludaron con sus bonetes cuando pasaba (¡vaya tipos leales!) de vuelta hacia el puente. Allí, junto al pabellón azul de seda moteado de lágrimas rojas, Bonne esperaba el resultado.

No había nadie más en aquel lado del puente. En el otro extremo, una verde colina dominaba la garganta, y en lo alto se hallaba el vizconde, con la espada envuelta en un paño blanco para actuar de bastón de mando. Los hombres de detrás de él debían de ser el propio séquito de Roger. César miró al frente. El caballero germano sobresalía de entre el enjambre de campesinos hasta una altura que, incluso a aquella distancia, resultaba alarmante. Ahora que César había ocupado su lugar, los siervos se apartaron del caballero negro para hacerle sitio, hasta dejar un espacio que semejaba una ancha cabeza de flecha con el germano en el vértice.

En el interior de César acaeció un milagro. En lo más hondo de él, su espíritu resplandeció. Sintió que los huesos relucían entre la sangre y que la sangre lanzaba destellos contra la piel. Se sentía pleno de deleite por ser él mismo, por ser quien era, y por no ser aquella poderosa y presuntuosa figura que había jurado permanecer enjaulada en el podrido hedor de su cuerpo de gigante, y su rostro en aquel yelmo cerrado y ensombrecido.

César estaba colorado por la hilaridad. Se sentía extasiado y desenvuelto y su locura estaba en su apogeo.

– Yo he permanecido junto a los sauces bajo la luna llena -le dijo al caballero negro-. ¡Ahora veréis!

Allí estaba Bonne, a su izquierda, plena de belleza y de orgullo. Bonne con su vestido amarillo enmarcado por la abertura de la tienda azul, seda sobre seda y color contra color. El sol jugueteaba con sus ondeantes faldas y con el cabello agitado por el viento. Sus ojos eran llamas de oro.

– ¡Qué regocijo! -exclamó.

Su caballo saltó hacia adelante a causa del grito y él lo contuvo. Rió. Espoleó al animal y volvió a tirar de las riendas, para hacerlo enfadar. Se alzó sobre las patas traseras y se detuvo en seco y casi hizo que ambos cayeran. Olió su propia sangre que se derramaba de los talones de César y relinchó y corcoveó.

– ¡Arriba! -le gritó César-. ¡Arriba! -El animal permaneció sobre las cuatro patas, pero piafó y bufó, ansioso por lanzarse a la carga.

Roger movió la espada envuelta en blanco para atraer su mirada. César se preparó. Dispuso la pesada lanza en posición de descanso. Su larga punta de acero refulgió ante el ojo del caballo. Este piafó, se estremeció y arrojó espuma por la boca.

– ¡Sí! -le dijo César, pero lo contuvo-, ¡sí, sí!

Roger dejó caer la blanca espada.

– ¡Arre, arre! -exclamó César al tiempo que espoleaba al animal y colocaba la punta de lanza en el nivel de ataque. El caballo relinchó y se lanzó a la carga. Los relucientes huesos de César se estremecieron y chirriaron cuando los cascos de acero resonaron sobre el duro y pétreo suelo.

Una vez en el estrecho paso del puente, el caballero negro montado en su caballo negro se precipitaba a encontrarse con él. Un negro penacho había brotado de su yelmo para la batalla, y en sus costados habían crecido negras plumas que se batían como alas. Aquellas adiciones a su envergadura producían tanta oscuridad que bajo el alto cielo de mediodía el gigante destacaba como el temor sobre su propia sombra. Su escudo tenía forma de cometa y era negro y aburrido; nada en él brillaba. «Infligirá heridas negras», pensó César, y vio que se trataba de la Muerte.

– ¡Vamos, vamos! -apremió César, pues su propia sombra le había rozado el corazón. Su sangre palideció y los huesos se le tornaron pesados como el plomo. Las espuelas se clavaron en el caballo de batalla hasta que chilló y mordió el aire. Arremetió contra el caballo enemigo. César vio la hoja de acero negro a unos centímetros de sus ojos, de su alma.

Chocaron con un golpe tan tremendo que hizo saltar el tuétano de los huesos de César. Sintió que la sangre manaba de su rostro, de orejas, nariz y boca. Convirtió su brazo en piedra, pues la lanza que sostenía se estaba hundiendo en la cabeza del caballero negro.

Los caballos de batalla se habían detenido en seco, caídos sobre los cuartos traseros. Se tambalearon hasta ponerse de nuevo en pie, demasiado aturdidos como para morderse o patearse el uno al otro. El caballero negro, con la lanza clavada en el rostro y saliéndole por detrás de la cabeza, soltó un alarido y con las manos enguantadas se aferró el yelmo que escupía sangre. El brazo de César soltó la lanza y el gigante cayó por encima del puente.

César miró hacia el abismo y le observó caer, con sus negras alas ondeando, graznando como un cuervo.

– ¡Hablad! -se oyó gritarle al alma que ascendía a través del aire.

El gigante negro cayó en las rocas junto al río, para acabar con los brazos extendidos y la perforada cabeza ladeada por la lanza. Parecía un pájaro derribado por una flecha.

– No el fénix -advirtió César-, sino el cuervo.

Hizo volver al aturdido y errante caballo a través del puente, y cabalgó hacia la tienda de seda azul en que le esperaba Bonne. Ella le dio una taza de vino, y él se la bebió, y otra más. Después, desmontó muy lentamente.

– ¡Uy! -exclamó-. ¡Mi espalda!

Se tendió en el suelo y estiró muy despacio los miembros y la espalda. No tenía nada roto. Con mucha cautela, se sentó de nuevo. Bonne le lavó la sangre del rostro con vino.

– Nunca os había visto sangrar tanto de los oídos -dijo Bonne-. ¿Podéis oír?

– Sí. Ahora apenas resuenan ya. Tendréis que seguir hablando alto, sin embargo. -Soltó una carcajada-. Os diré algo divertido. Cuando caía a través del aire, le he exigido que hablara. «¡Hablad!», le he gritado. Ha sido algo extraño por mi parte, ¿no os parece?

Bonne esbozó una leve sonrisa.

– ¿Os ha contestado?

– ¡No!

– No podéis tenerlo todo -repuso ella.

– ¡Vaya golpe! -se congratuló César-. Justo en pleno rostro! Ha sido pura casualidad, si queréis… ¡el caballo lo ha hecho todo! He tenido suerte.

– Habéis sido un campeón, César -dijo Bonne.

El rió con alegría. Sus ojos se posaron en el lema bordado en hilo de oro sobre la entrada de la tienda.

– Pour mon désir -leyó en voz alta.

– Eso es francés del norte -aclaró Bonne, y se giró para mirar. Se volvió de nuevo hacia él-. ¿Queréis mi traducción?

César asintió.

Ella le besó en los labios y le abrió la boca con la lengua mientras le deshacía la lazada del yelmo. Le quitó el yelmo, echó hacia atrás la capucha de malla y le lavó la sangre de las orejas.

– Amor vincit omnia -musitó.

35

PARTIDAS

El caballo de Roger se hallaba ante la puerta. Su lecho y sus cocineros, su verdugo y sus adláteres ya recorrían de vuelta el tortuoso camino del valle. El vizconde estaba bebiendo su copa del estribo, pero cómodamente sentado en su gran silla. En torno al cuello llevaba una lazada de flores silvestres, un irónico tributo de Flore. Se había quedado prendado de ella.

– Como coja desprevenida a esa muchacha, caeré sobre ella-dijo-. ¡De modo que tened cuidado!

Bonne le recordó que ambos primos tenían ya cierta edad.

– Siempre has parecido un gato en celo, primo Roger -le riñó.

– Y siempre lo seré -respondió él-, si es que tengo tiempo. En ese aspecto, dejo atrás a vuestro trovador. Arde en deseos de marcharse de aquí, y promete entonar lascivas canciones sobre vos, mi virtuosa prima, en torno a nuestros fuegos de invierno.

Se arrellanó en el asiento y le sonrió a Bonne; ojo por ojo. Bonne esbozó una mueca y suspiró; bajó la mirada y se alisó el vestido verde de diario; el lustre de Roger se veía ensombrecido por tanta tosquedad.

A César, que permanecía en pie almacenando polvo bajo los rayos de sol, Roger le dijo:

– Os hará famoso por aquella proeza en el puente.

La sonrisa de César, que aquel día era menos maníaca de lo habitual, se tornó cáustica.

– Tiene pocos motivos para cantar algo bueno sobre mí.

– Los tendrá. Quien paga manda -sentenció Roger.

César soltó una resuelta carcajada.

– Bueno, yo diría que no sufrió una caída tan terrible como el otro.

Roger rió.

– Aquél fue un lanzamiento que rara vez se ve.

– El caballo ayudó -dijo César.

– El caballo hizo lo que vos le obligasteis a hacer -replicó Roger-. Lo hicisteis saltar en el momento justo. Tenéis sangre fría, Grailly.

César, todo él polvo y rayos de sol, hizo una ligera reverencia.

Roger le observó. El rostro del vizconde se tornó curioso y severo, un poco pícaro.

– ¿Cómo está el brazo del muchacho? Mi verdugo me dice que soldará bien; una rotura limpia, dice. -Había sido el verdugo de Roger, que gozaba de dotes complementarias, quien se había ocupado del brazo roto.

César, todavía mirando a través de la puerta, encogió un hombro y volvió la palma de una mano hacia arriba.

Cuando Se hizo el silencio, Bonne intervino:

– El muchacho parece estar bastante bien. Está en alguna parte ahí afuera, con Flore.

– Mi verdugo creía que no era la clase de fractura que uno esperaría de la coz de un caballo -replicó el vizconde.

– Entonces debe de haberse roto el brazo cuando cayó del caballo, al golpear contra el suelo -respondió Bonne.

– Tampoco sería así, al parecer.

– Lo cierto es que no me interesa -manifestó César. Dirigió su profunda sonrisa al primo de Bonne-. Además, todos estamos satisfechos, a menos que vos confiarais en colgar al chico.

– No, no -protestó Roger-. Tenéis razón. Yo estoy satisfecho, vos estáis satisfecho, ellos (el chico y la muchacha) también están satisfechos. Es sólo algo que me ha pasado por la cabeza, algo que me da vueltas en la cabeza, ¿sabéis?

– Lo sé -respondió César.

El mastín se plantó junto a la rodilla de Roger, una alegre distracción, y él le rascó en el cuello con entusiasmo.

– Eres un buen perro, ¿verdad? Una cosa más, Grailly. Su armadura es vuestra, todo su arnés es vuestro, y vale una buena suma.

La sonrisa de César se le heló en el rostro y cayó sobre Roger con un audible sonido sordo.

– No quiero su armadura. Le están enterrando con ella, y con todo su hedor, en este preciso momento. Han cavado un hoyo para él en el cementerio. Acabo de regresar de verlo.

Aquel despliegue de carácter irritó a Roger.

– Es un desperdicio tirar una buena armadura de ese modo. Podría habérosla comprado. No puedo ayudar a un hombre que no se ayuda a sí mismo.

– ¿Ayudarme? -preguntó César, totalmente desconcertado.

– ¡Ayudarnos! -exclamó Bonne, ofendidísima-. No necesitamos ayuda. Además, he cogido los caballos de ese hombre, y el dinero de su tienda. Tanto oro como plata. César tiene derecho a ello.

– ¡Lo tenéis, por Dios! -Roger se puso en pie- Veo que me habéis aventajado. -Rió, presa del desconcierto-. Sé lo que os sucede, Bonne, y siento que no podamos convertir vuestra casa en un castillo. Lo superaréis. Un castillo no es el modo de hacerse un lugar en el mundo, no en estos tiempos. Es en una economía movida por el dinero en lo que ahora vivimos. Os dije que Adelaide desea veros. Voy a decirle que pasaréis el invierno con nosotros. Le diré que no habéis perdido nada de vuestra gracia. Quizás os guste aquello. La mitad de la aristocracia vive ahora en las ciudades. Y vos, César, no encontraréis muchos oponentes dignos de vuestro acero en estas montañas. Despedidme. Me pongo en camino. ¿Dónde está esa hija vuestra?

Encontraron a los jóvenes en el exterior.

– Caminad junto a mí -les pidió Roger. Cogió las riendas de su caballo de la anilla de hierro en la pared-. Vuestros padres se han puesto muy engreídos conmigo -rezongó dirigiéndose a Flore- Tomad, sostenedme a esta criatura mientras les digo adiós.

Bonne y César, en efecto, se comportaban como dos seres de leyenda. Desde remotas cumbres himeneas, sus ojos azules y dorados contemplaban a las desabridas gentes de allá abajo, cuyo mundo no tenía lugar en su privada y misteriosa historia.

El vizconde cumplió con su deber.

– Bonne -dijo-, vuestra belleza ilumina este momento. Incluso para un campeón tan feroz como César Grailly tal premio supone todo un honor.

Todos hicieron una reverencia.

Bonne despidió a su primo con dos educados besos en las mejillas.

– ¡Primo! -exclamó, dotando a la palabra de toda la intensidad que uno imaginaría que era capaz de albergar sin llegar a hundirse.

Roger aguantó hasta el final.

– ¡Adiós, Grailly! -se despidió, y César permitió que le estrechara aquella mano de larguísimos dedos.

– Partís, entonces, Trencavel -dijo, hablando como si fuese perfectamente humano-. Os deseo buen viaje.

Roger se volvió, apartándose de aquellos asombrados ojos azules y de aquella eterna sonrisa sin sentido, y les abandonó a su exaltado destino.

Donde partía el sendero, Flore se hallaba sentada sobre la hierba con el caballo resoplándole en la oreja; Amanieu estaba de pie con un brazo en cabestrillo y con el otro espantaba las moscas en torno a su cabeza con impaciencia. Roger cogió las riendas del regazo de Flore.

– Vuestro hombre está contrariado -le dijo a la muchacha.

Ella se puso en pie de un salto.

– ¡Está vivo! -exclamó.

– Vuestro padre le quitó la primicia -comentó Roger.

– ¡Oh, eso! -dijo Flore-. Fue algo estupendo por parte de mi padre, pero Amanieu podría hacerlo en cualquier momento.

– ¡Ja! -La envidia de un extranjero no bienvenido y la desilusión ahogaron la voz de Amanieu-. No, no es cierto. ¡Por Dios!, nadie podría hacerlo. ¿Podríais vos? -le exigió a Roger.

El vizconde negó con la cabeza.

– No. Era un monstruo. Era demasiado grande para luchar con él.

– ¡Exacto! -dijo Amanieu- Yo no iba a luchar con él. Pensaba engañarle, matar al caballo y acuchillarle. Vuestro padre le mató en sus propios términos. ¡Le lanceó como un auténtico héroe!

– Bueno -comentó Roger-, deseaba hacerlo, y vos no, de modo que no ha hecho ningún daño.

– ¡Podría haber hecho que me ahorcaran! -exclamó Amanieu.

– Quizás os lo habíais ganado.

– Si no le habéis colgado -intervino Flore-, es que no creéis que sea preciso hacerlo.

Los dos hombres la miraron.

– ¿Qué os parece eso? -preguntó Roger.

El rostro de Amanieu se animó.

– Me gusta cómo suena -confesó.

– A mí me gusta su sentido -dijo Roger, y montó en el caballo, que se estaba impacientando-. ¿Vais a quedaros o a marcharos, vosotros dos?

– Mañana ya no estaremos aquí -informó Amanieu.

– Bien -convino Roger-. Este no es lugar para vosotros. -Dirigió a Flore una rápida y desapasionada mirada, ocultando sus emociones. Se inclinó para tocar un cabello de su cabeza-. Buena suerte para vos -le dijo, y dejó que el caballo se pusiera en marcha.

Cuando el vizconde hubo cruzado el puente y saludado, y se alejaba a medio galope, Flore se dispuso a desmontar la tienda de seda.

– Tenemos tres caballos y una tienda -dijo-. No es un mal comienzo. ¿Adónde iremos primero?

– A Cataluña -respondió Amanieu-. El conde de Barcelona ha ganado esta guerra, si alguien lo ha hecho. Vayamos a donde estén los vencedores.

– Oh, muy bien -aceptó Flore-. Creí que quizá desearíais visitar vuestro hogar en Noé.

– ¡Y contar con mis hermanos! -Amanieu rió, apenas sarcástico.

Flore se sentó sobre la tienda doblada. Miró hacia el sur, hacia los Pirineos, y le asaltó una duda sobre aquel viaje.

– ¿Y qué hay de esas bandas de salteadores -preguntó, señalando el valle más allá- que viven de carne humana?

Amanieu lanzó repetidamente al aire la bolsa de oro germano con su mano sana.

– Iremos hacia la costa -anunció-, y conseguiremos un barco.

– ¡Un barco! -Flore escondió el rostro entre las faldas de pura excitación. Se sentó erguida de nuevo, no debía comportarse como una niña, y se puso seria-. ¿Y si nos atrapan los piratas?

– Entonces iré a por un pirata -respondió Amanieu-. ¿Qué os parece? -Indicó con la cabeza el montón de seda en que estaba sentada-. Podéis poner el palo de la tienda encima de todo eso. Vamos a decirle al cura que tiene que oficiar una boda.

Vigorce estaba empaquetando sus cosas. Tenía una expresión astuta y parpadeaba cuando Mosquito apareció en la puerta. El capitán se quedó inmóvil.

– Tengo los caballos detrás de la torre del homenaje -anunció Mosquito.

– Bien. Gracias. Me voy por ese lado, cruzando el desierto. -Vigorce prosiguió con su tarea.

– Pensé que iríais en esa dirección -repuso Mosquito.

Al cabo de unos instantes, Vigorce habló de nuevo:

– ¿Habéis dicho caballos? Yo sólo tengo un caballo.

– Yo también voy en esa dirección -explicó Mosquito.

– No necesito vuestra compañía -le dijo Vigorce.

– No os la estoy ofreciendo -replicó Mosquito-. Simplemente resulta que ésa es la dirección en la que quiero partir.

Vigorce ató uno de los fardos.

– Vuelvo a casa -anunció-, a Borgoña.

– Ahí lo tenéis -repuso Mosquito-. Yo no sé adónde voy. Todo lo que hago es marcharme.

No hablaron mientras ascendían a caballo el prado, más allá de las cabras. Pasaron ante la anciana de sombrero español, que se apoyaba con las manos entrelazadas sobre el cayado con la ciega mirada clavada en los peñascos. No hizo gesto alguno y no intercambiaron saludos. Cuando llegaron a la planicie de piedra, desmontaron e iniciaron el arduo trayecto a través de ella guiando a los caballos sobre las movedizas piedras. Se detuvieron bajo un olivo para recabar un poco de calma ante el duro viaje que les esperaba.

– Ella hizo que me marchara -explicó Vigorce-. Me dijo que me marchara. Me ofreció su joya para hacerlo… ¡para que les dejara solos! -No sonaba como si le hubieran roto el corazón, sino como si se lo hubieran desgarrado-. Acepté la joya. La acepté, Mosquito. Tenía que hacerlo, o no me habría marchado. Me habría quedado ahí, en aquella torre del homenaje, mirándoles. -Negó con la cabeza-. Pensaba que haría cualquier cosa por ella, y me quedé con su joya. Era lo más preciado que tenía, ¡y yo se la quité!

– Animaos -dijo Mosquito con cierta crueldad-. Podríais decir que con ella os pagó para comprarse a sí misma. ¿Qué os parece eso?

Vigorce se sentó en el suelo y apoyó una mejilla sobre la palma de la mano. Al principio, Mosquito creyó que se había sumido en profundas cavilaciones, pero entonces vio que en aquel maltratado rostro se abrían viejas grietas. Vigorce estaba dispuesto a reír.

– Yo también tengo una historia que contar -dijo Mosquito-, de modo que ahorrad vuestras risas, si podéis. Yo seguía al joven Amanieu a través de la arcada, y le sostuve la cabeza en mi rodilla cuando cayó del caballo. Entonces alcé la mirada, y ahí estaba mi viejo señor. «¿Cómo está?», me pregunta César. «Aturdido», respondo yo, «se ha golpeado la cabeza». «¿Eso es todo?», me pregunta César. «Sí», contesto. Y él me dice: «Mosquito, ¡rompedle un brazo, rápido!».

– ¡Romperle un brazo! -exclamó Vigorce-. ¿Para qué?

– ¿Para qué? ¡Pues para que César pudiese luchar con el gigante!

– ¡Lo hicisteis!

– Sí. Había tantas piedras alrededor… Le coloqué el brazo encima de una y lo golpeé con otra.

– ¿Os pagaron por ello? -quiso saber Vigorce.

– No -respondió Mosquito. Se echó a reír-. Deberían haber considerado darnos la joya a los dos.

– ¿Deberían? -repuso Vigorce-. ¡Era de ella! -Miró consternado al cielo y dijo-: ¡Deberían! -Poco después, le preguntó a Mosquito-: ¿Sabíais que esa joya era su talismán contra la locura?

– Quizá fuera por eso que os la dio -respondió Mosquito.

– Os estáis riendo de mí -protestó Vigorce con el rostro vuelto a medias hacia el pequeño Mosquito y mirándole de soslayo.

– Pues claro -repuso éste-. ¡Veamos esa joya!

Vigorce la extrajo de una alforja y ató el cordel de seda a una rama del olivo. Las gemas, verde y amarilla y azul, dejaron que la luz del sol atravesara sus corazones, mientras que el oro aceptaba su caricia. El hecho de contemplarla les hizo permanecer en silencio durante unos instantes. Entonces Mosquito la sostuvo en una mano, y luego Vigorce volvió a guardarla con cuidado entre sus pertenencias.

Despertaron a los caballos y partieron hacia las montañas del norte. Tras ellos, la torre del homenaje del inacabado castillo desapareció lentamente de la vista.

***


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Personaje clásico de los cuentos infantiles anglosajones; se trata de un lluevo que se rompe al caer al suelo desde un muro. (N. de la T.)