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Ceniza: la muerte del abuelo

Ceniza: la muerte del abuelo me había hecho descubrir, con rara lucidez, un panorama ceniciento. Todo estaba cubierto de una costra de ceniza. Mi mundo era un inmenso recibidor sombrío donde me contemplaban, con inescrutable ensimismamiento, inmensos rostros grises de los que aquel de la Virgen, y el de doña Ambrosia, y el de Cutillas, y el de la anciana Verónica, e incluso el de Ana Mari, sólo eran remedos, suavizados acaso para hacerme más tolerable una realidad peor.

Ceniza, y un ámbito gastado y mugriento que me rodeaba a todas las horas, en todos los lugares, un espacio lleno de huellas de uso, hollado como esos muebles viejos que conservan para siempre, con las marcas de innumerables posaderas, cansancios insondables.

Nada parecía haber cambiado y, sin embargo, yo lo sabía distinto. Un velo había desaparecido, un velo antes sutil, pero que había sido capaz de ocultar las cosas tal como eran.

Viví entonces unos días desmesuradamente largos, marcados por esos sueños que apenas se recuerdan pero que te dejan, al despertar, la certidumbre de una angustia insoslayable. Con ese recóndito desengaño, ese sabor acre de alguna pérdida inconcebible e irreparable, comenzaba mi jornada.

Nada había cambiado, en efecto, pero todo tenía una presencia más nítida, más áspera; ninguna penumbra piadosa disimulaba ahora los límites de la realidad.

Allí estábamos sentados, en dos filas de mesas, inclinados sobre nuestra tarea como estudiantes temerosos en sus pupitres; y enfrente, tras la mampara de cristal, como dentro de una pecera, de un terrario, de una urna funeraria, se mantenía hora tras hora la presencia insoslayable de Cutillas, con aquel rostro suyo que hacía aún más pálido el reverbero del neón pero que, a veces, se matizaba con otros reflejos, según las pólizas que iba comprobando: verde si Vida, amarillo si Incendio, naranja si Combinado…

Yo permanecía amarrado todavía a la indescifrable desesperanza de aquellas pesadillas confusas y separaba las propuestas de pólizas con un esfuerzo ajeno al habitual automatismo, con una voluntad violenta de entender los términos y las cifras. Porque menudeaban mis errores y se amontonaban los documentos en la bandeja de entrada. Los demás me miraban subrepticiamente, porque se quedaban con las manos vacías y yo no acababa de despachar material. Y allí estaba yo, luchando con una envoltura invisible que parecía asfixiarme, debatiéndome en aquel ensimismamiento que intentaba arrastrarme a los remolinos de la inconsciencia.

Nada había cambiado y, sin embargo, nada era igual ya. El tercer día, Cutillas salió de su pecera y se acercó a mí con una póliza de Vida en la mano.

– Esta tampoco está bien -me dijo-. Qué le pasa.

Debió ver el desaliento en toda mi persona, un desaliento que cada vez se iba entreverando más de abulia y de cansancio. Sin añadir nada más, dejó la póliza en el cesto de entrada de mi mesa y se alejó despacio.

Había vuelto a Madrid como prendido de algún hechizo, y mientras los días iban transcurriendo se hacía cada vez más patente mi nueva visión de las cosas como un conjunto desordenado y feo, y luchaba contra ello durmiendo. Volvía de la Compañía, comía en algún restaurante cercano a casa, y luego me metía en la cama. Así todas las tardes. El tecleo infatigable de la máquina de Verónica, en lugar de despabilarme, me iba hipnotizando: seguía yo aquel sonido como el de las patas de algún extraño animal que corriese por el cuarto inmediato, acaso una araña gigantesca; me imaginaba lo que los sonidos significaban traducidos a letras, a puntos, a comas, y así me iba hundiendo en una siesta densa y honda, sin sueños ni temores, una siesta que duraba hasta la noche y en la que reposaba de mis noches y de mis mañanas angustiadas.

También el tercer día, me llamó Ana Mari. Doña Ambrosia le había dicho que estaba en Madrid desde el lunes y ella se extrañaba de que no hubiese dado señales de vida, se interesaba por mi salud, me informaba de que ayer habían comenzado los ensayos, me conminaba a aparecer por allí mañana sin falta.

Nada había cambiado y, sin embargo, yo lo veía ahora todo a una luz diferente: Ana Mari, Anselmo, Cueto, yo mismo, jugando a sostener entre todos aquella ficción imposible, un cadáver que, como en el cuento de Poe, sólo mantenía apariencia de vida por el poder de la autosugestión.

Llegué tarde. Me deslicé sigiloso hasta el salón y les fui contemplando mientras gesticulaban y se interrumpían unos a otros, con los papeles en la mano, a la escasa luz que caía sobre la tarima y que todo lo embadurnaba con ese mismo tono de humildad que aquellas viejas fotos iluminadas con tenues anilinas: las sillas desperdigadas, las mesitas cojas, las cortinas polvorientas, aquella realidad que sólo alguna alucinación de los sentidos me había hecho asumir de otro modo.

Cueto proponía un cambio en la peripecia, sugería un planteamiento diferente para la escena, y todos los demás le escuchaban con respeto, como si fuera la primera vez que le oían argumentar de aquel modo, como si Cueto no hubiese repetido decenas de veces aquellas objeciones, y lo discutían luego con aparente fervor, repitiendo también de modo parecido lo dicho en tantas ocasiones.

Ana Mari, Anselmo, Cueto, yo mismo, a través de los años, desde la Facultad, sin desaliento alguno, intentando por las tardes paliar la vida de por las mañanas, esa vida que nos amarraba tan firmemente al lado de acá de los espejos.

Había una muchacha jovencita, con una cabeza pequeña que remataba un cuello largo, blanco, sobre un cuerpo desproporcionadamente grande y maduro. Ella, y un muchacho de rostro lleno de granos, eran las últimas aportaciones al elenco. Aquel escaso bululú, que motejábamos de teatro experimental, nos mantenía en una ilusión de creadores puros, al margen del comercio y sus zahurdas. Así, la vida se deslizaba sin sorpresas. Por la mañana, tarificábamos, informábamos peticiones de créditos, dictábamos oficios que recorrerían innumerables negociados, enseñábamos a unos niños pasmados los rudimentos de la gramática estructural. Pero, como doctores Jeckill a los que la bestia redimiese en lugar de embrutecer, por la tarde nos convertiríamos en artistas, vocearíamos, frente a las oscuras y mugrientas cortinas del salón de alguna casa regional (destartalado pero generoso hospedaje) las peripecias de una imaginería simbolista sobre el mundo, sus pompas y sus obras, que acabaríamos llevando a algún Colegio Mayor (ante un público escaso y silencioso de estudiantes de los dos primeros cursos), a algún municipio de la provincia que celebraba las fiestas, con cabezudos por la mañana, nosotros por la tarde y vaquillas por la noche.

El tiempo pasaba y habíamos aceptado aquello como un destino. Los jovencitos nos seguían una, dos temporadas. A veces, hacían luego un corto, se incorporaban a la farándula verdadera. A veces nos dejaban sin más en pos de otra alucinación, de otra aventura. Sólo nosotros permanecíamos unidos, como plurales siameses, unidos irremediablemente por alguna invisible red umbilical.

Ana Mari fue la primera en verme. Me saludó con la mano, vino al cabo junto a mí, me besó, me hizo reproches entre sonrisas. Descansaron y me preguntaban.

– He heredado -dije.

Nada había cambiado, pero las bromas ya no tenían el mismo sabor, sino que sonaban con toda la irrelevancia de convenciones manidas. Nos habíamos dicho demasiadas veces las mismas cosas y estaban ya gastadas sin remedio. Habían pasado demasiados años. Éramos unos mozos viejos jugando a mantenerse en el engaño de la ilusión juvenil.

Les invité a unas copas. Ana Mari tropezaba conmigo, manifestaba una euforia que me estaba directamente dedicada, dejaba descansar sus manos en mis brazos, en mis hombros. Pero todo era diferente. Cuando me preguntó, al despedirse, si nos veríamos el fin de semana, comprendí que había olvidado casi hasta mi acendrada costumbre de ella, cuando hacía solamente unos días, justo antes de la muerte del abuelo, que había empezado a plantearme la posibilidad de dar solemnidad matrimonial a aquella larguísima relación nuestra que, a falta de otra cosa, estaba construida con tardes compartidas escuchando la misma música, charlas sobre los mismos libros y las mismas películas, juicios similares sobre el mundo y caricias rutinarias.

– No sé si podré -dije sin pensar, apresuradamente. Floreció la extrañeza en sus ojos.

– Acaso tenga compromisos familiares -mentí-. Ya te avisaré.

Me pareció que inclinaba los hombros un poco más de lo habitual, en un gesto mohíno. Eso me pasaba: veía las cosas con una diafanidad ácida.

El viernes decidí no acostarme la siesta y entré a saludar a Verónica. Se había preparado un mate y lo sorbía lentamente, con abstracción casi mística. Sin duda no había oído mi llamada a la puerta, porque dio un respingo.

– Perdón -dije.

– Pase, pase. Por favor.

Subí la voz y le expliqué que no quería molestarla, que era solamente una visita. Ella manipuló los mandos de su audífono, arguyó que todavía no se había puesto a trabajar. Me ofreció la matera, pero decliné la invitación. Un sentimiento de repugnancia, nacido también en mí de pronto, inédito, me prohibía poner mi boca donde la había puesto ella, mezclar mis babas con las de su boca vieja.

Dijo que ya se había enterado de lo de mi abuelo y me dio el pésame con finura de antigua raigambre. Me preguntó la edad del finado.

– Muy mayor -contesté yo, piadoso.

Ella entrecerró los ojos, en una mueca que agrandó el grueso cristal de sus gafas, alargó una mano y rozó con ella mis rodillas. Tomó luego un cigarrillo de la mesa y lo encendió con parsimonia.

– Ese es el descanso de los viejos -repuso, súbitamente envuelta en una masa de humo.

Yo veía ahora la habitación con ojos también nuevos. La guitarra sobre la librería estaba llena de arañazos y de rajas. La máquina de escribir sobre la pequeña mesa, frente a la desvencijada silla, le daba al cuarto un aire de oficinilla marginal, como de burocracia clandestina. Y ella misma tenía un aspecto sutilmente distinto: era una anciana a la que sólo la expresividad de la mirada daba cierto aspecto de vivir. Una vieja encogida, haciendo un permanente esfuerzo por erguir la cabeza, ya tan vencida, con el cuerpo como un gran saco de patatas, cubierto por los colorines desvaídos de un raído huipil.

Entonces le pregunté por su novela y le oí hablarme sin escucharla, contemplando sus gestos y sus muecas, mientras iba explicándome, con prolijidad minuciosa, las últimas peripecias de su protagonista, una muchacha tierna durante los años veinte en algún Madrid increíblemente intelectual.

De nuevo me soltó encima una gran bocanada de humo. Fumaba mucho, pero no tosía jamás. Sacudió la ceniza con precisión.

– Los escritores arañamos la realidad intentando hacer un agujerito. Pero es tan difícil…

Lo decía con falsa resignación. Vieja, decrépita, persistía en ella la llama de una ilusión redentora. Pero lo que unos días antes suscitaba en mí una admiración afectuosa, se convertía ahora en encono, en rencor hacia aquella empecinada pasión que había sobrenadado guerras, exilios, desgracias familiares, que había persistido sobre la misma sustancia de la vida: una pasión que se me presentaba fuera de toda mesura y cuya evidente desproporción eran sus resultados, aquellos libros oscuros, aquellas historias condenadas desde su nacimiento al culto restringido de unos cuantos profesores.

Y, sin embargo, mi encono naciente estaba teñido de envidia. Cuánta fe, pensaba, cuánto glorioso egoísmo, cuánta descomunal confianza en el propio destino. La dejé hablar, hablar. Al cabo, ordenó los papeles y me miró de modo inequívoco. Yo me puse de pie.

– Bueno, le dejo.

– ¿Empezaron ya los ensayos? -me preguntó. Para ella, yo era un artista del teatro.

– En ello estamos -repuse.

Me fui a mi cuarto, pero no quería acostarme, hundirme en aquella siesta compulsiva. Pensé llamar a Ana María, pero tan agrio era mi ánimo que ni siquiera me sentía atraído por la imaginación de su cuerpo. Si sólo fuese su cuerpo, pero era toda ella vista a la luz de esta disposición desengañada. La posibilidad de estar con ella se me aparecía como estar con un duplicado de mí mismo, soportándome doblemente. Y así transcurría aquella tarde cuando llamó Alfonso.

– Es su hermano, de León -dijo doña Ambrosia.

Me acerqué al teléfono. Los olores de la casa estaban concentrados en aquella rejilla y me llegaron repentinos, mezclándose con la voz de mi hermano.

– Qué tal -le dije.

El titubeaba, y advertí que iba a decirme algo importante.

– Es sobre el testamento.

Yo interrumpí la pausa.

– Dime, dime -dije.

– Papá está bastante enfadado. Me imagino que ya sabrás que es ilegal, que no tiene ni pies ni cabeza -añadió. Guardé silencio.

– ¿Me escuchas?

Le dije que sí. Su voz tenía también una tonalidad ligeramente extraña. El pasillo estaba en sombra y, al fondo, tras las cortinas, la urna de la Virgen, con la palomilla de aceite, duplicaba el redescubierto tono ominoso del recibidor, dándole un aire como de vieja capilla, acaso de algún castillo de cuento de miedo.

– Claro.

Recuperó el tono habitual, tranquilo, algo cortante.

– Oye, yo creo que es mejor arreglarlo por las buenas.

Traslucía su desapego. Había sido mi hermano preferido y, sin embargo, el paso de los años había convenido el calor antiguo en un frío en que, a veces, me parecía encontrar incluso huellas de una animosidad incomprensible.

– No me digas que va a pleitear.

– Seguro. No tengas duda -se apresuró a contestar-. Y no tenéis nada que hacer.

Doña Ambrosia estaba espiando tras las cortinas del recibidor, porque se movieron. Estábamos tan acostumbrados a su curiosidad que ya la aceptábamos como si formase parte de la casa, como un detalle más de la decoración.

– Mira, Fonso -le dije-. Yo sólo quiero la casa. Lupi y yo nos conformamos con que nos dejéis usar la casa.

Alfonso siguió hablando con su voz sin estridencias, algo petulante. Qué más nos daba, para qué queríamos la casa si no la podíamos vender, ni hacer nada con ella; por qué encabronar (así dijo él, tan cuidadoso siempre de su léxico) aquel asunto.

– Quiero la casa porque me voy a ir a vivir allí.

Aquellas palabras me salieron de una entraña remota. En lo hondo de aquellas siestas febriles, en que explotaban a menudo viejas imágenes en miles de fragmentos luminosos, como los fuegos artificiales que se desparraman solemnemente en la negrura, había incubado al parecer aquella idea que yo mismo no acababa de reconocer, aquella decisión de la que yo mismo era apenas consciente. Sentí claramente su sorpresa, un silencio tan macizo como un grito:

– ¿Al pueblo? ¿Te vas a ir a vivir al pueblo?

– Eso mismo estoy pensando -repuse.

– ¿Para siempre?

– Hombre, para siempre. Pero claro.

Parece que doña Ambrosia no se enteraba de nada, porque las cortinas se movieron de nuevo y oí sus pasos, las pisadas de sus zapatillas, alejándose por el otro extremo del pasillo.

– Bueno -dijo Alfonso-. No será uno de tus números.

– Mira, Fonso -le dije con paciencia forzada-. Tú díselo, que sólo quiero la casa. Para vivir en ella.