37930.fb2 El caldero de oro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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Volaba. Me movía por el espacio

Volaba. Me movía por el espacio con pausada seguridad, mientras bajo mi cuerpo se dilataba el paisaje, sin más límites que el lejano círculo del horizonte.

Abajo se sucedieron los grandes edificios con sus luces, las farolas de las últimas calles, los focos anaranjados de la autopista. Luego, las lucecitas fueron espaciándose y la carretera reflejó la luz nocturna, con un ligero fulgor blanquecino.

La carretera fue dejando atrás los cúmulos de lucecitas que señalaban los poblados, las urbanizaciones, y se enrevesaba por la falda de la sierra, entre los pinos afilados; luego, iba deslizándose por la larga llanura.

Yo sobrevolaba las masas agazapadas de los pinares, dejaba atrás los mogotes pálidos que resplandecían como fantasmas de montañas sobre las tierras yermas.

Al cabo, tras la llanura cuya monotonía sólo rompía el borroso montón de algún pueblo desperdigado, reconocí la superficie ondulada que marcaba los inicios de mi propia tierra: los suaves oteros, la vega ancha en que se multiplicaban las choperas.

No sé si estaban vestidas o si era invierno; no sé tampoco si las cepas estaban llenas de hojas. Quizá las choperas empezaban a dorarse (por eso brillaban como metal en la noche) y las cepas se cargaban de racimos, llenando los viñedos de sombras similares a las de amplios batallones que descansaran, inmóviles.

Luego, dejé atrás la vega: quedaban al fondo los paisajes del pueblo del abuelo, antes del firme perfil de las montañas, y me desvié de su dirección con un inevitable sentimiento de pena.

Volé también sobre otras vegas, sobre nuevas ondulaciones, sobre los esqueletos borrosos y desmoronados de fortalezas y ciudades desaparecidas. Por fin, la ciudad se presentó a lo lejos.

Era recién oscurecido y brillaban las luces de las calles, de las casas, de las tiendas. Alrededor de la ciudad, los ríos brillaban también como cintas de plata. Las torres de la catedral se recortaban sobre el caserío. Las calles quedaban debajo de mi cuerpo como profundas acequias vacías. Se movían allá abajo, a saltitos, a tirones, como pequeños juguetes de cuerda, hombres y vehículos.

Mantuve fácilmente el equilibrio sobre la torre de San Isidoro, muy cerca del gallo gordo, dorado, tantas veces contemplado desde los tiempos en que era niño, cuando iba al colegio con la bufanda enroscada en mi cabeza, bajo el frío soleado, o en primavera, ya las calles impregnadas de olor a acacias, aquel olor tan dulce que anunciaba el tiempo cálido, también bajo el brillo perenne del sol. Los ojos se me llenaban siempre de placer al contemplarlo en la cúspide de la torre, plantado sobre la gran bola de oro, por encima de los cantos de las murallas milenarias.

Me incliné junto a él, empujé su cola en forma de hoz para hacerle girar. Luego, seguí sobrevolando las callejuelas, envuelto en el olor de las tascas, en los sonidos de voz humana; en el aroma del vino y de los guisos y las exclamaciones y los improperios.

Volaba lentamente, colgado del aire como un globo. Y llegué al fin a casa. Desde allí arriba, tenía un ademán extraño, un aspecto desusado y, sin embargo, perfectamente reconocible. La fachada descendía bajo mis pies hasta que las ventanas primeras, y el portal, quedaban empequeñecidos por la perspectiva. Junto al portal, en los muros, una serie de manchas diminutas me recordaron las placas que anunciaban a Gonzalo Ferreras, procurador, y Agapito Llamazares, abogado, en el lado izquierdo de la puerta, mientras al otro lado se mostraba la placa de papá. La calle estaba solitaria.

Me alcé, sobrevolando el tejado, hasta recibir la visión de la parte trasera de la casa, con sus galerías sobre aquel jardín enmarañado y salvaje del viejo chalet vacío. A lo lejos se alzaba, más oscura que la misma noche, la masa de San Marcos.

Por fin me acerqué (pero suavemente, muy despacio, en una caída sin vértigo, sin que la fuerza de la gravedad me empujase, flotando sin sobresaltos) hasta quedar a la altura de los ventanales de la galería.

La luz se derramaba por los cristales, creando en el patio un ámbito apacible que se iba repitiendo, aunque no de modo uniforme, en las luces provenientes de otros ventanales, más abajo, en la sucesiva profundidad de los muros.

Apoyado en el alféizar, contemplaba el interior de la habitación como si asistiese a la proyección de una película muda: tan cerca de mí y, sin embargo, tan lejanos, inaudibles, papá, mamá, la abuelita, Alfonso, Marcelo, todos alrededor de la mesa, cenando, y yo mismo sentado junto a ellos, y Dorita en el otro extremo del cuarto, agachada, buscando algo en el suelo. Toda la familia y yo mismo, niño, y papá reprendiéndome por algo, o es a los otros a quien reprende: al parecer, reprende a Dorita, a juzgar por la dirección de su rostro.

Yo, hace tantos años, inclinada la cabeza. Acaso es el momento de empezar la cena, cuando la oración, y Dorita no se ha sentado aún a la mesa. Papá levanta el índice de la mano derecha y rasga con él el aire varias veces, arriba y abajo. Dorita viene a la mesa por fin, todos nos persignamos, en la puerta ha aparecido Trini con la sopera humeante entre las manos y nos contempla. La oración ha terminado, papá se santigua otra vez rápidamente, mete con gesto enérgico un pico de la servilleta en el escote y se vuelve a Trini, el ceño fruncido.

En esta época, pese a todas las prohibiciones, Dorita juega en la consulta: mueve el sillón, sube y baja el torno, manosea el instrumental… Pero, aunque siempre cree dejarlo todo igual que estaba, papá descubre sin falta los instrumentos descolorados, el sillón ligeramente movido, una inclinación desacostumbrada en los objetos, quizá incluso una muñeca olvidada.

Papá hace muy a menudo el panegírico del orden. A veces, se enfurece demasiado y crea él mismo un súbito desorden; pero, en general, se obliga a un pausado y repetido ritual en todas sus acciones. Nosotros comprendemos a papá: mamá nos dice, musita, que papá ha tenido que luchar mucho: la carrera, la guerra, la profesión. Una herida de guerra en el muslo le dejó la pierna casi rígida y se ayuda al andar con un bastón negro que tiene una cabeza de perro, de plata, en la empuñadura. A mí me gusta ver esa cabeza, acariciarla, imaginarme que es un pequeño perro vivo, que podría ladrar y hasta morder.

Cuando riñe a Dorita, ella dice que entra en la consulta porque también quiere ser dentista de mayor; pero papá no transige, aquello aumenta incluso su enfado, impreca a mamá, a la abuelita, a Trini, por no tener a esa niña bien sujeta, por no educarla mejor. En realidad, el dentista va a ser Alfonso. Para Dorita, papá no tiene nada previsto todavía. Alfonso va a ser dentista; Marcelo, ingeniero, porque se le dan mejor las ciencias que las letras. En cuanto a mí, las ciencias no se me dan bien: seguramente seré abogado, como el tío' Lucas, el hermano de papá que vive en Valladolid. También papá es de Valladolid: vino a León cuando le hirieron, y aquí conoció a mamá, que estaba estudiando para maestra. A lo mejor luego hago oposiciones a notario, a registrador o a abogado del Estado, como dice papá mirándome apreciativamente. A Dorita no se le ha asignado ningún destino aún, y papá se limita a aconsejarle que sea aplicada, ordenada, más limpia: se enfada mucho cuando la ve comer con los dedos, porque ella es capaz de comer con los dedos hasta los huevos fritos.

Y allí estoy yo, contemplándoles en silencio, absorto: he volado hasta esta noche de mi infancia y a pesar de papá malhumorado y del clima de la cena, me gusta verlos, vernos a todos juntos; a pesar de todo, es entonces cuando me siento inmerso en un universo también más a mi medida: a veces hay la tremenda desazón de los exámenes, o papá grita a mamá y la bronca me llena de horror; pero, en general, acepto sin disgusto, aunque no la comprenda, esta disposición de las cosas, ajustada a rutinas y a almanaques, que funciona sin pausa por encima de mí.

Y, de pronto, es el mismo alféizar, el mismo patio, acaso la misma luz, y sin embargo ya no estoy yo ahí dentro, ni Dorita, ni mamá, ni Marcelo. Están solos Alfonso, papá, la abuela. No les oigo, pero les entiendo. Hablan de mí y tengo miedo, me siento incómodo, asustado. Luego comprendo que esto no está sucediendo exactamente así, que no soy yo el objeto de su crítica: bajo mi visión late el recuerdo del enfado de papá cuando lo de Dorita.

Mamá lloraba sin cesar. Papá echó a Dorita de casa, y yo me enfrenté a él y me pegó. Fue en la sala de espera. Yo había entrado en la consulta para hablar con él a solas. Era al anochecer: debía estar trabajando, ordenando historiales, organizando las vitrinas; ya Paquita se había ido hacía tiempo.

Yo intentaba ser amable con él, dócil, inofensivo, pero todavía estaba vigente nuestra polémica: una vez más un curso había sido catastrófico y él había manifestado su rotunda oposición a mis escarceos teatrales y me había dado el último plazo para aprobar todo lo pendiente, o tendría que arreglármelas por mi cuenta.

Era finales de septiembre (al parecer, lo de Dorita había empezado a principios de verano, cuando había ido a Irlanda a casa de aquella amiga suya de la Asunción) pero hacía unos días de calor, un veranillo inusual. Papá se había arremangado la camisa pero no estaba trabajando: no había sobre su mesa ese desconcierto eventual del tiempo en que, cada día, repasaba y consideraba el trabajo de la jornada. Ahora tenía la cabeza entre las manos y los ojos cerrados. Cuando entré los abrió, al oírme, y yo sospeché que mi intervención era inoportuna, porque todavía estaban muy cercanos los sucesos del mediodía, en que su furia culminó en varios manotazos bruscos que derramaron los vasos sobre la mesa y empujaron la jarra del agua al suelo, salpicando las piernas de todos.

Abrió (os ojos y los vi brillar a la luz de la lámpara de la mesa. Aquel brillo me hizo aún más sumiso. Entonces, él empezó a revolver las fichas y los papeles.

– Qué quieres -dijo.

Yo repuse que quería hablarle de Dorita, pedirle que reconsiderase aquella postura suya. Aquel papel de intercesor, tan espontáneamente interpretado, encendía en mí una emoción que yo creía del todo convincente. Pero Dorita estaba expulsada del Edén y papá no volvería atrás en su sentencia, al menos en un plazo inmediato. Se levantó, gritaba, me fue empujando hasta echarme de la consulta.

Entramos en la sala de espera. Las palabras que mediaron hasta sus golpes no las recuerdo. De pronto, me ardía la cara, sentí en todo mi ser una acongojada frustración que casi me hacía gritar. El perdió el equilibrio, sin duda por culpa de su pierna coja, y cayó al suelo: allí estaba, derrumbado, atónito, acusándome de haberle agredido, lo que no era cierto, hasta que su furor derivó también en pena y se puso a sollozar, llamándome mal hijo.

Es el tiempo correcto, tan lejos de aquellas cenas de la infancia: la pobre mamá estará en la cama, con sus achaques; Marcelo estará en Oviedo; Dorita seguirá en Londres, casada con aquel pintoresco vendedor que narraba la Leyenda Negra con indescifrable ingenuidad, aquella vez que fui a verles, precisamente en Navidades, y comprendí hasta qué punto resulta imprevisible el futuro de quienes más cercanos son para uno. Ahí está Alfonso, también médico ya, apoyando a papá con gestos de cabeza, y la abuelita, tan sorda, y papá con su bigotillo ya del todo blanco, pero todavía apasionado, furibundo, cortando con su índice ese aire que los demás respiran.

No es de Dora de quien hablan, sino de mí. Ahora me miran los tres y lo comprendo. Me contemplan ellos a mí desde el otro lado del cristal y ahora la penumbra del patio, en lugar de cobijarme, me desampara. Y la noche no es un manto difuso que me arropa, sino una negrura hostil que me deja aún más desnudo.

La sensación de sus miradas palpándome hace que imagine que sus rostros cambian de tamaño, que se hacen grandes, que se deforman hasta adquirir rasgos de máscaras: severa la de papá, impasible la de Alfonso, extrañamente burlona la de la abuela.

Ya no floto suavemente sobre la penumbra, sino que la gravedad, una gravedad insidiosa, especialmente recrudecida en este caso, me quiere arrastrar hacia el suelo del patio, un lugar que ya no es remanso de placidez alguna sino que está lleno de cachivaches, cascos de botella, trastos inútiles. Y mientras los ojos desorbitados de los tres me contemplan, intento volar otra vez, suelto las manos del alféizar y extiendo los brazos, los muevo como si fuesen alas, pero apenas consigo separarme unos centímetros: sólo un esfuerzo descomunal conseguirá que pueda elevarme, que cruce otra vez por encima del tejado (pero respirando con verdadero ahogo, a punto continuamente de perder el aliento) y que intente el camino de vuelta, sobrevolando primero los tejados, rozando casi las tejas, cayendo luego por entre las calles como despeñándome entre precipicios, perdiendo altura, hasta que el asfalto apenas se separa de mi rostro medio metro.

Yo intento subir, pero es imposible: retumban como cañonazos los pasos de los transeúntes nocherniegos. De pronto, llaman a la puerta y suena la voz, a estas horas desdentada, de doña Ambrosia.

– Su hermano le llama, su hermano -dice.

Me levanto. Son las nueve menos diez de la mañana y hay en la pensión un olor a noche y a sueño, un olor que se acumula tras las cortinas que dan al recibidor, justo al lado de la mesita del teléfono.

Aún estoy absorto en las sensaciones del vuelo. Soy feliz, simplemente por saber que ese vuelo no es cierto, que estoy de pie sobre el suelo firme, que noto en los pies la frescura lisa de la madera encerada.

– Ya sé que hoy no trabajas -dice Alfonso-. Pero ya no te iba a poder llamar hasta mediodía.

Yo musito alguna frase de comprensión. Todavía el Alfonso de mi sueño está presente en mi recuerdo y coincide con este mismo Alfonso, poco amigo de estridencias, monocorde, barnizando siempre sus gestos de un sutil desapego.

– Mira -añade-, hablé del asunto con papá, anoche.

Entonces sí que no digo nada. Espero atento sus palabras, las acepto con paradójica fatalidad. El continúa:

– Mira, papá dice que no, claro. Que la casa es de la familia, que eso es una farsa.

A pesar de todo, yo no abro la boca. Tampoco él debe esperar que lo haga, porque prosigue.

– Es muy desagradable, pero iremos a pleito. El está muy enfadado. Fíjate que esta madrugada, serían las seis y media, llamó por teléfono al tío Lucas.

Entre los olores viejos del dormir común se interfiere un olor joven a café y yo lo aspiro como si fuese un oxígeno singular que viniese a salvarme de la asfixia.

– Alfonso -le digo-, me vais a tener que echar de allí. Díselo de mi parte.

El guarda también silencio, un silencio que no trasparenta decepción alguna, aunque luego crispa un poco la voz.

– Ya -dice-; pero por qué tanto lío, qué te pasa, qué quieres.

Yo no contesto.

– Adiós -dice por fin, y cuelga.

Efectivamente, ya no vuelo. Siento frío en los pies. Cuando vuelvo a mi habitación, me tropiezo con doña Ambrosia.

– Mucho madrugaron a llamarle.

– Me voy a ir de la pensión -le digo.

Ella se acerca con rapidez insospechada, acerca a mi rostro el suyo. Huelo su aliento, en el que el café con leche ha dejado un aroma agrio.

– ¿Ha pasado algo? ¿Alguna desgracia?

– Se ha muerto mi abuelo -digo, por decir algo. Ella se queda inmóvil, estatuaria.

– Jesús. ¿El otro?

Comprendo, aunque tarde, la causa de su confusión. -Sí, doña Ambrosia, ya me he quedado sin abuelos. Ella me estrecha la mano solemnemente. Me acompaña en el sentimiento.

– ¿Y cuándo va a dejar la habitación?

– Esta misma semana. Siento no haberla avisado antes, pero ya ve usted.

No contesta y se pierde camino del corazón de su imperio, ese cuartín junto a la cocina en que mantiene vivo el escenario de la pensión antes de estas modernidades que la han convertido en Residencia.