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Ya no recuerdo cuánto tardó en fallarse el pleito. ¿Meses, años, lustros? Cualquier medida de tiempo me parece ahora imprecisa. Lustros acaso, una vida completa. Quizá soy efectivamente un viejo. Quizá es cierto que ésta es la última noche del siglo.
Pero tal vez sea sólo culpa de aquellas brujas de San Silvestre de que hablaba Olvido, todas sueltas por el mundo en la Nochevieja, revoloteantes ahora a mí alrededor como antes, cuando escuchaba desde el puente las melodías navideñas, lejanas pero tan claras, y escrutaba a través de los prismáticos las figuras fantasmales meciéndose a su compás.
Pero se falló un día: el cartero llegó en su moto, como si por utilizar aquel sistema de transporte (reservado normalmente para llegar a los términos municipales alejados de la sede concejil) concediese una solemnidad especial a la notificación que nos traía. Firmamos y rubricamos, acusando recibo, pero él remoloneaba, retardaba su partida, esperando sin duda barruntar el motivo de tanta formalidad.
No soy capaz de recordar cuánto tardó en fallarse el pleito, pero creo que no pasaron más de dos años: ahora me parece recuperar un marco cronológico, datos de ropas, de libros, de labores en la huerta, de algún rincón especialmente hermoso encontrado inesperadamente en algún paseo por el monte, precisamente en tal fecha; datos personalísimos que parecen situar el suceso; aunque inmediatamente, como los breves rizos, al punto dispersos, que forma el río al franquear súbitos escobios, la certeza de la memoria desaparece y se diluye en otra apariencia en que todo se mezcla, se desparrama y se intemporaliza.
Acabó fallándose. Leí en silencio el documento y luego se lo comuniqué a ellos. Habíamos entrado en la cocina, huyendo de la curiosidad del cartero. Se me quedaron mirando ensimismados: sólo Olvido murmuró algo, una interjección imprecatoria que más parecía maldición al destino que a nuestros oponentes ante la ley. Lupi no dijo nada: acabó de encender su pito (los encendía, como si fuesen puros, haciéndolos girar entre los dedos mientras acercaba la llama del encendedor, los ojos fijos en la maniobra, como si fuese necesaria una atención especial, una particular precisión para ello), y luego suspiró con desánimo.
Aquella noche no hubo sobremesa ante el fuego, después de cenar, sentados en el escaño de la cocina. Olvido desapareció nada más terminar sus trajines. De pie, Lupi y yo charlamos brevemente. El había recuperado el talante combativo:
– No lo iremos a dejar así.
– Y qué vamos a hacer -repuse.
– Pues ver a un abogado. Mañana por la mañana nos vamos a León y vemos a un abogado.
Lupi no tenía fe en los abogados, ni en los médicos, ni en los curas, pero creía necesario acudir a ellos para protocolizar los momentos decisivos, como quien oficia algún conjuro inevitable, alguna ceremonia que, siendo del todo aleatoria en cuanto a sus efectos, es sin embargo imprescindible dentro del proceso.
Nos fuimos a dormir. Olvido no vino a mi cuarto, y estuve inquieto largo rato, hasta que me levanté y salí a buscarla. Se escurría la luz bajo la puerta de su alcoba y se la oía musitar. Volví a mi habitación sin decirle nada.
Al día siguiente, Lupi y yo nos marchamos a la capital. Busqué primero en la guía telefónica el nombre de algún abogado que me fuese totalmente desconocido, pero me encontré de pronto con el de Porthos y, recuperado instantáneamente de un espacio antes inescrutable, rememoré casi visualmente su cuerpo flaco, sus andares desgalichados, aquellas orejas rojas, traslúcidas, que contrastaban tan claramente con la blancura del cogote y lo negro del pelo tieso, muy corto siempre. Nuestra amistad se había ido diluyendo a partir de la carrera, cuando yo me fui a Madrid y él a Oviedo. Le vi alguna vez los primeros años y nuestras entrevistas me dejaban un sabor ácido: mientras yo seguía un camino confuso, continuamente dubitativo, lleno de encrucijadas sucesivas, él parecía haber encontrado en el Derecho el sentido que colmaba sus principales inquietudes sobre el mundo. Su padre era también abogado y creo que Porthos, cuando llegó a la mocedad, nunca se planteó una alternativa profesional diferente. Se comprendía, conociendo a su padre, un hombre al parecer muy serio que, si nos encontraba en la calle, nos preguntaba con minuciosidad por el desarrollo de nuestros respectivos cursos, incitándonos al trabajo persistente.
– Hay que hincar los codos -decía.
Simulaba en el aire el gesto, lo que convertía su cuerpo alto y flaco en la figura de un bailarín grotesco. Y remataba sus consejos con una despedida ceremoniosa, concediéndonos una consideración inusual para nuestra edad.
Una voz masculina me preguntó mi identidad y el objeto de mi llamada. Le dije mi nombre y añadí, con súbito impulso, que era Aramis, para una consulta.
– Aramis, el mosquetero. Dígaselo así mismo.
Cuando se puso al teléfono, ya me recordaba. Tenía la voz grave, hablaba bajo; me pareció apreciar, entre sus palabras, un secreto regocijo.
– Pero qué es de tu vida.
Charlamos un rato. Fuera de la cabina, Lupi paseaba por la sala, mirando con curiosidad a las telefonistas, interpolando con sus ropas oscuras aquel sol que reflejaba en los asientos de madera, en las escupideras, en los tiestos, una claridad ennoblecedora del resabio oficial de los altos mostradores.
Le expliqué que quería hacerle una consulta de tipo profesional. Titubeó.
– ¿Te corre mucha prisa?
Yo repuse que marchaba al atardecer, en el coche de línea. Entonces me citó para tomar café.
– Estoy con un primo mío -le dije.
– ¿Tienes los papeles?
– Sí, todos, el testamento y lo demás.
Luego me fui con Lupi a recorrer la ciudad. Cuando nos acercábamos a la catedral, junto al hospital, bajaron dos hombres de un automóvil: eran Alfonso y papá. Yo me quedé mirándoles desconcertado de pronto, el ánimo sumiso, dispuesto a saludarles, sintiendo en mi pecho un latigazo de culpabilidad. Pero, a pesar de que lo angosto del espacio les obligó a acercarse mucho a nosotros, pasaron junto a mí sin reconocerme.
Papá cojeaba quizá más que antes y tenía ya el pelo totalmente blanco, muy escaso, incapaz de ocultar su pálida calva. Alfonso tenía también muchas canas y llevaba unos lentes ligeramente ahumados. Iban los dos muy serios, absortos acaso en alguna tarea profesional. La boina, la zamarra, las chirucas, proclamaban de tal modo nuestro aire pueblerino, que yo hubiera resultado en cualquier caso invisible para ellos. Y continué andando, con la avergonzada pesadumbre de mi reacción instintiva.
Lupi observaba las calles, los edificios, con la curiosidad de un conocimiento superficial, mientras yo iba recobrando, con afecto y nostalgia, la contemplación de las viejas calles. De algún modo, en una época ya muy lejana de mi vida, aquellas tabernas habían acogido mi juvenil desconcierto, aquellos rincones habían protegido mi nocturno deambular.
– Yo he venido con Abilio Curto a las ferias, algunas veces -decía Lupi-. Comíamos congrio en La Gitana.
La Gitana ya no existía. Bajamos hasta Casa Benito, atravesando lentamente el plano inclinado de la Plaza Mayor llena de tenderetes bajo cuyas lonas (un simple rectángulo estirado) se mostraban las frutas, los pollos, los huevos, las hortalizas.
Aquel mercado tenía un sabor ancestral. Sin duda, desde los tiempos mismos de la fundación de la Legión romana, ya vencidos los indígenas rebeldes y conquistado su territorio, las gentes del alfoz traían, como ahora, las legumbres, las castañas, los conejos, las cecinas, los quesos, para venderlos.
Un sol cenital lo hacía resaltar todo con contrastes de colorín de película antigua, de película cuya acción transcurriese en algún país exótico, oriental, y las trepidantes persecuciones llevasen al héroe a través de un mercado igual de luminoso pero súbitamente desordenado a su paso: y rodarían por el suelo las frutas, aletearían las aves, se desmoronarían los frágiles mostradores y con ellos los toldillos que daban sombra a la mercancía; alguna película de los años infantiles, de cuando yo recorría este mercado de la mano de la pobre Ovidia, aquella criada mayor que acabó volviéndose loca y que me decía, tan en secreto, que un día vendrían a por ella, para llevarla a la cárcel, porque mamá la había denunciado ala Guardia Civil, pero que era mentira que ella se guardase el café.
Aquel aspecto de la ciudad, las viejas calles, las tabernas, las pequeñas tiendas, el mercado, me la devolvía a mi infancia, a mi mocedad, a mis recuerdos originales, pero también a sus antiguas raíces rurales. Todo eso la hacía entrañable para mí, y singular y única. Amaba la ciudad bajo aquella apariencia, del mismo modo que aborrecía en ella los aspectos falsamente modernos. Con el tiempo, había comprendido hasta qué punto las gentes entre las que yo había nacido se sentían imprecisamente avergonzadas de aquellos resabios rurales, oscuros, humildes, obligándose a simular en su actuación, muchas veces, un ridículo cosmopolitismo.
Este era sin duda el Porthos que yo conocí, aunque ahora tenía la barba muy cerrada y grandes entradas sobre la frente. Me estrechó la mano con fuerza, haciendo con el otro brazo un amago de apretón.
– Jodío Chino, qué es de tu vida.
Nuestro aspecto le había sorprendido y no podía disimularlo: su mirada recorría nuestras zamarras con discreto pero seguro repaso.
Mientras Lupi guardaba un silencio atento, hablamos de los tiempos colegiales: del Nerón, que se había salido, se casó y ahora tenía siete hijos y estaba de alcalde en un pueblo de Zamora; de Munio, el Pibe, que se fue a Barcelona y llevaba la delegación de una óptica alemana muy importante; de Paco-Puto, que estaba de profesor en Valencia, después de colgar en el Brasil la sotana de jesuita… De los de nuestro curso, la mayoría se fue de León. Sólo habían quedado aquí los que siguieron en el negocio familiar,
– ¿Y Athos?
Una sombra cruzó su rostro. Me contó que tuvo la mala suerte de perder a su padre, pero de eso ya hace mucho, que se casó con aquella Anita Puente, la que le gustaba desde siempre. Todo se produjo casi al mismo tiempo y no llegó a terminar la carrera.
– Yo tampoco terminé la carrera, no te vayas a creer.
Seguía hablando de Athos, como con pesar.
– Ya no nos hablamos. Dice que soy el abogado de los empresarios. Pero yo no hago política. Yo trabajo para quien me paga.
Salió de su leve abatimiento dándome una fuerte palmada en la espalda:
– ¡Jodío Chino! Estás como siempre.
Y siguió contándome historias de otros compañeros que yo no recordaba. Al cabo, me confesó que estaba de presidente de la Asociación de Ex-Alumnos. Pero el tiempo iba pasando. En un momento determinado, entre aquella malla de recuerdos colegiales que cada vez amenazaba ser más tupida, saqué los papeles y los extendí sobre la mesa. Entonces, él adoptó un ademán circunspecto y ligeramente envarado.
– ¿Tú sabes algo del asunto? -le pregunté.
(Más tarde, mientras retornábamos a casa y Lupi seguía dándole vueltas, con fatalismo no exento de admiración, a las implicaciones legales, yo recordaría la camaradería de los años colegiales, cuando la solidaridad de la pandilla, aunque tan precaria por los celos y las continuas rivalidades, saltaba como un resorte de defensa entre aquella pedagogía de abstrusos teoremas y bendita sea tu pureza, dejando para el futuro, para la insospechada memoria, el regusto de un sabor verdadero.)
– Cómo no lo voy a saber. Aquí todo se sabe.
Yo seguí esperando sus palabras, encontrando de pronto en su rostro la máscara profesional que borró de golpe las líneas juveniles. Me habló con voz reposada, confianzuda, muy inclinado sobre mí, volviendo algunas veces los ojos hacia Lupi, pero sólo un instante. Me dijo que, según su opinión, no teníamos nada que hacer. Nada de nada. Luego, aludió confusamente a la posible resonancia del caso, y a lo que él llamaba significado público de Alfonso. Desde este punto de vista, Alfonso era un hombre con mucho futuro y, al parecer, cosas como lo del testamento podían serle perjudiciales.
Se me ocurrió que Porthos se había pasado a Richelieu, y estuve a punto de soltar la carcajada. Pero insistí en que imaginase alguna posibilidad, no obstante.
– Nada de nada, de verdad -afirmó, rotundo-; son ganas de gastar el tiempo y el dinero.
Entonces nos explicó, con precisión y paciencia, los conceptos jurídicos del caso. Lupi le escuchaba sin pestañear. El café se había llenado ya de gente y de humo. Por fin, nos despedimos.
– Cómo te voy a cobrar nada -dijo-. Qué cosas tienes.
Tampoco se dejó invitar. Luego, en la puerta, tras un titubeo, me propuso que fuese algún día por la Asociación, que total estábamos a un paso, que alguna vez que celebrasen algo me avisaría.
(Mientras retornábamos a casa, con la misma precisión gráfica que ahora mismo, pasaba por mi memoria el colegio, desde el local antiguo al nuevo, los grandes patios, aquel de cemento donde se jugaba al baloncesto, al balón-volea, donde patinaba Jaguayana, y el de tierra, aquella gran extensión flanqueada por dos porterías, con el frontón en uno de los rincones, en una sucesión de imágenes que, siendo rapidísima, respetaba no obstante lo estático de cada fotograma, como si fuesen pe!:s, aquellas que eran trofeo del tacón, pelis que revolotearan súbitamente por los hondones de mi alma. Por allí íbamos los Mosqueteros, enredados en la trama de alguna benéfica conspiración, buscando mazmorras para arrancar de ellas reclusos inmemoriales, rincones donde aniquilar a contrincantes feroces y estúpidos, o a punto de recuperar el Collar que, bellísimo en el cuello real, era mortífero en manos enemigas.)
Sin duda no había transcurrido tanto tiempo. Dos años a lo más desde mi vuelta al pueblo. Porthos no era un chaval, pero tampoco un viejo. Andaríamos todos rondando ya los cuarenta.
Los faros del autobús alumbraban intermitentemente los chopos deshojados, suscitaban súbitas luminosidades cuando tropezaban con muros y casas. Yo miré a Lupi.
– Anda, déjalo ya. No le des más vueltas.
Sacó del bolsillo una cajetilla arrugada, un mechero, y fumamos ambos sin decirnos nada, mecidos por el bamboleo del vehículo.
Cuando nos acercamos al pueblo, había en la vega una bruma espesa y opaca. Un olor sutil a humo fue penetrando en el autobús. El pueblo estaba envuelto en un espeso celaje. Debía haber habido un gran fuego, y la serenidad de la noche fría y quieta aplastaba el humo contra las casas.
Ahora me sorprende la impasibilidad con que, tanto Lupi como yo, asumimos el hecho. Porque el fuego, un fuego al parecer enorme, que mantenía aún calientes las bardas de los corrales cercanos y chamuscadas las sebes, había sido en la casa del abuelo.
Cuando llegamos hasta allí, había alrededor mucha gente. Quietos, impávidos, contemplaban las ruinas humeantes, donde brillaban las brasas.
El comandante del Puesto tenía la cara enrojecida y sudorosa.
– No hubo nada que hacer.
Fue Lupi el primero en acordarse de Olvido. Yo había quedado sumido en un estupor que era incluso reconfortante, mientras miraba la oscuridad vacía, iluminada por el rescoldo, en aquel lugar donde se alzó la gran mole de la casa. A veces se oían chisporroteos y saltaban al aire las centellas.
– Se salvaron las bestias -dijo el cabo-. Y algunos muebles.
– Y la moto -le dijeron a Lupi.
El fue el primero en acordarse.
– ¿Y Olvido? -preguntó.
Yo estaba callado, contemplando el espacio tenebroso, lleno de brasas, reverberante de calor. La casa parecía tan grande, y ahora, tras el incendió, resultaba un exiguo montón de residuos.
El cabo sacó las manos de los bolsillos, se llevó una a la frente, en un ademán de pensar, de recordar, definitivamente tosco.
– Yo no la vi, no sé nada de ella, pero dicen que la vieron.
La gente nos rodeaba en silencio, con las miradas encendidas como otras brasas, en la emoción del accidente. Latía en todos un palpable sentimiento de respeto por la catástrofe.
– Mi hijo Miguel dice que la vio, como a media tarde, con una maleta -dijo uno.
– ¿Con una maleta? -pregunté yo entonces.
El hombre hablaba con la voz muy baja, como temiendo despertar a alguien.
– Sería la hora del Martiniano para Santander.
El chaval se acercó a nosotros a través del muro de los adultos, que se iba abriendo. A la luz escasísima de la bombilla de la calle, sólo los ojos brillaban en la masa blanquecina y desvaída del rostro.
– Yo la vi, con una maleta. Iba para el puente nuevo. Iba como llorando.
– ¿Con una maleta? -repitió Lupi.
El chaval afirmó con la cabeza. Un sonido de hundimiento, que tronó en las ruinas humeantes, pareció rematar su gesto.