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ÚLTIMO

Diciembre 2001

Durante esos días enloquecidos compré algunos mapas de Buenos Aires y fui trazando en ellos líneas de colores que unían los lugares donde Martel había cantado, con la esperanza de encontrar algún dibujo que descifrara sus intenciones, algo parecido al rombo con el que Borges resuelve el problema de "La muerte y la brújula". Las figuras geométricas imperfectas varían, como se sabe, según el orden en que se enlazan los puntos. Si partía de la pensión donde había vivido, en la calle Garay, podía descubrir el contorno de una mandrágora, o una y griega algo torcida que se parecía a la Caput Draconis de la geomancia, o hasta un mandala semejante al círculo mágico de Eliphas Levi. Veía lo que quería ver.

Llevaba mis mapas a todas partes y componía nuevos dibujos cuando me aburría de leer en los cafés. Trazaba líneas entre los lugares donde, según Virgili, el librero, Martel había cantado antes de que yo llegara a Buenos Aires: los hoteles para amantes de la calle Azcuénaga, frente al cementerio de la Recoleta, y el túnel subterráneo que hay debajo del obelisco, en la Plaza de la República. En la colección de diarios de la Biblioteca Nacional -aquella donde Grete Amundsen se había perdido meses atrás- busqué indicios de por qué Martel había elegido esos sitios. Los únicos relatos que encontré fueron el de una pareja asesinada en pleno polvo dentro de un hotel por horas, a fines de los años sesenta, y el de un fusilamiento en el obelisco durante los primeros meses de la dictadura. No parecía haber relación alguna entre los dos hechos. El asesino del hotel era un marido celoso al que la policía había llamado por teléfono, en los tiempos en que se delataba a los adúlteros. Ni siquiera fue procesado: tres médicos certificaron que había sufrido un ataque de enajenación y el juez lo absolvió a los pocos meses. Y la muerte en el obelisco era otra de las tantas que sucedieron entre 1976 y 1980. Pese a que se trataba de una feroz exhibición de impunidad, ningún diario argentino daba cuenta del hecho. Encontré el dato por azar en The Economist, donde el corresponsal en Buenos Aires escribía que un domigo de junio de 1976 -el 18, creo-, un grupo de hombres con cascos de acero llegó poco antes del amanecer a la Plaza de la República en un automóvil sin placas de identificación. Una persona también joven, desconocida, fue arrastrada a través de la plaza: la apoyaron contra el granito blanco del enorme obelisco y la fusilaron con una ráfaga de metralla. Los asesinos se alejaron en el mismo auto, abandonando el cadáver, y nada se supo de ellos.

Fui cayendo en la cuenta de que, mientras no supiera en qué otros lugares de Buenos Aires había cantado Martel, no lograría completar el dibujo -si es que había algún dibujo-, y tampoco me atrevía a incomodar a Alcira por algo que tal vez fuera una idea loca. Cuando le preguntaba si sabía dónde más había actuado Martel para sí mismo, aparte de los sitios que ya conocíamos, ella, afectada por lo que sucedía en la sala de terapia intensiva, sólo balbuceaba algunos nombres: Mataderos, los túneles, el palacio de Aguas, y se marchaba. Estoy haciendo memoria, me respondió una vez. Voy a escribir una lista de los lugares y te la voy a dar. No lo hizo sino mucho después, cuando yo estaba marchándome de Buenos Aires.

Muchas de mis tardes estaban vacías, emponzoñadas por el desgano. A medida que se acercaba la Navidad me repetía que era ya tiempo de regresar a casa. Había recibido algunas tarjetas de amigos que lamentaban mi ausencia en la fiesta de Acción de Gracias, a fines de noviembre. Entretenido en imaginar cómo sacar a Bonorino del sótano del aleph, la celebración me había pasado inadvertida. Tenía la cabeza en cualquier parte y empezaba a preocuparme. A este paso, pensé, se me acabarán las becas sin haber llegado a escribir siquiera un tercio de la disertación.

Leí que en la salita del teatro San Martín, donde había visto algunas obras maestras del cine argentino, iban a dar Tango!, que se anunciaba corno "nuestra primera película sonora". La obra estaba fechada en 1933, cuando habían pasado ya seis años desde que Al Jolson cantara en The Jazz Singer. Imaginé que la información estaba equivocada. Y lo estaba. En los dos años anteriores se había filmado en Buenos Aires uno que otro melodrama hablado, como Muñequitas porteñas, con discos que intentaban sincronizar en vano los diálogos con las imágenes. Lo que importa, sin embargo, es que cuando vi Tango! estaba convencido de que ése había sido el adiós argentino a la época muda.

El argumento era inocuo, y lo único interesante era la sucesión de dúos, tríos, quintetos y orquestas típicas, que interrumpían a ratos las ejecuciones para que los actores declamaran sus parlamentos. TheJazz Singer había aportado al cine una frase inmortal, You ain't heard nothing yet, Ustedes no han oído nada todavía. En la primera escena de Tango!, una cantante robusta, disfrazada de malevo, rompía el fuego con un verso que desataba al instante una tormenta de significados: Buenos Aires, cuando lejos me vi. El primer sonido del cine argentino había sido, entonces, aquel par de palabras, Buenos Aires.

Mientras veía distraído la película, cuyos diálogos se me escapaban, no sé si por la dicción turbia de los actores o porque la banda de sonido debía ser muy primitiva, tuve miedo de que la ciudad se retirara de mí un día y ya nada fuera entonces como había sido. Me quedé sin respirar, con la esperanza de que el presente no se moviera de su quicio. Terminé sintiéndome en ningún lugar, sin tiempo al cual aferrarme. Lo que yo era se había perdido en alguna parte y no sabía cómo recuperarlo. La película misma me confundía, porque tenía una estructura circular en la que todo volvía a su punto de partida, incluyendo a la gorda disfrazada de malevo, que reaparecía en el minuto final, cantando una milonga que aludía -eso creí- a Buenos Aires:

No sé por qué me la nombran si no la puedo olvidar.

Cuando salí, mientras esperaba el colectivo 102, que me dejaba cerca del hospital Fernández, noté que algo estaba cambiando en la atmósfera de la ciudad. Al principio pensé que la luz de la tarde, siempre tan intensa, tan amarilla, había virado a un rosa pálido. Parecía que el crepúsculo se hubiera adelantado. Siempre oscurecía a las nueve de la noche en esa época del año. Y apenas eran las seis y media. Tuve la impresión de que Buenos Aires estaba cambiando de humor, y a la vez me parecía absurdo decir eso de una ciudad. Pocos días antes había pasado por la plaza Vicente López y no la recordaba como la veía en ese momento: con algunos árboles pelados, chatos, y otros llenos de flores que revoloteaban y caían en cámara lenta. Las cuadrillas municipales debían de haber serruchado algunas ramas hasta su nacimiento, me dije. No entendía esa costumbre cruel e inútil, que había observado en otras calles arboladas y hasta en el propio bosque de Palermo, donde vi un palo borracho asesinado por la violencia de la poda.

A un costado del cementerio de la Recoleta, seis estatuas vivientes estaban cruzando la calle con maletines en la mano. Me parecía extraño que caminaran rápido, despreocupadas del asombro que despertaban. La ilusión de inmovilidad, que era toda la gracia de su ínfimo arte, se desvanecía a cada paso. Estaban ridículas con sus vestuarios dorados y graníticos, y las gruesas capas de pintura en el pelo y en la cara: un descuido inconcebible en ellas, que siempre se escondían para quitarse el maquillaje. A lo mejor las habían expulsado de los alrededores de la iglesia del Pilar, donde acostumbraban exhibirse, aunque eso nunca había sucedido.

Al bajar del colectivo frente al parque Las Heras, vi manadas de perros que se habían sublevado contra los muchachos que los paseaban. En ese lugar habían sucedido historias atroces, y las resacas del horror seguían allí. Para descansar del trajín de los perros, los cuidadores solían reunirse a conversar en una parte sombreada del parque, donde en otros tiempos estuvo el patio de la Penitenciaría Nacional. Cada uno de ellos sujetaba siete u ocho animales, y dejaba suelto a uno de los perros, el más experto, que guiaba la manada. Ninguno debía de saber, supongo, que en ese rincón fue fusilado en 1931 el anarquista Severino Di Giovanni, y veinticinco años más tarde el general Juan José Valle, que se alzó en armas para que el peronismo recuperara el poder. Y si lo sabían, ¿por qué iba a importarles? A veces el viento castigaba allí con más fuerza que en otros lugares del parque, y los perros, angustiados por un olor que no entendían -el olor de una congoja humana que venía del pasado-, se desprendían de las correas y huían.

Más de una vez, en mis viajes diarios al hospital Fernández, había visto cómo los chicos los perseguían y volvían a reunirlos, pero aquella tarde, en vez de correr, los perros giraban y giraban alrededor de sus guardianes, enredándolos hasta hacerlos caer. Los animales que servían de guías se alzaban en dos patas y aullaban, mientras el resto de la manada, babeando, se alejaba unos pocos metros de los paseadores caídos y volvía después a acercarse, como si quisieran arrastrarlos fuera de aquel lugar.

Llegué al hospital sintiendo que la ciudad no era la misma, que yo no era el mismo. Temí que Martel hubiera muerto mientras yo perdía el tiempo en el cine y subí casi corriendo a la sala de espera. Alcira conversaba tranquilamente con un médico y, cuando me vio entrar, me llamó.

– Está recuperándose, Bruno. Hace un rato entré en la habitación, me pidió que lo abrazara, y él me abrazó con la fuerza de alguien que está decidido a vivir. Me abrazó sin preocuparse por esos tubos que tiene clavados en el cuerpo. A lo mejor se levanta, como otras veces, y vuelve a cantar.

El médico -un hombre bajo, con la cabeza afeitada- le dio unas palmaditas.

– Hay que esperar varias semanas, -dijo. Todavía tiene que desintoxicarse de todas las medicaciones que le hemos dado. El hígado no está ayudando mucho.

– Pero esta mañana estaba sin fuerzas y ahora mírelo, doctor, -replicó Alcira. Esta mañana se le caían los bracitos, a duras penas sostenía la cabeza, como un recién nacido. Ahora me abrazó. Sólo yo sé la vida que hay que tener para dar ese abrazo.

Pregunté si podía entrar en el cuarto de Martel y quedarme a su lado. Llevaba días esperando que me dejaran hablar con él.

– No es prudente ahora, -dijo el médico. Está reanimado pero sigue muy débil. Tal vez mañana. Cuando lo vea, no le haga preguntas. No diga nada que pueda emocionarlo.

Alguna gente caminaba por los pasillos con auriculares. Debían de estar oyendo las radios porque, cuando se cruzaban, comentaban excitados noticias que sucedían en otras partes: ¡Ya van tres en Rosario!, le oí decir a una mujer que se apoyaba sobre un bastón en forma de trípode. ¿Y lo de Cipoletti? ¿Viste lo de Cipoletti?, respondió otra. ¡Más muertos, Dios mío!, apuntó una enfermera que bajaba del tercer piso. Esta noche me van a dejar clavada en la guardia de emergencia.

Alcira tenía miedo de que se cortara la luz. A la hora del almuerzo, en el televisor de un bar, había visto a personas desesperadas que saqueaban supermercados y se llevaban los alimentos. Miles de fogatas estaban encendidas en Quilmes, en Lanús, en Ciudadela, a las puertas de Buenos Aires. Nadie mencionaba disturbios en la ciudad. Me preguntó si había visto alguno.

– Todo parece tranquilo, -respondí. No quería mencionarle los signos de malestar que me habían asombrado: el color del cielo, las estatuas vivientes.

Estaba demasiado ansiosa para conversar. La sentí extraña, como si hubiera puesto el cuerpo en otra parte. Unas ojeras hondas ensombrecían su cara, que nada expresaba, ni pensamientos ni sentimientos. Parecía que todo lo que había en ella se hubiera marchado con el cuerpo que no estaba.

Mientras regresaba al hotel en el colectivo, vi que la gente corría agitada por las calles. La mayoría estaba casi desnuda. Los hombres llevaban el pecho descubierto, pantalones cortos y ojotas; las mujeres tenían las blusas desprendidas o vestidos sueltos, ligeros. En la esquina de Callao y Guido subió un anciano con el pelo duro por los fijadores, que habría desentonado con los otros pasajeros si no fuera porque su traje estaba tan gastado y lustroso que se le deshojaban los codos. Cuando llegamos a la calle Uruguay, una manifestación bloqueaba el tránsito. El conductor trató de abrirse sitio a bocinazos, pero cuanto más llamaba la atención, más compacto se volvía el cerco. El anciano, que hasta ese momento había mantenido la compostura, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: ¡Echen de una vez a esos hijos de puta! ¡Échenlos a todos! Luego se volvió hacia mí, que estaba a su izquierda, y me dijo con animación, tal vez con orgullo: Esta mañana me di el gusto de tirarle una pedrada al auto del presidente. Le rompí el parabrisas. Me habría gustado partirle la cabeza.

Lo que estaba sucediendo no sólo era inesperado para mí sino también incomprensible. Hacía ya semanas que se hablaba contra los políticos en un tono cada vez más violento, y hasta algunos habían sido atacados a golpes, pero nada cambiaba en apariencia. Los asaltos a los supermercados me parecían inverosímiles, porque la policía patrullaba a todas horas, así que los descarté como otro invento de las televisoras, que no sabían ya cómo llamar la atención. Sólo había oído voces descontentas desde mi llegada a Buenos Aires. Cuando no era por el clima era por la miseria -que ya se veía en todas partes, hasta en las calles donde en otros tiempos sólo había prosperidad, como Florida y Santa Fe-, pero las quejas nunca pasaban de ahí. Ahora en cambio, las palabras que salían al aire tenían filo y destruían lo que nombraban. ¡Echen a esos hijos de puta!, decía la gente y, aunque los hijos de puta no se movieran, la realidad estaba tan tensa, tan a punto de romperse, que el cimbronazo del insulto empujaba a los políticos hacia su perdición. O al menos eso me parecía.

Hasta el presidente de la República estaba siendo apedreado. ¿Sería verdad? A lo mejor el anciano del colectivo estaba jactándose, para darse importancia. Si había apredeado el auto y todos lo habían visto, ¿cómo podía estar sentado tan campante, sin que nada le hubiera pasado? A veces, el laberinto de la ciudad no estaba para mí en las calles ni en las confusiones del tiempo, sino en el comportamiento inesperado de las personas que vivían allí.

Esperé media hora y, como el tránsito seguía estancado, decidí caminar. Avancé por Uruguay hasta Córdoba y luego me desvié a Callao, en busca del hotel. No quería volver a la sofocación de mi cuarto, pero no veía adónde más ir. Las tiendas cerraban sus persianas, los cafés estaban desiertos, desprendiéndose de los últimos clientes. Atravesar la ciudad para refugiarme en el Británico era una locura. Las mareas humanas no cesaban. Todo estaba cerrado pero las calles ardían y yo me sentía solo como un perro, si acaso los perros sienten la soledad. Era ya tarde, las nueve o tal vez más, y los que andaban de un lado a otro daban la impresión de que acababan de levantarse. Llevaban cucharas de madera, cacerolas, sartenes viejos.

Empecé a tener hambre y me arrepentí de no haber comprado comida en el hospital. En mi hotel habían cerrado las persianas y tuve que tocar el timbre muchas veces para que me dejaran pasar. El portero también llevaba sólo calzoncillos. El abdomen enorme, con matorrales de pelos, le brillaba de sudor.

– Vea esto, míster Cogan, -me dijo. Mire el desastre que ha pasado en Constitución.

Tenía encendido un televisor minúsculo detrás del mostrador de la entrada. Estaban exhibiendo, en directo, el saqueo de un mercado. La gente corría con bolsas de arroz, latas de aceite y ristras de chorizos, entre banderas de humo. Una vieja sin edad, con un mapa de arrugas en la cara, caía con las piernas hacia adelante, frente a un ventilador. Con una mano empezaba a limpiarse la herida abierta en la cabeza mientras se sujetaba la falda con la otra, para que no la levantara el viento. Una mano desenchufó el ventilador y se lo llevó, pero la vieja siguió cubriéndose del viento que ya no estaba, como si flotara al otro lado del tiempo. Formados en arco, en grupos de a seis, los policías avanzaban protegidos por cascos y viseras que les cubrían la barbilla y el cuello. Algunos repartían golpes con bastones pesados, otros disparaban gases.

– Fijesé en los que están detrás de los árboles, -me dijo el portero. Ésos están hiriendo a la gente con balas de goma.

– ¡Corran! ¡Corran que estos desgraciados van a matarnos!, -gritaba una mujer a los camarógrafos de la televisión, mientras desaparecía en la humareda.

Me senté en el vestíbulo del hotel, vencido. No había encontrado nada de lo que fui a buscar en Buenos Aires, y ahora además me sentía ajeno a la ciudad, ajeno al mundo, ajeno a mí. En lo que estaba sucediendo fuera se adivinaba un alumbramiento, un principio de la historia -o un fin-, y yo no lo entendía, yo sólo pensaba en la voz de Martel que jamás había oído y que tal vez nunca oiría. Era como si el mar Rojo estuviera abriéndose delante del pueblo de Moisés y de mí, y yo, distraído, mirara para otro lado. El televisor repetía escenas fugaces, que duraban sólo segundos, pero cuando la memoria unía en un haz todas las imágenes, aquello era una tempestad.

Creo que me quedé dormido. A eso de las once de la noche me sacudió una trepidación de sonidos metálicos que no se parecía a nada que yo conociera. Me dio la impresión de que el viento o la lluvia se habían vuelto locos, y que Buenos Aires se desarmaba. Voy a morir en esta ciudad, pensé. Hoy es el último día del mundo.

El portero balbuceó frases atropelladas de las que sólo entendí unos pocos significados. Mencionó un discurso amenazante del presidente de la República. ¿Que somo grupo violento nosotro? ¿Oyó eso, míster Cogan: grupo violento? Eso dijo el boludo. Enemigo del orden, dijo. Má enemigo del orden será él, digo yo.

El tremolar de la calle me despejó. Sentí sed. Fui al bañito de la entrada, me lavé la cara y bebí del cuenco de las manos.

Cuando salí, el portero subía a los saltos las escaleras tramposas del hotel, -por cuyos peldaños flojos me había desbarrancado más de una vez-, mientras me llamaba, excitado:

– ¡Venga a ver lo que es esto, Cogan! Cuánta gente, mamma mía, qué quilombo se está armando.

Nos asomamos a un balconcito del tercer piso. Las mareas humanas avanzaban hacia el Congreso blandiendo tapas de cacerolas y fuentes enlozadas, y golpeándolas con un ritmo que nunca salía de su cauce, como si estuvieran leyendo todos a la vez la misma partitura. Repetían con voz bronca un indignado estribillo:

¡Que se vayan todos! ¡Que no quede uno solo!

Un muchacho de ojos negros y húmedos como los del Tucumano marchaba al frente de un grupo de quince o veinte personas: la mayoría eran mujeres que llevaban sus hijos en brazos o a horcajadas sobre la nuca. Una de ellas nos gritó, al vernos en el balcón:

– ¡Vengan a poner el cuerpo! ¡No se queden mirando la tele!

Sentí una punzada de melancolía por mi amigo, al que no había vuelto a ver desde que cerraron la pensión de la calle Garay, y tuve el presentimiento de que lo encontraría en la efervescencia de allí abajo. Imaginé que él me oiría, donde quiera estuviese, si yo lo llamaba con todo el deseo que llevaba dentro. Así que también grité:

– ¡Ya voy!, ¡ya voy!, ¿dónde van a juntarse? -En el Congreso, en la Plaza de Mayo, en todas partes, me respondieron. Vamos a todas partes-.

Intenté convencer al portero de que se uniera a la corriente, pero él no quería dejar el hotel desguarnecido ni vestirse. Me acompañó hasta la puerta, advirtiéndome que no hablara mucho. Tené un acento muy junado, vo, me dijo. Yanqui hasta la manija. Cuidáte. Me entregó una camiseta a rayas celestes y blancas, como la del seleccionado argentino de fútbol, y así me mimeticé con la multitud.

Ya todos saben lo que sucedió durante los días que siguieron, porque los periódicos no hablaron de otra cosa: de las víctimas de una policía feroz, que dejó más de treinta muertos, y de las cacerolas que tremolaban sin cesar. Yo no dormí ni volví al hotel. Vi al presidente fugarse en un helicóptero que se alzó sobre una muchedumbre que le mostraba los puños, y esa misma noche vi a un hombre desangrarse en las escalinatas del Congreso mientras apartaba con sus brazos la desgracia que se le venía encima, revisándose los bolsillos y los recuerdos para saber si todo estaba en orden, la identidad y los pasados de su vida en orden. No nos dejés, le grité, aguantá y no nos dejés, pero yo sabía que no era a él a quien se lo decía. Se lo decía al Tucumano, a Buenos Aires, y también me lo decía a mí mismo, una vez más.

Di vueltas por la Plaza de Mayo, por la Diagonal Norte, donde las multitudes destrozaban las fachadas de los bancos, y hasta caminé hacia el bar Británico, donde tomé un café con leche y comí un sandwich sin jugadores de ajedrez alrededor, ni actores que regresaran del teatro. Todo parecía tan quieto, tan apagado, y sin embargo nadie dormía. Los fragores de la vida discurrían en las veredas y en las plazas como si el día empezara. Y el día empezaba siempre aunque fueran las cuatro de la tarde o la medianoche o las seis de la mañana.

Mentiría si dijera que me acordé de Martel mientras iba de un lado a otro. De Alcira me acordaba a ratos, sí, pensaba en ella, y cuando veía los estropicios de flores en torno a los kioscos de las avenidas, pensaba en levantar un ramo para llevárselo.

Volví al hotel el viernes por la mañana, treinta y cinco horas después de haber bajado en busca del manifestante de ojos húmedos -al que nunca más vi- y, como creía que todo había terminado, dormí hasta la noche. En esos días hubo una sucesión de presidentes, cinco en total contando al que yo había visto fugarse en helicóptero, y todos ellos, salvo el último, terminaron solitarios y abandonados, escondiéndose de la furia pública. El tercero duró una semana, alcanzó a repartir saludos de Navidad y estuvo a punto de imprimir una nueva moneda, que reemplazaría a las once o doce que daban vueltas por ahí. Sonreía, incansable, ante la marea de desdichas, acaso porque veía fuegos donde para los demás todo era ceniza.

La noche antes de que aquel Joker asumiera, un sábado, caminé hasta la costa del río, vadeando las vías de un ferrocarril que no existía y desafiando la oscuridad cerrada del sur. Un barco enorme, con todas las luces encendidas, avanzó a mi derecha, más allá de la Fuente de las Nereidas, cuyas figuras en celo habían consumido de deseo a Gabriele D'Annunzio. Tuve la impresión de que el barco hendía lentamente las calles de la ciudad, aunque sabía que eso era imposible. Se movía entre los edificios con la cadencia de un camello fantasmal, mientras la noche abría su palma y soltaba la espesura de las estrellas. Cuando el barco desapareció y la oscuridad volvió a cerrarse en torno de mí, me tendí en la balaustrada de piedra que se alza frente a los matorrales del río y contemplé el cielo. Descubrí que, junto al laberinto de las constelaciones, entre Orión y Tauro, y más allá, entre Canopus y Camaleón, se abría otro laberinto aún más indescifrable de corredores vacíos, espacios limpios de cuerpos celestiales, y entendí, o creí entender, lo que Bonorino me había dicho en la pensión la noche en que me pidió el libro de Prestel: que la forma de un laberinto no está en las líneas que lo dibujan sino en los espacios entre esas líneas. Abriéndome camino en la vastedad del firmamento, trataba de encontrar pasillos que comunicaran entre sí las vetas de negrura pero, apenas avanzaba, una constelación o una estrella solitaria me cerraban la marcha. En la Edad Media se creía que las figuras del cielo se repetían en las figuras de la tierra, y así también ahora, en Buenos Aires, si yo andaba en una dirección la historia me desandaba en otra, las esperanzas se desesperanzaban y las alegrías de la tarde se desalegraban cuando caía la noche. La vida de la ciudad era un laberinto.

Empezaron a castigarme ráfagas de calor húmedo. Las ranas croaban entre los juncos del río. Tuve que irme, porque me estaban devorando los mosquitos.

Al mediodía siguiente, el portero llamó a mi cuarto para invitarme a tomar mate y a ver por televisión el juramento de los ministros elegidos por el Joker.

– Lo hubiera despertado má temprano, míster Cogan, pero me dio no sé qué. Una apoteosi, vea, tenemo ahora un presidente joya. No se imagina el dicurso que se mandó.

En el televisor vi desfilar a un par de analistas políticos que definieron al Joker como "un torbellino de trabajo, alguien que hará en tres meses lo que no se hizo en diez años". Y así parecía. Cuando las cámaras lo enfocaban, se mostraba movedizo, jovial, y a cada rato repetía: "A ver si de una vez me entienden. Soy el presidente, ¿oyeron? Pre si den te".

Donde quiera fuese lo seguía un cortejo de funcionarios con grabadores y carpetas. En un par de ocasiones pidió que lo dejaran solo para meditar. Por la puerta entornada de su despacho se lo vio alzar los ojos al techo con las palmas unidas. Me llamó la atención uno de los acólitos cuando lo vi alejarse por los corredores de la casa de gobierno. Caminaba con un ligero balanceo, como el Tucumano. Desde atrás, se lo podía confundir con él: era alto, de cuello fuerte, espaldas anchas y pelo espeso, negro, pero yo llevaba ya días viendo al Tucumano en todas partes y no sabía cómo apartar el espejismo.

La antesala del Joker estaba llena de curas. Algunas Madres de Plaza de Mayo seguían allí, con sus pañuelos blancos en la cabeza, después de una entrevista inesperada en la que el presidente les había prometido justicia. Vi a un par de personajes de la televisión y a los ministros que se preparaban para jurar. Ya estaba aburriéndome cuando las cámaras se movieron a toda velocidad hacia un salón en cuya cabecera asomaba el busto de la República. Sobre la tarima de los juramentos, cientos de personas trataban de abrirse sitio y, a la vez, dejar libre el camino para el Joker. Estaban muy envaradas en sus trajes de domingo, sin creer aún en la importancia que les había llovido como un súbito maná. Lucían corbatas con fulgores que desorientaban a los camarógrafos, mocasines con borlas episcopales, vahos de seda que las ondulaciones electromagnéticas de la televisión no podían contener, anillos pesados que corregían la luz de los reflectores: aquellas galas sólo podían anunciar un festín, aunque por ningún lado se veía lo que iban a devorar. Me habría deleitado oyendo sus conversaciones, porque nunca tendría oportunidad de ver los relumbros del poder sino en la fugacidad de los noticiarios, y lo de aquel mediodía era un poder que se exhibía sin pudor ni temor, seguro de la eternidad que el Joker había conquistado. Pero los micrófonos sólo registraban el oleaje de las voces, el redoble de aplausos a un figurón corvo y cuervo, y el llanterío de los chiquillos llevados a la fuerza para que el Joker los besara, con camisas de pechera dura y faldas con puntillas y faralaes.

No en la tarima pero sí en la primera fila de los asistentes, entre los notables, divisé al Tucumano. La cámara le echó una ojeada rápida y me quedé con las dudas de que fuera él, pero pocos segundos después, en otra toma, pude admirar su transformación. Estaba peinado a la gomina, llevaba un traje de color mostaza brillante que le desconocía, una corbata con bacterias búlgaras y un portafolios rígido entre las piernas. Anteojos negros, además. Los flashes de los fotógrafos centelleaban sobre su indiferencia de divo puro Hollywood. Ha caminado por el costado y ahora está situándose en el centro, pensé. ¿Se lo debería al aleph? Canté en silencio a las glorias del Joker, que era capaz de producir tales milagros. Uno de los ministros por venir declaró, solemne, que el presidente había reunido a un puñado de hombres brillantes para rescatar al país del abismo. La cámara echó una ojeada a los salvadores y salió de allí, ahogada por los destellos. Eran pequeños soles vestidos con sedas mostazas, ebúrneas, celestiales y verdes alimonados. Todos se protegían con anteojos oscuros, tal vez de sus propias fosforescencias. Suspiré. Con un rápido ademán de mi corazón aparté al Tucumano para siempre. El poder lo ponía fuera de mi alcance, y yo no quería dejarme arrastrar por el ventarrón en que se había convertido su vida.

Había llamado varias veces al hospital por teléfono para averiguar cómo seguía Martel. Lo hice una vez cuando volví de mi larga vigilia al son de las cacerolas, y luego cada dos horas, tenaz, desde el momento mismo en que desperté, el viernes por la noche. Siempre recibía la misma respuesta: El enfermo continúa sin novedad.

Me parecía una frase tan desalentadora, tan agorera. ¿Cuál era, para esa voz, la línea divisoria entre la salud y la muerte? Un par de veces osé preguntar por Alcira, pero jamás logré que le pasaran mis mensajes.

El domingo regresé a los lugares donde habían sucedido los tumultos. Aún se veían los desastres de la batalla. Qué digo: el recuerdo de la batalla no se había movido. Quedaría levitando sobre la ciudad quién sabe por cuánto tiempo. Las esquirlas de vidrio, la sangre, las persianas hundidas por los palos, las tapas de cacerolas, las fuentes desportilladas, las cabinas telefónicas en ruinas, los cauchos quemados y aún ardiendo en el asfalto, la sangre, las huellas de la sangre lavada, las pancartas tronchadas por la caballería y por los viles tanques hidrantes, los despojos del mismo clamor por todas partes, Que se vayan todos. Que se vayan todos.

Los desastres seguían, y los todos también. Los días se iban y ellos se quedaban, a la sombra del Joker.

En la esquina de Diagonal Norte y Florida había dos grupos con palos que no habían saciado su afán de castigar a los bancos. Querían demolerlos con las manos, piedra a piedra. Oí a un hombre repetir, desalentado: Este país se acabó. Si ellos no se van, vayámonos nosotros. Pero dónde. Si yo supiera dónde.

Caminé por el Bajo hasta Callao y doblé en Las Heras. El sol castigaba con fiereza, pero ya no lo sentía. No recuerdo una soledad tan honda como la de aquella tarde, una soledad que me quemara y me doliera tanto.

– Quiero ver a Alcira Villar, dije a la entrada del hospital.

– Villar Alcira, Villar, no está en la lista. No pertenece al personal, -me advirtió la mujer de la recepción-. ¿Es una enferma? Hasta mañana están cancelados los horarios de visita.

– De Martel, Julio Martel, ¿qué sabe? Unidad de terapia intensiva. Cama catorce, creo.

La vi buscar en la computadora, diligente, afable.

– No se especifica ningún cambio, -me respondió. Sin novedad. Seguro que está mejor, o en el mismo estado.

Me fui al café de la esquina y me quedé en un rincón. Pronto va a ser Año Nuevo, pensé. 2002. Número de cejas en arco. En los tres meses anteriores había sucedido todo lo que podía suceder: los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas a las semanas de mi partida desde JFK, Buenos Aires envejeciendo delante de mis ojos hora tras hora, yo embruteciéndome en la no nada de lo que no hacía. Volver a casa. Cuántas veces iba a decírmelo. Volver a casa, volvé a casa. ¿Qué esperaba? Que muriera Martel, me dije. Soy el cuervo que grazna sobre el mejor cantor de esta nación moribunda. Recordé a Truman Capote esperando que ahorcaran a Perry y Dick, los asesinos de A sangre fría, para poner punto final a su novela. Yo estaba también volando sobre la lumbre de un cadáver. Quoth the Raven, el cuervo. Deja mi soledad tal como está, recité. Leave my loneliness unbroken!

Algo más, sin embargo, podía suceder aún. Alcira entró en el café. Se instaló junto a la ventana y pidió una cerveza, encendió un cigarrillo. Nadie era el mismo en aquellos días, y ella tampoco era ella. La había

imaginado bebiendo sólo té y agua mineral, abstemia de tabaco. Mis intuiciones se estrellaron contra el piso. Estaba distraída. Echó una mirada a las noticias del diario que llevaba consigo, pero no las leyó. Con desaliento, apartó las hojas. La gente que veíamos pasar no parecía abrumada sino más bien incrédula. El país se iba a la mierda, decían todos, pero allí estaba. ¿Puede acaso morir una nación? Han muerto tantas y otras han vuelto a respirar entre las cenizas.

Decidí acercarme a su mesa. Me sentía vacío. Cuando alzó la cara hacia mí advertí el estrago que habían dejado en ella los últimos días. Llevaba los labios pintados y un poco de color en los pómulos, pero las desgracias estaban escritas en las ojeras que la envejecían. Le conté que había llamado con insistencia al hospital para preguntar por Martel. -Quise venir a acompañarte, -le dije, pero no me dejaban. Una y otra vez me repitieron que estaban prohibidas las visitas y que el enfermo seguía sin novedad.

– ¿Sin novedad? Ya no sé cómo hacer para levantarlo, Bruno. Le ha crecido el bazo, casi no orina, está hinchado. Hace tres días parecía haber resucitado. A eso de las seis de la tarde quiso que me sentara a su lado. Estuvimos hablando una hora, tal vez más. Me enseñó a memorizar los números y a combinarlos. Tres es un pájaro, treinta y tres son dos pájaros, cero tres son todos los pájaros del mundo. Es un arte muy antiguo, me dijo. Combinó diez o doce números de varias maneras y luego fue barajándolos al revés. Hablaba con esa cadencia monótona de los croupiers en los casinos. Como si estuviera actuando. No entendí por qué lo hacía y tampoco se lo quise preguntar.

– Tal vez para sentirse vivo. Para recordar quién había sido Martel alguna vez.

– Sí, ha de ser eso. Quiere levantarse pronto, -me dijo, y volver a cantar. Me pidió que comprometiera a Sabadell para un recital en la Costanera Sur. Es una ilusión, ya te das cuenta. Ni siquiera sabe cuándo podrá ponerse de pie.

– ¿Qué pasó en la Costanera?, -le pregunté. Ese lugar es un desierto ahora.

– ¿Cómo?, -Alcirita, me contestó. ¿No lo viste en el diario?

Recordé que había encontrado un recorte en el pantalón con el que vino al hospital, pero sólo alcancé a ver el título. Algo sobre un cuerpo desnudo entre los juncos.

– ¿Empeoró después de eso? ¿Me decís que empeoró?

– Esa misma noche se vino abajo. Le cuesta respirar. Creo que van a abrirle un canal. Yo no quiero que lo atormenten más, pero tampoco tengo derecho a decirlo. Llevo años al lado de Martel y, sin embargo, sigo siendo su nadie.

– Decíles lo que sentís, de todos modos.

– Lo que siento.

– Sí, los médicos siempre tratan de mantener viva a la gente, acá y en todas partes. Hay algo de orgullo en eso.

– Siento que no tiene por qué morir ahora. ¿Lo digo? Se van a reír a mis espaldas. No pienso en la muerte. Si quieren romperle la garganta para entubarlo, ¿cómo les puedo explicar que así se le iría la voz y, sin la voz, Martel sería otra persona? Se dejaría morir apenas se diera cuenta de lo que ha pasado. Aquella tarde, hace tres días, le hablé de vos, ¿te dije, no?

– No, no me lo dijiste.

– Le conté que llevás meses buscándolo.

– Ahora ya sabe dónde estoy, -me dijo-. Que venga a hablar conmigo, entonces. Que Bruno venga cuando quiera.

– No me dejarían verlo.

– Ahora no. Hay que esperar otra resurrección. Si estuvieras ahí todo el tiempo lo verías regresar a veces con tanta fuerza que dirías: Ya está, ya nunca más va a recaer.

– Ojalá pudiera yo estar siempre en el hospital. Sabés que no depende de mí.

Llevaba largo rato mirándola corno si no quisiera desprenderme de ella. Me retenían el cansancio de sus ojos, la lisura de su piel, el oscuro pelo alborotado por los huracanes del alma. Me parecía que aquellas señas de identidad resumían las de la especie humana. A veces la observaba con tanta intensidad que Alcira apartaba la mirada de mí. Habría querido explicarle que no era ella la que me atraía, sino las luces que Martel había dejado sobre su cara y que podía adivinar a medias, las reverberaciones de la voz moribunda que se inscribían sobre su cuerpo. De pronto, Alcira se dobló en dos para atarse las zapatillas blancas y chatas, de enfermera. Al erguirse miró el reloj, como si despertara.

– Qué tarde se ha hecho, -dijo. Martel ha de estar preguntando por mí.

– Sólo estuviste acá cinco minutos, -le dije. Antes te quedabas más tiempo.

– Antes no había pasado nada de lo que pasó. Ahora estamos todos caminando sobre vidrios. Cinco minutos es una vida entera.

La vi alejarse y me di cuenta que, lejos de ella, yo no tenía nada que hacer. No quería regresar al hotel entre las fogatas y los mendigos. Al m enos sabía ahora que Martel había señalado otro punto en su hipotético mapa: la Costanera Sur, por donde yo había andado, sin saberlo, la noche del sábado. Un cuerpo desnudo entre los juncos. Quizá se podía encontrar el dato en las hemerotecas. Recordé que todas estaban cerradas y que hasta la puerta de una de ellas habían llegado los incendios. El episodio que citaba Martel no debía, sin embargo, ser tan lejano. El recorte aún estaba en su pantalón. Por un momento me ilusioné con la idea de que Alcira me permitiera verlo, aunque sabía que era incapaz de semejante deslealtad.

Abrí el diario que había quedado olvidado sobre la mesa y yo también pasé las páginas con desaliento: las lúgubres, ensangrentadas noticias. Me llamó la atención un artículo extenso, ilustrado con fotos de niños y hombres casi desnudos entre parvas de basura. "Me di vuelta y vi que eran balas”, decía el desafiante título. Arriba se leía una leyenda más explicativa: "Fuerte Apache, dos días después". Era una minuciosa descripción del barrio donde habían ido a dar Bonorino y mis otros compañeros de la pensión. Al parecer, desde allí habían partido los primeros saqueadores de supermercados y ahora estaban velando a sus muertos.

Por lo que leí, Fuerte Apache debía ser una fortaleza: tres torres de diez pisos unidas entre sí en un campo de diez hectáreas, seis cuadras al oeste de la avenida General Paz, en el linde mismo de Buenos Aires. Alrededor de las torres se habían construido unas casillas alargadas de tres plantas que se conocían como "las tiras". Pensé en el bibliotecario desplazándose de una casilla a otra con su ristra de fichas, como un topo. "A todas horas", decía el artículo, "la música retumba. Cumbia, salsa: los jóvenes bailan por los senderos de barro con litronas de cerveza en las manos". Me pregunté qué serían las litronas. Quizá la jerga fierita estaba infiltrándose en los periódicos.

"Fuerte Apache estaba proyectado para veintidós mil habitantes pero a fines del año 2000 ya vivían más de sesenta mil. Es imposible dar una cifra certera. Por los nudos no se aventuran los censistas ni la policía. Ayer había, a la entrada de las tiras, unas diez capillas ardientes. En algunas se velaba a villeros abatidos durante los saqueos por la policía o por dueños de supermercados. En otras, a víctimas de balas perdidas o de grescas entre pandillas dentro de las torres."

Al pie del artículo se abría un recuadro escueto con la lista de muertos. Con estupor, descubrí el nombre de Sesostris Bonorino, empleado municipal. Quedé paralizado. Me castigó una sucesión de recuerdos que se parecían a relámpagos. Recordé el rap que el bibliotecario había cantado batiendo palmas, antes de que nos despidiéramos en la pensión:

Ya vas a ver que en el Fuerte se nos revienta la vida. Si vivo, vivo donde todo apesta. Si muero, será por una bala perdida.

Debí darme cuenta entonces de que una escena tan extravagante no podía ser casual. Bonorino estaba avisándome que había podido ver su propio fin, que no podía evitarlo y que tampoco le importaba. Contra mis torpes suposiciones, era posible, entonces, leer el futuro en la pequeña esfera tornasolada. El aleph existía. Existía. Lamenté que el epitafio del periódico fuera tan injusto. Bonorino había sido uno de los raros privilegiados -si no el único- que, al contemplar el aleph, se había encontrado cara a cara con la forma de Dios.

Tuve el impulso de ir hacia Fuerte Apache para averiguar qué había sucedido. No podía entender cómo un ser tan inocente había encontrado una muerte tan brutal. Me contuve. Aun si lograba entrar en las capillas ardientes, ya de nada servía. Fui resignándome a la idea de que el bibliotecario había podido verlo todo: mi noche con el Tucumano en el hotel Plaza Francia, la carta traicionera que escribí y la consecuencia inútil de esa traición. Me desconcertaba que, aun sabiéndolo, me hubiera confiado el cuaderno de contabilidad con las notas para la Enciclopedia Patria, que era la obra de su vida. ¿De qué podía servirle que yo u otro lo tuviera? ¿Por qué había confiado en mí?

Lo único que ahora tenía sentido era recuperar el aleph. Si lo encontraba, no sólo podría ver las dos fundaciones de Buenos Aires, la aldea de barro con sus apestosos saladeros, la revolución de mayo de 1810, los crímenes de la Mazorca y los de ciento cuarenta años después, la llegada de los inmigrantes, las fiestas del Centenario, el Zeppelin volando sobre la ciudad orgullosa. También podría oír a Martel en todos los lugares donde había cantado y saber en qué momento preciso estaría lúcido para que habláramos.

Subí al primer colectivo que iba hacia el sur y caminé, sin aliento casi, hasta la pensión de la calle Garay. Si alguien seguía viviendo allí, bajaría al sótano con cualquier pretexto y me acostaría decúbito dorsal, alzando los ojos hacia el escalón décimo noveno. Vería el universo entero en un solo punto, el torrente de la historia en una fracción infinitesimal de segundo. Y si el lugar estaba clausurado, violentaría la puerta o abriría la vieja cerradura. Había tomado la precaución de conservar las llaves.

Iba preparado para todo, menos para lo que hallé. La pensión había sido reducida a escombros. En el espacio que correspondía a la vieja recepción descansaba, siniestra, una máquina topadora. Aún seguía en pie el primer tramo de la escalera que llevaba a mi cuarto. En la calle, junto a la vereda, bostezaba uno de esos volquetes en los que se arrojan los restos de las demoliciones.

Era ya noche cerrada y el sitio no estaba guardado por serenos ni reflectores. Avancé a ciegas entre las vigas y los restos de mampostería, sabiendo que acá y allá se abrían huecos en los que, si caía, iba fatalmente a fracturarme. Quería llegar al sótano como fuera.

Esquivé un par de ladrillos que se precipitaron desde los esqueletos del muro. Aun en aquella desolación de la que se habían borrado todas las referencias, estaba seguro de poder orientarme. El mostrador, me dije, los restos de la balaustrada, el cubículo de Enriqueta. Diez o doce pasos hacia el oeste debía estar el rectángulo por el que había visto asomar tantas veces la cabeza calva y sin cuello del bibliotecario. Salté sobre unas tablas erizadas de clavos y filosas uñas de vidrio. Tropecé después con un cerco de madera, más allá del cual se abría un foso. La oscuridad era tan espesa que intuía más de lo que veía. ¿Se trataba en verdad de un foso? Pensé que debía bajar a explorarlo, pero no me animé. Arrojé al fondo uno de los cascotes que tenía al alcance de la mano, y la piedra resonó contra otras piedras casi al instante. No era, por lo tanto, muy profundo. Quizá con el auxilio de una antorcha, por precaria que fuera, podría bajar. No llevaba conmigo ni un mísero fósforo. La luna se había ocultado hacía mucho tras una marejada de nubes. Estaba en su fase creciente, casi llena. Decidí esperar a que se despejara el cielo. Toque la cerca y mis manos palparon un papel arrugado, pegajoso. Traté de apartarlo, pero el papel no se despegaba de mí. Tenía una consistencia espesa y rugosa, como la de una bolsa de cemento o la de una cartulina barata. El resplandor fugaz de un auto que cruzó la calle me permitió vislumbrar de qué se trataba. Era una ficha de Bonorino, que había resistido a la destrucción, al polvo y a las palas mecánicas. Pude leer en ella tres letras: I A O. Tal vez nada significaban. Tal vez, si no las había dibujado el azar, equivalían a la idea del Absoluto que se encuentra en Pistis Sophia, los libros sagrados de los gnósticos. Ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. En ese instante se abrió un claro en el cielo y el foso apareció, inequívoco, delante de mí. Por las dimensiones, por el emplazamiento, advertí que la excavación ocupaba el lugar del antiguo sótano. Donde había estado la escalera de diecinueve peldaños, se divisaba ahora un enrejado vertical. Justo entonces, cuando a nadie se le ocurría construir en una Buenos Aires que se venía abajo, mi pensión había sido derribada por la fatalidad. El aleph, el aleph, dije. Traté de ver si quedaba algún rastro. Contemplé desolado los montículos de tierra removida, los bloques de hormigón, el aire indiferente.

Estuve largo rato ante las ruinas, incrédulo. Pocas semanas atrás, cuando nos despedimos en la pensión, Bonorino me había desafiado a que me acostara bajo el escalón décimo noveno, decúbito dorsal, seguro de que yo no lo haría. Puesto que lo sabía todo, sabía también que yo me negaría. Había previsto el trajín de las topadoras sobre los cascotes de la pensión, el vacío, el edificio que aún no habían erigido y el que se alzaría allí cien años después. Había visto cómo la pequeña esfera que contenía el universo desaparecía para siempre bajo una montaña de basura.

Aquella medianoche en la pensión yo había desperdiciado mi única oportunidad. Jamás tendría otra. Grité, me senté a llorar, ya ni recuerdo lo que hice. Vagué sin rumbo por la noche de Buenos Aires hasta que, poco antes del alba, volví al hotel. Afronté, como Borges, intolerables noches de insomnio, y sólo ahora empieza a trabajarme el olvido.

El día que siguió a esa desgracia era víspera del Año Nuevo. Temprano, me di una ducha rápida y desayuné sólo una taza de café. Tenía prisa por llegar temprano al hospital. Dejé un mensaje en la unidad de terapia intensiva avisándole a Alcira que esperaría el llamado de Martel en las escalinatas de la entrada o en la sala de visitas. No pensaba moverme de allí. Los mensajes, los servicios, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La noche anterior, sin embargo, las cacerolas habían repiqueteado otra vez. El enésimo estallido de cólera popular había desalojado al Joker del poder, junto con su ristra de colaboradores y ministros. Me pregunté si el Tucumano habría vuelto a su trabajo incierto en Ezeiza, pero en el acto deseché la idea. Un sol que ha brillado tanto no se deja derribar.

En el fiel colectivo 102 sólo se hablaba del Joker -que también había huido, como el presidente del helicóptero- y del país hecho pedazos. Nadie pensaba que pudiera levantarse de tanta postración. Los que aún tenían algo para vender se negaban a hacerlo, porque se desconocía el valor de las cosas. Yo me sentía ya fuera de la realidad o, más bien, sumido en esa realidad ajena que era la vida agonizante de un cantor de tango.

Avancé por los pasillos del hospital sin que nadie me detuviera. Cuando entré en la sala de espera del segundo piso, reconocí al médico de cabeza afeitada con el que me había cruzado pocos días antes. Estaba hablando en voz baja con dos ancianos que lloraban con la cara entre las manos, avergonzados de su pena. Como había hecho con Alcira, el médico les daba palmaditas en la espalda. Cuando advertí que volvía a su trabajo, le di alcance y le pregunté si ese día podría ver a Martel.

– Tenga prudencia, -dijo. Espere. Hoy lo noto un poco caído al enfermo. ¿Usted es un familiar?

No supe qué contestar.

– No soy nada, -le dije. Luego, vacilando, me corregí: Soy amigo de Alcira.

– Deje que la señora decida, entonces. El paciente ha estado tomando calmantes fuertes. Supongo que está informado de la complicación que tiene ahora. Necrosis avanzada de las células hepáticas.

– Alcira me ha dicho que a ratos se recupera y parece que estuviera sano. Una de esas veces preguntó por mí. Dijo que podía pasar a verlo.

– ¿Cuándo le dijo eso?

– Ayer, pero fue por algo que sucedió hace tres días, o más.

– Esta mañana no podía respirar. La solución era entubarlo, pero apenas oyó esa palabra, sacó fuerzas de la nada y gritó que prefería morir. Creo que la señora lleva días sin pegar un ojo.

Era evidente que Alcira había hablado del tema con Martel, y que habían tomado juntos la decisión de resistir. Le di las gracias al médico. No sabía qué más responder. Mi cantor, entonces, había llegado al final y ya nunca tendría ocasión de oírlo. La mala suerte me perseguía.

Desde que habían clausurado la pensión de la calle Garay, sentía que estaba llegando tarde a todas las oportunidades de la vida. Para distraerme del abatimiento, llevaba semanas leyendo El conde de Montecristo en la edición de Laffont. Cada vez que abría esa novela olvidaba los infortunios de alrededor. Esta vez no: esta vez sentía que nada podía apartarme de la fatalidad que nos rondaba como un cuervo y que tarde o temprano se alimentaría de nuestra carroña.

Le pedí a una de las enfermeras que llamase a Alcira.

La vi llegar a los cinco minutos, con un cansancio de siglos. Ya había advertido el día anterior, en el café, que la tragedia de Martel empezaba a transfigurarla. Se movía con lentitud, como si llevara a la rastra todos los sufrimientos de la condición humana. Me preguntó:

– ¿Podés quedarte, Bruno? Estoy muy sola y Julio está mal, no sé qué hacer para levantarlo. Tanta pelea, pobrecito. Dos veces se quedó sin aire, con una expresión de dolor que no quiero volver a ver. Hace un rato me dijo:

– No aguanto más, Negrita.

– ¿Cómo no vas a aguantar?, le -contesté. ¿Y los recitales que te faltan? Ya le avisé a Sabadell que el próximo es en la Costanera Sur. No lo vamos a dejar de a pie, ¿no? Por un momento pensé que iba a sonreír. Pero cerró otra vez los ojos. No tiene fuerza. No vas a dejarme sola, Bruno, ¿verdad? No me dejés, por favor. Si te quedás acá leyendo, esperándome, voy a sentir que estamos menos desamparados. Por favor.

Qué iba a decirle. Si no me lo hubiera pedido, me habría quedado igual. Le ofrecí comprar algo para comer. Quién sabe desde cuándo estaba así, sin nada.

– No, -me detuvo. No tengo hambre. Cuanto más vacío y limpio tenga el cuerpo por dentro, tanto más despierta voy a sentirme. No me vas a creer, pero hace tres días que no voy a mi casa. Tres días sin bañarme. Creo que nunca dejé pasar tanto tiempo, tal vez cuando era muy chica. Y lo más raro es que no siento la suciedad. Debo tener un olor horrible, ¿no? Me importa, pero también no me importa. Es como si todo lo que me sucede estuviera purificándome, como si estuviera preparándome para no tener vida.

Me extrañó aquel torrente de palabras. Y la confesión, de la que no la hubiera creído capaz. Hacía poco más de dos semanas que nos conocíamos. Apenas sabíamos algo el uno del otro y, de pronto, estábamos de pie, hablando de los olores de su cuerpo. Me desconcerté, como tantas otras veces. Sé que ya lo he dicho antes, pero no ceso de pensar que el verdadero laberinto de Buenos Aires es su gente. Tan cercana y al mismo tiempo tan distante. Tan uniforme por fuera y tan diversa por dentro. Tan llena de pudor, como pretendía Borges que era la esencia del argentino, y a la vez tan desvergonzada. Alcira también me parecía inabarcable. Creo que fue ella la única mujer con la que quise acostarme en toda mi vida. No por curiosidad sino por amor. Y no por amor físico sino por algo más profundo: por la necesidad, la sed de contemplar su abismo. Y ahora no sabía qué hacer viéndola así, desolada. Habría querido consolarla, apretarla contra mi pecho, pero me quedé inmóvil, dejé caer los brazos y la vi alejarse hacia la cama de Martel.

No sé cuántas horas me quedé en la silla del hospital. Parte del tiempo estuve como en vilo, leyendo a Dumas, atento a las sutiles urdimbres de la venganza que iba tejiendo Montecristo. Las conocía ya y, sin embargo, siempre me sorprendía la perfecta arquitectura del relato. Al atardecer, poco antes del envenenamiento de Valentine de Villefort, me quedé dormido. Me despertó el hambre y fui a comprar un sandwich al café de la esquina. Estaban a punto de cerrar y a duras penas me atendieron. La gente tenía apuro por regresar a su casa y las persianas de los negocios bajaban casi al unísono. La realidad del hospital, sin embargo, parecía pertenecer a otra parte, como si lo que contenía fuera demasiado grande para su forma. Quiero decir que había en ese lugar más sentimientos de los que podían caber en una tarde.

Volví a la novela y, cuando alcé la cabeza, todo lo que se veía a través de la ventana estaba teñido por una luz dorada. El sol caía sobre la ciudad con una belleza tan invencible como la de aquella madrugada en el hotel Plaza Francia. Con extrañeza, advertí que también ahora sentía una congoja sin remedio. Volví a dormir un rato, tal vez un par de horas. Desperté sobresaltado por los petardos que rasgaban la noche y por el tumulto de los fuegos artificiales. Nunca me habían gustado las celebraciones del Año Nuevo y más de una vez, luego de oír por televisión a las multitudes de Times Square contar los segundos y de ver caer el invariable globo de luz anual en su cápsula de tiempo, apagaba la luz del velador y me ponía de costado en la cama para dormir.

¿Era medianoche ya? No, ni siquiera debían de ser las diez. Las enfermeras se iban retirando de a una, como los músicos en la Sinfonía del Adiós de Josef Haydn y, en la sala de espera, bajo dos tubos de neón, me quedé completamente solo. A lo lejos oí un sollozo y la monotonía de una plegaria. Ni siquiera me di cuenta que Alcira había entrado en el cuarto y me sonreía. Tomándome del brazo, dijo:

– Martel está esperándote, Bruno. Desde hace un rato largo respira sin problemas. El médico de guardia dice que no nos confiemos, que puede ser una mejoría pasajera, pero yo estoy segura que salió del peligro. Ha puesto tanta voluntad que por fin ha ganado la pelea.

Me dejé llevar. Cruzamos dos puertas batientes y entramos en una larga sala, donde se sucedían pequeños cuartos separados por paneles. Aunque el sitio estaba aislado y en penumbra, los sonidos de la enfermedad, repitiéndose a cada paso, me lastimaban los oídos. Donde quiera volvía los ojos, veía pacientes conectados a respiradores, a bombas que les infundían drogas y a monitores del ritmo cardíaco. El último cubículo de la derecha era el de Martel.

Apenas pude distinguir su forma entre aquellas luces indirectas que se desprendían de las máquinas, de modo que mi primera impresión fue la que ya llevaba en la memoria: la de un hombre bajo y de cuello corto, con el pelo negro y denso al que había visto, meses atrás, tomar un taxi cerca del Congreso. No sé por qué lo imaginaba parecido a Gardel. Nada que ver: sus labios eran gruesos, la nariz ancha, y en los grandes ojos oscuros se dibujaba una expresión ansiosa, la de alguien que está corriendo detrás del tiempo. Las raíces del pelo, que no teñía desde quién sabe cuándo, se le habían puesto cenicientas, y por acá y allá se le abrían claros de calvicie.

Con un ligero ademán me indicó una silla junto a la cama. De cerca, las arrugas le formaban suaves retículas en la piel, y la respiración era asmática, entrecortada. No tenía modo de comparar su estado de ahora con el de la mañana, cuando el médico lo había encontrado "algo caído", pero lo que vi fue suficiente para no compartir el optimismo de Alcira. Su cuerpo se apagaba más velozmente que el año.

– Cogan, -me dijo, con un hilito de voz. He oído que está escribiendo un libro sobre mí.

No quise desairarlo.

– Sobre usted, -respondí, y sobre lo que era el tango a comienzos del otro siglo. Averigüé que había muchas de esas obras en su repertorio y viajé para verlo. Cuando llegué, a fines de agosto, supe que ya no cantaba más.

Lo que dije pareció disgustarlo, y le hizo señas a Alcira para que me corrigiera.

– Martel nunca dejó de cantar, obedeció ella. Se negó a seguir dando recitales para gente que no lo entiende.

– Eso ya lo sé. Anduve detrás de usted todos estos meses. Lo esperé un mediodía en la recova de Mataderos, inútilmente, y me enteré demasiado tarde que cantó en una esquina de Parque Chas. Me habría conformado con oírle una estrofa. Pero no hay rastros de usted por ninguna parte. No hay grabaciones. No hay videos. Sólo el recuerdo de alguna gente.

– Ya pronto no quedará ni eso, dijo.

Su cuerpo exhalaba un olor químico, y habría jurado que también olía a sangre. No quería fatigarlo con preguntas directas. Sentí que no teníamos tiempo para nada más.

– Más de una vez pensé que sus recitales siguen una especie de orden, -le dije. Sin embargo, no he podido averiguar qué hay detrás de ese orden. He imaginado muchas cosas. Hasta he creído que los lugares que usted elegía dibujaban un mapa de la Buenos Aires que nadie conoce.

– Acertó, -me dijo.

Hizo una seña casi imperceptible a Alcira, que estaba de pie, frente a un extremo de la cama, con los brazos cruzados.

– Es tarde, Bruno. Vamos a dejarlo descansar.

Me pareció que Martel quería alzar una de sus manos, pero me di cuenta que eso era lo primero que había muerto en él. Las tenía hinchadas y rígidas. Me puse de pie.

– Espere, joven, dijo. ¿Qué es lo que usted va a recordar de mí?

Me tomó tan de sorpresa que contesté lo primero que se me vino a la mente:

– Su voz. Lo que más voy a recordar es lo que nunca he tenido.

– Acerque el oído, -dijo.

Presentí que por fin iba a decirme lo que yo había esperado durante tanto tiempo. Presentí que, sólo por aquel instante, mi viaje no iba a ser en vano. Me incliné con delicadeza, o al menos quise que fuera así. No tengo una idea clara de lo que hice porque yo no estaba en mí, y en lugar del mío había otro cuerpo que se doblaba hacia Martel, temblando.

Cuando ya me había acercado bastante, soltó la voz. Debió de ser en el pasado una voz bellísima, sin heridas, plena como una esfera, porque lo que quedaba de ella, aun adelgazado por la enfermedad, tenía una dulzura que no existía en ninguna otra voz de este mundo. Sólo cantó:

Buenos Aires, cuando lejos me vi.

Y se detuvo. Eran las primeras palabras que se habían oído en el cine argentino. No sabía lo que significaban para Martel, pero para mí abarcaban todo lo que yo había ido a buscar, porque ésas fueron las últimas que salieron de su boca.

Buenos Aires cuando lejos me vi.

Antes pensaba que era su modo de despedirse de la ciudad. Ahora no lo veo así. Creo que la ciudad ya lo había dejado caer, y que él, desesperado, sólo estaba pidiéndole que no lo abandonara.

Lo enterramos dos días más tarde en el cementerio de la Chacarita. Lo único que había podido conseguir Alcira era un nicho en el primer piso de un panteón donde yacían otros músicos. Aunque pagué un aviso fúnebre en los diarios con la esperanza de que alguna gente pasara por la capilla ardiente, los únicos que estuvimos todo el tiempo junto al cuerpo fuimos Alcira, Sabadell y yo. Antes de salir para el cementerio encargué, apresurado, una palma de camelias, y aún me recuerdo avanzando hacia el nicho con la palma, sin saber dónde ponerla. Alcira estaba tan acongojada que todo le daba igual, pero Sabadell se quejó con amargura de la ingratitud de la gente. Ya ni sé cuántas veces, antes del entierro, impedí que llamara por teléfono al Club del Vino y al Sunderland. Lo hizo cuando me quedé dormido en una silla, a las tres de la madrugada, pero nadie respondía los teléfonos.

Una serie de azares se concertaron para que la muerte de Martel se convirtiera en una broma de la fatalidad. Sólo días más tarde, cuando pagué la cuenta de la funeraria, advertí que, en el aviso de los diarios, el difunto figuraba con su nombre civil, Estéfano Esteban Caccace. Nadie debía de recordar que así se llamaba el cantor, lo que explica la soledad de su funeral, pero ya era demasiado tarde para reparar el daño. Mucho después, en el verano de Manhattan, me crucé con el 'fano Virgili en la Quinta Avenida y fuimos a tomar un café helado en Starbucks. Me contó que había visto el aviso y que el nombre le sonaba de alguna parte, pero el día del entierro estaba jurando el quinto presidente de la República, se esperaba la devaluación de la moneda, y nadie podía pensar en otra cosa.

En el momento en que Sabadell y yo estábamos poniendo el ataúd dentro del nicho, quince o veinte desaforados irrumpieron en el panteón, deteniéndose a pocos pasos. Al frente del grupo marchaban un muchacho de dientes averiados y una mujer con revoques de maquillaje que agitaba un bastoncito. Aquél llevaba en brazos a una chiquilla de piernas esqueléticas, vestida con una pollera de encaje y una diadema de flores plásticas.

– ¡Santita, milagro, la nena camina!, gritaba la mujer. El de los dientes dejó a la chiquilla ante uno de los nichos y le ordenó:

– Caminá, Dalmita, para que la santa te vea.

La ayudó a dar un paso y él también gritó:

– ¿Han visto el milagro?

Traté de acercarme para saber a quién veneraban, pero Alcira me retuvo, tomándome del brazo. Como estábamos esperando que sellaran la losa frontal del nicho de Martel, no pudimos marcharnos en aquel momento.

Son devotos de Gilda, me explicó el parco Sabadell. Esa mujer murió hace siete, ocho años, en un accidente en la ruta. Sus cumbias no eran muy populares cuando estaba viva, pero fíjese ahora.

Habría querido pedirles a los devotos que se callaran. Me di cuenta de que sería inútil. Una mujer enorme, con una torre de pelo rubio y los labios ensanchados con pintura púrpura, sacó de su cartera algo que parecía el envase de un desodorante y, esgrimiéndolo como micrófono, arengó a los fieles:

¡Vamos, chicas, a cantarle todas a nuestra Gilda!

Emprendió entonces, desafinada, una cumbia que empezaba:

No me arrepiento de este amooor aunque me cueste el corazooón.

El coro persistió por cinco interminables minutos. Mucho antes del fin, acompañaron el estribillo con aplausos, hasta que una de las devotas -o lo que fuese- gritó: ¡Grande, Dama Salvaje!

Nos fuimos quince minutos después con una desolación peor de la que teníamos al llegar, sintiéndonos culpables por dejar a Martel en una eternidad tan saturada de músicas hostiles.

Me preocupaba que Alcira se quedara sola y la invité a que nos reuniéramos aquella misma tarde, a las siete, en el café La Paz. Llegó puntual, con esa extraña belleza llamativa que obligaba a volver la mirada, como si la tempestad del último mes no la hubiera rozado. La ayudé a que se desahogara contándome cómo se había enamorado de Martel la primera vez que lo oyó en El Rufián Melancólico, y cómo fue venciendo de a poco las resistencias que él le oponía, el miedo a descubrir su cuerpo desvalido y enfermo. Era solitario, arisco, me dijo, y tardó meses en acostumbrarlo a que no desconfiara de ella. Cuando por fin lo consiguió, Martel fue sucumbiendo a una dependencia cada vez más aguda. La llamaba a veces en medio de la noche para contarle los sueños, luego le enseñó a que le pusiera inyecciones en venas casi invisibles, ya demasiado heridas, y al final no la dejaba apartarse de él y la atormentaba con escenas de celos. Terminaron viviendo juntos en el departamento que Alcira alquilaba en la calle Rincón, cerca del Congreso. La casa que Martel había compartido con la señora Olivia en Villa Urquiza estaba cayéndose a pedazos y tuvieron que venderla por menos de lo que valían sus recuerdos.

Una conversación fue llevándonos a la otra, y ya no recuerdo si aquel mismo día o al siguiente Alcira empezó a contarme con detalle los recitales solitarios de Martel. Ella sabía desde el principio por qué elegía cada uno de los lugares, y hasta le sugirió algunos que él desechó porque no encajaban exactamente dentro de su mapa.

Un año antes de que yo llegara a Buenos Aires había cantado en la esquina de Paseo Colón y la calle Garay, a sólo tres cuadras de la pensión. Unas pocas siluetas de metal aferradas a un puente eran la única huella del antro de tormentos que, durante la dictadura, se conoció como Club Atlético. Cuando estaban por derribarlo para construir la autopista a Ezeiza, Martel alcanzó a ver el esqueleto de las leoneras donde habían perecido cientos de prisioneros, ya fuera por las torturas que se les aplicaban en unas enormes mesas metálicas, a pocos pasos de las jaulas, ya porque los colgaban de ganchos hasta que se desangraban.

Cantó una madrugada de verano frente a la mutual judía de la calle Pasteur, donde en julio de 1994 estalló una camioneta con explosivos, derribando el edificio y matando a ochenta y seis personas. Más de una vez se creyó que los asesinos estaban ya al alcance de la justicia y hasta se dijo que los habíá protegido la embajada de Irán, pero apenas la investigación avanzaba surgían obstáculos invencibles. Meses después del recital de Martel, The New York Times publicó en primera página la noticia de que el presidente argentino de aquel entonces había recibido, quizá, diez millones de dólares para que el crimen siguiera impune. Si era verdad, eso lo explicaba todo.

Cantó también en la esquina de Carlos Pellegrini y Arenales, donde una gavilla parapolicial asesinó en julio de 1974 al diputado Rodolfo Ortega Peña, disparándole desde un Ford Fairlane verde claro que pertenecía a la flota del astrólogo de Perón. Martel había pasado por allí cuando el cadáver estaba todavía tendido sobre la vereda, y la sangre fluía hacia la calle, y una mujer con los labios atravesados por un balazo le pedía al muerto que por favor no se muriera. No quiso cantar un tango en ese sitio, -me dijo Alcira-. Lo único que entonó fue un lamento largo, un ay que duró hasta que se puso el sol. Luego quedó callado como un niño bajo los gordos buitres.

Y cantó -pero eso fue antes de todo- frente a la antigua fábrica metalúrgica de Vasena, en el barrio de San Cristóbal, donde treinta obreros en huelga fueron asesinados por la policía durante las sublevaciones que aún se conocen como la Semana Trágica de 1919. Tal vez habría cantado también por los muertos del diciembre fatal en el que murió, pero nadie le dijo lo que estaba pasando.

A mediados de enero de 2002, en uno de los peores días del verano, cuando parecía que la gente estaba acostumbrándose a la incesante desgracia, Alcira me contó que, poco antes del recital fatídico en Parque Chas, Martel había leído la historia de un crimen ocurrido entre 1978 y 1979, y había conservado el recorte con la intención de dar allí también otro de sus conciertos solitarios. La noticia, censurada por los diarios de aquella época, hablaba de un cadáver varado entre los juncos de la Costanera Sur, junto a la pérgola del viejo balneario municipal, con los dedos de las manos quemados, la cara desfigurada y sin ninguna señal que permitiera identificarlo. Gracias a la confesión espontánea de un capitán de corbeta pudo saberse que el difunto había sido arrojado vivo sobre las aguas del Río de la Plata, y que su cuerpo, llevado por una corriente adversa, se había resistido a hundirse, ser devorado por los peces o arrastrado, como tantos otros, hacia la costa de la Banda Oriental. El recorte contaba que el difunto había sido arrestado cuando estaba con Rubén, Ojo Mágico o Felipe Andrade Pérez. Martel se desesperaba por cantar en homenaje a ese desdichado, y si se resistió a la muerte tanto tiempo, -me dijo Alcira-, fue sólo por la esperanza de llegar a la pérgola, junto a la orilla del río.

El mapa, entonces, era más simple de lo que imaginé. No dibujaba una figura alquímica ni ocultaba el nombre de Dios o repetía las cifras de la Cábala, sino que seguía, al azar, el itinerario de los crímenes impunes que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires. Era una lista que contenía un infinito número de nombres y eso era lo que más había atraído a Martel, porque le servía como un conjuro contra la crueldad y la injusticia, que también son infinitas.

Aquel día de calor atroz le conté a Alcira que había comprado ya mi boleto de avión para regresar a Nueva York a fines de mes, y le pregunté si no quería venir conmigo. No sabía aún cómo podríamos vivir los dos con el magro estipendio de las becas, pero estaba seguro de que la quería a mi lado, como fuera. Una mujer que había amado así a Martel era capaz de iluminar la vida de cualquiera, hasta una vida tan gris como la mía. Me tomó de las manos, me dio las gracias con una ternura que todavía me duele, y me respondió que no.

– Qué será de mí en un país con el que nada tengo que ver, -me dijo. Ni siquiera sé hablar inglés.

– Vivir conmigo, -le dije, tontamente.

– Tenés muchos años de luz por delante, Bruno. Y alrededor mío sólo hay oscuridad. No estaría bien que mezclemos las cosas.

Hizo el ademán de levantarse pero le rogué que nos quedáramos un momento más. No quería regresar a la desconocida noche. No sabía cómo decirle lo que por fin le dije:

– Me queda todavía una pregunta. Hace mucho que quiero hacértela, pero a lo mejor no conocés la respuesta.

Le confesé mi traición a Bonorino, le hablé de su muerte en Fuerte Apache y le revelé todo lo que sabía sobre el aleph. Quisiera entender, dije, por qué el bibliotecario dejó en mis manos un cuaderno que era también su vida.

– Porque no ibas a traicionarlo otra vez.

– No puede ser sólo eso. Hay algo más.

– Porque los seres humanos, por insignificantes que seamos, siempre tratamos de perdurar. De un modo u otro, queremos vencer a la muerte, encontrar alguna forma de eternidad. Bonorino no tenía amigos. Sólo le quedabas vos. Sabía que, tarde o temprano, ibas a poner su nombre en un libro.

– Voy a sentirme perdido sin vos, -le dije. Voy a sentirme menos perdido si nos escribimos de vez en cuando.

– Ya no quiero escribir otra cosa que mis recuerdos sobre Martel, contestó sin mirarme.

– Esto es el fin, entonces.

– ¿Por qué?, -dijo ella. No hay fin. ¿Cómo se puede saber cuándo es el fin?

Fui al baño y cuando volví ya no estaba.

Hasta la tarde misma de mi partida la llamé por teléfono diez, veinte veces. Nunca contestó. El primer día alcancé a oír un mensaje impersonal, que sólo repetía su número. Después, el timbre sonó y sonó en el vacío.

Todos los vuelos a Nueva York salían por la noche, por lo que me despedí no de la Buenos Aires que había imaginado sino de la reverberación de sus luces. Antes de desviarse hacia el norte, el avión se alzó sobre el río y rozó la ciudad por uno de sus costados. Era inmensa, plana, y no sé cuántos minutos tardamos en atravesarla. Había soñado tantas veces con el trazado que se vería desde lo alto que la realidad me desconcertó. Imaginé que se parecía al plano del palacio de Knossos o al mosaico rectangular de Sousse en el que está inscripta esta advertencia: Hic inclusus vitam perdit. El que aquí quede atrapado perderá su vida.

Era un laberinto, tal como yo había supuesto, y Alcira había quedado enredada en una de sus vías sin salida. La noche me permitió advertir que, tal como conjeturaba Bonorino, el verdadero laberinto no estaba marcado por las luces, donde sólo había caminos que llevaban a ninguna parte, sino por las líneas de oscuridad, que señalaban los espacios donde vivía la gente. Me vino entonces a la memoria un poema de Baudelaire, “Los faros”:

Ces malédictions, ces blasphémes, ces plaintes Ces extases, ces cris, ces pleurs, ces Te Deum, sont un écho redit par milles labyrinthes.

Estas maldiciones, estas blasfemias, estos lamentos, / estos éxtasis, estos gritos, estos llantos, estos tedéums, / son un eco repetido por mil laberintos. Ya no podía oír todas aquellas voces y el laberinto se había perdido en la noche. Seguí sin embargo repitiendo el poema hasta que me quedé dormido.

A las pocas semanas de llegar a Manhattan, empecé a recibir cartas apremiantes de la fundación Fulbright, reclamando un informe sobre el uso que había dado a mi beca. Traté de explicarlo en documentos formales que borroneaba y rompía, hasta que abandoné. Confié en que tarde o temprano ya no sabrían qué hacer con mi silencio.

Un mediodía de mayo salí de mi casa y caminé distraído por Broadway. Me detuve en Tower Records con la ilusión imposible de descubrir alguna grabación de Martel. Ya había hecho otras veces el intento. Los empleados, serviciales, buscaban el dato en las computadoras y hasta llamaban por teléfono a expertos en música sudamericana. Nadie había oído hablar jamás de él, y ni siquiera había el menor registro en las antolopías. Yo sabía todo eso, por supuesto, pero todavía me resisto a creerlo.

Me desvié hacia University Place y, al pasar por la librería de la universidad, recordé que quería comprar los Arcades Project de Walter Benjamin. El volumen costaba cuarenta dólares y llevaba semanas resistiéndome, pero aquel día dejé que el destino tomara la decisión por mí. Me entretuve echando una mirada a los estantes de Filosofía y encontré una copia de Intellectual Trust de Richard Foley. Se me dirá que todo esto no tiene importancia y tal vez no la tiene, pero prefiero no pasar por alto el menor detalle. Volví a tomar el libro de Benjamin y leí al azar, en un apartado que se titula Teoría del Progreso, esta línea: "El conocimiento llega sólo en golpes de relámpago. El texto es la sucesión larga de truenos que sigue". La frase me recordaba a Buenos Aires, que se me había presentado como una revelación pero cuyos truenos, ahora, era incapaz de convertir en palabras.

Cuando salía con el Benjamin en la mano, me crucé con el propio Foley. Apenas lo conozco, pero es el decano de Artes y Ciencias de mi universidad y siempre lo saludo con respeto. Él, sin embargo, estaba enterado de mi viaje a Buenos Aires. Me preguntó cómo había sido esa experiencia. Respondí con torpeza, atropellándome. Le hablé de los malos tiempos que me habían tocado, de los cinco presidentes que se habían sucedido en diez días, y mencioné al pasar que el cantor de tango sobre el que quería escribir había muerto la misma noche en que lo vi por primera vez.

– No te dejes abatir por eso, Bruno, me dijo Foley. Lo que se pierde por un lado a veces se recupera por otro. En julio, estuve diez días en Buenos Aires. No en busca de ningún cantor y sin embargo encontré uno extraordinario. Cantaba tangos de un siglo atrás en el Club del Vino. A lo mejor lo conoces. Se llama Jaime Taurel. La voz es conmovedora, transparente, tan viva que, si tiendes la mano, tienes la sensación de que podrías tocarla. Cuando salí de allí, alguna gente decía que es mejor que Gardel. Deberías volver, sólo para oírlo.

Esa noche no pude dormir. Cuando amanecía, me senté ante la computadora y escribí las primeras páginas de este libro.