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DOS ALEGRÍAS PARA EL CAMINO

La felicidad suele ser argüendera, egocéntrica, escandalosa. Su hermana, la dúctil alegría, es menos imprevista pero más compañera, menos alborotada pero también menos excéntrica. Y está en nosotros buscarla y en nuestro ánimo el hallazgo y no sólo el afán. Creo que es más tímida, pero más valiente la simple alegría de cada amanecer, acompañándonos, que la felicidad como una cresta impredecible. Depende más de nosotros dar con las alegrías, vaya o venga el destino, en la diaria devoción por la vida.

No es posible andar feliz, en vilo, abrazados, abrasándonos todo el tiempo, pero se puede andar alegre, serlo. Aunque estemos cavilantes o enfermizos, nostálgicos o abandonados, podemos tener alegría, no sólo encontrarla de pronto, efímera, como sucede con la felicidad. Sino, en medio de cualquier día y de todos, valorar el privilegio que es la vida misma, como venga. No se cree en la felicidad: se nos aparece. Sí se cree en la alegría, quienes la tienen, la construyen a diario.

Vivir en la ciudad de México, ver vivir a quienes nos atropellan las esquinas con su diario trabajo o su diario reproche, a quienes eligen uno u otro, necesita de un afán que si no está cruzado de alegría se desbarata entre las manos.

En honor a semejante certidumbre, hablaré de dos mujeres a quienes admiro por su alegría terca y su falta de piedad por sí mismas, incapaces de regalar culpas o reproches.

Todas las mañanas vuelvo de caminar como a las nueve y media. En la misma esquina encuentro siempre a las dos vendiendo los mismos dulces. Una es vieja como la vejez, pero sonríe de un modo infantil y ensimismado, como si mirara desde lejos. Nos hemos ido acercando por la ventana. Le pregunto cómo va, dice siempre que bien. No sé cómo, pero dice que está muy bien. De repente le llevo algo, pero muchas veces nada más el saludo. De cualquier modo ella se acerca y me pregunta si no quiero un dulce, aunque sea unas gomitas.

"Tómalo nomás así", me pidió el otro día ofreciéndomelas como su regalo de fin de año.

Tiene las manos llenas de arrugas y pecas, las piernas delgadísimas al terminar su falda de tablas brillantes.

Cada vez que se prende el rojo ella sube y baja la calle como si tuviera veinte años. Hace por lo menos diez que la encuentro, ha recorrido casi todas las esquinas del rumbo. Según me cuenta, ahora está en frente del Panteón de Dolores porque la última vez la corrieron de Tornel y Constituyentes. Quién sabe cuántos años tenga, pero por su aspecto podría tener noventa. No puedo decir que sea una mujer triste. Tampoco que se le vean motivos de sobra para vivir feliz, pero vive con el afán de estar viva entre las manos, eso puedo decirlo porque contagia la fortaleza de su andar por la ciudad como si navegara por ella bajo un aire luminoso y acogedor. Todos los días construye su alegría y en el modo como sonríe despacio, en paz, ofrece cada mañana su deseo de mantenerse viva mientras nos ve pasar.

La otra mujer es joven, aunque tiene la edad escondida entre la pobreza y el trabajo. Durante las vacaciones van con ella dos niñas. En la época de escuela sólo la menor, que ha crecido ante mis ojos jugando en la banqueta, llorando sus catarros, corriendo de un lado a otro, buscando el delantal de su madre cuando la cree perdida en la bocacalle.

– ¿En dónde andaba usted que la busqué en la Navi dad y no estuvo? -le pregunté ayer.

– Es que mi esposo compró focos y pusimos un puesto para vender -dijo, dando por hecho que yo sé que los focos son las series para los árboles de Navidad y que el puesto es uno de esas casualidades hechas hábito que hace que en esta ciudad cualquiera monte un puesto de temporada y venda focos lo mismo que durante el año vende

chicles.

– ¿Y cómo les fue? -pregunto.

– Muy bien. Las niñas anduvieron ahí contentas -dice como si las hubiera llevado de vacaciones.

– Me alegro -le digo.

– Mañana aquí estamos -contesta.

Cuando se prende la luz verde está dicho que al otro día llevaré el aguinaldo que no les di antes. Y está dicha su tímida pero contumaz alegría.

Las dos mujeres son dos frases en mi mañana. Dos frases de otros mundos que son parte del mío, dos lecciones, un mismo canto.

No se puede decir que mirarlas me dé un golpe de felicidad, que no me dé pena, doble pena: de vergüenza y de tristeza, verlas vivir sin la vida cobijada y de privilegio en que vivo yo, a sólo tres esquinas de ellas. Pero sí digo, porque es tan cierto como sus palabras, que nunca reprochan su destino distinto, su país que es tan otro aunque es también el mío, su mundo, por azar del destino y nuestros desatinos, tan lejos de mi mundo. Puedo decir que son dos alegrías en mitad del camino, un ejemplo para llevarse entre los ojos a lo largo del largo día.