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Las mujeres de la expedición estamos echadas sobre nuestros catres de a treinta pesos diarios, oyendo al mar altivo y contumaz que juega con la playa. Hemos buscado todos los días un lugar en el último rincón de arena soleada que puede albergarnos. A veinte metros de nuestra cabaña se amontonan decenas de cabañas apretadas de adolescentes. El revolcadero, que era un lugar remoto en el Acapulco de mi remota infancia, se ha vuelto la playa de moda en el Acapulco al que nos lleva la febril adolescencia de mi hijo y sus amigos. Sigue siendo un lugar de belleza privilegiada. Las olas vienen abruptas pero nobles, y uno puede jugar en ellas. Como antes, como mañana.
– Pensar que todo aquí va a seguir igual cuando ya no estemos para mirarlo -dice Daniela mi sobrina, que pronto deberá volver a la universidad en la que estudia leyes como quien las abraza.
– Todo -le contesta Catalina, que este año empezará el primer año de preparatoria-. Y no sé cómo pensar en eso sin que me aflija.
Están metidas en sus trajes de baño, jóvenes y lindas, en apariencia inofensivas, en verdad audaces. Yo las oigo caer en semejante conversación y finjo que duermo como quien se ha muerto.
El mar ha seguido viniendo a esta playa los mismos treinta años que llevaban mis ojos sin venir a mirarlo. Y ahora que he vuelto lo he encontrado intacto, idéntico, generoso, como estará cuando yo ya no pueda regresar a mirarlo. Irse de un sitio entrañable, dejar un paisaje que nos conmueve y arrebata, sin saber cuándo podremos verlo de nuevo, si volverá a existir para nosotros, nos estremece sin remedio como un atisbo de la muerte. Por más que vivamos como vivos eternos, al despedirnos, dice la canción, siempre nos morimos un poco.
Por eso alargamos las últimas horas de nuestro último día de playa, quedándonos sobre la arena hasta que el sol se perdió entre los cerros y el cielo se volvió de ese azul oscuro que amenaza con volverse noche. Hasta entonces recogimos las toallas y las camisetas, los bronceadores, los libros, y nos decidimos a ir en busca de los hombres de la expedición, que al contrario nuestro, tenían una cabaña en el centro mismo del hervidero de juventud y bikinis de la playa. Ahí se metían a esperar a unas bellezas rubias que no cayeron nunca entre sus brazos, pero que como todo sueño, fueron a ratos una realidad tan intensa como la mismísima realidad.
Al vernos levantadas recogiendo, don Tomás se acercó con su paso suave y su hijo de la mano. Nos hicimos amigos durante los días singulares en que él dejó su trabajo de herrero para trabajar vendiendo refrescos y armando cabañas en la playa. Ahí lo encontramos, entre la multitud de vendedores de todo tipo que atormenta a los turistas melindrosos y entretiene nuestra feliz ociosidad sobre la arena.
Hay a quien lo perturba el caos de vendedores y litigantes de la playa, yo debo decir que a mí me gusta su desorden, que el ir y venir de los únicos moradores de la playa que no están de visita, y que por lo mismo la miran con la indiferencia y precaución que sería imposible pretender entre los bañistas, me resulta una más de las diversiones que concede el alebrestado Acapulco.
Mientras uno pretende olvidar las mil cosas que no ha hecho en el año de trabajo, ellos acuden a nuestro comportamiento de lagartijas y le ofrecen a nuestro asueto toda clase de fantasías: tamarindos, vestidos, cocos, lentes, collares, caracoles, trencitas, tatuajes, quesadillas, caballos, canciones, refrescos, hieleras, lanchas, tablas, paseos, motos, sombreros, faldas, pulseras, plata. Y otra vez: tamarindos, vestidos, cocos, lentes. Si al rato se decide, me llamo Mario, Rosi, Tadeo, Juan, Luli, Toño, Meche, Guadalupe.
Yo les agradezco que insistan, porque si algo me urge es entrenarme en el "no" como posible respuesta, como tabla de salvación, y después de algunas compras, inevitablemente hay que entregarse a practicar el "no, gracias" como recurso para la supervivencia. Ni aunque uno cargue con un mes de sueldo en efectivo, alcanza para comprar todo lo que ahí venden a diario. Y uno no va a la playa cargando su sueldo, pero después del primer día de gastos y decepciones se aprende que algo del sueldo hay que llevar si pretendemos tener sombra y cobijo, antojos y tamarindos. Porque caballos no quisimos nunca.
La ecológica Daniela se encargó de hacernos ver la crueldad que se ejerce contra los pobres y huesudos animales que caminan la playa cargando gordos bajo el sol inclemente. En cambio ella y Cati se pusieron tatuajes temporales y ellos comieron quesadillas y desperdiciaron ceviches, mientras yo lamía el celofán de los tamarindos, como si algo del pasado irredento pudieran devolverme.
En la infancia íbamos a Acapulco en memorables viajes de cinco coches seguidos, y hacíamos nueve horas para recorrer el paisaje que esta vez recorrimos en tres y media. La última hora jugábamos a buscar el mar con un premio para el que primero lo viera. Y durante decenas de curvas despiadadas, lo íbamos buscando en el horizonte, hasta dar con una línea azul y lejana como la mejor de las promesas.
La tarde que les cuento, el mar acompañó nuestra despedida de don Tomás regalándole a su hijo una cantidad triplicada de los "chiquilites" que a diario recogía de entre la espuma en un juego obsesivo. Lo veíamos perderse, pequeño y escurridizo, entre las olas más bajitas, para luego aparecer con varios crustáceos de aspecto extravagante, mezcla de camarones con caracoles, entre las manos. Corría con ellos hasta nuestra cabaña, que para efectos prácticos era también la suya, y ahí buscaba la gran botella de agua que su padre le había conseguido para guardar los bien buscados chiquilites.
"Niño, quítale tus desórdenes a la señora", le decía don Tomás. Y él como que no lo oía y yo como que no me daba cuenta de sus desórdenes, y todos en paz.
El niño hizo su refugio junto a nosotros porque le caímos bien, y nosotros no podíamos sino agradecerle su preferencia rápida y sonriente. Podría haber puesto su botella con animales y sus gastadas chanclas en la cabaña de alguien más, pero escogió la nuestra, y ahí se metía entre pesquisa y pesquisa en busca de sombra, reconocimiento y agua.
– Mira señora este grandote -me decía, esgrimiendo al infeliz crustáceo que había sacado del mar retorcido y precioso. Luego lo ponía en la botella con los otros y volvía al agua corriendo para no quemarse los pies al ir despacio por la arena ardiente.
– ¿Y qué les haces? -le pregunté el día que nos conocimos.
– Se los llevo a mi mamá para que los fría con ajo. O los olvido, como ayer que aquí se quedaron.
– ¿Saben buenos? -pregunté.
– Saben como a camarón -dijo don Tomás, apareciendo con los refrescos de a diez pesos cada uno. Precio que podía parecer un escándalo si se le comparaba con los tres pesos que cuesta un refresco en la calle, pero que era una ganga en esa playa en la que el primer día los pagamos a quince pesos. Con ciento cincuenta, en lugar de cien por la cabaña.
– ¿Y usted por qué da más barato? -le pregunté.
– Es que los otros aprovechan porque nada más de esto viven, y cuando ven gente, abusan -dijo don Tomás-. Yo, como tengo un oficio, durante el año trabajo allá por mi colonia y sólo ahora que anda el gentío, pues vengo para traer al niño y para descansar, como usted. Y si me disculpa, al rato seguimos la plática -dijo, yéndose.
Seguimos la plática a lo largo de la semana y nos amarchantamos de lleno con don Tomás como nuestro proveedor universal de aguas, cocos, Cocas y Yolis. También como el encargado de calibrar los precios de otras mercancías y de echarles un ojito a nuestras pertenencias mientras nos íbamos al mar como a la guerra, pero sin más arma que nuestro corazón alborotado y nuestras ganas de sal y golpes.
Yo no tardé en darme cuenta de que eran muy pocos mis contemporáneos entre las olas. Sólo jóvenes había regados por la playa, promisorios y omnipotentes. De mi edad había uno que otro vendedor o vendedora, pero al parecer casi nadie con mis años se expone a que le peguen sin tregua las aguas del revolcadero. Tan sola me vi, que en lugar de sentirme desolada, me consideré dueña del privilegio de representar a mi ruinosa generación. Ya ni siquiera tuve vergüenza de no poseer un cuerpo firme y atlético como los que me rodeaban, pasé sin más a considerarme original y protegible como se considera a los monumentos arqueológicos. Tuve la certeza de que si hubiera habido por ahí un representante del Instituto Nacional de Antropología e Historia, me hubiera puesto en su lista de ruinas por amparar. Y ya no me importó lucir la pátina, ni que me faltaran algunos escalones y me sobraran otros. Así somos las ruinas: altaneras y tercas, me dije, corriendo tras el niño en busca de las olas, sin tratar ni por juego de moverme como la chica de Ipanema o las chicas de mi alrededor. Daniela y Catalina venían conmigo, condescendientes y divertidas como arqueólogas.
Todos los días el mismo rito de flojear y cansarnos, perder los ojos en el horizonte y perdernos donde se perdían nuestros ojos. Seis milagrosos días de playa. ¿Quién sueña con otros privilegios? No nosotros.
La tarde que nos despedimos de don Tomás y su hijo, tras varias fotos y múltiples promesas de mutua fidelidad el próximo año, alcanzamos a sentirnos tristes, a pesar de tanto recontar nuestras dichas. La noche anterior habíamos visto la luna anaranjada crecer sobre Pichilingue como un planeta en fuego, y varias tardes nos tomaron la mirada entre el cielo y los cerros en el generoso balcón de los generosos Minkov.
– Salgan de la tele -les pedí a los hombres del grupo que tras la playa quedaban catatónicos frente a las peores películas de acción que haya dado un canal de cable. Se preparaban así para luego perderse en el ruidero de las discotecas hasta las seis de la mañana.
– Estamos de vacaciones -alegaron.
– Y están perdiéndose la mejor puesta de sol que haya yo visto en mi vida -dijo Catalina. Segura de que sus catorce años pueden considerarse una vida.
– Tú pareces vieja, Catalina -le dijo su hermano Mateo.
– Soy vieja -respondió Catalina, arrellanada en el blanco e inolvidable balcón de los Minkov. Y luego volvió a pedir conmigo-: ¡Vengan a ver!
Como vampiros salieron los tres de su cuarto oscuro a una tarde que había encendido todas las nubes del cielo, y se quedaron mudos. Todavía no sabemos si de pena o de gloria, pero consideramos mejor no preguntarles.
Al día siguiente los llevamos a Pie de la Cuesta. Donde yo recordaba como un sueño unas olas inmensas devorando al sol inmenso, al tiempo en que unos hombres se columpiaban en ellas, diminutos y frágiles, haciendo un circo para dioses. Llegamos tarde. El sol se había metido y las olas del verano son cortas. Quedé como una fantasiosa, pero lo mismo nos reímos todo el trayecto, que se ha vuelto un escabroso ir entre cerros sobrepoblados que antes fueron desiertos, un viaje largo al parecer hacia ninguna parte.
– Una hora y media de camino para llegar a unas olas más chicas que las nuestras. ¿No dijiste que eran inmensas? -preguntó Mateo con la hilaridad en que le fascina regodearse cuando fracasan mis recuerdos.
– Suelen ser inmensas -dije yo, sin poder creer lo que veía-. ¿Verdad señora que suelen ser inmensas? -pregunté, llamando en mi apoyo a la mujer que vendía cocadas.
– Son inmensas -dijo ella-. Hoy no, pero sí son inmensas.
– Perfecto mamá, te creemos. ¿Ahora hay que desandar el camino largo o hay uno corto?
– El regreso es más largo porque es oscuro -dije yo-. Pero para que veas que me disculpo, pon a cantar a Eros Ramazotti, aunque me desespere su voz desesperada.
Volvimos cantando:
"única como tú
no hay nada más bello que tú".
Y yo le dediqué la canción a la playa y él a una novia que un día tendrá, como quien tiene una esmeralda.
Más tarde caminamos por la ensordecedora costera recontando las estrellas que aún no se traga la luz de los hoteles y mirando a la gente iniciar su noche como una fiesta. Ningún día fue el mismo y todos se parecían en su idéntica armonía ociosa. Estuvimos felices. No sé qué pueda haber mejor que las vacaciones. Lo digo sin remordimientos, con la eterna nostalgia que me toma septiembre.