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JUGAR A MARES

No a todo el mundo le sucede lo mismo con el mar. Hay quienes lo detestan o le temen. Cada quien descansa como puede y se busca la ruina y el éxtasis cerca de donde puede. Yo que nací bajo tres montañas, necesito del mar como de un consuelo único. Porque en ninguna parte, bajo ningún cielo, soy capaz de abandonarme a la sencillez y la generosidad como cerca del mar. Por eso ahora he puesto entre mis planes uno que me permita permanecer en el estado de inocencia y valor que predomina en mí cuando el mar está cerca. Aun cuando pretenda descifrar el mundo, y una vez tras otra no lo consiga, quiero imaginar que lo comprendo aunque sea un rato cada día. Por eso hay que poner en nuestros planes el deber de jugar.

Jugar, lo mismo que leer o enamorarse, es hacer un viaje a mundos redondos, asibles, perfectos. Jugamos para entregar todas nuestras emociones a un solo pensamiento, al lujo de olvidar todo lo que de insoportable pueda haber en el mundo. Por eso amamos los juguetes, por que sugieren, nos hablan, de lo mejor que tenemos y podemos ser. Los juguetes, como los sueños, nos permiten volar sin lastimarnos, tocar sin temer el rechazo, imaginar sin desencanto, conmovernos sin rubor. Y no hay edad que no los necesite, ni mujer ni hombre que pueda abandonarlos.

Al crecer, cambiamos las muñecas y los patines por las computadoras y las obras de arte, los libros, el amor y los teléfonos, los estetoscopios o los automóviles. Así, seguimos jugando. Incluso con más asiduidad que cuando éramos niños, jugamos cuando adultos urgidos de encontrar cobijo para nuestra memoria, olvido para nuestros litigios.

Alguna vez creí que la necesidad de sentirse parte del absoluto iría mermándose con el paso de los años, hasta que todo fuera un sosiego más regido por el desencanto que por la euforia. No sé si por fortuna, pero me equivoqué. El tiempo que nos aleja de la infancia, de la primera juventud, de lo que suponíamos la perfecta inocencia, no sólo no devasta la esperanza, sino que la incrementa hasta hacerla febril, hasta en verdad perfeccionar la inocencia haciéndola invulnerable.

Nadie más dispuesto a creer que un avión de papel puede cruzar el mundo, ni más apto para viajar en los entresijos del barquito que soltamos sobre una fuente, que un adulto desencantado. Nadie más listo para entregarse a su fantasía como al único camino que lo salve del tedio de vivir confiando sólo en lo que los periódicos o la ley consideran posible.

Los niños juegan con la concentración con que los dioses griegos se hacían la guerra. Los adultos inventamos juguetes más urgidos de juegos y de concentración que de guerra. El viento no se ve, la sombra que cae de los árboles no se toca, la luz que enceguece la mañana no se puede guardar, pero algo de toda esa magia puede caber en un juguete que por un momento nos explique el viento, la luz, las sombras, el árbol. La tierra siempre guarda secretos, los juguetes siempre nos ayudan a soñar que algún secreto desciframos, que algún paraíso nos pertenece.