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LA CASA DE MANÉ

Sentados en la banca del desayunador oíamos al abuelo contar la historia del caballo alas de oro, mientras Mané cocinaba huevos con epazote para todos. Nos gustaba pasar ahí la noche: cada cosa estaba llena de pequeñas magias y secretos. El cuarto del abuelo tenía una ventanita que daba al baño de atrás, la recámara de Mané una puerta en la duela por la que podíamos bajar al sótano. En el corredor había un cuartito del que todas las mañanas salía la ropa sucia. Mané la contaba y la distribuía en el tiempo de la lavandera en turno. Mi abuela nunca pudo lograr que el turno durara más de quince días.

Tenía los ojos claros y la nariz respingada, la boca todavía coqueta, la contumacia dirigiendo cada pedazo de su vida. Pasó veinte años en silla de ruedas y consiguió que a todos se nos olvidara su pena, incluso a ella.

Mané fingía ser una niña medio ingenua, muy consentida y simpática, pero tenía menos temor y más certezas que toda la familia. Cuando recordaba los poemas que había aprendido setenta años antes, en el colegio, era imposible no besarla como a una hija, aunque fuera mi abuela.

Le gustaba mirar fotografías, decir que iba a morirse en dos semanas y hacer planes para los siguientes diez años. Le gustaba conversar y preguntarme; todo lo que yo hacía en México, la ciudad que a ella le resultaba incomprensible y brutal. Mientras, dibujaba flores o grecas o círculos con un lápiz que siempre tenía en su mano, cerca de un anillo en forma de pepita que su madre compró hará ciento veinte años en ochenta pesos.

Arriba del ropero siempre había unos dulces que le gustaba repartir entre quienes la visitaran. Adentro, sobre los entrepaños, todo estaba puesto en cajas de colores que ella me pedía desde el cuarto vecino como si las estuviera viendo: "Haz favor de traerme la cajita roja con un dibujo dorado que está entre una de flores y una azul claro".

De ahí sacaba las chácharas más extravagantes, los sobres más amarillentos, las fotos más entretenidas.

El billar estaba subiendo una larga escalera de piedra. Era el refugio del abuelo. Ahí, cuando él murió, mi abuela siguió creyendo que aún vivía. Entre los libros más locos y los animales disecados, estaba la enorme mesa verde sobre la que él planeaba carambolas perfectas que después fallaba sin ninguna decepción. Parecía como si se hubiera ido nada más un ratito.

En el sótano hubo siempre toda clase de tiliches que fueron desapareciendo junto con la imaginación que me hacía verlos fantásticos. Sin embargo, al final encontré cuatro sillas que pertenecieron a mi bisabuela y que Mané me regaló como una herencia perfecta. Están viejísimas, a cada rato se les rompe una pata o el mimbre, pero las compongo porque necesito saber que su larga vejez vive aún alrededor de la mesa sobre la que va y viene nuestra vida. Cuatro sillas como cuatro presencias de un pasado en el que tuve sitio. Cuatro sillas como cuatro certezas, cuatro buenos deseos, cuatro esperanzas, cuatro miedos cuidadosamente tallados en madera.

Aquel día besé a Mané por el regalo y hoy a mi hija que estuvo a punto de caerse con tal de no tirar a la basura mi regalo.

– ¿Cuántos años tienen estas sillas? -preguntó con la pata en la mano.

– Como ciento veintidós -digo.

– ¿Y hasta cuándo vamos a usarlas?

– No sé. Hasta que se rompan para siempre -digo, pensando en que eso diría mi abuela. Segura de que lo suyo no se averiaba jamás. Ni sus cosas, ni su corazón, ni el destino de su nieta llevándole la contraria en todo mientras a todo le decía que sí.