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En el verano de 1985, todos teníamos ya treinta años. Quiero decirte con ello que todos éramos ya conscientes de que nuestra juventud se acababa. Tal vez por eso, aquel verano llegó a nosotros con una especie de melancolía de otoño anticipada.
A pesar de ello, cuando empezó el mes de julio, nos fuimos de vacaciones igual que todos los años. Unos se fueron al mar, al chalet de algún amigo o a la casa de verano de sus padres, otros volvieron a casa y otros, como Eva y yo, nos fuimos a hacer el viaje que desde hacía ya mucho tiempo habíamos estado soñando: a Suecia, su país, que yo estaba deseando conocer y ella ansiosa de enseñarme. La víspera de nuestra partida, encontré a Rico en El Limbo. Él no se iba a ninguna parte. A él lo único que le gustaba era Madrid y más en el verano, cuando apenas queda nadie.
– Hazme caso -me dijo, con su habitual gesto escéptico, mientras me ofrecía un cigarro-. Éste es el único lugar del mundo realmente interesante.
Encendí el cigarrillo y me quedé mirándolo. Rico era de Madrid, había vivido aquí prácticamente siempre y aquí seguía viviendo, en la casa y del dinero de sus padres. Al parecer, Rico era de buena familia, aunque él nunca lo dijera.
La verdad es que Rico era un tipo extraño. Andaba cerca de los cuarenta y peinaba ya algunas canas, pero nadie sabía qué hacía ni en qué entretenía su tiempo. De día, era difícil verlo (según él, dormía hasta el mediodía), pero, de noche, a partir de las once, se lo encontraba siempre en El Limbo. Allí lo había conocido yo, a poco de llegar a la ciudad, en el mismo rincón en que ahora estábamos.
Hacía un calor sofocante. Durante todo el día, la tormenta había rondado la ciudad, sin conseguir desatarse, y ahora que ya era de noche el asfalto desprendía un vaho espeso y caliente que se pegaba a la piel como si fuese una pasta. La puerta del local estaba abierta y los ventiladores funcionando a todo gas, pero hacía tanto calor que apenas podía aguantarse. Pensé que era una broma que el bar se llamase El Limbo.
– Todo es acostumbrarse -dijo Rico-. Duermes de día y vives de noche.
– O sea -le dije yo-, como todo el año. -Ya -me respondió él, sonriendo-. Pero, en verano, los días son más largos.
Julito, el camarero, nos trajo unas cervezas y Rico, tras dar un trago a la suya, volvió al discurso anterior:
Mira, Carlos, no te engañes. Todo lo que puedas ver por ahí está aquí. No en Madrid; en este bar, en la esquina de esta calle… Y lo que no -dijo, muy solemne- está en el Museo del Prado.
No estaba muy de acuerdo con él, pero tampoco tenía interés en llevarle la contraria. Bebí un trago de cerveza y me recosté en la pared, con el cigarro en los labios.
Hacía ya muchos años que frecuentaba aquel bar. Desde que llegué a Madrid en el otoño de 1975, El Limbo se había convertido en mi cuartel general nocturno, igual que para muchos otros; sobre todo, para los que, como Rico y yo, no teníamos que madrugar al día siguiente. Había pintores, poetas, gente sin profesión conocida, algún novelista inédito, algún filósofo puro, algún músico, algún actor y, sobre todo, borrachos. Borrachos de todas clases. Desde el hombre que vendía poemas por los cafés hasta el que presumía, cuando recordaba sus buenos tiempos de actor, de haber trabajado con Ava Gardner. Y de haberse acostado con ella, claro.
La verdad es que El Limbo era un sitio raro. Anclado en mitad del barrio, entre la plaza de las Salesas y la de Alonso Martínez, El Limbo acogía también a algún cliente de paso, extranjeros sobre todo y españoles de provincias deseosos de conocer el Madrid nocturno, del que les habrían hablado, y era el sitio preferido de los últimos noctámbulos. Hacia la madrugada, cuando los demás cerraban, el bar se llenaba de renuentes y de gente empeñada en no regresar a casa. A partir de ese momento y hasta la hora del cierre (muchas veces ya de día), era cuando El Limbo hacía honor a su nombre y cuando los clientes se encontraban en su salsa.
Pero, esa noche, todavía era pronto para que El Limbo estuviese ya animado. Julito y Pepe, los camareros, mostraban su aburrimiento apostados como saurios a ambos lados de la barra y César, el pianista, miraba desde la puerta a la gente que pasaba por la calle. Seguramente, esperando, como nosotros, que la tormenta se desatara.
Rico aplastó el cigarro. Me dijo:
– Míralo, ahí lo tienes. Él ha viajado por todo el mundo sin moverse siquiera de este bar.
Se refería a César, el pianista, cuya delgada figura se recortaba en la puerta, de espaldas a nosotros, contra la luz de la calle: la luz del neón del bar y la del farol de enfrente. Al contraluz de la puerta, el viejo pianista parecía un cartel más, uno de esos cartelones de tamaño natural que anuncian a la puerta de algunos bares la composición del menú del día o las especialidades culinarias de la casa. Aunque, así visto (de espaldas), César no parecía tan viejo. Incluso alguien que no lo conociera habría jurado que no era mayor que Rico. El maestro, como lo llamaba éste, se conservaba muy bien, y ello a pesar de vivir siempre al día, en pensiones de segunda y comiendo por los bares. A veces, yo lo encontraba en El Nueve, a pocos metros del Limbo, o en el Bogotá, en Belén, el restaurante más concurrido y barato de la zona en aquel tiempo, compartiendo el menú del día con los obreros y con los estudiantes del barrio. Aunque siempre estaba solo en una mesa. Al parecer, el maestro, que había estado casado y tenía ya algún hijo de mi edad, llevaba separado muchos años y, desde entonces, su única casa era El Limbo y su único amigo el piano. No en vano, desde hacía doce, allí pasaba las noches, bebiendo whisky y tocando.
– Pues hoy no parece que tenga muchas ganas -le comenté por lo bajo a Rico, que acababa de apagar el anterior y ya estaba encendiendo otro cigarro.
– No me extraña -dijo éste, observando el panorama.
Y es que El Limbo estaba en cuadro. Desde finales de junio, la gente había comenzado a desfilar y, ahora que ya se acercaba agosto, las deserciones se producían en masa. Excepto a Rico y a pocos más (los que estaban en el bar aquella noche), parecía como si a todos el verano en Madrid nos quemase.
Pero al maestro aquello no parecía importarle. Al menos no demasiado. Cuando le pareció, dejó de mirar la calle y se dirigió a su sitio, saludándonos, al pasar junto a nosotros, con un leve movimiento del cigarro (siempre tenía un cigarro en la boca, incluso mientras tocaba). Se sentó y abrió el piano y comenzó a acompañar, para ejercitar los dedos, la música que sonaba.
En la barra, Julito y Pepe se despertaron. Pepe quitó la música y Julito le llevó a César su primer whisky, que éste posó, como siempre, después de beber un trago, en el borde de la tapa del piano. Miré la hora: eran las once y cuarto.
A esa hora, otras noches, ya estarían en El Limbo Suso y Mario. Y estarían al llegar los de Argensola, y los del grupo de Salamanca; o sea, los habituales. Pero la mayoría ya estaban de vacaciones y Suso, aunque seguía aún en Madrid, había quedado con una chica que había conocido en un bar el día anterior. Aparecería después, como siempre, exhibiendo con orgullo su conquista o renegando de las mujeres, en caso de fracaso.
La verdad es que Suso no cambiaba. Desde que lo conocía, no hacía más que pensar en las mujeres; eran lo único que le interesaba. Incluso cuando escribía, que era lo que pretendía hacer y para lo que había venido a Madrid abandonando sus estudios de Derecho y el despacho que su padre le tenía preparado en La Coruña, lo hacía pensando en ellas; pensando en impresionarlas. Aunque tampoco escribía mucho, la verdad. No tenía tiempo, decía. Suso pensaba, como Balzac, que cada mujer de la que te enamoras es una novela menos que escribes, pero, al contrario que el escritor francés, él prefería enamorarse a escribir, al menos mientras pudiera. Ya tendré tiempo, decía, cuando me canse.
– ¿Cuando te canses de qué? -le provocaba Agustín, el camarero del Nueve, cuando Suso decía aquello.
– De escribir. ¿De qué va a ser?… ¡No te jode! -le respondía Suso, sarcástico.
Pero, de momento al menos, Suso no parecía cansarse. Al contrario, últimamente apenas paraba en casa. Desde lo de la italiana, que lo dejó por un guitarrista (a él, que odiaba a los músicos más que a ningún otro gremio en el mundo: decía, enmendando a Marx, que eran el opio del pueblo), parecía que quería resarcirse del fracaso. Mario, en cambio, era todo lo contrario. Tenía una novia, María, desde muy joven, pero lo único que hacía era escribir, aunque ya no necesitaba impresionarla. Mario lo que quería era triunfar cuanto antes. Ahora estaba en Tenerife, en casa de su familia, terminando una novela que llevaba ya escribiendo varios años. Suso decía que Mario todavía no sabía que la mejor novela, para un escritor puro, es el fracaso.
La tormenta no llegaba. César empezó a tocar y en la barra acabaron todos de despertarse. Había ya algunos más: Juan Luis, el dueño del Limbo; Paloma, la novia de Pepe, y un amigo de Julito. Todos, pues, de la familia. Y todos adormilados. Alguno, posiblemente, terminaría de levantarse.
El que llegó fue el dueño de Sam, igual que todas las noches, con la correa del perro amarrada al cinto y el periódico del día bajo el brazo. Como de costumbre hacía, fue el perro el que entró primero, tirando de la correa (y del dueño) en dirección a la barra. Pepe le daba patatas fritas y el perro lo perseguía de un lado a otro del mostrador, erguido sobre las patas, mientras el dueño tomaba café a su lado. Luego, éste fumaba un cigarro y, después, los dos se iban y se perdían entre los coches. Siempre iban juntos y casi siempre solos, como dos enamorados. A veces, yo los veía cuando regresaba a casa, paseando todavía o sentados en la plaza, y me preguntaba, no sin envidia, qué habría entre ellos para que siempre estuvieran juntos, sin separarse.
Empecé a sentirme triste. Me ocurría algunas veces, cuando las noches se presentaban tan insulsas y vacías como aquélla o cuando iba a emprender un viaje. Y, aquella noche, se daban ambas circunstancias. Además, César parecía empeñado en llenarnos de melancolía. Cuando terminó Ansiedad, la canción con la que siempre solía empezar las noches (era casi como un himno), comenzó a tocar Sin ti, un bolero de Los Panchos que tocaba pocas veces y siempre a última hora, cuando ya estaba borracho. Se ve que también a él la tormenta, o lo que fuera, le había puesto nostálgico.
Recordé el día en que conocí El Limbo. Fue al poco tiempo de haber llegado a Madrid, con Julia y con Paco Arias. Paco Arias, que vivía en Fuencarral, solía ir todas las noches y nos llevó a conocerlo apenas recién llegados. Recuerdo que estaba César tocando. Nos sentamos en una mesa del fondo, al lado del guardarropa, y durante largo rato permanecimos todos callados. Paco Arias no hacía más que liar porros, igual que todas las noches, y Julia y yo, que acabábamos de llegar a la ciudad, lo mirábamos todo con asombro provinciano. Yo, especialmente, el cielo del techo, que me pareció el más bello que había visto jamás. Siempre, de hecho, me lo siguió pareciendo, aunque desde aquella noche volví a verlo muchas veces. Tantas como pasaría en El Limbo antes de que lo cerraran.
Mientras lo volvía a mirar, y mientras escuchaba a César, que seguía tocando el piano como si estuviese solo en el bar, pensé en qué habría sido de Julia y de toda la gente que conocí por entonces. Habían pasado diez años. Diez años ya desde aquella noche en la que Paco Arias nos llevó a conocer El Limbo, del que tanto nos hablaba allá, en Oviedo, cuando volvía de vacaciones. Paco Arias había venido antes, cuando empezó a estudiar Bellas Artes, e hizo de puente para nosotros y de anfitrión y de guía cuando llegamos. No en vano todos habíamos estudiado juntos y comenzado a soñar con Madrid cuando la lluvia triste de Asturias nos recluía en el bar Sevilla o en los de la calle Uría, junto con los vecinos del barrio. Luego, él se fue (como en el viaje de ida, el primero) y Julia y yo, aunque seguimos juntos un tiempo, acabamos también separándonos. Julia se quedó en Madrid, pero le perdí la pista. Lo último que supe de ella es que se había casado.
La verdad es que, a veces, todavía la añoraba. Añoraba su pelo negro y la pureza de aquellos ojos que vi por primera vez en aquel bar de la Facultad en el que solía pasar las horas con mis amigos hablando de pintura y poesía y conspirando (eran los años setenta y la Universidad estaba más en los bares que en las aulas de las clases). Aquella tarde, recuerdo, cuando ella entró, nos quedamos todos callados. Era tan bella que parecía pintada.
En seguida se convirtió en la musa del grupo. Un grupo en el que todos lo compartíamos todo, o al menos lo pretendíamos, y en el que, por eso mismo, Julia no debía ser de nadie. Aunque desde el primer momento se estableció entre nosotros una dura competencia por ver quién la conquistaba. Terminé haciéndolo yo, ante mi propia sorpresa, y fue la primera causa de que el grupo se rompiera. La siguiente fue la vida, que ya empezaba a llamarnos.
Cuando llegamos aquí, Julia todavía tenía aquella mirada limpia que me enamoró la primera vez y que me acompañó por los bares de Oviedo durante más de dos años; los que tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas: la ilusión de ser felices, y libres, y hasta famosos. Pero en seguida empezó a enturbiársele. La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos tenía reservadas (y de muchas de las cuales yo fui culpable en su caso), se la fueron enturbiando poco a poco, como la lluvia triste de Oviedo, hasta acabar convirtiéndosela en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos. Era el año 81 y habían pasado seis años.
Habían pasado seis años. Y otros cuatro más desde entonces. Julia estaría ahora durmiendo junto a un desconocido mientras yo seguía escuchando a César y contemplando el cielo del Limbo, como aquella noche de otoño en la que Paco Arias nos lo enseñó. Habían pasado diez años. Diez años ya y apenas me había enterado.
– ¿Otra cerveza? -me sacó Rico de mis recuerdos.
– Bueno -le respondí, regresando bruscamente del pasado.
Del pasado y del futuro. Porque, mientras recordaba, mientras, a mi lado, Rico bebía y fumaba en silencio igual que todas las noches, comencé a pensar también en el viaje que emprendía al día siguiente y, sobre todo, en lo que me encontraría en Madrid cuando volviera. Un pensamiento que me angustiaba desde hacía días, aunque me resistía a reconocerlo.
Siempre me ocurría lo mismo cuando llegaban las vacaciones. Solía ocurrirme en junio, incluso, a veces, ya en mayo, en esos días inmensos en los que la primavera va avanzando hacia el verano y la ciudad se llena de gente y de turistas que van de paso.
De repente, una inquietud, como una extraña zozobra, se me instalaba en el pecho y ya no me abandonaba hasta que por fin me iba. Pero, aquel año, era diferente. Aquel año, la inquietud había dejado paso a una especie de nostalgia inexplicable que me oprimía el estómago y que, en lugar de atenuarse, como me ocurría otras veces, había ido en aumento a medida que el verano transcurría. Era como si temiera que, aquel verano, las despedidas fueran a ser para siempre; como si presintiera que, a la vuelta de mi viaje, ya nada sería lo mismo; como si supiera ya que, aquel año, el verano no iba a ser otro paréntesis de tiempo, como todos los veranos anteriores, sino un punto y aparte en nuestras vidas. ¿Sería que había llegado el momento de abandonar para siempre, definitivamente, la juventud?
Otros años, en efecto, cuando llegaban las vacaciones, yo me iba de Madrid con la impresión de dejar atrás, además de a los amigos, una parte de mi vida; la parte que se cerraba, como la puerta a mi espalda, cuando salía de casa. Pero no era importante. O, al menos, no lo creía así entonces, cuando lo estaba viviendo, aunque luego, con el tiempo, me diera cuenta de que cada una de aquellas despedidas era una pérdida más que se sumaba a las otras para juntas ir robándome la vida. Pero ahora la impresión era la de que aquel tiempo se terminaba; que aquellos años felices que había vivido en Madrid y que creía infinitos se acababan para siempre sin que ni yo ni nadie pudiéramos impedirlo. Por eso, aquella noche, en El Limbo, yo estaba tan melancólico, pese a que tenía motivos para todo lo contrario.
– ¿Y Eva? -me preguntó Rico, mirándome.
– Quedó en casa. Preparando las maletas.
No había querido salir. La había llamado dos veces, a su trabajo y, más tarde, a casa, pero las dos me dijo lo mismo: que no quería salir, que prefería quedarse en casa preparando las maletas para no tener que hacerlas al día siguiente. Siempre tan previsora, tan responsable.
– ¿A qué hora sale el avión?
– A la una.
¡Ah! Entonces tienes tiempo de emborracharte -me dijo Rico, sonriendo, a la vez que me ofrecía otro cigarro.
Sí, sin duda Rico tenía razón. Sin duda Rico estaba en lo cierto y lo mejor que yo podía hacer esa noche era emborracharme, a la vista de cómo me sentía y de lo que me rodeaba. Madrid era un cementerio y El Limbo un panteón vacío lleno de espejos y de fantasmas.
Nunca los había visto así. Tal vez era una impresión, un reflejo de mis propias inquietudes, pero, desde hacía ya días, Madrid parecía un desierto del que hasta el viento se hubiera ido. Era como un escenario abandonado por sus actores, como un inmenso teatro lleno de polvo y de sombras que se iba convirtiendo poco a poco en un magnífico decorado. Un decorado de asfalto y piedra, lleno de coches inmóviles, que flotaba como un barco en la calima de los días y que de noche se iluminaba bajo las luces de las tormentas.
Y lo mismo sucedía con El Limbo. Cada día estaba más muerto, más vacío y decadente, pese a que algunos clientes le seguían siendo fieles, como si su presencia fuera obligada. Ése era el caso de Rico, que no fallaba una noche.
– ¿Y qué harás en agosto, cuando cierre? -le pregunté, señalando el bar.
– Hay más bares -me respondió él, sonriendo.
– Ya. Pero no es lo mismo -le dije yo, imaginándolo en cualquier bar de la zona, de los pocos que quedarían abiertos. Una imagen que se me antojaba triste, quizá porque yo lo estaba.
– No creas -me dijo Rico, impasible, soltando el humo del cigarrillo en dirección al ventilador-. Incluso viene bien cambiar de aires.
¡Cambiar de aires!… Eso era lo que iba a hacer yo y lo que me preocupaba tanto. Presentía que aquel mundo evanescente, aquel mundo de ilusiones y de sueños en el que vivía yo entonces era tan frágil y delicado que cualquier cambio podía romperlo. Y, por otra parte, temía que eso ocurriera en mi ausencia, cuando nada podría hacer por impedirlo.
Nunca hasta entonces lo había visto tan cerca. Desde que llegué a Madrid (y aún antes: cuando todavía vivía en Asturias y era un estudiante joven que miraba la vida y el mundo con desprecio), había vivido con tanta prisa, tan de espaldas a éste y a mí mismo, que pensaba que el tiempo sólo corría para los otros y que yo estaba a salvo de su paso. Los primeros años, con Julia, y, luego, ya por mi cuenta, viví Madrid y sus largas noches como si fueran una aventura que no iba a acabar nunca; una aventura irreal, hecha de amores y sueños que nunca se terminaban porque no llegaban a realizarse jamás.
Los primeros años, con Julia, fueron los más divertidos. Los dos éramos muy jóvenes, estábamos enamorados y creíamos que la vida también estaba de nuestra parte. Eran los años setenta, los primeros tras el franquismo, cuando Madrid y todo el país despertaban del letargo en que vivían y se disponían, como nosotros, a recuperar el tiempo perdido.
Fue la época en la que conocimos a Juan y a Suso. Y a Mario. Y a Julio. Y a Carlos Cuesta. Y a Pedro. Y a Rosa Ramos… Gente que, como nosotros, había llegado a Madrid con su maleta y su sueño a cuestas, todos dispuestos a ser felices y decididos a realizarlo. Fueron años trepidantes. Vivíamos todos juntos en buhardillas o en pisos de alquiler que cambiábamos cada poco en función de las circunstancias y de nuestras posibilidades, y pasábamos los días en una especie de larga fiesta que sólo se interrumpía cuando llegaban las vacaciones. Entonces, cada uno regresaba a su lugar, como los pájaros en el otoño, para volver al cabo de un tiempo con los sueños y las fuerzas renovados. Ambos los necesitábamos, sin duda, pues, al mismo tiempo, vivíamos en la pobreza más absoluta.
Pero era emocionante. Era como vivir en una noria de feria, en el centro de una ola torrencial e irresistible que nunca se detenía y que unía los días con las noches, como si todos fueran la misma cosa. Era la época de las discusiones, de las manifestaciones políticas, de las fiestas clandestinas y los mítines prohibidos y de las largas noches de confidencias en casa de los amigos o en las barras de los bares. Y también, para nosotros, del descubrimiento de una libertad que había sido un largo sueño para dos generaciones de españoles anteriores a la nuestra.
A la vez, yo iba pintando. Todavía no sabía qué era lo que quería pintar, ni tenía sitio a veces para poder hacerlo con calma, pero pintaba y pintaba con esa decisión firme de quien está convencido de que acabará encontrando ambas cosas. El verde intenso de Asturias seguía fijo en mi paleta, como sus lluvias en mi memoria, pero empezaba a mezclarse con los rosas y violetas de los cielos de Madrid. Un Madrid que quizá no era el real, pero que era el que yo vivía: el Madrid del Limbo y de Malasaña, el de los viejos cafés, el de las churrerías y los bares sin destino y el de los amaneceres fríos de retirada. Aquel Madrid ya desaparecido que despertaba, como nosotros, a un tiempo de libertad.
Madrid empezó a cambiar hacia principios de los ochenta. Coincidió con el final de aquellos años históricos (para el país y para nosotros) y, en mi caso, sobre todo, con el de mi relación con Julia. Fue en el invierno de 1981. Después de meses de desencuentros, de alejamientos y de reconciliaciones que apenas duraban días, semanas todo lo más, Julia y yo decidimos separarnos y seguir cada uno por nuestro lado. Fue una decisión muy triste. Aunque los dos la sabíamos cercana (fundamentalmente ella, que llevaba mucho tiempo soportando mis traiciones), significaba romper con varios años de vida y con innumerables sueños comunes, algunos ya realizados. Pero era inevitable. Yo me había cansado de ella y ella sufría conmigo. Por eso, aquella mañana, cuando nos despedimos, sentí que algo importante se terminaba y no sólo aquella historia que había empezado en Oviedo, cuando los dos éramos todavía casi adolescentes y teníamos aún toda la juventud por delante.
Pero, en aquel momento, apenas me di cuenta de todo aquello. Entonces yo vivía sumergido en la trepidante fiesta en que Madrid se había convertido y no tenía tiempo para pararme a pensar en ello y mucho menos en lo que significaba. Entre pintar y quemar las noches vagando de bar en bar, buscando nuevas conquistas y experiencias que contar al día siguiente (no importaba su interés), ni siquiera tenía tiempo de echar de menos a Julia. Y, cuando eso me sucedía (al principio, con más frecuencia, pero, luego ya, a medida que fue pasando el tiempo, cada vez con menos fuerza e intensidad), me consolaba pensando que lo que había perdido al perderla a ella lo compensaba sobradamente la libertad que ahora disfrutaba. Todavía creía que la pareja y la libertad eran dos cosas incompatibles.
Sin embargo, aquella pérdida comenzó a verse en mis cuadros. Sin que lo percibiera al principio, mi paleta empezó a cambiar y los colores comenzaron a volverse más intensos, al tiempo que desgarrados. Empecé a pintar figuras, retratos de personajes que conocía o que imaginaba y que tenían en común el mismo gesto y la misma expresión en la mirada. La vida que yo vivía se reflejaba en sus rostros, pero yo todavía no era consciente de ello ni de por qué los colores surgían con tanta fuerza, pese a que, en su composición al menos, siguieran siendo los mismos. El rojo, el negro, los ocres, los amarillos napolitanos, todos aquellos colores que ya utilizaba entonces y que aún uso algunas veces como pronto tú descubrirás, parecían de repente cobrar otra intensidad, al tiempo que las figuras, que se me representaban solas y aisladas unas de otras, se volvían más histriónicas. Era como si, al pintarlas, aquellas noches de vino y rosas y los amigos con que las compartía perdieran toda su gracia; como si sus personajes, al pasar por mis pinceles, se volvieran irreales. Todavía conservo algunos cuadros de aquéllos, principalmente acuarelas, y me sorprende que no me diera cuenta ya entonces de hasta qué punto me retrataban.
Mi autorretrato empecé a pintarlo bastantes años después, cuando me empecé a dar cuenta de que me quedaba solo; quiero decir, solo con Eva. Debió de ser aquel año, a la vuelta de Suecia, cuando la dispersión ya anunciada comenzó a mi alrededor y Eva y yo nos quedamos solos en aquella casa de las Salesas que hasta entonces compartíamos con Suso y con Rosa Ramos. Antes, en el 84, ya se había marchado Juan, que se fue a vivir a Menorca (todavía sigue viviendo allí), y antes de él Carlos Cuesta. Fue un tiempo de muchos cambios. Constantemente, por nuestra casa de las Salesas pasaba gente que compartía con nosotros la vida durante un tiempo, hasta que desaparecían, alguno definitivamente. Como las anteriores, nuestra casa era un hotel en el que a nadie se le ponía otra condición, para entrar a vivir en él, que compartir los gastos comunes y un cierto modo de vida: aquella vida sin reglas y sin horarios que nosotros llevábamos entonces.
Eva encajó mal en ella. Aunque se intentó adaptar, ni por carácter ni por costumbre podía vivir así. Ella era escandinava y necesitaba el orden, cosa que con nosotros era imposible. Por otra parte, la casa estaba siempre llena de gente, amigos o conocidos que venían de visita o que estaban de paso por Madrid y que se quedaban con nosotros, a veces durante meses, ante la contrariedad de Eva, que no entendía tanta hospitalidad. En el fondo, lo que Eva deseaba, aunque nunca lo dijera, al menos abiertamente, era quedarse a solas conmigo, allí o en otro lugar.
Aquel verano, antes de ir a Suecia, estaba a punto de conseguirlo. Rosa Ramos se había ido ya del piso y Suso, aunque seguía aún con nosotros, apenas paraba en casa. Como desde hacía ya tiempo, se pasaba los días de bar en bar buscando nuevas conquistas y huyendo de la novela que, según él, quería escribir, pero que nunca empezaba porque todavía no era el momento, decía, de publicarla. Este tiempo todavía no es el mío, argumentaba siempre para explicarlo.
¿Dónde estaría ahora, por cierto? Seguramente, en el cine, o en La Aurora, intentando avanzar en su conquista. Seguramente, no vendría ya y, si lo hacía, sería muy tarde. Y, mientras tanto, yo seguía allí, acompañando a Rico y a César y contemplando el cielo del Limbo, que era el único real. El de Madrid había desaparecido tras el bochorno que lo aplastaba.
– ¿Tú crees que lloverá?
– Ojalá -dijo Rico, mirando hacia la puerta, que seguía abierta a la calle. Una calle, la de Santa Teresa, tan vacía como El Limbo.
Apenas se veía a nadie. Sólo algún coche de cuando en cuando y el camión de la carbonería de enfrente, aparcado como siempre ante la puerta. Aquel viejo camión de color rojo que parecía estar pintado en el paisaje.
Aunque, a decir verdad, esa noche, todo parecía pintado. La calle, el camión, el cielo, hasta las luces de las farolas parecían dibujadas por un pintor invisible, quizá el mismo que había pintado también el cielo que cubría El Limbo. Aquel cielo negro y gris bajo el que yo estaba ahora sentado.
Desde que lo conocía, seguía prácticamente igual. Acaso una leve pátina depositada en él por el humo lo había oscurecido un poco, pero, en lo fundamental, se conservaba casi como al principio: negro el fondo y grises las estrellas y la luna, cubría por completo todo el techo e incluso se prolongaba por encima de la barra y de los baños. La luna estaba en el centro, o mejor: la media luna, pues siempre estaba en menguante, y las estrellas se repartían formando constelaciones a lo largo y a lo ancho de toda la superficie; no del techo, sino de todo el local, pues los espejos las reflejaban multiplicándolas hasta el infinito, como si siempre fuese verano.
Aquella noche lo era, y de las más calurosas, y el bar estaba cuajado. A las estrellas del techo se unían las de los espejos y las de las cristaleras del ventanal del fondo, que también las reflejaban (como apenas había gente, el humo no las borraba). En medio de ellas, el bar parecía un espejismo o una barca a la deriva.
– Menos mal que me voy mañana -le dije a Rico, mirando el bar.
– Querrás decir hoy ya -me contestó él, enseñándome la hora en su reloj, que señalaba las doce en punto.
En efecto, era ya la medianoche; las doce en punto de una jornada que parecía que no iba a acabar nunca, pero que avanzaba ya sin que yo me diera cuenta hacia el amanecer. Un amanecer incierto y lleno de soledad.
– ¿Tú crees que vendrá alguien? -Seguro -me dijo Rico, sonriendo-. Siempre acaba apareciendo alguien.
Me admiraba su confianza. Ni en los peores momentos perdía la compostura ni aquel aire indiferente que mostraba hacia las cosas; como si todo le diera igual. Justo lo contrario de lo que me sucedía a mí, que siempre estaba dándole vueltas a todo. Sobre todo últimamente.
– ¿Y si no viene nadie? -insistí.
– No importa -respondió Rico, mirando el bar con indiferencia, como solía hacer a esas horas-. Mientras siga habiendo cerveza…
Estaba claro que le daba igual. El bar, el calor, la gente, hasta mi propia presencia parecía no importarle lo más mínimo o por lo menos lo simulaba. Así que opté por seguir callado y regresar a mis pensamientos.
Estaba ya más tranquilo. La inquietud que sentía antes se había ido diluyendo poco a poco no sé si en mi aburrimiento o en el propio bochorno de la noche y en su lugar tenía ahora una sensación extraña: como una mezcla de indiferencia y de resignación ante la situación. Además, la cerveza comenzaba a hacerme efecto. No quitándome el calor, cosa que era imposible (estaríamos a más de treinta grados), sino sumiéndome poco a poco en esa especie de laxitud que te hace ver todo con más distancia. Como si la realidad, de pronto, se volviera más abstracta y más lejana.
Otras noches, en iguales circunstancias, me habría ido del Limbo en busca de otro local o a dar un paseo sin rumbo hasta la hora de ir a dormir. Siempre me ha gustado hacerlo en momentos como ése. Pero, esa noche, no me sentía con fuerzas. Esa noche, la calima era tan insoportable que lo único que me apetecía era seguir bebiendo cerveza hasta que cerrara El Limbó, cuanto más tarde mejor.
Normalmente cerraba hacia las cuatro, aunque, a veces, si había gente, retrasaba ese momento hasta que se iban los últimos (siempre había algún motivo para que éstos se demoraran). Pero, esa noche, no parecía que algo así fuera a ocurrir. Al contrario, era posible que El Limbo cerrara antes habida cuenta de los que estábamos y a la vista de las perspectivas. Hacía ya mucho rato que no aparecía nadie. Aunque a mí no me importaba. Lo que me importaba a mí era pasar esa noche del mejor modo posible y me daba igual que viniera gente o que me quedara solo, con tal de seguir allí.
Porque la alternativa era regresar a casa. Una posibilidad tan alejada de mis deseos como de mis pensamientos aquella noche. Sobre todo, después de estar allí todo el día intentando terminar aquella obra que, al final, acabé rompiendo.
Me ocurría muchas veces desde hacía ya algún tiempo; muchas más de lo normal. Siempre he sido demasiado escrupuloso, incluso casi diría que intransigente a la hora de aceptar y de dar por terminada cualquier obra, pero, en los últimos tiempos, el defecto se me había acentuado (el defecto o la virtud, según cómo uno lo mire). Nada acababa de convencerme. Me pasaba horas y horas, incluso días y meses retocando y dando vueltas a una obra para, al final, muchas veces, acabar rompiéndola o desechándola. Sentía una gran insatisfacción, no sólo al imaginar y definir una idea, sino sobre todo al llevarla a cabo. Era como si de pronto hubiera perdido el pulso, como si las perspectivas se vaciaran de contenido, lo mismo que los colores, y hasta el propio pincel me traicionara. Seguramente influía, ahora que pienso en aquello, la desazón que sentía en aquel entonces, no sólo por mi pintura, sino por mi misma vida.
A veces, lo comentaba con Suso. Era mi principal confidente y el que mejor podía entenderme. Al fin y al cabo, hacía años que me veía pintar cada día. Pero Suso estaba ahora demasiado ocupado en otras cosas; ni siquiera tenía tiempo para mirar lo que hacía. Así que se limitaba a aconsejarme paciencia, que era lo que me aconsejaba siempre para justificarse él mismo por no escribir.
– ¿Y si no es cuestión de paciencia? -le preguntaba yo, más escéptico o quizá más inseguro.
– Entonces -me decía él-, lo mejor es que dejes de pintar durante un tiempo.
Pero no era tan sencillo. Quizá para él lo era, habituado como estaba a dar largas a la vida, sobre todo a la hora de escribir (también podía permitírselo), pero para mí pintar era indispensable. No sólo la pintura era mi vida, sino que vivía de ella. Al margen de que Eva me ayudara últimamente.
Lo hacía sin decir nada, sin pedirme nada a cambio, como le pasaba a Mario. Al contrario que María, que le exigía a éste exclusividad a cambio de mantenerlo, Eva se daba por satisfecha mirándome trabajar y creyendo que algún día yo acabaría triunfando. Estaba más convencida de mi talento como pintor que yo mismo en aquel tiempo.
Lo había estado hasta hacía poco. Desde que empecé a pintar y, sobre todo, desde que llegué a Madrid e hice de la pintura mi profesión, pintar era para mí tan fácil como soñar o como imaginar el mundo. Pero, desde hacía algún tiempo, el mundo se me había complicado. Ya no era el cuadro perfecto en que vivía yo entonces, o en el que creía vivir, sino el paisaje inquietante que aparecía en los míos. Aquel paisaje irreal, lleno de hojas extrañas, que pintaba últimamente sin saber por qué lo hacía, pero que se me imponía siempre, pintara lo que pintara.
Era un paisaje fantástico; quiero decir: un paisaje sin conexión con la realidad, y menos con la que yo conocía entonces. La realidad que yo conocía era la de la ciudad y en ella no había paisajes como los que ahora pintaba. Los paisajes de Madrid (del Madrid que yo vivía) eran nocturnos y urbanos y los que yo dibujaba eran mucho más campestres. Aunque, eso sí, muy extraños. No sólo por sus motivos, y por su composición, sino por la pincelada.39
Al principio, cuando empezaron a aparecérseme, recuerdo que me gustaron. Evocaban de algún modo los veranos de mi infancia (los que pasé en aquel pueblo del occidente de Asturias en el que vivía mi abuelo) y respondían también a mi concepción del arte: una forma de expresión más allá de la razón. Pero en seguida se complicaron. Aquellas hojas extrañas, como tentáculos verdes, que aparecían tras las figuras comenzaron a crecer y a germinar hasta acabar poco a poco llenando todos mis cuadros. Era un fenómeno extraño. Yo pintaba, por ejemplo, a una niña en un balcón, motivo que, ignoro por qué razón, repetía a menudo en aquel tiempo, y, cuando me daba cuenta, la niña había desaparecido borrada por el paisaje. Era como si de pronto éste se impusiera a todo, como si los personajes perdieran corporeidad, su esencia de seres vivos, y se volvieran también paisaje. Y, al final, todos juntos, personajes y paisaje, formaran un cuerpo único que trascendía a mi voluntad.
Porque mi voluntad aún era la de hacer retratos; retratos de mis amigos o de personas que conocía o retratos de gente imaginaria, pero que me parecía real (me refiero a aquellos cuadros que llenaba de figuras y de rostros sucesivos y que llamé genéricamente Personajes en el Limbo). Me refería al mundo y al bar, pero quizá más a éste, que para mí era entonces la metáfora del mundo.
¿De dónde venían, entonces, aquellas hojas extrañas? Y, sobre todo: ¿cuál era su significado?
Aquella noche, en El Limbo, seguía dándole vueltas. Durante todo aquel día, no había dejado de hacerlo, mientras retocaba el cuadro que terminaría rompiendo, pero, ahora, ese pensamiento se me volvía obsesivo. Era como si aquellas hojas siguieran creciendo en él; como si sus verdes sombras (verdes de tanto pintarlas) siguieran en mi conciencia y me impidieran pensar en algo que no fuera ellas mismas. Seguramente, pensé, la culpa la tenía aquella noche, que cada vez era más extraña.
Porque la noche seguía su marcha. Agónica y aburrida, tal como había empezado, la noche seguía su marcha ajena a mis pensamientos y a los de los que me rodeaban. Si es que pensaban en algo. Porque, vistos desde fuera, todos parecían dormidos, de tan quietos y callados como estaban. ¡Qué suerte tienen!, pensé, dando por entendido que no, mientras me levantaba para ir al váter.
Necesitaba estirar las piernas. Comprobar en el espejo que todavía seguía despierto. Refrescarme las ideas y la cara y, sobre todo, poner distancia entre mis pensamientos y aquella noche que parecía que no iba a llegar nunca, pero que avanzaba ya hacia el amanecer con la pasividad de una barca muerta, pero con la irreversibilidad de un viaje. Un viaje que para mí iba a terminar en otro del que aún lo ignoraba todo, pese a que desde hacía ya tiempo lo venía imaginando y esperando.
Lo venía imaginando desde hacía ya dos años; desde que conocí a Eva. Fue, de hecho, lo primero en lo que pensé cuando la vi por primera vez, aquella tarde, en la galería. Algún día, pensé entonces, yo iré con esta chica a su país.
No fue un deseo, fue una premonición. Porque, desde que la vi aquel día, con aquel abrigo negro y aquella melena rubia que parecía un mechón de trigo, supe que iba a cambiar mi vida, pese a que apenas crucé con ella cuatro palabras.
Fue el día de mi exposición, la primera individual que hacía en Madrid. Eva llegó por su cuenta, sin que nadie la hubiese invitado (más tarde me confesó que pasaba casualmente por allí y que, al ver tanta animación, entró a ver la exposición), y, al principio, nadie reparó en ella, salvo Suso.
– ¿Quién es ésa?
– ¿Cuál?
– La rubia.
No la conocía de nada. No la había visto nunca o, por lo menos, no la recordaba.
– Pues una mujer así no se olvida -confirmó Suso mi pensamiento mientras ella se acercaba lentamente hacia nosotros.
Venía mirando los cuadros. Parecía concentrada en su contemplación mientras a su alrededor la gente hablaba o se saludaba sin prestarles apenas atención. La mayoría eran desconocidos, clientes de la galería o profesionales de las inauguraciones. Gente que yo despreciaba entonces.
– El pintor -se apresuró a presentarme Suso, cuando Eva llegó a nuestro lado.
– Encantada -dijo ella, sorprendida.
– ¿Te gusta? -le pregunté, por la exposición.
– Mucho -dijo ella, y pareció sincera al decirlo-: Te felicito.
– Muchas gracias.
– ¿De dónde eres? -intervino otra vez Su-so, intrigado por su acento, como yo.
– De Suecia.
– ¡¿De Suecia?! ¿Y qué haces en Madrid?
– Estudiar -dijo ella, sonriendo.
– ¿Y qué estudias?
– Español.
– ¿Español? -exclamó Suso, como si le sorprendiera-. Pero si lo hablas perfectamente…
– No es verdad -dijo ella, avergonzada.
– Sí es verdad -confirmé yo, impresionado aún por su aparición.
Alguien llegó a interrumpirnos y ella hizo ademán de despedirse, pero no le di ocasión. No podía dejar que se marchase.
– Hay una fiesta ahora -le dije-. ¿Quieres venir?
– Gracias, pero no puedo -rehusó ella mi invitación.
– ¿Seguro? -insistí yo, pese a ello.
– Seguro -respondió ella.
– Nos veremos otro día, por lo menos -insinué yo todavía, por si acaso.
– ¡Quién sabe! -me dijo ella, alejándose.
– ¡En El Limbo, cualquier noche! ¡Pregunta, que es muy famoso! -alcancé a decirle aún, sin saber si me escuchaba.
Tardé en saberlo algún tiempo, el que pasó entre esa noche y la que apareció en El Limbo, casi dos meses después. Yo casi la había olvidado.
– ¡Hola!
– ¡Hola!
– ¿Te acuerdas aún de mí?
– ¡Claro! ¿Cómo no voy a acordarme? Una mujer así no se olvida -repetí la frase de Suso mientras me apresuraba a invitarla a sentarse.
Venía sola, como el día de la galería. Vestía el abrigo negro que también llevaba aquel día y me pareció más rubia de lo que la recordaba. Parecía sacada de una película de Ingmar Bergman.
– ¿Qué quieres tomar?
– Un café.
– ¿Solo?
– Americano.
Yo había quedado con Mario. Quizá con alguno más. Era una noche de invierno, víspera de Navidades.
– ¡Qué sorpresa! -le confesé abiertamente sin saber por dónde empezar.
– ¿Por qué? -me preguntó Eva, sonriendo.
– Porque ya no te esperaba.
– Pues ya ves -respondió ella sin dejar de sonreír-. No olvidé tu invitación.
– Me alegro -le dije yo, entusiasmado.
Hablamos hasta muy tarde. Antes de que aparecieran los otros, me la llevé a otro lugar y acabamos en El Sol, que era la discoteca de moda en aquellos tiempos. Por fortuna, apenas me encontré con conocidos que interrumpieran nuestra conversación.
– ¿Nos volveremos a ver? -le pregunté, ya en la calle, cuando nos despedimos.
– Quizá -dijo ella, como el día de la galería.
– Quizá no. Yo quiero volver a verte -le dije sin rodeos. El alcohol y la emoción me daban ánimos para hacerlo.
– Pues, entonces, nos veremos -volvió a sonreírme ella, mientras se subía a un taxi.
Nos volvimos a ver en enero, a la vuelta de las Navidades. Eva había ido a su tierra y yo también fui a la mía. Durante todo ese tiempo, no pude dejar de pensar en ella.
– Pensé que ya no volvías -le dije, cuando nos encontramos.
– ¿Por qué? -me preguntó ella, extrañada. -Porque estaba deseando verte.
– Y yo -me confesó Eva a su vez, convirtiéndome en el hombre más feliz de Madrid y del mundo en ese instante.
Nos acostamos aquella misma noche. En su casa, que compartía con una amiga. Nos acostamos aquella misma noche y al día siguiente seguimos juntos y ya no volvimos a separarnos. Sólo queríamos estar a solas.
Al principio, durante los primeros meses, Eva siguió viviendo en su casa, pero, al acabar el curso, se trasladó a vivir a la mía. Aquel año, terminaba sus estudios y con ellos el motivo que la había traído a Madrid. De no haberme conocido, se habría vuelto a su tierra.
Volvió, pero de vacaciones. Añoraba su país, pero le gustaba España. Y eso que los primeros meses fueron muy duros, según me contó ella misma. Apenas conocía a nadie.
Eva era de Estocolmo. Había crecido allí, en las afueras de la ciudad, en un barrio de inmigrantes y de obreros, pero procedía del norte, de donde habían venido sus padres. O, mejor dicho, su madre. Su padre los había abandonado, al parecer, cuando Eva era muy pequeña y, pocos años después, aquélla se trasladó a Estocolmo en busca de otro futuro. Eva recordaba aún la llegada a la ciudad de la mano de su madre y de su hermano y la desilusión que sintió al llegar a la estación y ver que nadie los esperaba. Eva estaba convencida de que iba a ver a su padre.
Vivió allí hasta que vino a España. Lo hizo para perfeccionar su español, que había estudiado en la Universidad con ayuda de becas y de su propio trabajo. Como todos sus amigos, a los dieciocho años, Eva se había independizado y desde entonces vivía sola en la ciudad, en un piso de alquiler que seguía conservando todavía. Se lo había prestado a una amiga mientras ella estaba en España.
Iba a estar sólo aquel año. El que duraba el curso de su licenciatura y que le daría el título de profesora de español. Pero aquel curso se prolongó dos años. Los que hacía ya que la conocía la noche en la que yo recordaba aquello.
Habían pasado muy rápido. Más incluso de lo que yo mismo pensaba (últimamente el tiempo se me escapaba como si fuera un pez de las manos). Además, aquellos años habían sido tan intensos que me parecían meses, ahora que los recordaba.
El primer año, Eva y yo lo pasamos prácticamente juntos. Ella aún no trabajaba y teníamos todo el día para nosotros o para estar con nuestros amigos. Eva seguía viviendo en su casa, pero la mayoría de las noches se quedaba a dormir conmigo. Luego, cuando se trasladó a vivir definitivamente a mi casa, ni siquiera necesitó ya ir y venir, como había hecho durante meses.
Fue un año para el recuerdo. Por lo menos para mí. Después de varios sin rumbo fijo, cuando ya empezaba a cansarme de perder el tiempo buscando lo que ni siquiera sabía qué era, volvía a encontrar la estabilidad que había perdido al dejar a Julia. Una estabilidad que yo entonces desprecié, en aras de la libertad, pero que echaba de menos desde hacía tiempo, pese a que nunca lo reconociera en público.
Eva se encargó de dármela. Con su dulzura y su suavidad, Eva me devolvió la tranquilidad que ya empezaba a desear y que me permitió de nuevo concentrarme en la pintura, que era lo que deseaba. Aquel invierno, además, ella empezó a trabajar. Como lectora de inglés, en una escuela de idiomas. Un trabajo eventual y pasajero, pero que le permitía vivir e incluso ayudarme a mí cuando las cosas no me iban bien. Algo que me sucedía a menudo, si no vendía algún cuadro.
Pero Eva añoraba su país. Aunque le gustaba España (y aunque nunca demostró deseos de regresar, al menos durante el tiempo que compartió su vida conmigo), añoraba su país y soñaba con el día en que yo pudiera ir a conocerlo. Algo que para mí era otro sueño, puesto que apenas ganaba entonces para vivir.
Pronto, no obstante, el sueño se hizo posible. A raíz de una nueva exposición (la segunda en año y medio), vendí algunos cuadros más y, aunque lo celebré como de costumbre, esto es, invitando a mis amigos a cenar y a tomar copas durante varios días, al final pude ahorrar el dinero necesario para el viaje. Tampoco necesitábamos demasiado, puesto que en Estocolmo teníamos su casa.
Durante toda la primavera, Eva estuvo preparando el viaje. Con ayuda de sus fotografías, que ya me había enseñado muchas veces, y de una guía de Suecia, me mostraba los lugares que quería visitar y a la gente que veríamos a lo largo de nuestro viaje. Un viaje que se presumía muy largo, puesto que su deseo era llevarme a su pueblo, que estaba a mil kilómetros de Estocolmo, casi al lado de la raya con Finlandia.
Yo la escuchaba con atención, más por ella que por mí, consciente de que, al hacerlo, contribuía a aliviar su nostalgia. Un sentimiento que yo entendía muy bien, puesto que, a veces, me embargaba a mí también, al recordar mi tierra y a mi familia. Aunque los tenía más cerca que ella, también yo los añoraba.
Pero, a medida que el verano se acercaba, comencé a dudar del viaje. Más que del viaje en sí, de su oportunidad. Desde hacía tiempo sentía que una etapa de mi vida se acababa aquel verano y me daba miedo tener que enfrentarme a ello cuando regresara de él. Pero a Eva no podía confesárselo. Ni siquiera podía dejar que lo intuyera. Ella era en gran parte la culpable de lo que estaba pasando entonces (no por ella, sino por el momento en el que apareció en mi vida) y, además, estaba tan feliz con aquel viaje, el primero en que la acompañaba a su país, que cualquier duda por mi parte la habría decepcionado. Por eso, hasta el último momento aparenté que seguía manteniendo la ilusión del primer día e incluso, aquella mañana, se lo había repetido una vez más. Algo que de ningún modo era cierto, por cuanto desde hacía días la sola idea de irme de viaje me perturbaba.
Me perturbaba y me daba miedo. Miedo al viaje y miedo a regresar y miedo, sobre todo, a enfrentarme a mi futuro; un futuro que veía cada vez con más temor. Por eso estaba tan raro (nervioso, pensaba Eva) y por eso, ahora, en El Limbo, mientras en la soledad del váter intentaba despojarme del bochorno de la noche y los recuerdos, yo me sentía tan solo, tan melancólico, pese a que Eva estaba conmigo.
Cuando regresé del váter, todo seguía en su sitio: César tocando el piano, Rico sentado en su sitio, Julito y Pepe en torno a la barra… Pero ahora los veía diferentes. Con las ideas más frescas y el pelo recién mojado, todo me parecía aún más quieto, como si mi despertar hubiera coincidido al mismo tiempo con una mayor postración de aquéllos. Seguramente, pensé, así me debían de ver ellos a mí, sólo que yo no me había dado cuenta antes.
– ¿Otra cerveza? -le dije a Rico, al volver.
– Si insistes… -aceptó él, reclamando con un gesto la presencia de Julito en nuestra mesa.
Julito llegó en seguida, trayéndonos las cervezas. Ni siquiera hizo falta que se lo especificáramos.
– Os vais a emborrachar -eso sí, nos advirtió.
– A ver si es cierto -le dijo Rico, sarcástico.
– Ya. Luego, a ver quién os aguanta.
Julito se alejó con su caminar extraño (era zambo, aparte de homosexual) y El Limbo regresó a la postración en la que permanecía desde hacía horas. Incluso, me parecía más decadente que antes.
– Esto parece el Titanic -le dije a Rico, indicando el bar.
– ¿Tú crees? -me respondió éste, mirándolo.
– Sólo faltan los icebergs -proseguí, contemplando hasta qué punto en aquel momento El Limbo respondía a aquella imagen.
En efecto. Salvo los icebergs y el calor, todo en él lo recordaba: el pianista, la tripulación impávida, los pasajeros inmóviles esperando en nuestros sitios, igual que los del Titanic, el inminente naufragio… Hasta los ventiladores, con su ruido persistente y circular, parecían anunciar la proximidad del drama.
– Pues habrá que echarse al mar -me dijo Rico, sarcástico, contemplando también él la paz que nos rodeaba.
La paz se quebró de pronto al dejar de tocar César. El silencio que siguió hizo que algún cliente se despertara.
– ¿Qué hora es? -se oyó preguntar a uno. -Las doce -respondió Pepe.
En realidad, era ya mucho más tarde: las doce y media, según el reloj del bar, que era el único a la vista. Buena hora, pensé yo, para que llegara Suso.
Pero Suso no llegaba. Ni Suso ni ningún otro. Desde hacía un rato, incluso, ni siquiera se veía pasar gente por la calle. ¿Quedaría alguien en Madrid?
Sí, sin duda quedaba alguien. Aparte de los que estábamos en El Limbo y de los que también habría en los bares y terrazas de la zona, quedaban Suso y Eva y algunos más como ellos. Gente que estaría esperando, como nosotros, que la tormenta llegara al fin.
Pero tampoco ésta llegaba. Incluso, desde hacía rato, parecía todavía más lejana. Ni siquiera se veían ya relámpagos a lo lejos.
Otra noche, hacía ya años, había vivido algo parecido. No era verano, sino febrero, y hacía frío aquella noche. Según la radio, unos militares habían tomado el Congreso (fue la última intentona del franquismo) y la ciudad estaba desierta, con todo el mundo en sus casas. En la nuestra, aquella noche, nadie se fue a dormir. Quien más quien menos tenía miedo y todos permanecimos despiertos hasta el final; hasta que la radio dijo que todo había terminado. La intentona militar se saldó sin consecuencias (para lo que podía haber sido), pero el silencio de aquella noche se me quedó grabado en el alma. Era un silencio inquietante, oscuro, como la noche. Un silencio tan hostil como el que ahora me rodeaba.
El silencio se rompió en cuanto César volvió a tocar. Yesterday fue la canción que eligió para seguir. Sin duda, un tema muy apropiado para lo que estaba pensando yo.
– ¿A ti te preocupa el tiempo? -le dije a Rico, por la canción.
– ¿El tiempo? -me preguntó.
– El tiempo. El que se nos va.
– Como a todos, supongo -dijo él. -Ya. Pero a unos les preocupa más que a otros.
– ¿Tú crees?
– ¿Tú no?
– No sé -me contestó él con indiferencia, a la vez que me ofrecía otro cigarro. Era su forma de decirme que la conversación no le interesaba.
– Pues a mí sí me preocupa -insistí yo, sin embargo.
– Eso es que te estás haciendo viejo -me dijo él, sonriendo.
– Será -le respondí yo, encendiendo el cigarrillo y volviendo a los recuerdos que la música de César me traía.
Eran recuerdos de hacía ya años. Recuerdos de aquella época en la que todavía yo estaba descubriendo la vida y la ciudad y no, como ahora, añorándola. ¿Sería verdad que me estaba haciendo viejo?
Me revolví en la silla, nervioso. Cuanto más me esforzaba en no pensar, más me llevaban los pensamientos en dirección a la misma idea. ¿Sería la música la culpable?
¿La música o la cerveza? Porque, entre unas cosas y otras, ya me había tomado cuatro. Pese a lo cual, seguía sudando como si el cuerpo no las notara.
Y es que el bochorno era cada vez más fuerte. La poca gente que había guardaba un hondo silencio, como si de esa manera quisieran contrarrestarlo, y hasta César, en su sitio, parecía adormilado. Sólo los ventiladores seguían girando en el techo, esparciendo el calor entre las mesas, más que ayudando a aliviarlo.
Otra noche, a la hora a la que estábamos, El Limbo habría sido un infierno con el calor que ahora hacía. Por eso, hasta agradecía que apenas hubiese gente. Ya me había resignado a pasar la noche solo y ahora hasta me gustaba.
Cada vez me gustaba más. Estar solo, me refiero. Al contrario que de niño, cuando constantemente buscaba la compañía de otras personas, de mis hermanos, de mis amigos, con tal de no estar a solas, en los últimos tiempos me había vuelto más exigente y, por lo tanto, más solitario. Me gustaba pasear por la ciudad mirando, al pasar, a la gente, y también estar en casa cuando ésta estaba vacía. Aunque esto era más difícil. Aunque, desde hacía ya tiempo, nuestra casa ya no era la pensión abierta a todas horas que fuera durante años, todavía seguía atrayendo a las visitas y sirviendo de refugio a algún amigo. Pero, aun así, conseguía quedarme a solas en ella. Sobre todo aquellos días en los que las tormentas habían barrido Madrid.
Por las mañanas, especialmente, solía estar solo en casa. Eva se iba a trabajar y Suso y quien estuviera dormían hasta muy tarde. Entonces, yo me ponía a pintar y lo hacía hasta bien avanzado el mediodía sin que nadie interrumpiera mi trabajo. Por las tardes, en cambio, eso era más difícil. A partir del mediodía comenzaba a llegar gente (o a despertarse, la que había en casa) y el salón se convertía en una especie de embarcadero en el que todos desembocaban. Así que difícilmente podía seguir pintando.
Aquella tarde, no obstante, había podido pintar. El bochorno y la tormenta no sólo barrían las calles, sino que desanimaban a las visitas. Así que pude estar solo y pintar durante horas, protegido, como el resto de la gente, del calor tras las persianas a medio echar.
Tras las persianas a medio echar y con el ventilador al lado, pasé, en efecto, aquel día pintando y oyendo música y sintiendo, sobre todo, a medida que las horas transcurrían, una enorme y creciente frustración; la frustración que me producía observar cómo las horas pasaban detrás de aquéllas mientras yo le daba vueltas y más vueltas a aquel cuadro que quería terminar antes de irme.
Era un cuadro muy sencillo, un óleo sobre madera que quería darle a Eva como recuerdo de aquel verano. Se llamaba precisamente así: El verano. Representaba un Madrid vacío (el que veía desde hacía un mes) y había empezado a pintarlo hacía ya varios días con intención de acabarlo pronto. Pero no lo conseguí. No acababa de gustarme. Por más que lo retocaba, no lograba trasmitirle la emoción ni el impulso que lo había originado. Al contrario, cuanto más lo corregía más se alejaba de aquéllos, o así me lo parecía. Por eso, aquella mañana, empecé a llenarlo de hojas, no porque el cuadro me las pidiera, y por eso lo rompí cuando, después de pintarlas durante toda la tarde, me di cuenta de que eran solamente una disculpa para disimular mi incapacidad.
Pero ahora aquella imagen la tenía ante mis ojos: desnuda, resplandeciente, sin nadie que la borrara. Aunque cerrara los ojos, no podía rechazarla. No tenía otro remedio que continuar pintándolo, una hoja y otra hoja y, así, hasta el infinito, mientras la noche seguía su marcha en dirección al amanecer y la tormenta se iba acercando.
Una tormenta, la de aquel día, que parecía que iba a arrasar Madrid.
– ¡Bebed, que el mundo se acaba!
La voz de Cubas me despertó y me sobresaltó a un tiempo. A mí y a todos los que estábamos en El Limbo. Era una voz cavernosa, siniestra, como su dueño.
– ¿Estás seguro, Cubas? -le preguntó Julito desde la barra.
– Por supuesto -dijo Cubas, saludándonos a todos con un gesto y ocupando una mesa al lado de donde estábamos Rico y yo.
– El que faltaba -me dijo éste, mirándolo.
Lo dijo con ironía, como si le diera igual. Y, la verdad, poco debía de importarle que hubiese llegado Cubas o que, en efecto, llegase el fin del mundo, como éste venía anunciando. Aunque se veía que Cubas le incomodaba un poco con su presencia, como les pasaba a muchos. Por eso andaba solo por los bares.
Pobre Cubas, tan culto y tan solitario. Sus amigos, si es que alguna vez los tuvo, lo habían abandonado igual que a un coche inservible y de su familia tampoco sabía nada. Según él mismo contaba, le había retirado hasta el saludo, al parecer, después de manchar su nombre disfrazándose de obispo e intentando decir misa en la catedral de Astorga, en un gesto iconoclasta que le costó el destierro de su provincia y el aborrecimiento de su familia, que lo desheredó en favor de sus hermanos. Unos hermanos que desde entonces nunca más volvieron a preguntar por él.
– ¿Y tú por ellos?
– Tampoco -decía Cubas, muy digno, cuando se lo preguntábamos.
Pobre Cubas, tan culto y tan desgraciado. Él sí que se iba a quedar aquel verano en Madrid, igual que todos los años. ¿Adónde podía ir? Ni tenía familia, ni amigos, ni dinero para irse. Por no tener, no tenía ni donde caerse muerto, aunque a él no le importara.
No era el único en aquellas circunstancias. Sin necesidad de salir del Limbo, podía citar a varios. A Romero, por ejemplo, el poeta conceptual, como él se autodefinía, que nunca tenía dinero para poder pagarse el café, pese a ir siempre trajeado y con corbata, o a Cecilio, el anarquista, cuyo relato del atentado que perpetró contra Franco en pleno Valle de los Caídos hacia finales de los cincuenta (el único, según él, que sufrió el dictador, bien es cierto que sin llegar a enterarse: al parecer, la bomba de Cecilio hizo explosión a más de dos kilómetros de aquél y diez minutos después de que se hubiese marchado) apenas le servía ya para pagar la pensión y las facturas del restaurante donde comía todos los días. Pero eran hombres felices. Al menos, yo nunca los vi quejarse de su infortunio, ni en público ni en privado. Al contrario, estoy seguro de que se consideraban unos privilegiados.
Y lo eran, a su modo. Vivían como querían, sin tener que trabajar ni obedecer a nadie, se dedicaban en cuerpo y alma a sus aficiones (la poesía conceptual, en el caso de Romero, y la revolución, en el de Cecilio y Cubas) y eran dueños absolutos de sus actos. Aunque tuvieran que pagar un alto precio por ello. El precio de la libertad, como lo llamaba Mario.
Pobre Mario. ¿Acabaría un día como ellos? ¿Acabaría un día como Romero, contándoles a los jóvenes sus éxitos literarios, o, al contrario, triunfaría de verdad y se convertiría en un escritor de culto? ¿Y yo? ¿Qué suerte me esperaría cuando pasaran los años?
Volví a encender un cigarro. Le ofrecí otro a Rico, que seguía ausente, como si a él no le preocupara nada. Era su actitud de siempre, sólo que acentuada esa noche por el calor.
– Trae -murmuró, sin cambiar el gesto, aceptando el cigarrillo que le daba-. A ver si reventamos de una vez…
Nosotros no, pero El Limbo estuvo a punto de hacerlo al contacto con la llama del mechero; tan tensa estaba la atmósfera. Parecía como si ésta, en lugar de oxígeno, tuviera electricidad.
– Como no descargue pronto -le dije a Rico, mirando el cielo-, va a ocurrir una desgracia.
Estaba negro, como la noche. Como el del Limbo, sólo que sin estrellas. Las ocultaban las nubes que, desde hacía ya una semana, sepultaban los tejados y las luces de Madrid y las antenas de las televisiones, que eran lo único que se veía. Porque el cielo no se veía. Era una mancha borrosa que se ocultaba detrás de aquéllas y que se resquebrajaba sólo cuando, en la madrugada, las tormentas conseguían finalmente desatarse. Aunque esto no ocurría siempre. Había noches, al contrario, en las que el calor era tan intenso que las nubes se quedaban suspendidas en el cielo, como si estuvieran muertas, hasta que desaparecían con el amanecer sin conseguir arrojar su carga. Y, al día siguiente, el calor era aún más insoportable. Era lo que sucedía aquel día y lo que sucedería al siguiente, si es que tampoco llovía. De ahí lo de la desgracia.
– Ojalá -me dijo Rico, mirando ahora también el cielo, pero a través del espejo que tenía enfrente, para no tener que volverse.
Lo dijo por decir algo. Por seguirme la conversación. ¿Qué le preocupaba a él, parecía querer decir con su gesto, lo que ocurriera allá fuera, si a él nada le interesaba?
Y, en cierto modo, tenía razón. Si nada le interesaba, si lo único que él quería era seguir bebiendo y fumando igual que todas las noches hasta que cerrara El Limbo o el último bar abierto, si incluso esto podía hacerlo en su casa, ¿qué podía, ciertamente, preocuparle? ¿La soledad? ¿El paso del tiempo? ¿Una simple tormenta de verano?
Pero a mí sí me preocupaban. La soledad y el paso del tiempo y la tormenta que se aproximaba. Que no era sólo la que se veía en el cielo, sino la que se anunciaba detrás de ella. La tormenta de un verano que se iba poco a poco, como todos los veranos de mi vida, sin que me diera tiempo apenas de disfrutarlo.
Y es que, desde hacía ya tiempo, cada verano era como una gaseosa, como uno de aquellos refrescos humildes y prehistóricos que todavía yo conocí en los bares de los pueblos y ciudades de mi infancia y que a mi padre le costaron su primer disgusto serio cuando tenía sólo diez años. Al parecer, a cambio de ayudar a los suyos a trillar todo un verano, mi abuelo le prometió comprarle una gaseosa para él solo cuando llegaran las fiestas, cosa que en efecto hizo, aunque no con los resultados que deseaba. Según contaba mi padre, entre la fuerza de la gaseosa y la emoción del momento, que tanto había esperado, se le fue toda por el suelo sin que le hubiese dado tiempo de probarla.
La historia de la gaseosa, que he contado a mis amigos muchas veces (unas atribuida a mi padre y otras a otros, porque me parece triste; lo entenderás tú también un día), vuelve siempre a mi memoria al llegar cada verano. No al final, cuando ya sé que de nuevo he vuelto a desperdiciar un verano más, como a mi padre le ocurrió con la gaseosa, sino al principio, cuando empiezo a sospechar que volverá a ser así sin que, a pesar de ello, esa sospecha me sirva para parar el tiempo o ralentizarlo.
Normalmente, hasta aquel año, los veranos los solía repartir entre mi Gijón natal, donde me esperaban siempre mis amigos de infancia y de juventud, y la casa que mis padres conservaban en el pueblo de mis abuelos maternos, reconvertida ya hacía algún tiempo -a raíz de la muerte de aquéllos-en casa de vacaciones. Aunque, a decir verdad, yo cada vez iba menos a ésta. Prefería quedarme en Gijón aprovechando que ellos no estaban y desgranar los días entre la playa (la vieja playa de San Lorenzo, en la que aprendí a nadar) y las tertulias en el Café Dindurra, donde me reunía con mis amigos todas las noches. Eran los mismos de hacía ya años: Ginés, mi compañero del Instituto, Amieva, Torio, Mariano, Manolo el de La Calzada y, sobre todo, Eduardo. Algunos ya no vivían en la ciudad, como yo, pero volvían todos los años.
Y es que para todos nosotros Gijón era una referencia, un lugar de refugio y de reencuentro, un puerto al que regresar cuando las cosas no iban muy bien. Cuando estaba lejos de ella, su perfil difuminado me acompañaba siempre en el horizonte, incluso al cabo de mucho tiempo, y, cuando regresaba, me recibía como esa madre que siempre espera a sus hijos. Ciertamente, había en mi relación con ella un cierto instinto freudiano. El mismo instinto freudiano que me hacía mantener aquellos viejos amigos, a pesar de que la vida nos había ido alejando poco a poco y a pesar de que el tiempo iba dejando su huella en todos nosotros. Un instinto, quizá una necesidad, que ellos debían de sentir también, puesto que todos eran fieles a sus citas con Gijón, especialmente a la del verano.
Yo lo fui durante años. Todavía sigo siéndolo hoy, aunque de forma mucho más breve, entre otras muchas razones porque ya no tengo casa ni familia en la ciudad (a raíz de morir mi padre, mi madre regresó al pueblo y desde entonces sólo vuelve de visita o por alguna necesidad). Pero, a mediados de los ochenta, con treinta años recién cumplidos, mi relación con Gijón era todavía muy fuerte. Aunque llevaba diez años fuera, a los que habría que añadir los tres que pasé en Oviedo cuando comencé a estudiar en la Universidad y volvía solamente los domingos, mi relación con Gijón seguía siendo la del hijo que necesita volver a casa de cuando en cuando. En Navidad y en Semana Santa, pero sobre todo en verano, jamás falté a mis citas anuales con Gijón hasta aquel año. Aquel año era el primero en el que faltaría a la principal de todas (de hecho, faltaba ya desde hacía un mes), lo cual, aparte de entristecerme, acentuaba la sensación de desvalimiento que desde hacía ya tiempo me perseguía. No sólo iba a cambiar de vida, como intuía desde hacía meses, sino que el cambio ya había empezado.
Y lo peor era que nadie parecía darse cuenta. Ni, en Madrid, mis compañeros de piso y de profesión, ni, en Gijón, mis amigos de juventud. O, si se daban cuenta, lo disimulaban. Quizá porque ellos necesitaban cerrar también los ojos ante la realidad.
Pero la realidad era la que era. Aunque la rechazáramos, como yo había hecho con aquel cuadro que acababa de romper hacía unas horas, la realidad se imponía siempre como si fuera una gran tormenta. Así, al menos, me ocurría cuando, al final de cada verano, me despedía de mis amigos y de las tertulias del Café Dindurra, que terminaban siempre de madrugada en el último bar abierto o en el malecón del puerto, mirando el amanecer.
¡Cómo los añoraba ahora! Desde que empezó el verano, pero sobre todo ahora, cuando se acercaba agosto y, con él, el centro del verano, añoraba aquellas noches y a los amigos con los que las compartía, que estarían ahora, como todos los días a esa hora, en el rincón del Café Dindurra o en la terraza del San Miguel, discutiendo y charlando, como siempre, de lo humano y lo divino, mientras yo asistía aburrido a la desolación del Limbo y sus parroquianos. ¿Se acordarían de mí siquiera?
Sí, seguro que se acordaban. Aunque ya no me nombraran casi nunca, salvo a propósito de al-grulla anécdota o para preguntarse dónde andaría, seguro que se acordaban, del mismo modo en que yo me acordaba de ellos cada vez con más nostalgia desde hacía más de un mes. Habituado como estaba a compartir con ellos aquellas noches, se me hacía muy extraño estar ahora en El Limbo viendo a la misma gente de todo el año. O, mejor, a la poca que quedaba. Porque cada vez quedábamos menos. Era como si el verano aún no hubiese comenzado para mí; como si, al pasar tan rápido, los recuerdos me arrastrasen sin remedio en dirección contraria a la del verano que, sin embargo, seguía pasando cada vez más silencioso y más fugaz. Y vacío. Porque lo peor no era su fugacidad, sino su inutilidad. No sólo no me servía para llenar mi vida de nuevos sueños, como otras veces, sino que los que tenía se me iban deshaciendo poco a poco como el hielo en las neveras de los bares de Madrid.
Eran los sueños de mi niñez, de mi remota adolescencia, de mi primera, perdida juventud, de la que sólo me quedaban ya cenizas. Eran los sueños de aquellos años en los que yo todavía creía que la vida sólo era una ilusión y no la lluvia que los borraba. Para recuperarlos, para volver de nuevo a sentirlos, para notar su aliento y su fuerza igual que años atrás, necesitaba a aquellos amigos, pero aquellos amigos ya no estaban. Como las nubes de aquel verano, se habían ido alejando poco a poco de mi vida y ahora era yo el que me alejaba de ellos. Como los días. Como las olas del mar Cantábrico. Como la fuerza de la gaseosa que a mi padre le compraron siendo niño para compensar su esfuerzo y su dedicación y que se le fue toda por el suelo sin que le hubiese dado tiempo siquiera de probarla. Así, como mi padre debió de verla, derramada por el suelo y sin sentido y, lo que es mucho peor, sin posibilidad de recuperarla, veía yo aquella noche mi vida, aunque sólo tenía treinta años.
– ¿Un cigarro?
No era Rico; era Cubas, que me lo estaba pidiendo. Estaba enfrente de mí, parado junto a mi mesa, señalándome el paquete de tabaco con la mano.
– Coge, coge -le ofrecí yo, al darme cuenta. Lo cogió y volvió a su mesa. Ni siquiera me dio las gracias. Tampoco yo las quería.
– ¿Tienes fuego? -le pregunté, a pesar de ello.
– Tengo -dijo él, encendiendo una cerilla y acercándola al cigarro.
– ¿Qué escribirá? -le dije a Rico, mirándolo.
– ¡A saber! -exclamó éste, observándolo sin interés.
Nunca lo había pensado. Aunque le veía escribir cada noche, continuamente, desde hacía años, nunca me había parado a pensar qué escribiría y, por lo tanto, lo que soñaba. Porque algo soñaría, como todos. Como Rico. Como César. Como todos los que estábamos sentados en torno a él mientras él seguía escribiendo ajeno a nuestra presencia.
Me pasaba con muchísima más gente. Gente que veía a diario ir y venir por mi lado sin pararme a imaginar qué pensarían o cuáles serían sus sueños. Porque todo el mundo los tiene, incluso los más escépticos. El mío, por ejemplo, aquella noche, era recuperar el pasado, darle la vuelta al tiempo como si fuera un traje ya viejo y recuperar mis sueños de juventud. Aunque ya era un poco tarde. Tarde para conseguirlo y tarde para intentarlo. Quizá lo mismo le pasaba al pobre Cubas, aunque a él desde hacía más tiempo, y por eso escribía tanto.
– Mira, Carlos -decía Suso cuando se ponía serio, cosa que cada vez hacía ya menos-: Sólo se escribe de lo que no se tiene o de lo que se ha perdido. O sea, se escribe sólo desde el deseo o desde la memoria. Porque el presente se vive, no se escribe. Por eso hay que elegir entre vivir la vida o contarla… O entre vivirla o pintarla, claro, en tu caso.
– O sea, que yo no vivo… -le pregunté yo una vez, dándome por aludido.
– Tú sabrás -me dijo él.
Pero tenía razón al decirlo. Suso tenía razón al decirme que en la vida hay que elegir entre vivirla o contarla. O entre vivirla y pintarla, en mi caso. Él lo había hecho, al menos hasta el momento, y por eso no escribía. Prefería vivir a escribir. Pero yo… ¿Lo había hecho también? ¿Había elegido mi vida o era ésta la que me elegía a mí?
Hasta hacía poco, sí. Hasta hacía poco tiempo y durante bastantes años, yo había elegido mi vida dentro de mis circunstancias y de mis posibilidades. Lo hice cuando comencé a estudiar, al elegir la carrera, y volví a hacerlo cuando decidí dejarla. Lo hice cuando me vine a Madrid y lo hice nuevamente, y en bastantes ocasiones, cuando decidí quedarme. Y lo he hecho muchas veces desde entonces, eligiendo a mis amigos y mi forma de vivir y, sobre todo y principalmente, mi manera de enfrentarme a la pintura y a la vida.
Lo único que no había elegido era la profesión de pintor. Aunque para mí pintar era lo más importante, nunca me paré a pensar por qué quería pintar ni de dónde me venía esa afición. Ni en mi casa ni en mi entorno había ningún precedente y hasta que llegué al colegio ni siquiera sabía lo que era la pintura realmente. Y, sin embargo, desde que tengo uso de razón, me recuerdo pintando. Pintando en casa, en Gijón, con aquellas acuarelas que les robaba a mis dos hermanos, o en el pueblo, en el verano, mientras éstos iban al mar a bañarse o, al volver, a las fiestas de los pueblos de la zona. En lugar de ello, yo prefería quedarme en casa pintando o paseando por el campo o por la playa, como hacían los pintores de verdad.
Hasta que llegué a la Universidad, empero, no supe lo que era realmente la pintura. Aunque ya en el Instituto comencé a estudiar su historia y, antes, en el colegio, empecé ya a destacar en las clases de dibujo (unas clases que nos daba un profesor ya mayor que con el tiempo llegué a saber era un pintor conocido), hasta que llegué a la Universidad no comencé a comprender lo que era realmente la pintura. Quiero decir: a saber que no es un oficio, sino una forma de vida.
Lo aprendí no en las clases, que poco o nada tenían que ver con ello (contraviniendo a mis padres, me matriculé en Filosofía e Historia), sino en los bares, oyendo hablar a la gente y viendo lo que pintaban otros pintores e ilustradores que conocí por aquella época. La mayoría eran como yo, jóvenes sin formación ni proyecto pictórico concreto, pero había otros, como Luis Suárez, que, a pesar de su juventud, tenían ya una trayectoria e incluso habían realizado alguna exposición individual en la ciudad. En seguida se convirtieron en nuestros guías espirituales, no sólo en materia artística, sino también, a veces, en la política. Eran los años setenta y Franco y su dictadura estaban ya agonizando.
Cuando me vine a Madrid, venía ya, pues, sabiendo lo que era la pintura de verdad. Por ella había dejado mis estudios de Filosofía, cosa que no me supuso ningún esfuerzo, pese a que me enfrentó a mis padres, y por ella había venido a Madrid, abandonando a aquéllos y la ciudad en la que había vivido hasta aquel momento. Todo lo di por bien empleado con tal de poder vivir y pintar como yo quería: como un pintor de verdad.
Por eso, y por otras razones, los primeros años aquí los viví como un gran sueño. Aunque apenas tenía dinero (el que me enviaban mis padres, que no era mucho; tampoco podían mandarme más) y aunque, al principio, apenas conocía a nadie, solamente a Paco Arias, Madrid fue para mí desde el primer momento la ciudad que yo iba buscando. Una ciudad irreal, pero hermosa y apacible al mismo tiempo, en la que podía pintar y vivir como yo quería.
Así al menos la viví durante años. Pintándola por el día y recorriéndola por la noche, como el pintor que, a la vez, necesita conocer a su modelo. Y amarla, de cuando en cuando. Durante todo ese tiempo nunca me paré a pensar, no ya en mi vida, que me parecía la más normal, sino en mi dedicación exclusiva a la pintura. Porque desde el primer momento ésta fue mi profesión. Independientemente de que me diera para comer o no (cosa que, dicho sea de paso, tardó en pasar aún un tiempo), siempre la consideré así y nunca me pregunté si podría haber hecho otra cosa en lugar de esto. Estaba tan convencido de mi destino como pintor que nunca puse en duda esa vocación, ni siquiera en los momentos más difíciles. Que los hubo, y sigue habiéndolos, a veces bastante duros, no tanto por razones económicas como por cuestiones estrictamente pictóricas.
Así que aquélla era la primera crisis que yo vivía como pintor. Aquella desazón que me embargaba, aquella inseguridad que sentía cada vez que me enfrentaba a una nueva obra y, sobre todo, a la hora de darla por terminada no sólo eran provocadas por el momento que estaba viviendo entonces, sino también y principalmente por una repentina desconfianza hacia la pintura como forma de expresión. Algo que nunca me había pasado hasta aquel momento y de lo que sólo tenía noticias por los demás.
Tarde o temprano te llegará una crisis, me había dicho Paco Arias antes de volverse a Asturias. Me lo dijo una tarde en el Comercial, donde solía quedar con él a tomar café, confesándome de esa manera que él ya la había pasado o que la estaba pasando entonces, quién sabe. Paco Arias, a pesar de no ser mayor que yo, llevaba ya pintando mucho tiempo y tenía o presumía de tener más experiencia. Pero yo no le hice caso. En aquel tiempo, yo estaba en plena explosión artística y sus palabras me resbalaron en los oídos como la lluvia que caía fuera, sobre el asfalto. Pero las recordé más tarde, cuando aquella desconfianza de la que Paco me hablaba y que me señalaba como la causa de que hubiese estado un año sin pintar empecé a sentirla yo, sin saber a qué obedecía ni por qué me invadía de pronto de aquella forma. Quizá, pensé en un primer momento, se trataba de una duda pasajera que desaparecería como las nubes cuando la tormenta escampa o como los miedos nocturnos cuando empieza a amanecer.
Pero pronto me di cuenta de que aquello era algo más serio. Cuando terminé aquel cuadro (en realidad no lo terminé; lo dejé a medio pintar, boca abajo, entre los otros) y comencé a esbozar el siguiente (en realidad era el mismo, sólo que visto desde otra perspectiva), noté en seguida que no tenía la seguridad de antes. Me faltaba, sobre todo, confianza en mis propias fuerzas. Algo que nunca me había pasado hasta aquel momento y que notaba que iba en aumento, en vez de desaparecer.
Me acordé de Paco Arias. De buena gana le habría llamado, pero me lo impidió el orgullo: yo, que siempre había creído que pintar era tan sencillo… Comentarlo con Suso era imposible (no tenía tiempo para estas cosas) y con Mario había perdido la confianza que tenía. Consciente o inconscientemente, María lo había apartado de mí como del resto de los amigos. Así que sólo me quedaba Eva. Pero con ella no podía hablarlo. Aparte de que quizá lo habría entendido de otra manera, como una crisis vital o, al contrario, como un simple contratiempo pasajero, seguramente pensaría que yo la estaba culpando a ella. Algo que de ningún modo era cierto, pues, de haberlo, yo era el único culpable.
Así, al menos, lo viví desde el principio: como una responsabilidad que sólo a mí concernía y, por lo tanto, como un problema que solamente yo podía solucionar, si es que tenía solución. Porque hasta esto empecé a dudarlo. A medida que los días y los meses transcurrían sin que la inseguridad que sentía se disipara o se redujera (al contrario, iba en aumento), comencé a pensar si mis sueños no habrían sido, en efecto, más que eso: sueños sin ninguna base, y yo un simple aficionado a la pintura. Un vulgar aficionado, como tantos que conocía y había tratado desde pequeño.
Si así fuera, ¿qué vida me esperaría? ¿Qué futuro tendría por delante? Desde que tenía memoria, no había hecho otra cosa que pintar y, en base a esa convicción, había tomado todas las decisiones sin pararme a pensar siquiera que podía, por supuesto, equivocarme. ¿Cuánta gente, al cabo de los años, se da cuenta de repente de que ha equivocado la profesión?
Pero para mí pintar era mucho más que eso. Para mí pintar un cuadro era, más que una profesión o un oficio, una forma de vivir y de sentir. Sin la pintura yo no tenía ni presente, ni pasado, ni futuro. Sin ella yo no sabía lo que era la realidad. Y, sin embargo, cabía la posibilidad de que, durante todos aquellos años, hubiese estado equivocado por completo; que, desde que empecé a pintar, hubiese confiado ciegamente en un talento que en realidad no tenía y que ese error se manifestaba ahora en forma de desconfianza. Pero ¿cómo saberlo con exactitud? ¿Cómo saber si mis dudas eran simplemente eso: dudas sin ninguna base, o signos de algo peor?
Me revolví en la silla, nervioso. Miré a Rico, que seguía fumando y mirando al techo, ajeno a mis pensamientos.
– ¡Qué envidia me das! -le dije.
– ¿Por qué? -regresó Rico a la realidad.
– Porque sí -le respondí, apurando mi cerveza y cogiendo otro cigarro del paquete que permanecía abierto sobre la mesa-. ¿Quieres uno? -le pregunté.
Me hizo un gesto con el suyo. Todavía lo tenía a la mitad.
– ¡Qué envidia me dais los dos! -le dije, encendiendo el mío y señalándole a César con la cabeza.
Rico lo miró, extrañado. Guardó un instante silencio, como si no me hubiese entendido, y después me miró a mí desde detrás del telón de humo que alzábamos entre ambos.
– ¿Y eso? -me preguntó.
– Ya ves -le respondí yo.
Aunque, a decir verdad, no estaba tan seguro de lo que dije. Por una parte, es verdad, sentía envidia de él (y de César, y de Pepe y de Julito, y de todos los que estaban en El Limbo aquella noche, incluido el propio Cubas), por su falta aparente de preocupaciones, pero, por otra, me daban pena, aunque fuera solamente por tener que quedarse al día siguiente en la ciudad. Era lo mismo que me ocurría, en mis épocas de universitario, con la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo que vivía en plena playa con un perro, sujetos ambos a la humedad y a las galernas del mar Cantábrico. Hasta ellos me parecían dignos de ser envidiados, aunque solamente fuera por no tener que estudiar. Pues lo mismo me ocurría ahora en El Limbo: que sentía envidia de todos, incluidos aquellos que, como Cubas, tenían toda una historia de penas a sus espaldas.
– No te engañes -dijo Rico-. No es tan fácil vivir sin ilusión.
– ¿Tú crees? -le pregunté yo, extrañado.
– No es que lo crea, lo sé -me respondió él, sonriendo, justo en el preciso instante en que César terminaba de tocar otra canción.
Esta vez, se levantó. Llevaba casi dos horas sin levantarse apenas del sitio, pero ahora se levantó dispuesto a estirar las piernas. Era ya casi la una.
– Aguantáis… -nos saludó.
– ¡Qué remedio! -dijo Rico.
Fue todo lo que se hablaron, todo lo que se dijeron después de más de hora y media tocando uno el piano y escuchándole tocar el otro, igual que todas las noches.
César se acercó a la barra. El bar se desperezó ante su presencia en ella (alguno pensó quizá que era alguien que llegaba de la calle) y yo aproveché el momento para llamar de nuevo a Julito. Pedí cerveza para nosotros y para Cubas lo que quisiera. Yo invitaba, le indiqué.
– Un coñac -le pidió Cubas.
– ¿Coñac?… ¿Con este calor? -exclamó, más que preguntó, Julito.
– Lo mejor -dijo Cubas, impasible.
Era lo que bebía siempre, tanto en invierno como en verano. Era lo que bebía siempre, cuando alguien, por supuesto, como ahora, le invitaba. Porque él no tenía dinero. Como mucho para el café. Pese a lo cual seguía viviendo y volviendo muchas noches por El Limbo, donde permanecía, cuando venía, hasta que cerraba. En eso era como Rico y como la mayoría de los que estaban aquella noche en el bar. En eso y en su falta aparente de preocupaciones, que me hacía mirarlos con envidia, como, cuando era estudiante, a la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo de la playa de Gijón.
La una y media y Suso no llegaba. Ni Suso ni la tormenta. Seguramente ya no lo harían, salvo sorpresa de última hora.
En cualquier caso, a mí me daba ya igual. Dentro de unas cuantas horas partiría de Madrid y me daba igual lo que sucediera si, como parecía, la tormenta al final no descargaba y el calor seguía en aumento, puesto que estaría ya lejos. Y, por lo que se refería a Suso, ya lo vería a la vuelta. Al fin y al cabo, hacía meses que apenas lo veía.
Y, sin embargo, era mi mejor amigo. En Madrid, me refiero, claro está. Nos conocimos al poco tiempo de llegar ambos a la ciudad y desde entonces habíamos vivido juntos y pasado en compañía todos aquellos años. Que fueron sin duda alguna los mejores de nuestras vidas, a pesar de las circunstancias.
Y es que aquellos nueve años, los que hacía ya que nos conocíamos desde que nos presentó Julito, que conocía a Suso de la Universidad, habían sido tan intensos, tan repletos de emociones y de historias que contar, que los malos momentos, que los hubo, pronto quedaron en un segundo plano. Máxime con Suso al lado, a quien nada parecía afectarle más de un día.
Era un chico muy simpático, inteligente como el que más. Había estudiado Derecho por imposición paterna, pero lo suyo era la literatura. Por ella había abandonado, como yo por la pintura, sus estudios en la Universidad y, por ella, o en función de ella, había venido a Madrid despreciando un magnífico presente y una prometedora carrera de abogado a la sombra de su padre. Pero tampoco esto lo tuvo muy difícil. Aunque molesto con él, como los míos conmigo, por haber abandonado sus estudios, su padre le financiaba todos los gastos corrientes, al contrario que a mí aquéllos, que, aunque lo hubiesen querido, no habrían podido hacerlo.
Así que Suso, cuando lo conocí, vivía cómodamente e incluso tenía un coche que había heredado de su padre: un Seat 600 de cuatro puertas con matrícula de Pontevedra. Con él se paseaba por Madrid (en una época y a una edad en las que nadie teníamos coche) y con él hicimos todos algunas excursiones a la sierra de Madrid y a ciudades como Ávila o Toledo. Pero Suso no necesitaba el coche para destacar sobre los demás. Aparte de su presencia, que en modo alguno pasaba desapercibida (era el más alto de todos), era también el más ingenioso. Lo cual le convertía casi siempre en el centro de las reuniones y más en aquella época en la que tanto se valoraba la brillantez.
– Mira, Carlos -me decía, cuando ya tuvo confianza-, lo importante no es saber mucho. Lo importante es saber contar lo que sabes.
Lo decía y lo pensaba. Porque Suso no era un cínico. Suso era un soñador, aunque sin ningún escrúpulo: con tal de hacer una frase, podía ofender a quien fuera. Lo cual, lejos de hacerle antipático, le daba aún más atractivo. Sobre todo a los ojos de las mujeres, con las que tenía gran éxito.
Porque Suso era un seductor. Con su casi uno noventa de estatura y su pelo caído hacia los lados, Suso atraía a las chicas como la luz a las mariposas. Lo cual le enorgullecía, aunque fingiera no darse cuenta.
Pero Suso no era sólo un seductor. Aparte de seductor y de poeta notable (aunque pronto abandonó la poesía) Suso era un chico culto y un incansable conversador. Todo lo cual unido le convertía en un líder nato. De hecho, desde el primer momento lo fue de aquel grupo de aspirantes a escritores y pintores que se formó en torno al Limbo al poco de llegar yo.
Es como si todavía lo viera: acaparando siempre las reuniones y protagonizando la conversación. Porque Suso había leído mucho más que los demás. Y había viajado algo. En España y por Europa. Aunque tampoco esto tenía mucha importancia. Porque lo que no conocía, lo imaginaba. O lo inventaba, que era lo mismo. Lo importante para Suso era no quedarse atrás, lanzar la idea más atrevida, decir siempre la última palabra. Suso basaba su liderazgo en su capacidad dialéctica, incluso cuando lo ignoraba todo del tema de conversación.
Yo me di cuenta de ello en seguida. Pese a que, al principio, me deslumbró, como a todos, por su gran inteligencia y brillantez, pronto comprendí que Suso tenía más interés como personaje que, como él pretendía, como escritor. Aunque nunca se lo dije, por supuesto. Ni siquiera andando el tiempo, cuando tuve confianza para ello y razones suficientes para hacerlo, entre ellas su resistencia a escribir. Porque su radicalidad consistía precisamente en eso: en su falta de interés por lo real. A él le daban igual la verdad o la mentira con tal de que fueran bellas. En eso era un escritor puro, aunque no escribiera nada. En eso y en su facilidad para relatar historias, que iba olvidando según las inventaba.
Porque no las escribía. Cuando yo lo conocí, Suso sólo escribía poesía, puesto que la ficción, decía, era la antiliteratura. Luego pasó a sostener lo contrario. Con la misma vehemencia, por supuesto, con la que había defendido lo anterior y con la que defendería, llegado el caso, otra vez la poesía. Porque lo suyo era polemizar. Daba lo mismo de qué se hablara, el tema de controversia. El caso era protagonizar la escena y tener siempre la idea más radical.
Precisamente por eso, Suso me deslumbró en un principio. Nunca había conocido a nadie al que le gustase tanto polemizar y que lo hiciese con tanto estilo. Y es que Suso, de tanto discutir (y de tanto teorizar, cuando nadie le llevaba la contraria), había desarrollado toda una forma de ser que llevaba a todos sus actos. Porque a él le daba igual de lo que se hablara. El caso era discutir, conversar sobre la nada, pasar las noches en vela y acostarse ya de día con el sabor de la noche ida y a ser posible borracho. Borracho de alcohol y humo o borracho de palabras. Era la época en la que vivíamos y era también su carácter.
A mí aquello me gustaba. En Oviedo ya llevaba una vida parecida, bien que con las limitaciones propias de una ciudad más pequeña, y Madrid me cautivó precisamente por eso: por no tener ningún límite. Al contrario: en Madrid todo estaba permitido, al menos para nosotros.
Y es que Madrid era una ciudad distinta. Anclada en medio de la meseta, en el centro de un país que vivía todavía con un pie en el XIX, Madrid era una especie de puerto franco en el que se vivían ya los nuevos tiempos que se avecinaban. Era aquel Madrid antiguo, con serenos y vecinos que fumaban por la noche en camiseta en los balcones, entre los tendederos y los tiestos de geranios, pero en el que convivían ya, junto con los serenos y las tiendas galdosianas, otras costumbres distintas y otras formas de entender la realidad. Muchas de ellas traídas por los extranjeros que ya entonces comenzaban a asentarse en la ciudad.
En cualquier caso, nosotros vivíamos una ciudad diferente. Aun cuando, en apariencia, compartíamos la vida de nuestros vecinos, nosotros vivíamos una ciudad diferente, sin importarnos mucho lo que pensaran aquéllos. Porque Madrid nos lo permitía. Por talante y por tamaño, Madrid permitía vivir a cada uno como quisiera y eso que todavía eran tiempos de libertad semivigilada. Y vigilante. Raro era el día en el que no ocurría algún incidente' aislado o en el que la policía no intervenía en algún lugar.
Pero, para nosotros, esto no era ningún problema. Al revés: era casi otro aliciente y otro motivo de conversación. Acostumbrados como ya estábamos a convivir con la policía, su irrupción grosera y tosca en cualquier momento del día y en cualquier punto de la ciudad no sólo no nos turbaba, sino que se convertía incluso en otro entretenimiento. Especialmente en aquellos años, finales de los setenta, en los que, pese a lo que nosotros mismos pensáramos y dijéramos, el peligro mayor ya había pasado.
Por otra parte, además, nosotros vivíamos aquello de una manera muy distanciada. Aunque comprometidos políticamente, como la mayoría de nuestros conocidos, nosotros vivíamos aquello de una manera muy distanciada, puesto que anteponíamos la vida y el arte a la política. Cuestión que provocaba no pocas ni pequeñas discusiones con los que habían hecho de ésta prácticamente una religión.
Aquel tiempo pasó pronto, por fortuna. Pronto llegó el desencanto, palabra con la que se denominó al fenómeno de desengaño respecto de la política que se estableció en la gente en cuanto los partidos políticos de izquierda abandonaron sus ideales más radicales y un sentimiento agridulce se apoderó de todos, salvo de los que, como nosotros, nunca habíamos creído en aquéllos. Nosotros éramos anarquistas, o al menos eso pensábamos, y como tales seguíamos viviendo, independientemente de lo que ocurriera a nuestro alrededor.
Porque nuestro anarquismo era sobre todo estético. Teórico, en cualquier caso. Un anarquismo teórico que bebía en las fuentes más radicales, las del romanticismo puro, pero que, en la mayoría de los casos, el mío, sin ir más lejos, se traducía simplemente en una actitud. Una actitud estudiada y adoptada muchas veces de propósito, pero que nosotros creíamos sincera todavía en aquel tiempo.
Suso era un ejemplo de ello. De familia de derechas, hijo de un abogado franquista, Suso se declaraba anarquista pese a sus contradicciones. La primera, seguir viviendo de aquélla cuando renegaba de ella y de lo que representaba. Lo cual no sólo no le causaba problemas de conciencia personal o de principios, sino que lo consideraba revolucionario. Según él, seguir viviendo de su familia era una forma de combatir la institución familiar desde dentro.
Por otra parte, además, Suso era muy elitista. Despreciaba el mal gusto y la falta de inteligencia tanto como presumía él de ellos. En esto era igual que Irene, su novia en aquellos años (y la que le duró más tiempo), que, aun feminista y tan radical como él, vestía siempre a la última y vivía todavía en casa de su familia; un imponente chalet, por cierto, en la exclusiva zona de El Viso. Lo cual no le impedía dar lecciones de bohemia a los demás y hasta considerarse la más radical de todas.
Pero, fuera de esas contradicciones o precisamente por ellas, Suso era un chico que no engañaba a nadie. Así lo intuí yo desde un principio y así pude comprobarlo durante los muchos años que compartimos casa y amigos, a solas o con las chicas con las que cada uno estuviera en ese momento. Porque, durante todos aquellos años, los dos cambiamos de estado y de pareja varias veces (él más que yo, por su propia resistencia a prolongar las relaciones). En todo caso y fuera cual fuera en cada momento la situación sentimental y personal de cada uno, nuestra amistad quedó siempre por encima, invulnerable y ajena a cualquier cambio. Solamente tras la aparición de Eva, pero debido más a la dispersión del grupo que ya entonces comenzaba a producirse en torno a nosotros que a la aparición de aquélla, empezamos a alejarnos poco a poco uno del otro hasta llegar al distanciamiento en el que ambos vivíamos entonces, pese a que continuáramos compartiendo la misma casa.
Yo tardé en percatarme de ello. Volcado como estaba en la pintura, acompañado siempre por Eva, yo tardé en notar que Suso comenzaba poco a poco a distanciarse de mí, como antes lo habían hecho los demás. Pero los otros me importaban mucho menos. Incluso Mario, el otro extremo del triángulo que durante mucho tiempo formamos y que se mantenía de alguna forma en nuestro inconsciente, no dejaba de ser un mero apéndice en la estrecha relación que teníamos principalmente Suso y yo. Por eso me preocupaba mucho más su alejamiento. Por eso y porque veía que quizá no fuera un alejamiento coyuntural, como al principio pensé, motivado por las circunstancias (que, al fin y al cabo, tampoco habían cambiado tanto: no era la primera vez que yo vivía con alguien ni que Suso sufría una ruptura), sino el comienzo de una separación que quizá fuera tan natural como lo era el paso del tiempo.
Y es que, sin que nos diéramos cuenta, habían pasado los años. Nueve ya desde que nos conocíamos y otros tantos desde que vivíamos juntos. Porque, a los pocos meses de conocernos, Suso se vino a vivir al piso que Julia y yo habíamos alquilado junto con Julio y con Carlos Cuesta en la calle del Conde de Xiquena. De allí nos fuimos a otro en la cercana calle Barquillo (en el que se nos unió ya Mario), y, así, tras pasar por varios, al de la plaza de las Salesas en el que todavía vivíamos la noche en la que los recordaba. En cada una de esas mudanzas, Suso y yo fuimos cambiando de compañeros, incluso de compañeras sentimentales, pero él y yo permanecimos siempre juntos y juntos seguíamos aún aquella noche, pese a que estaba claro que aquella etapa de nuestras vidas se terminaba. No porque él o yo lo quisiéramos, sino porque las circunstancias ya eran distintas. Ya no éramos aquellos niños que habíamos llegado a Madrid dispuestos a comernos la ciudad, como él decía, y a conquistar su cielo tan renombrado.
– Mira, Carlos -me decía en aquel tiempo, mirando Madrid desde cualquier parte-, ésta es la ciudad perfecta. Aquí nadie te pregunta quién eres ni lo que buscas. Y, a cambio, te ofrece el cielo más hermoso del país.
Lo decía a menudo en aquellos tiempos. A veces, mirando el atardecer desde la azotea (aquella humilde azotea de la casa de la calle del Clavel en la que los vecinos tendían la ropa y desde la que se dominaba todo Madrid) y, otras, de noche, cuando salíamos a la calle dispuestos a comernos la ciudad, como él decía, o cuando regresábamos derrotados de madrugada. Y es que Suso estaba convencido de que Madrid era la ciudad perfecta para llevar a cabo todos nuestros sueños, lo mismo los del amor que los de la literatura.
Yo pensaba como él, pero era más inseguro. O más pobre, quién lo sabe. A mí no me bastaba con vivir como quería, sino que necesitaba a la vez solucionar mi supervivencia. Lo cual me llenaba de incertidumbre, sobre todo algunas noches, cuando me quedaba solo.
– ¿Tú crees que triunfaremos? -le pregunté yo una vez, contemplando la ciudad iluminada desde arriba. Hacía sólo unas semanas de mi separación de Julia.
– Ya has triunfado -dijo Suso, sin dejar de mirar al cielo.
– ¿Tú crees?
– Mira, Carlos -dijo Suso, arrojando la colilla del cigarro que fumaba hacia la calle-: El éxito consiste en hacer lo que a uno le gusta. O por lo menos en intentarlo.
Tenía razón, como de costumbre. Como era habitual en él, Suso iba por delante de todos los demás y adivinaba ya lo que el resto ni siquiera alcanzábamos aún a sospechar; sobre todo, los que, como era mi caso, aparte de soñar con el futuro, teníamos que resolver al mismo tiempo el presente, puesto que nuestras familias no podían o querían ayudarnos.
Por eso, en aquellos años, Suso fue tan importante para mí. Al contrario que el resto de los amigos, Suso tenía ideas propias y las llevaba a la práctica con todas las consecuencias. En eso era coherente consigo mismo y con los demás. En eso y en su forma de entender las relaciones, que para él eran lo más importante. El amor se pasa, decía; la amistad, no. Por eso, cuando la dispersión del grupo empezó y cada uno tomó su rumbo en Madrid o fuera de ella, según las aspiraciones y sueños de cada cual, Suso la interpretó como una traición a él y se separó de todos, convencido de que era inútil esperar nada de la gente.
De mí tardó en hacerlo más tiempo. Aun a pesar de algún desencuentro y de las discusiones a las que acostumbrábamos (sobre todo a raíz de aquello), de mí tardó en alejarse, aunque terminaría haciéndolo también. Sutilmente en un principio y luego ya abiertamente, cuando Rosa se fue también de casa y nos quedamos solos en ella, junto con Eva. Que quizá era lo que Suso más temía: enfrentarse a la evidencia de que las cosas habían cambiado y de que aquel grupo de amigos, antaño tan numeroso, se había reducido ya a un triángulo amoroso y amistoso del que, lo quisiera o no, él era la parte débil. Un triángulo amoroso y amistoso que era todo lo que quedaba de aquellos años que tanto él como yo nos resistíamos a dar por finalizados.
Pero se habían acabado, a nuestro pesar. Lo demostraba la desbandada que en torno a nosotros se producía (como cuando, a la llegada del invierno, las aves buscan cobijo, a solas o por parejas, en lugares más calientes y seguros) y lo demostraba el hecho de que Suso contemplara aquel fenómeno como si fuera una claudicación. Una claudicación ideológica que, aunque esperada, lo entristecía y en la que terminó incluyéndome cuando, a raíz de quedarnos solos, se dio cuenta de repente de que mi relación con Eva era más fuerte ya que nuestra amistad. Por eso, se alejó también de mí, aunque siguiera viviendo en casa aún bastante tiempo, y por eso dejó de aparecer por los lugares donde sabía que yo estaría, comenzando por El Limbo, que era como su segunda casa. Pero lo que yo no esperaba (y me resistía a aceptar aún, pese a que todo lo indicaba así) es que tampoco fuera a venir esa noche, sabiendo, como sabía, que al día siguiente yo me marchaba. Es decir: sabiendo que aquella noche era la última de nuestra juventud.
– ¿La última? -me preguntó Rico, sorprendido.
En lugar de responderle, le señalé su cerveza. La tenía ya vacía, como yo.
– ¡Ah! -me respondió, comprendiendo-. ¿Y por qué la última?
– Porque me voy -le dije, contemplando una vez más la postración en la que El Limbo seguía sumido.
El humo lo acentuaba. El humo y su decadencia, que iba en aumento, pese a que parecía imposible que pudiera aumentar todavía más.
– ¿Tan pronto? -me dijo Rico, extrañado.
– Quiero dar un paseo por ahí.
Acababa de pensarlo. Acababa de pensarlo y decidirlo después de aceptar que Suso ya no iba a aparecer. Que era la verdadera razón que me retenía en El Limbo desde hacía horas, aunque me molestara reconocerlo.
Me molestaba por lo que suponía: que lo que Suso hiciera o no hiciera seguía afectándome aún. Y porque, aunque era más que evidente, me resistía a aceptar que no apareciera, sabiendo, como sabía, que yo estaría esperándolo.
– Te noto un poco nostálgico -me dijo Rico, mirándome.
– ¿Nostálgico? -le negué yo con el gesto.
Pero lo estaba. No aquella noche, sino desde hacía ya tiempo. Quizá desde hacía ya años.
En realidad, siempre he sido algo nostálgico. Más que nostálgico, melancólico. Desde que llegué a Madrid sobre todo, siempre he sentido esa ausencia que te hace volver la vista continuamente hacia atrás como si sospecharas que, mientras estás viviendo, el tiempo va borrando tu pasado sin remedio. Una melancolía que inunda toda mi obra, pero que, en la realidad, yo he disimulado siempre porque me parece impúdico dejar que tus sentimientos afecten a los demás.
Lo que estoy es cansado de Madrid -le dije a Rico, muy serio.
Rico me miró extrañado. Sin duda a él esa confesión debía de sorprenderlo, por cuanto él adoraba la ciudad en que nació y en que vivía. Rico no concebía otro sitio en el que poder vivir que Madrid, incluso en las vacaciones. Por eso me miró de aquella forma, como si no me hubiese entendido, y por eso llamó a Julito en lugar de contestar a mis palabras.
– ¿Otras? -nos preguntó Julito, acercándose.
– Las últimas -le dijo Rico.
Julito volvió a la barra en busca de las cervezas llevándose al mismo tiempo las que ya estaban vacías. Por el camino, se cruzó con César, que volvía hacia su sitio.
– ¿No se cansará nunca? -le dije a Rico, mirándolo pasar.
– No lo sé -me dijo Rico, sin reparar siquiera en su viejo amigo.
Rico estaba ahora pendiente de lo que ocurría en la calle. Un fuerte golpe de viento había cenado la puerta, provocando un gran estruendo y el sobresalto de los que estaban cerca.
– ¡Ya está aquí! -dijo alguien, asomándose a mirar.
En efecto, un fuerte viento y un remolino de hojas anunciaban ya en la calle que la tormenta estaba llegando. Se notaba su olor en el ambiente.
– Me temo que no vas a poder irte -me dijo Rico, sonriendo.
Se ve que lo agradecía. Como todos los que estaban en El Limbo a aquella hora, Rico esperaba que comenzara a llover, porque así nadie podría marchar del bar en un rato. Y, mientras hubiera gente, éste no cerraría. Que era lo que a él le importaba.
A mí al revés: me daba lo mismo. Decidido como estaba a marcharme ya del Limbo, me daba igual que cerrara ahora o que siguiera abierto toda la noche, como sucedía a veces en el invierno. Aunque también yo esperaba la lluvia por ver si así refrescaba un poco.
– Las cervezas -nos anunció Julito, trayéndolas.
Estaban frías, como las anteriores. Casi más frías, incluso. Debía de ser que el calor me hacía sentirlas así.
– Cobra todo -le dije yo a Julito, alargándole un billete.
– ¿Todo? -me preguntó Julito, extrañado.
– Mañana se va de vacaciones… -aceptó Rico mi invitación.
Julito cogió el billete y regresó a la barra a buscar la vuelta. Por el camino, el viento volvió a cerrar la puerta.
– ¡Va a caer una! -exclamó, acercándose a abrirla.
Pero nadie se inmutó, fuera de él. Ni Cubas, que estaba absorto, ni Rico, que ni miró, ni César, que, en ese instante, comenzaba a tocar otra canción: La vie en rose, de Edith Piaf.
– Por tu viaje -brindó Rico, golpeando su cerveza con la mía.
– Por el tuyo -ironicé, brindando y dándole un trago.
Estaba helada, como la copa. Más fría incluso que ésta. Me resbaló por el pecho abajo, abriéndomelo como un cuchillo.
Era la quinta cerveza de aquella noche. La quinta fuente de espuma que me estallaba en el paladar y me bajaba por la garganta igual que el humo de un cigarrillo. Y es que, en el fondo, eran lo mismo: un cosquilleo picante que me estallaba en el paladar, sólo que uno era ardiente y el otro helado. Aunque los dos me quemaban.
Eran como los recuerdos. Agridulces o vacíos, todos de alguna manera terminan siempre por abrasarte. Me pasaba aquella noche y me continúa pasando. Especialmente cuando recuerdo aquel tiempo que viví en Madrid al llegar y que recordaba ahora mirando tocar a César. Sin saberlo, él me obligaba con su música.
Años de la vida en rosa. El mismo rosa irreal que yo pintaba en mis cuadros y que tomaba de aquellos cielos que contemplaba al atardecer, o al amanecer, al volver a casa. Aquel rosa desgarrado y palpitante con el que inevitablemente surgen aquellos años en mi memoria, pese a que seguramente nunca fueran de ese color. Lo cual me importaba poco, aquella noche, en El Limbo.
Aquella noche, en El Limbo, yo recordaba aquel tiempo envuelto en un rosa suave, igual que ahora recuerdo aquélla pintada de negro y gris. En cualquier caso, ambos colores no eran colores reales. Ni lo era el gris, que más bien venía del cielo (el cielo inmóvil del Limbo), ni lo era el rosa intenso con el que pintaba el tiempo. Un tiempo que recordaba a la vez que lo pintaba, del mismo modo en el que lo hago cuando lo recuerdo ahora.
Al final viene a ser lo mismo. Recordar y pintar viene a ser lo mismo, aunque no nos demos cuenta. Yo, al menos, no me la daba mientras recordaba entonces oyendo tocar a César y, por eso, estaba seguro de que los años que recordaba habían sido todos rosas, cuando la realidad era muy distinta. Los había habido rosas, pero también grises y hasta negros.
Los últimos, sobre todo, estaban llenos de claroscuros. Pasados los dos primeros, de los que ni siquiera llegué a saber su tonalidad, tan rápido se pasaron, el resto, principalmente los últimos, estaban llenos de claroscuros. A la batalla por la supervivencia se empezó a unir el dolor de las primeras rupturas sentimentales.
La primera, y la más triste, fue sin duda la de Julia. Fue la que tiñó de gris el cielo azul de Madrid y la que dejó en mí esa tristeza de la que nunca he podido ya librarme. Pero hubo muchas más: la de Lucía, la chica con la que estuve a continuación (apenas dos o tres meses), y las de las que le sucedieron. Y también las de la gente con la que fui trabando amistad y que perdí por una u otra razón, muchos de ellos para siempre, como a Pedro. Se quitó la vida una noche, en la pensión en la que vivía, sin dar ni una explicación.
Pero, fuera de esas rupturas y de algún que otro desengaño (la mayoría de ellos relacionados, cómo no, con las mujeres), en conjunto aquellos años los recuerdo todos teñidos de rosa. No el rosa cursi de las novelas de amor baratas o de las películas hollywoodienses de los cincuenta, sino el rosa ensangrentado que tiñe el cielo de Madrid algunos atardeceres, no porque así lo sea realmente, sino por imitación del que sus artistas plasmaron en sus pinturas. Ese rosa ensangrentado e inconfundible, como de postal antigua, que también aparece de cuando en cuando en mis cuadros, principalmente en los de aquel tiempo.
Porque aquel tiempo era el de las ilusiones. Y el del amor. Y el de los descubrimientos. Un tiempo lleno de sueños y de continuos cambios y encuentros que yo recordaba ahora, a punto de darlo por finalizado. El piano de César y Edith Piaf me obligaban a hacerlo, a pesar mío.
El piano de César y Edith Piaf y la melancolía que me embargaba. Una melancolía que acentuaba la proximidad de la despedida y a la que daba un halo de dramatismo la amenaza de la tormenta. Menos mal que la cerveza, con su cosquilleo helado, me devolvía a la realidad por encima de todos los recuerdos.
Pero la realidad ya no era la misma; quiero decir: la de cada noche. Poco a poco, como todo en torno a mí, la realidad se había deshecho, no sé si debido al humo, al calor o a la cerveza. O a las tres cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, cada vez me costaba más identificar en ella a las personas y los objetos que aquella noche me rodeaban. Que eran los mismos de cualquier otra, sólo que difuminados ahora por el calor.
Era como si flotaran. Como si, al pasar las horas, unos y otras perdieran definición, como sucede con esas fotos que se hacen en movimiento. Tanto el bar como la gente los veía desenfocados, como me sucedía hacía un rato con los recuerdos. Acababa de pasar de un tiempo a otro, pero seguía viéndolo todo movido.
Y es que la realidad se difuminaba. La realidad y mis pensamientos, que eran lo mismo, para mí al menos, desde hacía horas. Poco a poco, al igual que en mi memoria, la realidad se difuminaba y el tiempo se deshacía, lo mismo que mis recuerdos. Sólo que éstos aparecían todos teñidos de rosa y la realidad del Limbo, aunque desenfocada también como aquéllos, era gris como la noche. Gris y negra como el cielo (el del bar y el de Madrid), a pesar de la canción que César tocaba ahora.
Quizá era la misma canción de siempre. Quizá desde hacía ya días (o meses, incluso años) César tocaba la misma canción de siempre, del mismo modo en que El Limbo era el mismo bar de siempre y sólo cambiábamos los clientes. Y ni siquiera. Fuera del de la coleta (un tipo extraño, seguramente extranjero, que llevaba varias horas sin moverse de la esquina de la barra), los demás éramos los mismos de cada noche, sobre todo de aquellas últimas. Pero al maestro eso no le importaba. Como tampoco nos importaba a nosotros lo que él pudiera tocar, con tal de seguir oyéndolo. Como en el cine, su música no era más que la banda sonora que acompaña a la película y que, de tanto sonar una y otra vez, uno termina por no escucharla.
Pero aquella película se acababa. Aquella vieja película que yo reconstruía mentalmente mientras, sentado en El Limbo, contemplaba desolado el final de aquella noche y el de una época de mi vida era un disco ya rayado que se repetía una y otra vez hasta terminar borrándose. Sólo la música del piano seguía sonando a mi espalda, sumergiéndome en un tiempo sin final en el que se confundían, como ahora mismo, el pasado y el presente.
¿Y el futuro? ¿Dónde estaría el futuro? ¿Existía el futuro de verdad? ¿Existía o era tan sólo otro sueño como el que había vivido hasta entonces? ¿Existía o simplemente era un cuadro sin pintar que habría de pintar a ciegas, como todos los que había pintado hasta aquella noche?…
– Me voy.
Lo dije ya levantándome. Lo dije ya levantándome, después de coger mis cosas (el paquete de tabaco y el mechero), decidido a irme de allí.
Rico me miró en silencio. Como ya esperaba mi marcha, ni siquiera hizo un gesto de sorpresa.
– Hasta la vuelta -me despedí.
– Adiós -me respondió él.
Los demás ni siquiera se dieron cuenta de que me iba. Estaban tan abstraídos, tan aplastados por el calor, que ni siquiera se enteraron de que me iba o, si llegaron a hacerlo, lo disimularon. Al fin y al cabo, qué les importaba a ellos que me fuera o que me quedara si lo único que ellos querían era seguir sentados en sus sitios. Solamente, al pasar junto a la barra, Julito y Pepe me despidieron.
– Pásalo bien -me dijeron.
Les contesté con un gesto. Lo hice sin detenerme, como si no quisiera despedirme. Siempre me molestaron las despedidas y aquélla era una de las más difíciles. Por vacía, sobre todo.
Ya en la puerta, sin embargo, me volví a contemplar el bar. Desde las escaleras que subían hacia aquélla y que le daban otra perspectiva distinta a la del interior, El Limbo parecía un espejismo más que una imagen real. Difuminado por el calor y por el humo de los cigarros, el local en el que yo había pasado tantas noches, tantas horas y emociones desde hacía ya diez años, me parecía ahora mucho más grande y, en cierto modo, desconocido. Quizá era efecto de las cervezas. Fuese por lo que fuese, su soledad me hizo sentirme más solo cuando atravesé la puerta y eché a andar calle abajo dejando atrás aquel barco que se hundía poco a poco en el silencio de la noche, como el Titanic en las heladas aguas del océano Atlántico.
Como el Titanic también, vi Madrid en torno a mí. Amenazada por la tormenta que se cernía sobre sus edificios, iluminada por los relámpagos que atravesaban continuamente el cielo de parte a parte, la ciudad parecía otro espejismo y otro barco a la deriva, como El Limbo. Tambaleándome, sintiendo bajo mis pies el movimiento de su zozobra y en la cara el olor ácido y espeso de la tormenta, bajé la calle de Campoamor, salí a la de Fernando VI y, sin cruzarme apenas con nadie (todos los bares de la zona estaban semivacíos), llegué a la plaza de las Salesas decidido a irme a dormir lo mismo que cada noche, pese a que aquélla no fuera para mí una noche más. Pero, en el último instante, cambié de idea. Cuando ya estaba resignado a cerrar la noche sin mayor gloria, convencido de que nada podía depararme ya, vi a lo lejos, en un banco, al vagabundo que lo ocupaba en solitario desde hacía meses. Estaba solo, como dormido, como un náufrago en la noche de Madrid.
Llevaba meses viéndolo en el mismo sitio. Desde el balcón de mi habitación, mientras pintaba o escuchaba música o contemplaba el paso del tiempo a la espera de una idea o algún amigo que había quedado en venir, lo veía pasear día y noche por la plaza, ajeno a los transeúntes y a los demás vagabundos que vivían también en ella. Había por lo menos cuatro o cinco, aunque él era el más antiguo. Y el que, por otra parte, también, más llamaba mi atención por su aspecto elegante a pesar de todo y por su indiferencia casi absoluta hacia lo que le rodeaba. Aunque educado y hasta gentil, se mostraba ajeno al mundo, hasta el punto de que ni siquiera pedía limosna, como los otros, sino que era la gente la que se acercaba a dársela.
Dudé si hacer yo lo mismo. Aunque me conocería sin duda, como yo a él (no en vano debía de verme entrar y salir de casa varias veces cada día), temí que lo sorprendiera, incluso que lo asustara, a la vista de su soledad ahora.
Pero no lo necesité. Ni siquiera tuve que aproximarme. Fue él el que me llamó, mientras me decidía a hacerlo, pidiéndome un cigarrillo.
– Negro -me aclaró desde su banco.
– Rubio -le dije yo desde lejos.
Se encogió de hombros, como diciendo: «¡Qué se le va a hacer!», pero no lo dijo. En vez de ello, cogió el cigarro mientras me analizaba sin disimulo.
– Tendrás fuego, por lo menos.
– Por supuesto -le dije yo, sorprendido. Parecía que el favor me lo hacía él, en lugar de lo contrario.
– Esto es tabaco de putas -exclamó, soltando el humo.
– Muchas gracias -le dije yo, divertido.
Realmente era divertido. Estaba allí, en aquel banco, sin más compañía que el cielo y sin otras pertenencias que las que le cabían en una bolsa que utilizaba a la vez de almohada, pero parecía feliz. Más contento por lo menos que los que había dejado en El Limbo.
– No te ofendas, es verdad -me aclaró, por el cigarrillo.
Encendí otro para mí y me quedé de pie frente a él. Fumaba con gran fruición, sin importarle mucho que fuera tabaco rubio.
Parecía estar borracho. Quizá lo estuviera siempre y solamente cambiaba el nivel de su ebriedad en función de la hora del día y de si había dormido o no. En cualquier caso, era muy difícil determinar cuál era aquél en ese momento, puesto que permanecía sentado.
Y lo mismo pasaba con su edad. Era difícil de calcular, puesto que su aspecto era el de un hombre ya viejo, mientras que sus gestos eran los de un hombre joven. Un joven, eso sí, muy desgastado por el alcohol y la mala vida y por las inclemencias del clima de Madrid. Aunque, por lo que parecía, a él no le preocupaban mucho.
– Va a llover -me dijo, mirando al cielo, que apenas si se veía, de tan oscuro, sobre los árboles.
– Ya está lloviendo -le corregí, sintiendo ya las primeras gotas.
Pero él no debió de oírme:
– Un día llueve, otro hace sol… Así es la vida -filosofó.
– Sí, señor -le dije yo.
– Así es esta puta vida -siguió él, sin escucharme-. Por eso es tan delicada.
Me sorprendió el adjetivo. Me sorprendió el adjetivo, máxime teniendo en cuenta de boca de quién venta: un hombre al que, en apariencia, todo hacía pensar que la vida le habría tratado de muchas formas, menos con delicadeza.
– Estarás de acuerdo conmigo -afirmó, sin mirarme apenas.
– Por supuesto -me apresuré a decirle yo.
Las gotas comenzaban a caer ya con más fuerza. Golpeaban la tierra seca y la hierba, produciendo un ruido sordo cada vez más inequívoco y constante. Pero él no lo escuchaba o no le daba importancia alguna.
– Por eso -prosiguió con su discurso-, lo mejor es vivir en la penumbra. Una botella de vino (y, si es de coñac, mejor), una tertulia de amigos, una sardina con sal, un tomate si lo hay, una lumbre en el invierno y un sombrero de paja en el verano y a vivir, que son dos días…
Esta vez, no lo apoyé. Esta vez, no lo apoyé (al revés, guardé silencio), aunque tampoco a él pareció importarle mucho.
– Mira, no sé quién eres -siguió con su perorata-, pero me da lo mismo; yo hablo con todo el mundo. Yo hablo con toda la gente y a todos les digo lo que pienso. Y, si les gusta, bien y, si no, también.
– Claro, claro -aprobé yo su argumento.
– ¿Y sabes por qué lo hago? Porque la gente está equivocada. La gente cree que todo lo que vemos es verdad, y no es verdad.
– ¿Usted cree?
– ¿Tú no? -me dijo él, sin mirarme-. Mira, chaval, hazme caso: todo es una mentira. Madrid, el mundo, esta plaza… Todo es una mentira. Lo único que es verdad es el cielo y nadie se para a mirarlo.
– ¿El cielo? -pregunté yo, sorprendido,
– ¡El cielo, el cielo! -dijo, mirando hacia él-. El cielo es la única verdad que hay en el mundo, aunque la mayoría de las personas se mueran sin enterarse.
Llovía ya abiertamente. Mientras contemplaba el cielo, que estaba hinchado como un tambor, sentí la lluvia en mi rostro, tibia, pero refrescante. Parecía como si el cielo le diera la razón de esa forma al vagabundo.
– Ya está lloviendo -le dije, por si él no se daba cuenta.
– ¿Lo ves? -me respondió él, satisfecho-. ¿Lo ves como era verdad? -y continuó sentado, fumando, inmóvil bajo la lluvia.
Después de tanto esperarla, yo también la agradecía, pero, en apenas unos segundos, comencé a sentirme incómodo. Aquellas primeras gotas que levantaban nubes de polvo al rebotar contra el suelo o contra los cipreses y la hierba de los parterres se convirtieron en una tromba. Llovía con tanta fuerza que ya ni siquiera oía lo que el hombre me decía ahora.
– ¡Me voy! -le grité, corriendo.
Pero él no me respondió. O, si lo hizo, no llegué a oírlo. Mientras corría hacia mi portal, que estaba apenas a unos cincuenta metros, supuse que vendría detrás de mí, aunque lo haría más lentamente. Al fin y al cabo, aparte de ser mayor, debía de estar borracho. Pero, cuando me volví a mirar, protegido ya por la marquesina cuyo rótulo anunciaba la tienda de comestibles que hubo en el bajo en alguna época (MANTEQUERÍAS BARTOLOMÉ. ESTABLOS PROPIOS EN GALAPAGAR Y EN MIRAFLORES DE LA SIERRA), descubrí con estupor que continuaba en el banco.
Pensé en llamarlo, pero me arrepentí en seguida. ¿Quién era yo para impedirle que hiciera lo que quisiera? Al fin y al cabo, ¿no era lo que había hecho siempre? ¿No era lo que yo quería para mí y para todas las personas?
Secándome con las manos (tenía el pelo empapado), subí andando los tres pisos (el ascensor, como siempre, se había estropeado hacía ya días) y entré en casa procurando no hacer ruido. Eran las tres de la madrugada.
Eva dormía profundamente, pero Suso no estaba en casa. En la penumbra de las habitaciones, sólo se oía la respiración de aquélla y el salón estaba vacío. Sin necesidad de encender la luz, lo atravesé y me asomé al balcón. La lluvia arreciaba fuera y se estrellaba contra la barandilla provocando al hacerlo un ruido sordo; un ruido que se multiplicó por cien en cuanto abrí las contraventanas. De repente, un gran fragor se introdujo en el salón y, con él, el olor de la ciudad. Que apenas si se veía tras los cipreses de las Salesas, de tanto como llovía en aquel momento. Solamente los árboles más próximos, iluminados por las farolas, brillaban bajo la lluvia con un verde tan intenso que parecían de cera o plástico y, tras ellos, en su banco, la sombra del vagabundo, que seguía igual a como yo acababa de dejarlo.
Estaba inmóvil, como una estatua. Ni siquiera se había cubierto con algún plástico o con un cartón, como los demás. Como si le diera lo mismo todo, seguía en el banco, sentado, mientras la lluvia seguía cayendo cada vez con más violencia sobre la ciudad vacía. Una ciudad que se deshacía y se rompía en miles de hojas, como el cuadro que acababa de romper yo aquella tarde. ¿O era éste el que seguía deshaciéndose?
– ¿Ya estás aquí? -me dijo Eva, al sentirme. -Sí -le mentí, abrazándola.