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Segundo círculo. El Infierno

«Así fue como descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor.»

Dante Alighieri

La Divina Comedia, Canto V

I

La abandoné a los tres años. En el 88, después de cinco o seis juntos. Fue un error más en mi trayectoria.

En realidad, toda mi vida amorosa, no sólo la de aquel tiempo, es una suma de errores, un rosario de equivocaciones que componen en conjunto el cuadro de un gran fracaso. Pero, en aquellos años, los que siguieron a mi separación de Julia y, sobre todo, a la posterior de Eva (que provoqué, como aquélla, después de pensarlo mucho), la lista de mis equivocaciones fue tan absurda como interminable. Con la misma rapidez con la que me enamoraba se enfriaba mi pasión en cuanto vislumbraba el más mínimo destello de rutina o de cansancio por mi parte.

Tal vez es que no me enamoraba realmente. Aunque creía que sí (si no en todos, sí en muchos de los casos), tal vez es que no me enamoraba realmente, sino que sustituía una pasión por otra. Así las mantenía siempre frescas, como el que cambia las flores de un florero antes de que se pudran o marchiten. Pero, a veces, como en el caso de Eva, o en el de Julia años antes, el tiempo transcurrido ya era tanto que las flores, aun podridas, habían enraizado en mí provocándome un intenso dolor al arrancarlas.

Es lo que tiene dejar que el tiempo pase. Es lo que tiene dejar que el tiempo pase y te acostumbre a un lenguaje y a unos hábitos de vida que no son seguramente ni mejores ni peores que los otros, pero que se convierten en parte de tu naturaleza, aunque sea solamente a nivel superficial. Porque la piel también duele cuando se arranca. La piel también tiene raíces que, aunque invisibles, se hunden en lo más hondo de nuestra naturaleza, de la misma manera en que lo hacen, en la de la memoria, los sonidos y olores y sabores del pasado. Por eso viven durante años y por eso también, de tarde en tarde, afloran a la superficie cuando uno generalmente menos lo espera.

Es lo que me ocurre ahora, al recordar de nuevo aquel tiempo que sucedió en mi vida al del limbo, como lo bauticé en aquella postal (trivial, turística, tópica, salvo por el motivo de la fotografía: una carretera helada, en un paisaje desierto, con un letrero que dice: FIN DE LA TIERRA CULTIVABLE) que les mandé a mis amigos desde Laponia, donde concluyó aquel viaje que tan determinante sería para mí.

Y es que, a partir de aquel viaje, ya nada volvió a ser igual. Por extraño que parezca (al fin y al cabo, aquel viaje cumplió todas mis expectativas), marcó un antes y un después en mi relación con Eva, no tanto por causa de ella, que quizá nunca llegó a saber que así fue, sino por mi propia causa. Sin saber por qué realmente (y mucho menos sin saber cómo explicarlo), comencé a sentir que me iba, como la barca que arrastra la corriente de la orilla a pesar de ella.

A pesar mío y sin que Eva tuviera culpa alguna ni intuyera o supiera nada aún, durante aquel viaje a Suecia, comencé a sentir, en efecto, que algo me alejaba de ella, aunque no sabía ponerle nombre. No era apatía, ni desamor, ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, quizá por lo desconocido.

Nunca antes había tenido esa sensación. Era como si de repente la atracción que sentía por Eva (no sólo física, sino en todos los sentidos) se hubiese desvanecido sin que hubiese un motivo concreto para ello. Porque no sentía, ya digo, ni desamor ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, algo que no podía identificar porque nunca lo había sentido antes.

Para saberlo, intenté pintarlo. A la vuelta de aquel viaje, de nuevo ya en España, intenté pintar aquel sentimiento mientras el otoño se adueñaba poco a poco de Madrid. Era el primer otoño que Eva y yo vivíamos solos. Como imaginaba ya, a la vuelta del verano, Suso recogió sus cosas y se fue a vivir a otro sitio, dejándonos solos en aquel piso en el que habíamos llegado a vivir hasta seis personas. Así que ahora Eva y yo teníamos toda la casa para nosotros. Yo me instalé en el salón, que daba hacia la plaza, y comencé a pintar día y noche, mientras Eva hacía lo propio con las habitaciones, pese a que la mayoría estaban ya vacías. Se la veía feliz por poder vivir al fin como ella quería: como una pareja auténtica y no como una pareja dentro de un grupo mayor.

A mí, en cambio, aquello me inquietaba. Aunque, por una parte, estaba también feliz, aunque solamente fuera por poder pintar por fin sin que nadie me interrumpiera o distrajera continuamente, por otra me daba miedo, por cuanto para mí aquel cambio era una experiencia nueva. Pese a que la mayor parte de mi vida había vivido en pareja, nunca lo había hecho a solas y me daba miedo empezar a hacerlo.

Miedo, ésa era la palabra. Miedo a la felicidad era lo que yo sentía. ¿O no era miedo, mezclado con curiosidad, la sensación que me producían, durante aquel viaje a Suecia, los solitarios paisajes que Eva y yo atravesábamos por desiertas carreteras transitadas solamente por camiones cargados de madera, entre infinitos bosques de abetos y verdes pinos? ¿No era miedo mezclado con felicidad la sensación de fugacidad que me producía aquel verano del norte que tanto me recordaba, por su pureza, a los de mi infancia?

Miedo, ésa era la palabra. Pero ¿cómo pintar el miedo? ¿Cómo pintar esa sensación que siempre identificamos con la tragedia o con el dolor, pero que, en mi caso, entonces, nacía justamente de todo lo contrario?

Imposible conseguirlo. Lo intenté de muchas maneras, desde cambiar los colores a los motivos pictóricos (que pasaron desde los paisajes suecos hasta el lugar en el que pintaba ahora); no conseguí trasmitir la sensación que tenía desde hacía tiempo y que, en lugar de desaparecer, como suponía, con el regreso a Madrid, se había enquistado en mi corazón. Aquella sensación contradictoria de felicidad y miedo que la nueva vida que acababa de empezar me producía.

Porque había empezado una nueva vida. Sin pretenderlo, sin desearlo, sin darme cuenta siquiera prácticamente hasta aquel momento, había empezado una vida diferente a la que había llevado hasta entonces. Durante años, yo había vivido en el limbo, en el paraíso de la juventud, y ahora, de pronto, me veía inmerso en un mundo nuevo en el que todo era muy distinto. Al contrario que en el limbo, donde nada era real, en la nueva vida que comenzaba todo lo era, al menos visto desde mi perspectiva.

Por eso no podía pintar lo que sentía en aquellos días. Ni pintarlo, ni nombrarlo, ni imaginar las formas y los colores que a partir de aquel momento mi pintura iba a tener. Porque mi pintura iba a cambiar, como yo. En realidad, llevaba ya cambiando mucho tiempo, concretamente desde que empezaron a aparecérseme aquellas extrañas hojas, mezcla de brotes y de semillas, que acompañaban a mis dibujos o los borraban completamente. Porque a veces los borraban u ocultaban por completo. Como si quisieran hacerlos desaparecer, los borraban u ocultaban por completo, pasando ellas a ocupar todo el protagonismo del cuadro, como cuando en el otoño un remolino de viento arranca las de los árboles y levanta al mismo tiempo las del suelo, cubriendo todo el paisaje. Pero el otoño que aquellas hojas representaban no era el otoño real. No era el otoño que yo veía por la ventana cuando me asomaba para mirar el paso del tiempo o la caída de la luz o de la lluvia sobre las cúpulas de las Salesas. Era un otoño irreal y, por lo tanto, más duradero, pese a la inofensiva apariencia de aquellas hojas que parecían de un jardín virgen o de un bosque abandonado por sus dueños.

El bosque era el de mi infancia y el jardín el de mi juventud. Así al menos lo traduje en aquel tiempo, con ocasión de alguna entrevista o a raíz de otra exposición. Pero ni mucho menos pensaba lo que había dicho. Lo dije por decir algo, como he dicho casi todo a lo largo de mi vida, sobre todo en relación con mi pintura. Al revés que otros pintores, que saben contar su obra, yo jamás he sabido explicarla con palabras. Por eso, recurro siempre a los escritores (a Suso y Mario, al principio, pero también a otros, después de ellos) para que cuenten por mí lo que yo no sé contar y digan de mi pintura lo que yo no sé decir. Aunque muy pocas veces coincide lo que ellos dicen y escriben con lo que yo he querido contar realmente o con lo que de verdad sentía y siento al pintar un cuadro.

Por eso, aquel otoño, no podía comprender lo que sentía. Y mucho menos podía contárselo a nadie. Aparte de que ¿a quién podía contarle nada? Si, desde hacía ya varios meses, me había quedado prácticamente sin confidentes, alejado como estaba de los que lo habían sido durante años, desde la marcha de Suso mi orfandad intelectual se agudizó, lo que hizo que me encerrara más en mí mismo. ¿Dónde quedaban ya aquellas noches en las que durante horas y horas discutíamos y hablábamos buscando en los demás respuestas a nuestras dudas?

Había llegado el momento de buscarlas cada uno por su lado. Y cada uno lo hacía a su modo, bien como Mario, buscando el éxito comercial, bien como Suso, intentando postergar siempre el momento de enfrentarse a la escritura y a la vida. En mi caso, yo me sentía a mitad de camino de ambos. Por una parte, es verdad, necesitaba también el éxito (entre otras muchas razones, porque vivía materialmente de mi pintura), pero, por otra, me sentía cerca de Suso en su desprecio al mundo del arte y de la literatura. Seguía pensando que éstos eran algo solitario y personal y me producía rechazo todo lo que les rodeaba.

Eva, entre tanto, permanecía al margen de todo aquello. Ella estaba por encima -o por debajo- de mis preocupaciones, ya que lo único que le interesaba era su felicidad. Felicidad que supeditaba a su relación conmigo (al fin y al cabo, yo era lo único que la retenía en España) y que debía de considerar fuera de todo peligro, sobre todo ahora en que por fin vivíamos los dos solos. Porque lo que Eva quería desde un principio era vivir como ahora vivíamos. Lo que Eva deseaba y ya había conseguido en cierto modo era vivir como una pareja, que era justo lo que a mí más me aterraba. Aunque ya había cumplido los treinta años, yo me sentía a años luz del hombre que Eva buscaba en mí.

Pero tampoco quería perderla. Seguía enamorado de ella y no quería perderla, cosa que intuía ya terminaría ocurriendo en cuanto transcurriera el tiempo sin que cambiara nuestra relación. Así que no sabía qué actitud tomar con ella. Si me distanciaba un poco, Eva lo iba a notar en seguida y si seguía como hasta entonces, aparentando que era feliz con aquella vida, con toda lógica ella pensaría que lo era de verdad y que incluso alimentaba los mismos sueños que ella de cara a nuestro futuro. El problema era, además, que no había un término medio. Y que, aunque lo hubiese habido, no habría podido permanecer en él mucho tiempo, calculando cada día la distancia conveniente para que nuestra relación no fuera ni hacia atrás ni hacia delante. Cuando uno ya ha pasado de los treinta y vive con la mujer que ha elegido, tiene que comprometerse o arriesgarse a perderla para siempre.

Por eso perdí yo a Eva. Por no querer comprenderlo. Por no querer aceptar que a veces los intereses y los deseos de las personas van en dirección opuesta. Y no basta con quererse, en esos casos. No es suficiente con apelar a ese sentimiento que un día te unió de repente y que continúa vivo en las dos personas, si una de ellas desea para sí lo contrario exactamente que la otra. A la larga, cuando eso ocurre, lo normal es que la relación se acabe.

La nuestra se acabó a los tres años. En el 88, a la vuelta de un verano que Eva pasó en Estocolmo y yo en Gijón, como de costumbre. Aunque el final se veía venir desde mucho antes. Al menos yo lo veía venir desde que Eva empezó a cambiar y a mostrarse más seria y fría de lo normal. Le molestaba mi resistencia a cambiar de vida, pese a que, a decir verdad, yo había cambiado bastante. Ya no pasaba todas las noches de bar en bar, por ejemplo, ni las mañanas durmiendo. Y pintaba y trabajaba más que nunca. Pero Eva me pedía un compromiso mayor con ella. No un compromiso formal, que eso le importaba poco (al fin y al cabo, venía de una cultura muy diferente), sino un cambio de vida de verdad.

El problema era que yo no quería cambiar de vida. Yo quería seguir así, viviendo como siempre había vivido, a caballo entre la bohemia y la marginalidad. Era la forma de vida que me gustaba. Y la única que me parecía acorde a mi trabajo de pintor. Pero Eva pensaba justamente lo contrario. Eva pensaba, al revés, que todo tiene su tiempo y que el de la bohemia ya había pasado para mí, pese a que yo me empeñara en prolongarlo, como Suso. Pero el caso de Suso, decía, era diferente. Suso vivía solo y yo vivía con ella y ella aspiraba a vivir como todo el mundo. Como todo el mundo, decía, a partir de cierta edad.

– Ya. Pero es que yo no quiero vivir como todo el mundo -le dije una de esas veces, cuando sacó por enésima vez la conversación.

– Pues yo sí -me contestó, con amargura.

Fue la última ocasión que hablamos de ello. Y la primera que me confesó, mirándome a los ojos para ver mi reacción, que deseaba tener un hijo. ¡Un hijo, cuando yo todavía seguía sintiéndome y viviendo como tal!

Fue el comienzo del fin de nuestra historia, el detonante de su descomposición. Poco a poco, a medida que los días y los meses transcurrían, Eva empezó a volverse más seria, más lacónica y opaca, lo que provocaba en mí una mayor opresión de la que ya sentía desde hacía tiempo. Me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no lo era, pues, si bien ella tenía derecho a cambiar de vida, yo también lo tenía a no quererlo. Lo cual, lejos de acercarme a ella, nos distanciaba cada vez más. Y, así, poco a poco, nos fuimos alejando uno del otro hasta el punto de que en los últimos tiempos ya ni siquiera hacíamos el amor.

Por eso, cuando al regreso de aquel verano, le dije que me marchaba, no le cogió de sorpresa. Se echó a llorar, como suponía, pero no se sorprendió. Sin duda, ya lo esperaba. Al fin y al cabo, cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido y lo único que hace es expresarlo con palabras.

II

– No. Me voy yo -me dijo Eva, ofendida, con la mirada más triste y bella que he visto nunca.

No volví a verla jamás. Ni a saber de ella, más que al principio, cuando todavía conservaba su teléfono en Suecia.

Pero me costó olvidarla. Como me pasó con Julia, me costó mucho olvidarla y todavía no lo he logrado del todo, pese a que yo fui el culpable de nuestra separación. Lo cual prueba que no siempre el que abandona sufre menos que el que ha sido abandonado.

Mi separación de Eva coincidió, además, en el tiempo con otro golpe en mi vida: el descubrimiento de la enfermedad que se cobraría la de mi padre. Un acontecimiento que me marcó también muy profundamente, pese a que mi relación con él no era precisamente muy buena.

Fue un proceso rapidísimo. Desde que le detectaron la enfermedad (un cáncer en el estómago), apenas duró seis meses, de los cuales la mitad los pasó en el hospital. Se murió al final del invierno, un día de lluvia, muy asturiano, y lo enterramos en Gijón, de cara al mar, aunque seguramente él hubiera preferido que lo hubiéramos hecho en su pueblo, en Zamora, de donde había salido muy joven y en el que ya no tenía familia, pero del que nos hablaba continuamente.

Yo regresé a Madrid confundido. Al día siguiente del entierro, cogí el tren de medianoche y regresé a Madrid sin llorar, pero con la sensación de que me había hecho mayor de repente. Hasta entonces, es verdad, había vivido mucho, había vivido más de lo que me correspondía posiblemente por mi edad, comparado sobre todo con mis amigos de Gijón y Oviedo, pero precisamente por eso nunca me sentí mayor hasta el día del entierro de mi padre. De repente, la muerte de éste me situaba en mi verdadera edad y me hacía tomar conciencia de mi auténtica situación en la vida: tenía treinta y tres años (treinta y cuatro ya muy pronto), me había quedado solo tras la separación de Eva, y mi familia, que era mi única referencia, desperdigados ya los amigos o alejados de mí desde hacía tiempo, comenzaba también a desintegrarse. Todo esto pensaba yo aquella noche en el tren que me traía de Gijón mientras por la ventanilla veía pasar las luces de los pueblos que quedaban sumergidos en la noche o las de las estaciones de las ciudades en las que se detenía muy brevemente.

Los meses que la siguieron pasaron mucho más rápido. Llegaba la primavera y Madrid se despertaba del largo sueño del invierno, aunque yo todavía seguía sumido en él. Era como si me resistiera a incorporarme a mi nueva vida, como si me costara mucho vivir de nuevo después de todo lo sucedido. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver a hacerlo, no sólo porque eso era lo lógico (e inevitable, diría mi padre), sino por necesidad. A raíz de mi separación de Eva, volvía a tener, como siempre, problemas para vivir.

Pensé en cambiarme de casa, a otra más económica, pero me gustaba aquélla. Me gustaban sus habitaciones, de techos altos, decimonónicos, y especialmente su luz. Aquella luz explosiva que filtraban los balcones y las ventanas del viejo patio y que se colaba a través de ellos hasta el fondo del pasillo y la cocina. Sobre todo en primavera, la luz era tan perfecta que parecía recién creada. En el verano, en cambio, era demasiado fuerte. Pero, como yo me iba de Madrid, tampoco me molestaba mucho. Al contrario, me gustaba imaginarla hurgando entre las persianas como si fuera un ladrón nocturno, intentando averiguar lo que había dentro.

Otra posibilidad era compartir los gastos. Pero la deseché en seguida, consciente de que la época de los pisos compartidos ya había pasado para mí. Ya no me veía yo compartiendo con otra gente la casa y mucho menos mi vida. Aparte de que ¿con quién podría compartirla ya? ¿Con Suso, al que apenas si veía más que de ciento en viento en El Limbo? ¿Con Mario, del que me separaba ahora, además de los años de distanciamiento, su fulgurante éxito literario?

No, definitivamente ya no tenía con quien compartir la casa. Ni la casa ni mi vida, que se extendía ante mí de pronto como si fuera una gran pregunta. Durante muchos años, mi vida había sido un lienzo que yo pintaba a mi gusto, inventando los colores y las formas para ello, pero ahora ese gran lienzo, en lugar de invitarme a hacerlo, me llenaba de inquietud. ¿De verdad quería seguir pintando mi propia vida? ¿Realmente deseaba inventar nuevos colores y motivos, que es en lo que consiste el arte?

Durante bastante tiempo, seguí pintando por inercia. Seguí pintando y viviendo, aunque nada me entusiasmaba realmente. Al contrario, cada vez me aburrían más tanto la vida como mi obra, que repetía continuamente.

Pero, para mi sorpresa, ésta cada vez se vendía mejor. Cuanto menos me gustaba, cuanto más me molestaba la reiteración de temas y de colores que dominaba mi obra desde hacía tiempo, más éxito tenía ésta y no sólo entre mis conocidos, aquellos clientes del Limbo y de mi círculo más cercano, de los que siempre podía pensar que me compraban obra por compromiso (por amistad o por ayudarme), sino entre los de la galería, cuyos dueños cada vez estaban más satisfechos y más amables conmigo.

Eran dos seres ambiguos. Fundamentalmente él, cuyo interés por el arte le había venido por ella y se limitaba exclusivamente al rendimiento económico de la galería. Ella aún era peor. Bajo su aire de intelectual, que cultivaba con gran tesón, se escondía una mujer tan vulgar como la mayoría de sus clientes. Casi todos eran de la misma clase: empresarios y profesionales que, bien porque les sobraba el dinero o bien porque en aquel momento la pintura estaba de moda, al margen de que fuera una inversión como decían, se dejaban engañar por los pintores o, en nombre de éstos, por los galeristas. En el mío, por ejemplo, los dueños de La Mandrágora vendieron cuadros que yo nunca habría vendido, entre otras muchas razones porque no me gustaban sus compradores.

Pero necesitaba el dinero para poder seguir subsistiendo. Necesitaba vender mi obra para poder seguir repitiéndola, pese a que cada vez me gustaba menos. No es que no me interesara; es que no era en absoluto lo que yo quería pintar. Me sentía ya muy lejos de aquellas extrañas hojas y de aquellas perspectivas que se perdían detrás de ellas, como mis sueños de la juventud.

Ahora ya no tenía sueños; tenía ambiciones, que es diferente. Los sueños se me habían roto o los había ido perdiendo por el camino, enredados en las mallas de los amores rotos o abandonados u olvidados en las calles y en los bares de Madrid. Por eso ya no quería pintar lo mismo que antes pintaba. Podía y, de hecho, lo hacía, puesto que vivía de ello, pero no me podía satisfacer hacerlo, independientemente del éxito que mi obra tuviera entre los demás.

Pero a los de la galería todo esto les interesaba poco. A los de la galería lo único que les interesaba era que cada vez vendían mejor mi obra y que incluso habían comenzado a aparecer artículos en la prensa que hablaban con entusiasmo de mi trabajo. ¡Quién se lo iba a decir a ellos, que me habían aceptado entre los suyos, no porque les interesara ni les gustara lo que yo hacía, que ni siquiera entendían, ni lo intentaban (en realidad, les daba lo mismo todo), sino porque Paco Arias, que estaba también con ellos cuando yo les llevé mis primeras cosas recién llegado a Madrid, me había recomendado!

Ahora estaban encantados con mi éxito. Habían pasado de despreciarme (al fin y al cabo, debían de pensar quizá, ellos eran los famosos y yo un pobre provinciano al que bastante favor hacían con darle un dinero al mes para que pudiera seguir pintando) a tratarme con consideración. Después de aquellos artículos y de alguna entrevista en los periódicos, mi obra empezó a venderse y ellos querían aprovechar el momento. Máxime teniendo en cuenta que les debía mucho dinero, puesto que el que me daban cada mes desde hacía años lo era en concepto de adelanto sobre las futuras ventas de mis cuadros. Ventas de las que deducían otro cuarenta por ciento en concepto de gastos de representación.

Así que no era extraño que estuvieran encantados con mi inesperado éxito. Sobre todo tras los últimos fracasos de sus pintores más cotizados, que, al parecer, vendían menos que antes. Eran dos, principalmente: Pepe Rubio, un valenciano arrogante y egocéntrico hasta extremos increíbles, y Alvarado, un andaluz cuyo único interés, aparte de sus modelos y de sus extravagancias (solía vestir de mujer), consistía en que pintaba los cuadros con anilinas. Pero eran los dos pintores más importantes de la galería. Y ello no sólo porque vendían, o habían vendido en un tiempo, sino por su personalidad. Una personalidad que Corine, la dueña de la galería, ponderaba todo el rato, pese a que a Álvaro, su marido, que era muy tradicional, le disgustara profundamente en el fondo.

La mía le disgustaba, pero por todo lo contrario. Continuamente me decía, sobre todo al principio de estar con ellos, que debería cambiar de imagen. La imagen, me decía Álvaro, es importantísima y más para los artistas. Le faltaba decirme que le parecía un pobre, que era sin duda lo que pensaba. Lo que yo pensaba de él obviamente lo callaba. Mi radicalidad extrema no había llegado aún al punto de faltarle al respeto a la persona que me permitía vivir desde hacía ya tiempo.

Últimamente, no obstante, tanto él como su mujer me empezaban a tratar de otra manera. Sin dejar de mirarme por encima, que eso era inevitable (lo llevaban seguramente en la sangre), me empezaban a tratar con más respeto, respeto que iba en aumento a medida que aumentaban las ventas de mis cuadros y su cotización. Aunque yo continuaba sin ver un duro de aquéllas. Aunque vendía cada vez más, o al menos eso decían, yo seguía sin ver un duro de aquéllas y tardaría todavía en verlo, puesto que, según sus cuentas, les debía aún mucho dinero. El que me habían adelantado desde que firmé con ellos, sin vender prácticamente una obra mía en ese tiempo.

Yo aceptaba, resignado, sus excusas. Aceptaba porque, en parte, sabía que tenían razón y, en parte, esperaba que la deuda se saldase ya muy pronto. Pero, entre tanto, tenía que subsistir. Y tenía que hacerlo con el dinero que ellos seguían dándome cada mes (y que ya no me alcanzaba para pagar la renta del piso, que se había duplicado en los últimos tres años) y con los cuadros y los dibujos que vendía por mi cuenta, procurando, eso sí, que no lo supieran. Porque tenían la exclusividad de toda mi obra y, de haber llegado a saberlo, me lo habrían echado en cara.

Aunque a mí me importaba poco. Yo tenía que vivir y con el dinero que ellos me daban apenas podía ya hacerlo, y menos ahora, que vivía solo en el piso. Por eso vendía dibujos y algunos cuadros pequeños, principalmente a la gente que me compraba obra desde hacía años.

El problema era ése, precisamente: que, para poder vender por mi cuenta, tenía que pintar más. Y eso, en aquel momento, me producía un gran malestar. Hacía tiempo que pintaba prácticamente la misma obra y eso me producía un gran malestar, no tanto porque pintara contra mi gusto, que nunca llegué a ese extremo, como porque me parecía una falsificación. Me veía a mí mismo como un copista, más que como un creador. Y, aunque los resultados fueran muy dignos, incluso tuvieran éxito entre los críticos, y no digamos entre los compradores, no dejaban de parecerme una traición a mí mismo, que era el único al que no podía engañar. Porque podía engañar a los críticos, podía engañar a los compradores, podía incluso engañar a mis amigos (los antiguos y los nuevos), pero no engañarme a mí. Y yo sabía que aquellos cuadros que vendía incluso antes de pintarlos muchas veces eran copia de otros anteriores, si no en sentido literal, sí en el sentido más estilístico.

Pero no tenía otro remedio que continuar pintándolos; al menos, durante algunos meses. Los que necesitaba para asentarme en mi nueva vida, la que había comenzado tras mi separación de Eva. Porque podía tener éxito y triunfar como pintor, podía aparecer en los periódicos, como, de hecho, había aparecido ya, como uno de los pintores con más futuro de mi generación, podía vender todo lo que hiciera, incluso lo que no hiciera, con tal de llevar mi firma, y al mismo tiempo tener problemas para llegar a final de mes. Que era lo que me ocurría desde que me separé de Eva y regresé de nuevo a mi antigua vida, aquella que había dejado por ella.

III

Intenté recuperarla nuevamente. Mientras olvidaba a Eva, intenté recuperar aquella vida que había dejado por ella y que tanto añoraba desde hacía ya algún tiempo. Porque la creía aún viva. La creía todavía perfectamente recuperable, puesto que muchos de mis amigos seguían viviendo como yo entonces.

Pero pronto me di cuenta de que aquel sueño era irrealizable. Más que irrealizable, absurdo. Porque podía recuperar aquella forma de vida, podía recuperar antiguos bares y amigos, podía recobrar incluso viejas amantes y conocidas, pero no el tiempo, que estaba muerto. Como los sueños cuando despiertas, el tiempo se había evaporado y confundido con la realidad presente, que, aunque parecida a aquélla, era muy diferente en el fondo. Ni yo era el mismo de aquella época, ni mis amigos seguían siendo los que eran, ni Madrid era ya tampoco la misma ciudad de entonces. Como nosotros, había cambiado profundamente, empujada por el ritmo de su modernización. Una modernización de la que presumía mucho la gente, pero que yo no alcanzaba a ver del todo. No es que no alcanzara a verla, es que no la creía tal. Es cierto que la ciudad había cambiado de aspecto, que ya no era aquel pueblón vetusto y destartalado que yo conocí al llegar, pero tampoco había cambiado tanto; me refiero a su sustancia. Es lo que decía el letrero que el dueño de un bar del barrio había puesto bajo un cartel de Madrid: VISTA (PARCIAL) DE MI PUEBLO, y lo que pensaba Suso, al que volvía a frecuentar de nuevo, igual que a Mario y a algunos más, después de un tiempo muy distanciados. Esta ciudad, decía Suso, cada vez es más provinciana.

Pero allí seguíamos todos, como abejas zumbando en torno a ella, sin importarnos mucho su evolución. Porque eran tiempos de grandes cambios. Lo decían los políticos y se veía en el día a día. Aunque para nosotros el cambio grande ya había ocurrido. Había ocurrido hacía años, cuando dejamos atrás el limbo y las pasiones de la juventud para adentramos en la madurez. Aunque algunos, como Suso, se negaban a aceptarlo. No porque no lo supiera, sino porque se resistía a creer que el tiempo fuera tan devastador.

Pero lo era, vaya que si lo era. No había más que mirarle a él para darse cuenta de que los años habían dejado su huella; más que en su físico, en su carácter. Como nos pasaba a todos, la vida se lo había ido cambiando, aunque él no quisiera verlo. Y lo mismo cabía decir de Mario y de los demás amigos y conocidos de los viejos tiempos, la mayoría de los cuales habían desaparecido tragados por la ciudad o por el destino o se habían integrado en el sistema, cansados de combatirlo. Los había, incluso, como Mateo, que se dedicaban a la política. En cualquier caso, ninguno era ya el que era, como tampoco lo era ya Madrid.

Así que era imposible recuperar la vida de años atrás. Ni aquella vida, ni aquellos años, ni siquiera los lugares y los bares de aquel tiempo. Porque, entre los que ya no estaban, como La Aurora, que había cerrado sus puertas, o como la bodega de Argensola, ahora un restaurante, y los que habían cambiado de ambiente, ninguno era ya el que era. Sólo El Limbo y el pub de Santa Bárbara mantenían todavía el espíritu de entonces, aunque cada vez más fosilizado. Aparte de que la gente los había ido abandonando, los que les seguían fieles se habían hecho mayores y ya no eran sino sombras patéticas de sí mismos.

La vida, en aquel momento, discurría por otros sitios. Por otros bares, como el Chicote, que volvía a cobrar vida después de años languideciente, o por los nuevos locales que florecían como geranios por la ciudad. En ellos y en los cafés de toda la vida, como el Gijón, o como el Lion d'Or, donde Suso tenía ahora su tertulia vespertina, había que buscar la vida y a la gente que la protagonizaba. Que era distinta de la de aquellos tiempos o había cambiado sustancialmente.

Y es que los años habían pasado para todos. Para mí, que había vivido al margen de todo aquello durante años, y para los que, como Suso y Mario, cada uno desde su perspectiva, habían seguido en primera línea la evolución de Madrid en ese tiempo. Que era mayor de lo que yo creía. Mayor en su dimensión y mayor en su profundidad. Sobre todo, en el mundo en que yo vivía, o en el que volvía a vivir después de un tiempo alejado de él.

La principal diferencia era generacional. La gente que en los setenta y hasta mediados de los ochenta protagonizaba la vida y las noches madrileñas y españolas veía ya languidecer su estrella, eclipsada por otra mucho más joven que pedía su lugar y su espacio en este mundo. Era la gente de mi generación. Gente en torno a los treinta y cinco años que empezaban a afirmarse como artistas o escritores y que reclamaban ya la atención de los periódicos y de las galerías. Entre ellos, como es lógico, había de todo, corno sucede en todas las épocas y como seguirá ocurriendo, pero, en lo fundamental, había un espíritu de rechazo hacia todo lo anterior y ya caduco. O que creían caduco por ya visto y superado.

Aunque, como siempre, escéptico, y más ahora, después de todo lo ya vivido, yo compartía aquella misma actitud. Desde mi individualidad extrema, que seguía conservando y alentando pese a todo, yo compartía aquella misma actitud, pero no porque lo anterior me pareciera ya superado, sino, al contrario, porque siempre me lo había parecido. Me refiero al arte de los setenta, contaminado por su circunstancia histórica, pero también a los movimientos que en los primeros años ochenta habían pasado por vanguardistas y que para mí no eran más que divertimentos protagonizados por unos cuantos niños rebeldes de papá. Y es que, al final, se trataba de eso: de jugar a ser artistas más que de serlo con todas las consecuencias.

Por eso, en aquellos años, yo viví mi vida al margen. Tanto cuando estaba solo como, antes, cuando vivía con otra gente, yo viví mi vida al margen, procurando no participar apenas, salvo como espectador, de aquéllos, ni dejar que me influyeran todos aquellos pintores que entonces acaparaban la cultura y la vida madrileñas y del país. Y es que la mayoría de ellos, tanto los ya consagrados como los que pretendían sucederlos, me parecían, salvo excepciones, personas sin interés, cuando no directamente despreciables. Por eso, digo, yo seguí pintando al margen, sin importarme lo que estuviera de moda en cada momento y tomando como ejemplos, como siempre, a los realmente importantes; esto es: los expresionistas, los vanguardistas del fin de siglo, los de entreguerras, Picasso… Principalmente Picasso. Ellos eran mis maestros y mis auténticas referencias, ante los que palidecían, cuando no se volvían patéticos, los pintores que por entonces pasaban en España por geniales. Y que se creían genios ellos mismos, como era el caso de Pepe Rubio.

Así que, cuando, a final de la década de los ochenta, el panorama artístico y literario empezó a cambiar en España, yo comprendí que había llegado mi momento. Tanto por experiencia como por edad, me creía ya maduro como hombre y como artista, lo que corroboraba además el éxito que comenzaba a tener en ciertos ambientes. No muy grandes, es verdad, pero sí bastante influyentes.

Me refiero sobre todo a ciertos ámbitos periodísticos. El de El País, por ejemplo, el principal periódico nacional, que desde su aparición marcaba la moda y las pautas a seguir en la vida y la cultura del país y que, afortunadamente, comenzaba ya a dejar atrás las veleidades posmodernistas que había tenido durante un tiempo (y que no eran más que el reflejo del complejo de inferioridad que tenían todos respecto a Europa) y a apostar por el verdadero arte; es decir, por el que se estaba gestando aquí. Como siempre, había de todo: realismo, surrealismo, abstracto… El nivel era irregular, pero había cuando menos, en la mayoría de los artistas, una intención de autenticidad; justo todo lo contrario de lo que había ocurrido hasta aquel momento. Por eso, tal vez, conectó rápidamente con un público cansado de mimetismos y de imposturas y, por eso, en seguida mucha gente volvió sus ojos hacia nosotros, los jóvenes que empezábamos a abrirnos paso en aquel momento. Fue entonces cuando la prensa, siempre detrás de la realidad, pero queriendo mediatizarla, se lanzó a apadrinar a algunos de esos artistas, entre los que me encontraba yo. Lo que cambiaría de golpe toda mi vida, hasta entonces tan anónima y tranquila.

Todo empezó con un reportaje que publicó El País por aquellos tiempos. «La nueva pintura española» se titulaba, y hablaba de seis pintores. Uno de ellos era yo. Su repercusión fue tan increíble que, en apenas unos meses, pasé de ser un desconocido a que me persiguieran el resto de los periódicos. Y, también, al mismo tiempo, a percibir cómo éstos intentaban convertirme en un personaje más de la actualidad.

Al principio, aturdido por todo aquello, tardé en asumir mi éxito, incluso en entenderlo y aceptarlo como tal. Creía que se trataba de esa especie de espejismo que se produce generalmente cuando uno cambia de vida y que te lleva a verte como una persona nueva. Porque yo seguía siendo el de siempre. Seguía siendo aquel chico que había llegado a Madrid con el deseo de ser pintor y, sobre todo, de ser feliz en la vida. De momento, había conseguido en parte ambas cosas, aun a pesar de todos los contratiempos, pero nunca me había planteado el éxito como objetivo. Para mí, éste era secundario, algo extraño y gratuito cuyos secretos no comprendía y que, por tanto, sólo me interesaba si me ayudaba a vivir mejor.

Pero para los demás era muy distinto. Para los de la galería, para los periodistas, para mis propios amigos y conocidos (con la excepción, claro está, de Suso), el éxito era lo sustancial, incluso más que la propia vida. Para la mayoría de las personas, el éxito determinaba ésta y, por lo tanto, había que tratar de alcanzarlo a toda costa. Por eso no entendían mis recelos hacia él, que consideraban falsos y artificiales, pero que, aparte de ser sinceros, para mí estaban justificados. Porque lo que yo quería era seguir viviendo como hasta entonces. Lo que yo quería entonces era seguir viviendo y pintando y sospechaba que todo aquello me podía apartar de esa intención. Cosa en la que tenía razón, como, por lo demás, los hechos se encargarían pronto de demostrarme.

Porque una cosa era lo que yo quería y otra lo que el destino me tenía reservado y preparado hacía ya tiempo. Una cosa eran mis sueños y otra lo que la gente estaba dispuesta a darme. Y es que, mientras yo trataba de que los cambios que en torno a mí se producían no me afectaran más de la cuenta, mientras trataba de recobrar a los amigos de años atrás, a pesar de su dispersión, mientras intentaba, en fin, solucionar mis problemas económicos sin que ello supusiera grandes cambios en mi vida ni en mi obra, notaba que todo aquello me empujaba en una dirección cuya trascendencia última yo mismo no alcanzaba todavía a comprender. Intuía, sí, que el éxito podía trastocar todos mis deseos, que podía convertirme en una persona distinta de la que era hasta aquel momento, pero ignoraba hasta qué punto iba a trastocar mi vida. Como ignoraba también de qué modo iba a influir en mi percepción y en mi relación con la realidad.

Todo ocurrió poco a poco, como suceden siempre esos procesos. Sin apenas darme cuenta, sin percibirlo casi al principio, pasé del anonimato al relativo conocimiento que mi creciente éxito me otorgaba. Al principio, más modesto y, después ya, fulgurante, a raíz de la exposición que presenté en el 91 en Arco, la feria de arte internacional más importante del año, más urgido por la presión de la galería que por mi convicción de hacerla. Aunque ya había comenzado una nueva etapa pictórica que me alejaba definitivamente de la anterior, todavía no estaba seguro de que lo que estaba haciendo era lo que quería hacer de verdad. Pero a aquéllos, como es obvio, todo esto les interesaba poco. Aunque fingían que sí y me escuchaban con atención cada vez que les contaba mis muchas dudas sobre mi obra, en realidad lo hacían para tranquilizarme, no fuera a ser que empezara a revisar aquélla de nuevo, como ya había hecho otras ocasiones. Mi nombre aparecía cada día en los periódicos, mis cuadros se vendían cada vez mejor y más caros y de lo que se trataba ahora era de aprovechar el momento organizando una exposición que definitivamente me instalara en el centro de la pintura contemporánea. Como repetía Corine, la dueña de la galería, saboreando ya el éxito por anticipado, teníamos el cielo al alcance de la mano.

Yo no lo veía tan claro, pero me dejé llevar. En parte porque pensaba que lo que estaba pintando entonces era algo realmente interesante y diferente y en parte por acabar con aquella deuda que mantenía con la galería y que no acababa de saldar nunca. Una buena exposición, para la que tenía ya obra suficiente, al margen de la que hiciera a partir de entonces y hasta febrero, que era cuando se inauguraba la feria, podía acabar con aquel problema, aparte de servirme a mí de test para ver cómo reaccionaban los críticos ante aquélla.

Había cambiado sustancialmente. Había dejado atrás aquellos colores fríos, los azules y los verdes sobre todo, y los paisajes llenos de hojas que tanto me obsesionaron durante un tiempo y volvía a recuperar los colores cálidos que utilizaba cuando era joven; aunque también usaba los negros y la escala de los grises que conducen desde ellos hasta el blanco. Los motivos, mayoritariamente, eran naturalezas muertas, paisajes inamovibles de raíz minimalista o de inspiración doméstica, entre los que primaban los frutos (las granadas y las bayas, sobre todo; ignoro por qué razón) y los objetos que tenía cerca o me ayudaban en mi trabajo diario como pintor: los pinceles, los óleos, los caballetes, las paletas usadas o a medio usar…

El cambio fue muy notable. Tanto como para que Corine, que se había separado ya de Álvaro y llevaba ahora la galería en solitario, me lo hiciera notar con extrañeza, quizá alarmada por la posibilidad de que aquél interrumpiera mi carrera hacia la gloria, y como para que mis conocidos, aquellos que seguían mi trabajo desde antiguo, como Suso, hubieran de revisar todas sus previsiones, que sin duda pasaban por una evolución más pausada y progresiva de mi estilo. Pero en mi vida habían sucedido muchas cosas en aquel último tiempo; demasiados acontecimientos, y no todos positivos, que me habían hecho cambiar más que los diez años anteriores. El desamor, las rupturas, la pérdida de mi padre, mi repentino éxito como artista, todo aquello había influido en mí más de lo que yo creía. Y eso se reflejaba en mi obra, más segura y decidida, pero también mucho más escéptica. Lo cual no fue inconveniente para que fuera recibida por la crítica como una gran novedad, como un giro decisivo en mi carrera que me iba a llevar muy lejos.

¿Adónde? Eso era lo que yo pensaba mientras a mi alrededor la gente me felicitaba por los elogios que me llegaban de todas partes y por el éxito que, según todos, había logrado en Arco.

IV

Lo comencé a descubrir muy pronto: aquella misma Semana Santa y en el verano, cuando regresé a Gijón, y, antes de eso, en el día a día de mi vida y mis paseos por las calles y los bares de Madrid.

Ya no podía hacer lo que yo quería; o al menos no como antes. Continuamente asediado, no por la gente normal, que ni siquiera sabía quién era, para mi suerte (mi fama no alcanzaba todavía más que a un público concreto, como es lógico), sino por los periodistas y los aficionados a la pintura, comencé a percibir que éstos me veían de manera diferente a como me veía yo todavía. Yo me seguía viendo como el de siempre (salvo en mi economía, que había mejorado un poco), pero ellos me veían como a una persona nueva, no sé si diferente, pero sí más interesante. Lo cual provocaba en mí una sensación extraña, mezcla de halago y de desazón. Más de ésta que de halago normalmente, pese a lo que desde fuera pudiera parecer.

Mi desazón venía, en primer lugar, de mi desconcierto. Por mucho que me dijeran, por más que me insistieran en que por fin había triunfado como pintor, no sólo ya en España, sino incluso fuera de ella (al parecer, a raíz de Arco, se habían empezado a interesar también por mi obra coleccionistas de arte y galeristas del extranjero), yo me seguía viendo como el que era, una persona llena de dudas, sobre todo en lo que afectaba a mi principal pasión. Porque para mí pintar seguía siendo sobre todo una pasión.

Y como tal seguía tomándola. No como una profesión, como la tomaban otros y como pretendían algunos que hiciera yo también, sino como una afición que me permitía vivir, pero que en modo alguno podía ser una profesión. Como me dijo Suso una vez hablando de la literatura, ésta era una actividad en la que había que dominar todas las herramientas del oficio, pero sin olvidar nunca que no lo era. Lo cual servía también para la pintura, cuyas herramientas son, además, más físicas.

Pero para la gente todo eso eran palabras. Cuando hablo de la gente, me refiero a esas personas que pululan día y noche en torno a las galerías (periodistas, galeristas, coleccionistas de cuadros o de dinero) y que no conocen de la pintura más que su aspecto menos real, interesados sólo en el económico o en su proyección social. A éstas, como a algunos de mis amigos de los viejos tiempos, que ahora me criticaban por haberme convertido, según ellos, en famoso (cuando en realidad lo que les pasaba era que me envidiaban precisamente por eso), lo que les interesaba de mí era la popularidad, cuando a mí ésta me seguía dando miedo. Máxime cuando observaba que su influencia en mi vida comenzaba a provocar ya algunos daños.

Lo comencé a notar entre mis amigos. Entre los de Madrid, con algunos de los cuales había vuelto a encontrarme después de un tiempo alejado de ellos, pero de los que me separaba aún precisamente ese tiempo, pero también entre los de Gijón. Que pensaba que recibirían de otra manera los cambios que se estaban produciendo en mi vida últimamente. Cuando yo volvía a Gijón, lo hacía precisamente huyendo de todo aquello y buscando reencontrarme con mi verdadera vida.

Pero algunos reaccionaron de manera muy extraña. Eduardo, por ejemplo, se empezó a apartar de mí, no sé si desconcertado o acomplejado por mi repentina fama (¡pobre Eduardo, siempre encerrado en Gijón, siempre sin salir de allí!), mientras que otros, como Marino, o como algunos que no eran ni habían sido tan amigos hasta entonces, se me hicieron de repente inseparables. Sólo Ginés, mi compañero y amigo del Instituto, y, por supuesto, Amieva siguieron manteniendo la misma relación que manteníamos desde que nos conocimos, aquél en la adolescencia y éste ya en la Universidad.

Fue peor la gente menos cercana; quiero decir: esa gente con la que te une cierta relación, pero que no llega a ser de amistad. Sobre todo aquella que compartía mi mismo oficio o que lo compaginaba con otra profesión. Porque en Asturias pocos pintores podían vivir entonces de la pintura. La mayoría de ellos, por el contrario, compaginaban su afición con un trabajo, bien en algún colegio, bien por su cuenta, dando clases de dibujo o de pintura. A la mayoría de ellos mi éxito madrileño (que achacaban a la suerte, cuando no a otras circunstancias más extrañas) les provocó una reacción adversa inversamente proporcional a su conocimiento de mi persona y de mi verdadera vida. Cuanto menos sabían de mí más críticos eran conmigo y menos compasivos y flexibles se mostraban.

En Madrid me ocurrió lo mismo, pero aquí las cosas eran diferentes. Para empezar, la ciudad es infinitamente más grande, lo que me permitía elegir y evitar aquellos sitios donde sabía que no iba a ser muy bien recibido (o, al revés, donde sabía que iba a ser asediado sin remedio por algunos), y, en segundo lugar, había mucha más gente, y mucho más importante, a la que envidiar que yo. A mí, en Madrid, eso sólo me ocurría en los lugares que había frecuentado siempre y a los que seguía acudiendo, a pesar de todo, como hasta entonces.

Los que peor reaccionaron fueron mis propios amigos: me refiero, por supuesto, a algunos de ellos. Me acusaban, entre otras muchas cosas, de haber hecho un pacto con el diablo.

– ¿Tú crees? -le dije una vez a Cuesta, que insistía en que debía escapar de todo aquello, si quería salvar mi alma de artista. Como de costumbre, Cuesta era el más intransigente, no con él mismo, por supuesto (acabaría escribiendo best-sellers), sino con los demás.

– Por supuesto -dijo Cuesta, mirándome con desprecio, como si yo tuviera la culpa de que las cosas no le fueran bien-. En la vida hay que saber decir que no.

– ¿Tú lo has dicho alguna vez? -le pregunté yo, ofendido.

– Por supuesto -dijo él.

La acusación de Cuesta, no obstante, no era algo original o personal. Como él, hubo muchos por entonces que, en lugar de alegrarse de mi fortuna, se molestaron por ella hasta el punto de volverme la espalda algunas veces. Lo cual, aparte de sorprenderme (yo pensaba que, al revés, ocurría lo contrario en esos casos), me fue llenando de dudas y haciéndome más retraído. Algo que siempre había sido, pero que se me acentuaba ahora, a la vista de las circunstancias.

Pero, paralelamente, comencé a conocer a más gente. Gente nueva que vivía al margen de todo aquello o que, habiendo pasado ya por lo mismo, se reía de mí cuando me preocupaba por ello. Eso es envidia, me decían, quitándole una importancia que para mí seguía teniendo.

Entre los que conocí por aquella época, uno de ellos, por ejemplo, fue Marcelo. El chileno, que vivía cerca de mí (en la calle de Augusto Figueroa) pero al que conocía sólo de verlo en alguna fiesta, comenzó a frecuentar mi casa y, como él, otros pintores y artistas, la mayoría ya muy famosos. Pero no todos de fiar, como tendría que ir descubriendo.

Y es que, en la marabunta que se formó en torno a mí por aquellos tiempos (y que no ha cesado del todo, a pesar de mi distanciamiento), había mezclada gente cuya única intención era parasitar mi popularidad. Que seguía en aumento para mi asombro y para contrariedad de mis conocidos, que cada vez tenían más problemas para poder estar a solas conmigo. Suso me lo dijo un día:

– Mira, Carlos, o te paras o a mí me llamas cuando te canses.

En realidad, ya estaba cansado. Apenas comenzado todo aquello, apenas iniciado el torbellino en que se convirtió mi vida a partir de entonces, ya me sentía cansado, aunque tardaría aún bastante en darme cuenta de que era así. Lo que experimentaba entonces creía que era el temor que, a la vez, me producía todo aquello, dada mi inseguridad.

Porque yo seguía siendo el de siempre, aquel chico de Gijón, hijo de un estibador del puerto y de un ama de casa casi analfabeta, al que la vida y las circunstancias le habían llevado, primero, a la pintura y a la bohemia y, ahora, al éxito en aquélla, pese a que nunca lo había buscado de propósito. Por eso sentía temor, no porque no me atrajera en el fondo, y por eso lo veía con cierto distanciamiento, pese a que cada vez me era más difícil mantenerme lejos de él.

Porque una cosa era lo que yo quería y otra lo que los demás querían. Una cosa era lo que yo pensaba y otra lo que los demás pensaban. Y entre uno y otros estaban la pintura y su comercio, y el periodismo, y el poder, y hasta la necesidad de amor, o de sexo, de la gente. Y en medio de todo eso estaba yo, recién llegado de mi pobreza y procedente de un mundo ya perdido que algunos, en El Limbo, se empeñaban, pese a todo, en prolongar.

– ¿Cómo lo ves? -me dijo Rico una noche, una de aquellas noches perdidas del final de los ochenta que ya anunciaban lo que se nos avecinaba. Fundamentalmente a él, que ya había dejado atrás los cuarenta.

– No lo sé -le dije yo, sonriendo, sin saber qué responderle.

– No te preocupes -me dijo, al cabo de un rato-. Nada de lo que suceda tendrá realmente importancia.

V

Lo recordé años más tarde, cuando lo que se nos avecinaba ya se había cumplido por completo. El Limbo ya no existía (cerró en el 91) y de Rico no sabía más que se había retirado. Alcoholizado y quizá arruinado del todo, había pasado, al parecer, de no aparecer por casa a no salir nunca de ella.

Recordé eso y lo que pasó después: el aceleramiento del torbellino, la disgregación de mi anterior vida, el comienzo del proceso que me llevaría, por una parte, a mi mejor momento como pintor y, por otra, al peor en lo vital. Algo que no es difícil de entender, visto ahora, desde la lejanía.

El aceleramiento del torbellino, que ya no cesaría en mucho tiempo (y que no lo haría del todo hasta que abandoné Madrid), me empujó, en efecto, en la dirección en la que yo sospechaba que iba a acabar empujándome. Me refiero a ese mundo fugaz y evanescente, pero atractivo y brillante al mismo tiempo, que vive al margen del otro, el que habita el común de los mortales. Ese que algunos llaman de la cultura, pero que de cultivado tiene sólo las apariencias, por lo menos en lo poco que yo llegué a conocerlo.

Y es que en seguida entendí que aquella vida no era la que yo quería. En seguida me di cuenta (quizá porque ya lo sospechaba y lo temía) de que el mundo en que ahora vivía era un mundo artificial e intrascendente, una sucesión de círculos comunicados entre ellos, pero aislados de la vida de la gente en general, en los que, como en la descripción de Dante, se dividen el limbo y el infierno. La comparación la hizo Suso, cómo no, algunos años más tarde, a propósito de la noticia que publicaban todos los periódicos sobre la decisión de la Iglesia de suprimir el infierno de su doctrina, después de siglos de usarlo como amenaza. Al Papa lo que le pasa, dijo Suso, tras leerla, es que no conoce la vida literaria madrileña.

Como de costumbre, a Suso no le faltaba razón en eso. Como tampoco le faltaba, por supuesto, esa dosis de ironía imprescindible para sobrevivir dentro de aquel mundo, aunque fuera, como él, como espectador. Justo todo lo contrario de lo que le sucedía a Mario, que se tomaba completamente en serio aquel mundo, quizá llevado por su ambición o por su concepción casi religiosa de la literatura.

A mí me pasaba igual, pero por causas muy diferentes. Por carácter, sobre todo, pero también por ese temor que me acompaña desde pequeño a defraudar a la gente que, por la razón que sea, se te acerca, a ti o a tu obra, aparentemente con admiración. Aunque eso no es siempre así. Hay veces en que, al contrario, su aparente admiración esconde otras intenciones, no siempre reconocibles o confesables en alta voz. Cosa que me desconcierta mucho y que me llena de desazón cuando ocurre, pero que me descorazonaba aún más cuando comencé a moverme por aquel mundo que Cuesta y Suso consideraban, cada uno por razones diferentes, el infierno, pero que para mí tenía aún todo el atractivo de los lugares desconocidos y de los mundos cerrados que no están al alcance de cualquiera. Si bien que mediatizado por el temor que, al mismo tiempo, me producía.

El atractivo se desvaneció muy pronto. Tan pronto como lo conocí por dentro y confirmé todas mis sospechas; unas sospechas alimentadas a lo largo de muchos años de imaginarlo y de criticarlo y que contrastaba ahora con la realidad. Y eso que, desde el primer momento, parecía que todos se habían confabulado para hacerme sentir uno más en él.

Pero en ningún momento pudieron conseguirlo. Por más que lo intentaron unos y otros, desde la propia Corine, que ahora me trataba como antaño a Pepe Rubio y a Alvarado y me invitaba a todas sus fiestas, incluso a las más privadas, al último de los críticos, yo nunca me sentí bien entre ellos ni partícipe de aquel mundo del que, en teoría al menos, había entrado ya a formar parte. Al contrario, cuanto más lo conocía, más fuera de él me sentía, pese a que, por educación o miedo, disimulara mis sentimientos.

Pero éstos eran los que eran. E iban acentuándose a medida que conocía aquel mundo y, sobre todo, a algunas personas, pintores principalmente, que para mí habían sido modelos a seguir en algún tiempo y que descubría eran tan vulgares y tan mediocres como la mayoría. Y lo mismo podía decir de los galeristas, y de los críticos, y de los coleccionistas. Todos unidos y confundidos por una espesa madeja cuyo hilo conductor era el poder y que se creían por ello los elegidos por una sociedad que los admiraba.

Y, en cierto modo, tenían razón al creerlo. Tenían razón en pensar así y en hacerlo a despecho de la gente, a la que la mayoría ignoraban, cuando no despreciaba directamente. Ellos se sabían al margen, admirados e intocables en su mundo y, al mismo tiempo, envidiados por los que, como ellos en alguna época, aspiraban a estar entre los elegidos. Por eso no entendían ni podían entender que hubiera gente, como yo, que, pudiendo ser uno más de ellos, renunciara a esa posibilidad.

En cualquier caso, yo tardé tiempo en hacerlo. Por educación o por cobardía (o por simple confusión: al fin y al cabo, al principio, todo aquello era nuevo para mí), durante bastante tiempo oculté lo que pensaba de aquella gente que de pronto me adulaba y rodeaba o, al contrario, me veía como un competidor. Porque yo no estaba allí para competir con nadie. Yo era mi único competidor y por eso no entendía la rivalidad que existía entre unas personas a las que presuntamente les movía el amor al arte y a la belleza. Entendía, sí, que la pudiera haber entre mis amigos, aquellos que pretendían estar en mi puesto ahora y que me criticaban precisamente por eso, pero no entre unos artistas cuyo prestigio profesional desbordaba muchas veces las fronteras españolas. En cualquier caso, yo no iba a competir con ellos, por lo que no entendía tampoco que me miraran con desconfianza.

Además, estaban sus admiradores. Que eran todavía peores, por lo menos en muchos de los casos. Galeristas, agentes, coleccionistas, gentes de todas las clases que pululaban en torno a ellos y que se daban tanta importancia, a veces, como ellos mismos. La mayoría atacados por el esnobismo, que es la enfermedad del arte. Y que se permitían aconsejarnos a los más jóvenes, como si tuvieran alguna autoridad.

Acostumbrado ya a su presencia (desde que llegué a Madrid, conocí a mucha gente así), trataba de evitarlos, como siempre, pero ahora lo tenía más difícil. Mi popularidad creciente, unida a mi timidez, hizo que me rodearan como un enjambre de abejas atraídas por el brillo de mi éxito. De dónde y cómo salían no sabría decirlo ahora. Sólo sé que de repente me empecé a ver rodeado de personas que se decían amigas mías y que, no contentas con eso, pretendían decirme lo que tenía que hacer, y a qué sitios debía ir y a cuáles no, y hasta cómo tenía que pintar. Y eso que yo a nadie le había pedido consejo. Al contrario, lo único que yo pedía era que me dejaran vivir y pintar en paz.

Pero les daba lo mismo todo. Con una disculpa u otra, se presentaban en mi casa a cualquier hora o me llamaban continuamente proponiéndome los más diversos asuntos y las ideas más insospechadas. Ideas que, por supuesto, yo debía aceptar sin discutir o, como mucho, hacerlo, pero participando en ellas. Cosa que hacía algunas veces, más que nada por quitarme de encima a sus mentores, pero que sólo me servía para que éstos se creyeran con mayor autoridad para involucrarme en su siguiente idea o negocio.

Pero no todo era negativo en aquel mundo de cartón-piedra. Tenía también sus compensaciones, sobre todo en los terrenos económico y sentimental. En el económico, porque la fama aporta siempre dinero (aunque no el mismo en todos los supuestos y los casos) y, en el sentimental, porque el éxito atrae a muchas mujeres, como el oro a los aventureros. Yo, de hecho, aunque ya lo imaginaba y lo sabía, lo viví en propia piel en aquella época, que fue la más intensa y agitada de mi vida en ese aspecto.

En los cuatro o cinco años que aguanté, por mi cama pasaron, en efecto, docenas de mujeres, la mayoría de ellas por una sola noche. Era como si de pronto hubiesen descubierto en mí un atractivo que hasta entonces no tenía o había tenido oculto. Incluso, alguna de aquéllas, que, como la mujer de Ernesto, el dueño de la galería Milán, me conocía desde hacía años, me encontraba de repente irresistiblemente atractivo, pese a que hasta aquel momento ni siquiera se había fijado en mí. El caso es que, coincidiendo con mi éxito como pintor, comencé también a tenerlo en el terreno amoroso o, al menos, en el sexual.

Porque, a decir verdad, pocas de aquellas relaciones fueron realmente amorosas. La mayoría de ellas fueron tan sólo sexuales, por lo menos por lo que a mí respecta. Cansado de las vividas, especialmente de la última, que me había dejado agotado, lo que yo menos quería era repetir errores. Lo que yo buscaba entonces era la simple aventura y para ella tenía en aquel momento cientos de oportunidades.

Aun así, volví a enamorarme a veces. Dos o tres, que ahora recuerde, aunque por muy poco tiempo. Yo mismo ponía tierra por medio en cuanto me daba cuenta. Ya he dicho que no quería repetir viejos errores y menos en aquel tiempo en el que el mundo se me ponía a los pies. Y, con él, todos sus placeres y toda su capacidad de envenenamiento.

Porque era un mundo que te envenenaba. Como una droga muy suave, te envenenaba poco a poco, sin que tú te dieras cuenta. Las oportunidades que te brindaba, el éxito, los halagos, todo te iba haciendo mella hasta que te adormecía. Incluso en mi propio caso, en que estaba prevenido contra ello. Ni que decir tiene en el de Mario, que buscaba todo eso desde que llegó a Madrid.

Mario lo tenía muy claro. Al contrario que el resto de nosotros, él siempre tuvo muy claro que quería triunfar como escritor y a ese objetivo se dedicó desde que llegó a Madrid, cosa que hizo a la par que yo, cuando empezó a estudiar periodismo. Porque la intención de Mario era compaginar el periodismo con la literatura. A despecho de lo que dijo algún famoso escritor que consideraba a aquél el principal enemigo de ésta, Mario pensaba compaginarlos, puesto que eran sus dos mayores pasiones. Y lo hizo, en efecto, en algún tiempo, hasta que la literatura se le impuso en exclusiva tras el éxito que alcanzó con su primera novela.

Yo lo viví desde fuera. Fue en la época en que ambos andábamos distanciados, él dedicado ya al periodismo y yo alejado de mis amigos. De él incluso hacía ya años. Concretamente desde que, tras varios de vivir juntos, se fue a vivir con María, a la que conoció en El Junco una noche y que lo apartó de todos nosotros (¿o fue él el que decidió apartarse?). El caso es que cuando, al fin, publicó su primera novela (gracias al premio que ganó con ella), el éxito que aquélla obtuvo, y, con ella, el propio Mario, lo acabó separando aún más, como a mí me sucedió en menor medida cuando me pasó lo mismo, y eso que para entonces ya había roto con María y había vuelto a frecuentar a los amigos de los viejos tiempos.

Pero entonces era yo el que no los frecuentaba. O el que los frecuentaba poco. Así que el éxito de su novela, que nos cogió a todos por sorpresa, yo lo viví desde lejos, casi como si fuera un suceso que poco o nada tenía que ver conmigo.

Pero ahora nuestros pasos se volvían a juntar. Como si fuera el destino el que lo decidía así, nuestros pasos se volvían a juntar, aunque ahora en condiciones muy diferentes a las de antaño: él convertido ya en un escritor famoso y yo en un pintor de éxito. El caso es que uno y otro habíamos triunfado en nuestras respectivas profesiones o pasiones y eso nos volvía a juntar como cuando la juventud lo hizo, hacía ya muchos años, en aquellos pisos comunitarios y en aquellos bares de los setenta que no cerraban hasta el amanecer. El problema era que ahora ni él ni yo éramos ya aquellos jóvenes. Y que, entre tanto, habían pasado muchas cosas, unas mejores que otras, pero que habían dejado su huella. Sobre todo, aquella larga separación que él había mantenido de manera voluntaria con el resto de los amigos.

Pero a Mario todo aquello parecía no importarle lo más mínimo. Como si todo fuera normal, como si el largo tiempo de ausencia que había quedado detrás no tuviera que ser justificado por ninguno, Mario comenzó a buscarme y a tratarme nuevamente como si nada hubiese ocurrido; como si todo aquel tiempo que habíamos estado sin vernos se borrase de repente por el simple hecho de que ambos habíamos triunfado en nuestras respectivas actividades. Nuestros caminos son paralelos, me dijo un día en el bar del Círculo, en el que se reunía ahora con algunos amigos escritores por las noches.

Lo dijo y lo creía, seguramente, de verdad. Como creía también que el éxito era algo efímero y que, precisamente por eso, teníamos que cuidarlo; lo cual era comprensible en él, teniendo en cuenta su biografía. Durante toda su vida, lo había buscado con gran tesón, durante años y años se había entregado en cuerpo y alma a su consecución y, ahora que lo había alcanzado, era lógico que quisiera conservarlo. Por eso estaba acabando un libro de cuentos, a la vez que pergeñaba la que sería su segunda novela, y por eso, cuando salía, acudía a los lugares en los que se alimentaban los prestigios y las glorias literarias y artísticas del momento: el Café Hispano, el Cock, el Chicote, el Círculo de Bellas Artes… Aunque, de vez en cuando, también, quizá para no caer en el mismo error que cometió cuando conoció a María, volvía por los locales en que sabía que estaríamos los amigos de la juventud.

Porque yo seguía siendo fiel a esos amigos. Aun a pesar de algún desencuentro, como el de Cuesta, y de que las circunstancias habían cambiado mi vida, yo seguía siendo fiel a esos amigos, incluso en contra de mis intereses. Quizá porque ya intuía que eran mi único anclaje a la realidad.

Sobre todo, seguía viendo a Suso. En el Lion d'Or, por las tardes, o en La Vía Láctea, por las noches, Suso seguía, como siempre, renegando de todo y de casi todos, pero se había vuelto mucho más cínico. Ya no aspiraba a cambiar el mundo, como antes, y mucho menos con la literatura. Como les pasaba a Cuesta y a algunos otros de los del viejo Limbo (que ahora vagaban por la ciudad sin encontrar un sitio en que refugiarse), lo que le ocurría a Suso es que le daba lo mismo todo, aunque participara de cuando en cuando en las discusiones que Mario y yo manteníamos cada vez que nos encontrábamos. Y que volvían a ocuparnos noches y noches enteras, como en los tiempos de nuestra juventud.

Aunque ya no se centraban, como entonces, en la literatura y el arte como tales. Al contrario, derivaban casi siempre hacia otros temas, la mayoría de ellos relacionados con la actualidad de aquéllos. Lo cual a Suso le molestaba, porque consideraba que malgastábamos nuestro tiempo. Para Suso, todo lo que no tuviera que ver con la creación en sentido estricto era una pérdida de energías o, peor, una actitud impropia de nuestra inteligencia. Algo que Mario y yo compartíamos, pese a que volviéramos a caer una y otra vez en el mismo error. Y es que ése era ya nuestro verdadero mundo, pese a que nos molestara reconocerlo.

Por eso, y por otras causas, discutíamos cada poco (entre nosotros dos y con Suso), aunque en seguida nos reconciliáramos, y por eso nos fuimos distanciando nuevamente, aunque siguiéramos quedando de tarde en tarde en el Bogotá (a comer bajo aquel cuadro que a los tres nos tenía fascinados desde siempre: el de la vaca y el lago idílico) o en los sofás del Café Gijón, al lado del cerillero y entre los camareros que seguían, como siempre, llevando el café en bandeja a escritores y a pintores muy famosos, la mayoría de los cuales ya eran sombras de su propia decadencia.

VI

– Miradlos: los triunfadores -decía Suso, con su carga de ácido habitual.

Se refería a un grupo concreto, el que se reunía en el velador del fondo y cuya media de edad sobrepasaba ya los setenta años, pero, a través de ellos, a todos los que a esa hora se hallaban en el café. La mayoría eran conocidos o lo habían sido en sus buenos tiempos.

– Eso es el éxito -decía Suso, con ironía, señalando sus caras de aburrimiento.

Mario y yo le escuchábamos sin decir nada. Los dos nos sabíamos señalados tácitamente por sus palabras, pero ni Mario ni yo nos dábamos por aludidos. ¿Qué teníamos que ver nosotros con aquellos dinosaurios que ocupaban las mesas del Gijón a aquella hora?

Pero, en el fondo, nos molestaba la comparación de Suso. A mí, al menos, me dolía, porque sabía que detrás de ella Suso lanzaba mensajes dirigidos a mi persona. De Mario, Suso ya no esperaba gran cosa, pues le consideraba irrecuperable, decía, desde hacía mucho.

Pero de mí seguía esperando, según parece, una reacción. Aunque nunca me lo dijo claramente, de mí esperaba, según parece, una reacción que me llevara a cambiar de rumbo y a volver a ser el de siempre.

Sin embargo, yo no había cambiado tanto. O, por lo menos, yo no era consciente de ello. Al revés, me parecía que el que más había cambiado de todos era justamente Suso, aunque él no se diera cuenta. Suso pensaba, como otros muchos, que, como seguía llevando la misma vida de siempre, seguía siendo el mismo de cuando llegó a Madrid.

Pero nada más lejos de la realidad. Como toda la gente de aquel tiempo, Suso había cambiado mucho, aunque él nunca lo reconocería. Y menos a mí o a Mario. Aunque no nos envidiaba como otros, Suso consideraba que nuestros éxitos, al margen de merecidos o inmerecidos, nos habían cambiado para peor. Por eso nunca podría reconocer que la transformación de la que nos acusaba era mayor en él que en nosotros mismos y eso a pesar de no haber publicado todavía nada. Aún peor: sin haber escrito nada, al menos que se supiera.

No es que lo compare ahora con aquellos personajes que conocí al llegar a Madrid, cuando todavía creía que todo el mundo sabía mucho más que yo de todo. Personajes como Tano, que presumía de ser amigo de todos los escritores famosos de aquella época, pese a que no conocía a ninguno, o como Agustín Jiménez, que dirigía una tertulia de actores en el Gijón sin haber estrenado una sola obra. Suso era un caso aparte. Suso sabía de lo que hablaba, aunque no lo avalara con su trabajo. Ni falta que le hacía, decía él. En eso, Suso se parecía al dueño de Toby, aquel perro de la plaza de la Villa de París que, según me contó el de Sam, que lo había sufrido, no había existido nunca, lo que no le impedía al dueño darles lecciones de perros a los demás, demostrando de ese modo que Madrid estaba llena de farsantes.

Pero, últimamente, Suso se había vuelto más cínico. Aun cuando conservaba el humor de siempre y aquella ironía suya característica, Suso se había vuelto más cínico y, por lo tanto, más corrosivo. Quizá era fruto de la edad. Quizá era el paso del tiempo, que le había ido amargando el carácter, como a tantos. El caso era que, con los años, Suso se había vuelto más cínico y más ácido a la vez.

Con Mario, por ejemplo, era implacable. Quizá, en el fondo, subyacía el hecho de que los dos se dedicaban al mismo oficio, en la teoría al menos, cosa que conmigo no sucedía. Fuese ése o no el motivo, el caso es que Suso y Mario siempre tuvieron una relación difícil. Relación que se complicó tras el éxito de éste, lo que me obligaba a mí a mediar continuamente entre ellos para que nuestra amistad siguiera siendo posible.

Pero nuestra relación ya no era la de antes. Por más que todos quisiéramos, por más que disimuláramos y aparentáramos lo contrario, la vida había dejado sus huellas y eso se manifestaba ahora continuamente y en mil detalles. Era lógico, por otra parte. Cada uno de nosotros había seguido un camino, cada uno tenía ya nuevos amigos y relaciones y cada uno era ya distinto a cuando nos conocimos por los setenta. Así que era imposible tener la misma amistad de entonces. Del mismo modo en el que lo era compartir nuestros deseos e ilusiones, porque éstos eran también distintos. No eran los mismos deseos los de Suso que los míos. Ni los míos eran los mismos, ni mucho menos, que los de Mario. Aunque éste así lo creyera, como me dijo aquel día en el bar del Círculo.

Así que lo único que nos unía a los tres eran ya nuestros recuerdos. Aquella vida en común que llevamos en un tiempo, pero que definitivamente formaba parte ya de nuestra memoria. De hecho, cuando quedábamos, la mayoría del tiempo lo pasábamos recordando anécdotas de entonces, como si fuéramos ya tres viejos hablando de su pasado.

Lo que ocurría era, en realidad, que aquéllas eran ya lo único que nos unía. Por encima de ilusiones y deseos, más allá de nuestras vidas en común, lo único que nos unía eran ya aquellas anécdotas que Mario tanto gustaba de recordar, seguramente para no tener que hablar de otras cosas. Porque hablar de otras cosas suponía enfrentarnos a la realidad. Y la realidad era que los tres ya no teníamos nada en común, salvo los recuerdos. Si acaso algún resquemor y el rescoldo de un cariño que quedaba, a pesar de ello, de los viejos tiempos.

Pero eso no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por más que lo pretendiéramos, por más que los tres quisiéramos creer que era suficiente, aquello no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por eso se fue apagando como si fuera un fuego sin leña y por eso, poco a poco, volvimos a distanciarnos como nos sucedió a mediados de los ochenta, sólo que ahora sabiendo ya que era de forma definitiva.

Yo así, al menos, lo intuí desde el principio. Desde el primer momento entendí que aquel distanciamiento paulatino y progresivo (que se haría más claro en Mario) no iba a ser igual que aquel que, hacia mediados de los ochenta, nos separó por algunos años. Entonces, los tres contábamos con que el tiempo volviera, como hizo, a acercarnos nuevamente. Ahora, en cambio, camino de los cuarenta, los tres sabíamos ya que la vida no tenía vuelta atrás y que los viejos tiempos no volverían, por más que así lo quisiéramos.

Pero a mí aquello me entristecía. Aunque como pintor vivía mi mejor momento (al menos, eso decía la gente), me entristecía advertir que el tiempo lo había minado todo y que ya nadie era el que era. Ni Suso, siempre tan fiel a sí mismo, ni Mario, trastornado por el éxito y la fama, ni yo, que volvía a encontrarme, como cuando me separé de Eva, perdido y solo en mitad del mundo. De ahí (lo comprendo ahora, que no entonces, por más que lo creyera) aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos que pintaba en aquella época y que tanto éxito tenían entre los críticos y entre los compradores de arte de la galería.

A ellos les importaba muy poco la razón de aquellos motivos. Ellos lo único que veían era la composición formal de la obra y los colores y los matices de cada una de las pinceladas. Pero les interesaba poco saber el porqué de aquélla o el de la fuerza o la debilidad de éstas, que era lo verdaderamente importante. Porque en aquellos frutos y en sus colores y en cada trazo de los pinceles sobre la tela estaba el alma del pintor que los pintaba para ellos, pero en primer lugar para él mismo.

Por eso, vistos ahora a través del tiempo (en los tres o cuatro cuadros que conservo de aquel tiempo y que tú verás un día), aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos se me presentan no como caprichosos, como motivos elegidos al azar en función de quién sabe qué proyectos o qué idea, sino como la traducción pictórica del sentimiento de desconcierto que entonces ya me embargaba. Porque, a medida que mi éxito iba en aumento, a medida que mi fama acentuaba mi cotización, yo me sentía más solo, pese a estar rodeado de personas todo el tiempo.

La razón es que no era la gente que yo quería. La gente que yo quería ya no seguía a mi lado y a la que lo estaba ahora ni siquiera la había elegido yo. Eran amigos de oportunidad. La mayoría pintores o gente del mundo artístico a los que lo único que me unía era el éxito común o la ambición. Pero uno llega a engañarse. Uno llega, en esos casos, a creer que de verdad él ha elegido a esa gente, como ha elegido otras muchas cosas, para no tener que reconocer que le han venido dadas por las circunstancias. Yo, de hecho, me engañé bastante tiempo (pese a que, a decir verdad, siempre intuí que era así) y, durante todo ese tiempo, viví una vida artificial, lejos de la que quería.

Por eso me sentía solo. Por eso y por la nostalgia. Aunque de cara a la gente aparentaba que era feliz, más que nada por no defraudar a aquellos que creían de verdad que sí lo era, comenzando por mi madre y mis hermanos, aborrecía mi nueva vida y a la gente que me rodeaba ahora. La mayoría eran personas sin interés, gente absurda y llena de ambición que no tenía otro objetivo que el de seguir ascendiendo en el escalafón social o -los más conservadores- mantener el ya conseguido.

Era como una carrera en la que todos participaban de buena gana; una especie de carrera en la que lo de menos era la obra de cada uno, puesto que lo sustancial era saber venderla y venderse. Cosa que parece fácil, pero que no lo es, en absoluto, salvo que uno lo haya aprendido desde pequeño, cosa que no era mi caso. A mí nadie me había enseñado a venderme; al contrario, mis padres y mis abuelos me habían educado en la discreción y ésta era una moneda en desuso desde ya hacía tiempo en aquel mundo. Una moneda en desuso que ya nadie conocía y valoraba y que, incluso, se consideraba un obstáculo para la supervivencia misma. Al menos, a corto plazo. Y a largo plazo nadie pensaba, puesto que nadie quería otra cosa que el éxito, mejor cuanto más sonoro.

El mío lo era, sin duda alguna, pero a mí me importaba poco. Últimamente, incluso, comenzaba a incomodarme y a angustiarme. Ya ni siquiera podía pintar tranquilo, ni estar a solas cuando lo deseaba. Continuamente me interrumpían, bien por teléfono, bien presentándose por las buenas en mi casa a cualquier hora, sin importar lo que estuviera haciendo. Y lo mismo me pasaba por la calle. Cualquiera se te acercaba y se ponía a darte consejos, como si todos tuvieran derecho a ello. Incluso se metían en mi vida privada sin complejos, pretendiendo decirme hasta lo que tenía que hacer y no.

Pero, a la vez, me sentía solo. Aunque tenía nuevos amigos (alguno, incluso, lo sigue siendo) y aunque de cuando en cuando veía también a los viejos, cada vez me sentía más solo, pese a que físicamente no lo estuviera casi en ningún momento. Ni siquiera en mi casa, donde continuamente tenía instalado a algún amigo de ocasión o a mi acompañante sentimental en aquel momento.

No hablo de esa soledad de quien se encuentra solo en mitad de la muchedumbre. Hablo de la soledad que implica, además de eso, el extrañamiento, esto es, la sensación de que nada de lo que te rodea tiene realmente que ver contigo. Cosa que sólo te pasa cuando eres centro de algo o cuando menos protagonista. Y yo lo era en aquella época. Como antes lo habían sido otros pintores y como después de mí lo serán sin duda otros, yo era protagonista de aquello que tanto me perturbaba, hasta el punto de que a veces envidiaba a mis amigos por seguir viviendo como yo antes.

Pero ¿cómo explicarles eso a quienes deseaban estar en mi situación? ¿Cómo explicarles a tus amigos, los de verdad, los de siempre, y aun a tu propia familia, que presumía de ti (ahora, que ya eras famoso), que, en el fondo de tu alma, tú les envidiabas a ellos por seguir viviendo como siempre? Y, sobre todo, ¿cómo explicarles a los demás, a los coleccionistas y compradores, a los amigos y a los enemigos, pero sobre todo a aquellos que vivían directa o indirectamente de ti, que estabas harto de todo aquello y que lo que tú querías era regresar al limbo, ahora que, según todos, habías alcanzado el cielo?

VII

El cielo.

Cuántas veces, en el tiempo del que hablo, lo miré desde mi balcón recordando los días en que lo hacía, a solas o junto a Suso, intentando descifrar qué había tras él.

Pero ahora lo veía de manera muy distinta a la de entonces. Ahora no lo veía como aquel lienzo que un gran pintor invisible dibujaba cada día y cada noche para mí, sino como una frontera entre el mundo de los sueños y el real. Esos dos mundos que yo pretendí juntar en un tiempo, aunque pronto me di cuenta de que era imposible hacerlo.

Me empecé a dar cuenta de ello cuando comencé a pintarlo. Me refiero al cielo, claro, cuya perfección buscaba, pero con el que nunca me había atrevido hasta aquella época. En todo el tiempo anterior, aparecía poco en mis cuadros y, cuando aparecía, era una impresión borrosa; una especie de dudosa transparencia que no interfería apenas en la composición pictórica. Ahora, en cambio, su presencia era más fuerte. Tanto casi como la de los objetos. En realidad era el espejo de éstos, cuyas formas y colores lo influían aunque no llegaran a reflejarse del todo en él.

¿Por qué aparecía ahora, de pronto, en un primer plano? ¿Por qué de repente algo que hasta entonces no existía o existía solamente como algo secundario y adjetivo comenzaba a cobrar tanta importancia que a mí mismo me llamaba la atención? Porque, de la misma forma en que los tentáculos habían dejado su sitio a las bayas silvestres y a las frutas en el centro de mis composiciones, las perspectivas interminables y las habitaciones muertas que dominaron aquéllas durante años dejaban su sitio ahora a unos cielos cuya condición de espejos les hacía todavía más presentes y objetivos. Porque eran cielos muy dibujados. Eran cielos coloristas y muy físicos y, por lo tanto, nada adjetivos, a pesar de su condición. Al contrario, dominaban toda la escena, que envolvían a la vez que reflejaban, como esos cielos de atardecer que parecen adueñarse de la tierra en las tardes del verano madrileño.

Como me ha sucedido siempre, cuando reparé en el hecho fue cuando éste era ya más que evidente. Cuando advertí la importancia de las transformaciones que aquellos cielos introducían en la composición y en la idea de mi pintura fue cuando comencé a pensar en ellas y en las razones de su imposición. Porque, como me había pasado años atrás con las hojas o con los frutos y con las perspectivas, aquellos cielos se me imponían más que pintarlos yo voluntariamente. Yo lo que decidía era la composición central de la obra, esto es, la más visible, pero, al final, resulta que lo adjetivo, lo que en principio tenía que ser secundario, se convertía, sin que yo lo pretendiera, en el corazón del cuadro.

Confieso ahora que, cuando eso me sucedía, aunque me hizo pensar en ello, no me importó tanto como después. Quiero decir que en aquella época yo estaba tan centrado -o descentrado- en otras cosas que, si bien me daba cuenta de aquellas transformaciones, no les prestaba tanta atención como ahora les presto. Seguramente es que las circunstancias no me permitían hacer otra cosa entonces. Seguramente es que, en aquella época, todo era tan confuso en torno a mí que no podía pensar ni pintar con calma. Por eso, aunque veía los cambios que en mi pintura se producían últimamente, yo no podía influir en ellos porque no tenía tiempo siquiera de analizarlos.

Y lo mismo me pasaba con mi vida. Por más que mi pretensión fuera la de seguir igual, por más que me resistiera a cambiar de hábitos y costumbres, por más que yo rechazara convertirme en el hombre que no era, mi vida había cambiado más de lo que yo creía. Y no me refiero tanto a sus aspectos más anecdóticos, tales como mis costumbres o a mi forma de vestir y de actuar, como a mi relación con mi propia obra.

Porque, por vez primera en mi vida, comencé a dudar del sentido de ésta. Quiero decir que comencé a dudar del sentido que mi obra tenía para mí, al ver el grado de obligación que de repente se establecía en mi relación con ella.

Era normal que me sucediera. Durante toda mi vida, la pintura había sido para mí, además de una pasión, una pulsión gratuita (la de la búsqueda total de la belleza), y ahora se había convertido en algo útil y obligatorio o, cuando menos, inducido y forzado desde fuera. Por vez primera en mi vida, descontadas las escasas ocasiones en las que alguien me había encargado un cuadro, sabía que detrás de mí había gente esperando a que acabara cada uno de mis cuadros y dibujos; unos para venderlos, otros para comprarlos y otros para analizarlos como si fueran piezas de un gran rompecabezas que yo iba entregando poco a poco y de una en una. Y eso que, por una parte, me confortaba y me daba ánimos (por primera vez también, sabía que no tendría que esperar a que la gente pudiera ver lo que hacía), por otra me hacía dudar de si no estaría cayendo justo en lo que más odiaba: en la profesionalización de la que tanto había huido.

Comencé a pensarlo una noche en la que, sin poder dormir (como de costumbre en aquella época, había bebido mucho), me levanté y me fui al salón, donde me esperaba el cuadro que pintaba desde hacía varios días con sus noches. Era un cuadro muy sencillo; una composición que mostraba, como todas las que hacía en aquel tiempo, un bodegón irreal en el que varias frutas y frutos, granadas principalmente, se alineaban en un plano que quería ser una mesa, pero que, de momento al menos, no era más que un leve apunte. Alrededor, un papel les servía de envoltorio y de soporte y, al fondo, el cielo, muy dibujado, tenía los mismos colores y brillos que las granadas: granate fuerte por dentro y ocre terroso por fuera. Me quedé mirándolo un rato y de repente empecé a pensar en cuál sería la razón que me había llevado a pintar aquello. Es decir: por qué tenía que pintarlo, cuando perfectamente podía no hacerlo y el cuadro no llegar a serlo nunca, como sucede con esos niños que nunca llegan a nacer porque nadie los desea hasta ese punto.

Ahí estaba la pregunta: ¿realmente necesitaba yo aquella obra? ¿De verdad quería pintarla o se trataba más de la simple inercia de un ejercicio pictórico que se había convertido para mí ya en un oficio o, peor aún que esto, de la obligación que yo me imponía de entregar cada poco al mercado una obra nueva, no tanto porque necesitara hacerla como porque éste me la pedía?

Durante toda la noche, me quedé pensando en ello. Mientras fumaba en silencio sentado en un butacón, miraba y miraba el cuadro intentando descubrir cuál sería la razón que me había llevado a hacerlo. Pero no se la encontré. Por más que pensaba en ello, no pude hallar el motivo que me llevó a pintar aquel cuadro y que durante varios días me hacía volver a él, como no fuera la simple inercia. No la necesidad de pintarlo.

Al margen de todo ello, el cuadro no estaba mal. Al revés, participaba de aquel misterio sutil que mi pintura había adquirido y, técnicamente al menos, estaba muy bien resuelto; las perspectivas se deshacían sin romper el equilibrio ni el misterio contra el cielo, las granadas se apoyaban en la mesa como si de verdad pesaran y el conjunto proyectaba una impresión de serenidad que contagiaba a toda la obra. Entonces…, ¿por qué no terminaba de gustarme? O, mejor: ¿por qué me preocupaba no conocer la razón que me había llevado a pintarla, si, al fin y al cabo, era la misma de siempre?

Esto era lo peor. Que, si aquel cuadro no tenía razón de ser, sí no era más que un fruto del capricho personal o del azar, o, peor aún que eso, de la obligación que yo me imponía de pintar cada poco un nuevo cuadro, lo mismo podría pensar de todos los que había hecho en aquellos años. Todos eran parecidos, todos participaban del mismo estilo y la misma idea y todos, en fin, tenían la misma atmósfera misteriosa que los críticos tanto alababan y que a mí, en cambio, me planteaba cada vez mayores dudas y sospechas. Aunque, por supuesto, no se lo confesara a nadie. Ni siquiera a Suso, que, a esas alturas, debía de estar tan desconcertado como todos los demás por mis continuos cambios de estilo.

Me levanté y me asomé al balcón. Era una noche de primavera. Hacía frío todavía, pero el aire ya tenía ese aroma inconfundible que le presta la primera flor del año. La calle estaba desierta (eran las cinco de la madrugada), pero, en la plaza, entre los cipreses, se veía la silueta de mi amigo el vagabundo, que, como yo desde hacía ya rato, fumaba a solas en su banco. Tras él, las líneas de la ciudad (las de los edificios de la Gran Vía, pero también los de Recoletos, entre las que destacaba, hacia la Cibeles, el de la Caja Postal de Ahorros, en cuya gigantesca hucha de neón caía continuamente una moneda) dibujaban el perfil de un cielo oscuro, pero lleno de destellos y de brillos. Eran las luces de la ciudad, que dormía ajena a ellas y a la mirada de quienes, como el vagabundo y yo (o como el conductor del coche que ahora cruzaba la esquina), permanecíamos insomnes y despiertos entre tanto. ¿Qué nos unía a los tres? ¿Qué me unía a mí al vagabundo y al conductor de ese coche que ahora cruzaba la esquina, seguramente de vuelta a casa después de una noche en blanco? Y, sobre todo, ¿qué nos unía a los tres con aquella gente que dormía en torno a nosotros ajena a nuestras miradas?

Sin duda, la soledad. Porque los tres, cada uno a nuestra manera, estábamos solos en aquel momento. Una soledad nocturna que, en el caso del vagabundo, debía de ser total (por eso vivía como vivía) y, en el del conductor del coche, quizá fuera pasajera y momentánea (hasta que llegara a casa), pero que, en el mío, ni siquiera tenía un motivo. Al contrario que ellos, yo tenía compañía aquella noche, como la mayoría. Entonces, ¿por qué me sentía tan solo?

Volví a contemplar el cuadro. Desde el fondo de la casa me llegaba el rumor de la nevera, que ya era muy antigua, y de la respiración de Carla, la chica de cuyo abrazo acababa de escapar y al que no me apetecía regresar, al menos por el momento. Me apetecía seguir a solas, contemplando aquel cuadro cuyo cielo me atraía tanto desde hacía rato.

Me sorprendió el amanecer contemplándolo. El frío de la mañana, que me cogió por sorpresa a pesar de conocerlo ya de sobra, me hizo volver a la realidad después de toda la noche dándole vueltas a aquella obra. Dándole vueltas sin hacer nada. Porque en toda la noche ni siquiera me acerqué a ella, ni para ver de cerca un detalle. Era como si me diera miedo enfrentarme al vacío que sentía había detrás de ella y que tenía que ver con el mío propio. Aquel vacío infinito que crecía día a día en mi interior y que se correspondía con el del cuadro que ahora tenía frente a mis ojos. ¿Vendría de él su melancolía? ¿Sería ésa su razón de ser? ¿Sería el vacío la explicación de que el cielo lo ocupara casi entero y de que fuera idéntico al que amanecía en aquel momento sobre Madrid?

VIII

Por la mañana, volví a mirarlo. Desde el balcón y en el propio cuadro. Los dos habían cambiado, como si éste fuera un espejo del de verdad.

Carla se había ido temprano (me despidió con un beso al que yo respondí entre sueños) y la casa estaba en silencio. Como de costumbre hacía, había desconectado el teléfono para poder dormir sin problemas hasta que me despertara. Últimamente, solía hacerlo muy tarde. Y con resaca, la mayoría de las veces. Día sí y día también, acababa la noche en alguna fiesta o en cualquiera de los bares que entonces eran obligatorios. Y bebía, cómo no. Siempre había bebido mucho (era la moda en aquellos años), pero en los últimos tiempos bebía cada vez más. Y fumaba. Tabaco o lo que cayera. Era también la moda y mi obligación, si quería estar a la altura de mi imagen como artista.

Pero ahora me arrepentía de haber bebido y fumado tanto. Como la mayoría de los días, me arrepentía de haber bebido y fumado tanto y de haber perdido la noche prolongándola de bar en bar, primero, y acostándome luego con una chica a la que sólo me unía el deseo; ni el más mínimo interés sentimental o personal. Estaba ya acostumbrado. Casi como por inercia, acababa haciéndolo cada noche y luego me lamentaba, pese a que al día siguiente volviera a hacer lo mismo que el anterior. Llevaba así mucho tiempo.

Aquel día, sin embargo, mi arrepentimiento era mucho más que eso. La resaca era la misma y la sensación de hastío igual que la de otras veces, pero mi arrepentimiento era mucho más que eso. Otros días, al despertarme, sentía que aquella vida comenzaba ya a aburrirme y a cansarme, pero nunca, como ahora, con aquella intensidad. La razón estaba sin duda en el descubrimiento que aquella noche había hecho mientras contemplaba el cuadro que ahora volvía a tener enfrente: el vacío que había en él era el mismo que sentía dentro de mí en aquel momento.

El descubrimiento que eso supuso me costó asimilarlo aún mucho. Como siempre me sucede, entre que descubro algo y lo asumo de verdad, ha de pasar algún tiempo, que varía según su trascendencia y según mis circunstancias personales en el momento. Y las que estaba viviendo entonces no eran, sin duda, las más propicias para aceptar aquél con normalidad. Como pintor vivía mi mejor época, en lo económico las cosas me iban cada vez mejor (ya ni siquiera debía dinero a la galería) y el futuro se me presentaba espléndido, por lo menos en lo material. Así que no era el mejor momento para aceptar que el vacío que sentía fuera algo más que una sensación.

Pero lo era, vaya que si lo era. Aunque intenté borrarlo de mi memoria y aunque nunca lo comenté con nadie (¿con quién podría haberlo hecho, pienso ahora, al recordar aquello?), aquella sensación me perseguía, sobre todo por las noches, cuando me quedaba solo. Durante el día, estaba tan ocupado, siempre rodeado de gente o entregado a mi trabajo de pintor, que no tenía tiempo de sentir nada. Pero, de noche, cuando volvía a casa de madrugada o cuando, sin salir de ella, daba por concluido el trabajo, sentía que un gran vacío se abría en mi corazón. Daba igual que estuviera acompañado. El vacío que sentía era tan fuerte que me hacía sentirme solo a pesar de ello.

En realidad, aquel sentimiento no era nuevo para mí. En mis primeros años en Madrid ya había sentido aquella zozobra que de pronto me asaltaba en plena noche sin que hubiera un motivo concreto para ello. Pero fueron ocasiones muy puntuales. Y pasajeras, como los sueños. Ahora, en cambio, aquella sensación era más fuerte y, sobre todo, se repetía con más frecuencia. Recordé la frase de un escritor cuya entrevista me impresionó cuando la leí (acababa de llegar yo a la ciudad y él era el más conocido del país en aquella época): «El éxito está vacío», pero también mis propias palabras, aquellas que repetía a menudo, convencido de su capacidad de seducción: «Vivir solo no es tan fácil. Por la mañana, es verdad, te das cuenta de la libertad que tienes, pero de noche, a veces, la libertad se te cae encima».

El problema era que aquello cada vez lo repetía más. Y que no lo hacía, como antes, para impresionar a la mujer que me gustaba o que quería conquistar, sino que la repetía casi con miedo, temeroso de que no surtiera efecto. Cada vez me daba más miedo quedarme solo en la noche y enfrentarme a aquel vacío que solía llegar con ella.

Por eso, de un tiempo a acá, retrasaba en lo posible el momento de volver a casa y, cuando por fin lo hacía, solía hacerlo borracho. Daba igual que lo hiciera acompañado o que lo estuviera ya antes de salir de aquélla. Solía llegar borracho o, por lo menos, con unas cuantas copas. Lo cual, lejos de hacerme más llevadera la noche o de contribuir a la excitación que se suponía me había empujado a entablar una nueva relación sentimental, acentuaba más aún aquel vacío y hacía de ésta, algunas veces, un verdadero suplicio.

Y es que el alcohol ya no me confortaba. Al contrario que cuando era más joven, el alcohol ya no me imbuía de optimismo y de entusiasmo, sino que me producía una gran tristeza. Aunque por fuera no lo pareciera. Aunque mis amigos no se dieran cuenta. Yo, por supuesto, no se lo iba a contar, entre otras cosas, para no parecer más frágil.

Pero lo era. Tanto como cualquier otro. Aunque tenía fama de fuerte y de estar muy seguro de mí mismo, especialmente en mi trabajo, yo era tan frágil como cualquiera, pese a que lo disimulara. Aunque mi debilidad tenía otras causas. Mi debilidad no venía del miedo, ni siquiera del temor a un futuro imprevisible e indescifrable en aquel tiempo, sino de la eterna lucha que mantenía entre el deseo de libertad y de compañía, entre las ganas de ser famoso y desconocido, entre el deseo de proseguir con aquella vida y el de abandonarlo todo para volver a ser el que era. Esa lucha que libraba hacía ya años y que cada vez me costaba más esfuerzo seguir librando cada día.

Ésa era la razón del vacío que sentía ya hacía tiempo. Ésa y no otra era la explicación a la zozobra que me embargaba desde hacía meses y que acentuaba aún más el alcohol, sobre todo mezclado con el hachís. Porque, como me sucedía con aquél, los porros ya no me daban la brillantez y la placidez que me daban antes. Hablo de cuando fumaba, no para apaciguar mi vacío y mis miedos nocturnos como ahora, sino para sentir más, para estar más receptivo y abierto a las sensaciones. Por eso, aquéllos iban en aumento, como si fueran manchas de soledad, y por eso, muchas noches, se convertían en pesadillas cuando me quedaba solo o, cuando después de hacer el amor con quien estuviera, me quedaba horas y horas mirando al techo, mientras mi acompañante dormía sin darse cuenta a mi lado.

Solamente me calmaba la pintura. Solamente mi trabajo podía llenar el vacío que crecía poco a poco en mi interior y que amenazaba ya últimamente con convertirse en una obsesión. Pero ni siquiera entonces podía pintar a gusto. Continuamente asediado y exigido por la gente, ya fuera ésta la de la galería, que definitivamente había puesto todas sus esperanzas en mí, ya fueran los periodistas, que siempre buscaban algo con que llenar sus informaciones, apenas podía pintar tranquilo, al ritmo en que yo quería y de la forma en la que me gustaba. Esto es: demorándome sin prisa en cada obra y buscando en cada una una emoción diferente.

Y es que todos tenían mucha prisa. La galería, por ejemplo, no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie, y mucho menos para explicaciones. Atrapada por las modas y el éxito comercial, urgida por el momento y por las exigencias de sus clientes, la galería no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie y te urgía continuamente a que apuraras tu producción. Daban igual tu estilo y tus objetivos. Daba lo mismo lo que a ti te interesara o preocupara en ese momento. Continuamente te metía prisa, cada vez de una manera, cada vez con un motivo o con una excusa distinta, para que no perdieras el puesto de privilegio que, según toda la gente, habías alcanzado en el panorama artístico nacional. Y eso sólo se lograba, al parecer, estando siempre en primera línea, renovando cada poco tu estilo y tu inspiración (eso sí, sin grandes cambios, no fuera a pasar que éstos se te volvieran de pronto en contra) y, por supuesto, estando presente en todos aquellos actos en los que comparecían los escritores y los artistas más importantes de aquel momento.

Yo lo hacía algunas veces, aunque no tanto como quería Corine. A Corine le hubiese gustado una mayor presencia mía en aquéllos, al tiempo que una mayor producción pictórica. Lo cual, aparte de contradictorio (si me dedicaba a asistir a fiestas, ¿cuándo iba a tener tiempo de pintar?), indicaba la idea que ella tenía de la pintura, por mucho que presumiera de lo contrario. Y lo mismo pasaba con sus clientes, preocupados solamente por invertir bien su dinero negro, y con los periodistas, cuyo trabajo consiste precisamente en exprimirte como a un limón mientras estás de moda y de actualidad. Y, por supuesto, con todas esas personas que, por saber de arte o por pretenderlo, se consideran con el derecho a criticarte y aconsejarte, ya sea en privado, si son amigos, ya sea en público, si son profesionales de la crítica. Entre todos (y entre los que uno no llega, por suerte, a conocer nunca, pero que también te miran y están pendientes continuamente de lo que haces) habían conseguido que empezara a estar harto ya de todo, por más que me conviniera seguir haciendo lo que decían.

Pero una cosa era hacer lo que debía y otra hacerlo contra mi voluntad. Si hasta entonces lo había hecho era porque me convenía, es cierto, pero también porque no me molestaba demasiado. Incluso, durante un tiempo, había estado convencido de que era lo que más me interesaba, pero también lo que quería hacer de verdad. Al fin y al cabo, desde muy joven había soñado con ser pintor y con ser admirado por ello. Pero ahora estaba cansado precisamente de todo eso. Ahora estaba harto de aquella vida que, al parecer, comportaba el éxito y que, lejos de hacerme más feliz, me llenaba de angustia y de miedo por las noches. Aunque la gente no lo supiera y continuara pensando que era el hombre más feliz de la ciudad.

IX

Una de aquellas noches, decidí romper con aquella vida. Lo decidí sin decirlo a nadie, ni siquiera a mis amigos más cercanos, como Suso.

Lo decidí sin hablar con nadie. No lo había hecho hasta aquel momento, mientras maduraba a solas la idea que me rondaba desde hacía tiempo, así que menos lo iba a hacer ahora, cuando ya había tomado la decisión.

En realidad la había tomado hacia ya algunos meses; tras la exposición de Asturias, que organizó el Gobierno del Principado reivindicándome de ese modo para mi tierra (a mí, que nunca había recibido más que críticas de mis paisanos, primero por no ser nadie y luego por lo contrario). Pero me faltaba el paso. Me faltaba convencerme a mí mismo todavía de que lo que había decidido era lo que tenía que hacer. Y es que una cosa es decidir algo y otra muy diferente aceptar la decisión que uno ha tomado.

Eso lo haría una noche, de vuelta a casa, de madrugada. Como las últimas noches, que eran de invierno y bastante frías, solía regresar solo, pues ya no me gustaba compartirlas con cualquiera, como hasta entonces. Prefería acostarme solo y despertarme por la mañana sin tener que mentirle a nadie. Venía de alguna fiesta, ya no recuerdo dónde. Por la calle, sólo había borrachos y barrenderos y algún taxi que pasaba en busca de algún cliente. En la plaza de las Salesas, en cambio, varios mendigos dormían envueltos entre cartones y acurrucados sobre los bancos. Todos salvo el más antiguo. El más antiguo de todos, aquel que llevaba allí viviendo ya varios años, permanecía despierto, como solía, contemplando la noche como una esfinge. Quizá lo era realmente después de tanto tiempo haciéndolo allí solo.

Me acerqué a él, como aquella vez. Aquélla fue él quien me llamó a mí (para pedirme tabaco y fuego) y ahora fui yo el que se los pedí a él. Me había quedado sin cigarrillos. Me lo dio y encendió otro para sí. Era un ducados y estaba fuerte, pero me reconfortó. No tanto por el tabaco como por la oportunidad que me daba de hablar un rato con aquel hombre que una noche, hacía ya años, me había enseñado a mirar y a comprender el cielo de Madrid y al que continuaba viendo todos los días, siempre sentado en el mismo sitio.

El hombre me miró sin decir nada. Me miró y siguió a lo suyo esperando que yo fuera el que empezara alguna conversación. Pero no se me ocurría de qué hablar con él en aquel momento. Estaba a gusto a su lado, a pesar del frío que hacía, pero no se me ocurría de qué hablar con aquel hombre que, mientras tanto, seguía en silencio, como si a él le ocurriera igual.

– La soledad es dura -afirmó de repente, sin embargo.

Me dejó desconcertado. Parecía como si supiera lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento.

– Sin duda -le respondí.

– No creas que no te entiendo -confirmó-. Te veo todos los días entrar y salir de casa. Incluso cuando estás en ella.

– Y yo a usted -le respondí.

Pero él ni siquiera me escuchó.

– Te veo ir y venir -confirmó, sin mirarme, mientras contemplaba el cielo y chupaba su cigarro con placer- y sé que no eres feliz. Te pasa lo que a la mayoría. ¿No ves todas esas luces? -dijo, indicando a lo lejos-. Es gente que está despierta. Gente que no puede dormir… ¿Y sabes por qué no duerme? Porque está sola, como nosotros -prosiguió su monólogo el vagabundo, mientras yo le escuchaba, respetuoso, sin atreverme a interrumpirle ni a cortarle.

Parecía como si yo no estuviera allí. El hombre hablaba y hablaba como si estuviera solo, quizá por la costumbre o porque le daba igual lo que yo pensara. En eso era como todos, sólo que él decía cosas distintas. Y originales. Por ejemplo, me contó lo que pensaba de Madrid, que era su ciudad natal (había nacido, según me dijo, en Cuatro Caminos, que entonces era un barrio de chatarreros):

– Madrid no es una ciudad, Madrid es una entelequia… ¿Tú sabes lo que es una entelequia? -me preguntó muy serio, mirándome.

– Por supuesto -dije yo, sin saber adónde me iba a llevar.

– Cualquier ciudad de verdad: París, Londres, Nueva York…, está a la orilla del mar o de un río en condiciones. ¿Qué río tiene Madrid?… Ninguno -se respondió él mismo-. ¿Y por qué? Pues porque Madrid es una entelequia… ¿Y cuáles son los mitos de Madrid? -siguió pensando en voz alta-. ¡El oso y el madroño, ya ves tú, que ni hay osos ni madroños y dudo mucho que los hubiera nunca!

– ¿Tú crees? -me atreví a contradecirle yo.

– ¿Cómo que si lo creo? -me miró, con cierto recelo-. ¡Por supuesto que lo creo!… ¡Pero si aquí no había ni tomillos! Si esto era un solar baldío que no valía ni para criar hurones… ¡Y la catedral! ¿Qué me dices de la catedral -exclamó, mirándome nuevamente-, que la han hecho en cuatro días y a destiempo? ¿Te parece eso una catedral a ti?

– Pues no -corroboré con un gesto, no fuera a ser que se molestara.

Y es que, además, tenía razón en parte. No tanto en lo de los símbolos, que, al fin y al cabo, sólo son eso, o en lo del Manzanares, el riachuelo serrano junto al que nació Madrid, que ninguna culpa tiene de que ésta creciera tanto, como en su interpretación de la ciudad en la que los dos vivíamos, él desde su nacimiento.

– Todos los que vivimos aquí somos unos pobres hombres. Tú, yo, todos esos que están durmiendo por ahí -señaló los bancos de alrededor-, los que están ahora en sus casas… Aunque la mayoría piensen que son la hostia -añadió, con una sonrisa.

– ¿De verdad tú piensas eso? -le pregunté, por decir yo algo.

– No es que lo piense, lo sé -me dijo él, muy seguro-. Lo veo todos los días sin necesidad de moverme de este banco.

Entonces, ¿por qué sigues en Madrid? -Por el cielo -me respondió, señalándolo, como aquella noche de hacía ya años.

Me quedé mirando al cielo, como él. A través de los árboles desnudos en cuyas ramas se adivinaban las sombras de las palomas cuyos zureos acompañaban el sueño de los mendigos, me quedé mirando la noche, que era lo que ahora era el cielo: una mancha negra y gris, como la que había en el viejo Limbo. Sólo que el de ésta no tenía estrellas. El cielo estaba cubierto (lo estaba desde hacía días) y apenas si se veía el reflejo de la luna, que la había, hacia Aranjuez.

Observé de reojo al vagabundo. Se llamaba Fermín, según me dijo él también (aunque yo ya lo sabía: por el dueño de Sam, que era amigo suyo), y andaría por los cincuenta años. No muchos más que yo, en todo caso, aunque aparentara el doble. Sin duda por el alcohol, que era la verdadera razón por la que vivía en la plaza, aunque él prefiriera decir que era por el cielo. En eso se parecía a todos los vagabundos que he conocido a lo largo de mi vida.

– Mira, pintor… Porque sé que tú eres pintor -me sonrió, chupando el cigarro-. Lo que tú buscas lo tienes ahí arriba. Todo lo que tú buscas… Y lo que no buscas también… Lo único que te falta es entenderlo, como a todos -sentenció, como si fuera un sicoanalista.

– ¿Tú crees? -le dije yo, divertido (me divertía oírle hablar como si lo fuera).

Lo que te pasa a ti -siguió, sin hacerme caso- es que no quieres entenderlo. Porque saberlo lo sabes ya, ¿a que sí?… Si no -apostilló mirándome- no estarías ahora aquí conmigo.

Yo le escuchaba en silencio. A mi alrededor, la plaza seguía también sin un ruido, pero, poco a poco, los árboles comenzaban a cobrar vida. Eran los pájaros, que despertaban alertados por nuestra conversación y por la claridad que ya comenzaba, más que a verse, a insinuarse por el este. Hacía frío, pero yo apenas lo notaba, tan bien estaba en aquel momento.

– ¿Tú nunca duermes? -le pregunté al vagabundo.

– Depende -dijo él.

– Depende… ¿de qué?

El hombre me miró de arriba abajo. Parecía como si hubiese dicho algo improcedente, aunque en seguida cambió su gesto.

– De los fantasmas -me dijo.

– ¿Los fantasmas?… -ahora el desconcertado era yo.

– Los de la noche -me respondió.

Pensé que iba a seguir hablando, pero se quedó en silencio. Se quedó callado y muy serio, como si algo se le pasara por la cabeza que no le gustaba mucho. Sólo al cabo de un buen rato, habló para preguntarme:

– ¿Tú nunca los has visto?

– A veces -le concedí.

– Yo muchas -me dijo él-. En cuanto cae la noche, empiezo a verlos por todas partes… Tú mismo, sin ir más lejos -añadió, mirándome de reojo-, podrías ser uno de ellos.

– ¿Yo? -exclamé, asombrado.

– Sí, aunque tú no te des cuenta. Ninguno sabe que es un fantasma hasta que alguien lo descubre y se lo dice… A mí me lo dijo un tipo que había estado muchos años embarcado en alta mar -dijo, arrojando el cigarro hacia el seto que tenía junto a él.

Me dejó desconcertado nuevamente. El hombre hablaba y hablaba aparentemente con incoherencia (el alcohol y la locura se la daban), pero, de vez en cuando, decía una frase que me dejaba sin más respuesta. Como ahora, cuando había removido en mi interior todas mis obsesiones con lo que dijo:

– No te engañes. Se ve que no eres feliz. Si lo fueras, estarías en la cama como todos, en vez de aquí hablando conmigo.

Volví a contemplar el cielo. Definitivamente el amanecer estaba ya aproximándose y, por el este, una luz muy débil iluminaba los edificios y los tejados de los más cercanos; una luz tan fría y débil que parecía un efecto óptico. Pero, tras ella, un rumor fugaz, como de un oscuro volcán, comenzaba a crecer en torno a aquéllos y en las ventanas de una ciudad que ya empezaba a despertar, como indicaban las luces en muchas de ellas. Era el ritual de cada mañana. El mismo que yo veía al regresar a casa de madrugada o, desde la ventana de mi habitación, antes de irme a dormir. Pero ahora no lo veía igual que otras madrugadas. Ahora no lo veía con la distancia del que se sabe ajeno al ritual y, por lo tanto, un privilegiado, sino como un habitante más de la gran ciudad en la que vivía, pese a que lo hiciera al margen de todos. Primero al margen de ella y ahora al margen incluso de mí mismo. Como aquellos vagabundos que dormían o velaban el sueño de los otros (de cuando en cuando, alguno se removía entre sus cartones, demostrando de ese modo que no estaba dormido plenamente), yo me había ido apartando poco a poco de la vida ciudadana, convirtiéndome en un fantasma, como Fermín. Y como todos los vagabundos que, como él, vivían en la plaza y eran por tanto los primeros en ver el amanecer.

– Me voy -le dije a aquél, alejándome.

– Adiós -me respondió él, sin hacer ni un gesto. Y siguió así, como estaba, mirando al cielo, que amanecía, hasta que le perdí de vista.

X

Tardé en encontrar el sitio. Durante bastante tiempo, busqué por toda la sierra, incluso en las provincias limítrofes de Madrid, pero tardé en encontrar el sitio. No era tan fácil como pensaba.

Antes de ello, además, tuve que decidir qué quería; quiero decir: dónde deseaba vivir, cosa que no tenía aún clara. Porque lo que tenía claro era que quería irme de Madrid. Pero no adónde. Ni siquiera si era de forma definitiva.

Mi primer pensamiento fue el de regresar a Asturias. Pero lo deseché en seguida. Volver a Oviedo o a Gijón, como hizo Paco Arias ya hacía años, hubiera sido un error, puesto que a los pocos meses ya me habría arrepentido como él. Al fin y al cabo, tanto Gijón como el propio Oviedo no dejaban de ser otras ciudades, sólo que más pequeñas que Madrid. Y, por lo que se refería al pueblo, que era otra posibilidad, tampoco me apetecía volver a él en aquel momento, puesto que mi madre vivía ahora allí. Y una cosa era volver a las raíces y otra distinta a la adolescencia.

Desechado el regreso a Asturias, las opciones eran diversas. Una era irme a la costa y otra quedarme en el interior; una irme a un pueblo grande y otra a una casa en mitad de un monte. Todas tenían su lado bueno y su lado malo, aunque no todas me gustaban por igual. Por ejemplo, aunque vivir al lado del mar me atraía (siempre lo he echado de menos), a la vez me inquietaba volver a hacerlo. Tenía miedo de caer en esa especie de conformismo que el mar y el sol te contagian y que había visto en Juan, cuando estuve con él en Ibiza. Además, estaba muy lejos. Aunque quería irme de Madrid (más que irme de Madrid, huir de mi propia vida), tampoco quería alejarme mucho. Aunque me disgustara, seguía dependiendo de Madrid para vivir, porque allí estaban mi galería y mis compradores.

Así que opté por la decisión quizá menos arriesgada. O, por lo menos, la más sensata: buscar un sitio en la sierra, un pueblecito tranquilo en el que poder pintar sin molestias, pero que a la vez estuviera lo bastante cerca de Madrid como para volver a ella cuando quisiera. Al fin y al cabo, y aunque me gustaba el campo, yo era ya un animal urbano.

Pero tardé en encontrar el sitio. Aunque la sierra de Madrid está llena de rincones y de pueblos, me costó encontrar el lugar en el que me gustaría vivir, aunque fuera solamente por un tiempo. La mayoría de las aldeas estaban ya estropeadas por la proximidad de la gran ciudad y los pueblos que se conservaban bien eran demasiado tristes. El caso es que tardé mucho en encontrar el lugar perfecto y, a la vez, al alcance de mi economía.

Lo encontré en el pueblo de Miraflores, después de dar muchas vueltas. Era el sitio que buscaba. Un chalet de veraneo, de los años treinta, con un pequeño jardín detrás. Cuando lo vi, ambos estaban abandonados. Hacía ya mucho tiempo que nadie debía de cuidar de ellos y se veía ya el deterioro que invadía todo el conjunto. Al parecer, la dueña, que era muy vieja, aunque vivía en Madrid, hacía ya muchos años que ni siquiera iba a visitar la casa y solamente un sobrino aparecía de tarde en tarde a comprobar que seguía en pie. Fue él quien me la alquiló. Por un precio mayor del que debía, dado el estado en que se encontraba, pero que yo acepté sin pensarlo mucho, tantas eran ya mis ganas de marcharme de Madrid.

Ni siquiera la pinté antes de mudarme a ella. Ni la pinté ni limpié el jardín, que, con el verano encima, se había llenado de ortigas y hierbas de todo tipo. Me limité a ventilar la casa y a mandar arreglar algunas cosas (la instalación de electricidad, que era muy antigua ya, y la bañera, que estaba rota) y me mudé a ella sin demora, un día de mayo de 1994.

El día antes de irme, llamé a Suso para despedirme de él. Quedamos en el Gijón, como en nuestros viejos tiempos. Me hubiera gustado hacerlo en El Limbo, pero éste ya no existía.

– Me voy -le dije a Suso, cuando llegó.

– ¿Adónde? -me preguntó.

– De Madrid -le dije yo.

Se me quedó mirando muy serio. Últimamente, apenas si nos veíamos. Los dos estábamos ya mayores, él a punto de cumplir ya los cuarenta y yo en la próxima primavera.

– ¿Y eso? -me preguntó.

– Me cansé -le dije yo.

Suso volvió a mirarme con atención. Como si no acabara de creerme. Tantas veces había amenazado con irme de Madrid que estaba justificada su desconfianza.

Pero esta vez se veía que yo estaba hablando en serio.

– ¿Y adónde? -me preguntó Suso, convencido de que aún no lo habría decidido.

– Sí -le dije yo, sorprendiéndolo-. Muy cerca -añadí, sonriendo y llamando al camarero para que nos atendiera-. ¿Qué quieres? -pregunté a Suso.

– Un gin-tonic -respondió.

– Dos -le dije yo al camarero, que se fue en busca de las copas sin saludarnos siquiera, como solfa ser habitual.

Suso me miró de nuevo. Por su memoria pasaba seguramente en ese momento una sucesión de imágenes, todas relacionadas conmigo, que irían desde nuestro primer encuentro hasta los últimos y esporádicos de aquellos últimos años. Unos años, estos últimos, que habían pasado muy deprisa, al menos en mi impresión.

– Te veo muy decidido -me dijo Suso, aceptando que esta vez yo hablaba en serio.

– Ya tengo casa -le dije, por si le quedaran dudas-. Mañana hago la mudanza.

– ¿Mañana?

– Mañana -repetí yo-. Si me quieres ayudar…

– Por supuesto -dijo él, que estaba habituado a hacerlo. En diecinueve años en Madrid, tanto uno como el otro nos habíamos mudado casi tantas de lugar de residencia.

– No te preocupes -le dije yo, sonriendo-. Lo hacen todo los obreros de la empresa.

– ¡Hombre, algo hemos prosperado! -ironizó él, como siempre, devolviéndome la sonrisa.

Pero la suya era un tanto amarga. Más tratándose de él, que nunca hacía concesiones. Era una sonrisa amarga como el limón del gin-tonic que acababa de traerme el camarero.

Suso agitó el suyo y se quedó mirando el café. Eran las diez de la noche. Una hora en la que apenas había gente en las mesas y la que había estaba en la terraza. Comenzaba ya a hacer calor en Madrid.

– Me cansé -volví a repetirle a Suso, como si me justificara.

– Normal -me respondió él. Y, añadió, después de darle un trago al gin-tonic y de echar un vistazo en torno a sí-: Lo que me extraña es que hayas aguantado tanto.

No supe qué responderle. Suso tenía razón, como siempre, así que ¿qué le podía decir? Si acaso, precisarle que mi huida no lo era tanto de Madrid como del mundo en el que vivía desde hacía años. Que no tenía nada que ver con el de él.

Pero no me hizo falta decirle nada siquiera.

– Volverás -me dijo Suso-. Esta ciudad engancha más de lo que tú te piensas.

– ¿Tú crees? -le dije yo, sin reconocérselo.

– Madrid es lo que tiene: que, por un lado, te agota, pero, por otro, te mantiene vivo. Por una parte, te engancha y, por otra, te quema y te maltrata… Y lo que te pasa a ti es que estás en la fase en la que te quema. Desde hace mucho, además.

– ¿Y tú? -le dije yo, desviando la pregunta hacia su persona.

– Yo estoy entre dos aguas -me dijo él, sin reconocer que también estaba ya harto de Madrid. No lo podía reconocer. Aunque sabía que yo era consciente de lo que él sentía y lo que pasaba por su cabeza en cada momento (después de tantos años de amistad, los dos nos conocíamos muy bien), no podía reconocerme que también estaba harto de Madrid, aunque siguiera aferrado a ella. Era su forma de seguir vivo.

Porque ¿qué otra cosa podía hacer, si no? ¿Volver a La Coruña, con su familia, y convertirse en un abogado como su padre? ¿Reconocer que había perdido veinte años engañándose a sí mismo para no tener que enfrentarse a la realidad?

Como la noche en que me despedí del limbo (¡qué lejos quedaba ya!), volví a sentir la melancolía de cerrar otra etapa de mi vida para siempre en aquel momento. Sólo que ésta lo hacía yo mismo. Y voluntariamente, no como aquélla. Lo cual no me evitaba sentir una gran zozobra y hasta cierta nostalgia de unos años que iba a dejar para siempre atrás.

– ¿Otro gin-tonic?

Tomamos otro gin-tonic y otro más antes de irnos, cosa que hicimos hacia la medianoche, cuando el Gijón ya estaba a punto de cerrar. Por la calle, la gente iba y venía aprovechando la primavera y Suso y yo bajamos por Recoletos, disfrutando también de la madrugada y demorando la despedida. La fuente de la Cibeles refulgía en su glorieta como si fuera una gran postal y la ciudad entera, bajo sus luces, parecía una enorme estrella que se hubiera caído del cielo aquella noche. No era tan fea Madrid, pensé yo en ese momento, sintiendo ya por anticipado la nostalgia que imaginaba sentiría de la ciudad en la que había vivido hasta aquella noche. Como de costumbre me sucedía, mis sentimientos volvían a confrontarse.

– Haces bien -me dijo Suso-. Yo, en tu lugar, haría también lo mismo -y añadió, al ver que yo no le respondía-: Hay veces en la vida en que conviene huir de los sitios.

A nuestro lado pasaron dos chicos jóvenes, la chica con minifalda y él con el pelo rapado al cero, y me quedé mirándolos con envidia. ¡Qué no daría yo ahora por volver a ser como ellos!

No era envidia de su edad, sino de su indiferencia.

– El mundo huye de mí desde hace tiempo / Antes no lo veía o no me daba cuenta / El mundo huye de mí desde hace tiempo / como yo huyo de él desde hace años… -recitó, sin mirarme, Suso, como si me hubiera adivinado el pensamiento.

– ¿De quién es? -le pregunté yo, por aquellos versos.

– Mío -me dijo Suso, llegando ya a la Gran Vía.

Nos despedimos allí mismo, en la esquina con la calle de Alcalá. Justo en el lugar exacto desde el que Antonio López pintó la calle durante años aprovechando el amanecer (más de una vez lo vi yo, cuando volvía a casa de retirada). Ahora, en la noche, el tráfico desdibujaba la perspectiva, pero, al mirarla, comprendí por qué el pintor la eligió para plasmar la esencia de la ciudad y quién sabe si la del mundo entero. En el punto de fuga de la calle, el que formaban con sus perfiles los edificios que había más cerca, la silueta de Madrid era tan bella que la ciudad parecía un inmenso cuadro.

– ¡Bueno! -comenzó Suso la despedida-. Si te arrepientes, ya sabes dónde estoy.

– Tú también -le dije yo.

– No -me corrigió él, sonriendo-. Yo ya no sé dónde estás tú ahora.

De nuevo, Suso me dejó desconcertado. Como de costumbre, Suso volvió a dejarme sin palabras, tan acertada era su descripción de lo que yo sentía en aquel momento. Definitivamente -tenía que reconocerlo-, yo tampoco sabía dónde estaba, aunque tuviera muy claro que me quería ir de Madrid.

– Despídeme de la gente -le dije, empezando a andar.

– Lo haré -me respondió él.

Pero, hasta que lo perdí de vista, siguió mirándome caminar, como si quizá esperara que me fuera a arrepentir en el último momento.