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Tercer círculo. El Purgatorio

«El camino más desierto, el más áspero entre Lerici y Turbia, es, comparado con aquél, una cuesta suave y ancha.»

Dante Alighieri

La Divina Comedia, Canto XXXVII

I

Fue como si me hubiera muerto. Como si de repente el mundo se hubiese detenido y dejase de girar en torno a mí.

Como cuando te sumerges en el mar o bajo el agua de un estanque, un gran silencio me rodeó y una sensación de paz sustituyó al ruido de la ciudad y al de la gente que día y noche zumbaba a mi alrededor. Era como si de pronto un nuevo orden viniera a suplir a aquél, un lenguaje diferente y más pausado que nombraba las cosas y a las personas de una manera distinta. Y eso que, todo el verano, el pueblo se llenó, como es costumbre, de madrileños ansiosos por disfrutar de la paz del campo, sin saber que ésta se basa precisamente en su lejanía.

Cuando se fueron, cuando por fin el otoño los devolvió a Madrid y a sus ambiciones y el pueblo recuperó la calma que había perdido durante algunos meses, fue cuando de verdad empecé a vivir la experiencia de estar fuera del mundo. Tras los días del verano y su ficción, la paz volvió a Miraflores, especialmente a las colonias de chalets que rodean el pueblo. La mía, que era de las más antiguas, se quedó casi vacía. La mayoría de los chalets pertenecían a las familias de siempre y éstas preferían ya otros lugares de veraneo, por lo que algunos ni siquiera se ocuparon unos días en verano. Solamente cuatro o cinco cuyos dueños vivían permanentemente en ellos (eran ya gente del pueblo) continuaron abiertos y con las luces encendidas por las noches cuando el otoño llegó a la sierra.

Fue una sensación extraña. Tras el ruido interminable del verano, que en mi caso se sumaba al que yo traía de Madrid, un silencio maduro y amarillo cayó sobre la colonia, al tiempo que los jardines comenzaban a amarillear o a volverse rojos, dependiendo de los árboles y arbustos que los poblaban desde hacía décadas. Porque todos eran ya bastante antiguos, venerables castaños y cipreses plantados antes de la guerra, cuyas huellas muchos de ellos conservaban todavía entre sus ramas. Y es que toda aquella zona, según me contó un vecino, había sido frente un tiempo, cuando las tropas de Franco cruzaron el Guadarrama.

Pero ahora aquella guerra quedaba ya muy lejos de la sierra y de aquel pueblo. Tan lejos como Madrid, cuyo zumbido sonaba ya en sordina en mis oídos, aplastado por la paz de aquel otoño y borrado por los trinos de los pájaros serranos. Que eran los dueños de los jardines ahora, a falta de gente que los molestara.

En el mío, por ejemplo, vivían cientos de ellos. Amparados en la paz de su abandono, que yo apenas arreglé más que lo imprescindible (me gustaba verlo así: casi salvaje), cantaban día y noche sin cesar, como recuerdo hacían también en el jardín de la plaza de las Salesas. Pero allí apenas se los oía. Había que ponerse a escucharlos expresamente para distinguir sus trinos entre el ruido de los coches y las motos que circulaban continuamente en torno a la plaza; justo todo lo contrario de lo que ocurría en la sierra, donde, aunque quisieras dejar de oírlos, seguías oyendo sus trinos, como sucedía en Madrid con el ruido de los coches y las motos.

Y lo mismo pasaba con los árboles. Agitados por la brisa o sacudidos por el viento que bajaba algunos días de la sierra, su sonido era tan dulce como el de los propios pájaros. Por eso no molestaba. Al contrario, hasta se agradecía a veces, tan rotundo era el silencio en la colonia y en el pueblo. Especialmente por las noches, que era cuando yo pintaba.

Solía hacerlo hasta tarde. En la galería de arriba, una habitación enorme que en su origen había sido de los niños (en el tiempo en que los hubo) y que yo convertí en estudio por su tamaño y su buena luz. Aparte de dar al norte, que siempre es la luz más pura, tenía una galería que la tamizaba un poco.

Por el día, dormía hasta muy tarde. Apenas conocía a nadie, ni tenía interés en hacerlo, al menos por el momento, y como solía acostarme de madrugada, aprovechaba el día para dormir, a veces hasta ya bien entrado el mediodía. Luego, comía cualquier cosa (a esa hora, como es lógico, apenas tenía apetito) y me sentaba a leer un rato debajo de los cipreses o me ponía a limpiar la casa. En verano ni siquiera salía apenas de ésta. Solamente para hacer alguna compra o para perderme por los pinares de alrededor. No quería encontrarme con la gente, y menos con los veraneantes. Al contrario: huía de ellos como de la misma peste. Pero, cuando éstos se fueron, a partir del mes de agosto y, sobre todo, ya en septiembre y en octubre, comencé a frecuentar los bares y a los vecinos de Miraflores, intuyendo que éstos nada tenían que ver con los madrileños, que hacían de su presencia una continua muestra de ostentación. Justo aquello de lo que yo venía huyendo, más que de Madrid en sí.

Y es que Madrid seguía dentro de mí, por más que yo la hubiese abandonado hacía ya meses. Tantos años recorriéndola, tanto tiempo habitándola y viviéndola, que son dos cosas distintas por más que a más de uno le parezca que es lo mismo, que difícilmente podía olvidarme de ella, aunque de ninguna forma quería volver a necesitarla. Al menos por el momento.

Había quedado cansado. Como cuando, después de comer, uno queda harto de todo, incluso siente náuseas y ganas de vomitar, de tanto como ha comido, así había quedado yo de Madrid y de la vida que había llevado aquellos últimos años. Por eso necesitaba tanto de aquel silencio, de aquella paz que la sierra, con su otoño melancólico y brumoso, depositaba como una sábana sobre mi corazón cansado.

Las tardes eran casi una medicina. Más cortas que en el verano, pero más delicadas y serenas, se llenaban de olores y de sonidos que quizá habían estado siempre presentes, pero que sólo ahora percibía: el olor del espliego y el del tomillo, el de los piñones rotos, el de la fruta que se pudría, sin nadie que la cogiera, en algunos árboles. Sólo el olor a humo de leña que, cuando hacía más frío, llegaba al atardecer desde las aldeas era extraño y novedoso para mí, aquel primer otoño en Miraflores. Me recordaba al del pueblo de mis abuelos, pero, a la vez, era diferente. El de mis abuelos olía a eucalipto, que era la leña que allí quemaban habitualmente, y el de Miraflores olía a encina, que era mucho más compacto, incluso para el olfato.

Me gustaba sentirlo al volver a casa. Cuando, al atardecer, regresaba de mis paseos, que daba siempre solo hasta que apareció Lutero, me invadía de repente al llegar cerca del pueblo, haciéndome aún más amable y grata la vuelta a él. Porque en mi casa ardía la misma leña. Aunque tenía calefacción (antigua y ya poco práctica: se alimentaba a base de carbón), me gustaba encender la chimenea, más que nada por el olor a encina que desprendía.

Es verdad que la lumbre acompaña a veces tanto como las personas. Lo comprendí aquel otoño y los que le sucedieron, que fueron tres en total, junto con sus inviernos. Cuando caía la noche y la gente se encerraba en sus casas y chalets a ver la televisión hasta el momento de irse a dormir, en la mía sólo la chimenea me hacía compañía entonces, puesto que ni siquiera tenía televisión. Ni quería tenerla por el momento. Decidido a cortar con todo, ni siquiera leía el periódico, salvo de tarde en tarde en el bar, cuando iba a tomar café. Me daba igual lo que sucediera. Así que la chimenea, con su lengua misteriosa y radical, con su llama siempre idéntica y cambiante, se convirtió en mi única compañía, junto con mis pensamientos y con la música que sonaba día y noche en el tocadiscos.

Sonaba mientras pintaba, mientras leía en la galería, mientras, después de comer, me tumbaba a dormir la siesta bajo un ciprés del jardín, o en el sofá del salón de abajo, las tardes que ya hacía frío. Solía poner canciones de los sesenta y, por la noche, música clásica. Aquéllas me transportaban lejos del tiempo en que ahora vivía y ésta me acompañaba, mientras pintaba durante horas, sin molestar a mis pensamientos. Al contrario, conduciéndolos a veces con la suavidad de un ángel por caminos invisibles para el ojo e inaccesibles para mi imaginación. Desde entonces, siempre la escucho mientras trabajo, aunque a veces ponga la radio, cuando me siento más solo o triste de lo normal.

Pero, en aquel otoño, el primero que pasaba en Miraflores, me sentía más fuerte y feliz que nunca. Convencido de que había hecho lo que debía, lo mejor para mí y para mi obra, me sentía feliz en mi soledad, que veía como un regalo y no como un castigo, como hasta entonces. Todavía no conocía el verdadero poder de erosión de aquélla, ni el cansancio que el silencio produce a veces en las personas. Al contrario, creía que ambos eran para mí entonces, además de un privilegio, una fuente de energía para mi trabajo como pintor. Lo confirmaba la intensidad con la que pintaba ahora y la propia producción, que desde que vivía en la sierra había aumentado sustancialmente. Cuando antes necesitaba un mes o dos para cada cuadro, ahora me bastaba con la mitad de ese tiempo. No es extraño, por ello, que aquel año pintara más que los anteriores, cosa que me permitió, incluso, cuando los llevé a Madrid, cumplir con todos los compromisos que había adquirido, tanto con la galería como con particulares.

II

El invierno fue más duro, pero lo pasé también. Se me hizo largo al final, pero logré pasar, si bien el frío y la oscuridad me hicieron tomar conciencia de cuán largo es el invierno y qué duro es en los pueblos de la sierra.

No es que no lo supiera ya. Al contrario, lo sabía desde que, cuando era pequeño, acudía con mis padres al pueblo de mis abuelos por Navidad y veía con cuánto esfuerzo la gente sobrevivía a una climatología adversa. Porque una cosa es el verano, cuando la naturaleza es bella y los días parecen no terminarse nunca, y otra distinta el invierno, cuando a la melancolía y al silencio del otoño se unen el frío y la nieve y las noches se dilatan hasta hacerse interminables. Largas noches invernales que comienzan casi a las seis y que se extienden como una negra sábana sobre los montes y los caminos, haciéndolos todavía más solitarios y misteriosos. Solamente las luces de los pueblos, como luciérnagas en la oscuridad, se veían desde la galería en dirección a Madrid y a la tierra llana.

Yo echaba leña a la chimenea, pero ésta no acababa de calentar del todo la casa. Era como si el frío ambiente estuviera agarrado a ella, como si la oscuridad de fuera penetrara por su boca como el lobo de los cuentos, trayendo todo el temblor de la sierra. A través de las ventanas, yo miraba los árboles desnudos y su sola visión me daba frío. Porque era un frío tangible, un frío blanco y compacto que emanaba de la tierra y de los troncos de los árboles y trepaba por la casa como la hiedra en la primavera. Por eso era tan difícil conseguir librarse de él. Por eso y porque, en mi caso, el frío estaba dentro de mí también, puesto que estaba solo, completamente solo en aquel chalet.

Al principio, ya digo, la soledad no sólo no me asustaba, sino que la consideraba casi un privilegio. ¡Tanto tiempo sin poder estar a solas más que cuando dormía! Pero, en invierno, cuando comenzó a hacer frío, la soledad comenzó a pesarme. Tantas horas en silencio, con la oscuridad fuera, sin ver a nadie ni hablar con nadie, salvo el hombre de la tienda o el panadero, me empezaron a pesar y a erosionarme, ligeramente al principio y luego ya con intensidad. Porque, durante muchos días, ni siquiera podía pasear como hasta entonces. Aquellos largos paseos entre los pinos que tanto me consolaban y me gustaba dar al principio se convirtieron en el invierno en auténticas odiseas. Especialmente cuando llovía y los montes y caminos se embarraban por completo durante días e incluso meses.

Cuando nevaba, en cambio, era incluso hasta agradable poder pasear por ellos. Provisto de buenas botas y abrigado hasta las cejas (el viento cortaba el aire y hasta la respiración a veces), caminar sobre la nieve era un ejercicio lleno de sensaciones; sobre todo cuando aquélla estaba virgen, por reciente o por inaccesible. La de la carretera, en cambio, en seguida se volvía un barrizal a causa de los turistas que venían con sus hijos a deslizarse por ella con sus trineos, cosa que hacían continuamente y por todas partes. En esos días, yo me escondía en mi casa. Como me ocurría en verano, no quería verlos ni oírlos hablar de sus ilusiones y sus problemas, tan anodinos.

Con los vecinos de Miraflores, por el contrario, me gustaba charlar a veces. Con algunos de ellos al menos. En los bares de la plaza, donde se congregaban a todas horas, especialmente los jubilados, o por los campos de alrededor, cuando me los encontraba en el curso de mis paseos, me gustaba hablar con ellos, sobre todo con los que habían vivido siempre en el pueblo. Porque eran los más interesantes. Los otros, los que habían emigrado y vuelto o los que trabajaban fuera, en Madrid, estaban contaminados por la forma de vida de la ciudad y me interesaban menos.

Sobre todo había un par de ellos con los que me gustaba hablar. Uno era el panadero, al que veía prácticamente todos los días, y otro era José Luis, uno de los ganaderos que todavía quedaban en Miraflores. Tenía más de cien vacas que pastaban libremente por el monte todo el año. Tanto uno como otro en seguida trabaron relación conmigo. Aun sin saber qué hacía yo en Miraflores, ni por qué me había ido a vivir allí, trabaron cierta relación conmigo, relación que iba más allá de las simples palabras de cortesía o de saludo de los demás vecinos.

Ni uno ni otro me preguntaron nunca a qué me dedicaba ni de qué vivía realmente. Al contrario que muchos de sus vecinos, que comentaban distintas cosas de mí (ninguna de ellas muy positiva, por cierto), ni el panadero ni José Luis me preguntaron nunca qué hacía en su pueblo ni a qué me dedicaba, si es qué me dedicaba a algo. Los dos debían de pensar que, si yo hubiese querido que lo supieran, ya se lo habría dicho hacía tiempo. Así que se limitaban a hablarme de ellos, y de la historia de Miraflores, que era lo que yo quería. Gracias a José Luis, por ejemplo, supe la del chalet en el que vivía, que era más larga de lo que cabía pensar.

Al parecer, aquella colonia, como llamaban en Miraflores a los chalets de la carretera que lleva al puerto de La Morcuera, la habían construido familias adineradas de Madrid en los años de la República. Cuando comenzó la guerra, la mayoría de ellas huyeron y los chalets fueron requisados, sirviendo de hospitales de sangre a los soldados que defendían la sierra del Guadarrama por aquel lado. Por fin, cuando terminó la guerra, los chalets revirtieron a sus antiguos dueños -los que habían sido afines al bando vencedor, que eran la mayoría de ellos-, mientras que los de los que pertenecían al bando republicano fueron tomados como botín y entregados a personas que habían destacado en su colaboración con el nuevo régimen. El mío fue uno de ellos. Su actual dueña, me dijo el panadero cuando ya nos conocíamos un poco, era la hija de un militar franquista que se adueñó del chalet en aquel entonces, aprovechando que sus dueños se habían exiliado en Francia.

El descubrimiento de aquella historia (que se completaría pronto con la del propio pueblo) me hizo pensar en lo desconocida que es muchas veces la de los sitios en que vivimos. Pasamos en un piso varios años, nos mudamos de casa y cambiamos de una a otra varias veces sin saber quién vivió allí antes que nosotros ni qué cosas sucedieron en el lugar en que ahora dormimos o en el cuarto en el que trabajamos. Yo mismo, si recordaba las casas en las que había vivido, no podía contar nada de ellas, salvo sus características físicas y arquitectónicas, excepción hecha de la de mis abuelos de Asturias, que, como el chalet en que ahora vivía, también estaba llena de historias de la guerra. Las demás, incluida la de mis padres, en Gijón, donde pasé mi infancia y mi adolescencia, no eran más que unas paredes mejor o peor pintadas y unas habitaciones más grandes o más pequeñas, pero habitaciones al fin y al cabo.

Ahora sabía, sin embargo, que las casas tienen su historia. Como nosotros. Y que, a veces, esa historia planea largamente sobre ellas, como le sucedía al chalet en que yo vivía desde que dejé Madrid. Aunque algo ya había imaginado por mi cuenta. Tanto tiempo vacío y sin abrirse, tan grande y sobrio a la vez, todo me hacía pensar en cómo serían sus dueños, que suponía habrían de ser los descendientes de los que lo construyeron en los años treinta. Seguramente serían, pensaba cuando llegué, una familia de ricachones a los que les sobrarían las casas como ésa (por eso no venían nunca) o, al contrario, una familia venida a menos que apenas si podía ya mantener sus gastos. Por eso me lo habría alquilado a mí, entre otras muchas razones. Pero lo que nunca se me había ocurrido era pensar que su dueña (a la que nunca había visto ni vería) lo fuera por apropiación injusta, por mucho que figurara a su nombre en los documentos.

De los antiguos dueños, en cambio, José Luis no recordaba ya nada. Le sonaba que eran médicos, pero no podía asegurarlo. ¡Había pasado ya tanto tiempo! Lo único que sabía, como otra gente del pueblo, es que nunca volvieron por Miraflores, lo que les hacía pensar que habrían muerto. O que seguían viviendo en Francia.

Pero ¿y sus hijos? ¿Qué habría sido de aquellos niños que un día jugaron en la galería, la que yo utilizaba ahora para pintar? ¿Vivirían o habrían muerto también? Y, si vivían, ¿por qué no habían vuelto a reclamar lo que era suyo, como habían hecho otros a raíz de la muerte del dictador? Estas preguntas y otras me hacía yo aquel invierno mientras pintaba en la noche acompañado solamente por la música o la radio y por el viento que batía fuera contra las ramas de los cipreses. La chimenea crepitaba en el salón y la calefacción caldeaba a duras penas la casa, pero el frío se colaba por todas las rendijas como si fuera un fantasma helado. Un fantasma que venía a despertar a los de dentro, aquellos que habitaron el chalet mientras permaneció cerrado y que ahora volvían a revivir, aunque yo no los viera nunca. La primera vez que vino Suso me lo dijo: todas las casas tienen secretos; somos nosotros los que les damos vida.

Me gustó aquella idea de Suso, aunque sin duda la improvisó, como de costumbre. Me gustó aquella idea de Suso de que la casa tuviera sus fantasmas hibernados o dormidos desde siempre y que fuera yo, al habitarla, el que les diera vida de nuevo. No es que creyera que los fantasmas existían de verdad; es que me habría gustado que existieran. Así sabría, entre otras muchas cosas, lo que había pasado con los primitivos dueños, y dónde estaban ahora, y si se acordarían todavía de ella. Y lo mismo respecto de los que la usurparon: ¿qué habría sido del coronel franquista? ¿Cómo sería su hija? ¿Por qué habría abandonado la casa durante tanto tiempo?

A la historia de la casa se unió la de Miraflores. Me la contó el panadero, que estaba muy orgulloso de haber nacido en el pueblo. Era la misma historia de todos los de la sierra, pero a aquél le parecía de lo más original. Sobre todo cuando contaba cómo el pueblo había pasado de ser un centro de ganaderos que llevaban cada día la leche hasta Madrid para venderla en casa o en las vaquerías a ser la capital del veraneo madrileño en la posguerra. Algo que yo comprendía que a sus vecinos les pareciera digno de orgullo, y aun de satisfacción y felicidad, puesto que para ellos la influencia de Madrid era vital. No en vano seguían viviendo de sus vecinos, como sus antepasados cuando iban a vender leche.

Para mí, en cambio, que venía huyendo de Madrid, ésta era un simple brillo en la noche, un resplandor tembloroso, un ruido sordo y lejano que, aunque inaudible desde la sierra, seguía sonando en mis oídos a pesar de los meses que llevaba ya viviendo lejos de ella. Pronto haría un año, aunque me pareciera menos.

III

De lo que allí ocurría, de hecho, apenas sabía ya nada. Solamente las noticias que leía en el periódico (o escuchaba por la radio algunas noches) y las que me traían mis amigos cuando venían a verme de tarde en tarde. Pocos, puesto que pocos eran los que sabían dónde había ido a vivir.

El que más venía era Suso. Vino, primero, por el verano, para ver cómo era el chalet, y volvió luego por el invierno, para ver si seguía vivo, según dijo. Le pareció un buen sitio para pintar, pero demasiado aislado. Él sería incapaz, me dijo, de vivir más de un mes en aquel lugar.

Vino también una vez Corine, la dueña de la galería. Con David, su nuevo amante, mucho más joven que ella. Estuvieron viendo la obra que había pintado en aquellos meses. Era lo único que les interesaba. De hecho, ni siquiera les invité a quedarse, como hacía con todos mis amigos. Con Rosa Ramos, por ejemplo, con la que terminé acostándome el día en que vino a verme.

Nunca lo habría imaginado. La conocía desde hacía años, desde que llegué a Madrid (ella acababa de llegar también por entonces), y durante mucho tiempo compartimos pisos y amigos, además de otras muchas cosas. Principalmente nuestro trabajo, puesto que éramos los dos únicos pintores de aquel grupo. Pero nunca se me pasó por la imaginación siquiera que me llegaría a acostar con ella. Primero, porque, al principio, cuando podía haber ocurrido, los dos teníamos ya pareja y, después, porque los dos nos habíamos hecho ya tan amigos que cualquier otra relación nos habría parecido casi un incesto. Pero, el día en que vino a verme, las circunstancias propiciaron aquel encuentro. Me debió de ver tan solo que quizá se apiadó de mi.

En realidad, era lo único que yo echaba de menos de Madrid: el sexo. En Miraflores, las posibilidades de acceder a él eran tan remotas que ni siquiera me las planteaba. Prefería dejarlo para cuando iba a Madrid, cosa que hacía cada vez menos.

Y es que bajar a Madrid me producía una sensación muy rara. Por una parte, me apetecía, más que nada por ver a los amigos como Suso, pero, por otra, me recordaba la sensación de hastío y de aburrimiento que me había llevado a marcharme. Así que mis visitas solían ser muy rápidas. Pasaba por La Mandrágora para dejar los cuadros que había pintado desde la última, veía a algún amigo y alguna exposición que hubiese en aquel momento y en seguida regresaba a Miraflores, habitualmente en el mismo día. Aunque, a veces, ya al final, me quedaba en casa de alguna amiga que todavía estuviera dispuesta a compartir conmigo su cama y su soledad. María Luisa, por ejemplo, o Bárbara, la francesa.

Pero prefería que fueran ellas las que subieran a verme a mí. Prefería que subieran y se quedaran allí unos días, para no sentirme tan solo como me sentía a veces. Especialmente por las noches, cuando no podía pintar.

Porque, cuando me sentía muy solo, me costaba mucho pintar. Me ponía frente al lienzo, con la música o la radio encendidas como siempre, pero el silencio que había fuera se superponía a ellas. Entonces, yo me asomaba a la galería y miraba los chalets que tenía enfrente, todos cerrados o abandonados como en el resto de las colonias, y me invadía la sensación de estar también cerrado y olvidado para el mundo, como ellos. Y en cierto modo lo estaba. Después de casi un año viviendo en aquel lugar, después de un largo invierno de aislamiento y soledad casi completos (el primero que pasaba de esa forma), después de tanto silencio y de tantas noches pintando, sentía que todo aquello comenzaba ya a pesarme levemente. El entusiasmo de los primeros meses había desaparecido y, en su lugar, quedaba ahora una costumbre que se convertía en rutina, como siempre sucede en esos casos. Por eso, algunas noches, cuando me ponía a pintar, la soledad y el silencio, más que ayudarme a ello, se convertían en dos puñales que se clavaban en mi cabeza.

Esas noches, que al principio fueron pocas, pero que, el segundo invierno, comenzaron ya a repetirse, era cuando echaba en falta la compañía de aquellas mujeres que, cuando vivía en Madrid, estaban siempre dispuestas a compartir conmigo su soledad. Pero ahora lo tenía más difícil para verlas. Sobre el mapa, Miraflores estaba cerca de Madrid, pero sobre el terreno aquella distancia se multiplicaba por cuatro o cinco. Me pasaba a mí mismo, que cada vez me sentía más lejos, cuánto más a mis amigos, que seguían viviendo como yo antes y sólo concebían salir de la ciudad un par de veces, una en invierno, para ver y pisar la nieve, y otra en verano, para pasar un día de campo. Un día de campo que normalmente consistía en comer en cualquier pueblo o restaurante de la sierra, dar un paseo por sus alrededores y volver a Madrid a toda prisa para no verse sorprendidos por el atasco de los domingueros.

Yo pensaba que ahora, con mi presencia en la sierra, esa actitud cambiaría y su tradicional resistencia a dejar Madrid se quebraría y vendrían a verme. Pero ni mucho menos ocurrió de esa manera. Ni siquiera al principio, cuando la novedad de mi decisión podía haberles hecho interesarse un poco, más que por mí, por conocer el sitio en que ahora vivía. La mayoría ni siquiera vinieron a conocerlo, cosa que en un principio no me importó (al contrario, casi hasta lo agradecí), pero que, a medida que fue pasando el tiempo y la soledad empezó a pesarme, lo tomé como una traición. Sobre todo en el caso de aquellos que, como Luca, mientras yo vivía en Madrid, estaban siempre en mi casa. Y lo mismo podía decir de aquellas mujeres que me perseguían a todas horas cuando yo vivía en la ciudad.

Fue irme de Madrid y olvidarse de mí justo al instante. Cierto que algunas de ellas me siguieron llamando durante un tiempo, sin saber que me había ido o sin acabar de creer del todo que fuera cierto, y que a alguna seguí viéndola y tratándola cuando bajaba a Madrid de visita. Pero la mayoría desaparecieron, interesadas más ya por otros. Con mi huida a Miraflores, yo había dado, al parecer, una impresión de debilidad que a mucha gente le decepcionó. Se ha hecho mayor, comentaron, cuando supieron que me había ido.

Como es lógico, a mí me importó muy poco lo que de mí pudiera decir la gente. Nunca me había importado, así que menos me iba a afectar ahora. Estaba ya tan harto de Madrid, estaba tan cansado de la vida que había llevado durante años que me daba lo mismo todo lo que de mí pudiera decir o pensar la gente. Pero ahora, que empezaba a sentirme un poco solo, ahora que algunas noches la soledad comenzaba a pesarme ya hasta el punto de que a veces impedía hasta pintar, necesitaba saber que seguía teniendo amigos, cosa que ya comenzaba a poner en duda. Por eso aquellas visitas que, en los primeros tiempos, me resultaban indiferentes, ahora se habían convertido en una necesidad para mí.

Pero, cuanto más las necesitaba, en menor número se producían. Cuantas más señales enviaba de que cualquier visita sería bien recibida, menos respuestas recibía, de quienes más las esperaba y deseaba por lo menos. Como si de repente me hubiese convertido en un fantasma, en un nombre sin un cuerpo detrás, la gente se empezó a olvidar de mí, como, por otra parte, si soy sincero, yo ya esperaba. Fue cuando comprendí que mi decisión, aquella decisión tan radical que tomé en un momento muy concreto de mi vida, era más dura de lo que yo pensaba y me iba a exigir más fuerzas de las que quizá tenía. Porque aquel retiro en la sierra no era una vuelta al limbo, como creí. Aquel retiro en la sierra, en aquel viejo chalet que se asomaba al puerto de La Morcuera y al Guadarrama, no era un remanso de paz, como también creía al principio (y como seguían pensando quizá algunos de mis amigos, que sólo lo conocían de visita), sino un duro purgatorio personal. Un purgatorio interior seguramente necesario para llegar a alcanzar el cielo, pero que, de momento al menos, se parecía más al infierno que al paraíso, aunque, desde fuera, seguramente, la mayoría de mis amigos lo vieran justo al revés.

IV

Y es que, mientras yo seguía allí solo, mientras yo luchaba a solas contra el frío y los fantasmas por la noche y por el día dormía o paseaba durante horas (desde hacía ya algún tiempo, en compañía de Lutero, el perro que muy pronto será tuyo también), mi nombre seguía sonando y mi popularidad creciendo entre los aficionados a la pintura y al arte de toda España. Ahora, incluso, más que antes, merced al alejamiento en el que vivía y al misterio que me daba, al parecer, mi retiro voluntario en Miraflores.

Es cierto que la distancia contribuye a adornar la imagen y hasta la obra de los que se alejan. A mí me sucedió en aquella época, aunque yo no lo buscara de propósito. Al revés, si algo buscaba era la paz que necesitaba para poder vivir y pintar tranquilo. Después de años viviendo en el centro del volcán de la ciudad, después de años pintando como si fuera la última vez que lo hacía, después, en fin, de todo aquel tiempo en el que mi pintura y mi vida se empujaban una a otra, incluso en sentido opuesto, yo lo que buscaba ahora era la paz de la adolescencia, cuando pintaba sin pensar que alguien iba a analizar lo que pintaba y mucho menos a criticarlo. Algo que deseé cuando no lo tuve, pero que, cuando lo tuve, me comenzó a pesar, como pasa siempre.

Pero, aunque encontré la paz (al menos, el primer año), mi retiro en Miraflores produjo un segundo efecto con el que yo no había contado al irme a vivir allí. Y ese efecto no fue otro que el de darme una aureola de misterio que derivaba precisamente de mi silencio y que fue en aumento con el tiempo, pese a que yo tardé en percibirlo. Porque, encerrado en aquel pueblo de la sierra, sin ver a nadie ni hablar casi con nadie, lo que de mí decía la prensa era algo en lo que yo ni siquiera pensaba entonces. Cierto que algo sabía por mis amigos, los que venían a verme y los que veía yo cuando bajaba a Madrid, pero, por lo general, vivía ajeno por completo a lo que de mí decían los periódicos y las revistas especializadas. Que, por otra parte, siempre necesitan algo que anime un poco sus reportajes. Yo me convertí, por ello, en un pintor especial. No por lo que pintaba, que era lo mismo de siempre (quizá un poco más abstracto últimamente), sino por aquel misterio que, al parecer, le daba a mi obra mi retiro voluntario y mi huida de Madrid. Quien más, quien menos, todos veían en ellos una intención estratégica, si no ideológica y hasta simbólica, que cada uno interpretaba a su voluntad. Según unos, se trataba de una huida hacia delante, hacia la pintura pura que, al parecer, todo artista busca y, según otros, era un retorno al pasado, hacia el arte como expresión primigenia y, por lo tanto, incontaminada. Para unos, mi retiro en Miraflores era un reto personal que yo mismo me había impuesto y que difícilmente podría cumplir (estaba demasiado acostumbrado a la ciudad, consideraban) y, para otros, era un fracaso, una reacción freudiana que delataba, entre otros problemas, mi inconsistencia y mi inmadurez. El caso es que todo el mundo tenía una interpretación que dar a mi decisión de dejar Madrid.

El único que no la tenía era yo precisamente. Desconcertado por todo aquello que de mí decían los periódicos, desgastado por el peso de mi primer invierno en la sierra, que fue largo y muy oscuro, como he dicho, yo era el único, parece, que desconocía mis intenciones tanto al abandonar Madrid como al perseverar en mi decisión. Porque pasaban los meses y yo seguía en la sierra. Se acercaba ya el verano, el segundo que pasaba en Miraflores (el anterior ni siquiera había ido a Gijón), y yo seguía en mi sitio, aferrado a mi pintura y a Lutero, que era mi compañero de purgatorio desde hacía meses. Lo había adoptado en la primavera, cuando apareció por casa buscando algo que comer (lo debían de haber abandonado en los pinares), y se quedó conmigo para siempre, aunque tardó en aceptarme como su dueño. Seguramente esperaba que volviera todavía el anterior, aquel que lo abandonó o que lo perdió, quién sabe. El caso es que Lutero, como lo bauticé por segunda vez a falta de saber su nombre auténtico, tardó tiempo en aceptarme como dueño y, cuando por fin lo hizo, lo hizo marcando distancias. Se veía que era un perro con carácter, pese a que, como yo, estuviera solo en aquel lugar.

La soledad nos unió, por tanto. La soledad me unió a aquel perrillo de la misma manera en que a él a mí y de la misma forma en que, hacía ya años, a mí me unió a aquellos jóvenes que, como yo, llegaban a Madrid procedentes cada uno de una ciudad diferente, decididos a conquistar el cielo.

Ahora, yo no quería otro cielo que la tranquilidad que me permitiera poder vivir y pintar en paz. Pero, desgraciadamente, las dos cosas a la vez son imposibles. Ya lo había intuido el primer año, cuando recalé en la sierra, pero cada vez me daba más cuenta. Sobre todo a medida que el buen tiempo y el verano se acercaban y, con él, la vida a la sierra: vivir y pintar en paz es imposible a la vez. Es la eterna paradoja del artista que yo ya había conocido cuando vivía con Julia y con Eva y que se venía a sumar a otras paradojas que también conocía desde hacía mucho: la que enfrenta la libertad con la seguridad, la que confronta el amor y la independencia, la que antepone la soledad a la compañía y al revés… Pero todo eso lo había experimentado en circunstancias completamente distintas a las de ahora. La desazón de la soledad la había vivido estando con gente, la de la pérdida del amor cuando ya comenzaba otro, la de la precariedad del tiempo sumido en plena vorágine. Ahora, en cambio, por primera vez en mi vida, vivía esas paradojas sin tener nadie a mi lado. Solamente aquel perrillo que me observaba durante horas mientras pintaba en la galería con ese gesto aburrido de quien piensa que estás loco o que acabarás estándolo como sigas haciendo mucho tiempo lo que haces.

Si lo pensaba en verdad, Lutero estaba en lo cierto. Si aquel perro pensaba que mi vida no tenía ningún sentido, allí solo en aquel pueblo y pintando sin cesar, se adelantaba a las convicciones que yo tardaría aún tiempo en descubrir por mi propia cuenta. Y es que, como ocurre, dicen, con las tormentas, que los perros barruntan siempre antes que los hombres, o con la muerte, que olfatean con horas, incluso días, de antelación, Lucero estaba ya anticipándose, si es que de verdad lo hacía, a mis propias convicciones personales. Convicciones que yo tardaría aún un tiempo en aceptar y asumir del todo, por cuanto aquel verano todavía tenía fuerzas para apechar con la soledad.

El problema vino a partir del siguiente invierno. Fue parecido al del primer año, aunque nevara bastante menos, pero yo ya no era el mismo de cuando llegué a la sierra. Aunque seguía convencido de que mi decisión de dejar Madrid había sido la mejor y pensaba mantenerla todavía mucho tiempo, yo ya no era el del principio, cuando llegué a Miraflores buscando un lugar tranquilo en el que poder vivir y pintar en paz. Un año de soledad, de alejamiento de mis amigos, de silencio y abandono generales había minado mis fuerzas y me había hecho entrever que el paso que había dado era más serio de lo que yo creía. Por eso ahora, a las puertas de otro invierno largo y frío, con otro largo rosario de semanas y de meses por delante, comenzaba a entender que aquél, por más que fuera buscado, exigía más fuerzas para afrontarlo de las que quizá yo tenía ya. Las que yo tenía al llegar me las daban más el miedo y la necesidad de huir de mi antigua vida que las verdaderas ganas de vivir en aquel lugar. Y ésas se terminan pronto, como el rencor o como la ira, al revés que las que nacen de la auténtica convicción.

Por eso, aquel invierno, al revés que el anterior, que me pareció hasta hermoso, al margen de que fuera frío y largo como todos, se me presentó de golpe y cayó sobre mi como una losa tan difícil como el tiempo de aguantar sin nadie al lado y tan gris como las nieblas que volvían a caer sobre la sierra. Esas nieblas invisibles y cerradas, como guedejas de lana de un gran rebaño prehistórico, que se agarran a los montes y a las ramas de los pinos y que parece que no van a levantarse ya nunca más.

V

Como yo muchas mañanas. En especial las del mes de enero, que me parecían más frías aún que las de diciembre.

Era a la vuelta de las Navidades, al regreso del viaje que hice a Gijón para pasarlas, como hacía siempre, con mi familia; es decir: con mi madre y con las de mis hermanos. Que se habían casado ya y tenían varios hijos cada uno.

Como siempre, volví de allí muy confuso. Por una parte, es verdad, me gustaba volver a verlos, sobre todo a mi madre, que ya empezaba a ser vieja, pero, por otra, cada visita me suponía una decepción por cuanto el tiempo, que es implacable, me hacía sentir cada vez más lejos de ellos, especialmente de mis hermanos, que, como mis amigos, tenían sus propias familias y ya no eran tan libres para quedar conmigo como quisieran. Al contrario: a algunos de aquéllos ni siquiera pude verlos, puesto que estaban pasando las Navidades con las familias de sus mujeres fuera de Asturias.

Volví, pues, un tanto triste, con la impresión de ser cada vez más extraño en mi ciudad. Una ciudad que seguía cambiando y que cada vez sentía más ajena. ¿Sería verdad aquello que leí alguna vez de que, en la tierra de nuestra infancia, todos somos extranjeros sin remedio?

Yo lo era ya en todas partes. En Gijón, donde apenas me quedaba algún amigo, y en Oviedo, porque de mi época de estudiante no quedaba ya nadie conocido. En Madrid, porque, desde que me fui a vivir a la sierra, la gente empezó a olvidarme, y en Miraflores, porque nunca me integré, ni lo intenté, en la vida de sus vecinos. Así que era un forastero en todos los sitios: en el que vivía ahora y en los que había dejado atrás; en los que había vivido más tiempo y en los que había vivido menos, como en Oviedo. Incluso me atrevería a decir que, a más tiempo, más sensación de ser extraño tenía. Es esa sensación de estar de paso que tiene más que ver con la percepción que con la naturaleza propia o de los lugares.

En mi caso, estaba claro. En Gijón me sentía un extraño más por lo que había vivido que por lo que había dejado al marchar de allí. En Oviedo, por la erosión del paso del tiempo. Y en Madrid, que era donde había vivido más tiempo (y donde, en cierta manera, seguía viviendo aún, puesto que era mi referencia a pesar de todo), porque ya estaba muy lejos de lo que podía ofrecerme, que era lo mismo que había dejado al marcharme. Pero… ¿y en Miraflores? ¿Por qué me sentía un extraño también en aquel lugar si era donde vivía desde hacía ya un año y medio?

Precisamente por eso: porque llevaba ya un año y medio viviendo en aquel lugar. Y porque, a pesar de ello, nada me unía a su gente, por más que yo creyera al principio ingenuamente lo contrario. Lo había creído al llegar, cuando me recibieron como a uno más, habituados como estaban a vivir de los madrileños, y lo seguí creyendo después, cuando, después del otoño, me empezaron a tratar de otra manera, al ver que yo no me iba. Pero todo era una falacia. Lo era el respeto con que, al principio, mis vecinos de colonia acogieron mi presencia junto a ellos (también les interesaba) y lo fue, después, la hospitalidad que derrocharon cuando supieron que no era un vecino más; que era un pintor conocido, aunque no lo pareciera por mi aspecto. Por mi parte, la mentira era también evidente. Aunque aparentara serlo, yo no era un vecino más (ni quería serlo de ningún modo) y, aunque, por educación, les diera conversación y les saludara, no tenía nada que ver con ellos. Así que, aunque lo ocultara, me sentía tan ajeno a Miraflores como cuando llegué allí por primera vez.

La sensación de ser un extraño, de estar de paso en el pueblo, en lugar de remitir fue en aumento con el tiempo. Si el primer año pensaba que alguna vez llegaría, si no a integrarme del todo, que tampoco lo quería, sí a ser un vecino más, a medida que el tiempo fue transcurriendo, comencé, al revés, a entender que siempre sería un extraño; es decir: alguien llegado de fuera y del que lo único que se espera es que no interfiera mucho en los asuntos de la comunidad. Al fin y al cabo, ¿qué son diez meses, o un año, o media docena, en la vida de un pueblo, como Miraflores, con siglos de antigüedad? Así que pronto entendí que yo allí era un forastero. Por mucho que me dijeran, por más que el panadero o mis vecinos de colonia me trataran con respeto, incluso con cierto orgullo cuando supieron que era un pintor famoso (se enteraron por la televisión), yo comprendí que era un forastero y que siempre lo sería para ellos. Aunque ése no era el problema. El problema no era que ellos, mis vecinos de colonia y aún los del pueblo, que eran más llanos, me consideraran un forastero, sino que yo me veía también así, puesto que nada tenía que ver con ellos. Que es una forma de extranjería más sutil, pero más cierta. Así que, poco a poco, asumí mi situación y, como el que se siente lejos, me fui encerrando en mí mismo, sin que aquéllos se dieran casi ni cuenta. Debían de pensar simplemente que era raro, todo el día encerrado en mi chalet, sin apenas contacto con la gente.

Además, ya sabían cuál era mi profesión. Una profesión que a ellos, como a mis padres cuando comencé a pintar, les debía de parecer cualquier cosa menos eso. Si acaso un divertimento para matar los ratos de aburrimiento, que allí, en la sierra, eran casi todos. Sobre todo en el invierno, cuando la lluvia y el frío encerraban a la gente en sus casas y en los bares, frente a la televisión o la chimenea, y yo ni siquiera salía entonces de la mía. Era cuando aquel lugar se me empezaba a caer encima, cuando los días se derretían como la nieve en la carretera y se fundían uno con otro sumiendo el mundo en un lienzo gris y a mí en una gran tristeza de la que cada vez me costaba más desembarazarme. Por eso, algunas mañanas, cuando me despertaba después de horas durmiendo, era incapaz de volver al mundo, que era una mancha apenas de niebla tras la ventana.

Esos días, ni siquiera la pintura era capaz de ponerme en pie. La que ya era mi único entretenimiento, la que constituía ahora mi única compañía junto con el fiel Lutero (al que también le costaba levantarse muchos días de su sitio: una toalla extendida junto al fuego), la única actividad que me interesaba desde hacía mucho tampoco podía ya ayudarme a superar la depresión que me producía, al despertarme cada mañana, descubrir que el invierno seguía fuera, inmóvil con una mancha tras los cristales de la galería.

La pintura esas mañanas ni siquiera me servía ya como revulsivo. La que ya era desde hacía tiempo mi única compañía y mi profesión ni siquiera me servía esas mañanas para enfrentarme otra vez a un mundo que no existía para mí. Porque ése y no otro era mi problema: saber que lo que pintaba, lo que durante horas y horas imaginaba y creaba con ayuda de un pincel y unos colores, estaba destinado a unas personas que ni siquiera llegaría a conocer. Cierto que antes, cuando vivía en Madrid, tampoco las conocía, solamente eran fantasmas que se llevaban cuando no estaba mis cuadros de la galería (o, como mucho, en mi presencia, cuando coincidía con ellas), pero, ahora, su inexistencia era ya casi absoluta, por cuanto desde la sierra yo jamás vería sus caras, ni siquiera por la calle, como entonces, sin saber ni uno ni otros quiénes éramos. Ahora lo que estaba claro es que los compradores de mi pintura, los destinatarios de mi trabajo y de mi imaginación, ya no formaban parte de mi paisaje, mientras que los que sí lo hacían nunca los comprenderían. Lo cual me producía una indiferencia que iba en aumento con cada cuadro y que hacía que aquellos días, cuando el invierno y la soledad me saludaban juntos al despertarme, no encontrara el aliciente suficiente para ponerme en pie nuevamente y continuar pintando. ¿Para qué, pensaba yo esas mañanas, levantarse y ponerse a trabajar, si el resultado iba a ir a manos de unas personas que nunca iban a saber dónde se pintó ese cuadro, ni con qué luz ni en qué circunstancias, mientras que los que lo sabían, o deberían saberlo, puesto que me veían pintar cada noche, no mostraban la menor curiosidad por saber si lo que pintaba tenía algo que ver con ellos?

VI

Y lo tenía, vaya que si lo tenía. No en la temática, que era la misma de hacía ya tiempo (aquellos frutos inmóviles y aquellos bodegones de pintor tan misteriosos), sino en el cromatismo que dominaba mis cuadros últimamente.

Y es que el color de la sierra, la gama siempre cambiante tanto del perfil del cielo como de la tierra, abajo, se había metido ya en mi paleta, que absorbía aquéllos igual que yo. Cuando yo veía, al andar, el cambio de los colores en los pinares de Miraflores o, desde el puerto de La Morcuera, hasta el que llegaba a veces para alegría de Lutero, que debía de haberse extraviado allí y seguramente pensaba que iba a volver a ver a su dueño, en las montañas que flanqueaban el río Lozoya, esos colores se iban metiendo en mi alma del mismo modo que los sonidos y los olores que me llegaban, mientras miraba aquéllos, de todas partes. Por eso aparecían cuando me ponía a pintar, surgiendo de mi paleta como si fueran una elección y no una imposición de ésta. Fue cuando comencé a comprender, después de tanto color urbano (los verdes y negros fuertes con que pintaba en Gijón y Oviedo, los azules y los rosas de mis años en Madrid), aquello que también le escuché decir a alguien alguna vez de que el alma de un pintor es su paleta. Si eso era así, y cada vez lo creía más cierto (de hecho, desde hacía años, había empezado a guardar algunas, tanto mías como de otros pintores amigos míos), mi alma estaba cambiando. Lo hacía, además, muy deprisa, sin estridencias, pero deprisa, empujada por la fuerza de mis cambios personales, sobre todo del más decisivo de todos ellos, que era el de mi residencia, y por la influencia en ella de un año y medio de silencio y soledad casi generales. Pues, si bien, durante un tiempo, algún amigo subía a verme desde Madrid, incluso alguna amiga se quedaba conmigo varios días (rompiendo así, entre otras cosas, mi involuntario ayuno sexual), poco a poco unos y otros se fueron olvidando de mi presencia en aquel chalet de la sierra. Hasta Suso, que fue el más fiel como siempre, se limitaba ya últimamente a llamarme por teléfono para ver cómo seguía, pues cada vez le daba más pereza subir a verme hasta Miraflores.

Así que la pintura era ya mi única amiga, además de mi profesión. Mi única amiga, mi única patria y hasta mi única compañía en aquellos días en los que la soledad y el frío se amalgamaban en una misma sustancia que adormecía mi alma y mi inspiración. Porque mi alma y mi inspiración eran ya la misma cosa. Sin apenas aventuras ni experiencias que contar a los demás, sin más acontecimientos que el del transcurso del propio tiempo, sin más pasiones que las vividas, mi alma y mi inspiración eran ya la misma cosa, como la nieve y el aire fuera. Ése fue el principal cambio, la principal transformación que mi pintura experimentó por aquella época. Una transformación que se reflejó, primero, en mi paleta, que pasó a estar dominada por los grises, y, luego ya, en la temática, que, aun siendo igual que la de otros tiempos, comenzó a volverse más imprecisa. No tanto en su composición como en el trazo. Aquellos frutos maduros y aquellos cielos fantásticos que dominaron mis cuadros durante algunos años fueron borrándose poco a poco, como si lloviera en ellos lo mismo que en mi interior. Porque, desde hacía ya tiempo, ésa era la sensación que tenía: que llovía en mi interior lo mismo que lo hacía fuera y que esa lluvia afectaba también a mi propia obra. De ahí que aquellas paletas, de las que conservo algunas y que te enseñaré algún día, estén llenas de blancos y de grises, como el cielo de la sierra en el invierno.

Si la paleta es el alma y el verdadero yo del pintor, como creía el autor de aquel pensamiento, yo había cambiado mucho en aquellos meses. Si la paleta es su mejor cuadro, o por lo menos el más auténtico, por irracional y puro, como también sostienen algunos, yo había cambiado más en el poco tiempo, apenas un año y medio, que llevaba viviendo en Miraflores que en los últimos diez años en Madrid. Aquel pintor estresado, aquel hombre atormentado y angustiado por su éxito que había llegado a la sierra buscando paz para su pintura era ahora un hombre aterido y lleno de soledad que era incapaz de pintar en paz. Así que la paradoja se me producía de nuevo: cuando la gente me rodeaba, cuando los periodistas me atosigaban a todas horas, en casa y fuera de ella, buscando alguna noticia o algo que poder contar, no podía pintar por eso y, ahora que estaba allí solo, no podía pintar tampoco porque la soledad me paralizaba. De ahí que aquellas mañanas, cuando me despertaba después de unas cuantas horas, a veces en el sofá en el que me había quedado dormido sin darme cuenta, y veía a través de las ventanas la niebla borrando el pueblo me costara tanto volver a la realidad y mucho más retomar el cuadro o lo que estuviera haciendo en aquel momento.

Por fortuna para mí, volvió a llegar el buen tiempo. Y, aunque en la sierra, tarda en aposentarse, pronto los días se hicieron más luminosos y el campo empezó a brotar, como cada primavera. Lucero y yo, después de tan largo invierno, también volvimos a brotar de nuevo (el perro más que yo, puesto que era un cachorro aún). Reanudamos los paseos por el monte y las estancias en el jardín, que también comenzaba a resucitar y que exigía ya algún cuidado, siquiera mínimo, de mi parte. Eso unido al mejor clima y a la extensión de los días, que se iban alargando poco a poco nuevamente, sobre todo a partir del mes de abril, cuando el Gobierno cambia la hora (¡qué poder el de un Gobierno, que incluso alcanza a la luz del día!), hizo que por fin saliese de aquella especie de depresión que durante cinco o seis meses me había tenido encerrado en aquel viejo chalet de Miraflores.

Porque era una depresión lo que yo había pasado en aquellos meses. Aunque sonara duro decirlo así y me resistiera a decir la palabra en alto, lo que yo había pasado en aquellos meses era una depresión, por más que fuera bastante suave. Aquella desazón que me asfixiaba, aquel desasosiego que sentía al despertarme algunas mañanas, aquella melancolía que me dejaba casi sin fuerzas y que me mantenía durante días tirado en cualquier lugar era una depresión, si bien yo no la consideré tal hasta que, con la primavera, volví a sentir que de nuevo volvía a hervirme la sangre. Una sangre que hasta entonces había estado dormida como la savia de los cipreses o la de las enredaderas de los jardines de la colonia.

Cuando me lo reconocí a mí mismo, me asusté de mi propia vida. Sin duda había calculado mal mis fuerzas y empezaba a pagar las consecuencias de una decisión muy dura, fue la primera conclusión que extraje. Pero quizá era mucho más que eso. Quizá, además de las consecuencias de una decisión muy dura y sin duda tomada con precipitación, aquella melancolía que sentía ahora tenía raíces más profundas que la simple soledad de un par de inviernos. Tal vez tenía razón Reinaldo, mi vecino de chalet, que era siquiatra (trabajaba en Alcalá, en un hospital, e iba y venía todos los días a Miraflores), cuando me dijo que todos los esfuerzos dejan huella, da igual que sean físicos o anímicos, y que por eso uno debe medir sus fuerzas antes de dar cualquier paso. Sobre todo si ese paso es tan difícil como el que yo había dado al cambiar de vida después de muchos años viviendo en la ciudad.

El verano no me ayudó a olvidarme de aquel invierno. Al contrario, el buen tiempo y el calor, junto con la llegada de los veraneantes (que acudieron, como siempre, como pájaros a sus nidos), no sólo no me sirvieron para olvidarme de aquel invierno, sino que acrecentaron en mí sus ecos, que eran como los de un río, sólo que oscuro y muy subterráneo. A pesar del ruido y la gente, a pesar de los muchos coches que ahora quebraban la paz del pueblo y de las colonias, yo seguía oyendo los ecos de aquel río subterráneo y oscurísimo que seguía corriendo por mi interior. Aquel río de aguas turbias y fangosas, llenas del lodo de los viejos sueños, que quizá llevaba fluyendo dentro de mí desde que nací, pero que no empecé a escuchar hasta aquel invierno, pese a que el anterior ya había intuido su presencia. Quizá porque aquel invierno, aun a pesar de ser el primero que pasaba solo en la sierra, fue también el primero de mi vida en el que tuve conciencia de ser un río yo mismo. Un río tan lento y grande como el que oía ahora dentro de mi corazón.

VII

Sólo dejé de oírlo unos días, los que pasé con aquella chica que apareció de pronto en mi vida. Yo, que había abandonado hacía ya tiempo cualquier posibilidad de enamoramiento, incluso de simple sexo, en aquel lugar, de repente me veía reviviendo viejas pasiones y sentimientos adormecidos y hasta olvidados.

Fue tan fugaz como el propio tiempo. Aquella chica pecosa, veinte años casi menor que yo, que apareció de pronto en mi vida y me sacó de mi postración ni siquiera se quedó para asistir a la llegada de un nuevo otoño a la sierra y mucho menos a la del tercer invierno que yo iba a pasar en ella. Se fue en septiembre junto con su madre, como la mayoría de los veraneantes, dejándome de nuevo solo, si es que no lo había estado siempre. Porque aquel amor de verano, aquella pasión fugaz que trastornó del todo mi vida hasta el punto de impedirme trabajar y hasta pensar, no había sido más que eso: una pasión imposible, un espejismo fugaz semejante a los que a veces creamos nosotros mismos para poder seguir subsistiendo. Lo cual no me impidió sucumbir a él con el entusiasmo de un adolescente y con la entrega de un necesitado. Yo, que me creía ya a salvo de todo, excepto de mi pasión por la propia vida. Pero uno, a lo que se ve, nunca está a salvo de nada. Uno cree que es muy fuerte o que está ya curtido por dentro como una piel de tambor y, de pronto, aparece una mujer y te trasforma de arriba abajo. En mí caso, aquella vez, ni siquiera fue una mujer. Fue una muchacha de veinte años (veintidós, exageró, sin duda por vanidad) que apareció de pronto en mi casa para ver qué era lo que yo hacía. Según me dijo ella misma, estudiaba Bellas Artes en Madrid, ciudad en la que vivía desde que se trasladó a España desde Argentina junto a su madre, hacía ya muchos años. Estaban en Miraflores, en una urbanización nueva, pasando el mes de agosto, como tantos y tantos madrileños.

Me impresionó su espontaneidad. Desde el primer momento me deslumbró por su simpatía, pero, sobre todo, por su espontaneidad. Era la primera vez que alguien llamaba a mi puerta para interesarse por lo que yo pintaba. Y lo hacía sin dar muchas vueltas: presentándose en mi casa una mañana por sorpresa y entrando al ver que nadie le respondía. Yo estaba arriba, en la galería, con la música a todo volumen, concentrado en lo que estuviera haciendo, y no oí sus llamadas, entre otras cosas porque nadie solía llamar a mi puerta nunca. Así que, cuando la vi, subiendo ya la escalera que conducía a la galería, me quedé desconcertado y halagado al mismo tiempo. ¿Quién era aquella muchacha, tan bella, por otra parte, que se atrevía a entrar en mi casa sin presentarse ni llamar antes?

Era la primera vez que recibía una visita así desde que vivía en la sierra. Las demás habían sido todas de amigos míos y todas anunciadas previamente, a veces con mucho tiempo de antelación. Ésta era la primera que recibía por sorpresa y de una persona desconocida. Se llamaba Rosalía (se apresuró a presentarse ella) y era tan joven y tan hermosa que me pareció casi un espejismo. Incluso llegué a pensar por algún momento que tantas horas allí encerrado, sin dejar de pintar y sin hablar con nadie, me estaban empezando ya a pasar factura.

Pero la chica era de verdad. La chica era de carne y hueso y, a la vez, parecía despierta. En cuanto se recuperó del susto que le produjo hallarme en la galería, subió hacia ésta sin esperar a que yo la invitase a hacerlo y se quedó mirando a su alrededor. Dentro de mi general desorden, aquel día la galería estaba un poco aseada. Los cuadros ya terminados se apoyaban en filas por las paredes y los demás esperaban turno apilados en el suelo o amontonados sobre un armario. La chica dio varias vueltas observándolo todo con curiosidad y se quedó al final frente al caballete en el que descansaba el lienzo en el que yo trabajaba cuando llegó. Recuerdo que era un bodegón de los que yo pintaba en aquella época; un bodegón de pintor con todos los elementos del oficio dibujados o apuntados: óleos, pinceles, punteros, hasta los tarros de agua que solía usar como ceniceros… La chica lo miró durante un rato y luego me miró y me preguntó, muy seria:

– ¿Qué es?

– Un bodegón. ¿No lo ves?

– Ya. Ya sé que es un bodegón -dijo ella, volviéndolo a mirar-. Pero no entiendo qué significa.

– Nada -le dije yo, sonriendo-. No significa nada.

– Eso es lo que tú te crees -me respondió ella, contradiciéndome.

Me dejó desconcertado y sorprendido. Aquella chica, prácticamente una adolescente, con marcado acento argentino y con la cara llena de pecas, no sólo se presentaba en mi casa sin conocerme, sino que se permitía contradecirme, a mí, que era ya un pintor famoso.

Pero a ella, a lo que se ve, esto le daba lo mismo:

– Todo significa algo -siguió, contemplando el cuadro-. Si tú pintas bodegones es por algo. Como si pintas paisajes. O flores. O naturalezas muertas… Todo significa algo -repitió, convencida de lo que decía.

– ¿Tú crees? -le dije yo, sorprendido.

Me había sentado en la silla que utilizaba para leer. Una sillita de anea perteneciente seguramente a los primeros dueños de la casa.

– ¿Fumas? -le pregunté a la chica, que seguía enfrente del caballete, mirando el cuadro con atención.

Pero ella, en lugar de responder a mi pregunta, siguió con su conversación:

– Tú estás muy solo -me dijo, dejándome con el mechero suspenso en una mano y el cigarro en la otra, sin encenderlo-. Si no, no pintarías lo que pintas -añadió, acercándose a mí y quitándome el cigarro de entre los dedos y llevándoselo a la boca con un gesto decidido.

Me dejó desconcertado nuevamente. Aún más que antes, si era posible. Aquella chica desconocida, de la que sólo sabía el nombre y el origen, no sólo se presentaba en mi propia casa sin avisar, sino que se permitía sicoanalizarme. ¿Quizá porque era argentina?

Le di fuego mirándole a los ojos. Ella encendió el cigarrillo y, luego, tras expulsar el humo hacia el techo (en una bocanada tan profunda que le borró la cara por un instante), miró los cuadros ya terminados y me dijo, sin rubor:

Sólo alguien que está solo puede pintar como pintas tú.

– ¿Tú crees? -intenté defenderme yo.

Cuando uno pinta las cosas que le rodean es que está aislado del mundo… O que el mundo lo ha abandonado a él -sentenció ella, sobrecogiéndome, pues estaba poniendo palabras a las dudas que hacía ya tiempo yo alimentaba respecto de mi persona.

A aquella primera visita, le sucedieron pronto otras más. Por las tardes, después de la siesta o a la hora del anochecer, Rosalía se presentaba en mi casa y se quedaba conmigo durante horas, mirándome pintar y haciéndome compañía. Mientras sus amigas iban de fiesta a los pueblos o se juntaban en terrazas de Miraflores, que era la única diversión para los hijos de los veraneantes de las colonias, ella se quedaba allí haciéndome compañía y contemplando cómo pintaba. A veces, me liaba un porro (que fumábamos a medias normalmente) o me iba a buscar una cerveza a la cocina, pero, por lo general, se limitaba a mirarme hacer, como si le divirtiera asistir a algo que se supone que es lo más íntimo: el acto de la creación. A mí, curiosamente, no me importaba. Algo que nunca habría soportado, ni siquiera cuando vivía con gente, me resultaba ahora, curiosamente, estimulante y hasta placentero. Y ello a pesar de que, a veces, Rosalía me interrumpía para decirme que algo no estaba bien.

La primera vez que lo hizo reconozco que me molestó. Pensé que trasgredía cierto pacto no escrito pero evidente de respeto a mi trabajo y a mí mismo y me molestó mucho su observación. Pero ella siguió opinando sin importarle mucho lo que sintiera, con esa espontaneidad suya que al mismo tiempo me fascinaba. Porque lo peor era que solía tener razón. Cuando me señalaba cualquier defecto, cualquier fallo en el dibujo o en los colores, solía dar en el centro de la sospecha que yo tenía en aquel momento. Así que pasé de molestarme con sus dudas a esperarlas, cuando no a provocarlas directamente. Cuando ella no decía nada, era yo el que le preguntaba muchas veces su opinión.

A las dos o tres semanas, ya me había enamorado de ella. Lo comprendí una noche en la que no vino y, al día siguiente, me dijo que se había ido a las fiestas de Colmenar con unos amigos. De repente, me descubrí a mí mismo celoso y reprochándole su actitud. Ella me miró, extrañada. Tenía razón en no comprender los motivos de la mía. Al fin y al cabo, nada nos unía a los dos, salvo su afición a verme pintar a veces.

Tardó en volver por mi casa. Durante cinco o seis días, me castigó sin venir a verme y, cuando por fin lo hizo, apareció como si tal cosa; como si fuera normal su ausencia. Pero para mí ya no lo era, por desgracia. Con razón o sin razón, con derecho o sin derecho (le sacaba, como digo, veinte años) necesitaba tanto su compañía, su presencia en el sofá mientras pintaba (por vez primera en bastante tiempo, tenía alguien para quien pintar por fin), que su ausencia me provocaba un desasosiego semejante únicamente al que había sentido en aquel invierno.

Fue cuando comprendí que me había enamorado de aquella chica. Con razón o sin razón, con derecho o sin derecho, daba igual, me había enamorado de aquella chica y ahora ya no podía vivir sin verla. Pero lo peor era que ella no parecía darse ni cuenta. O, si se daba cuenta, hacía como que no. En todo caso, lo que parecía evidente es que, se diera cuenta o no de mis sentimientos, ella no sentía por mí más que la curiosidad que le llevó la primera vez a presentarse en mi casa sin anunciarse. Que fue lo que me fascinó de ella y lo que, pasado el tiempo, se transformó en un sentimiento de dependencia y hasta de necesidad de tenerla al lado.

Por eso, precisamente, y aunque nunca llegó a haber entre ambos ninguna relación física (tampoco yo la busqué, a la vista de su reacción entonces), cuando, al final de aquel verano, se fue, yo me sentí más solo que nunca, más vacío y abandonado que el sitio en el que vivía, si es que era vida mi vida en aquel chalet. Y, por eso, aunque volvió (un par de veces en el invierno y otras dos en primavera, para visitar con su madre el suyo), yo ni siquiera quise volver a verla para que no me doliera más. Me quedé escondido en la mía, oyendo cómo Lutero ladraba al timbre, que sonó unas cuantas veces, siempre en vano.

VIII

No fue la única a la que se lo hice. Aquel invierno y hasta el final, ya no abrí a nadie la puerta, salvo a Lutero y a Suso, la vez que vino.

No quería ver a nadie. Ni quería, ni podía, ni tenía ganas ya de hablar con ningún vecino. Ni siquiera pintaba desde hacía tiempo, convencido de que lo que estaba haciendo era algo que a nadie le podía interesar.

A mí, por lo menos, no. Desde que Rosalía se fue, aquellos bodegones que, en efecto, como ella dijo cuando los vio, reflejaban mi soledad («Sólo alguien que está muy solo pinta las cosas que le rodean»), me empezaron a pesar todavía más y a parecerme simples excusas para no dejar de pintar del todo. Que era lo que más temía, puesto que la pintura era lo único que tenía en aquel momento.

Pero ocurrió. Justo lo que más temía me terminó ocurriendo ese invierno, aunque el anterior ya experimentara la incapacidad de pintar que ahora, definitivamente aburrido y falto de todo estímulo, se me manifestaba de un modo más evidente. No sólo ya no quería pintar lo mismo de siempre, sino que ni siquiera podía hacerlo. Parecía como si los pinceles me pesaran tanto como mi propia vida.

Fue cuando comencé a pensar, si es que no lo había hecho antes, que aquella etapa de Miraflores se había acabado para mí. Que aquel destierro voluntario, aquel alejamiento de Madrid y del mundo en general por el que opté en un momento dado, en un tiempo en el que aquéllos me pesaban como ahora los pinceles, habían tocado a su fin, entre otras cosas porque ya no me aportaban nada bueno. Al contrario: me hundían cada vez más en la depresión que había sufrido el pasado invierno y que sólo la llegada de Rosalía aventó unos cuantos días en verano.

Pero ahora Rosalía se había ido (con sus pecas, su sonrisa y la espontaneidad de sus veinte años) y la melancolía había vuelto con toda su potencia a instalarse en el centro de mi vida. Como cuando, el anterior otoño, la sierra empezó a dorarse y los días a cubrirse de esas brumas que anticipan allí arriba la llegada del invierno y del mal tiempo, la melancolía volvió a invadirme, pero ahora acentuada por el vacío que dejó en ella la marcha de aquella chica. Y su abandono. Puesto que, sin razón ninguna, pero con todo el derecho a hacerlo (¿quién podía negarme ese derecho?), yo seguía considerando aquélla un abandono, independientemente de que fuera inevitable y ya sabida.

No era, no obstante, el único abandono ni el primero que, a mi entender, yo sufría desde que estaba viviendo allí. La mayoría de mis amigos habían hecho también lo mismo, sólo que poco a poco y con discreción. Primero fueron espaciando sus visitas a mi casa, más tarde sus llamadas telefónicas y, finalmente, se olvidaron de mí del todo, salvo algún caso aislado, como el de Suso. Los demás, con excepciones, ni siquiera preguntaban ya por mí y, si lo hacían, era por curiosidad. Se conformaban con saber que seguía vivo, sin importarles si pintaba o había dejado de hacerlo. Sólo Corine, por supuesto, con la que seguía teniendo la relación contractual de siempre (todavía sigo teniéndola hoy en día, pese a todo), se preocupaba de saber que seguía pintando, aunque nunca subiera hasta mi casa a comprobarlo. Por eso, cuando dejé de pintar del todo, sumido en la depresión de aquel tercer invierno en Miraflores, ni siquiera me molesté en decírselo. ¿Para qué se lo iba a decir si sólo oía lo que le interesaba oír?

Fue la peor época de mi vida. Peor que aquella última en Madrid, cuando el estrés y el acoso de los periodistas a punto estuvieron de desequilibrarme del todo. Completamente solo y olvidado por todos mis amigos, salvo Suso (que ya no subía a verme, pero que me llamaba de vez en cuando para ver qué tal seguía, por lo menos), caí en una especie de dejación, en un ensimismamiento que me hacía pasar los días tirado en cualquier rincón, sin pintar ni salir a pasear, como hasta entonces. Sólo Lutero, siempre a mi lado, me hacía salir de mi abatimiento para abrirle la puerta del jardín, cuando hacía bueno, o para encender la calefacción, cuando arreciaban el frío o la nieve, no fuera a ser que nos congeláramos. No sé si por mi estado de ánimo en aquel momento o porque, efectivamente, aquel último invierno fue el más duro de los tres que pasé en la sierra, me parecía que hacía más frío que los dos inviernos anteriores. De hecho fue el primero en el que vi carámbanos colgando de los aleros y en el que el puerto de La Morcuera permaneció cerrado por la nieve durante varios días seguidos.

Mientras tanto, yo pasaba el tiempo en casa, tirado en cualquier sofá y viendo pasar las nubes y el tiempo en la lejanía. Aquella lejanía malva, blanca en los días de nieve y dorada en las mañanas soleadas y más limpias, que señalaba en el horizonte la presencia siempre oscura y silenciosa de Madrid.

Siempre había estado allí y siempre la había mirado (por las noches, sobre todo, cuando su resplandor me sobresaltaba en mitad del sueño temblando en la oscuridad), pero nunca como aquel último invierno me había atraído su presencia, o su ausencia, los días en que llovía. Esos días, que a veces eran bastantes, su invisibilidad me sobrecogía, como si temiera que hubiese desaparecido. Aunque últimamente apenas bajaba ya a visitarla y aunque, cuando lo hacía, me sentía cada vez más extraño en ella, necesitaba de su presencia, siquiera fuera en el horizonte, para seguir soportando mi vida en aquel lugar. Mientras Madrid estuviera allí, mientras su cielo siguiera altivo desafiando al mundo y a las montañas con sus azules y rosas fuertes, yo me sentía seguro, por más que esa sensación fuera tan absurda como la que yo sentía cuando volvía a ver a mis conocidos en los locales y restaurantes de siempre o en los que estaban de moda ahora. Que eran los mismos desde hacía siglos, aunque cambiaran de nombre cada poco.

Como la gente. Aunque la gente fuese cambiando, aunque los protagonistas de la ciudad fueran cambiando sus caras, aunque los triunfadores y perdedores se sucedieran cada cierto tiempo, eran los mismos de siempre, sólo que con otros nombres. Nada había cambiado en ella mientras yo vivía en la sierra. Todo era igual que siempre, pese a que mis amigos y conocidos creyeran que Madrid había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Que era lo que yo creía también cuando vivía en Madrid como ellos y cada año me parecía una eternidad. Motivo este por el que imaginaba que, si me iba de Madrid, aunque fuera solamente algunos meses, cuando volviera ya no tendría mi sitio.

Pero ahora comprendía hasta qué punto estábamos todos equivocados. Ni Madrid ni ningún sitio cambiaba tanto como creíamos y, aunque lo hiciera, los cambios no eran tan decisivos como para quedarnos fuera de ella. El temor que alimentábamos a quedarnos sin nuestros sitios si abandonábamos la ciudad, siquiera fuera por poco tiempo, no era más que una ilusión que poco o nada tenía que ver con la realidad. Madrid, como Miraflores, como Gijón o como cualquier lugar, no era más que un espejo deformado en el que se proyectaban nuestras ilusiones. Pero éstas eran independientes. Éstas seguían perteneciéndonos al margen de cuál fuera nuestra suerte o nuestra vida. Por eso, poco importaba que yo viviese ahora fuera de Madrid o que mentalmente siguiera estándolo cuando volvía a ella de cuando en cuando. Los espejos de sus calles me reflejaban como antes de ello y, desde ese mismo momento, yo volvía a estar allí. Entre otras cosas, porque la mayoría de las personas que conocía ni siquiera se habían enterado de que llevaba fuera tres años.

Como me dijo Suso una vez, la primera que subió a verme a la sierra:

– Da igual que vivas aquí. Tu cabeza está en Madrid y por lo tanto sigues viviendo allí.

IX

¡Cuánta razón tenía Suso! Como casi siempre hacía, Suso había vuelto a poner el dedo en la llaga de mis contradicciones. Aunque en aquel momento yo no pudiera admitirlo, emocionado como aún estaba tras mi llegada a la sierra después de dejar Madrid.

Pero, ahora, después de años viviendo allí, después de tres primaveras viendo fundirse la nieve y de tres largos inviernos contemplándola caer de nuevo, tenía ya la experiencia suficiente como para mirar mi vida con frialdad. Aunque mi depresión y mi abatimiento me empujaran a verlo todo con pesimismo, todavía conservaba la cordura necesaria para entender que mi vida allí, en aquella colonia de veraneo, aislado de la gente y de mi mundo, era una especie de purgatorio que yo me había impuesto a mí mismo para salir del infierno en el que vivía cuando lo hice. O en el que creía vivir, quizá equivocadamente.

Pero eso no significaba que aquélla fuera una opción de vida. De ningún modo podía serlo, a pesar de que al principio así llegara a creerlo, impresionado por el silencio y por la tranquilidad que de pronto descubría y disfrutaba, sobre todo a la hora de pintar, puesto que aquéllos, en cuanto te habitúas, conducen más al infierno que al paraíso que se presume hay siempre detrás de cada purgatorio. Yo lo fui comprendiendo poco a poco a lo largo de esos tres años y lo comprendí del todo el día en que, ya en Madrid, eché la vista hacia atrás y me asusté de ver cómo había vivido y cuánto había aguantado sin que nadie me hiciera compañía.

Aquel último invierno, sin embargo, yo ya había entendido que mi estancia en Miraflores se encaminaba hacia su final. Lo sabía ya hacía tiempo, cuando la marcha de Rosalía me dejó tan desolado como si me hubiese abandonado o traicionado de verdad (lo que me hizo descubrir hasta qué punto yo estaba necesitado de compañía) y me lo confirmó el invierno, que fue el más duro de todos, no porque climatológicamente lo fuera, sino porque yo apenas tenía ya fuerzas para seguir allí por más tiempo. Pero esa misma desidia me retenía allí, soportándolo. El mismo abatimiento y la apatía que, mi tercer invierno en la sierra, lejos del mundo real, me mantenían durante días y hasta semanas enteras sin levantarme apenas de la cama, me impedían, a la vez, salir de mi postración y marcharme de aquel sitio, poniendo tierra por medio, como hice respecto de Madrid cuando me fui. Y es que el estrés y el cansancio, al revés que la tristeza, te dan fuerzas para hacerlo, o por lo menos no te las quitan.

El problema era que ahora yo estaba tan abatido que ni siquiera tenía ya ganas de levantarme y, mucho menos, de salir a ver el mundo, aunque fuera tan pequeño como el que me rodeaba en aquel lugar. También en él se daban los mismos gestos, las mismas actitudes y miserias que en Madrid o que en Gijón, si bien más limitadas por las características propias del pueblo y por las ambiciones de sus vecinos. Que se reducían, en la mayor parte de los casos, a comer todos los días, tener la casa ordenada y limpia y llenar el resto del tiempo viendo pasar los coches por la plaza (o por la carretera, los que vivían en las colonias) y la vida por la televisión. Una vida a la que yo había renunciado voluntariamente cuando abandoné Madrid para irme a vivir con ellos, pero que ahora me descubría envidiando, sin duda por aburrimiento.

O por nostalgia. Nostalgia de mis amigos y de los años que habían quedado atrás y nostalgia de la vida que voluntariamente había abandonado, tan harto estaba de ella, pero que ahora echaba de menos contradiciéndome una vez más. Y es que la contradicción seguía rigiendo mi vida. Cuando tenía una cosa, la despreciaba o la abandonaba y, cuando la había perdido, la añoraba y deseaba como antes de tenerla. Triste destino el mío, siempre a medias entre el cielo y el infierno, entre la libertad y la necesidad de amor, entre la soledad y la búsqueda del éxito, aunque éste fuera algo ya vacío y sin sentido para mí.

El éxito, en aquel momento, ni siquiera me interesaba ya como reflexión. Como cuando abandoné Madrid, volvía a ser una meta absurda, un fruto amargo y podrido que solamente atraía a la gente más mediocre y ambiciosa o a la que, por el contrario, no estaba muy segura de sí misma o de su obra; es decir, aquella que necesitaba el halago ajeno para afirmarse en sus convicciones o la que necesitaba el éxito para afianzarse ante los demás. En cualquiera de los casos, el éxito no era la circunstancia, el resultado añadido del trabajo o de la obra hecha en silencio, sino el primer objetivo y a veces casi único de aquéllos, que era justo lo contrario de lo que yo había pensado siempre y de lo que seguía pensando, aun a pesar de mi situación ahora. Porque, si para algo me habían servido aquellos años de soledad, si para algo me habían servido aquellos inviernos y aquellas tardes de primavera paseando por los pinares junto a Lutero sin ver a nadie ni hablar con nadie durante días, era para entender el absurdo que todo lo que no fuera la obra de arte, o la elaboración de ésta, constituía; para asentar la sospecha, en fin, que siempre tuve desde pequeño (y de la que sólo llegué a dudar algún tiempo, cuando el éxito llamó a mi puerta con insistencia en aquellos años que precedieron a mi huida de Madrid) de que lo único que al artista le debe interesar es su trabajo y que la realización de éste es su verdadero éxito. El único posible y al alcance de sus manos, además.

Eso, que yo sabía de siempre y que fue una de las razones que me llevó a escapar de Madrid entonces, ahora lo tenía aún más claro, por cuanto lo había experimentado en mi propia piel en aquellos años que llevaba viviendo fuera del mundo. Tres largos años de soledad, de aislamiento y de olvido generales, por más que el éxito del que huía hubiese ido creciendo entre tanto gracias precisamente a ese alejamiento de los ambientes periodísticos y artísticos de Madrid. Esos a los que ahora volvía, pero sabiendo que no tenía nada que ver con ellos.

Lo sabía ya hacía tiempo, posiblemente desde el principio, pero, por si tuviera dudas, lo volví a comprobar aquel mismo invierno, el último que pasaba en el purgatorio, con ocasión de mis dos únicas visitas a Madrid. Una para asistir a la boda civil de Mario, que, en plena cima del éxito, se casaba con una actriz famosa (pronto se separaría), y la otra para asistir a la exposición que Corine organizó con ocasión de los treinta años de la galería. En las fiestas que siguieron a ambos actos, estaban todos los que tenían que estar, es decir, toda la gente importante de la cultura española de aquel momento, que era la misma de siempre, con algunas incorporaciones. La de la boda de Mario duró hasta el amanecer y, por supuesto, salió en todos los periódicos y hasta en la televisión. La de la galería fue más modesta, pero reunió también a bastante gente. Gente que ya conocía y que me abordaba ahora deseosa de saber dónde había estado todo aquel tiempo y gente desconocida que ni siquiera sabía quién era, pero que me trataba como si me conociera mucho. Yo lo veía todo como si estuviera asistiendo a una representación. A pesar de que mis amigos estaban en las dos fiestas y de que volvía a encontrarme con personas que admiraba y respetaba, como Cristino, yo me sentía al margen de todo aquello, por más que fuera uno de los protagonistas. El principal en la fiesta de la galería, puesto que mi alejamiento de aquellos años me otorgaba, al parecer, una aureola que aumentaba mi cotización. ¿Cómo contarles que hacía ya meses que no pintaba ni una acuarela?

Cuando terminó la fiesta, me fui al hotel en el que Corine me había reservado una habitación ante mi negativa a quedarme en su nueva casa. Era un viejo hotel de Chueca con el nombre escrito en neón en el que más de una vez yo había dormido años atrás con ocasión de alguna ruptura o, al revés, de algún encuentro amoroso que, por la razón que fuera (normalmente su carácter prohibido), no podía tener en casa. El viejo barrio de mis inicios, el sitio en el que viví dos o tres años cuando llegué, allá por finales de los setenta, y que entonces estaba lleno de viejas tiendas y de tabernas, había cambiado mucho desde aquel tiempo y ahora era el más divertido y concurrido de la ciudad. En las sórdidas callejas de otro tiempo, entonces llenas de drogadictos, abrían sus puertas ahora multitud de locales y de bares, la mayoría de ellos llenos de gente. Gente joven y con ganas de vivir que nada tenía que ver con la que acababa de ver en la galería, pretenciosa y pagada de sí misma y convencida de ser la más interesante del país, ni con la que había dejado en Miraflores, aburrida y vacía hasta la desolación. Entre ella volvía a sentirme como hacía años, cuando yo mismo acudía a aquellos locales, entonces con otros nombres o con otras dedicaciones, y cuando todavía creía que el cielo de Madrid estaba allí para todos y no sólo para unos pocos, los que menos lo merecen normalmente. Yo lo había buscado siempre, como la mayoría de mis amigos de aquellos tiempos, y, cuando lo alcancé, renuncié a él puesto que no era el cielo que yo quería. El cielo que yo quería, el que me llevó a Madrid desde el verde norte, el que me empujó y sostuvo durante bastantes años, en tiempos de privaciones y de penurias de todo tipo, era el que iluminaba los sueños de aquella gente que me cruzaba ahora en mi camino hacia el Hotel Mónaco.

Llegué a éste ya cansado. Últimamente lo estaba siempre y aquel día con motivo: había salido temprano de Miraflores y la fiesta había sido larga. De hecho, estaba borracho, aunque no me hubiese dado cuenta hasta salir. Lo empecé a notar en la calle, por la Gran Vía, cuando ésta comenzó a difuminarse y a llenarse de colores y de coches frente a mí, y lo corroboré ya en Chueca, cuando sus viejas callejas y plazoletas se convirtieron en una especie de laberinto que vomitaba también colores y gente por todas partes. Aun así, seguí caminando. Pasé de largo el hotel, quizá buscando despejarme un poco más antes de ir a dormir, y, cuando me quise dar cuenta, estaba ya en las Salesas, como un perro que siguiese por instinto el camino familiar de tantos años. Al revés que la de Chueca, la plaza estaba desierta. Solamente una persona paseaba al perro entre los cipreses (me acordé del dueño de Sam, y de éste, claro está; ¿qué habría sido de los dos?) y un vagabundo dormía en un banco, cubierto con cartones, como mi viejo amigo Fermín. Me acerqué a mirar, pero no era él. Éste era rubio, extranjero, posiblemente del este. Últimamente había muchos en Madrid. ¿Qué habría sido de Fermín? ¿Se habría ido de la plaza o andaría por los alrededores? ¿Habría muerto tal vez? En cualquier caso, me hubiese gustado verlo y decirle que volvía del purgatorio, como había salido del infierno (en parte, gracias a sus consejos), y que por fin había encontrado mi sitio. Era aquél, aquella plaza, aquel montón de edificios, aquella gente anónima que dormía mientras yo velaba su sueño como él hacía todas las noches, aquel cielo azul y rosa que tanto echaba de menos desde que me fui a la sierra y que volvía a ver desde abajo. Que es como hay que mirarlo, pese a que todos intentemos alcanzarlo y tocarlo con los dedos, sin saber que detrás de él no hay nada, salvo el vacío.