37939.fb2 El Combate Perpetuo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

El Combate Perpetuo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

27

Cuando Juan Manuel de Rosas delega el poder para encabezar la campaña del Río Colorado, las autoridades policiales molestan a Brown por motivos triviales: criar cerdos en su quinta y dejar caballos en la vía pública. Incómodo por la atmósfera de represión, delación y fanatismo, empieza a realizar viajes a Colonia y Montevideo para hacer algún negocio o conseguir inversiones. Su otra hija, Martina García -nombre que recuerda el primer triunfo naval-, se ha casado con el señor Reineke, afincado en la capital uruguaya.

Pero no abandona Buenos Aires: contribuye con una fuerte suma en una suscripción para construir la verja de hierro a lo largo de la Alameda y firma con el Gobierno un contrato por cuatro años, mediante el cual se compromete a reparar y mantener en buenas condiciones el camino de Barracas.

Tiene una natural y profunda aversión por el estilo sangriento de las luchas intestinas. Es un soldado que pelea con honor. Y no hay honor posible cuando se ignora el honor del adversario. Esto lo bebió de niño mientras sufría las atrocidades de los opresores en Foxford.

Por esta época retornan las perturbaciones digestivas que le habían aparecido durante su año de reclusión en el cuartel de Aguerridos y reflota su temor al envenenamiento. Los espíritus malignos de su infancia y juventud se presentan ahora en la casona solitaria, se ocultan en los pajonales, vuelan en la neblina del río próximo, recorren durante la noche la cocina, ponen arsénico en el pan, ensucian los aljibes. Aprovechan que está fuera de servicio activo para no darle reposo. Perturban sus sueños haciendo extraños ruidos en las cerraduras, en los corrales, en la sala. Se desplazan por las galerías y las habitaciones divirtiéndose con la desesperación del pobre viejo, que se tapa las orejas con la almohada, que rueda hacia uno y otro lado en el lecho, y que de pronto se levanta, transpirado y tembloroso para darles batalla. Entonces los perversos huyen profiriendo carcajadas y amenazas. Pero vuelven al rato junto a su oído, o su nariz, o sus labios, donde insuflan aliento pestilente y murmuraciones abominables. Brown los reconoce: son los que mataban en Foxford, los que aniquilaron a su padre en Filadelfia, los que lo convirtieron en botín cuando tenía diecinueve años, los que lo asaltaron en Antigua… los que aún le harán otras cochinadas. Le ruega a Elizabeth que controle el pan, que huela el té, que revise la ropa lavada porque intentan contaminarla con la peste amarilla.

Elizabeth llora en secreto. Es evidente que su marido tiene accesos de locura. Lo ha afectado una locura que a veces se aleja y a veces se instala con peligrosa intensidad. Su médico la tranquiliza, le dice que son episodios pasajeros, que no ha perdido la razón. Pero ella sabe que el trastorno le ha mordido el espíritu con demasiada fuerza, que la impresionante cadena de dolores que castigó cada etapa de su vida le ha impuesto esta horrible cicatriz.

El 28 de marzo de 1838 se produce el rompimiento de relaciones entre la Confederación Argentina y los franceses. Juan Manuel de Rosas ha decretado la obligación de servir en los cuerpos militares a los súbditos que pertenecen a esa nacionalidad.

Tres días después Brown, malhumorado e ictérico, realiza una de sus habituales cabalgatas hasta la Recoleta. Tiene entonces la agobiante ocasión de presenciar un ataque de la flota francesa apostada en el río. Cubierto su cuello con un poncho de vicuña, encabritado el animal, observa con ira e impotencia la captura de dos faluchos argentinos. La distancia de agua le impide saltar hacia los miserables para volar sus buques. Retorna al hogar. Se pasea silencioso y tenso, arrastrando la pierna. Se sienta en el sillón de caoba. La solícita Elizabeth le prepara algo de comer. Brown se da cuenta que los fantasmas que merodeaban sus sentidos se han esfumado como por milagro. Pero no está alegre. Le golpea la sangre, vigorosa, rejuvenecida. Su inacción fue la acción de los espectros, que se espantan ante el Guillermo Brown dispuesto a pelear. Eliza se sienta a sus pies. No habla. Contempla ese rostro donde las arrugas se han extendido como una enredadera. Su otrora cabellera de oro es un revoltijo de nieve. Ahora le fascina ver cómo su compañero se metamorfosea nuevamente en león. Brown abre el escritorio, moja la pluma y ofrece sus servicios, "su ardiente deseo de aceptar cualquier servicio a que pudiera ser nombrado para salvar la dignidad del país".

El malicioso Rosas lo admite, pero sin confiarle el mando naval. Recuerda que fue Gobernador delegado de Lavalle y que había sido apreciado por Rivadavia.

En 1841 rompen Rosas y el general Fructuoso Rivera -vencedor de Oribe en Uruguay y aliado de los unitarios-. Rivera exige que los barcos argentinos pasen por el puerto de Higueritas y Rosas, en desquite, le cierra toda navegación por los ríos interiores. El enfrentamiento aumenta su virulencia con rapidez. Rivera declara su propósito de establecer el Corso contra los buques argentinos. Rosas no tiene ahora mejor alternativa que confiar el destino de su armada al "viejo Bruno", como llamaba campechanamente a Brown. Su nombramiento lleva fecha 3 de febrero de 1841-una década antes de Caseros- y es muy lacónico. El Restaurador no está muy feliz con la medida. Para cubrir la sequedad casi irrespetuosa del decreto, el general Mansilla [7], encargado de transmitírselo, añade otra nota cargada de relevantes conceptos y adjetivaciones donde abundan los calificativos de moda: "…al hacerle esta comunicación, lo felicito sinceramente por la distinción conferida a Ud. por S.E. nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, dándole el comando de la Escuadra de la República que, indudablemente, contribuirá eficazmente a la exterminación de la desleal banda unitaria y del asqueroso mulato Fructuoso Rivera". Brown, impaciente por iniciar las acciones, agradece en un tono exaltado. Estima que su patria adoptiva sufre una agresión. Luchará por esa patria abstrayéndose de su Gobierno, como lo reiterará más adelante.

A fines del mismo mes iza su insignia en el bergantín Belgrano. Ha tenido que sortear una dificultad previsible: la detestable imprevisión nacional. Como en 1814, como en 1825, de las glorias navales anteriores sólo quedan los murmullos. Otra vez buscar carpinteros y calafateros, levantar almacenes, reunir municiones, reclutar tripulación, instruir oficiales. Otra vez exigir más buques, más cañones, más aparejos.

Al margen de esta situación de base, Guillermo Brown tiene que afrontar un hecho nuevo. Doloroso. Antiguos discípulos y compañeros combaten para el enemigo. Entre ellos Juan Cóe, a quien Drummond confiara el anillo de esponsales para la malograda Elisa.

La escuadra nacional, a pesar de los tradicionales inconvenientes, es mejor que las versiones de antaño. Pero la infecta un exceso de sectarismo que no calza en la piel del Almirante. El buque de Juan Bautista Thorne luce mástiles pintados de rojo, las bocamangas y el cuello de los oficiales son rojos, la gorra tiene un galón rojo, y la tropa, en verano, una camiseta de bayeta roja. A pesar del delirio punzó! Brown no modifica el azul y dorado de su uniforme. Esta es una guerra de colores que le agria el humor. Un funcionario federal, visitando la nave insignia, le pregunta por qué su tropa no usa la divisa punzó.

– Coronel -responde Brown con enojo-, yo la llevo, y aunque pequeña, basta.

El primer combate resulta adverso: parecía que el Almirante carecía de convicción, o que la edad le había restado energías. Pero en otro enfrentamiento logra alejar a la escuadra enemiga. El 28 de marzo penetra en Montevideo. La plaza que conoció sus victorias de 1814, tiembla. Pero él es un caballero: ordena izar la bandera uruguaya al tope del mástil y lanza una salva de salutación. Con ello expresa su respeto por la nación hermana a la que, por razones superiores, debe combatir. El 24 de mayo cruza el fuego con Cóe, uno de cuyos barcos de alto porte encalla con grandes averías y uno de cuyos bergantines deserta. Se suceden luego varios combates: frente al río Santa Lucía y al oeste del Cerro. Captura el bergantín Cagancha ante los ojos de Montevideo tomando prisionera a toda la tripulación.

La guerra no es indiferente a las potencias de Europa. Francia no cumple las disposiciones del convenio de Mackau y mantiene sus barcos en el Río de la Plata. Los navíos de la estación naval inglesa realizan actos hostiles contra los argentinos."A los intereses políticos interiores se suman los intereses extranacionales. El odio vesánico entre unitarios y federales es hábilmente manejado por la diplomacia extranjera haciendo cometer torpezas irreparables a ambas facciones. El crimen de Navarro pretende lavarse con infinitos crímenes hasta que no se sabe por qué el crimen. Los argentinos desterrados sufren el exilio y, en su desesperación, apelan a cualquier recurso que elimine al que sindican como gran responsable de la tragedia nacional. Entre sus maniobras, suscita alguna esperanza la posibilidad de atraer a Brown.

El 21 de abril de 1842 es un día despejado. Desde el bergantín Belgrano, donde se encuentra el Almirante, se divisa a la distancia, nítidamente, la fortaleza del Cerro; a su costado, la ligera ondulación de Montevideo. Una goleta mercante con bandera sarda se aproxima. Ancla a tiro de fusil y desprende un bote. Varios oficiales se aproximan a la borda del Belgrano. Un hombre vestido con elegancia, de pie en el bote, pide permiso para atracar. Lo autorizan y entrega un pliego; dice que esperará la respuesta. Brown, que permanecía en su cámara revisando papeles, se presenta en cubierta, recoge el mensaje, rompe el sello y lee allí mismo, en presencia de sus oficiales. Su cara apergaminada se ilumina con una sonrisa. El oficial Craig, a su lado, espera la respuesta que transmitirá al caballero del bote.

– Dígales que bajo mi palabra de honor pueden venir a bordo si gustan. Por escrito no lo hago, y si tienen desconfianza, pueden volver a su tierra.

Craig cumple, sin darse cuenta de lo que pasaba. El bote se va. Anochece. El misterioso incidente provoca murmuraciones. Retorna el bote con más caballeros. El Almirante manda hacer zafarrancho de combate y aparece con su uniforme de gala. Tres personas suben al puente donde los aguarda Brown. Al verlo, uno de ellos, con solemnidad, exclama: "al héroe de las aguas del Plata, al vencedor en ellas del poder de España, esclarecido general Brown, los proscriptos argentinos saludan".

A continuación aclaran que no los trae un propósito político sino comercial, y que desean proporcionarle algunas explicaciones. Solicitan que acepte recibirlos en privado, en su cámara.

Brown se inclina respetuosamente y, antes de dar un paso hacia la cámara, dice que acepta el diálogo" en la inteligencia de no oír una sola palabra sobre los acontecimientos políticos del Río de la Plata"; y que si violaban esta exigencia suya, "debían tener en cuenta que hablaban con un Jefe a las órdenes del Gobierno argentino". Se niega a discutir si Rosas es o no es un dictador.

Ante un amago de réplica agrega en tono más alto:

– Yo no lo hice Gobernador, señores; sino los hijos de la República. Con la bandera argentina al tope de mi división, hago la guerra a un pabellón extraño que, unido al francés, la hostilizó antes de que yo pisara el puente del Belgrano. Ahora, si ustedes y el comercio cuyo nombre invocan pretenden que abandone la defensa de mi Gobierno (y les repito que a la personalidad de Rosas no la reconozco para nada), pues hagan la paz, o en su defecto que el Gobierno oriental desarme sus buques; acto seguido volveré a tierra a descansar, pues ya soy viejo, como ustedes lo ven, y mucho lo necesito.

En la cámara le entregan un petitorio. Brown se arrellana en su butaca y lo lee. Entre los firmantes figura su propio hijo Guillermo, casado con la uruguaya Celedonia Blanco y establecido en Entre Ríos como estanciero. Sus inteligentes interlocutores aprovechan todas las grietas de su ánimo para introducir insinuaciones. Llegan a decide que el pabellón que afirma defender no es el mismo de Los Pozos y Juncal, porque ahora luce cuatro bonetes rojos y el lema de la muerte. Brown los mira con indulgencia y les recuerda que estos distintivos corresponden a la bandera provincial de Buenos Aires, y Buenos Aires no es la única provincia que agita bandera propia.

La entrevista se prolonga, los tres caballeros no se resignan a volver con una frustración. Las insinuaciones ya penetran en el campo de las ofertas. Brown da un golpe sobre el apoyabrazos de la butaca.

– Señores: les recuerdo otra vez que pisan un buque cuya dotación tiene que obedecer las órdenes del Gobierno de Buenos Aires, Por mi parte, y sin demora, voy a poner estas notas en conocimiento de mi Gobierno, pidiéndoles, por lo tanto, no abusar más de mi tolerancia y tengan a bien retirarse -se pone de pie-. A menos que prefieran ir en persona a verse con el general Rosas en Palermo…

Los sectarios y los obsecuentes denuncian ante la policía de Rosas las transgresiones de Brown al estilo federal. No sólo es piadoso con los salvajes unitarios tratándolos dignamente como prisioneros de guerra, sino que no permite gritar en su barco las vivas y mueras que tanto regodean a los secuaces de la Mazorca, ni autoriza que pinten de rojo los mástiles, ni echa como bestias a "los tres asquerosos representantes del cría chanchos rey de los franceses que se hacen pasar por argentinos". Las denuncias luego se amontonan en la mesa del Restaurador, que las barre de un manotazo.

– El "viejo Bruno" es loco pero leal. Y no tengo alguien mejor para reemplazarlo.

No será precisamente el astuto Rosas quien lo empujará hacia sus enemigos. Llama a su hija y le pide que realice una visita oficial a la escuadra para aventar rumores imbéciles. Brown debe sentirse respaldado.

Manuelita, acompañada por la esposa y la hija del canciller Felipe Arana, el jefe de policía Bernardo Victorica y una nutrida delegación de funcionarios y notables, se dirige al fondeadero de Los Pozos. Allí es servido un almuerzo memorable. Por cada brindis de sentido nacional se disparan tres cañonazos y por cada brindis común, uno solo. Los vecinos cuentan más de doscientos. Al Almirante empiezan a flaquearle las piernas con la tercera copa. Los visitantes se ponen tan alegres que no pueden recorrer los demás barcos. Brown tiene que retirarse, descompuesto.

– Discúlpeme con los visitantes -pide a un oficial y hágase intérprete de mis quejas contra el terrible inspector Mansilla que quiso entretenerse en mareara este pobre viejo para mejor diversión de su asistencia. Será la última vez que me preste; ya no sirvo para estas cosas.

Rosas, enterado, frunce el ceño. Quería que se agasajara a Brown, no una francachela para borrachos. Necesita el aprecio del bravo marino. Piensa en varias alternativas y por fin indica a su secretario que haga saber al presidente de la Cámara de Representantes que se deben donar al viejo Bruno seis leguas de tierra pública. La Cámara procede con monolítica obediencia y Brown expresa su turbado agradecimiento. Pero estima que el regalo es excesivo: jamás tomará posesión de esas tierras. Su lealtad no necesita ser comprada.

Quince negras forman ronda sacudiendo faldas verdes, rojas y azules en torno a la crepitante fogata. Los hombros tironean la piel de los senos y las nalgas tiritan al compás de las marimbas. Los alientos rancios forman globos en ese candombe que sacude al universo. Llega el enano Eusebio, "introductor de embajadores". Las mujeres gritan "güéee!!" -como un estampido-… Eusebio saluda con los bracitos cortos llenos de pulseras, se desata la capa y la revolea sobre las llamas. El tan-tan se incrementa de júbilo. Eusebio empieza a tejer cabriolas mientras las negras bailan a su alrededor sacudiendo sus carnes rotundas. En medio de la balumba sonríe ya, seguido por su hija y edecán, el hierático Restaurador de las Leyes. Avanza entre los fogones cuya lumbre prodiga pinceladas caprichosas a los cuerpos que danzan alrededor. Las columnas de humo se estiran llevando al cielo el olor sabroso de la carne puesta a asar. Braman los atabales y un millón de cascabeles. Las exclamaciones se derraman como lluvia sobre la cabeza dorada y vigorosa del Restaurador. Eusebio se le aproxima dando vueltas carnero como rueda de volanta y le besa las botas fuertes. Rosas acaricia sus cabellos de alambre ensortijado como si fuera el lomo de un perrito y le recuerda al oído su alta investidura que tanto molesta a políticos y embajadores. Eusebio se hincha de orgullo y salta. Rosas ríe. Su garganta se sacude estentórea, sonora. Temible. Sentado sobre una cabeza de vaca, con las botas cruzadas, viene a reír. Una negra le sirve mate. Come buñuelos. Hace bromas y golpea cariñosamente el muslo flaco de un viejo africano contador de historias. Examina la carne expeliendo humo, extrae su cuchillo y corta con mano hábil un excelente trozo. Antes de llevado a la boca mira al viejo Bruno-a quien hizo traer- y se lo ofrece. Brown lo acepta sonriente; está contagiado de alegría; este pueblo generoso, lleno de vitalidad, es el que sucumbe en las batallas y que vuelve a renacer. Un pueblo sin complicaciones, sin pretensiones, sin ambiciones. ¿Por eso Rosas ganó sus favores? Todos los hombres deben herir su solapa o su sombrero con la divisa punzó, excepto los negros. A Rosas lo llaman el loco trágico, el asesino irrefrenable, el carnicero soberbio, el vampiro de América. Pero de blancos. Para los negros del candombe es como un hermano. Dicen que adoptó el color rojo porque de ese color es la capa de los santos negros. Fueron negras sus nodrizas. Y mandó que fueran rojos los chalecos, las ventanas, las obleas e incluso los carros fúnebres. Para lo alegre: rojo. Para lo triste: rojo. Rojo como el corazón del negro bajo su piel negra. Rojo como los fogones y las pailas rojas donde hierve a sus enemigos igual que Satanás.

Rosas quiere que el Almirante conozca otra faceta de su personalidad exaltada y odiada. Por eso lo ha invitado al candombe. Ahí no lo agobian las intrigas de los embajadores ni las tensiones de gobernador ni las maquinaciones de los salvajes y asquerosos unitarios. Es corno un niño. Se pone de pie y camina sin escolta entre los cráteres dejando que los negros admiren y acaricien su brillante traje de brigadier general. El candombe es un inmenso juego de niños, seguro, liberador.

Eusebio extravía en los bailes y cabriolas parte de su blusa a cuadros, collares y pulseras. No se preocupa: el Gobernador lo compensará. Pero, ¿dónde está el Gobernador?, ¿se ha ido? Corre con sus piernas breves de una a otra fogata, de la oscuridad a la lumbre, se mete entre las faldas, ingresa en los ranchos vecinos, espía en los enormes canastos llenos de empanadas. Sin Rosas muere el candombe. Está agitado, aturdido. De pronto estallan risas metálicas y vivas y se acentúa el ritmo. Reaparece el Gobernador disfrazado de simple soldado federal y con un fuelle persigue al enano para inflarle el trasero. Las negras inventan nuevas rondas agitando sus faldas de color.


  1. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Se hará célebre en el combate de la Vuelta de Obligado.