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El pueblito de Foxford, en Irlanda, donde nació Guillermo Brown, estaba rodeado por un círculo de colinas erizadas. Al atardecer, sus contornos negros, graníticos, semejaban las armas de un ejército hostil. Las habitaban el frío, la aridez y los vientos. Pero no fue siempre así. Sus abuelos contaban que antes se extendían las verdes cabelleras de bosques frondosos e interminables. Que vinieron legiones de explotadores con hachas y sierras para desmontarlos con satánica prolijidad. Arrancaron las melenas verdes imponiendo la desolación. Los vientos son los únicos que protestan día y noche, porque a los habitantes de Irlanda se les prohibió formular críticas. Desde que fueron aplastadas con sangre las recientes rebeliones contra el dominio inglés, los habitantes de este sufrido país no podían siquiera rezar en paz. Fue limitada la enseñanza, obstruido el trabajo y discriminada la religión.
En esta atmósfera de opresiva tristeza nació Brown en el año 1777. Pero no hay tristeza colectiva, por compacta que sea, que no suelte una flecha al cielo. La cantidad de números siete originó divertidos comentarios de su tío cura. El padre Brown, interrumpiendo sus lecciones de catecismo, matemáticas y geografía, le señaló que por haber nacido en el 777, recibiría una gracia especial. En siete días Dios creó el mundo, siete fueron los principios morales de Noé y durante siete años trabajó el patriarca Jacob por Lea y otros siete más por Raquel. El inteligente y hermoso José interpretó un sueño del faraón sobre siete vacas gordas y siete vacas flacas. Y el jubileo es la culminación de siete veces siete años. -Tendrás la protección del Todopoderoso -dijo el buen cura-, y cuando te entristezca el infortunio, recuerda que nunca durará más de siete años.
El infortunio del padre Brown, en cambio, no acabó en siete años. La persecución religiosa le había obligado a concluir su formación en el extranjero, especialmente en la luminosa Salamanca. Tuvo que regresar disfrazado de mercader. Sus servicios sagrados no podían ser públicos. Celebró en las cuevas de los montes. Jóvenes morrudos hacían guardia en los riscos y los silbidos del viento acompañaban sus preces. Recorría en burro o a caballo las viviendas diseminadas y, cuando el animal no se atrevía a desplazarse por el pedernal resbaladizo, arremangaba la sotana para saltar piedras o se quitaba los botines para cruzar los impetuosos torrentes. Llevaba el consuelo y la fe. Representaba la vieja, nunca olvidada libertad. Lo acusaron de complicidad con los insurrectos. Fue arrestado, encarcelado y torturado. En Foxford y su cinturón de colinas lloraron su ausencia, sus heridas, su humillación. Y lloraron de alegría al enterarse de que logró fugar. Pocas semanas más tarde se distribuyeron mensajes de oreja a oreja: otra vez está en el monte, el próximo domingo celebrará misa… en el monte, sí. Guillermo pudo ver nuevamente a su tío, el hombre de larga barba rubia, ojos tiernos en la enseñanza y fulminantes en el sermón. Llevó los cuadernos donde anotaba las definiciones y practicaba los ejercicios; el cura aprovechaba cada oportunidad para enseñarle lo que debía saber acerca del cielo, la tierra, y también el mar. Un decreto de Su Majestad había limitado la enseñanza para los irlandeses. La enseñanza se había convertido, por lo tanto, en otra lucha clandestina contra la opresión tan cruel como imbécil.
En Foxford las noches se poblaban de gritos. El pequeño se despertaba sobresaltado. Su madre, temblando, espiaba a través de los postigos. Y su padre, sacando un arma del viejo arcón, acechaba la puerta por donde irrumpirían los asesinos. No debían llorar. Ni hacer ruido alguno. Los galopes desenfrenados se venían encima de la cama. Guillermo oía órdenes y maldiciones como si las pronunciaran dentro del cuarto. De pronto se iluminaron las rendijas. Brotaron aullidos espantosos. Sonaban tiros. El fuego nacía en los graneros y se extendía a las moradas. La gente corría pidiendo auxilio. Y clemencia. La respuesta eran nuevas descargas de fusilería. Su padre abrió de un golpe la puerta y la luz le quemó la cara. Su mujer intentó retenerlo. Tarde: ya estaba corriendo hacia los heridos diseminados por las callejuelas. Entonces los hermanitos de Guillermo empezaron a llorar apretándose la boca. A la madrugada regresó el padre. Estaba sucio, negro, ronco. Se cambió, bebió té en silencio y partió hacia la hilandería.
Ciento cuarenta y cuatro hilanderías llegaron a crearse en Foxford. Irlanda se hizo célebre por sus industrias textiles. Junto al correntoso río Moy se levantaron orgullosos molinos accionados por sus aguas. Pero la fama no convenía a la vecina isla, propietaria del archipiélago. Desde el Gobierno fueron aprobadas restricciones legislativas para los tejidos de lana, después para los de hilo. En realidad se legisló la pobreza. Desde varias aldeas empezaron a emigrar hacia los Estados Unidos. Empezaron a emigrar desde la misma diminuta Foxford. Las hilanderías cerraban una tras otra. Y sus molinos quedaban como sombríos monumentos.
Guillermo ayudaba a su padre. Cuando podía, escapaba del taller y contemplaba con entusiasmo las embarcaciones que cruzaban a golpe de remo el apurado río. Una tarde se apoderó del gran saco de frisa de su padre y saltó a un bote. Tenía siete años y los remos le pesaban mucho. Desplegó la vela y navegó temerariamente por el peligroso Moy. Repitió la aventura. Llegó a los lagos Conn y Cullen. Hasta que lo descubrieron. Su padre, indignado, no estuvo satisfecho con la reprimenda y le pidió al sacerdote que diera una buena lección a este chico atolondrado. El buen cura, estirándose la barba, simulando enojo, pidió explicaciones, pidió arrepentimiento, y terminó enseñándole cómo se empuñan los remos y se extienden las velas.
El rudo paisaje conformaba un marco de leyendas sobre malignos espíritus y gigantes dientudos que sobrevolaban montañas y navegaban en tempestades. A veces esos gigantes ingresaban de golpe en la realidad vistiendo uniformes ingleses. La discriminación contra los católicos -decía el cura- era tan incomprensible como insoportable. Disminuía la ración de los platos, no se renovaba la ropa; Guillermo aguantaba sin preguntar. De pronto oyó llantos, discusiones y vio a su padre llenando un baúl. -Irás conmigo, Guillermo.
Se trataba de un viaje largo, cruzarían el océano, el mismo que atravesaron los descubridores, para ir a un país nuevo, libre, donde no se persigue por causa de la fe.
– Primero iremos nosotros dos, luego nos seguirán mamá y tus hermanos -informó el padre.
Esta familia también acabó por sumarse, entonces, a la corriente de emigrantes que generaba la persistente opresión.
Una semana y media más tarde, antes del alba, fueron en carro hasta el muelle. La despedida habría de ser silenciosa, como se estilaba en tiempos de excesivo dolor. Los unía la humedad de los ojos, la latente esperanza, el obvio temor a separarse.
La nave que los llevaría a otro continente exhibía una arboladura tan grande y un cablerío tan enrevesado que parecía el amenazante bosque de las fábulas. Los abrazos hicieron crujir las tiernas costillas de Guillermo. Fascinado por la altura de los mástiles, no registró el instante en que lo separaron de su madre, le hicieron cruzar un puente e instalaron en un rincón. Los marineros corrían por cubierta y trepaban las escalerillas. Comenzaron a extenderse las velas: enormes sábanas que caían del cielo y todo el cielo giraba y oscilaba. Resonó la voz del comandante. Se agitaron manos y pañuelos y el muelle se convirtió en un racimo dé personas al pie de la brumosa montaña de granito. Todo sucedía muy rápido. El pequeño Guillermo mantenía clavada su vista en los contornos que rodeaban a Foxford y le asustó verla descender en el horizonte, poco a poco, tragada por el mar. Al cabo de unas horas sólo quedaban las mismas gaviotas que llenaban la costa de Irlanda, revoloteando entre las nubes y el agua infinita.
Al cabo de unos días Guillermo descubrió el color azul. Se extasiaba en popa, frente a su derroche de tonos. Es el color que aparece cuando se disipa la niebla. Y que deberá retornar a Foxford cuando los gigantes de uniforme dejen de perseguir católicos. La espuma que se abría como un encaje, volvía pronto a la paleta del índigo. Hasta de noche, cuando las estrellas bajaban para ser tocadas con la mano, también predominaba el azul. El suntuoso color era espolvoreado al amanecer con el oro que derramaba un sol muy limpio, transformándolo en verde. Así de verde tenía que haber sido su tierra antes que desmontaran los bosques.
Una noche desaparecieron las estrellas. Y también el azul. Se estableció un negro tan oprimente como el luto de su madre cuando murieron los abuelos. El buque empezó a oscilar. Cayeron cajas. Llegó el viento de las colinas irlandesas para aullar entre los mástiles. El océano se arrugó como el lomo de un caballo y reventó en olas hirvientes. Los marineros trepaban las escalerillas de cuerdas plegando velas. El comandante con la bocina en mano impartía instrucciones. La faena del mar se convertía en lucha contra los monstruos que se alzaban desde el fondo negro. Las maderas gemían bajo los azotes del agua y los relámpagos iluminaban las arboladuras desnudas que se bamboleaban sin freno. Las olas se desparramaban con estruendo sobre cubierta. El agua se quería abrir paso hacia los camarotes. Esto duró horas. Guillermo se durmió mirando el combate singular. El combate prosiguió en su sueño: él contra los gigantes y su cortejo de malos espíritus. Los mismos que incendiaban graneros y asesinaban católicos. Lo perseguían en el mar.
Por fin llegaron a Filadelfia. El amigo que los debía esperar para brindarles orientación y ayuda no apareció en el puerto. Averiguaron entre los inmigrantes irlandeses y recibieron una grave noticia: había muerto de fiebre amarilla un par de semanas antes. Sus familiares se desentendieron de las promesas que hubiera formulado; no era fácil conseguir ni siquiera el propio sustento en esta tierra nueva, aunque hubiese libertad. Sin tener a quién recurrir, su padre gastó los magros ahorros y se fue hundiendo en la melancolía: no conseguía trabajo, no podía mandar dinero a Foxford para que viniese el resto de su familia, ni siquiera tenía para comprar el billete de regreso. Una tarde, cuando Guillermo volvió al oscuro cuarto con la comida que lograba arrancar a las pocas almas piadosas que rondaban el muelle, encontró rígido a su padre. Se acuclilló a su lado y empezó a llorar, primero en silencio, resistiéndose a aceptar que había fallecido, luego con una convulsión. Guillermo acababa de cumplir diez años y había sido condenado a un desamparo absoluto. Estaba solo. Completamente solo. Su tío le habría consolado explicándole que eran los siete años del infortunio. Pero allí no encontró consuelo. Al término de horas que nadie se interesó en contar, salió a las callejuelas de Filadelfia con las mejillas irritadas por las lágrimas. Consiguió que le pagaran una sopa, que le permitieran dormir en los establos. Que enterraran a su padre.
El río Delaware corría lentamente. Era oscuro y brillante. Las embarcaciones se desplazaban como cisnes por su superficie calma. Recostado en la orilla, Guillermo contemplaba los altos árboles. Así de hermosos habían sido en Irlanda. Con sus maderas construyeron la casa donde nació, donde su padre le narraba milagros de San Patricio y su bueno y valiente tío se burlaba de los ingleses. A su lado yacía el bolso exiguo con un par de pantalones, dos camisas, pan duro y restos de queso. Le dolía el estómago: el hambre duele.
Un magnífico barco mercante se disponía a partir.
Sus arrogantes palos se vistieron con un henchido follaje de velas. El niño se acercó a mirar el flanco bruñido, el mascarón de proa lleno de filigranas mitológicas. Alguien le gritaba: -¡Eh, muchacho! -Guillermo siguió caminando porque nadie se interesaría en su insignificancia. No obstante, lo llamaban a él. Lo llamaban con la bocina, era el capitán del buque. Giró, se señaló con sorpresa, fue hacia la nave y accedió a subir. ¿Qué querrían de él? Le hicieron preguntas. Se trataba de una embarcación norteamericana. ¿Quería incorporarse a la tripulación? Le dieron un plato de comida, le sonrieron. Hacía mucho que no saboreaba lentejas y tampoco bebía una sonrisa. Dijo sí.
Y comenzó su carrera naval.
Recorrió durante diez años las Antillas y el Atlántico. Aprendió a defenderse de tifones y filibusteros. Descubrió los arcanos de la lucha sobre el agua, las ventajas del barlovento y de los ataques sorpresivos. Se acostumbró a mantenerse firme sobre cubiertas huidizas y a no caer de los mástiles aunque la nave se sacudiese como una pandereta. Atendió las bombas, organizó los víveres, montó guardia y empuñó el timón bajo el sol y bajo la lluvia. Arrió velas en la tempestad, atacó fuertes en tierra y bajeles en alta mar. Aprendió a aplicar ligaduras para detener una hemorragia. Soportó el hambre y la sed. Recorrió aldeas sucias, donde la miseria consumía a los nativos. Liberó el cargamento de barcos negreros. Cambió de barcos y de capitanes. Aguantó los soponcios de travesías largas en bodegas mal olientes. Aprendió a mandar, arengar a la tropa, ser el primero en el asalto. Luchó junto a marineros grandes como gorilas, de voces estentóreas y cuya piel curtida era dura como la de un paquidermo. También aprendió a esperar con paciencia infinita y a proceder con la velocidad del relámpago. Fue herido y desarrolló una capacidad sobrehumana para ignorar los dolores mientras durara el combate.
A los diecinueve años fue apresado por un buque inglés. Aunque ya tenía la matrícula de capitán fue llevado como botín de leva. Sus ojos azules, llameantes, miraron con odio a los oficiales que procedían con tanta arbitrariedad. Era la misma gentuza que había arruinado a su padre y ahora lo quería arruinar a él. En contra de su voluntad debía servir a esa bandera de líneas cruzadas; de la que hacía poco se habían liberado sus camaradas norteamericanos. Guillermo nació bajo esa bandera pero no la recordaba como alero protector, sino como tenaza.
En la penumbra del barco inglés pergeñó tácticas de fuga. Había que esperar la llegada a un puerto o la proximidad de una nave enemiga. Ocurrió lo último. El Président, francés, provocó la alarma. Empezó un combate en el que Brown y sus amigos sabotearon las defensas.
Sabían que Lafayette había colaborado en la emancipación norteamericana y que los principios revolucionarios de París propugnaban la justicia universal. Los ingleses tuvieron que rendirse. El botín de leva, empero, sufrió la decepción. El Président no era comandado por Lafayette ni a sus oficiales les interesaba la filosofía de la Revolución Francesa. Guillermo Brown fue arrinconado como enemigo en un sucio calabozo. Injusticia enloquecedora: los ingleses lo habían discriminado por irlandés, luego apresado como norteamericano y ahora los franceses -a quienes ayudó en la batalla- lo despreciaban como inglés. Y no había forma de demostrarles su error. Lo enviaron al puerto militar de L'Orient y de allí a la prisión de Metz. Estaba en pleno continente europeo, lejos de América y también lejos de su Foxford natal. Protestó por los equívocos absurdos: él no era súbdito de la corona británica, sino que fue víctima de un ataque inglés a un barco americano. No merecía la cárcel. Pero los franceses, obsesionados con su enemigo de allende la Mancha, no creyeron esas historias retorcidas.
Guillermo tenía paciencia en el mar, aun cuando su superficie parecía tapada con un manto de aceite y del aire se esfumaba toda brisa: en algún momento, ineludiblemente, sobrevendría el cambio de la atmósfera. Pero nada de paciencia tenía en el monótono encierro de Metz, injusto y absurdo hasta la sublevación. Le advirtieron que era peligroso huir; no encontraría aliados hasta muchas millas de distancia. Él había desarrollado una cualidad que volvería a presentarse en cien oportunidades: la lucidez ante el peligro. En ese momento se iluminaba. Los riesgos dejaban de ser riesgos, los obstáculos se convertían en banalidades. Como resultado de esa lucidez, una mañana el guardián encontró la celda vacía y desparramó la alarma. Brown ya estaba lejos vistiendo un traje de oficial francés. Al llegar a un molino, un soldado que se paseaba bajo los árboles lo vio transpirado y desaliñado. Se acercó para brindarle ayuda. Brown no era capaz de pronunciar un monosílabo en buen francés. Estiró su chaqueta y reanudó la marcha. El soldado apuró el paso. Cuando ya le daba alcance, Brown entendió que sólo tenía una escapatoria: correr. El soldado se despabiló súbitamente y gritó pidiendo ayuda. Apareció el molinero armado de un garrote. Los tres se abrocharon con puños y patadas hasta que el garrote consiguió aplastar a Guillermo.
La cárcel de Metz resultaba insegura y lo trasladaron a Verdún; lo confinaron en el calabozo más alto y hermético. Pero desde el primer día empezó a estudiar otra fuga. Percutió las paredes, examinó cada baldosa, se trepó hasta el techo superponiendo cama, mesa y silla. En el calabozo contiguo estaba el coronel inglés Crutchley. Arrancó un fierro del asador donde calentaba su comida y empezó a horadar el muro bajo la cama con el propósito de establecer comunicación con su vecino. Barría el piso con su sucia chaqueta y escondía los escombros en un baúl. Cuando le fue posible pasar la cabeza, urdió un plan con su flamante cómplice. Decidió labrar otro boquete en el techo. Trabajó de noche, con paciencia, con tenacidad. Tapaba el agujero durante el día con la bandera de su barco, de la que no se desprendió en ningún momento. Esta lealtad al emblema fue gratificante: consiguió abrirse un camino hacia la libertad sin despertar sospechas. Cuando la abertura dejaba pasar el cuerpo, con Crutchley armaron un cable atando todas las sábanas y treparon a la azotea. Acecharon el desplazamiento de los centinelas; se agazaparon en un rincón oscuro y fijaron la cuerda. Al quedar desprotegida la muralla se precipitaron al exterior y echaron a correr hacia el este. Se ocultaron en el bosque durante el día y con las primeras sombras reanudaron la marcha. El coronel, agotado por la tensión y la fatiga, no pudo continuar; se desmoronó al borde del camino con la boca llena de espuma pegajosa. Brown lo cargó al hombro durante un trecho. En una aldea, simulando mudez, consiguieron chocolate crudo. Por fin divisaron el Rhin, límite de Francia con Alemania. En una barca, su dueño esperaba pasajeros fumando una larga pipa. Los fugitivos, con muecas y ademanes le pidieron que los cruzara a la otra orilla. El barquero se negó: esperaba a tres comerciantes que ya le habían pagado, que estaban por llegar. Y siguió disfrutando de la pipa. Guillermo le saltó al cogote. O los cruzaba o lo estrangulaba allí mismo. El rubicundo alemán se congestionó, asintió con los ojos desorbitados. Empuñó los remos y obedeció enérgicamente. Por el majestuoso río navegaban embarcaciones de carga y algunos veleros. Cuando llegaron a tierra alemana le expresaron en inglés y mal francés su agradecimiento. El coronel buscó en sus ropas destrozadas algún objeto, encontró una medalla y se la obsequió. El barquero se conmovió, sorprendido, y sonrió con la vista nublada. Entonces les confesó que no esperaba a tres comerciantes, sino a tres policías: había estado a punto de malograrles la libertad. Los fugitivos se miraron, lanzaron un alarido, se abrazaron y estallaron en una nerviosa, des controlada carcajada. Echaron a correr como galgos arrojándose las briznas de hierba que arrancaban de la colina.
Tuvieron la fortuna adicional de enterarse que una princesa inglesa estaba casada con el duque de Wurtenberg. El coronel Crutchley se enderezó como si ya estuviera saludando a Su Graciosa Majestad y la Corte en pleno; le hervía la patriótica sangre de Albión. Guillermo se divirtió con el regocijo de su compinche y la paradoja de que el viejo y odiado poder inglés por fin le brindase ayuda. Mayor fue el regocijo cuando la princesa aceptó recibirlos. La embelesaron con el relato de sus peripecias y ella, en retribución, dispuso con anglosajona eficiencia que les entregaran ropa, dinero y pasajes para volver a Inglaterra como héroes de la nación.
Otra vez el mar. El infinito, omnipotente mar. El maravilloso bramido de sus olas. El azul. Guillermo aspiró la salobridad que impregnaba el aire. Y que humedecía su cara, su alma.
En Inglaterra se separaron los amigos. Crutchley se reincorporó al ejército y Guillermo Brown ingresó en la marina mercante. Después de haber sido perjudicado dos veces por la Corona británica, se ponía a su servicio en busca de paz. Paradojas del Señor. No estaba su tío para explicarlas.
Cultivó la amistad de Walter Chitty, quien pronto lo introdujo en su familia llena de marinos. La frecuentó con creciente entusiasmo para hablar de rutas y bajeles. Y porque le había fascinado su hermana Elizabeth. Le perturbaba y arrobaba la melodiosa voz, sus espesos bucles, el porte distinguido, los ojos satinados. Habló dirigiéndose a ella más que a los otros; y Elizabeth apreció la frontalidad de Guillermo, su aplomo, su modestia. Franquearon formalidades como las gacelas franquean cercos. En pocas semanas caminaron meses. La delicada mano de Elizabeth se decidió a acariciar la frente de Guillermo. Lo quería, sí, pero ella era protestante, pertenecía a la religión mayoritaria que hizo imposible la vida de su familia en Foxford. ¿Cómo educarían a los hijos? Guillermo ya había pensado la solución, quizás irresponsable, quizá pueril, pero que allanaba el reino de su amor: las hijas mujeres cultivarían la religión de su madre y los hijos varones la del padre. Se casaron el 29 de julio de 1809.
Brown, sobre la veteada mesa del comedor, desplegó varios mapas. Le había comenzado a dominar el deseo de abandonar Europa. Ahora que estaba casado, que esperaba tener hijos, anhelaba alejarse de ese continente convulsionado y ensangrentado por las interminables guerras napoleónicas. Lejos, muy lejos, casi donde el dedo cae de la mesa -¿observas, Eliza?-, corre el río más ancho del mundo. Los primeros navegantes lo llamaron Mar Dulce. En una de sus riberas existe una ciudad dominada por un cerro cónico y en la otra se levanta la capital del Virreinato. Los ingleses pudieron ejercer su dominio en esa zona durante un año y trajeron noticias excitantes sobre su gente y costumbres. Allí podríamos construir un hermoso y apacible hogar.
Los familiares de Elizabeth no estuvieron conformes con tamaño alejamiento. Para practicar el comercio marítimo no tenía que irse al fin del mundo, argumentaron. Guillermo escuchó, filtró, reflexionó, pero actuó según su criterio. Le gustaba consultar, que era diferente a obedecer. En el último eslabón sólo se fiaba de sí mismo. Esta conducta le reportaría éxitos, pero también amargos inconvenientes. La familia de su mujer desparramó razones y lágrimas. Brown consoló con una mano y empacó con la otra. Su decisión ya era irreversible. ¿Acaso barruntaba el destino que le aguardaba en esas tierras desconocidas, casi salvajes? ¿Intuía el estallido de movimientos revolucionarios como los que exaltaron a Irlanda, como los que relataban con unción sus viejos camaradas norteamericanos, como los que alumbraron París? ¿O era sincero su propósito de descansar de tanta guerra y para eso, precisamente, elegía "el fin del mundo"?
Zarparon en el Belmond. La costa europea, envuelta en humaredas de cañones e incertidumbre, se hundió en la lejanía. A fines de 1809, tras una travesía turbulenta, desembarcaron en el puerto de Montevideo. Elizabeth traía en su vientre a una hija, la que llegaría él ser novia desdichada del héroe más joven de la escuadra nacional.