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Una cadena de hierro forrada de plástico traslúcido rosa se refleja, cual lustrosa serpiente, en la ventanilla de un coche de viajeros, tras la cual las luces de las señales van encogiendo hasta convertirse en puntos esmeralda y rubí y desaparecer en la neblina de una calurosa noche de julio.
(Hace sólo unos minutos, en la destartalada cantina de una pequeña estación de las inmediaciones de la Montaña Amarilla, en el sur de China, esa misma cadena, atada a una de las patas de una mesa de falsa caoba, sujetaba una maleta Delsey azul claro con ruedas, provista de un asa desplegable de metal cromado, propiedad del señor Muo, aprendiz de psicoanalista de origen chino, recientemente llegado de Francia.)
Para ser un hombre tan desprovisto de encanto y belleza, con su metro sesenta y tres, su delgadez mal conformada, sus ojos saltones y un tanto desorbitados (que las gafas de culo de vaso inmovilizan en una fijeza muy «muosiana»), y su pelo hirsuto y rebelde, el señor Muo se comporta con un aplomo sorprendente: se quita los zapatos de fabricación francesa, que dejan al descubierto unos calcetines rojos con sendos rotos por los que asoman dos dedos huesudos y blancos como la leche descremada; se sube al asiento (una especie de banco de madera sin relleno) para dejar la Delsey en el portaequipajes; le coloca cadena, pasa el asa de un pequeño candado por dos de los eslabones y se pone de puntillas para comprobar que el cierre está bien echado.
Tras volver a ocupar su sitio en el banco, alinea los zapatos bajo el asiento, se pone unas chancletas blancas limpia los cristales de las gafas, enciende un cigarrillo, le quita el capuchón a la estilográfica y se pone a «trabajar», es decir, a anotar sueños en un cuaderno escolar comprado en Francia, tarea que se impone como deber de aprendiz de psicoanalista. A su alrededor, el desorden se apodera del vagón de asientos duros (el único para el que aún quedaban billetes): apenas suben, unas campesinas que llevan grandes cestos bajo el brazo o cuévanos de bambú a la espalda inician su menudo comercio, que interrumpirán para bajarse en la siguiente estación. Tambaleándose por el pasillo, venden huevos duros y buñuelos, fruta, cigarrillos, latas de Coca-Cola, botellas de agua mineral china y hasta de agua de Évian. Empleadas en uniforme de los ferrocarriles chinos se abren paso por el único pasillo del abarrotado vagón empujando carritos en fila india y ofreciendo muslos de pato picantes, costillas de cerdo asadas y condimentadas con especias, y periódicos y revistas sensacionalistas. Sentado en el suelo, un chaval de unos diez años y cara pícara embetuna con esmero los zapatos de tacón de aguja de una viajera de edad madura, que llama la atención por llevar unas gafas de sol azul marino, demasiado grandes para su cara, en el tren nocturno. Nadie se fija en el señor Muo ni en la maniática vigilancia de que hace objeto a su Delsey modelo 2000. (Días antes, tren diurno -e igualmente en un coche de asientos duros-, cuando se disponía a poner el broche de oro a sus notas cotidianas con una contundente cita de Lacan, al levantar los ojos del cuaderno escolar, había visto, como en una película muda pasada a cámara lenta, a viajeros que, intrigados por las medidas de seguridad de que rodeaba a su maleta, se habían subido al banco para olerla, palparla y golpearla con manos de negras y melladas uñas.)
Aparentemente cuando está absorto en notas, nada puede quitarle la concentración. En el banco de tres lazas, su vecino de la derecha, un buen hombre de unos cincuenta años, espalda ancha y cara alargada y morena, lanza miradas curiosas sobre el cuaderno, disimuladamente al principio y luego con insistencia.
– Señor… gafitas, ¿escribe usted en inglés? -le pregunta al fin con un respeto casi servil-. ¿Puedo pedirle consejo? Mi hijo, que va al instituto, es un ceporro, pero un auténtico ceporro, en inglés.
– Faltaría más -le responde el señor Muo, muy serio, sin mostrar el menor enfado al oírse llamar «gafitas»-. Voy a contarle una historia relacionada con Voltaire, un filósofo francés del siglo dieciocho. Un día, Boswell le preguntó: «¿Habla usted inglés?» A lo que Voltaire respondió: «Para hablar inglés hay que morderse la punta de la lengua con los dientes. Yo ya soy muy mayor, y he perdido los míos.» ¿Lo ha comprendido? Se refería a la pronunciación de la th. Yo, como el viejo Voltaire, tampoco tengo los dientes lo bastante largos para practicar la lengua de la mundialización, aunque me encantan algunos escritores ingleses y uno o dos norteamericanos. Lo que estoy escribiendo, caballero, es francés.
Aunque inicialmente sorprendido por tan larga respuesta y superado por el discurso, el hombre, una vez recobrado el aplomo, clava en su vecino una mirada torva. Como todos los trabajadores de la época revolucionaria, odia a la gente que posee conocimientos de los que él carece y que, por su saber, simbolizan un enorme poder. Decidido a darle una lección de modestia, saca del bolso un juego de ajedrez chino y lo invita a jugar.
– Lo siento -dice Muo en el mismo tono serio-.
No juego, aunque conozco perfectamente el Origen de ese juego. Sé de dónde viene y de qué época data…
– ¿De verdad escribe usted en francés? -le pregunta su vecino, totalmente desconcertado, antes de dormirse
– Sí.
– ¡Oh, en francés! -repite el hombre varias veces, y la palabra resuena en el coche nocturno como un débil eco, una sombra, una reminiscencia de la gloriosa palabra «inglés», mientras una mueca de decepción invade su rostro de buen padre de familia.
Desde hace once años, en París, Muo pasa todas las noches en la buhardilla convertida en estudio de un edificio de siete pisos sin ascensor (una alfombra roja cubre la escalera hasta el sexto), un lugar húmedo con grandes grietas en el techo y en las paredes, anotando sueños; en primer lugar, los suyos, pero también los de otros. Redacta sus notas en francés, consultando un diccionario Larousse para comprobar cada palabra que intenta cerrarle el paso. ¡Ah, cuántos cuadernos no habrá emborronado!.
Los guarda todos en cajas de zapatos sujetas con gomas elásticas, apiladas en lo alto de una estantería de estructura metálica; cajas cubiertas de polvo idénticas a las que los franceses utilizan y utilizarán siempre para guardar las facturas de la compañía eléctrica y de France Telecom, las nóminas salariales, las declaraciones de renta, los extractos de cuentas bancarias, las cuotas de los seguros las mensualidades de los créditos para pagar muebles, coches, reformas… En definitiva, las cajas del balance de una vida.
Desde 1989, año de su llegada a París, y durante más de una década (en la actualidad, acaba de cruzar el umbral de los cuarenta, la edad de la lucidez según el antiguo sabio Confucio), esas notas redactadas en un francés arrancado palabra a palabra al Larousse lo han ido transformando, del mismo modo que sus gafas de cristales redondos -enmarcados en una montura tan fina como las del último emperador en la película de Bertolucci- han ido estropeándose con el tiempo, y ahora están renegridas de sudor y salpicadas de manchas de grasa amarilla, y tienen las patillas tan torcidas que ya no caben en ningún estuche. «¿Tanto ha cambiado la forma de mi cráneo?», escribió Muo en su cuaderno tras la fiesta del año nuevo chino de 2000. Ese día se había colocado un delantal, se había remangado la camisa y había decidido poner orden en el estudio. Pero, cuando estaba acabando de fregar los cacharros, amontonados desde hacía tiempo (fea costumbre de soltero) en un oscuro revoltijo que emergía del agua de la pila como un iceberg, las gafas le resbalaron nariz abajo y, ¡plof!, se arrojaron en caprichosa zambullida al baño de burbujas, en cuya superficie flotaban hojas de té y restos de comida, para hundirse entre islotes de cuencos y arrecifes de platos. Con la vista repentinamente nublada, Muo no tuvo más remedio que buscar a tientas bajo la espuma y sacar del fregadero chorreantes trozos de pan, roñosas cacerolas con restos de arroz pegado en el fondo, tazas de té, un cenicero de cristal, peladuras de melón y sandía, cuencos pringosos, platos desportillados, cucharas y algunos tenedores tan grasientos que se le escaparon de las manos y cayeron tintineando al suelo. Pero acabó pescando las gafas. Las limpió y las secó con mimo, y se quedó contemplándolas: los cristales tenían nuevas rayas, finas como cicatrices, y las patillas, ya de por sí torcidas, habían adquirido una curvatura aún más estrambótica.
Ahora, en el tren chino que avanza inexorablemente en la noche, ni la dureza del asiento ni la proximidad de otros viajeros consiguen perturbarlo. No se deja distraer ni siquiera por la atractiva señora de las gafas de sol (¿una estrella del mundo del espectáculo que viaja de incógnito?), la cual, sentada junto a la ventanilla, al lado de una pareja joven y frente a tres mujeres de edad avanzada vuelve graciosamente la cabeza hacia él, con un codo apoyado en la mesita plegable. No. Nuestro señor Muo no está en un coche de tren, sino en la mitad de una línea escrita en la lengua de otro país y, sobre todo, en medio de sus sueños, que con tanto pundonor, tanto celo profesional o, más bien, tanto amor, anota y analiza.
Por momentos, el placer que le produce su actividad se refleja en su rostro, sobre todo cuando recuerda, recita o aplica a sus sueños alguna frase o un párrafo entero de Freud o Lacan, dos maestros a los que profesa una adoración ilimitada. En esos breves instantes, sonríe y mueve los labios con un gozo infantil, como si acabara de reconocer a un viejo amigo. Sus facciones, tan duras hace sólo un momento, se ablandan como la tierra seca bajo la lluvia; su rostro pierde el contorno minuto a minuto y sus ojos se vuelven húmedos y diáfanos. Liberada de una caligrafía trabajosa, su letra se convierte en un gozoso garabateo de trazos cada vez más amplios, de bucles que tan pronto son vertiginosos como suaves ondulantes, armoniosos. Es la señal de que ha entrado en otro mundo, siempre palpitante, siempre apasionante, siempre nuevo.
A veces, un cambio en la velocidad del tren interrumpe el curso de su redacción; el señor Muo levanta la cabeza (que es la de un auténtico chino, siempre en guardia) y, con una mirada desconfiada, comprueba que su maleta sigue encadenada al portaequipajes. En el mismo movimiento reflejo y en idéntico estado de alerta, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta, provisto de una cremallera, para asegurarse de que su pasaporte chino, su permiso de residencia francés y su tarjeta de crédito siguen allí. A continuación, más discretamente, desliza la mano hacia su trasero y, con la punta de los dedos, palpa el bulto que forma el bolsillo secreto disimulado en su calzoncillo, en el que guarda a buen recaudo y al calor de su cuerpo la nada despreciable suma de diez mil dólares en metálico.
En torno a la medianoche se apagan los fluorescentes. En el coche, lleno a rebosar, todo el mundo duerme, excepto tres o cuatro jugadores de cartas insomnes que, sentados en el suelo cerca de la puerta del váter, se entregan al juego y hacen febriles apuestas -los billetes no paran de cambiar de manos-, bajo la bombilla desnuda de la iluminación nocturna, cuya azulada luz arroja sombras violetas sobre sus rostros y los naipes extendidos en abanico contra sus pechos, pero también sobre una lata de cerveza vacía que rueda de aquí para allá sin ir a ninguna parte. Muo le pone el capuchón a la estilográfica, deja el cuaderno en la mesita plegable y mira a la atractiva señora madura, que, sentada en la penumbra, se ha quitado al fin las gafas de sol panorámicas y se está aplicando una capa de crema azulada en la cara, tal vez una mascarilla hidratante o revitalizadora. «Qué coqueta… -se dice Muo-. ¡Cómo ha cambiado China!» A intervalos regulares, la mujer acerca la cara a la ventanilla, examina su reflejo, retira la capa de crema azulada y se aplica otra. La verdad es que la máscara le favorece. La vuelve más misteriosa, casi una mujer fatal, mientras escruta detenidamente su rostro en el cristal. De improviso, el cruce con otro tren proyecta una sucesión de resplandores sobre la ventanilla, y Muo descubre que la mujer está llorando en silencio. Las lágrimas le resbalan por la nariz, trazan surcos en la espesa capa azulada de la mascarilla y la llenan de admirables sinuosidades.
Al cabo de unos minutos, las siluetas recortadas y compactas de las montañas y los túneles sin fin dan paso a una llanura inmensa salpicada de Oscuros arrozales y pueblos dormidos. De pronto, aparece una torre de ladrillo sin puerta ni ventanas (tal vez un hangar o un torreón en ruinas) en medio de una explanada iluminada por farolas. En su teatral soledad, la torre avanza majestuosamente hacia Muo con un anuncio publicitario dibujado sobre su muro ciego con unos cuantos ideogramas enormes y negros, que promete: «Cura garantizada de la tartamudez.» (¿Quién la garantiza? ¿Cómo curan al tartamudo? ¿Y dónde? ¿En la torre?) La originalidad del reclamo mural se ve reforzada por una línea vertical, una escalerilla de hierro roñoso que recorre la pared pasando por el centro de la inscripción y tachonando los ladrillos hasta lo alto de la torre. A medida que el tren se acerca, los ideogramas van aumentando de tamaño, hasta que uno de ellos llena la ventanilla del coche, como si quisiera meterse dentro, momento en que la nariz del señor Muo casi parece rozar la herrumbrosa escalerilla, que, para ser francos, independientemente de los peligros inherentes a su altura y a la ley de la gravedad, ejerce una oscura fascinación sexual inequívocamente freudiana.
En ese instante, en el duro banco del coche, Muo es presa del mismo vértigo que sintió veinte años atrás (el 15 de febrero de 1980, para ser exactos) en una habitación de seis metros cuadrados con literas que compartían ocho estudiantes: una habitación húmeda, fría, en la que flotaba un olor a desperdicios, agua grasienta y fideos instantáneos que irritaba los ojos y que sigue flotando hoy en día en todos los dormitorios de las universidades chinas. Ese día, poco después de medianoche (las luces se apagaban a las once, siguiendo las estrictas consignas de la dirección), los dormitorios, o sea, tres edificios idénticos de nueve plantas para los chicos y dos para las chicas, estaban sumidos en disciplinada silenciosa oscuridad. El joven Muo, que por aquel entonces contaba veinte años y estudiaba literatura clásica china, tenía en las manos, por primera vez en su vida, un libro de Freud titulado La interpretación de los sueños. (Se lo había regalado un historiador canadiense de pelo blanco para el que, durante las vacaciones de invierno, había traducido al mandarín moderno las inscripciones de unas estelas antiguas, sin recibir pago alguno por su, trabajo.) Leía acostado en la litera superior, escondido bajo una manta guateada. El amarillento haz de su linterna recorría nerviosamente aquellas palabras llegadas de muy lejos, pasaba de una línea a otra y, de vez en cuando, ralentizaba la marcha hasta detenerse en un concepto oscuro y abstracto, para volver a perderse en los largos, larguísimos senderos de un tortuoso laberinto, antes de llegar a un punto o una simple coma. De pronto, un comentario de Freud sobre una escalera con la que había soñado golpeó el cerebro de Muo como un ladrillo arrojado contra un cristal. Arrebujado en la manta, impregnada de sudor y otros vestigios de sus actividades nocturnas, trató de dilucidar si se trataba de un sueño personal de Freud, o si el padre del psicoanálisis había penetrado en los meandros de su cerebro para asistir a uno de sus sueños recurrentes, o si bien no sería él, Muo, quien había soñado lo mismo que Freud antes que él, en otro lugar… No, el deslumbramiento que un libro puede causar en un joven no conoce límites. Esa noche, Freud encendió, literalmente, una hoguera de felicidad en la mente de su futuro discípulo, que arrojó al suelo la vieja manta, encendió la lámpara de la cabecera, pese a las protestas de sus condiscípulos y, en la beatitud provocada por el contacto con un dios viviente, leyó en voz alta, leyó, releyó y se dejo llevar, hasta que el celador del dormitorio, un tuerto gordinflón, apareció en la puerta, lo injurió, lo amenazó y acabó confiscándole el libro. Desde entonces, lleva el apodo «Freudmuo», acuñado por sus compañeros, pegado a la piel.
Recuerda las literas y el enorme ideograma que escribió con tinta en la cal de la pared, al lado de su cama, al final de aquella noche de revelación: «Sueño.» Hoy se pregunta qué habrá sido de aquel grafiti de su juventud. No lo escribió en la forma simplificada del chino moderno, ni tampoco en la del clásico, mucho más complicada, sino en la escritura primitiva, de tres mil años de antigüedad, sobre caparazón de tortuga, en la que el ideograma «sueño» se compone de dos partes: a la izquierda, una cama representada en plano gráfico y, a la derecha, un trazo depurado -cuya armonía no tiene nada que envidiar a los de Cocteau, que simboliza el ojo de una persona dormida mediante tres ganchitos inclinados -las pestañas-, y una mano que los señala desde abajo con un dedo, como si dijera: «El ojo sigue viendo incluso dormido. ¡No te fíes!»
A finales de los años ochenta, Muo llegó a París tras ganar en China un concurso inhumanamente difícil y obtener una beca del gobierno francés para realizar una tesis de doctorado sobre una de las numerosas lenguas alfabéticas de las civilizaciones de la Ruta de la Seda sepultadas bajo la arena del Takla-Makan el Desierto de la Muerte.
La beca, bastante mezquina cuantitativamente (dos mil francos mensuales) tenía una duración de cuatro años, durante los cuales Muo acudió tres veces por semana (los lunes, martes y sábados por la mañana) a la consulta de Michel Nivat, un psicoanalista lacaniano, donde permanecía tumbado en un diván de caoba durante las largas sesiones de confesión con la mirada fija en una elegante escalera de hierro forjado que se alzaba en medio de la habitación y conducía al despacho y la vivienda de su mentor.
El psicoanalista era tío de un estudiante al que Muo había conocido en un aula de la Sorbona. Ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, Nivat había alcanzado tal nivel de asexualidad que, cuando se presentó ante él, Muo tardó un buen rato en conseguir adjudicarle un sexo. Contempló su abundante cabellera, que al contraluz adquiría reflejos de escarcha y destacaba sobre el fondo de un cuadro abstracto colgado de la pared, hecho de trazos y puntos casi monocromos. Su indumentaria atemporal tampoco dejaba traslucir su identidad sexual, y su voz, aunque una pizca demasiado ruda para ser de mujer, resultaba indefinible.
El Mentor recorría la consulta con paso agitado y renqueante, y su cojera le recordaba a Muo la de otra persona perteneciente a una época y un país diferentes: su abuela. Durante cuatro años, y a título de favor personal (dada la exigüidad de la beca de Muo), Nivat lo recibió con la calma y la paciencia de un misionero cristiano que escucha benévolamente los miedos y secretos íntimos de un recién convertido tocado por la gracia de Dios.
El nacimiento del primer psicoanalista chino se produjo con dolor, aunque no exento de ocasionales visos de comedia. Al principio, como no dominaba el francés, Muo hablaba en chino, lengua de la que su psicoanalista no sabía una palabra; y para colmo, se trataba de un dialecto, el de la provincia de Sichuan, de la que Muo es originario. A veces, en mitad de un largo monologo, dejándose llevar por su superego, Muo se sumergía en sus recuerdos de la Revolución Cultural, y reía y reía hasta que las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tenía que quitarse las gafas para limpiarlas, ante la mirada de su Mentor, que no lo interrumpía, a pesar de que en su fuero interno sospechaba que se burlaba de él.
En el exterior, la lluvia, que no ha cesado desde la salida del tren, sigue cayendo. Muo se ha dormido, y en sus sueños se mezclan los recuerdos de su pasado parisino, el débil ruido de una tosecilla, la sintonía de una telenovela canturreada por uno de los jugadores de cartas y la preciosa presencia de su maleta, sujeta con la cadena de hierro, en lo alto del portaequipajes… Con un hilillo de saliva en la comisura de los labios, la cabeza de su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, se indina, se yergue, vuelve a inclinarse y acaba aterrizando en el hombro de Muo en el preciso momento en que el tren pasa por un puente sobre un tenebroso río. Por un instante, Muo tiene la sensación de que una sucesión de luces lo besan y le escrutan el rostro una tras otra, hasta que una de ellas se posa en él y se queda quieta. Muo abre los ojos.
Sin gafas, no ve gran cosa, pero cree distinguir vagamente una vara o un bastón que se balancea ante su cara, primero de delante atrás y luego de izquierda a derecha, en incesante vaivén.
Al fin, consigue salir de su modorra y comprende que el bastón es una escoba manejada por una muchacha, de la que no distingue más que la silueta, imprecisa, oscilante e inclinada junto a él, que barre bajo su asiento con amplios y rítmicos movimientos de los brazos.
El tren reanuda la marcha y vuelve a detenerse a los pocos metros. La sacudida hace caer de la mesita plegable un objeto que golpea a la joven limpiadora. Son las gafas de Muo, con las patillas torcidas y deformadas. La chica intenta recogerlas, pero Muo se agacha al mismo tiempo y, en su precipitación, se golpea la sien con el palo de la escoba. En el fugaz contacto de sus cuerpos, mientras la joven recoge las gafas y vuelve a dejarlas en la mesa, Muo, sin verla claramente, percibe el olor familiar del jabón Águila, un jabón barato con aroma a bergamota que se desprende de su pelo. En su época, la madre y la abuela de Muo ya se lavaban el suyo con ese mismo jabón en el patio de la casa de vecinos. Él, el pequeño Muo, cogía agua fría del grifo comunitario y la mezclaba con la caliente de un termo para verter sobre la sedosa y abundante cabellera de ébano de su madre (y en ocasiones sobre los plateados cabellos de su abuela) cascadas de vaporosos chorros de agua con una taza esmaltada en la que figuraba un retrato de Mao aureolado de rayos rojos. Acuclillada sobre una palangana colocada en el suelo (y esmaltada con grandes peonías rojas que representaban la grande, grandísima primavera revolucionaria), su madre se restregaba la cabeza con un trozo de jabón Águila de agradable olor a bergamota -un olor de pobreza digna-, cuyas transparentes e irisadas burbujas se deslizaban entre sus dedos cubiertos de espuma, se escapaban, flotaban y volaban por aire.
– Dime, muchacha, ¿por qué barres el suelo a estas horas? ¿Es tu trabajo?
La chica ríe por lo bajo y sigue barriendo. Lleva una blusa que, gracias a las gafas, Muo identifica como una camiseta de hombre. Una cosa está clara: no es una empleada de los ferrocarriles. Sus pantalones cortos, que le llegan hasta las rodillas y le quedan demasiado anchos, sus zapatos de caucho, baratos y salpicados de barro, y su bolso mugriento y remendado, que lleva en bandolera y cuya cinta subraya la lisura de su pecho, traslucen la miseria.
Muo se fija en los finos pelos negros de sus axilas, cuyo agrio olor a sudor se mezcla con el aroma a bergamota de sus cabellos.
– Señor -le dice la chica-, ¿puedo mover sus zapatos?
– Por supuesto.
La muchacha se inclina y, con la punta de los dedos, coge los zapatos de Muo con respeto y delicadeza.
– ¡Oh! ¡Calzado occidental! Hasta las suelas son bonitas. Nunca había visto unas suelas así.
– ¿Cómo sabes que son occidentales? Yo pensaba que mis pobres zapatos eran discretos, unos zapatos sencillos y corrientes, sin nada de particular.
– Mi padre era limpiabotas -le responde la chica con una sonrisa. Luego, deja los zapatos debajo del banco, en un rincón, contra la pared del coche, y añade-: No se cansaba de decirnos que los zapatos occidentales duran mucho tiempo y nunca se deforman.
– Acabas de lavarte el pelo, lo sé por el olor. Es de bergamota, un árbol sudamericano, probablemente brasileño, traído a China en el siglo diecisiete, casi al mismo tiempo que el tabaco.
– Me he lavado el pelo porque vuelvo a casa. Hace un año que me marché y trabajo como una mula en Pingxíang, una porquería de ciudad, a dos estaciones de aquí.
– ¿Y en qué trabajas?
– Como vendedora de trapos. En unos almacenes que acaban de quebrar. Gracias a eso, puedo ir a celebrar el cumpleaños de mi padre.
– ¿Qué regalo le llevas? Perdona, seguramente te parezco demasiado curioso. Pero, para serte franco, mi trabajo consiste principalmente en estudiar las relaciones que las hijas y los hijos mantienen con sus padres. Soy psicoanalista.
– Y eso de psicoanalista ¿qué es? ¿Una profesión?
– Desde luego. Se trata de analizar… ¿Cómo te lo explicaría? No trabajo en un hospital, pero pronto tendré una consulta privada.
– ¿Es Usted médico?
– No. Interpreto los sueños. La gente que sufre me cuenta sus sueños y yo intento ayudarlos a comprenderlos.
– ¡Dios mío! Nadie diría que usted se dedica a decir la buenaventura…
– ¿Cómo?
– ¡Que dice usted la buenaventura! -repite ella. Y, antes de que Muo pueda rechazar esa definición popular del psicoanálisis, la muchacha, señalando con el dedo una caja de cartón que hay en el portaequipajes, le explica-: Es un regalo… Un televisor chino de doce pulgadas, un Arco Iris. Mi padre quería uno más grande, japonés, por las dichosas cataratas, pero es demasiado caro.
Mientras Muo contempla, en respetuoso contrapicado, la caja del televisor, prueba de amor filial que se agita en el portaequipajes al ritmo de las sacudidas del tren, la chica suelta la escoba, saca del bolso una esterilla de bambú, la extiende debajo del banco, bosteza sin cumplidos, se quita los zapatos de caucho, los coloca al lado de los de Muo, se agacha y, con movimientos lentos, graciosos, felinos, se desliza bajo el asiento y desaparece. (Tiene que encogerse para que los pies no sobresalgan del banco. Y, a juzgar por el silencio que se apodera de la oscuridad al instante, ha debido de quedarse dormida nada más posar la cabeza en el bolso, que le sirve de almohada.)
La ingeniosa litera deja a Muo boquiabierto. Sufre por la muchacha, la compadece, casi está enamorado de ella, cegado por un arranque de piedad que conoce de sobra y que, brotando de sus ojos miopes, deposita sobre los cristales de sus gafas una especie de bruma, a través de la cual ve los pies desnudos de la muchacha, que se estiran y asoman por debajo del banco. Qué hipnótico espectáculo el de esos pies que se cruzan y se frotan uno contra otro lánguidamente cada vez que un mosquito invisible se posa en ellos… La delgadez de los tobillos, constata Muo no deja de tener su encanto, lo mismo que los restos de esmalte coralino en las uñas de los dedos gordos, vestigios de su coquetería. Un instante después, debido a un movimiento de repliegue de las piernas, los pies sucios de la barrendera desaparecen de la vista de Muo, pero su huella queda impresa en su cerebro, donde gira y se demora hasta que el aprendiz de psicoanalista consigue completar las partes que faltan de la imagen de la muchacha tumbada en la oscuridad: las despellejadas rodillas, el arrugado pantalón, la camiseta de hombre empapada en sudor; el polvo, que se pega a la reluciente piel de su espalda, dibuja en su nuca un melancólico cuello de encaje, rodea su boca y aplica un toque de sombra de ojos bajo sus pestañas, pegadas por la transpiración.
Muo se levanta y, tras excusarse ante sus dormidos compañeros de viaje y abrirse paso entre los viajeros sentados en el pasillo, se dirige al váter. Cuando regresa, su preciado sitio, minúsculo paraíso hecho de un tercio de asiento, ha sido tomado al asalto por su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, cuya cabeza reposa sobre la mesita plegable, en una postura tan inamovible como si le hubieran pegado dos tiros a bocajarro. El resto del asiento está ocupado por otro usurpador que, con un hilillo de baba en la comisura de los labios, tiene la cabeza apoyada en el hombro del padre de familia. En el otro extremo, el del pasillo, está sentada una campesina. Con la camisa abierta, amamanta a una criatura apretándose con la mano el turgente pecho izquierdo. Malhumorado, Muo acepta su pérdida y se sienta gruñendo en el suelo, junto a ella.
La bombilla que ilumina los torsos desnudos y a los jugadores de cartas arroja un débil rayo de luz sobre el gorrito rojo del bebé. «¿Por qué lleva eso en la cabeza, con este calor infernal? -se pregunta Muo-. ¿Estará enfermo? ¿No sabe su madre que un afamado psicoanalista dijo, refiriéndose a un hada de una leyenda europea, que “su gorro rojo no es otra cosa que el símbolo de sus menstruos”?»
En ese instante, el gorrito rojo, o la palabra «menstruos», prende una llama que incendia inmediatamente su cerebro.
«¿Será virgen la chica?»
De pronto, un trueno brama y resuena en su cabeza. Su estilográfica se cae de la mesita plegable, rebota en el suelo y, como si fuera presa de una crisis nerviosa, continúa hacia el otro extremo del pasillo, donde Muo, sin capacidad de reacción, la ve rodar y rodar, en un movimiento tan impetuoso como el del tren. Su mirada sigue clavada en el gorrito rojo del bebé. En el interior de su cabeza, Muo se oye repetir esta frase: «Es verdad; si es virgen, eso lo cambia todo.»
La criatura aprieta los párpados, abre de par en par la boca, manchada de leche, y rompe a llorar.
A Muo le horrorizan los berrinches infantiles. Aparta los ojos. Contempla las sombras que se desplazan de rostro en rostro dentro del coche, las palpitantes luces que se suceden en el exterior, una gasolinera desierta, una calle flanqueada de tiendas con escaparates ciegos, edificios en construcción rodeados de andamios de bambú que se van estrechando conforme ascienden hacia el cielo.
El bebé del gorrito rojo, que se ha cansado de llorar, se inclina hacia Muo y lo golpea en la cara con su caprichoso e inocente puño; la madre, agotada y somnolienta, lo deja hacer. Muo recibe los golpes sin intentar esquivarlos, mientras sigue con la mirada la lata de cerveza que hace un rato rodaba entre los jugadores de cartas y ahora atraviesa el vagón, cruza un charquito de agua, o de pipí de niño, rodea un enorme escupitajo y se detiene frente a él, tan cerca que a pesar de la escasa luz, Muo puede distinguir una rajita en la pared de hojalata. Un soplo de aire caliente le acaricia el cuello y vuelve la cabeza, soltándose de los brazos maternos, el bebé se le acerca, hunde la naricilla en su nuca y la olfatea como si buscara algún olor en ella. Luego, le lanza una mirada recelosa, casi hostil, arruga a la minúscula nariz y reanuda su inspección olfativa.
¡Qué horror! Estornuda y vuelve a llorar.
Esta vez llora con ganas, a pleno pulmón, soltando gritos tremendos y desgarradores. De pronto, un escalofrío recorre la espina dorsal de Muo, que es presa de la angustia cuando su mirada se encuentra con la del bebé, severa, acusadora, como si la criatura comprendiera lo que se esconde en el fondo del cerebro de Muo, ese extraño provecto, o más bien ese extraño delirio de encontrar a una joven virgen para conseguir el fin al que se ha consagrado, un fin que un día podría provocar la estupefacción general.
Con un movimiento brusco, Muo le vuelve la espalda para ahuyentar esas ideas, que amenazan con desorientarlo y quebrantar su determinación de médico de las Almas.
Perseguido por el llanto del bebe, se desliza a cuatro paras bajo el duro asiento, sumido en una oscuridad impenetrable. Al instante, lo asalta la sensación de haberse quedado ciego. Envuelto en repugnantes efluvios, tiene que taparse la nariz por miedo a asfixiarse. Durante unos segundos recuerda olores de hace mucho tiempos de su infancia al comienzo de la Revolución Cultural, cuando bajaba al subterráneo en el que permanecían encerrados su abuelo, pastor cristiano (no es de extrañar que la sangre del Salvador corra por sus venas), y otros prisioneros: el hedor a orines, sudor agrio, suciedad, humedad, a cerrado y también a putrefacción de los cadáveres de las ratas que cubrían los estrechos peldaños de la escalera y con los que tropezaba constantemente. Ahora comprende por qué la ex vendedora de Pingxiang ha barrido bajo el banco tan cuidadosamente antes de meterse dentro, y no se atreve a imaginar la fetidez que habría reinado allí sin tan escrupulosa limpieza.
Geográficamente hablando, el microcosmos underground no es tan pequeño como lo había imaginado. En compensación a la escasa altura, el espacio corresponde al de dos bancos: el de Muo y los dos usurpadores, y el de detrás, sujeto al primero mediante un respaldo común. La iluminación, a derecha e izquierda, es mortecina, vaga, cien veces más débil que fuera, insuficiente para ver con claridad; pero Muo siente instintivamente la presencia del cuerpo de la bella durmiente, extendido en el suelo como un montón de ropa o de hojas secas.
No lamenta haber dejado las cerillas en la mesita plegable, ni el encendedor en la maleta encadenada al portaequipajes. Se las arreglará sin echar demasiado de menos la luz. La oscuridad que lo envuelve le parece misteriosa, acogedora, romántica, casi sensual. Tiene la divertida sensación de ser un aventurero que avanza a tientas por un pasadizo secreto, bajo una pirámide o en una vieja cloaca romana, en busca de algún tesoro.
Por costumbre, antes de meterse del todo, comprueba cari un gesto mecánico que el dinero sigue en su calzoncillo, y el permiso de residencia francés en el bolsillo interior de su chaqueta.
Centímetro a centímetro, avanza reptando en sentido oblicuo, con una ceguera temporal de la que cree poder sacar partido, un inconveniente que tal vez se convierta en ventaja. De pronto, con un ruido sordo, algo -sin duda, la huesuda rodilla de la chica- le golpea el rostro y le hunde las gafas en el hueso de la nariz. Un dolor espantoso le arranca un grito y hace que el oscuro mundo underground le parezca aún más oscuro.
El grito del Salvador romántico no provoca ninguna reacción en la bella durmiente.
– Escucha, muchacha. -Su voz, baja, sincera, de nieto de pastor, resuena en la oscuridad-. No tengas miedo. Soy el psicoanalista con el que has hablado hace un rato. Me interesas. Me gustaría que me contaras uno de tus sueños, si te acuerdas de alguno. Si no, dibújame un árbol… No importa cómo sea, grande o pequeño, con hojas o sin ellas… Yo interpretaré tu dibujo y te diré si has perdido o no la virginidad.
A cuatro patas, Muo hace una pausa y espera la reacción de la chica rumiando lo que acaba de decir. Está bastante satisfecho del tono perentorio que ha utilizado para hablarle de su virginidad, y cree haber disimulado bastante bien su propia inexperiencia sexual.
La muchacha sigue sin decir palabra. En la oscuridad, Muo siente que sus dedos entran en contacto con uno de los pies descalzos de la chica, y el corazón empieza a palpitarle con fuerza. Envuelve ese pie invisible en una mirada afectuosa.
– Sé que me oyes -continúa Muo-, aunque no me hayas respondido. Supongo que mi proposición te ha desconcertado. Lo entiendo, y creo que se impone una explicación: la interpretación de un dibujo no es ni una patraña de charlatán ni un invento personal. Lo aprendí en Francia, en París, en una conferencia organizada por el Ministerio de Educación francés. Aún me acuerdo de los árboles que garabatearon un chico y dos chicas, más jóvenes que tú, víctimas de agresiones sexuales. Arboles negros, húmedos, enormes, de una violencia inaudita, como brazos amenazadores, peludos, erguidos en una especie de tierra de nadie.
Mientras habla, siente que su peor enemigo -su propio subconsciente o su superego, dos conceptos inventados por Freud- surge violentamente, dispuesto a hacer estragos en su cabeza. Acaricia el pie invisible, frío pero sedoso. Explora el delicado relieve, palpa la huesuda arista, que parece temblar bajo el contacto de sus dedos… Por último, posa la mano en el tobillo, tan delgado, tan frágil, y, al sentir la delicada vibración de un pequeño hueso, su sexo se endurece.
En la casi total oscuridad, ese pie, que no ve, adquiere otra dimensión. Cuanto más lo toca, más se transforma su sustancia, y, poco a poco, su esencia, su naturaleza se superpone a la de otro pie con el que Muo el Salvador topó veinte años atrás, como tantas veces confesó a su psicoanalista (que, sin embargo, cometió el error de minusvalorar esa pista, para privilegiar la de la infancia).
Era un día de primavera, a comienzos de los años ochenta. Escenario: el oscuro y bullicioso comedor de una universidad china, abarrotado por miles de estudiantes, todos ellos con cuencos esmaltados y juegos de palillos en las manos. El altavoz aullaba poemas en loor de la nueva política del gobierno. Todos hacían cola. Ante cada una de las veinte cochambrosas ventanillas, una larga, interminable columna de negras cabezas flotaba en una bruma vaporosa y un ambiente de disciplinada formalidad. Tras una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, Muo dejó caer un vale de comida lleno de manchas de salsa de soja, grasa y gotas de sopa. En la confusión general, el vale salió volando y aterrizó, «casualmente», junto a los zapatos de una estudiante, contra los que el sol, que se colaba por los cristales rotos de una ventana enrejada, disparaba sus flechas. Los zapatos de terciopelo negro suelas finas como hojas de papel, desvelaban la arista del pie y unos calcetines cortos color blanco. Con el corazón palpitante como el de un ladrón, Muo se agachó ante aquellos pies medio ocultos tras los especiados vapores de la cocina y extendió la mano hacia el vale. Al cogerlo, rozó con las puntas de los dedos los zapatos de terciopelo y vibró al sentir un dulce calor a través de los calcetines blancos.
Luego, levantó la cabeza y, en la neblina del comedor, vio que la estudiante le lanzaba una mirada en la que no había ni curiosidad ni sorpresa. Le sonreía, con una complacencia turbadora.
Era ella, H. C., su compañera de clase, especializada como él en el estudio de los textos clásicos. (H. es su apellido, compuesto por un ideograma cuya parte izquierda significa «antiguo» o «viejo» y cuya parte derecha significa «luna», En cuanto a su nombre, C., también consta de dos partes; la izquierda quiere decir «fuego» y la derecha, «montaña» Jamás ha habido nombre tan cargado de soledad: «Volcán de la Vieja Luna.» Pero tampoco lo ha habido tan dotado de gráfica belleza magia sonora. Aún hoy, Muo se derrite apenas pronuncia esas dos palabras.)
Por segunda vez, soltó el vale, que cayó al suelo en el mismo sitio que la anterior, Y, por segunda vez, al recogerlo, sintió en la punta de los dedos los largos y móviles dedos de la chica, ocultos bajo el terciopelo negro.
En la oscuridad, los crujidos del suelo se suavizan y los chirridos de las ruedas del tren se atenúan, en el mismo instante en que en Muo se produce una reacción que le arranca un gemido, mitad de éxtasis, mitad de sufrimiento y vergüenza: un chorro ardiente brota de su entrepierna y le moja el calzoncillo y el pantalón, aunque por fortuna respeta el bolsillo en el que tan celosamente guarda su dinero.
El tren se detiene. Desde el andén, haces de luz temblorosa iluminan el coche y penetran parcialmente bajo el banco. En ese momento, Muo se queda estupefacto al ver que el pie que no ha parado de acariciar, la causa de su vergüenza, no es otra cosa que el palo de la escoba, abandonada en la oscuridad.
Con los ojos cerrados y la cara entre las manos, se tumba boca arriba y reza para que el tren se ponga en marcha enseguida y la oscuridad vuelva a cubrir las huellas de su humillación; pero tanto dentro como fuera reina un silencio asfixiante. El tren no se mueve. De pronto, bajo el banco resuena una voz masculina:
– ¿Dónde estamos?
Sobresaltado, Muo se vuelve y se tumba boca abajo para ocultar la mancha del pantalón. La brusquedad del movimiento hace que se le caigan las gafas.
– ¿Quién es usted? ¿Dónde está la muchacha de Pingxiang, la vendedora de ropa?
– Se ha ido. Me ha dejado el sitio por tres yuans.
Muo comprende que, durante los breves instantes en que se ha ausentado para ir al lavabo, la situación debajo del banco ha cambio en su perjuicio. ¿Se habrá ido la chica en ese momento?. Deseoso de saber más, se acerca al hombre, que ha vuelto a dormirse, y comprueba que los zapatos de caucho de la muchacha han desaparecido. Pero tarda varios minutos en darse cuenta de que los suyos (occidentales, resistentes e indeformables) tampoco están.
Con la ropa cubierta de polvo, el pantalón mojado y la cara tiznada, Muo saca la cabeza y, al alzar los ojos hacia el portaequipajes, es presa de un violento vértigo: de la cadena, cortada no se sabe cuándo ni por quién sólo queda un pequeño trozo que cuelga en el vacío, reluciendo a la luz de las farolas.
Descompuesto, fuera de sí, se precipita hacia la puerta del coche. Baja. Fuera, la llovizna que flota en el aire envuelve la estación en una nube de vapor tan densa que por un instante Muo cree haber perdido la vista. Corre de un extremo a otro del andén gritando, pero su grito se pierde entre los relucientes raíles, los viajeros que suben y bajan y los ferroviarios, que charlan ante las puertas de los vagones, comen fideos instantáneos acuclillados en el andén o juegan al billar en el despacho del jefe de estación, convertido recientemente en karaoke iluminado con tubos del color del rayo, como un decorado teatral. Por descontado, nadie se ha fijado en la ladrona de la maleta azul claro con ruedas, marca Delsey.
«Cuando volví de hablar con un policía, el tren ya se había alejado», anota Muo en un cuaderno nuevo de tapas gris perla, que ha comprado a la mañana siguiente. También ha adquirido una maleta cuadrada, negra, sin ruedas, una cadena de hierro más gruesa y de eslabones más fuertes que la otra, y un teléfono móvil. «Eché a correr detrás del tren, pero no pude alcanzarlo. Luego, durante un buen rato, caminé bajo la lluvia a lo largo de las vías, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, grité el nombre de H. C., Volcán de la Vieja Luna, encarnación de la belleza y la sabiduría, y le supliqué que me ayudara.»
Tras redactar esas notas en la habitación de un pequeño hotel, hace un inventario de varias páginas en el que enumera, artículo por artículo, con la mención del precio en francos y en yuans, el contenido de la maleta desaparecida, sin olvidar los zapatos, los cuadernos, el termo de viaje, etc., con el propósito de dirigir una reclamación a la dirección de la compañía ferroviaria. Pero, al cabo de un rato, suelta una carcajada.
«Cualquiera diría que ya no conoces tu gran patria…»
Rompe la hoja, arroja los trozos de papel por la ventana de la habitación y se contenta con reír.
– Dime, ¿cuándo supiste por primera vez que existían los homosexuales?
– Fue… Espera que cuento… Creo que tenía veinticinco años.
– ¿Estás segura? ¿Veinticinco años? ¿Tan tarde?
– No has cambiado nada, Muo. Sigues teniendo la dichosa manía de poner el dedo en la llaga ajena… Yo soy frágil, ¿sabes? Como todas las mujeres de cuarenta años.
– Al menos, creo poder calmar el dolor, si la llaga aún no ha cicatrizado. Ahora, si te parece, considera nuestra conversación telefónica, a casi mil kilómetros de distancia, como una sesión de psicoanálisis gratuita.
– Para el carro, Muo. Me llamas para felicitarme por mi cumpleaños. De acuerdo, estoy muy conmovida. Te lo agradezco. Pero no hagas el tonto. Ya no somos compañeros de colegio. Soy viuda y, por si fuera poco, embalsamadora de cadáveres.
¡Qué palabra tan magnífica! «Embalsamadora.» Aunque no sé nada sobre ese oficio, ya me encanta. Es como esas películas que te gustan incluso antes de verlas.
– ¿Y?
– ¿Por qué estás tan a la defensiva? Sabes que, de todas formas, me guardaré para mí todo lo que me digas. Un psicoanalista, como un sacerdote, nunca revela los secretos que le confiesan. Es cuestión de ética profesional. Confía en mí. Hablar sólo puede hacerte bien. Inténtalo.
– ¿La primera vez que supe que existían?
– Sí, los homosexuales. Cualquiera diría que te asusta la palabra…
– Antes de los veinticinco años, nunca la había oído pronunciar.
– ¿Te acuerdas exactamente de la primera vez?
– Sí… Fue unos dos años antes de que me casara, aunque Jian y yo ya éramos novios. Él trabajaba como profesor de inglés en un instituto. Fue un sábado; en esa época, los sábados eran laborables. Vino a buscarme al tanatorio, hacia las seis de la tarde. Subí a la parte de atrás de la bicicleta, al portaequipajes, como de costumbre. Él pedaleaba…
(Pedaleaba. Pédale <strong>[1]</strong>: Al otro lado de la línea, Muo piensa en la expresión francesa. En aquella época, veía a menudo a aquel chico alto y cargado de espaldas, con su alargado y pálido rostro de erudito, su larga melena impecablemente peinada y su irreprochable pulcritud, pedaleando en su bicicleta. Cuando llegaba al pie del edificio de hormigón gris en el que vivían la familia de la Embalsamadora y la de Muo, frenaba y se quedaba inmóvil en la bicicleta durante unos segundos, como un equilibrista, antes de poner los pies en el suelo con un movimiento lento, casi indolente. Siempre dejaba la bicicleta lejos, como si temiera que se confundiera con la masa oscura de las otras bicicletas aparcadas ante la entrada del edificio.)
– Como de costumbre, pasamos ante el conservatorio de música y luego ante la fábrica de caramelos y la de neumáticos.
– A propósito tengo una preguntilla indiscreta, pero muy importante para un psicoanalista freudiano como yo. La chimenea de la fábrica de neumáticos, ¿no ha salido nunca en alguno de tus sueños? Ya sabes, esa chimenea alta, muy alta, que alza hacia el cielo su enorme conducto en forma de sexo…
– No. Nunca. Odio esa chimenea, que día tras día escupe su humo negro al cielo y lanza hollín y porquería por todas partes: sobre las calles, sobre las casas, sobre los árboles… Y, sobre todo, siempre que va a llover, cuando el calor se hace insoportable, el espeso humo flota por encima de tu cabeza, o te da en plena cara y no te deja respirar. Un horror. A mí lo que me gusta es pasar por delante de la fábrica de caramelos. ¡Qué bien huele! ¿Lo recuerdas?
– Ya lo creo. Cuando éramos pequeños, en los años sesenta, despedía un olor a caramelos de leche y vainilla, unos caramelos que me encantaban y que no he vuelto a ver en ningún sitio. Bueno, Continúa… Ibais en bicicleta, envueltos en el humo negro de la fábrica de neumáticos.
– Bueno, si prefieres verlo así… Cuando llegamos a la puerta de la Ópera de Sichuan, empezaba a oscurecer, Jian tomó un atajo.
Ya sé a cuál te refieres: un camino estrecho de tierra, que bordea una alcantarilla a cielo abierto, siempre llena de barro maloliente. Un sendero salpicado de baches. Imagino que no irías muy cómoda, sentada en el portaequipajes…
– Lógicamente, debido a su mal estado, poca gente cogía ese sendero. No sé si recordarás que, a medio camino, había una especie de cobertizo…
– Te refieres a los aseos públicos para hombres.
– ¿Aseos? ¿Estás de broma? Urinarios, como mucho.
– Es verdad. Era una caseta de ladrillos, oscura y húmeda, medio derrumbada, con una cubierta de tejas llena de agujeros por los que entraba la luz. Siempre había un enjambre de moscas que no paraban de danzar. Y ni una sola bombilla. Charcos de agua por todas partes. El suelo no estaba seco nunca, ni cuando hacía buen tiempo, así que imagínate cuando llovía. No había quien entrara. Todo el mundo meaba desde la puerta. A veces, hacíamos competiciones, nuestros juegos olímpicos particulares, para ver quién meaba más lejos.
– Ese día, los aseos públicos, como tú los llamas, estaban rodeados de policías. Al principio, de lejos, sólo vi sombras alrededor del cobertizo. Eso me sorprendió. Luego, cuando estuvimos más cerca, distinguí cañones de fusiles, que brillaban a la luz de la farola. Policías de uniforme. Todo estaba en silencio. Eran muchos. Detuvieron a una docena de hombres, jóvenes y no tan jóvenes. No llegué a verles la cara; salían del cobertizo en fila india, con la cabeza gacha. El camino estaba cortado por los policías. Bajamos de la bicicleta y avanzamos a pie. Le pregunté a mi futuro marido quiénes eran aquellos desgraciados. «Homosexuales», me respondió. Era la primera vez en la vida, a mis veinticinco años, que oía esa palabra.
– ¿Qué hacían en los urinarios?
– Jian me explicó que era su lugar de encuentro. Pasaron ante nosotros con el cuerpo encorvado, escoltados por los policías, y se dirigieron hacia un furgón blindado con las ventanillas enrejadas. No sé, con su actitud avergonzada de criminales, parecían animales a los que les hubieran partido el espinazo. Hasta los policías los miraban de un modo extraño, con curiosidad. El silencio era impresionante. Se oía el zumbido de los cables del telégrafo resonando en el viento. Al lado, el agua de la alcantarilla borboteaba entre las piedras, y a mí, que tenía el estómago vacío, me gruñían las tripas. Jian iba con la cabeza baja y los ojos clavados en la rueda delantera de la bicicleta, cubierta de barro. Cuando volvimos a montar en ella, apoyé la mejilla en su espalda y, a través de la camisa, noté que estaba empapado en sudor frío. Le hablé. Pero no me respondió. Desde esa noche, no volvimos a coger ese camino.
– ¿Solía ir a buscarte al trabajo?
– Sí, me llevaba a casa en bicicleta casi todos los días.
– Era muy amable por su parte. Yo ni enamorado habría tenido tanto valor. Los muertos me asustan.
– A Jian no le asustaban.
– ¿No irás a decirme que la muerte lo fascinaba, que lo atraía? ¿Sí? Entonces, tenía una psicología muy parecida a la de los occidentales. Un hombre interesante… Siento no haber podido psicoanalizarlo.
– ¿Sabes dónde nos conocimos, Jian y yo? En el tanatorio, en la misma sala en la que sigo trabajando hoy en día.
– Te escucho.
– Fue a principios de los ochenta. Hace casi veinte años, ya ves. Ya ni siquiera recuerdo cómo iba vestido ese día.
– Piensa un poco, seguro que te acabas acordando.
– No, tengo sueño. Seguiremos mañana, ¿de acuerdo?
– Quiero saber cómo os Conocisteis Por favor…
– Mañana.
– Hasta mañana. Te llamaré.
– Serían las cinco de la tarde. Mi jefe y mis compañeros se habían ido a jugar un partido amistoso de baloncesto contra los bomberos. Al entrar en la sala de ceremonias, encontré a Jian ante el cuerpo de una mujer que yacía en una camilla con ruedas. Recuerdo su larga melena, cuidadosamente peinada, que le caía sobre los hombros. Recuerdo su rostro triste y tenso, su mirada afligida y, sobre todo, su perfume. No sé si te acordarás, pero en esa época, a comienzos de los ochenta, los perfumes eran algo rarísimo. Hasta para los ricos. Apenas entré en la sala, reconocí que aquel olor era de un auténtico perfume, con una pizca de rosa y mucho de geranio; un olor refinado, almizclado, exótico. Jian tenía en las manos un grueso collar de perlas que acentuaba grotescamente su feminidad y al que no paraba de dar vueltas entre los dedos, como un religioso que desgrana un rosario. Tenía los dedos cortos y bastos (mucho después supe que se debía a su reeducación en un pueblo de alta montaña, durante la Revolución Cultural) y dos cortes tremendos en la mano derecha.
– Y tú, ¿cómo ibas vestida ese día?
– Llevaba bata y guantes.
– ¿Una bata blanca?
– Sí. Como una enfermera. Siempre llevo una bata inmaculada que huele a lejía. No como mis compañeros. ¡Si vieras sus batas! No las lavan hasta que la suciedad forma una espesa capa de grasa negra, aceitosa y brillante.
– Comprendo. A Jian le gustaba la gente que vestía con pulcritud.
– Ni siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en una de las orejas de su madre, junto a la que había una mancha azul. El primer signo de descomposición de un cadáver. Se sacó del bolsillo una pequeña nota redactada por el director del tanatorio, que había obtenido no sé cómo y que lo autorizaba excepcionalmente a asistir a embalsamamiento, siempre que se limitara a observar con discreción. Por aquel entonces, yo todavía no era embalsamadora. El demonio sabrá qué locura me entró, pero el caso es que no le dije que yo no era más que la peluquera y que había que esperar al jefe para el embalsamamiento propiamente dicho.
– ¿Es frecuente que haya esa clase de observadores?
– No, es muy raro.
– ¿Sabes?, escuchándote, empiezo a sentirme identificado con ese pobre muchacho. Apuesto a que el perfume que llevaba era el de su madre, y el collar de perlas, también.
– ¡Bravo por mi psicoanalista francés! Ya veo que no eres tonto del todo. Pero, dime: ¿por qué no te has casado todavía? ¿Sigues enamorado de aquella compañera de universidad que pasaba totalmente de ti? ¿Cómo se llamaba? ¿No era Volcán de no sé qué?
– Volcán de la Vieja Luna. Pero no te consiento que hables de ella en ese tono burlón. Vamos, déjate de bromas y sigue contando.
– ¿Por dónde íbamos?
– Tenías que embalsamar a su madre.
(De pronto, en su hotel barato, unos ruidos procedentes de la habitación contigua atraen la atención de nuestro psicoanalista. El agua borbotea en las tuberías, un hombre canta en la ducha, una cisterna ruge como una cascada que cayera desde un precipicio justo encima de su cabeza, con tal estrépito que, en el cielo raso, las viejas grietas tiemblan, se ensanchan y se transforman en heridas abiertas de las que llueven partículas de cal, que ponen una nota cómica en la sesión de psicoanálisis. Luego, se oye el chorreo constante, monótono, suave, de la cisterna al llenarse, mezclado con el ruido de una lavadora, lo que retrotrae a Muo a un lejano domingo de primavera de hace veinte años, un domingo cuyos sonidos regresan a su mente cómo una vieja canción. Vuelve a ver a la Embalsamadora y a su novio rodeados por todos los habitantes del patio de vecinos ante el grifo comunitario, al lado de una flamante lavadora, comprada poco antes de la boda. Era su primera inversión conyugal. Verla llenarse de agua bastaba para colmarlos de felicidad. Muo recuerda que en esa época todavía no había taxis en aquella ciudad de ocho millones de habitantes y que la pareja había vuelto a casa andando, él, sujetando el manillar de la bicicleta y ella detrás, empujando, radiante de felicidad. En el portaequipajes, traqueteaba una lavadora de la marca Viento del Este -un producto salido de una fábrica local del mismo nombre-, atada a la bicicleta con cuerdas de paja trenzada. Todo un acontecimiento digno de entrar en los anales de aquel patio de vecinos que compartían varios centenares de familias de médicos y enfermeras. ¡Qué ovación! Cuando llegaron, una muchedumbre de niños, adultos y médicos, entre los que había varios que habían sido eminentes, se arracimó alrededor del electrodoméstico. Unos lanzaban exclamaciones de asombro y otros acribillaban a los novios a preguntas sobre el precio o el funcionamiento. A petición popular, la pareja aceptó hacer una demostración pública. La Embalsamadora subió a buscar su ropa sucia, mientras Jian, su prometido, colocaba la maquina junto al grifo comunitario. Muo, que también estaba allí, tenía la sensación de asistir a la ceremonia de lanzamiento de un cohete espacial. Cuando Jian aplicó el Pulgar al botón de puesta en marcha, unas luces rojas y verdes empezaron a parpadear encima de la puerta de carga, tras la cual las prendas se empaparon y empezaron a girar en el flujo y reflujo del agua con un borboteo de río e infinidad de burbujas, que el sol de primavera irisaba de estrellas multicolores. Cogida del brazo de Jian, la Embalsamadora daba vueltas alrededor del aparato, lo inspeccionaba, lo tocaba y lanzaba exclamaciones, mientras el chasis blanco vibraba con creciente violencia, imitando de vez en cuando el ruido de un avión al despegar.
Tras unos minutos de sacudidas, la demostración concluyó con la apertura de la portezuela ante las expectantes miradas del vecindario. De rodillas ante la máquina, la pareja sacó con veneración las prendas recién lavadas. Estaban irreconocibles, totalmente desgarradas y reducidas a jirones por el despiadado Viento del Este.)
– Su madre no tenía un aspecto muy agradable, te lo aseguro. Cuando me acerqué, me llevé una fuerte impresión. Pero lo que me impresionó no fue la falta de color, pues a eso estaba acostumbrada, sino que tenía la cara tan deformada como si hubiera agonizado entre las convulsiones de un odio feroz. Los músculos del rostro estaban petrificados en un alarido de cólera, o de no sé qué. Era realmente extraño. Los ojos desorbitados, la boca torcida, las encías al descubierto, como un caballo alcanzado por la explosión de un obús, relinchando en un mundo gris, negro y blanco… La mujer era lingüista, según me explicó Jian con voz entrecortada por los sollozos, apenas audible. Había muerto en la frontera chinobirmana mientras realizaba una investigación sobre una lengua hablada por una tribu primitiva y matriarcal. Quería demostrar que la mayoría de las palabras de esa lengua procedían del antiguo chino de la época de los Reinos Combatientes, antes del primer emperador. En realidad, ni siquiera eran palabras, sino raíces de palabras, una sucesión de silabas extrañas e insólitas, de vocales aisladas, de consonantes explosivas…
– Dejando de lado las consideraciones lingüísticas, ¿qué decía el informe de la autopsia?
– Dudaba, con términos especializados, entre una extraña enfermedad tropical y una intoxicación alimentaria causada por una planta o una seta venenosa, porque el hígado se había deshecho en migajas entre los dedos del forense. Jian parecía totalmente perdido, superado por la desgracia, y también por los preparativos del funeral. El pobre estaba completamente solo.
– ¿Y su padre? Creo que también es lingüista…
– Trabaja en Pekín. El matrimonio se divorció a finales de los años sesenta. La madre crió al hijo sola. Jian quería a toda costa que estuviera guapa en la muerte, que tuviera un aspecto digno de una gran lingüista, y no aquella mueca demoníaca. Pero el cuerpo había sido repatriado en avión y, como te decía, ya había empezado a descomponerse. Al cerrarle los ojos -fue mi primer reflejo profesional-, vi que tenía manchas azuladas en las sienes y el cuello. Le dije a Jian que no podíamos perder un minuto. Como los empleados que se encargaban de trasladar los cadáveres se habían marchado con el jefe y los ascensores destinados a ese tipo de transporte estaban cerrados con cadena y candado, tuvimos que llevar a su madre al primer piso por nuestros propios medios y la instalamos en un lecho de hielo en la sala de embalsamamiento. Levantamos el cadáver envuelto en una manta. Estaba rígido. Yo lo cogí por los hombros, Jian, por los pies, y, dando tumbos, nos dirigimos hacia la escalera. Jian no decía nada. Tenía la expresión de quien ha dejado de pensar. Avanzaba con paso vacilante, como si tuviera piernas de madera. Sufría. Para agarrar mejor a su madre, se puso el collar de perlas al cuello, y vi que tenía la cara llena de lágrimas. La escalera no estaba lejos, pero a cada paso me parecía que el cadáver era más pesado y se deslizaba un poco más hacia el suelo. Tuvimos que hacer un par de altos en el camino para que yo pudiera recuperar el aliento. Me llegaba el perfume de Jian. En una de las pausas, me acuclillé contra la pared y, jadeando, me puse la cabeza de su madre entre las rodillas. Cerré los ojos y me quedé inmóvil. Jian estaba allí, muy cerca de mí, pero yo no lo veía, no oía ni su respiración ni su voz, solamente aspiraba su perfume a geranio, a geranio quemado, con un toque de rosa y almizcle menos pronunciado que al principio, o eso me pareció entonces. ¿Qué opinas? ¿Subjetivo? Puede ser. Aquel olor, que aspiraba con avidez, penetraba en mi cuerpo, me inundaba. Yo estaba allí, como en un sueño, con la cabeza de su madre en el regazo y los ojos cerrados. Me llenaba de aquel aroma a geranio hasta la asfixia, hasta tener la sensación de estar transformándome en su alargado y exquisito fruto. ¿Nunca has visto el fruto del geranio? ¿Cómo te lo describiría? Se parece al pico de la grulla blanca; tiene su misma elegancia.
– ¿Cómo subisteis la escalera? ¿Los dos a la vez?
– No, era una escalera de hormigón, empinada y, lo que es peor, estrecha. Al llegar al pie, Jian dijo que era mejor que subiera solo, que sería más fácil. Primero intentó llevar a su madre en brazos, como a veces se ve hacer en las películas. Ya sabes, cuando el marido, la noche de bodas, coge en brazos a su mujer, que se deja llevar encantada de la vida, y sube la escalera a grandes zancadas. Pero Jian no lo consiguió. Era evidente que algo lo turbaba. No llegó a levantarle los pies del suelo. Me pidió que le ayudara a colocarle el cuerpo de su madre a la espalda. Fue entonces cuando vi que el cadáver tenía las mejillas aún más hundidas y la piel más gris que antes. Comprendí que se había iniciado la relajación general de los músculos, que las mandíbulas no tardarían en abrirse y que luego me resultaría enormemente difícil confeccionar la máscara mortuoria. Intenté sujetarle las mandíbulas atándole una toalla alrededor de la cabeza. A la luz de la bombilla desnuda del hueco de la escalera, vi que se le habían vuelto a abrir los ojos; miraban al frente, pero habían cambiado de expresión. Ya no traslucían cólera ni odio, sino una tristeza tal, una desesperación tal, que la desazón me obligó a apartar la mirada. ¡Qué escalada! Tenía la sensación de que no podía haber nada más pesado que el cuerpo de la madre de Jian. Él subía peldaño a peldaño. Le temblaban las pantorrillas, y los huesos de los tobillos parecían a punto de romperle la piel… Pero seguía subiendo. De pronto, el collar de perlas que llevaba al cuello se rompió y, una tras otra, las cuentas cayeron sobre los estrechos escalones, resonaron secamente en el hormigón, rebotaron, volvieron a caer y rebotaron de nuevo con un ruido de una pureza cristalina. Como yo lo seguía unos peldaños por debajo, extendí las manos y atrapé un puñado de perlas en el aire. De pronto, sonó una fuerte carcajada, que me sobresaltó. Jian volvió los ojos hacia mí por encima de la cabeza de su madre y, sin parar de reír, me pidió disculpas por su inoportuna hilaridad. Luego, reanudó la penosa ascensión, mientras, a cada paso, las perlas que se le habían enredado en el pelo y en el jersey caían rodando escaleras abajo, saltaban a mi alrededor y me regalaban su extemporáneo espectáculo.
(Un murmullo de agua, menos cristalino que el sonido de unas perlas rebotando en un suelo de hormigón, resuena en la cabeza de Muo. El ruido del agua que gira en una lavadora, para la enorme alegría de la Embalsamadora, de su prometido Jian y de todo el patio de vecinos, el domingo siguiente al dramático incidente de la primera tentativa. La pareja había devuelto la lavadora Viento del Este, verdugo de la ropa sucia, a la fábrica Viento del Este. Siete días más tarde, regresaron con un aparato nuevo en el portaequipajes de la bicicleta, que él sujetaba por el manillar y ella empujaba. Aunque ya había oscurecido, su llegada provocó en el patio aún más algarabía y pasión si cabe que la vez anterior. Un médico que vivía en la planta baja, famoso por su avaricia y sus tics nerviosos -de cinco a seis mil al día, se decía-, sacó un alargador por la ventana y proporcionó gratuitamente la electricidad para alimentar una bombilla de quinientos vatios, que se colgó encima del grifo comunitario, junto al que esperaba la nueva Viento del Este. La demostración fue presenciada no sólo por la enfervorecida muchedumbre que se apelotonaba alrededor del aparato, sino también por los curiosos asomados a las ventanas de sus pisos como espectadores en los palcos de un teatro. Los chicos tiraban petardos a las chicas, que excepcionalmente habían salido de casa y, con un cuenco en la mano, acababan de cenar picoteando las unas en los cuencos de las otras. Por todas partes se oían risas, gritos, piropos, discusiones, en suma, un auténtico guirigay festivo. Como la Embalsamadora había sacrificado toda la ropa sucia en la primera prueba, no tuvo más remedio que llenar la lavadora con prendas limpias, lo que hizo a la vista de los presentes con risueña generosidad. A través de la ventanilla de la puerta de carga, los dos novios contemplaban con expresión amorosa el mar de espuma, en el que giraban chaquetas azules, camisas a flores, faldas estampadas de popelín, blusas, un pantalón vaquero, otro de pata de elefante que nadie le había visto puesto y varias camisetas publicitarias blancas, regalo del tanatorio.
Poco a poco, como una pieza musical que apura sus últimos acordes, el tiempo previsto para el lavado tocaba a su fin. Todo el mundo estaba nervioso todos recordaban como una pesadilla el diabólico estrépito de motor de avión que había precedido al fatal desenlace de la anterior demostración. Mecida por la brisa, la bombilla desnuda se balanceaba rítmicamente y, al capricho de sus oscilaciones, el juego de las sombras adornaba de visos amarillos, carmesíes o grises los rostros de los espectadores. Para evitar las miradas que convergían en ellos, los dos propietarios de la Viento del Este, preocupados pero armados de valor, mantenían los ojos clavados en la ventanilla cubierta de vaho y gotas de agua. Por el momento, todo era normal. El tambor seguía girando con un ruido regular, mecánico, de máquina bien engrasada y timbre profundo como el de un barítono. Un alivio general iba apoderándose de la multitud.
Pero, una vez más, la Viento del Este golpeó donde menos se esperaba. Finalizado el tiempo previsto para la colada, la máquina, tozuda como un asno, se negó a pararse. Pasaron diez minutos, veinte, algunos espectadores empezaron a marcharse, otros a manifestar su descontento… De pronto, alguien dijo en tono de broma que, en lugar de venderles una lavadora, la fábrica les había endilgado un robot para muertos vivientes, y todo el mundo soltó una carcajada. Muo vio que la chica intentaba reírse con los demás, sin conseguirlo, y se ponía roja. De todas las bocas brotaban guasas que, como una ola, inundaban los oídos de la Embalsamadora y su novio, cabizbajos bajo la fina lluvia que empezaba a danzar a la amarillenta luz de la bombilla.
Minutos después, el patio estaba desierto. Fiel a su fama de tacaño, el médico de la planta baja se llevó la bombilla lamentando haberla utilizado y exigió a la Embalsamadora el pago de la electricidad gastada con tics nerviosos que le torcían la boca y el ojo izquierdo.
Bajo la persistente lluvia que azotaba su chasis, la lavadora giraba cada vez más deprisa en la oscuridad, como deseosa de prolongar su odioso placer solitario. Bajo el alero del edificio de enfrente, Muo veía, a través de la niebla y el agua, el espectral espejeo, rubí y esmeralda, de los pilotos encendidos. Era un monstruo frío, duro, inexorable, que cantaba bajo la lluvia, desmandado; el barítono se había transformado en enérgico, viril, megalómano tenor.
Los retazos de conversaciones que escapaban por las ventanas no tardaron en convertirse en protestas, gritos airados y manifestaciones de envidia hacia la Embalsamadora y su novio, que, de pie junto al grifo comunitario, bajo un paraguas negro que sujetaba Jian, miraban la lluvia, la tozuda lavadora y el patio inundado.
¡Qué golpe tan cruel! Cuando abrieron la puerta de carga con un ¡clic! mecánico y sacaron las prendas a la débil y temblorosa luz de una linterna, las encontraron, de nuevo y sin excepción, reducidas a un revoltijo de jirones.)
– Como ya te he dicho, en aquella época todavía no era embalsamadora, sino peluquera de cadáveres. Hasta entonces, no puede decirse que realmente hubiera preparado ningún cuerpo ni realizado trabajos cosméticos. Aquel día, el hecho de haber ocultado mi verdadera ocupación me puso en un terrible aprieto, como puedes imaginar. Una vez colocamos a su madre en una mesa frigorífica, empecé a peinarla con cuidado, muy lentamente, con la esperanza de que mi jefe y mis compañeros no tardarían en volver del partido de baloncesto. A pesar de su edad, tenía un pelo magnifico, entrecano y no muy abundante, pero sedoso. Se lo lavé, se lo sequé, se lo alisé mechón a mechón y se lo recogí en un moño. Jian me había dicho que solía llevarlo así en fechas señaladas: su cumpleaños, fiestas, año nuevo… Le gustaba mirarse al espejo y contemplar su largo y elegante cuello, de piel lisa y joven. Terminé el moño, y he de confesar que le favorecía, le daba un aire de intelectual, e incluso de nobleza. Por supuesto, el peinado no podía cambiar la expresión de su rostro. ¿Cómo te lo explicaría? Daba mucha pena verla tumbada allí, deformada… Recuerdo que parecía estar sufriendo, soportando una tortura interminable. El jefe y los demás seguían sin aparecer, de modo que decidí interpretar la farsa hasta el final. Tenía que acabar lo que había empezado. No había elección.
– Supongo que ya te habías enamorado de él…
– No lo niego. ¿No quieres que lo dejemos por hoy?
– No. Cuéntame qué le hiciste a su madre. Rápidamente. Revélame ese pequeño secreto profesional.
– Nunca lo había hecho, pero conocía teóricamente el proceso que había que seguir. Tenía que inyectarle a la difunta una mezcla a base de formol. Es muy diferente de una transfusión sanguínea. Hay que hacer una incisión en la pierna para introducir un catéter por el cual, gracias a la acción de una bomba, el producto entra en el cuerpo y vuelve a salir. La incisión siempre la practicaba el jefe, nadie más. A veces, yo estaba a su lado para ayudarlo a adecentar el cadáver o pasarle el instrumental, pero no sé por qué siempre volvía la cabeza; era algo físico, superior a mis fuerzas. Algo me repugnaba. No eran los cadáveres; a eso ya me había acostumbrado. Era el jefe. Tenía las manos tan blancas, tan pálidas… ¡Aj! ¡Horrible! Si le hubieras visto las uñas, siempre tan largas, casi puntiagudas… Era como estar en una película de terror. Pero no era eso lo que me repugnaba. Era su olor. El aliento siempre le olía a alcohol. Y no es que yo odie especialmente el alcohol. De vez en cuando bebo un poco, con una buena comida durante las fiestas… Pero, ¿sabes?, el embalsamamiento de su cuerpo es la última buena cosa, el último buen momento que un ser humano conoce en este mundo. Y el olor del aliento del jefe, por leve que fuera, me revolvía el estómago. Pero en aquellos momentos, cuando era yo quien debía practicar mi primera incisión, lamenté no haberlo observado nunca como es debido. Temía cometer algún error, lo que habría sido muy grave. Pensaba en ello con profundo terror y temblaba preparando los instrumentos, el producto y la bomba, que estaba un poco oxidada pero aún funcionaba. Le remangué al cadáver la pernera izquierda hasta la rodilla. Tenía la pantorrilla delgada y helada, pero deformada, seguramente porque había permanecido tumbada demasiado tiempo. Tracé una cruz con dos pasadas de bisturí vacilantes y torpes, y vi brotar un líquido espeso, que parecía puré mezclado con sangre. Jian, que ya estaba pálido, cerró los ojos, como si se fuera a marear. De pronto, me pareció oír ruido de pasos en la planta baja. Pensé que eran los zapatos del jefe, mi salvador, que avanzaba por el pasillo en dirección a la escalera. Corrí a su encuentro. Sentía un enorme alivio. Tenía tanto miedo a cometer un error que prefería confesarle al jefe mi intrusión en su terreno, a riesgo de recibir una bronca o una sanción. Bajé la escalera y fui hasta la puerta de entrada. El pasillo estaba a oscuras, y la puerta, apenas iluminada, cerrada. No había nadie. No tardaría en hacerse de noche, y entonces la oscuridad sería aún mayor. Soplaba una brisa tan glacial como la pantorrilla de la madre de Jian. El ruido de mis pasos en los peldaños de la escalera y en el falso mármol del vestíbulo, las silenciosas sombras que acechaban en los rincones y hasta mi propio reflejo volvieron a hacerme temblar. Por unos instantes estuve a punto de abrir la puerta y desaparecer sin decir palabra, o ir llorando a buscar a mi alcohólico jefe a la cancha de baloncesto. Pero volví a subir la escalera, sin saber qué hacer. Cuando llegué a la sala de embalsamamiento, le dije a Jian que no había nadie y que íbamos a continuar, si no le importaba ayudarme a levantar el cuerpo para cambiarlo de posición y ponerle el catéter. Él me preguntó si le permitía recitar un poema en inglés para su madre, lengua que ella le había enseñado siendo un niño. En esa época, era estudiante de inglés y vivía mañana y tarde, día y noche, enfrascado en esa lengua, que representaba para él no sólo una ocupación, sino también una diversión y su única pasión. Me explicó todo eso con tanta timidez que no pude negarme. Empezó a recitar en voz alta, una voz que no tenía nada de extraordinario, pero era agradable, ligeramente afeminada. Ya sabes que yo no entiendo ni jota de inglés, pero era un poema bonito para escuchar. Bonito y triste. Ya no me temblaba la mano. Ahora me obedecía; el bisturí cortaba donde yo quería, y la operación se desarrolló sin dificultad, entre el flujo y el reflujo de palabras y frases extrañas y mágicas. Jian me explicó que era una vieja canción irlandesa que había leído en una novela de Joyce. Yo le pregunté qué significaba, él me la tradujo, y a mí me gustó tanto que la copié para conservarla. Si quieres, te la puedo recitar:
¡Din don, la campana de la ermita!
¡Adiós, madre querida!
Enterradme en el viejo camposanto,
donde yace el mayor de mis hermanos.
Que mi ataúd sea negro
y seis ángeles lo sigan,
dos que canten, dos que recen
y dos que mi alma se lleven.
Como por milagro, el rostro de la madre de Jian recuperó poco a poco el tono sonrosado, gracias al fluido que la roñosa bomba, accionada por él, hacía circular por sus venas. Olvidándose del poema de Joyce, Jian había ocupado mi lugar. Yo me puse a limpiarle los dientes a la muerta; recuerdo que tenía los dos incisivos superiores un poco separados exactamente como su hijo. En menos de una hora, la relajación de los músculos del mentón, y luego de las manos, desapareció. Ya no tenía aquella mueca de sufrimiento; estaba tranquila como el cielo después de una tormenta. Había recuperado su serenidad de lingüista, y la disfrutaba. El dialecto de la tribu chinobirmana había dejado de torturarla. Sus facciones volvían a ser agradables, y su hijo juzgó que nos invitaban a embellecerlas aún más. Yo dije que de acuerdo, y él se fue a buscar el estuche de maquillaje de su madre. Me quedé sola en compañía de aquella mujer. La contemplé largo rato y luego me quedé dormida. Cuando desperté, estaba lloviendo. No sé qué pasó mientras dormía, pero algo había cambiado en mí. Todo me parecía amable. Hasta el ruido de la lluvia se me antojaba musical. Me entraron ganas de entonar un canto de plañidera, un canto muy antiguo que brotó de mi memoria, me llenó la cabeza y me acudió a los labios. Cuando se tiene un trabajo como el mío, no falta ocasión de oír cantos fúnebres, ¿sabes? Conozco unos cuantos. Así que estuve cantando hasta que volvió Jian. Mi canto le pareció magnífico, sobre todo la cadencia, que calificó de luminosa y radiante. Me hizo cantar otros. Luego, abrió un estuche de cuero negro charolado, del que, sin dejar de cantar saqué un lápiz de ojos para resaltar los párpados de su madre con un ligero trazo, leve como una caricia, tras lo cual le apliqué un brillante rojo coral en los labios y le peiné las pestañas con un rímel francés. Por último, Jian le puso un collar de oro del que pendía un zafiro. Su madre estaba sonriente, y hermosa a su manera.
– Creo que ese día sintió un flechazo por ti.
– Yo también lo creí; pero, en definitiva, sabes tan bien como yo señor psicoanalista, que un homosexual no puede hacer el amor con una mujer. De lo contrario, no se habría arrojado por una ventana en nuestra noche de bodas y yo no estaría viuda, viuda y aún virgen.
– Puede ser.
– Y ése es el drama.
La sesión de psicoanálisis por teléfono termina a medianoche. ¡Bueno, parece que los meses que lleva peinando esa inmensa provincia del sudoeste de China no han sido en vano! A lo largo de las numerosas entrevistas del siniestro casting, ante timadoras o prostitutas disfrazadas de inocentes jovencitas, tenía la sensación de haber penetrado en un túnel sin fin en el que, sucesivamente, había sido víctima del robo de una maleta en un tren, una pitillera en un mercado, un reloj en un pequeño hotel y una cazadora en un karaoke. Al fin, la confesión de su antigua vecina la Embalsamadora, que aún no ha perdido la virginidad, enciende una luz de esperanza.
Súbitamente, tras colgar el auricular, Muo toma impulso y salta hacia atrás. Envuelto en una nube de felicidad, su cuerpo se eleva, se eleva y, al aterrizar en la cama, se hace daño en los riñones, pues se golpea en la espalda con un objeto duro, que aplasta y rompe. Es una tetera de porcelana que ha comprado ese mismo día. Pero el accidente no consigue quitarle el buen humor. Se acuerda de Michel su asexuado psicoanalista francés, que parece un francés corriente de una película francesa corriente, que, cuando quiere manifestar su alegría, baja al bar de la esquina e invita a una ronda a todo el mundo. Muo decide imitarlo, pese a lo avanzado de la hora. Se viste y sale. En la escalera del hotel, que no tiene ninguna ventana al exterior, suena, por primera vez, una canción de Serge Gainsbourg, silbada por él.
– ¡Viva el amor! -exclama dejando sobre el mostrador la llave de la habitación, de la que pende un llavero de madera tallada y numerada, y lanzando un beso de adiós al recepcionista con la punta de los dedos.
(Éste, un estudiante que trabaja en el hotel por la noche y durante los fines de semana, pasa diariamente, a las once en punto, por todas las habitaciones para ofrecer prostitutas a los clientes. Se oye el ruido de sus Nike, que se detienen ante las puertas para golpearlas con un dedo, como si fueran el teclado de un ordenador, y su voz juvenil, que anuncia: «¡Es el amor, que pasa!» Ha sido el más culto e ineficaz de los guías indígenas de Muo en su tenebrosa y ardua búsqueda de una virgen.)
Nuestro psicoanalista sale a la arteria principal de la ciudad, en la que las farolas, por economía, permanecen apagadas. Las peluquerías, sin embargo, están en plena actividad, con sus neones de crudas luces azules, rosas o multicolores, y sus chicas, oficialmente declaradas como peluqueras, que permanecen de pie en las puertas o sentadas en sofás ante televisores encendidos, muy maquilladas y en ajustados sujetadores y bragas. Ven pasar a Muo, lo llaman, lo invitan, lo provocan con acentos de lejanas provincias y poses lascivas… También permanecen abiertos un restaurante y dos farmacias especializadas en la venta de afrodisíacos, cuyos escaparates, astutamente iluminados, exhiben serpientes vivas enroscadas sobre sí mismas, caparazones de cangrejo, falsos cuernos de ciervo y rinoceronte, raíces de extrañas plantas y ginsengs de largos pelos. Más adelante, nuevos salones de peluquería, con sus correspondientes neones y sus pupilas jalonan la calle desierta y el paseo nocturno de Muo. Al final de la arteria se alzan los hornos de una fábrica de ladrillos privada, que ha prosperado favorecida por el reciente boom inmobiliario. Las encorvadas siluetas de los obreros se recortan a la luz de la luna y, como hormigas, cargan o descargan ladrillos, salen de las profundas fauces de los hornos empujando carretillas, respiran retoman en sentido contrario el negro y trillado camino y vuelven a ser engullidos por los hornos, sobre los que las volutas de humo blanco giran y desaparecen en la noche.
Muo entra en la casa de té que hay enfrente de la fábrica. Ya estuvo en ella la semana pasada, con uno de sus guías locales, en el curso de su estéril búsqueda. Le gusta su inclinada cubierta de tejas, sus pequeños patios descubiertos, sus mesas bajas de madera, sus sillas de bambú, que crujen perezosamente su suelo de negra y húmeda tierra batida, cubierto de colillas y cáscaras de cacahuetes y pipas, y su olor dulzón y familiar, que le recuerda el país de su infancia. El momento que más saborea es cuando llega el camarero para servirle el té en una tetera de cobre que tiene un pico fino y brillante de un metro de largo por el que vierte, como cascada caída del cielo, un chorro de agua hirviendo en un cuenco de porcelana colocado sobre un platillo de hierro; lo llena hasta el borde sin derramar una gota y, con la punta de los dedos, lo cubre con una tapadera de porcelana blanca. Pero, en esta su segunda visita, Muo se lleva un chasco: la casa de té se ha transformado en sala de billar saturada de humo y atestada de gente que tan pronto permanece oculta en las sombras como sale a la luz para inclinarse sobre el verde tapete y golpear las bolas de marfil, que chocan, rebotan en las bandas y vuelven a chocar bajo las grandes pantallas suspendidas del techo. Muo tiene la sensación de estar en el Lejano Oeste de una mala película estadounidense de bajo presupuesto de los sesenta. Todo es falso, mal interpretado, mal iluminado; incluso el ruido de las bolas al entrechocar suena hueco, vulgar, y hace pensar en los efectos de sonido de un estudio de tercera. Muo se acerca a la barra con los andares de un Clint Eastwood. Por una vez en su vida, le apetece ser rumboso, hacer una locura, invitar a todo el mundo y brindar, no por su salud, sino por la del «imperialismo americano», así que pregunta al camarero por el precio de las consumiciones. Aunque la tarifa de los licores es razonable, Muo se asusta y pregunta por el precio de la cerveza local, mientras cuenta a los jugadores de billar. Espeluznado por el cómputo, desaparece sin probar una gota antes de que el barman pueda darle una respuesta.
– Mi querido Volcán de la Vieja Luna, por ti seré sensato y ahorrativo, te lo prometo -dice en voz alta, muerto de sed y con el estómago vacío, mientras se dirige hacia el mar, que está a las afueras, procurando no pisar los montones de desperdicios mojados.
Cruza un puente y bordea un río de aguas oscuras que discurre perezosamente bajo el plateado disco de la luna y el firmamento antracita. Aunque todavía no ve la Bahía de los Cangrejos, ya percibe el olor del mar. Un olor frío. Un olor extraño y familiar a un tiempo, un aliento femenino transportado por las ráfagas de un viento fresco, cortante. A un lado están las casas, o más bien los chamizos elevados sobre pilotes de los pescadores de cangrejos llegados de pueblos pobres. Llantos infantiles. Tristes ladridos de perros vagabundos. El viento se suaviza. Una mariposa nocturna se pierde en un inextricable dédalo de redes puestas a secar en la playa. Muo se acerca, se agacha y avanza a cuatro patas sobre ellas. Presa del pánico, la delicada criatura tiembla y agita las purpúreas alas veteadas de gris con un ruido de crepitación. La angustia recorre su ahusado cuerpecillo que palpita en un pliegue de la red.
– No tengas miedo, mi pobre amiga -le dice Mou al insecto-. Hace unas horas, yo era como tú. También he tenido que salir de una madeja de oscuros hilos astutamente enredados. Los de la justicia china.
Libera a la mariposa y sonríe al verla desaparecer con un leve zumbido, cual minúsculo helicóptero.
«A unos miles de kilómetros -se dice Muo-, otra delicada criatura, mi Volcán de la Vieja Luna, duerme en una celda. ¿Cómo duermes, tú que siempre has tenido problemas de sueño? ¿En un jergón de paja? ¿Con una camisa a rayas de presidiaria?»
Con las mejillas encendidas y la sangre hirviéndole en la cabeza, Muo se quita los zapatos. Tiene los pies ardiendo. Camina por la granulosa arena y luego chapotea en un charco de agua gris, junto a la desembocadura del río. Se moja la cara. El agua está tibia. Vuelve sobre sus pasos, se desnuda, sin olvidarse de quitarse el reloj, que envuelve con uno de los calcetines y guarda en el interior de un zapato. Luego, con el rebujo de ropa en los esmirriados brazos, se dirige hacia una roca. Las algas, que ondulan como esmeraldas oscuras, crujen bajo sus pasos. Puntiagudos guijarros se le clavan en los pies. El viento marino viene a su encuentro, lo hace vacilar y a punto está de arrancarle las gafas, pero contribuye a calmar el ardor de su sangre. Muo avanza con precaución Sabe que los cangrejos están allí, monstruosos armados de mandíbulas y gigantescas pinzas, famosos por su carne blanca y sus virtudes afrodisíacas pero ocultos, invisibles. Están allí, bajo el agua, en la pegajosa arena, debajo de las piedras, al acecho de sus pies, siguiéndolos entre las rocas bajas, observándolos desde los agujeros llenos de agua estancada de los escollos, y Muo cree oírlos discutir entre murmullos la estrategia de un ataque inminente.
«Algún día, cuando Volcán de la Vieja Luna salga de prisión la traeré aquí -se dice Muo-. La sentaré en un gran flotador, que empujaré para que los cangrejos no puedan picarle los pies. Ya veo esos pies desnudos, nobles, hermosos, sobre los que la arena y los trocitos de concha formarán una fina costra. Ya la oigo lanzando estridentes gritos de alegría, que resonarán en los senos de las olas. ¡Qué bonito será verla disfrutar de nuevo de la libertad, agarrarse a la circunferencia negra del neumático, que se hundirá y resurgirá con el reflujo de la espumosa marea! Ella traerá su cámara y hará fotos de los pescadores, de sus tareas, de su miserable vida cotidiana, la más pobre de China, por no decir del mundo. Y yo anotaré sus sueños, los de los adultos y también los de los niños. Les explicaré la teoría de Freud, sobre todo su quintaesencia, el complejo de Edipo, y nos divertiremos viéndolos gritar de sorpresa y menear sus atezadas cabezas.»
Aquí y allí, sobre la superficie del mar, Muo cree ver luciérnagas flotando lánguidamente al ritmo de las olas. Pero no, son barcas de madera, minúsculos botes de dos plazas, más oscuros que la noche, con una lámpara de acetileno suspendida sobre la cabeza del remero, cuyo compañero lanza las redes al agua. Las siluetas de sus cuerpos tan pronto se difuminan como destacan, al capricho de las olas, que ascienden y estallan, mugiendo y bramando, y luego, fatigadas, caen y se alejan. La calma. El murmullo, el suspiro del agua. Para los pescadores, es el momento de recoger las redes.
En tierra firme, Muo oye un ruido de motor a sus espaldas. Un autobús de turistas hace su aparición. Hombres y mujeres bajan a la playa, sin duda con la exclusiva intención de probar los cangrejos. Apenas ponen el pie en la arena, un individuo grita que quieren cangrejos, y cuanto más pequeños mejor, son los que tienen la carne más blanca y afrodisíaca. ¿Será el intérprete? ¿Serán turistas japoneses? ¿Taiwaneses? ¿Hongkoneses? Un restaurante al aire libre enciende las luces. A toda prisa, unos chicos sacan mesas y sillas de plástico y las colocan frente al mar, bajo bombillas desnudas y coloreadas. Los chicos, sin duda pinches de cocina, se acercan al borde del agua y gritan hacia las barcas de los pescadores, a los que piden cangrejos recién capturados. Al principio, en el guirigay de voces y exclamaciones Muo no acierta a identificar la nacionalidad de los turistas de medianoche. Pero cuando, una vez acomodados, empiezan a jugar al mah-jong en todas las mesas, comprende que son chinos. El imperio del mah-jong. Mil millones de aficionados. Nadie más que ellos, decididos a no aburrirse un minuto, podía ponerse a jugar al mah-jong mientras esperan que los cangrejos cuezan al vapor. La hipótesis de Muo se confirma cuando oye a uno de los recién llegados, sentado junto al autobús vacío, sin duda el chófer, tocar una canción revolucionaria china de los años sesenta con una armónica.
En tu prisión no hay armónicas. Está prohibido. Tampoco hay carne de cangrejo; sólo trozos de carne de cerdo, del grosor de la uña de un pulgar, dos veces por semana, enterrados bajo hojas de grasienta col los miércoles y flotando solitariamente en la superficie de una sopa de col los sábados. Siempre col, col hervida col salteada en aceite. Col con especias. Col marinada, Col podrida. Col agusanada. Col con tierra. Col con pelos de Dios sabe quién. Col con clavos roñosos. La sempiterna col. Tampoco hay mah-jong. Cuando Visité la cárcel, me dijiste que el único juego que se practica en tu celda es «el pipí de la señora Tang», así llamado en honor de una médica condenada por homicidio involuntario que tiene dificultades para orinar debido a una enfermedad venérea. Cada vez que se sienta en el cubo higiénico común, sus compañeras de celda, nerviosas, inflamadas por la pasión del juego, esperan que el ambarino y oloroso líquido salga de su torturada vegija haciendo apuestas sobre la desobediencia de su uretra. (En la mayoría de las ocasiones, apuestan trozos de la susodicha, preciadísima carne de cerdo.) Silencio. Tensión. Cuando la tentativa fracasa y la señora Tang no consigue orinar, las que han apostado que no lo lograría dan saltos de loca alegría, babeando como si ya tuvieran los trozos de carne en la boca. En cuanto a las otras, las que habían tomado el partido contrario, se levantan, se acercan a la señora Tang y forman un asfixiante corro a su alrededor, gritando: «Vamos! ¡Empuja! ¡Relaja los esfínteres!», como si estuviera a punto de dar a luz. Con lágrimas en los ojos, la aludida gime. Grita. Y, cuando unas gotas caen resonando en el cubo, el ruido, aunque muy débil, anuncia que Dios ha cambiado de campo y decidido conceder una felicidad provisional a las unas y sumir a las otras en un súbito desengaño. La primera vez que te visité y me condujeron al interior de la prisión, recuerdo cómo me estremecí cuando, al levantar la cabeza, vi unos caracteres enormes trazados con pintura negra en un muro largo, muy largo, blanco y coronado de alambre espinoso: «¿QUIÉN ERES? ¿DÓNDE ESTÁS? ¿QUÉ HACES AQUÍ?» (Eres mi Volcán de la Vieja Luna, treinta y seis años, soltera, la fotógrafa que vendió a la prensa europea imágenes tomadas a escondidas de las torturas practicadas por policías chinos. Estás en la prisión de mujeres de la ciudad de Chengdu. Y esperas la sentencia del tribunal.)
El mar, ahora tranquilo, despliega sus tentadoras olas y Se dispone a dar una cordial bienvenida a Muo, que baja de las rocas y se mete con precaución en el agua. Sintiendo que le molestan las gafas da media vuelta, vuelve a subir y las deja en un bolsillo del pantalón extendido sobre un saliente rocoso. Muo decide zambullirse de cabeza desde allí, pero no se atreve. Coge impulso y se lanza al agua con fuerza. Se toma su tiempo para llegar al centro de la cala. Nada con una lentitud contemplativa, nada deportiva y muy muosiana; sus brazos se flexionan y estiran con un ritmo tan suave, tan ceremonioso como el del tai-chi, mientras que sus piernas, apenas abiertas, tienen la cadencia de un antiguo poema de la dinastía Tang, un ritmo que se funde con la noche violeta, los astros intemporales y el rumor de las olas, tan lento, tan misterioso, que le recuerda esa sonata de Schubert que tanto odia, una sonata de acordes demasiado repetitivos, pero que, interpretada por un pianista ruso llamado Richter -¡qué poeta!-, resulta hipnótica. Magia que el joven discípulo de Freud estaba empezando a acoger con agrado cuando, de pronto, oye un grito desgarrador, pero un tanto ahogado, quizá femenino, aunque no está seguro.
Siendo estudiantes, en los cursos de natación de la piscina universitaria, te reíste de mi manera de nadar. Como una rana gigante, me adelantaste con dos o tres largas y precisas brazadas, te volviste y me dijiste: «¿Cómo te las apañas para nadar tan despacio? Pareces una vieja con los pies vendados.» Saliste de la piscina y, delante de todos, imitaste mis movimientos con exageración. El agua chorreaba de tu esbelto cuerpo formando diminutos regueros lentos y en tu resbaladiza piel se distinguían unas adorables picaduras de viruela medio borradas. Luego te sentaste en el borde de la piscina y agitaste unas piernas de una belleza deslumbrante en el agua verdosa, casi marrón. Yo me acerqué a ti y tímido y tartamudeante, dije que yo sólo sabía imitar al mono, habilidad que había adquirido en la montaña donde había hecho mi reeducación y en la que abundaban esos animales. El mono. Pero no te creíste una palabra. Mi incrédula, pícara, orgullosa Volcán de la Vieja Luna. Te zambulliste en el agua y te alejaste nadando rápidamente.
La marea, oscura y nebulosa, avanza bajo la velada luna, complicando la tarea de Muo, que nada hacia el este de la cala, de donde parecen provenir los gritos ahogados que flotan en medio del mar, como suspendidos en el aire. ¿Una mujer? ¿Una sirena? De todas formas, enseguida lo veré. Tras unos minutos de acelerado braceo, Muo distingue, sin necesidad de las gafas, un punto luminoso, palpitante, que aumenta a medida que se acerca a él. Supone que es la lámpara de una barca de pescadores de cangrejos. Los gritos se interrumpen. Le parece que la barca tiene algo distinto de las otras, algo que no consigue definir: la oscilación de la lámpara sobre las olas no es la misma, la cadencia es demasiado irregular. Tan pronto se balancea locamente, con tales sacudidas que parece a punto de zozobrar en la tormenta (cuando lo cierto es que el mar está en calma como un bebé dormido), como se inclina y amenaza con apagarse, para acabar reavivándose y volver a su estado normal. Aunque Muo está tan cerca que la red ondula en la superficie del agua delante de su cara, no ve a nadie en la embarcación, que sin embargo sigue balanceándose con movimientos bruscos, espasmódicos. ¿Alucinación? ¿Espejismo? ¿Barca a la deriva? ¿Habrá perecido la mujer tras lanzar un último grito de socorro? ¿Una pescadora de cangrejos? ¿La superviviente de un naufragio? ¿Una inmigrante clandestina? ¿Una víctima de los tiburones? ¿De los piratas? ¿De un asesinato? Alerta, animado por una conciencia de buen ciudadano y un espíritu caballeresco, Muo, el Sherlock Holmes chino, se agarra a la borda de la embarcación, pero, en el instante en que se dispone a subir a bordo, unos gritos débiles, casi animales, se elevan del interior y lo dejan paralizado. Hablando con propiedad, no puede decirse que sean gritos, sino más bien jadeos ansiosos, ahogados, entremezclados, de un hombre y una mujer. Avergonzado, rojo como un tomate, Muo retrocede tan discretamente como puede para que no lo tomen por un mirón que se recrea la vista con el espectáculo de una pareja copulando en el mar.
Invisibles, los poderosos dedos de Richter brincan y revolotean sobre el teclado. La sonata de Schubert acompaña los crujidos de la barca, que se mueve rebosante de excitación, de deseo, de acentos humanos, de verbos eternos… Una sonata dedicada al pescador de cangrejos, ese desnudo príncipe del mar, que goza con su invisible compañera, quizá harapienta y apestosa a pescado, pero, en esos instantes, reina de la oscura marea.
Una noche del pasado verano, en mi habitación parisina, saturada del vapor picante, fuertemente especiado, que se elevaba de dos hornillos eléctricos sobre los que borboteaban sendas ollas, mis invitados chinos, exiliados políticos, económicos y hasta culturales, sumergían ritualmente, en la punta de sus palillos, camarones, láminas de ternera, trozos de hortaliza, tofu, bambú, col, champiñones aromatizados, etc., en el humeante caldo. Como de costumbre, todos los presentes, es decir, varios refugiados políticos, estudiantes, pintores callejeros, un poeta ciego y yo mismo estábamos discutiendo, ya no recuerdo por qué. De las palabras se pasó a los insultos y, de pronto, en la humareda, el enchufe soltó un haz de chispas azules, de las que nadie hizo caso. Las chispas se multiplicaron. En un arrebato de cólera, el poeta ciego se levantó, sacó dos billetes de cien francos de la cartera y, agitándolos ante mis ojos gritó:
– ¿Cómo te atreves a hablar de psicoanálisis, si nunca has hecho el amor? -¡qué silencio! Los demás cesaron en sus disputas de inmediato-. ¡Toma! -exclamó el poeta-. ¡Coge estos doscientos francos, súbete a un taxi, ve a la calle Saint-Denis y, cuando te hayas tirado a una puta, vuelve y me hablas de Freud y Lacan!
El ciego quiso arrojar el dinero a la mesa, pero los billetes volaron y cayeron cada uno en una olla, se quedaron flotando un instante en el rojo y aceitoso caldo y se hundieron. La pesca de los billetes provocó un caos indescriptible, tanto más cuanto que los plomos acabaron saltando y la habitación se sumió en la negrura más absoluta.
Con paso vacilante, Muo vuelve a escalar las rocas hasta el lugar en el que ha dejado la ropa, trepa saltando de piedra en piedra con torpeza de miope y se tumba cuan largo es en el saliente. El viento es más suave, y, sobre el chapoteo del agua, Muo vuelve a oír el entrechocar de las fichas y retazos de música de armónica. En el restaurante, los cangrejos de carne blanca aún no están listos. La melodía, un fragmento de una ópera china, a priori imposible de tocar con una armónica, y no obstante no demasiado desnaturalizado por el chófer, tiene un no sé qué vivo y alegre.
Muo empieza silbando unos compases de acompañamiento y acaba canturreando. A continuación, el chófer toca una canción de amor hongkonesa bobamente romántica, y Muo, que se ha puesto de buen humor, sigue silbando y cantando estrofas de su propia cosecha. En la última, titulada «El jugador de mah-jong)», pone tanto entusiasmo que, en la playa y en el restaurante al aire libre, los jugadores de mah-jong la repiten a coro:
El coro desentona, desentonan las siluetas de los jugadores y desentonan los reflejos de las bombillas del restaurante, manchas anaranjadas que salpican la marea, sonámbula, susurrante, peinada de blanca espuma. Una nube cubre lentamente la luna, acentuando con su sombra el azul marino de la bahía. De pronto, una frase del juez Di, tocayo de otro juez de la dinastía Tang, el juez Ti, [2] personaje de novela policíaca inventado por Van Gulik, famoso a su vez por su erudición sobre la vida sexual en la antigua China, acude a la mente de Muo, que siente un escalofrío a lo largo de la espina dorsal: «¡Ah, las pequeñas fichas del mah-jong! ¡Qué exquisita frescura, tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen!».
El olor de los cangrejos hervidos al vapor llega hasta él a ráfagas: un olor a clavo, a jengibre finamente picado, a albahaca, a hierbas de las colinas y canela blanca, un aroma realzado por el hálito salado y salvaje del mar. Removidas, mezcladas, amontonadas, las pequeñas fichas ceden el sitio a los humeantes platos, a los cuencos de arroz, a los vasos, que se llenan de licor chino, de vino supuestamente francés y de falsa cerveza mexicana.
Tumbado en una roca, Muo medita la frase del juez Di: «Tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen.»
Fue en mayo, dos meses antes de que perdiera la maleta en el tren, y cuatro y medio antes de esa noche en blanco bajo los barrocos astros de la Bahía de los Cangrejos, cuando presentó al juez Di sus credenciales, es decir, un soborno de diez mil dólares.
El nombre completo del juez es Di Jiangui, siendo Di el apellido de su familia -una familia obrera- y Jiangui, su nombre, un nombre muy común en China, cuya aparición coincidió con la de la República Comunista en 1949 y que significa «Construcción de la Patria», en referencia a una solemne declaración realizada por Mao en la plaza de Tiananmen con voz de contralto un tanto temblorosa. A comienzos de los años setenta, Di Jiangui ingresó en la policía, ese pilar de la dictadura del proletariado, en la que pasó quince años y se convirtió en tirador de élite de los pelotones de ejecución y buen comunista. En 1985, en plena reforma económica de China, fue designado para el tribunal de Chengdu, una ciudad de ocho millones de habitantes. ¡Qué regalo, uno de los cargos más privilegiados y codiciados! Como la mayoría de los asuntos del país sobre todo los de la justicia- se resuelven a golpe de soborno, el juez Di no tardó en fijar su tarifa, a saber, mil dólares por un delito común, una suma ya astronómica en la época; luego, a medida que el precio de la vida encarecía, el suyo se multiplicaba hasta alcanzar los diez mil dólares en el momento en que Volcán de la Vieja Luna fue detenida y cayó en sus garras. Asunto político.
Aunque nuestro psicoanalista nació y se crió en ese país, muy caro a su corazón, en el que vivió la Revolución Cultural y los demás acontecimientos de las tres últimas décadas, y aunque a menudo haya dicho a sus amigos que «la mejor frase del Libro Rojo de Mao, la única que dice la verdad, es que, bajo la dirección del Partido Comunista Chino, cualquier milagro es posible», ese milagro tan extraordinario -los sobornos pagados a los jueces- le repugnaba, a pesar de todo. No obstante, haciendo de tripas corazón, cuando el abogado de su amiga Volcán de la Vieja Luna le explicó el proceso, procuró mostrarse comprensivo. El abogado, de treinta y cinco años, oficialmente independiente pero designado por el tribunal, pertenecía secretamente a ese mismo tribunal y, por si fuera poco, era miembro de la misma célula que el juez Di, es decir, la del tribunal. (Otro milagro, más modesto que el anterior pero sumamente revelador, que también repugnaba a Muo.) El abogado era famoso en la ciudad por sus sempiternos trajes negros Pierre Cardin y sus corbatas de un rojo chillón, que habían inspirado una famosa réplica en plena sesión de un juicio. Una vendedora analfabeta acusada de robo por el abogado en cuestión, que representaba al patrón de la mujer, acabó por apuntarle con la barbilla y espetarle: «¡Más te valdría mirarte, so guarro, que te has puesto el paño higiénico de tu mujer alrededor del cuello!» La gente se pegaba por obtener sus servicios, pues era conocido por su apretada libreta de direcciones, sus relaciones con los jueces y su talento de intrigante capaz de organizar una suntuosa cena, en un salón privado o tras el biombo lacado y supuestamente antiguo de un restaurante de cinco tenedores (por ejemplo el Holiday Inn), entre un juez y un presunto asesino la víspera del juicio, para convenir la pena que el primero impondría al segundo al día siguiente, mientras saboreaban juntos en perfecta complicidad, manjares deliciosos, como el abalón, también llamado «oreja marina», un crustáceo de Sudáfrica, las patas de oso importadas de Siberia o ese plato conocido como «los tres gritos», que consiste en degustar vivos ratoncillos recién nacidos, cuyos chillidos recuerdan el llanto de un bebé. El primer grito lo emiten al atraparlos entre los palillos de jade; el segundo, al mojarlos en una salsa de vinagre o jengibre, y el tercero, al caer en la boca del comensal, entre los amarillentos dientes de un juez o la deslumbrante dentadura blanca de un abogado, sobre cuyo pecho flota una corbata roja salpicada de grasienta salsa.
El caso de Volcán de la Vieja Luna era complicado, peliagudo; en la medida en que se trataba de política, de atentado contra la imagen del país, el abogado-conspirador era categórico: ninguna comida, ni la más espléndida, podía arreglar el asunto; por el contrario, había que actuar «con precaución, método y paciencia, porque el menor paso en falso puede ser fatal».
En casa de los padres de Muo, en la cocina atestada de cacerolas, el abogado se las daba de gran estratega. Su plan, aparentemente ingenioso, se basaba en la sesión semanal de footing del juez Di. Éste, desde el comienzo de su carrera y, según sus propias palabras, con el fin de «beber en las fuentes», se daba todos los domingos una carrerita en solitario por el descampado en el que el pelotón de ejecución fusilaba y sigue fusilando a los condenados a muerte, individualmente o en grupo. Dicho lugar, tan familiar, tan querido para el ex tirador de élite, se encontraba en un suburbio del norte de la ciudad, al pie de la Colina del Molino. El abogado sugirió a Muo que fuera allí y se presentara, no como psicoanalista sino como profesor de Derecho de una gran universidad china que estaba visitando el lugar de ejecución con vistas a preparar un proyecto de ley gubernamental. El encuentro debía parecer fortuito. Mientras tomaba nota de las apasionantes experiencias del juez, Muo tenía que lanzar constantes exclamaciones de admiración y sorpresa, de forma que el juez -ésa era la argucia- aceptara ir a tomar un té él para continuar la conversación. Y sería en la intimidad del Salón privado de una casa de té donde Muo debería sacar a colación el caso de Volcán de la Vieja Luna y tratar de obtener su libertad a cambio de un soborno de diez mil dólares.
Al domingo siguiente, Muo se puso un traje viejo que le prestó su padre y, tras tomarse el cuenco de fideos instantáneos con un huevo que le preparó su madre (sus padres, dos modestos adjuntos en la Facultad de Medicina Occidental, se mostraban discretos y prudentes y evitaban inmiscuirse en el asunto de Volcán de la Vieja Luna), cogió un taxi, atravesó la ciudad y llegó a la Colina del Molino hacia las siete y media. El sol apenas despuntaba. Mientras escuchaba el último movimiento del concierto de los sapos, las ranas y los grillos, Muo trató de recordar la configuración topográfica de la colina, a la que había ido para ayudar en sus tareas a los campesinos revolucionarios durante el verano de sus doce años. Tomó un sendero que creía un atajo, en el que estuvo a punto de caerse dos veces, no debido a los accidentes del terreno, sino a las dos o tres formas humanas con las que se cruzó y a las que, fueran de uno u otro sexo, tomó invariablemente por el juez Di. En esos momentos, el falso profesor sentía una oleada de calor que le subía a las mejillas, como si tuviera el cuero lleno de sangre viciada, espesa y negra. Al cabo de un rato, temió haberse perdido en la colina, de nuevo desierta y llena de senderos que se bifurcaban. Atravesó una enorme explanada llena de tumbas que ascendían por la ladera, sepulturas de forma redondeada en las que yacían los ajusticiados más pobres, cuyos cuerpos no había reclamado nadie. Algunas no eran más que simples lomos de tierra desnuda, sin lápida ni mención de nombre o fecha.
De pronto, sonó una campanilla, suspendida del cuello de un búfalo, que apareció al final de un brumoso sendero que serpenteaba entre las tumbas. Muo, que veía al juez Di por todas partes, fue presa del pánico una vez más, pero no tardó en tranquilizarse; detrás del animal caminaba una pareja: un joven campesino, que vestía chaqueta occidental y vaqueros remangados hasta las rodillas y llevaba un pesado arado de madera al hombro, y, a su lado, una muchacha con falda y zapatos de tacón alto y cuadrado de caucho que empujaba una bicicleta. El encuentro con Muo no pareció causar la menor sorpresa a aquellos dos jóvenes modernos, que le indicaron un camino sin interrumpir su conversación íntima, salpicada de risas, y se alejaron como en un poema pastoril, acompañados por el dulce tañido de la esquila del búfalo. ¡Qué armonía matinal! ¡Qué grande y digna del homenaje de uno de sus hijos errantes es mi patria socialista!
Contrariamente a lo que recordaba, el escenario de la tortura suprema, el fusilamiento, era de una insignificancia descorazonadora. Allí no había altas hierbas amarillas, oscilantes y susurrantes; ni tierra empapada con las lágrimas de las víctimas, amarillenta como el gargajo de un viejo enfermo; ni innumerables champiñones blancos y carnosos, proliferando a la sombra de los arbustos; ni aves carroñeras trazando círculos sobre su cabeza, negras al remontar el vuelo, negras al batir las alas, negras al planear en el aire… Un descampado insustancial, en extremo decepcionante. Carente de color, de ruido, de sentido. Solemnemente indiferente al sufrimiento. Los ojos de Muo no tardaron en habituarse a la penumbra y distinguir las siluetas de dos hombres que cavaban con palas, sin hacer apenas ruido.
«Puede que el juez Di haya cambiado de método de “beber en las fuentes” -se dijo Muo-. ¿O serán fantasmas? ¿Las almas de dos muertos que han vuelto para vengarse?»
El rostro de un amigo de la infancia olvidado hacía mucho tiempo regresó a su memoria. Se estremeció, aterrado. Era Chen, apodado Pelos Blancos, el único de sus amigos que, a principios de los años ochenta, había conocido la riqueza y el éxito y se había convertido en yerno del alcalde de la ciudad y presidente de una sociedad que cotizaba en bolsa, para acabar condenado a muerte, hacía tres años, por tráfico de automóviles extranjeros. ¿Lo habrían fusilado al pie de aquella colina? ¿De rodillas? ¿Con la espalda ofrecida al cañón de un fusil anónimo, a la detonación de un arma sin piedad disparada a unos metros detrás de él? Muo había oído decir que la posición de los dedos del condenado era determinante, y que le ataban cuidadosamente los brazos a la espalda para que las balas de los tiradores de élite penetraran precisamente por el pequeño cuadrado que formaban los dedos índice y medio, tras el cual se encontraba el corazón.
Los hombres de las palas vestían uniforme militar sin charreteras de oficial. Ninguno de ellos podía ser el juez Di. El calor volvió a inundar el rostro de Muo. Uno de los soldados llevaba un casco de metal demasiado grande para él y, al apoyar en la pala un pie calzado con una bota sucia y agujereada en la puntera para hundirla en la tierra, el casco, adornado en el centro con una estrella roja, se le cayó de la cabeza y fue a parar al fondo del hoyo, que casi había terminado de cavar. El hombre se agachó, lo recogió y descubrió, muerto de risa, un gusano de tierra marrón con listas verdosas que serpenteaba por la resbaladiza pared del casco. Lo hizo caer y lo cortó en pedazos con la pala. Los pequeños chorros de materia viscosa arrancaron fuertes risotadas a ambos soldados.
No era la primera vez que Muo se sorprendía a sí mismo, pero descubrir que tenía dotes de comediante le produjo una sensación embriagadora. Su mentira brotó con una naturalidad fluida, alada. «¡Oh, flor desnuda de mis labios!», que dijo Mallarmé. Incluso consiguió imitar el tono serio, un tanto académico, de un profesor de Derecho pekinés. Su falsa identidad le iba como un guante. Y su misión gubernamental impresionó a los dos soldados. Muo se interesó por la utilidad de los agujeros que estaban cavando.
– Es -dijo el asesino del gusano- para que, antes de dar la última boqueada, el fulano no ruede de aquí para allá y lo llene todo de sangre.
– Al criminal se lo ejecuta de rodillas -explicó el otro, que parecía más espabilado-, disparándole una bala al corazón. Cae fulminado al agujero. Si se retuerce durante la agonía, la tierra se desmorona a su alrededor y lo inmoviliza. A continuación, vienen los médicos para extraer los órganos. Mañana, si tiene curiosidad, pida una autorización especial. Verá cómo es la cosa sobre el terreno.
Muo lanzó una rápida mirada a los oscuros y malévolos agujeros y sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
– Sus explicaciones son muy claras -dijo haciendo como que tomaba notas en un cuaderno.
– Es el filósofo del escuadrón -respondió el asesino del gusano, señalando a su compañero.
Los soldados se despidieron con un respeto casi servil. Antes de que se marcharan, Muo vio aparecer a un hombre de unos cincuenta años, que llegó corriendo, vestido con una camisa blanca a rayas azules que parecía una chaqueta de pijama y a la que le faltaban dos botones.
– El juez Di, que viene a hacer footing -murmuró Muo con voz temblorosa pero particularmente excitada.
– ¿El juez Di? -le preguntó el asesino del gusano a su camarada-. ¿Quién es? Mira qué camisa lleva, parece de las que les ponen a los chiflados.
– ¿No has leído las novelas del holandés? -repuso el filósofo del pelotón-. El juez Ti… – ¡Qué magnífico personaje! ¡Qué detective tan agudo! ¿Sabes qué es la camisa que lleva? Una toga de juez de la dinastía Tang.
Con los ojos brillantes de orgullo, el soldado le estrechó la mano a Muo riendo y se fue con su camarada.
Pero Muo le dio alcance.
– ¿Se burla de mí? Espero al juez más importante de la región, un hombre que puede condenar a muerte a cualquiera. ¿Es él?
– Sí -confirmó el filósofo guiñándole el ojo disimuladamente a su compañero
– Es el famoso juez Di de Chengdu, el rey del infierno de los criminales -remachó el asesino del gusano.
Sentado en el suelo en medio del descampado, Muo siguió con la mirada la trayectoria circular del corredor. No se atrevía a molestarlo. Esperó. Los movimientos de aquel hombre eran tan regulares tan mecánicos, tan inexorables como los del ejército de hormigas que transportaban los trozos del gusano de tierra e iniciaban la difícil ascensión a un tronco de árbol. De pronto, el bocinazo de un vehículo lejano detuvo en seco la carrera del supuesto juez Di, que se quedó escuchando con una inmovilidad teatral. Muo dudó. Pasó otro minuto; luego, todo se produjo al mismo tiempo: la calma volvió; el corredor respiró aliviado; las hormigas reanudaron la marcha. Muo se levantó y, presa de la angustia mordiéndose el seco y agrietado labio, se dirigió hacia el hombre.
– ¿Es usted el señor juez?
El interpelado lo examinó sin responder. Muo tuvo la sensación de que esbozaba un movimiento de cabeza. Con un sentimiento complejo, mezcla de miedo, respeto, odio y desprecio, escrutó el pálido rostro del hombre, particularmente fatigado. Tenía el cuerpo tan delgado, tan huesudo, que parecía carecer de carne, de modo que la camisa blanca a rayas azules le sentaba como un saco. Llevaba el pelo desgreñado. Bajo los ojos, dos inmensas bolsas negras. De pronto, en la cabeza de Muo se hizo la luz: aquel hombre era un desgraciado, perseguido por los fantasmas de sus víctimas. No, él mismo se había convertido en un alma en pena. Olvidando la mentira que llevaba preparada, Muo le tendió la mano.
– Soy Muo, psicoanalista, recién llegado de París. Creo, señor juez, que estoy en condiciones de ayudarlo.
– ¿Ayudarme?
– Sí. Salta a la vista que necesita usted un psicoanálisis, basado en las teorías de Freud y Lacan.
Freud. Un nombre que no debía pronunciarse delante de aquel hombre bajo ninguna circunstancia. Demasiado tarde.
Sin dar tiempo a que Muo acabara la frase, el falso juez Di dio rienda suelta a su locura y le propinó un puñetazo en pleno rostro con tal fuerza que le clavó las gafas en la carne. Aullando de dolor, Muo oyó un zumbido en el interior de su cabeza y vio estrellas revoloteando a su alrededor. Luego, todo se oscureció. Muo no comprendía por qué estaba tumbado en el suelo, pero instintivamente se quitó las gafas, accesorio esencial en la vida de un intelectual miope, y perdió el conocimiento, mientras el corredor seguía dándole patadas en la cabeza, la entrepierna, los riñones y el hígado con salvaje violencia. Pura locura.
El falso juez Di se marchó. Pero, cuando apenas se había alejado unos metros, se detuvo y volvió sobre pasos. Se acercó a Muo, que seguía inconsciente, y, con extraordinaria sangre fría, le cambió la chaqueta por su camisa a rayas. Con una sonrisa perversa, se la abotonó hasta el cuello. Un nuevo toque de claxon le hizo dar un respingo. Vestido con la chaqueta de Muo, se marchó a la carrera, perseguido por el ulular de una sirena que pertenecía a la ambulancia de un centro psiquiátrico. El vehículo irrumpió en el descampado y trazó una circunferencia alrededor de Muo. Dos enfermeros de impresionante corpulencia se apearon de ella con una foto en las manos y se acercaron a Muo con precaución.
Muo se despertó, abrió los ojos y vio, en contrapicado, a dos gigantes que lo miraban de hito en hito. También descubrió que llevaba la camisa a rayas de su agresor, cuyo olor le revolvía el estómago.
– Cómo apesta esta ridícula camisa… – murmuró, y volvió a sumirse en la inconsciencia.
Los dos enfermeros efectuaron una minuciosa comparación con la foto. Sin gafas, con la cara desfigurada por enormes moretones y con la nariz sangrándole, Muo estaba irreconocible. Los enfermeros acabaron decidiendo que era el hombre de la foto, el loco que había huido de su centro por el pozo de las letrinas. (Llevaban dos días buscándolo y habían conseguido localizarlo gracias a la llamada telefónica de una pareja de campesinos.) Le propinaron unas cuantas bofetadas para reanimarlo, pero en vano.
Con el faro giratorio encendido, la ambulancia se puso en marcha abandonó el descampado, con Muo esposado en su interior. Ese domingo, el juez Di, el verdadero, no había podido cumplir su deseo de beber en las fuentes; estaba resfriado, después de pasar la noche en blanco jugando al mah-jong. Cómo no. El inevitable mah-jong.
SI SÚBITAMENTE
NOS CONVIRTIÉRAMOS EN OTRO
(De nuestro enviado especial en Chengdu.) Hará aproximadamente una semana, el señor Ma Jin, huido del hospital psiquiátrico, fue encontrado inconsciente al pie de la Colina del Molino, en el lugar de ejecución de los condenados a muerte. Tenía el rostro ensangrentado y cubierto de hematomas. Sufría una leve conmoción cerebral. De regreso en el centro psiquiátrico, al volver en sí, rechazó categóricamente esa identidad y aseguró ser un tal Muo, psicoanalista llegado de Francia en fechas recientes, discípulo de Freud, si bien consideraba a Lacan «intelectualmente interesante, dotado de una fuerte personalidad, capaz de hacer pagar a su clientela parisina fabulosos honorarios por sesiones de consulta que nunca pasaban de los cinco minutos». El doctor Wang Yusheng, uno de los psiquiatras más prestigiosos de nuestro país, subdirector del Centro de Tratamiento de Enfermedades Mentales de Pekín, y el señor Qiu, catedrático titular de Francés de la Universidad de Shanghai, fueron convocados para estudiar al sujeto. Las dos eminencias universitarias sometieron al evadido, señor Ma Jin, a una serie de tests. El paciente recitó en voz alta, y en francés, pasajes enteros de Freud, frases de Lacan, Foucault, Derrida, el comienzo de un poema de Paul Valéry, el nombre de la calle en la que vivía en París, el de la boca de metro más próxima y el del estanco de al lado, El Perro Fumador, el de la cafetería de debajo de su casa, el de la de enfrente, etc. A continuación, invitó a sus examinadores a saborear la belleza de la palabra francesa «amour», así como la riqueza y la intraducible complejidad del vocablo «hélas». Nuestro brillante francófilo ¿Ma Jin o Muo?) pretendía haber sido agredido y robado por un corredor desconocido. En cuanto a la razón de su presencia en el lugar de ejecución, confesó no recordarla. Un lapsus de memoria probablemente debido al shock que había sufrido.
La conclusión de los dos expertos fue categórica: se trata de uno de los casos más desconcertantes de la historia de la Psiquiatría, conclusión que convulsionó inmediatamente los medios intelectuales de Chengdu. Catedráticos, investigadores, periodistas, estudiantes de Humanidades y sobre todo estudiantes de Filosofía que acariciaban desde hacía mucho tiempo la ambición de convertirse en psicoanalistas acudieron en peregrinación al centro psiquiátrico en las horas establecidas, y la habitación del evadido francófilo no tardó en rebosar de visitas. Era una habitación individual dotada de nuevas medidas de seguridad, con rejas reforzadas y un enfermero-guardián que tenía el ojo pegado a la mirilla de la puerta permanentemente. El enfermo se convirtió en el objeto de todas las especulaciones intelectuales de nuestra ciudad. Cuando lo visité en persona, lo estaba entrevistando un investigador universitario especializado en mitología china, que emborronaba de notas un grueso cuaderno, al tiempo que grababa la conversación en un magnetófono. La pretensión de dicho investigador era establecer una relación entre Ma Jin-Muo y el famoso inmortal cojo, personaje mítico muy popular. (Según la leyenda, cuando el alma de éste regresó de un viaje espiritual, descubrió que uno de sus discípulos había incinerado por error su cuerpo, inanimado desde hacía siete días. Apiadado, el Dios de la Misericordia hizo un milagro, que permitió al alma errante transmigrar secretamente al cadáver de un mendigo cojo que había muerto hacía poco. El resto es fácil de imaginar: de pronto, el cuerpo inanimado despertó, se levantó, soltó una carcajada triunfal y se dirigió renqueando a su antiguo templo, para salvar al traumatizado discípulo, que quería suicidarse.) Entre los regalos de las visitas, esparcidos sobre la cama metálica, encontré y pude hojear una revista estudiantil local impresa artesanalmente, en uno de cuyos artículos se defendía la siguiente hipótesis: el evadido era la reencarnación de un traductor de francés fusilado hace tiempo. Antes de abandonar el centro, pude recoger diversos testimonios que Coincidían unánimemente sobre este punto: el paciente no tenía nada que ver con los otros enfermos. Nunca se quejaba de la comida ni de la rigurosa disciplina. Daba la sensación de estar a gusto allí. No paraba de decir y no precisamente en broma, que un manicomio es la mejor universidad del mundo. Un hombre educado, amable, atento, que tomaba nota de todo, de los gritos histéricos nocturnos, de los efectos de los electroshocks, de los sueños de los demás enfermos, etc. «Era un hombre muy romántico -declaró su enfermero-guardián-. Pese a todos los calmantes que tomaba mañana y tarde, me contó un montón de historias, más o menos picantes chinas o extranjeras y, a cambio, me pedía que le trajera hojas de papel. Escribía cartas de amor largas como novelas, aun sabiendo que nunca llegarían a su destino, dirigidas siempre a la misma mujer, una presa, su amor, de nombre cómicamente inolvidable, según sus propias palabras. Pero nunca me lo reveló. Era su secreto.»
Ayer, convocada por la dirección del centro, la mujer de Ma Jin, una antigua cantante de ópera, acudió a confirmar la identidad del evadido. Apenas lo vio, pareció sufrir un shock. Hay que decir que hace tres años su marido se convirtió al budismo y se fue a vivir a un templo. Al parecer, había cambiado tanto físicamente que estaba casi irreconocible. La mujer pidió conversar a solas con él. Se le concedió. Estuvieron hablando durante una hora. Tras la entrevista, la ex cantante de ópera confirmó que se trataba de su cónyuge, el señor Ma Jin. Cumplimentó los trámites administrativos para obtener el alta del paciente y se lo llevó a casa. Pero esa misma noche, ¡golpe de efecto! Mientras se daba una ducha, el falso o verdadero Ma Jin volvió a escaparse por la ventana utilizando una larga cuerda hecha con toallas y camisones. Y desapareció sin dejar rastro.
Esta mañana, la antigua cantante de ópera ha declarado a los periodistas: «Tengo muchas ganas de encontrarlo.»
El tercer cajón del escritorio del Juez Di estaba entreabierto exactamente como le había dicho a Muo el abogado de Volcán de la Vieja Luna. Esa discreta abertura, apenas visible era la señal convenida de que se aceptaba recibir una carta de credencial. Convencionalmente, el corruptor debía introducir en el cajón un sobre rojo con el soborno y, conforme a la regla, el beneficiario hacia como que no había visto nada.
Tras la gafas, milagrosamente intactas, los ojos de Muo, todavía hinchados y rodeados de moretones, escrutaban la milimétrica abertura del cajón, como un agente secreto de película de espionaje que observa a un desconocido en busca de una señal convenida que le permita reconocerlo como uno de los suyos. Muo tenía el corazón palpitante y se sentía corno si un vino mágico se le hubiera a la cabeza. El secretario del juez Di se había marchado tras hacerle pasar al despacho. Ahora estaba solo, en un sofá cuyo olor a cuero viejo saturaba la habitación. Metió la mano en el portafolios y con la punta de los dedos tocó el sobre, en cuyo interior notó el sensual espesor del fajo de cien billetes nuevos de cien dólares, sujeto con una delgada goma elástica estirada al máximo.
Se levantó y se acercó al escritorio. El calor le había empañado los cristales de las gafas. Se sentía invadido por una sensación vaporosa. Nunca había estado tan cerca de la felicidad. Ante él, el escritorio estaba envuelto en un halo resplandeciente. Era como si Volcán de la Vieja Luna fuera a salir por la abertura del tercer cajón en cualquier momento. Muo miraba el cajón recreándose en la bendita fisura que había encontrado al fin en la muralla de la dictadura del proletariado.
De pronto una verdad se abrió paso hasta su cerebro: ¡evidentemente!. El famoso tercer cajón siempre estaba así. Era un semáforo permanentemente en verde. Un mensaje dirigido a todo el mundo, y no sólo a la atención de Muo. ¿Cuántas veces lo habría abierto el corrupto propietario para sacar un sobre rojo sin saber el nombre del donante ni el motivo de la donación?
Una vez calmada su exaltación, el mueble apareció ante él tal como era: de madera lustrosa, con sobremesa de polvoriento mármol, sobre la que descansaba la foto enmarcada de dos sonrientes muchachas (¿las hijas de Di?). Al lado, encima de un televisor, un rayo de sol que se colaba por la persiana veneciana derramaba confetis de luz sobre un extraño objeto, el único en todo el despacho que podía ser calificado de obra de arte. Parecían monedas de cobre, pero era un modelo a escala de avión de combate hecho exclusivamente con casquillos de bala de fusil. Centenares de casquillos, cada uno de los cuales llevaba grabados un nombre y una fecha.
Muo oyó un paso en el mármol de la entrada y luego otro en el suelo de madera del despacho, y sus ojos se apartaron del avión de combate para encontrarse con la inquisitiva mirada de un anciano de fino bigote que vestía uniforme azul marino con el emblema rojo de la República china, donde aparecía enmarcada la palabra «magistrado» bordado en una manga.
– Buenos días -murmuró Muo-. ¿Es Usted el señor Di?
– El juez Di – lo corrigió el anciano, deteniéndose ante la mesa.
El magistrado emanaba un olor a rancio. Era tan bajo como Muo pese a los zapatos negros de tacón alto. ¿Qué, edad debe de tener? Cráneo apergaminado. ¿Cincuenta y cinco años? Lo único seguro es que no se parece nada psicópata evadido con el que topé en el lugar de ejecución. No tendría fuerza para pegarme. Su violencia es de otra naturaleza, más peligrosa.
El juez Di tenía los ojos pequeños; el izquierdo que mantenía casi todo el rato cerrado, minúsculo. Sacó varios frascos del primer cajón, hizo caer unos cuantos comprimidos y pastillas y los alineó en el mármol de la mesa, contándolos sobre la marcha. Eran diez. Cogió una gran taza de té y se los tragó. Cuando Muo se presentó como redactor de una editorial científica de Pekín, el ojo derecho del juez se clavó en él y el grueso y arrugado párpado se entrecerró, detalle que delataba al tirador de élite examinando fríamente el blanco.
El sonido del teléfono móvil interrumpió bruscamente la conversación apenas iniciada sobre el motivo de la visita de Muo, que farfullaba frases inconexas mirando a diestro y siniestro en busca de las palabras que le había preparado el abogado y que él había estado repitiendo hasta recitarlas de memoria.
La llamada estaba relacionada con los Juegos Olímpicos que en esos momentos se estaban celebrando en Sidney Cuando supo que China acababa de ganar la vigésima medalla de oro, en yudo femenino lo que la situaba detrás de Estados Unidos pero delante de Rusia, el juez, nervioso, encendió el televisor. En la pantalla, dos chicas de imponente corpulencia rodaban por el tatami gruñendo y resollando a cámara lenta. El Ojo izquierdo del juez se abrió, empañado por las enternecidas lágrimas que le arrancaban las apasionantes perspectivas de la próspera patria y el derecho parpadeó de emoción. Sin dejar de hablar por teléfono, avanzó hacia su visita. Muo estaba desconcertado. No sabía cómo interpretar aquel acercamiento fuera de protocolo.
«¿Querrá abrazarme?», se preguntó.
Encantado, el juez levantó un brazo, el que tenía el emblema rojo de China bordado por encima del codo, y lo mantuvo suspendido en el aire esperando que Muo lo imitara con idéntico entusiasmo y que sus dos manos se encontraran en una palmada triunfal, como cuando un jugador de fútbol americano marca un tanto decisivo. Cada vez más perplejo, Muo pensó que quizá se trataba de otra señal secreta, convenida, que el abogado había olvidado comunicarle.
Aquella mano le hacía una señal. Pero ¿qué señal? «¿Debo hacer lo mismo? ¡Qué mano tan fantasmal, con unos dedos como difuminados por la niebla y otros más nítidos, sobre todo el índice, rechoncho, con la uña negra, de tirador de élite apretando el gatillo! ¿Debo imitar ese gesto? ¡No, Muo, eso sería un error fatal! ¿Qué otro gesto podría responder a esa señal secreta?»
Ligeramente sorprendido por la reacción de su visitante, el juez Di bajó el brazo y siguió dando vueltas por el despacho. En la pantalla del televisor no se veía más que la bandera roja con las cinco estrellas amarillas (la grande, símbolo del todopoderoso Partido Comunista, y las cuatro pequeñas, repartidas alrededor, representación de los obreros, campesinos soldados y comerciantes revolucionarios), que se alzaba sobre la tribuna, para la entrega de la medalla de oro. Interpretado por gloriosas trompetas, el himno nacional resonó con tal fuerza que el avión de combate en miniatura vibró sobre el televisor.
Lanzando un prolongado suspiro, Muo se quitó las gafas y limpió los cristales en el faldón de la chaqueta. El gesto no pasó inadvertido al tirador de élite.
– ¿Llora usted de emoción? -le preguntó-. Me había parecido frío e indiferente.
El brazo del juez Di volvió a alzarse hacia Muo en busca de la fallida palmada.
Decidido a correr el riesgo, Muo levantó una pierna en el aire y permaneció en equilibrio sobre el pie izquierdo, en una conmovedora postura de mutilado de guerra.
– No, es con la mano -dijo el juez guiñándole el ojo derecho con excepcional indulgencia.
Muo malinterpretó la frase y se agarró la pantorrilla con la mano. Centímetro a centímetro, con inhumano dolor, levantó el pie hasta el hombro, como una bailarina haciendo ejercicios de calentamiento El ojo izquierdo de Di se cerró. El derecho juzgó a Muo fríamente. De pronto, el juez apagó el móvil.
– ¿Qué se ha creído, que esto es un circo? ¿Sabe usted dónde está? ¡Está en el despacho del juez Di!
– Es culpa del abogado -farfulló Muo bajando la pierna. Pero… Es que… Discúlpeme… Es el abogado de mi amiga, Volcán de la Vieja Luna.
La risa del Juez cortó el penoso tartamudeo de Muo. Aquella risa de timbre tan cascado tan siniestro, heló la sangre en las venas de Muo que vio en ella el preludio de un anuncio cruel. En la pantalla del televisor la campeona china que canturreaba con la cabeza erguida el himno nacional, cedió el sitio al partido de la final de hockey entre Rusia y Canadá.
– ¿Volcán de la Vieja Luna? -preguntó el juez sentándose en su sillón de Gran Inquisidor.
– Sí, es amiga mía.
– ¡Qué horror! Esa joven que vendió fotos a la prensa extranjera…
– No las vendió. No ganó un yuan con ellas.
Los dedos del juez tamborilearon en el teclado del móvil.
– Espere, tengo que hacer una llamada al secretario general del Partido.
Es difícil describir el abismo de desesperación en el que aquella frase sumió a Muo. ¡Qué peligro! ¿Por qué esa llamada? Seguramente, por Volcán de la Vieja Luna. ¿Se enfrentaba a una pena tan dura que era necesaria la conformidad del jefe del Partido? La camisa, que había empapado en sudor durante sus torpes acrobacias, ahora estaba helada.
La conversación telefónica fue larga. Al principio, Muo oyó que el juez sugería un levantamiento excepcional de la prohibición de los petardos para permitir al pueblo que celebrara la victoria deportiva. Luego, cambiando de asunto, pasó de puntillas sobre el tema de la seguridad, se exaltó con el deporte, regateó con el presupuesto de Justicia, propugnó la construcción de un nuevo palacio de Justicia y acabó proponiendo a su interlocutor un encuentro para jugar una partida de mah-Jong. Ése fue el momento en que Muo oyó aquel elogio inolvidable: «Tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen.»
La espera se tomó tortura. Muo estaba al borde del agotamiento físico; el menor cambio de tono, una tos imperceptible, una palabra severa hacían que el corazón le palpitara como un conejo asustado y abrían ante él perspectivas horripilantes. Un respeto equivocado a las conveniencias le impidió hacer lo que debería haber hecho: sacar su regio regalo, abrir el tercer cajón y meter el sobre dentro. ¿Quién sabe?
El comentarista de la televisión china gritaba de desesperación: un delantero ruso había marcado un punto decisivo en el último minuto del partido. Los aficionados rusos estaban eufóricos. La bandera rusa se alzó sobre la tribuna.
Con paso vacilante, Muo se acercó al escritorio Tenía la sensación de que el juez Di seguía sus movimientos con la mirada. En ese instante, comprendió que aquello era lo que secretamente esperaba. Toda aquella pantomima, que por otro lado había interpretado bastante bien, no tenía otro propósito que empujarlo a realizar aquel gesto.
Harto de no ser más que una marioneta movida por hilos invisibles, miró el avión de combate en miniatura, sobre el que ya no llovían confetis de luz. El cobre de los casquillos se había oscurecido.
Por pura casualidad, se fijó en un detalle: varios casquillos llevaban la misma fecha. La verdad iluminó su mente como un relámpago: los nombres grabados en los casquillos pertenecían a otros tantos condenados a muerte fusilados por Di, el ex tirador de élite, y las fechas eran las de las ejecuciones. En ocasiones, había ejecutado a varios el mismo día. Cada casquillo era la reliquia de una bala asesina, salida de un fusil, que había atravesado el pequeño cuadrado entre los dedos índice y medio del fusilado, tras el que se encontraba su corazón.
Aunque la antigua actividad del juez Di no era ningún descubrimiento, Muo se sintió invadido por una profunda repugnancia hacia aquella obra, creada con tanto esmero, tanto mimo, tanta dedicación y, sobre todo, tanto amor. De pronto, el hombre al que tenía delante le pareció un demonio sediento de sangre, la encarnación del terror en estado puro, de la crueldad gratuita y del mal. ¿Dónde estaban los fantasmas vengadores? Al parecer, en ningún sitio. Muo, siempre escéptico sobre la existencia de Dios, creía en la de los fantasmas desde niño. ¿Has visto al fantasma? Una noche negra como la pez… Libertad de fantasmas. Justicia de fantasmas. Ahora, todo eso se desmorona. Debo pagar el tributo a un tirano, cuya vida no se atreven a perturbar ni siquiera los fantasmas. Por no atreverse, no se atreven ni a ponerle los pelos de punta. Nada de aparecerse después de muertos. Que ningún espectro lo atormente. Toda la voluntad de actuar, en este mundo, en beneficio de Volcán de la Vieja Luna se disipó dentro de Muo, muy a su pesar. Volvió a guardar el sobre en el portafolios y se dirigió hacia la puerta.
Cuando el ruido de sus pasos se convertía en frenética carrera por el pasillo, el juez Di se preguntó qué había ocurrido. Al acercarse a la puerta, vio a Muo pasando a toda prisa junto al secretario y poniéndole algo en las manos. Sin duda, un billete de veinte yuans. Esto es para usted. Mudo agradecimiento. Adiós.
Un resucitado. Durante al menos uno o dos minutos, Muo creyó estar ante un resucitado. No lo reconoció de inmediato porque aún tenía los ojos hinchados. Simplemente, tuvo la sensación de haber visto con anterioridad a aquel hombre que apareció en lo alto de las largas escaleras mecánicas, cubiertas por una bóveda de cristal, de un centro comercial ultramoderno, imitación del Georges Pompidou de París. Dos ojos melancólicos, familiares. Pero ¿de quién? ¿Dónde los he visto antes? ¿Sufro una alucinación? Un traje gastado, pelo entrecano cortado al cepillo, rostro huesudo y, sobre todo, aquellos dos profundos surcos que bajaban a cada lado de la nariz, contorneaban las comisuras de los labios, cruzaban el mentón y acababan fundiéndose con los pliegues del cuello. Finamente tamizado, el sol atravesaba los cristales mate y lechosos del abovedado túnel. Las escaleras mecánicas seguían deslizándose, paralelas: el resucitado bajaba y Muo subía. El hombre avivó el paso, se detuvo a su altura y se inclinó hacia él. Sus grandes zancadas también tenían algo familiar. ¿Quién es? Muo oyó que lo llamaban como en la infancia: «Pequeño Muo.» Por la voz, sí lo reconoció: el yerno del alcalde, condenado a muerte, que debería llevar años fusilado.
La escalera mecánica continuaba su ascensión. Con el brazo sujeto por la firme mano de su amigo de antaño, en cuya muñeca podía leerse el número 3519, estigma de los prisioneros Muo empezó a bajar con paso mecánico abriéndose camino entre las bolsas y los carros de los clientes que subían. Una marcha atrás alucinada.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó al resucitado, tan perplejo que su propia voz le pareció lejana, como en un sueño. Al instante, apurado por las palabras que se le habían escapado de la boca, poco convenientes para la ocasión, añadió-: Yo me he escapado del manicomio. ¿Y tú?
– Estoy haciendo una visita de inspección.
– De inspección, ¿de qué?
– De restaurantes.
– ¿Eres restaurador?
– No exactamente. Pero la prisión en la que cumplo condena ha abierto dos restaurantes, y soy el gerente. Mi suegro consiguió que me conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua. Luego, le propuse al director abrir un restaurante y que me confiara la gestión, asegurándole que daría mucho dinero. Y así ha sido. Como estaba contento conmigo, ha abierto otro en este centro comercial.
– Pues no pareces haberte enriquecido.
– No. Todos los beneficios son para la prisión. Un precio razonable a cambio de mi libertad diurna.
– ¿Por qué diurna?
– En cuanto se hace de noche, vuelvo para dormir en la celda de los condenados a perpetuidad. Está justo al lado del corredor de los condenados a muerte. Cuando hay una ejecución, vemos al guardián pasar con un plato de carne por delante de nuestra puerta y tomar el otro pasillo; luego, lo oímos detenerse ante una celda y entregar el plato al que será ejecutado al día siguiente. En ese momento, me digo: ¡Joder, de menuda cena me he librado!
Los dos amigos celebraron su reencuentro en el restaurante que la prisión tenía en el centro comercial Las Cazuelas Mongolas, un autoservicio. Con un plato en la mano, cada cual elegía lo que le apetecía (la gente se empujaba) entre el centenar de bandejas expuestas en vitrinas en el centro de una gran sala: anguilas, sesos de cerdo, sangre de cabra, camarones, sepia, marisco, caracoles, ancas de ranas, muslos de pato, etc., por un precio único de veintiocho yuans, fórmula «bufet libre» (cerveza local incluida). Un centenar de mesas; con la cara congestionada sobre las cazuelas, colocadas sobre hornillos de gas, los comensales mojaban un trozo de carne o de verdura en un caldo espeso, grasiento, muy condimentado y cubierto de una espuma roja y aceitosa hacia la que ascendían en torbellino millones de diminutas burbujas. El humo, el vapor, las risas, las voces, las idas y venidas de los clientes entre las mesas y las vitrinas tenían aturullado a Muo, que ya no sabía lo que le estaba contando al ex condenado a muerte. El lugar de ejecución, el centro psiquiátrico, el abogado de Volcán de la Vieja Luna, el juez Di… El suelo del restaurante estaba pegajoso y resbaladizo de aceite y grasa. Los clientes se movían con cautela, como si caminaran sobre hielo. Para las personas mayores, o miopes y torpes como Muo, era toda una aventura. Un hombre ebrio resbaló en los lavabos e intentó levantarse, pero era tan difícil encontrar un punto de apoyo en el viscoso suelo que volvió a caerse y acabó quedándose dormido con la cabeza contra un urinario. Por supuesto, Las Cazuelas Mongolas debían su ambiente de fiesta y su prosperidad a la idea del yerno del alcalde de ofrecer la fórmula «bufet libre» por veintiocho yuans.
– Es un duelo -le explicó a Muo-. Entre el cliente y el dueño. El primero que abandona pierde la partida.
Estaba lloviendo. El coche del yerno del alcalde, un espléndido Fiat descapotable de un rojo chillón, subía animosamente la carretera que llevaba a la residencia del juez, conducido por un chófer con espaldas de boxeador. En Las Cazuelas Mongolas, el amigo de Muo se había propuesto «echarle un cable», y Muo, que ya no creía en su empresa humanitaria y amorosa, había estado a punto de soltar la lagrimita.
En lo alto de una colina, el ex condenado a muerte hizo parar el coche, encendió un purito holandés y se puso a reflexionar. Los dos pliegues que le surcaban la cara parecían aún más profundos. Muo no se atrevía ni a hablar ni a mirarlo. ¿Estaría puliendo su plan de ataque? ¿Querría telefonear para anunciar su visita? ¿Estaría a punto de renunciar? ¿O, por el contrario, armándose de coraje? Muo no sabía qué pensar. El chófer paró el motor y, durante unos instantes, los tres hombres permanecieron inmóviles en el interior del coche. Muo miraba fijamente la lluvia. Un ruido, álamos, un campesino cubierto con una capa de paja trabajando en un lejano arrozal… Al fin, su amigo indicó al chófer que volviera a arrancar. El Fiat se puso en marcha y avanzó a velocidad reducida hasta un portón metálico que cerraba un muro de dos metros de altura. El fornido chófer se apeó y abrió la puerta posterior del coche. El yerno del alcalde bajó y se acercó al interfono bajo la lluvia.
El aguacero cesó una hora después. Muo seguía solo en el coche cuando las estrellas aparecieron en el cielo. Pronto sería la hora en que su amigo, gerente de día y preso de noche, tendría que volver a la cárcel. Cuando empezaba a desmoralizarse, el portón se abrió y el yerno del alcalde salió y se acercó al Fiat sonriendo de oreja a oreja. Los dos surcos que el infortunio había trazado en su rostro se habían suavizado.
– Arreglado -dijo entrando en el coche-. Pero no quiere dinero. Ya tiene todo el que necesita. La única cosa que te pide a cambio es una virgen con la que acostarse. Una chica que aún no haya perdido la virginidad. Que tenga el melón rojo por abrir…
Aquella extraña expresión, «abrir el melón rojo», siempre le recordaba una noche lluviosa, el olor a sudor, unos porteadores de cangrejos frescos, la tibieza de un huevo duro y un rostro reluciente recortado contra una roca en una gruta de montaña en Fujian, la tierra natal de su padre, en la que había oído por primera vez aquella expresión para referirse a la desfloración de una virgen. Muo tenía diez años. Estaba pasando las vacaciones en casa de sus abuelos. Uno de sus tíos, catedrático de Matemáticas degradado a carnicero por motivos políticos, un hombre de treinta años tan encorvado que parecía un viejo, lo llevó a nadar a un río de montaña. Estalló una tormenta y se refugiaron en una gruta con desconocidos de todas las edades, gente de paso, campesinos y varios porteadores con cestas llenas de oscuros cangrejos pescados en un lago de alta montaña y destinados a la exportación a Japón. Sentado contra una roca, un porteador más viejo que los demás, cuyo rostro, tan picado de viruela que parecía un colador, aún permanece fresco en la memoria de Muo, contó un chascarrillo en voz baja, interrumpida por toses y escupitajos, mientras Muo pelaba un huevo duro aún tibio que una campesina le había puesto en la mano: durante la dinastía de los Tang, los japoneses, que acababan de unirse en torno a su primer rey, no conseguían idear una bandera nacional. Al final decidieron copiar a los chinos y mandaron un espía a China, que, más moderna y civilizada, vivía la edad de oro del Imperio. Tras las muchas peripecias del viaje por mar, el espía puso el pie en la costa china. Entró en el primer pueblo que encontró. Era de noche. Hacía buen tiempo. Vio gente excitada y alegre que gritaba bailaba, cantaba y bebía alrededor de una bandera blanca en cuyo centro había un redondel rojo, tirando a oscuro. Reinaba un ambiente de gran celebración. «Debe de ser su fiesta nacional -se dijo el espía-. Y ésa, la bandera china.» Escondido tras unos arbustos, esperó a que todo el mundo volviera a casa para acercase al objetivo de sus largos meses de viaje, marcados por el miedo a morir y la tortura del hambre. Lo robó y se perdió en la noche, sin saber que lo que se llevaba no era otra cosa que un paño manchado con el jugo del melón rojo de una recién casada, abierto durante la noche de bodas.
La expresión provocó una carcajada general que resonó en la cueva, mientras Muo, que no había entendido nada, hacía girar el huevo duro pelado entre sus ateridas manos para calentárselas. Sin saber por qué, se levantó y, muy decidido, fue hacia el cuentista, que estaba sentado ante un fuego que le iluminaba el torso desnudo y hacía vacilar su sombra. Se detuvo ante él y le metió el huevo duro en la boca por la fuerza. El hombre se lo tragó, medio ahogándose. Tenía la cara reluciente, recortada contra la roca a la luz de las llamas, y volvía los ojos, pequeños pero vivos, hacia todas partes. Muo aún recuerda la sensación que le produjo la piel de aquel rostro chupado, una piel que parecía un trozo de papel de estraza aceitoso. Contó las picaduras de viruela. Incluso extendió la mano para tocarlas. Y así fue como la expresión «abrir el melón rojo» se le grabó en la memoria, con todos aquellos colores unidos en una ola oscura y chorreante, que le inundó las venas y se le extendió por todo el cuerpo. El aire de la gruta, que olía a mar… La rugosa superficie de las rocas…
Durante el camino de vuelta, su tío mostró un humor excepcional, dada su situación (En la gruta no había dicho esta boca es mía ni se había reído con los demás.) La copiosa lluvia había lacado el follaje de los árboles. El aire se había refrescado deliciosamente. La luz era lírica. Muo recuerda que, sentados en una ladera, envueltos por el olor de los helechos mojados, su tío y él templaron la cima nevada de una montaña que se veía a lo lejos, velada por una vaga iridiscencia. En voz baja, su tío le enseñó un poema de la dinastía Yuan, que tenía ochocientos años de antigüedad y había sido prohibido por los comunistas. Luego, se lo hizo recitar palabra por palabra:
No obstante, Muo nunca había imaginado, ni en sus sueños más disparatados, que un día tendría que satisfacer el deseo de un viejo juez en avanzado estado de corrupción de abrir, con sus manos de tirador de élite, un melón rojo de irreprochable frescura.
A veces incluso pensaba que su gran maestro Freud, conocedor de todas las perversiones humanas, se había dejado en el tintero el caso del juez Di, o el caso de los chinos en general. Después de todo, en El tabú de la virginidad, el padre del psicoanálisis afirmaba que, debido al miedo a la castración, el hombre, en el momento de desflorar a su pareja, la considera «una fuente de peligro»: «El primer acto sexual con ella representa un peligro particularmente intenso.» A los ojos de un hombre, la sangre de la desfloración evoca la herida y la muerte. «El hombre teme que la mujer lo debilite, que lo contamine con su feminidad y sea la causa de su incapacidad», siempre según Freud, y confía la ingrata tarea de la desfloración a tercero.
Freud y el juez Di no son del mismo mundo. A decir verdad, desde que ha vuelto a poner los pies en China, Muo se ha visto asaltado por Ciertas dudas sobre el psicoanálisis. Volcán de la Vieja Luna, ¿tiene, como todo el mundo, el famoso complejo de Edipo? Los hombres a los que ha amado, ama o amará, incluido yo, ¿no son para ella más que simples sustitutos de su padre? ¿Por qué quiere el juez Di saborear un melón rojo recién abierto, sin miedo a perder el pene? ¿No tiene el complejo de castración? Muo tiene la sensación de que el destino lo manipula, se burla de él como un monarca caprichoso. Por la noche, preguntas como ésas le hacen dar vueltas y más vueltas en la cama y le quitan el sueño. Intenta darles respuestas ortodoxas sacadas de los libros de psicoanálisis, sin poder aceptar de todo corazón esas respuestas, a menudo fantásticas. Lo que más lo tortura es no poder renunciar a esas preguntas, cuando sabe que jamás obtendrán una auténtica respuesta.
De vez en cuando, piensa con dolor que no ha nacido para psicoanalista. Le faltan confianza en sí mismo y conocimientos en materia sexual. La gente lo intimida.
Para mostrar su agradecimiento al yerno del alcalde, Muo le regaló un abanico muy bonito en el que un monje pintor de los años veinte dibujó unos alegres gorriones que, posados en unas rocas, se alisaban las plumas con picos de color rubí. Por su parte, el ex condenado a muerte volvió a invitarlo a un restaurante, pero esta vez no al suyo sino a uno de la otra punta de la ciudad, para cambiar de aires. Tras la cena, lo llevó a un pabellón de té construido a la orilla de un río en el estilo Shanghai años treinta, con biombos lacados, mesas bajas talladas y cojines de satén bordado. Del fondo de la sala les llegaba una música suave, apenas audible.
– ¿Qué te parece la chica que está sentada en aquella silla de bambú, en la entrada? -le preguntó el yerno del alcalde a Muo.
Muo la miró. Era joven, de unos dieciocho años, quizá. El pelo, teñido de rojo, le caía, lacio y estropeado sobre los hombros. Llevaba una camisa blanca que le llegaba hasta debajo de las nalgas. Muo se levantó e hizo Como que iba al lavabo para pasar frente a ella. A la estudiada y tenue luz del restaurante, vio sus depiladas cejas, sus poco agraciadas facciones y, a través de la camisa desabotonada y el sujetador de encaje negro medio transparente, su pecho liso y su cuerpo huesudo.
– ¿Una virgen para el juez? -le preguntó a su amigo cuando volvió a sentarse a la mesa.
– No, una puta que he alquilado para ti.
Por un instante, Muo se quedó sin habla. Sin poder evitarlo, volvió a dejar que sus ojos se deslizaran sobre la chica.
– ¿Para mí? ¿Qué quieres decir? -balbuceó notando que se ponía rojo como un tomate.
– ¡Diviértete! Ya está pagado. Necesitas relajarte un poco.
– No, no… Gracias, no me apetece.
– ¡No me decepciones, hombre! El otro día me inspiraste auténtico respeto, ¿sabes? Es increíble la pasión que sientes por tu amiga, la fotógrafa presa, y por el psicoanálisis. Pero yo también siento compasión por ti. Estás cansado, tienes pinta de no comer bien, de estar angustiado… Haz como el juez Di, toma la esencia Yin de una chica para reforzar tu vitalidad.
De pronto, el misterio se aclaró. Muo sintió que acababa de comprender algo importante. Su respiración se aceleró. El calor de sus ojos empañó los cristales de las gafas.
– ¿Quieres decir que, si ese canalla pretende desflorar a una virgen, es para aumentar su vitalidad?
– Por supuesto. Su vitalidad, su potencia, su salud… Modestia aparte, un preso con tantos años de cárcel como yo puede darte una lección de sexo. Cuando los chinos hacen el amor, es por dos motivos fundamentales que no tienen nada que ver entre sí. Primero, para tener hijos. Es mecánico, es un trabajo. Es idiota, pero es así. Y segundo, para alimentarse de la energía de su compañera, de su esencia femenina, durante el acto sexual. Y si encima es virgen… ¿Comprendes? Su saliva desprende un aroma más perfumado que el de las mujeres casadas y, durante el coito, sus secreciones vaginales son un regalo exquisito. Ahí es donde reside la fuerza vital más preciosa del mundo.
Dos trazos verticales que se cruzan con otros dos horizontales, más cortos y apenas visibles, simbolizan una cama. Al lado, tres trazos verticales, curvos y delgados como hilos, representan unas pestañas bajadas sobre el primer plano de un ojo cerrado. Debajo, un dedo señala el ojo y parece decir que sigue viendo incluso dormido. Es el ideograma del sueño en la antigua escritura jeroglífica china, que tiene tres mil seiscientos años de antigüedad. Un encanto primitivo da a su misteriosa belleza un no sé qué divino que impresionó a Muo, por aquel entonces estudiante de veinte años, cuando descubrió en el Museo Imperial ese carácter grabado sobre un caparazón de tortuga oscuro, agrietado, casi transparente y tan viejo que el soplo de un aliento parecía bastar para convertirlo en polvo, con todos sus primorosos trazos.
El escriba de la época no podía imaginar que, varias decenas de siglos más tarde, aquel carácter se convertiría en el emblema de un psicoanalista ambulante. Muo lo copió detalladamente en un trozo de seda negra, a tamaño aumentado, pero respetando las proporciones. Luego, lo recortó y le pidió a un sastre que lo cosiera a una sábana blanca que había cogido en casa, de un cajón de la cómoda de caoba, sin que su madre lo supiera, y que olía a lejía y alcanfor. Debajo del ideograma, hizo imprimir su título con pintura roja, en tres líneas: «Intérprete de Sueños (Con letras grandes). Psicoanalista recientemente llegado de Francia. Discípulo de las Escuelas Freudiana y Lacaniana (con letras más pequeñas).
La última etapa de la confección de la bandera consistía en encontrar un mástil adecuado Muo recorrió el mercado de muebles y comparó numerosas cañas de bambú. Pero ninguna servía. Carecían de las cualidades y la resistencia que permiten ondear una bandera al viento. De vuelta en casa de sus padres, dudó entre la pértiga en la que su madre tendía la ropa y la caña de pescar desmontable de su padre, formada por varias piezas de bambú lacado. Tras pensarlo mucho, eligió esta última, quizá menos sólida pero visualmente superior.
Al final de una suave noche de verano, Muo se despertó tras un sueño breve y agitado. (Desde que había leído La metamorfosis de Kafka, se despertaba con miedo.) Ese día, sin embargo, se sentía extrañamente descansado y lleno de energía. Se levantó, se acercó a la ventana y echó un vistazo al exterior. Una estrella solitaria, tal vez la que recibe el nombre de Polar, brillaba todavía en el cielo, al norte. Era la primera vez desde su regreso que veía una estrella en aquella ciudad contaminada. La contempló durante unos instantes y acabó interpretándola como un signo de buen augurio para la excursión psicoanalítica que había programado. Antes de que la estrella desapareciera, Muo salió de casa montado en la vieja y chirriante bicicleta de su padre. Las calles, gris pálido a esa hora, parecían haber perdido sus colores. Siguió pedaleando hasta las afueras de la ciudad, donde se detuvo ante un rascacielos, cuyos cristales, como un inmenso espejo, se adornaban. Con los magníficos reflejos del sol naciente sobre el río Yangtse. Muo sacó la bandera y la izó en la caña de pescar, que ató con fuerza al portaequipajes de la bicicleta Luego, volvió a montarse en ella y dando una fuerte pedalada, salió disparado como una flecha, con la bandera al viento. Dirección: la periferia sur.
Aquí, voy a revelar un secreto. La excursión psicoanalítica no era más que un pretexto para Muo, la estratagema que le permitiría encontrar a una joven cuya virginidad compraría para entregársela al juez Di. Primer paso decisivo hacia la libertad de su presa bien amada. Su objetivo final, claramente definido.
«Y el viento furibundo de la concupiscencia / hace flamear tu carne como una bandera vieja.» Mientras pedaleaba, Muo oyó resonar en su cabeza esos versos de Baudelaire.
Poco a poco, Muo fue dejando atrás la ciudad. Tras una hora de viaje, llegó al término municipal de Portal Rojo. El primer pueblo, llamado El Bambú de Jade, ofrecía, en tanto que elegido de la modernización, un aspecto fantasmal: todos los terrenos habían sido vendidos, y todas las viejas casas, demolidas y reemplazadas por edificios de oficinas que alzaban hacia el cielo sus esqueletos, inacabados y abandonados -seguramente por motivos económicos-, sin tejados, suelos ni paredes. En los marcos vacíos de puertas y ventanas y en los intersticios entre el cemento y los ladrillos, crecían flores silvestres amarillas que oscilaban al viento. La planta baja de uno de los edificios, al que Muo entró a hacer aguas menores, estaba invadida por exuberantes hierbas que, empapadas de rocío matinal, exhalaban aromáticos efluvios, mientras un rebaño de ovejas las mordisqueaba apaciblemente lanzando de vez en cuando, al mejor estilo pastoril largos balidos de satisfacción, que ascendían, vibraban en el aire y se mezclaban con el débil murmullo del chorro de pis contra la pared.
En aquel ruinoso edificio, perforado por vanos de puertas y ventanas abiertas al cielo, Muo interpretó su primer sueño. A menudo, sin darse cuenta, cometía errores, sobre todo en su vida cotidiana, e incluso a veces daba la impresión de ser idiota. Pero, en lo tocante al psicoanálisis, sobre todo aplicado al terreno de los sueños, sus conocimientos eran enciclopédicos.
Su primer cliente fue el pastor del rebaño de ovejas, un tullido de cuarenta y cinco años, que se acercó a él apoyándose en un par de muletas de madera. Aunque apartó la vista enseguida, Muo vio que tenía una pierna más corta que la otra, y seguramente también más delgada, porque la pernera de ese lado flotaba en el aire y no se veía el pie. El pastor regateó hasta conseguir bajar los honorarios de veinte a diez yuans, lo que Muo aceptó sin discutir.
En el sueño que contó el tullido mientras se fumaba un cigarrillo, caminaba, o más bien chapoteaba, en el agua, a la orilla de un río, presumiblemente el Yangtse, en compañía de una mujer de cincuenta años con la que había mantenido relaciones sexuales hacía algún tiempo. Un vecino, que trabajaba en un lugar turístico, les había hecho una foto. Un día, mientras el tullido estaba durmiendo, la mujer, su antigua amante, llegó y lo despertó. Estaba muy contenta y había ido a enseñarle la foto. El agua del Yangtse estaba tan limpia que se veían los guijarros y las briznas de hierba del fondo. En las profundidades del río, se distinguía un barco, sobre el que flotaban prendas de ropa interior. La mujer lo tenía cogido por el codo, él sonreía, con los brazos relajados sobre las muletas. Tenía el pantalón mojado, pese a llevarlo remangado, y por la bragueta, abierta salía un bastón muy largo y muy duro que llegaba hasta la superficie del agua. Un bastón coloreado, con infinidad de reflejos luminosos, que parecía de cristal.
Para Muo, aquel sueño no ofrecía dificultad. Era como pedir a un campeón del mundo de ajedrez que jugara una partida con un vulgar principiante. Sin vacilar ni preguntar nada, nuestro psicoanalista advirtió a su cliente que sobre él pesaba la amenaza de otra incapacidad -la sexual- y que el Maligno, al que los religiosos llaman Satán, y la gente leída, ardor diabólico del placer, estaba a punto de abandonarlo. Le aconsejó recurrir a la Medicina.
Muo lamentó haber pronunciado esas palabras apenas salieron de su boca. Se recordó su objetivo, su misión: dar con una virgen. Intentó cambiar de tema y obtener información, pero era demasiado tarde. Enfadado, su cliente se le echó encima clavándole unos ojillos torvos y temblando como una hoja. Dando rienda suelta a su cólera, le gritó que era un aguafiestas que lo único que quería era reírse de un pobre inválido y lo puso de vuelta y media. Acto seguido, le tiró el cigarrillo a la cara, se apoyó en la muleta izquierda y levantó la derecha para romperle la crisma. Muo esquivó el golpe. El tullido lo persiguió saltando sobre un pie, apoyándose en una muleta y blandiendo la otra por encima de la cabeza, como en una película de kung-fu. Asustadas, las ovejas salieron en estampida. Los gritos del tullido no cesaron hasta que Muo huyó con su bicicleta y su bandera, sin cobrar un yuan, y desapareció en la bruma matutina, coloreada por un sol mortecino.
Así fue como empezó su gira suburbana como intérprete de sueños. Su Larga marcha personal. Una dura Prueba para su paciencia. Todos los días, durante tres semanas, salía de casa a primera hora montado en la vieja bicicleta paterna. Hacia mediodía, el calor era tan caliente que el asfalto de la carretera se ablandaba y Muo tenía la sensación de avanzar por un cenagal. El sudor. El polvo. Un día, la rueda delantera reventó y Muo tuvo que continuar la marcha empujando la bicicleta bajo un sol abrasador.
Cuando al fin consiguió reparar el neumático en un pueblo el sillín estaba tan caliente que tampoco pudo sentarse. Cuando entraba en una población, con la bandera ondeando en la caña de pescar, intentaba seducir a los posibles clientes. Regateaba, sólo por guardar las formas, pero casi siempre acababa bajando el precio a un yuan e incluso llegaba a trabajar gratis. Por la noche, volvía al domicilio paterno exhausto, con la sensación de tener las piernas rotas.
En ocasiones, le parecía que, en lugar de pedalear, era la vieja bicicleta la que lo llevaba. Todo le parecía más hermoso: los olores del campo, los búfalos de los arrozales, incluso los coches. Se deslizaba entre todo aquello y, a veces, se cruzaba con atractivas ciclistas en las calles flanqueadas de plátanos. (Las mujeres en bicicleta siempre le han parecido muy sexys, y sueña con organizar desfiles de moda sobre dos ruedas.)
Pero la búsqueda de la virgen avanzaba poco, porque la mayoría de las chicas jóvenes habían abandonado el campo para trabajar en las grandes ciudades. De las que se habían quedado, ¿cuáles seguían conservando la virginidad? Buena pregunta. Desde un punto de vista profesional, Muo encontró algunos casos interesantes. En cuanto llegaba a casa de sus padres, sacaba sus cuadernos escolares franceses y su grueso diccionario para tomar notas en la lengua de Molière. Entre sus hazañas de intérprete de sueños, hay una o dos que merecen ser citadas.
Una mañana de junio, tras dejar la nacional 351, la bicicleta zigzagueaba entre charcos de agua por un camino de tierra que bordeaba un arroyo, en un valle tranquilo y verde. Muo pasó ante una casa aislada, con cubierta de tejas y paredes de madera, cuya puerta, de dos hojas de gruesa madera tallada y elevada medio metro por encima del suelo, tenía varios centenares de años de antigüedad. En el interior se veía un patio cuadrado y, en él, dos viejas que charlaban ante sendos ataúdes nuevos colocados encima de otro bajo un tejadillo seguramente sus propios féretros. (La costumbre local es preparar con antelación el ataúd de los padres ancianos y tenerlo donde puedan verlo hasta el día de su muerte, como una especie de garantía de morada en la otra vida.) Muo aparcó la bicicleta, franqueó el elevado umbral y se acercó a las ancianas. Inmediatamente, aparte del olor a madera de los ataúdes, percibió otro, extraño pero indefinible, que flotaba en el aire del patio. A gritos, cual peluquero, afilador o castrador de gallos a domicilio, Muo ofreció a las mujeres una interpretación de sus sueños a un precio módico, pero de la mejor calidad.
Las dos ancianas -Muo comprendió que eran hermanas, porque se parecían como dos gotas de agua- carraspearon, pero no mostraron el menor interés ante el discurso sobre los poderes mágicos del método ideado por su maestro Freud.
Muo no se sorprendió. Estaba acostumbrado. No esperaba que las hermanas le contaran un sueño. Por otra parte, ni siquiera estaba seguro de que siguieran soñando, Con aquellos dos ataúdes esperándolas bajo el tejadillo. Tras darle muchas vueltas al asunto, estaba a punto de preguntar si conocían alguna virgen en los alrededores, cuando una de las hermanas, con voz sardónica, casi hiriente, declaró: Somos dos hechiceras muy conocidas en la región. Nuestro padre era un médium que se ocupaba sobre todo de los sueños. Seguro que sabía más que tu maestro extranjero.
Desconcertado, Muo se aclaró la garganta. Ahora comprendía la naturaleza de aquel extraño olor que flotaba en el aire. Rió. Se disculpó. Volvió a reír. Y se dirigió hacia la puerta. Pero las ganas de provocar fueron más fuertes que él, y volvió la cabeza hacia las viejas.
– ¿No estarían ustedes enamoradas de su padre, por casualidad? -La pregunta, formulada en un tono de lo más inocente, cayó como una bomba en el patio. Hasta los ataúdes parecían haberse estremecido-. Según la teoría que yo aplico -siguió diciendo Muo-, durante su infancia, todas las mujeres han querido acostarse con su padre.
Muo esperaba una reacción de cólera. Y no tardó en llegar. Pero sólo por parte de una de las hermanas, que amenazó con echarle una maldición. La otra, sin embargo, la contuvo, pensativa.
– Lo que dice este hombre no es totalmente falso, sobre todo en lo tocante a ti. En cuanto mamá se levantaba, tú corrías a meterte en la cama con papá, que no tenía más remedio que echarte. ¿Es que ya no te acuerdas?
– ¡Lo que hay que oír! Eras tú, lagartona, la que hacía eso. Y era a ti a quien papá echaba de la cama a puntapiés para hacerte volver a la nuestra. Si hasta te escondías en la oscuridad para verlo mear… Eso te fascinaba.
– ¡Serás mentirosa!… Hace tan sólo unas semanas me dijiste que habías soñado que papá estaba orinando en el patio, que tú lo habías imitado, meando de pie como él, y que él se había echado a reír. ¿Es verdad o no?
Muo se alejó con calculada lentitud para no perder ripio de sus mutuas acusaciones. Cuando su bicicleta reanudó la marcha por el camino de tierra en dirección al siguiente pueblo del valle, lamentó no haberlas visto llorar. En cierto modo, le inspiraban mucha simpatía, aún más que sus otros «clientes». Le encantaban los ajustes de cuentas, semejantes a un río que se desborda y rompe los diques durante las mareas de plenilunio. Las revelaciones, las confesiones… ¡Qué mágico era el psicoanálisis! ¡Viva el lenguaje desnudo!
La exploración del valle fue poco fructífera. Había en él dos o tres pueblos, pero las jóvenes se habían marchado a la ciudad hacía mucho tiempo. Quedaban los viejos con sus ataúdes en los patios, mujeres casadas con bebés atados a la espalda, campos por cultivar y cerdos por alimentar. Por un instante, Muo creyó que la suerte le sonreía al ver a una chica regordeta de unos dieciocho años detrás del mostrador de la única tienda de un pueblo. Se acercó y la observó detenidamente. La muchacha apuntó unos números en un libro de cuentas y luego pegó un sello en un sobre dirigido a Hacienda. Parecía una chica animosa, decidida a mantener su negocio a flote. Sin embargo, las esperanzas de Muo se volatilizaron: el rostro casi infantil de la muchacha estaba contaminado por el influjo de la moda, como testimoniaban sus depiladas cejas. La sesión de interpretación de sueños, que fue gratuita, se tomó una confesión envuelta en lágrimas. La joven lloró su corta y desgraciada experiencia en la ciudad, donde había trabajado en un restaurante y perdido la virginidad para poder quedarse, pero en vano. ¡Qué desastre! Cuando Muo le preguntó por el aseo, la chica lo acompañó al de arriba, le indicó un cuartucho inmundo y, sin sonreír, con gesto grave, se deslizó al interior tras él. Un enjambre de moscas azules zumbaba y revoloteaba en el reducido espacio.
– ¿Puedo ayudarle a bajarse la bragueta? -le preguntó la chica con la naturalidad de una vieja prostituta
– No, gracias-respondió Muo, azorado.
– Lo que cobro no es nada para alguien rico como usted, señor profesor
– ¡Fuera! -le gritó Muo- Estás completamente loca. Además ¿de dónde has sacado que soy profesor?
La chica salió dócilmente volvió a ocupar su puesto detrás del mostrador. Si hubiera insistido, en nombre de su negocio o su familia, o se hubiera hecho la huérfana desesperada, Muo no sabía cómo hubiera acabado aquel sainete.
¡Muo el incorruptible! ¡Muo el fiel! Muo el caballero. Como don Quijote, invocó el nombre de Volcán de la Vieja Luna y evocó su imagen, mientras pedaleaba por el camino lleno de baches, con la bandera del ideograma del sueño izada a su espalda.
Aún no veía la carretera, pero ya oía los frenéticos bocinazos de los camiones. A lo lejos, se distinguían dos puntos negros en medio del camino de tierra, a la altura de una vieja casa de madera. La bicicleta chirriaba, el portaequipajes traqueteaba, el manillar temblaba y la cadena amenazaba con partirse a la siguiente pedalada. Tengo sed. Me conformaría con darle un lametón a un helado. Los dos puntos negros se cruzaban y cambiaban de posición, con movimientos claramente perceptibles. Muo inició la ascensión de una cuesta. La rueda delantera dejó de avanzar y el tiempo se detuvo; luego, con una sacudida, volvió a girar. ¡Ay, sorbete helado! ¿Dónde estás?
Por un instante, los dos puntos negros desaparecieron de su campo de visión, para volver a aparecer, todavía indistintos pero más grandes a medida que se acercaba a ellos, hasta adquirir la forma de las dos hechiceras, que le cerraban el paso. Su sola presencia bastó para hacerle bajar de la bicicleta. Estaba empapado en sudor, pero era sudor frío. No había sudado de aquella manera desde el comienzo de su excursión psicoanalítica.
Sin embargo, las dos hermanas le dispensaron una acogida la mar de calurosa. Le pidieron disculpas y le aseguraron que confiaban en él, incluso admitieron sentir interés por el psicoanálisis. Muo no acababa de creer aquel cambio tan radical y quiso seguir su camino, pero las viejas no lo escucharon. Le hicieron aparcar la bicicleta y lo invitaron a entrar en su casa y sentarse a su mesa. El comedor era una sala de techo bajo empapelada con hojas de periódico. Entre dos ventanas cerradas, había una foto enmarcada de un anciano, seguramente el difunto padre. La casa olía a incienso, a incienso tibetano. Dos arcos impresionantes de color ocre rojizo, que debían de utilizar para ahuyentar a los demonios, pendían sobre un hogar excavado en la tierra en medio de la habitación. El fuego estaba encendido. El agua empezó a hervir. El té no tardó en estar listo.
Muo tuvo que concederles una cosa: sus fideos, su sopa picante de carpa y sus riñones de cerdo con cebolletas eran dignos de ser vistos, olidos y comidos. Mientras saboreaba aquel auténtico regalo, que aunaba las artes de hervir, freír y estofar, las dos hechiceras le hablaron de un sueño que nunca habían conseguido entender. Su difunto padre no les había enseñado a interpretar los sueños. (No se puede encontrar una sola mujer iniciada en este arte en todos los anales chinos, pese a ser tan vastos como el océano.)
El sueño en cuestión lo había tenido el hijo de la hermana mayor, fallecido hacía dos meses, a la edad de treinta y cinco años. De muerte natural, probablemente por asfixia. No había indicios de violencia. El fallecido trabajaba desde hacía años en la ciudad de Chongqing, a quinientos kilómetros de allí, en una cantera de mármol. Al hacerle una radiografía los médicos le detectaron una sombra en el pulmón derecho, cosa bastante frecuente entre los canteros. Con motivo del 1 de mayo, la empresa le dio cinco días de permiso, que aprovechó para ir a ver a su mujer y a su familia. El año anterior se había hecho una casa, una de las más bonitas del pueblo, de dos pisos, con los balcones y las fachadas decorados con miles de azulejos blancos que su madre y su tía habían colocado a mano subidas a andamios de bambú. Al pobre no le dio tiempo a admirar su vivienda, pagada hasta el último yuan con su sangre y su sudor de pedrero. Llegó más tarde de lo previsto; ya era de noche, y estaba tan cansado del viaje que no quiso ni comer ni bañarse. Su mujer llenó de agua templada una palangana de madera y le lavó los pies. Luego, aproximadamente en este orden, se desnudó, su esposa le ayudó a ponerse una camiseta y un calzón limpios, tras lo cual él salió a orinar y volvió a la habitación. Le dijo a su mujer que quería rezar antes de acostarse. Era adepto de Falungong, la secta prohibida por el gobierno. La mujer salió de la habitación. Lo oyó rezar. Cuando volvió junto a él, tras fregar los platos, estaba dormido. Al día siguiente, se despertó a las siete y se lo encontró muerto a su lado. Como su marido pertenecía a Falungong, no pidió que le practicaran la autopsia, para evitar que interviniera la policía.
Antes de ir a su casa, el hombre había pasado por la de su madre y su tía. Estuvo con ellas poco más de un cuarto de hora. Comprobó el estado de los ataúdes y les contó el sueño que había tenido la noche anterior al viaje. Iba conduciendo una potente moto por la orilla del río Yangtse. De pronto, al bajar la vista, advirtió que la arena y los guijarros se separaban en dos partes al paso de su vehículo: la de la derecha era blanca y estaba seca, mientras que la de la izquierda era negra y estaba húmeda.
Un auténtico enigma. Muo escuchaba a las dos hermanas con los ojos clavados en la polvorienta foto de su padre, el médium especialista en interpretar sueños. Tenía la vaga sensación de que le inspiraba reflexiones genuinamente chinas. Pero la solución no se le ocurrió de inmediato. Pidió a las dos hermanas que le concedieran unos días y volvió a casa de sus padres. No conseguía dormir más que dos o tres horas por noche. Fumaba más cigarrillos de los que toleraban sus pulmones. A menudo, pensaba en el famoso detective inglés capaz de reconocer que unas huellas de pasos estaban invertidas. Siguió con sus excursiones, pero se volvió distraído. Un día, a la orilla de un camino por el que nunca pasaba un autobús, un anciano le pidió que lo llevara. Apiadado del viejo, tan escuálido que parecía no tener más que huesos bajo la pálida piel, Muo aceptó. En cuanto subió al portaequipajes y Muo reanudó la marcha, el anciano se quedó dormido. Absorto en sus reflexiones sobre el enigmático sueño, Muo siguió pedaleando durante una hora, sin que el cicloestopista abriera la boca. Acabó olvidándose de él. Hasta el momento en que decidió hacer un alto bajo un gran ginkgo. Redujo la velocidad y volvió la cabeza. El anciano había desaparecido. Lo había dejado por el camino.
Al final, Muo intentó dormir varios días y varias noches seguidos, con la esperanza de desentrañar el misterio de aquel sueño con sus propios sueños. Un amanecer, cuando la pálida luz azul empezaba a colarse por su ventana, se despertó tras haber soñado que Volcán de la Vieja Luna, vestida con el uniforme a rayas de presidiaria, le reprochaba haberla olvidado. En ese instante, todo le pareció claro. Volvió a casa de las hechiceras y les desveló la clave del enigma: el sueño del difunto era premonitorio mostraba sus sospechas de que su mujer lo engañaba con otro hombre, tal vez un vecino de apellido Fong y nombre Chang, que iba a ser su asesino. (El carácter Fong se compone de dos partes: la izquierda representa el agua y la derecha, el caballo: la moto. Dos soles simbolizan dos hombres -que comparten a la misma mujer y dos soles superpuestos componen precisamente la palabra Chang…)
La hermana mayor -la madre- se echó a llorar. La pequeña a reír. En el pueblo había un vecino con ese nombre. Unos días después, las dos hechiceras consiguieron convencer a la policía para que lo detuviera. Fong Chang confesó el crimen tras diez minutos de interrogatorio.
Muo pagó caro haber soñado el sueño de otro. Por la noche, y a veces también por el día, la moto se le aparecía, conducida por el propio Muo: circulaba rugiendo por la orilla del Yangtse. Era negra, y el río, verde botella. La arena estaba seca a la izquierda y mojada a la derecha. Una bandada de gaviotas se abatían sobre el motorizado Muo y le azotaban la cara con sus blancas alas. La vela de la barca de un pescador, o un niño que orinaba desde la cubierta de una gabarra, añadían profundidad de campo a la imagen.
Otro sueño, relatado por el vigilante nocturno de una obra, merece igualmente ser mencionado. Muo todavía se acuerda de aquella caseta, con su tejado de chapa ondulada, cuya negra y solitaria silueta iluminaba de vez en cuando los faros de los camiones que pasaban por la carretera. Muo conoció al vigilante en una casa de té, a última hora de la tarde. El hombre lo invitó a acompañarlo a la obra. «Ya verá como esta noche nos divertimos con las chicas de la obra…» Promesa de un hombre de treinta años tan escuchimizado como Muo, aunque más enérgico y muy bebido. El vigilante lo llevó a su barraca, que tenía la puerta asegurada con una cadena. Cuando se dio cuenta de que había perdido la llave, fue haciendo eses a buscar una barra de hierro oxidada y la introdujo entre las hojas de la puerta, que no tardó en ceder con un estrépito indescriptible. Después de que Muo entrara, la chapa ondulada siguió vibrando sobre su cabeza.
El interior era una auténtica leonera. Pero el frigorífico no estaba vacío. El vigilante le sirvió una cerveza. Acto seguido, le preguntó si quería pagar a dos putas.
– Nos divertiremos los cuatro juntos.
– ¿Dos putas? ¡No! ¡Qué manía con las putas, estoy harto! -gritó Muo tras un momento de silencio. Luego, decidió abandonar su anterior estrategia y, aunque no le gustaba enseñar sus cartas, se obligó a formular una pregunta directa-. ¿No conocerás chicas vírgenes, por casualidad? -dijo con voz desenvuelta.
– Chicas, ¿qué?
El vigilante se acercó y le dio una palmadita en la espalda.
– Chicas vírgenes. Chicas puras e inocentes, que todavía no hayan… Vírgenes -repitió Muo, como si se tratara de una palabra pasada de moda, saboreando su extraño sonido.
El vigilante soltó una carcajada irritante. De pronto, Muo se sintió casi sucio. El borracho puso fin a su extemporánea hilaridad, lo cogió del brazo, lo acompañó a la desgoznada puerta y le pidió que se marchara, como si fuera un loco peligroso.
Sin perder la dignidad, Muo enderezó su estandarte y se alejó lentamente a pie, empujando la bicicleta por el sendero de tierra y gravilla. Pasó ante un edificio en construcción casi acabado. Levantó la cabeza y contemplo los andamios de bambú, que se alzaban ante él como un inmenso damero. «La vida se parece a una partida de ajedrez -se dijo-. Y mi búsqueda de una virgen no escapa a esa regla. ¿En qué momento he dado un paso en falso? ¿Estará perdida ya la partida?»
La risa del vigilante nocturno volvió a resonar en su cabeza y le reveló, como un veredicto, lo absurdo de su empresa.
Muo se fijó en una escalerilla de hierro que ascendía en espiral por el interior de los andamios. Le entraron ganas de fumar. ¿Por qué no en lo alto de aquel gran edificio inacabado? La idea le gustó. Inició la nocturna y solitaria ascensión. Como le faltaba práctica y la escalerilla era estrecha, resbaló y estuvo en un tris de caerse. Eso le hizo reír. Se sintió un poco menos deprimido. Se acordó de la bicicleta. Perspectiva del colmo de la desgracia: cuando Muo baje, habrá desaparecido y tendrá que andar durante horas para volver a casa. Miró hacia abajo. Afortunadamente, la bicicleta seguía en su sitio. Bajó, se la echó a la espalda y reinició la ascensión.
El tejado era una inmensa azotea alquitranada, más o menos acabada. Cuando el vigilante nocturno lo encontró, Muo, encorvado sobre el manillar, pedaleaba con una energía exuberante junto a una valla de tela metálica. Sin aliento, se irguió en el sillín y dejó que la bicicleta lo llevara hasta el centro de la azotea, donde apoyó un pie en un rodillo apisonador. Sin bajar de la bicicleta, encendió un pitillo, soltó una gran bocanada, saboreó el humo de sus fantasías y la embriaguez de su depresión y, luego, con una fuerte pedalada, volvió a esprintar.
Temiendo un accidente, si no un suicidio, el vigilante nocturno, cuyo sentido de la responsabilidad se manifestaba quizá por primera vez, le exigió que bajara inmediatamente. Pero Muo siguió con su numerito gritando a pleno pulmón esta frase del más ilustre poeta inglés: «Soy el ladrón de la luna, del mar, de las estrellas…» A la que añadió: «El ladrón de vírgenes.»
Erguido contra el viento en el portaequipajes el estandarte con el ideograma del sueño restallaba a sus espaldas. Muo tan pronto tenía la sensación de que la bandera lo llevaba en volandas para alzarlo a las alturas, como creía que lo iba a precipitar al vacío haciéndolo pasar por encima de la valla. Estaba chorreando sudor. El viento se levantó de pronto gruñendo y maullando, y sopló como si quisiera romper mástil de la bandera. Pero se calmó enseguida con un gemido. El aire se volvió tan manso como el agua. El cielo parecía más bajo que de costumbre. Muo tenía la sensación de ser un gigante, de que le bastaría extender la mano para tocar el cielo. Algunas estrellas brillaban con tal fuerza que lo deslumbraban.
La voz del vigilante nocturno llegó a sus oídos, pero en lugar de exhortado a bajar, le contó un sueño:
– Este sueño no lo tuve yo, ni tampoco mi mujer, sino un vecino de cuando vivíamos en el sur de Chengdu, un médico tradicional jubilado. De vez en cuando, nos daba hierbas o plantas a los vecinos. Era un acupuntor excelente. Un día me contó que había soñado con mi mujer. Era por la mañana, muy temprano. Ella estaba delante de una tienda. No había nadie más en toda la calle. Mi mujer estaba arrodillada en la acera y recogía del suelo su propia cabeza, volvía a ponérsela en el cuello, se levantaba y echaba a correr por la calle desierta agarrándose la cabeza. Pasaba delante de él sin verlo.
Muo, que se sentía inspirado y en inmejorable forma, le quitó la palabra de la boca.
– ¿Quiere saber lo que significa ese sueño?
– Si, por favor.
– Su mujer estaba a punto de morir, probablemente de una enfermedad de pecho. Un cáncer.
Apenas dejó escapar de su boca esas audaces palabras el vigilante se arrodillo a sus pies, le pidió disculpas por su brutalidad y le confesó que, efectivamente, su mujer había muerto un mes después de que el vecino tuviera aquel sueño.
Pese a su adoración por nuestro psicoanalista, el vigilante nocturno no consiguió encontrarle una muchacha virgen, pues entre las «chicas de la obra» y entre sus conocidas la virginidad había caído en desuso hacía mucho tiempo. Lo único que podía hacer por él era acompañarlo al día siguiente al mercado donde se reclutaba a las muchachas de servicio. Seguro que Muo tendría allí más oportunidades.
Muo jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante lugar de ensueño, el país de las chicas. Cuando entró en el mercado de las muchachas de servicio, aunque su conciencia se rebelaba contra la injusticia social, su cuerpo entero vibró en aquella marea de mujeres jóvenes y olores femeninos. Hasta el sonido de sus voces era sensual. «Dios mío -se dijo-, lo que daría yo por quedarme en esta calleja, ayudar a estas chicas, amarlas, besar sus jóvenes pechos, acariciarles las nalgas por encima de los apretados vaqueros y ofrecerles un bien más valioso que el trabajo o el dinero: el cariño, el amor.» Le temblaban las piernas: nunca había estado tan cerca de su objetivo.
Situado al pie de una montaña rocosa, el mercado de las muchachas de servicio ocupaba toda una calleja pavimentada que descendía en suave pendiente y seguía llamándose como en la época de la Revolución: la calle del Gran Salto Adelante. Bordeaba el río Yangtse, a menudo envuelto en la niebla, que las amas de casa, procedentes de la ciudad en su mayoría, cruzaban en busca de domésticas. Tras aparcar el coche en la orilla opuesta, pasaban el río en pequeñas barcas motoras, llegaban a la calleja y como en un mercado de frutas y verduras, comparaban la mercancía y regateaban el precio. Media hora después, montaban con una muchacha en otra motora de vibrantes chapas y se alejaban por el célebre Yangtse, cuyos remolinos de agua marrón se enriquecen con las aportaciones de cloacas y vertederos industriales.
El mercado estaba bajo la férrea dirección de la señora Wang, una mujer policía de cincuenta años decidida y eficaz que de lejos no carecía de atractivo ni de cierta clase, con su esbelta figura, su pelo corto y sus gafas de montura fina. No costaba imaginar que había sido una jovencita de físico agradable, pero desgraciadamente durante la adolescencia su belleza había desaparecido víctima de la viruela, que le había dejado la cara como un colador. Su sentido de la economía, rayano en la avaricia, su pasión por el dinero y su rigurosa gestión, tan exacta que nadie podía presumir de haberle robado un yuan, le habían valido el sobrenombre de la «señora Thatcher picosa del mercado de las sirvientas». El apodo debía de haber llegado a sus oídos, porque cuando Muo fue a pedirle permiso para analizar sueños en el mercado, vio que en una estantería de su despacho, situado en el único edificio de dos pisos de la calleja, que dominaba como una fortaleza, bajo el retrato del actual presidente chino, había una biografía de Margaret Thatcher, entre los libros distribuidos por las autoridades y las recopilaciones de discursos de diversos dirigentes comunistas.
Tras escuchar durante tres minutos las laboriosas explicaciones de Muo, la mujer lo interrumpió con un gesto.
– Nosotros, los comunistas, somos ateos, como bien sabe.
– ¿Qué tiene eso que ver con el psicoanálisis? -balbuceó Muo, desconcertado.
– Practicar el psicoanálisis es decir la buenaventura.
Una explosión. Esa mujer me daba miedo. Creía que nunca iba a concederme la puñetera autorización ¡Qué pena! Me había enamorado del mercado de las muchachas de servicio, que, según mis presentimientos Podía ser una mina de oro en mi búsqueda de una virgen.
Lunes 26 de junio. Ya está. Mi cuaderno ha vuelto a la vida. La señora Thatcher me ha autorizado a ejercer. Constato con orgullo que todo se pliega a mi voluntad, se acomoda a mis previsiones: ayer por la tarde, inesperadamente, la invitaron a una cena oficial organizada por la dirección regional.
Esta tarde, mi bandera ha ondeado en medio del mercado. (Hasta ahora, la buena suerte del psicoanálisis jamás me ha abandonado.) Mi instalación oficial en la calle del Gran Salto Adelante significa, sin lugar a dudas, que la misión que debo cumplir para el juez Di entra en una fase determinante.
De pasada, constato con placer e interés que mi vida de intérprete de sueños comienza a divertirme, sobre todo cuando se trata de decir la buenaventura.
Martes 27 de junio. A veces, la realidad se amolda tímidamente al sueño. La jornada resultó bastante decepcionante desde el punto de vista de mi búsqueda. Las mujeres que acudieron a consultarme pertenecían en su mayor parte a la minoría que podríamos llamar de las «semiviejas».
La caja de madera, procedente de la única tienda de alimentación de la calle, que me servía de asiento era bastante incómoda. Me sentaba en ella para conversar con mis dientas, a las que acomodaba a la sombra de la bandera, en una silla tradicional alquilada a un jubilado. Una silla baja de bambú, lo bastante larga para poder estirar las piernas encima de ella y vagamente parecida al diván de mis colegas occidentales.
Mis primeras clientas eran más ricas que las que tuve después. La tarifa de la consulta, que había fijado en tres yuans rayaba en la gratuidad, pero aun así pagarse una sesión de interpretación de sueños era un pequeño lujo burgués que distinguía a las «semiviejas» de las más jóvenes, principiantes en el oficio. La mayoría ya había trabajado en casa de presidentes de consejos de administración, médicos, abogados, catedráticos e incluso celebridades locales y gente del mundo del cine y el espectáculo. La silla de bambú crujía cuando se tumbaban en ella, a mi lado. Ninguna quería estar en esa postura mucho rato. «¡Oh, Dios mío! ¡Qué tortura!», decían entre risas. Preferían estar sentadas. Se esforzaban en conversar conmigo, sin conseguirlo. Querían contarme un sueño, pero se desviaban del tema constantemente. Sus sueños se les resistían. Cuanto más hablaban, más vago era lo que contaban. Animadas por mí, algunas querían abrir su corazón, hablar de sí mismas, pero no sabían hacerlo. A menudo, los detalles no casaban entre sí: un jarrón que se hacía añicos, la mitad de una manzana verde, el Gran Maestre de Falungong, un pescado reseco, cabellos que se caían a puñados o encanecían, una vela cuya llama vacilaba, una rata que chillaba en la oscuridad, la piel, que se les encogía o se les arrugaba como la de las serpientes…
Pese a la modestia de mis honorarios, me tomaba muy en serio mi actividad de psicoanalista. Cuando la memoria me lo permitía, nunca olvidaba rendir un homenaje casi ritual a mis queridos maestros, recitando un pasaje de Freud, Lacan o Jung, a propósito de los sueños que me contaban mis clientas. Hay que reconocer que el lenguaje psicoanalítico, con su terminología y sus giros propios, es casi intraducible. Cuando las recitaba en voz alta, no en mandarín, sino en sichuanés, dialecto bastante musical a menudo melodioso, las palabras cabalísticas adquirían un significado cómico que hacía estallar en carcajadas al grupo de mujeres, a menudo numeroso, que me rodeaba. Escuchándolas, cualquiera habría dicho que estaban ante un artista de variedades, ocupación que por lo general desprecio y condeno.
Mi primera clienta, una mujer de cincuenta años, llevaba permanente y un anillo de bisutería. Había soñado que pescaba un pez. Le pregunté si se trataba de un pez pequeño o de uno grande. Ya no se acordaba. Para hacerle entender la importancia de ese detalle, le traduje, lo mejor que pude, una larga frase de Freud, según la cual los peces pequeños simbolizan el esperma del hombre, y los grandes, los hijos; en cuanto a la caña de pescar, representa el falo. Por mucho que lo intentara, no podría describir el jolgorio, el risueño guirigay de gritos y exclamaciones que provocaron mis palabras. Mi analizada se sonrojó y escondió la cara entre las manos, mientras la muchedumbre de espectadoras no sólo reía a mandíbula batiente, sino que además nos dedicaba una salva de frenéticos y ensordecedores aplausos. Por unos instantes, el miedo al paro desapareció de sus rostros y tuve la impresión de que me habían adoptado, de que la calle del Gran Salto Adelante me aceptaba como humorista oficial.
En sus sueños aparecía a menudo un objeto: la plancha. Símbolo de conflictos y servidumbre. («Eso significa que quiere usted que su situación cambie», diagnóstico que no me cansaba de repetir a las que soñaban con planchas.) Una había soñado que bostezaba mientras estaba planchando (como en el cuadro de Degas, que testimonia su compasión por los pobres). Abría una boca de dos palmos y, al desperezarse, se daba cuenta de que llevaba la ropa de la hija de sus patrones, una niña de diez años.
Esa tarde, antes de recoger, recibí la visita de la señora Thatcher. A diferencia de las otras, se tumbó en el diván de bambú y apoyó la cabeza en el cojín de madera. Tenía el rostro tenso miraba hacia el suelo. Su cuerpo emanaba un extraño olor, que no era de un perfume ni del agua de colonia local. Hablaba con esfuerzo, en voz baja, casi tartamudeando. Me recordó a las histéricas descritas por Freud.
– Anoche volví a soñar con el perro disecado.
Intenté arrancarle algún detalle: ¿aparecía el perro en la misma posición? ¿Tenía el mismo tamaño? ¿Era de la misma raza que el otro? ¿Y de cuál? ¿La había mirado? ¿Le había ladrado? Pero nada. Había soñado con él, y eso era todo.
– Sorprendente, ¿no? -me preguntó ella.
– No. El retorno de lo ya conocido es un proceso típico de la expresión psíquica inconsciente. En los inicios de su carrera, Freud convirtió ese fenómeno en uno de los ejes de sus investigaciones. Y dijo: «La repetición de un hecho en el tiempo suele plasmarse en los sueños mediante la multiplicación de un objeto, que aparece otras tantas veces.»
La señora Thatcher parecía estupefacta. Supuse que no había oído el final de mi traducción, porque la gente soltó la carcajada en cuanto pronuncié el nombre del maestro. Algunas espectadoras jóvenes incluso lo canturrearon
– ¿Quién es ese tal Freud?
– Ya se lo dije la otra vez, el renovador de la interpretación de los sueños.
– Pues no entiendo una palabra de lo que dice.
– Sencillamente, nos enseña a buscar en nuestra infancia el origen de las cosas con las que soñamos. ¿Cuándo fue la primera vez que vio un perro disecado?
– No me acuerdo.
– Inténtelo, se lo ruego. Uno de los grandes descubrimientos de Freud fue el papel destructivo de esa repetición. Ya no se trata de descifrar un sueño, de resolver un enigma, sino de descubrir el modo de atajar una repetición sistemática a la que está usted sometida, abriendo el camino a derivaciones…
Una vez más, las risas del público me obligaron a interrumpir la cita freudiana. La mujer policía tenía el entrecejo fruncido y los surcos nasogenianos más marcados que nunca.
– Lo que yo quiero saber es qué presagia ese perro disecado. El dichoso Freud me la refanfinfla.
De pronto, la señora Thatcher se incorporó en la silla, presa de tics nerviosos que se traducían en chasquidos de lengua. Su voz se había vuelto aguda, casi histérica.
– Ahora me acuerdo. Era un perro que despedía un olor… Apestaba a libro mohoso -dijo, y acercó su rostro al mío-. Un olor que se parece un poco al de usted.
– Ese perro disecado significa que dentro de poco se quedará coja.
No era ni un pensamiento ni una visión; simplemente, llevado por la cólera, quise insultarla. Todavía no me explico cómo se me escapó semejante barbaridad de la boca. Del inconsciente. Hay una expresión china para designar a los tullidos: «Los picosos, los cojos, los tiñosos…»
– En el silencio, se oían los crujidos de la silla de bambú, los chasquidos de la lengua de la mujer policía y los bisbiseos de las espectadoras. Luego, la señora Thatcher se echó a reír.
Cuando subí a la motora con mi bicicleta, el barquero me dijo que ese mismo día las mujeres del mercado habían hecho apuestas sobre el futuro de los pies de la señora Thatcher.
Las dos de la mañana. De pronto, me he despertado he intentado recordar el sueño que acababa de tener. Me he levantado para escribirlo, pero desgraciadamente ya era demasiado tarde. Lo esencial del sueño se me ha escapado entre los dedos. ¡Ah, qué espantosa pesadilla, a juzgar por el puñado de imágenes que he conservado! Una reunión política al aire libre, en la calle del Gran Salto Adelante… Una marea negra de cabezas femeninas… Hacía mucho calor, el altavoz aullaba, yo estaba arrodillado en el centro de una tribuna… Tenía una pancarta de cemento, que pesaba una tonelada, colgada del cuello mediante un alambre que se me clavaba en la carne. En ella se leían mi nombre y mi crimen: ladrón de vírgenes. La señora Thatcher hablaba por el micrófono; era evidente que me estaba acusando, aunque yo no conseguía entender lo que decía. Hacía tanto calor que las gotas de sudor que me caían de la frente formaban un charco a mi alrededor. De pronto, con la absurda brusquedad de los sueños, me ataban con cuerdas a la bicicleta de mi padre (la rueda delantera giraba, salpicada de barro), en cuya parte posterior se alzaba mi bandera de intérprete de sueños. En medio de un guirigay de voces y gritos airados, las chicas me arrojaban al Yangtse. El agua oscura y profunda formaba olas. En el fondo había plantas (o más bien hierba, o una especie de algas) que se movían. El agua, que al principio era negra, se volvía verde esmeralda, para volver a oscurecerse y adquirir un tono oliváceo. La bandera se soltaba de la bicicleta giraba ondulando a mi alrededor y luego se alejaba ondeando silenciosamente en las olas.
Miércoles 28 de junio. El sueño siguió obsesionándome durante el largo y penoso camino hasta el mercado de las muchachas de servicio. Me decía: si la primera escena, la de la reunión política, podía encuadrarse en la categoría de sueños de juicio (acuérdate, Muo, del famoso comienzo del Proceso de Kafka, la frase más escalofriante de toda la historia de la literatura: «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque una mañana, sin haber hecho nada malo, lo detuvieron»), la segunda, la del ahogamiento, representaba, de acuerdo con una lógica y una cronología incuestionables, la sentencia de ese juicio. No hacía falta ser psicoanalista para reconocer el símbolo de la amenaza inminente que se cernía sobre mi cabeza, de la catástrofe que se me venía encima. Ya veía la fatídica arma de la mujer policía encañonando mi pobre sien de intérprete de sueños. El instrumento del Destino. Traté de ahuyentar la angustia con un encogimiento de hombros, gesto de resignación mental, pero sentía que un sudor frío me empapaba la camisa.
Sin embargo, no estaba totalmente convencido. Me recreaba en mi congoja, estaba a punto de abandonar mi misión… Mi sentido de la lógica, el miedo y determinadas aseveraciones de mis venerados maestros seguían batallando en mi cabeza. Pero fue al llegar a la orilla del Yangtse, mientras esperaba la barca, cuando me acudió a la mente una frase de Jung a propósito del agua. ¡Revelación! Creí haber penetrado en la nebulosa de aquel extraño sueño: el juicio significaba que yo ocultaba un secreto (¿mi proyecto?, ¿mi plan?, ¿mi amor?); en cuanto al ahogamiento, era el agua la que desempeñaba el papel principal, pues, según Jung, es el símbolo primitivo de fuerzas a menudo caprichosas, pero fecundas. Por el momento, el título de la obra de Jung se me resiste, pero podría encontrarla en la biblioteca de cualquier universidad francesa. Recuerdo que me alegré tanto al pensar en esa nueva perspectiva que saqué mi termo de viaje y bebí varios sorbos de té verde, como se hace con un buen whisky. Me quité los zapatos, los até por los cordones, los coloqué en el manillar y, con el pantalón remangado y la bicicleta a la espalda, me metí en el agua. Los Zapatos se balanceaban del extremo de los cordones. Avancé con paso vacilante hacia la barca, que venía a mi encuentro, y subí a bordo. Miré a mi alrededor con un sentimiento de gozo y alivio. Las nubes se deslizaban en silencio y se fundían en el azul del cielo. El casco de la barca se mecía en la corriente. El agua del río murmuraba como para insuflarme una fuerza nueva en las venas.
«Gracias al juez Di -me dije-. Gracias a él, he conocido el corazón salvaje de la vida.»
No esperaba el recibimiento que me dispensaron en la calle del Gran Salto Adelante. Apenas llegué, fui acogido con una salva de chillidos agudos como cantos de grillo, y un torbellino de mujeres entusiasmadas -mis nuevas y fervientes admiradoras, alegres como mariposas- vino a mi encuentro para susurrarme al oído:
– La señora Thatcher está coja. Anoche, al bajar de la barca se torció el tobillo izquierdo.
Jueves 29 de junio. Contra su costumbre, la picosa señora Thatcher no apareció ayer ni ha aparecido hoy. La causa de su esguince de tobillo está por aclarar. Probablemente se trata de la ley psicológica que yo llamo «contrasugestion», según la cual cuanto más se teme un hipotético peligro más prudente se es y menos posibilidades se tiene de escapar de él. En modo alguno prueba que yo sobresalga en el arte de la videncia, en el sentido popular del término.
No obstante, durante dos largos días, he disfrutado de un aura de leyenda y mi clientela ha aumentado considerablemente. De repente, todo el mundo tenía algún sueño que contarme. En pleno mediodía, tras comerse un sándwich, mis clientas soñaban durante su breve siesta, sentadas en el suelo de la calleja. Lo que más me ha gustado es que mis contactos con la población joven del mercado se han multiplicado. (El ojo del ladrón de vírgenes acecha, sin piedad ni descanso. ¿Quién será la víctima del juez Di?)
Ahora puedo comprender la alegría puramente física del botánico que explora un continente desconocido. Se olvida de su misión de descubrir plantas y se deja impregnar por los nuevos olores, agridulces, penetrantes, aromáticos o almizclados, y se recrea la vista con formas extrañas y exquisitas y colores nunca vistos. Yo, por mi parte, temía que mi memoria sucumbiera ante todos los objetos de los sueños de aquellas chicas, unos más sugerentes que otros: un espejo, una puerta de hierro, otra de madera gruesa, un anillo roñoso, una carta manchada de salsa de soja, un frasco de cristal mate que contiene un perfume nacarado, una pequeña pastilla de jabón de forma ovalada, presentada en una cajita negra, un expositor de lápices de labios que gira y gira en una tienda, un puente derrumbado, una escalera excavada en la roca, cuyos peldaños se mueven, se parten y se separan, un trozo de carbón machacado, la caída de una bicicleta con un sillín de franjas multicolores, un cinturón viejo, unas sandalias de charol rojo que caminan por el barro de un sendero… Aquellas pobres chicas, en su mayoría llegadas de las montañas, nunca soñaban con muñecas, osos o elefantes de peluche, y menos aún con trajes blancos o rosa pálido de novia.
– Mi sueño… -Risas-. Sueño lo mismo a menudo, con el cine. -Risas-. Salgo en una película. ¿Cuál? Ya no me acuerdo. ¿Una escena? Espere. Por ejemplo, he soñado que hacía de una chica a la que iban a besar, o que miraba cómo se besaban otros… Me da mucha vergüenza. Pero, incluso antes de despertarme, sé que es un sueño. ¿Comprende? Me digo que estoy soñando, pero sigo soñando…
Era una de las chicas más jóvenes del mercado, de apenas dieciséis años, con los pechos poco desarrollados, un pasador brillante en el pelo y los pies descalzos. (Tumbada en la silla de bambú, se frotaba, sin dejar de hablar, la pantorrilla derecha, cubierta de negro barro seco, con el empeine del pie izquierdo.) Recordaba haberla visto dos días antes a la orilla del río, peleándose con otras dos muchachas. Mientras la escuchaba, me fijé en ese «tenue vello diáfano y suave, que recuerda el del melocotón», que los poetas de la dinastía Tang cantaron tantas veces, y que cubría los muslos de la chica, cuya tersura saltaba a la vista. Supuse que era un signo evidente de su virginidad, y tuve que reprimir unas lágrimas de emoción.
– ¿Cuántos años tienes?
– Diecisiete.
– No te creo, pero da igual. Quiero volver sobre un punto que acabas de mencionar. En tu sueño, ves cómo se besan otros. ¿Ya has tenido personalmente la experiencia de besar a alguien?
– Señor, habla usted como un catedrático.
– Mi madre estuvo a punto de ser catedrática. Pero respóndeme, es importante para la interpretación de tu sueño. ¿Ya has besado a alguien?
– ¡Qué vergüenza, señor! En la vida real, jamás. Pero una vez soñé que veía una película, en mi casa, en la televisión. Y salía yo. Un chico, un actor muy conocido, quería besarme. Era de noche. Estábamos en un puente. Se acercó a mí, pero, justo cuando iba a darme un beso en la boca, me desperté.
– Enhorabuena, muchacha, tu situación cambiará pronto. Eso es lo que presagia tu sueño.
– ¿Usted cree? ¿Tendré trabajo?
– Más que eso, te lo aseguro.
El diagnóstico provocó el asombro, por no decir la envidia, de las espectadoras que nos rodeaban. Decidí dar por finalizada la sesión con ella y hablarle más tarde a solas. Otras muchachas la siguieron, algunas de las cuales intentaron arrancarme un diagnóstico esperanzador. Cuando terminé con ellas, la que soñaba con besos de película había desaparecido.
Viernes 30 de junio. Esta mañana me he despertado completamente vestido y calzado, como un campeón de ajedrez que hubiera pasado la noche buscando una combinación ofensiva. He comprobado con consternación que mi pantalón estaba hecho un trapo, lo mismo que la camisa, y que tenía que cambiarme. Búsqueda frenética en el armario. No solamente no he encontrado nada decente que ponerme, sino que además me he pillado el índice de la mano derecha entre las dichosas hojas de la puerta y me ha salido sangre. Mis gritos de dolor han hecho aparecer el rostro de mi madre en el umbral de la habitación. En esos momentos, mis tres pantalones giraban alegremente en el tambor de la lavadora. Otra buena idea de mi virtuosa madre. Obligado a esperar a que acabara el lavado, he empezado a dar vueltas, furioso, en calzoncillos y con el torso desnudo, por el destartalado salón, en el que me ahogaba y cuyo implacable espejo no se ha privado de devolverme la imagen de mi escuchimizado cuerpo y mi incipiente barriga. En una de mis idas y venidas, un plato de porcelana que apenas he rozado se ha caído de la mesa y se ha hecho añicos en el suelo.
He acabado por ponerme un pantalón todavía húmedo. En la precipitación de mi partida, me he olvidado de tirar la bolsa de basura que mi madre me había pedido que bajara, y me he dado cuenta varias calles más allá, cuando un anciano que llevaba un brazalete de seguridad viaria y blandía una bandera me ha parado en un semáforo. Ha husmeado el aire, ha mirado a su alrededor y ha acabado posando los ojos en la bolsa de basura blanca que se balanceaba en el manillar de mi bicicleta. Se ha acercado con suspicacia y le ha dado un golpecito a la caña de pescar, enhiesta como siempre en el portaequipajes, mientras la bolsa de basura empezaba a soltar un hilillo de líquido negruzco. Por suerte, el semáforo se ha puesto verde, he dado una fuerte pedalada y he salido disparado.
Al llegar a las afueras, he hecho un alto para deshacerme de la bolsa. El viento soplaba con demasiada fuerza para izar la bandera. A medida que pedaleaba, iba sintiendo una sensación de calma y plenitud, y recuperaba la confianza en mí mismo. Me apetecía reducir el ritmo de las piernas y saborear, quizá por última vez, los apacibles paisajes del sur de China, las colinas brumosas, los arrozales del borde del camino, las aldeas ocultas tras bosquecillos de bambúes a lo largo del Yangtse. Con alivio, he pensado que, en el mercado, volvería a encontrar a la chica que soñaba con besos de película, de cuya virginidad no me cabía duda, y me he dicho que, si aceptaba mi proposición, mis excursiones psicoanalíticas habrían terminado. Pondría a buen recaudo mi bandera, como perenne testimonio de mi amor ferviente y eterno por Volcán de la Vieja Luna.
La barca motora esperaba mi llegada, y he subido a ella con mi bicicleta. Sin decir nada, el barquero me ha puesto un sobre en la mano.
– ¿Una carta para mí? -le he preguntado, sorprendido-. ¿Quién te la ha dado?
– La mujer policía.
La barca se ha puesto en marcha y ha avanzado parsimoniosamente hacia la orilla opuesta y el mercado de las muchachas de servicio, mientras yo abría el sobre y echaba un vistazo a la carta. Lo que he leído me ha dejado helado. El destino volvía a jugarme una mala pasada.
Un escalofrío de repugnancia me ha recorrido la espina dorsal. He tenido que hacer un esfuerzo para contener el temblor de mis manos. Sin acabar de leerla, he roto la carta y he arrojado los pedazos al río.
– Da media vuelta, ya no voy al mercado -le he dicho al barquero. El hombre ha reducido la velocidad, ha cortado el contacto y se ha quedado quieto detrás del volante, mirándome fijamente-. ¿Qué estás esperando?
– ¿Estás de acuerdo en pagar ida y vuelta?
He asentido con la cabeza, pensativo. Lentamente, he arriado la bandera, con la palabra «sueño» trazada en la más antigua de las escrituras chinas. Pese a la situación, he estado a punto de soltar la carcajada. Luego, he arrojado la bandera al río. Tras flotar unos instantes en el aire, ha aterrizado en el agua marrón oscuro, ha esquivado un remolino y se ha alejado girando sobre sí misma antes de hundirse en las profundidades.
Recuerdo esa espantosa carta, escrita con letra de colegiala aplicada y bolígrafo de punta gruesa y babeante, que empezaba con estas memorables frases: «No puedo creer que me haya enamorado a mi edad. ¡Pero así es! Ahora puedo confesarle que nunca he tenido esos sueños con perros disecados que le hice interpretar. Ni el primero ni el segundo. Me los inventé de cabo a rabo para conseguir que ejerciera su profesión conmigo. ¿Le enternece? Hágamelo saber. Si quiere casarse conmigo, venga enseguida, amor mío. La calle del Gran Salto Adelante es nuestra. Si no quiere sea bueno, márchese y no vuelva a poner los pies aquí. Déjeme tranquila, por favor.» (La continuación de la carta consistía en una página de información sobre sus hijos y sus nietos, y otra sobre sus padres…)
Antes que ser el marido de una abuela picada de viruelas, prefiero arrojarme al Yangtse. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho para merecer semejante honor, semejante amor, semejante castigo? Para colmo de la ironía, es la primera vez que una mujer me pide que me case con ella. Pero ¡qué mujer!
A las seis de la tarde, el día siguiente a la recepción de la carta de la señora Thatcher, que puso fin a sus interpretaciones de sueños en el mercado de las muchachas de servicio, Muo, el único psicoanalista chino, preparaba, en el rincón más alejado de su habitación, en casa de sus padres, un nuevo viaje que lo llevaría a Hainan, provincia declarada zona abierta por el gobierno y llamada «isla del deseo» por la población, debido a las numerosas jóvenes que acudían a ella desde todos los confines de China. Una isla situada a mil kilómetros de la alegre ciudad de los padres de Muo, del juez Di y de la prisión de Volcán de la Vieja Luna.
Muo metió en su Delsey azul pálido un transistor, un impermeable de plástico transparente, unas gafas de sol (en concreto, dos cristales oscuros enmarcados en flexibles hilos de metal dorado que se podían montar sobre sus gafas de ver a modo de quevedos una auténtica maravilla de la óptica francesa), ropa -camisetas, pantalones cortos y varias camisas-, unas sandalias y unas chancletas con las suelas tan planas como hojas de cartón. Luego los preparativos del viaje entraron en la fase más agradable: la elección de sus libros de cabecera, sus auténticos compañeros de viaje, obras que nunca se separaban de él (los alimentos de mis cotidianas comidas mentales, de los que no puedo prescindir durante más de veinticuatro horas sin caer enfermo): un grueso Larousse con letras doradas en las tapas de cartoné; dos tomos del Diccionario del psicoanálisis, en su estuche de cinco kilos; Ma vie et la psychanalyse, de Freud, en traducción de Marie Bonaparte revisada por el propio Freud, una de las primeras ediciones de la obra en Francia, publicada por Gallimard en 1928; un libro de la colección «Conocimiento del inconsciente», dirigida por J.-B. Pontalis; Journal psychanalytique d’une petite fille, traducido por la mujer de Malraux (donde Freud dice que «el secreto de la vida sexual emerge, confuso al principio, para acabar tomando entera posesión del alma infantil en muy poco tiempo»); Subversión del sujeto y dialéctica del deseo, de Lacan, el mejor texto, según Muo, sobre el placer femenino; El secreto de la flor de oro, un viejo tratado chino de alquimia que Jung se pasó la vida estudiando… De pronto, mientras duda entre Un caso de neurosis obsesiva con eyaculaciones precoces, de Andreas Embirikos, poeta y primer psicoanalista griego, y Tristes Trópicos, de Claude Lévi-Strauss, La vida sexual en la antigua China, de Robert Van Gulik, se escapa de la pila de libros, cae en la gastada alfombra que cubre el parquet y se abre por una página que muestra una xilografía de cinco siglos de antigüedad, de Lie-nu-chuan, que representa a cuatro mujeres desnudándose. Dos de ellas ya se han quitado la ropa, mientras que una tercera, guardando el equilibrio sobre la punta de un pie vendado y torcido, levanta la otra pierna para quitarse un pantalón con un bordado de flores minúsculas. Pero la mirada de Muo se posa en primer lugar sobre la deliciosa nuca de la cuarta, que se está desabrochando el sujetador. Sin pérdida de tiempo, Muo abre un cajón, saca una ficha y anota la referencia del dibujo diciéndose que un día, cuando vuelva de Hainan, irá a una biblioteca a comprobar si se trata de la primera representación de un sujetador chino.
La preparación de los alimentos destinados a sus festines mentales le proporcionaba un placer puro e inocente. Como un niño goloso, no podía evitar hojear las obras que dejaría en casa. Leía unos cuantos párrafos y luego cerraba el libro y acariciaba las tapas con la punta de los dedos, pensando en otra cosa. O recordaba haber leído la misma idea en otro sitio y decidido a comprobar la fuente, se lanzaba a una búsqueda frenética por los miles de páginas de sus cuadernos de notas. Y, si al cabo de un rato no conseguía encontrar lo que buscaba, otra idea le acudía a la mente: ¿no sería un profesor de la universidad quien había hablado de aquello? ¿Cómo comprobarlo? Entonces Muo empezaba a abrir cajas de cartón llenas de fichas de su época de estudiante. La felicidad de sus años universitarios al lado de Volcán de la Vieja Luna…
Sentado en la cama, sobre la que descansaba la maleta, ya casi llena, procedió a una última verificación. Los estores estaban bajados y había seis o siete lámparas encendidas. Siguiendo la lista preparada de antemano, añadió a la maleta el termo de viaje para su té cotidiano, un tarro de guindillas demasiado fuertes para los platos cocinados, otro de pimientos verdes en conserva para el desayuno, varias latas, varias bolsas de fideos instantáneos, un peine al que le faltaban dos o tres púas, cuadernos nuevos para tomar notas, tres o cuatro estilográficas cromadas, varios lápices de colores… En el fondo de un cajón, encontró un sacapuntas un poco oxidado pero bonito, que brillaba como una joya en la oscuridad. Lo probó con un lápiz: la madera tierna salió con un débil crujido y se enroscó en el aire.
Con la espalda contra la pared y la cabeza echada hacia atrás, cerró los ojos y permaneció así durante unos instantes; parecía que estuviera oyendo música, pero en realidad se había quedado sin aliento y algo (¿la mina del lápiz?) se le estaba clavando en el estómago.
«… nunca he tenido esos sueños con perros disecados que le hice interpretar. Ni el primero ni el segundo..»
Las frases de la policía picada de viruela acudieron a su mente sin que pudiera evitarlo.
Muo se levantó, salió de la habitación, fue al cuarto de baño y se desnudó sin encender la luz. Sólo se dejó puestas las gafas. La bañera blanca relucía en la penumbra. Envuelto en vapor, el chorro de agua brotó del chirriante grifo con un gruñido caprichoso. Muo se tumbó en la bañera y dejó que el agua se llevara las gafas. Barco hundido. Una vez más, rumió la humillación que le había infligido la mujer policía, y le entraron ganas de vomitar. ¿Debí sospechar algo cuando me contó sus sueños? Ciertamente no. Aunque… Su mirada ausente dirigida al suelo, su voz baja, en el límite del tartamudeo… Muo se dijo, no sin pesar, que el psicoanálisis, el mejor sistema de pensamiento capaz de penetrar en el alma humana, mostraba sus limitaciones ante una comunista, aunque fuera una vulgar comunista de base, una inculta, capaz de pagar por el placer no sólo de inventarse sueños, sino de hacer trampas sobre las consecuencias previstas por un intérprete profesional. Muo se tendió en la bañera y, con el agua hasta el cuello, maldijo a la falsa señora Thatcher, a la falsa coja. Volvió a sentir náuseas. «Esto no puede quedar así», se dijo, haciendo rebosar el agua al salir de la bañera.
«Señora agente de policía -escribió con una letra más legible pero más apretada que de costumbre-: tengo el honor de comunicarle que nadie puede eludir las verdades del psicoanálisis ni siquiera una representante legal del poder administrativo y el orden público. Permítame decirle que, desde el punto de vista psicoanalítico, un sueño que no se ha producido realmente mientras estaba dormida, sino que es una invención de su mente dictada por su inconsciente, no difiere en nada de un sueño que hubiera tenido realmente en estado inconsciente. Tienen el mismo valor psíquico. Es decir, que uno y otro son una manifestación de su angustia, del rechazo de sus deseos, de sus complejos, de su amor impuro, seco, sórdido, infantil…»
Mientras escribía, una vez más de forma totalmente involuntaria, se acordó de la chica que soñaba con besos de película y que resumía, por sí sola, todas sus alegrías físicas y profesionales de intérprete de sueños. Recordó la expresión de la muchacha mientras le contaba que había interpretado, en sueños, el papel de una chica que esperaba que la besaran. Con una mezcla de placer y amargura, Muo rememoró sus pies desnudos y el modo en que se frotaba la pantorrilla de la pierna derecha, cubierta de barro negro, con el empeine del pie izquierdo. ¡Ah, qué soñadora! Una auténtica virgen, una Alicia oriental en el País de las Maravillas del cine… ¡Qué cerca estuve de mi objetivo!
Muo no acabó la carta a la señora Thatcher por miedo a que le contestara y aquello se convirtiera en una larga y mezquina polémica sobre el valor de un sueño inventado, o en una relación epistolar interminable. Guardó el borrador en una carpeta, que metió en la maleta.
Unos días después, la carta desapareció en un tren nocturno con destino a la isla de Hainan, junto Con la Delsey azul pálido, inútilmente sujeta al portaequipajes mediante una cadena de hierro forrada de plástico rosa. Era el 6 de julio.
En cuanto al desarrollo de los acontecimientos posteriores, ya son conocidos: durante varias semanas, Muo recorrió en vano la inmensa isla, pero a principios de septiembre, durante una conversación telefónica puramente casual con una antigua vecina de Chengdu, encontró al fin a una chica (si puede llamarse chica a una embalsamadora de cadáveres de cierta edad) cuya virginidad seguía intacta.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> «Homosexual» en francés coloquial. Se pronuncia como la palabra española «pedal». (N del T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> El dialecto de Sichuan no distingue fonéticamente entre la «d» y la «t», por lo que Di y Ti se pronuncian exactamente igual en esa provincia