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LAS PLEGARIAS ATENDIDAS

Cuando llegaron al hotel, en un coche de la Guardia Civil, Helena estaba tan cansada que se quedó dormida en su hombro. Gabriel tuvo que zarandearla para despertarla. Al principio, ella, aturdida, no parecía recordar nada de lo que había pasado. Preguntó dónde estaban con voz vacilante y quebrada. El la agarró por la cintura porque la chica, dócil y enajenada, parecía a punto de desmayarse. Llegaron a la recepción y Gabriel pidió las llaves de las dos habitaciones. Acompañó a Helena a la suya y decidió que no podía dejarla sola en aquel estado. Se la veía incapaz de sostener la mirada -los ojos perdidos, húmedos, atónitos, incrédulos, dilatados, en suspenso- y respiraba de modo desigual y desacompasado, agitada y confusa como un animalito atrapado. Helena se tiró en la cama y se tumbó boca abajo. El decidió que dormiría a su lado. No estaba pensando en tocarla, pero tenía miedo de que si la dejaba sola ella pudiera cometer alguna locura. Arrojarse por la terraza, quizá. El piso era alto.

Lo recordaba todo como en un sueño. El helicóptero, los jeeps, las luces, los hombres con uniforme, las dos mujeres y su extraña pasividad, cómo se dejaron subir al coche como si la cosa no fuera con ellas, con elegancia incluso. Las declaraciones en la comisaría. El intérprete. Las lágrimas de Helena. Preguntas y preguntas.

Helena empezó a llorar, abrazada a la almohada, con unos sollozos que le partían el pecho. Gabriel la abrazó. Parecía muy pequeña entre sus brazos, muy frágil. Y fue ella la que le buscó la boca. Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos de Helena acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. Gabriel reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando acariciaba los rizos sedosos y castaños de Helena y se abría paso con el dedo índice en el sexo húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué Helena le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expandirán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un cuerpo cercano todo vale, y Gabriel sentía que toda aquella situación le sobrepasaba y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición de Cordelia había abierto diques y derribado murallas, y que ambos, Helena y Gabriel, eran como dos náufragos que se aferraban desesperadamente el uno al otro.

Si dos erizos se acercan, las púas de cada uno dañarán al otro. El miedo a ese dolor hace que se aíslen para evitarlo y, en consecuencia, terminan sufriendo por su soledad. El erizo no desea acercarse a otros por el sufrimiento que eso podría causarle, pero quedarse en soledad también le causa sufrimiento. Haga lo que haga, está destinado a sufrir.

Despertar sin la certeza de cuándo se despidieron los sentidos y cuándo llegó finalmente el sueño. Una luz tímida se filtraba por entre los visillos de las ventanas. La luz que se disolvía en la habitación era la luz de un día concreto, con fecha, diferente de los que habían sido y serían. Una luz pálida, difusa y amable, azulada, suave como el silencio que había pactado tregua, desde hacía unas horas, con las respiraciones pausadas y lentas que se oían en la cama. Gabriel tomó conciencia de la luz y de aquellos sonidos primeros y únicos, de la brisa especial que agitaba las cortinas de las ventanas y llenaba la imaginación de sal y de mar. Dos cuerpos inertes y silenciosos que, como dos guerreros vencidos, reposaban tras la lucha. Cuerpos que se habían enfrentado con armas primitivas (besos, mordiscos, abrazos, refriegas) y que habían conocido suspiros de rendición en la madrugada. La cama se había convertido en una nave que los transportaba a ambos hacia un futuro desconocido a enorme velocidad. La sensación de plenitud del tiempo era tan vivida que resultaba casi tangible. Helena se despertó. Le miró con los ojos muy abiertos. Gabriel recuperó la memoria reciente, fresca, de lo que había sucedido pero que aún le costaba creer. Le parecía inconcebible estar viviendo aquello, prodigioso que hubiese sucedido. Y persistía el sol errado temor de que todos los recuerdos no fueran sino ilusión, espejismo, delirio.

Se abrazaron, permanecieron tiempo sin hablarse, oprimidos el uno contra el otro como dos niños asustados.

Entraron otras luces -rosas, amarillas, naranjas-, que iban despidiendo a la oscuridad.

El estridente sonido de un móvil vino a romper el silencio. Patricia, una vez más y como siempre. Gabriel desconectó el teléfono.

El no la había seducido a ella. Helena tenía sus propios motivos para hacerle el amor. Cada uno de los dos tenía su historia secreta y trágica, sus razones, sus formas de encarar las tragedias, sus necesidades incomprendidas. Ambos trabajando en sombras por su propia supervivencia. Como cualquier otra relación humana -al menos en lo que Gabriel recordaba-, aquélla había tenido más de conspiración que de negociación. Helena se levantó de la cama, la mirada rasando su vuelo indiferente sobre Gabriel. Se dirigió al baño caminando con paso de reina. Cerró la puerta tras de sí. Gabriel escuchó largo rato cómo corría el agua de la ducha. Ella emergió por fin envuelta en una toalla, su digna belleza más evidente aún sin afeite alguno. Salió inmersa en su silencio, casi perdida en íntima zozobra, como sin más voluntad que la de la indiferencia entre sus labios mudos, tranquila y soterrada, lejana y distante. Náufraga dentro de su propio mar, a millas marinas de Gabriel pero en la misma habitación.

Helena se vistió con parsimonia, como si la noche anterior no hubiera pasado nada, y después volvió la cabeza hacia él y le anunció:

– Voy a bajar a pasear por la playa. Necesito estar sola un rato… Me entiendes, ¿no? Calculo que tardaré una hora o así. Si quieres, nos llamamos luego.

«¿No deberíamos hablar de lo que pasó anoche?», pensó Gabriel. Pero no dijo nada.

– Está bien. Luego me llamas. Creo que bajaré a desayunar.

Cuando ella salió, él se dirigió a su propia habitación, en la que la cama sin deshacer le recordaba lo que había pasado -que no había dormido allí-, que tan difícil le parecía de creer. Pero el ámbito sereno de aquel orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente en una habitación impersonal, le tranquilizaba. Ese espacio era suyo, sin Helena para llenarlo de dudas, sin un desbaratado ejército de sombras para invadirlo. Se sentía solo y a salvo.