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Todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado. Y vacía la extensión del cielo, sin una sola nube en aquella pantalla de blancura diamantina que parecía cubrir Punta Teno. Estaba en suspenso el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. Estaba en suspenso la quietud del mar, bonanza sin escollo ni peligro. «Plano en la superficie -le advertía Helena-, pero es todo un engaño: vive agitado por corrientes subterráneas, igual que tú.» Y estaba en suspenso el rumor sin nombre que parecía brotar desde la tierra, o desde otra dimensión remota.
Todo estaba en suspenso: el aire, el tiempo y las decisiones.
Curiosamente, la evidencia de la muerte de Cordelia, la certidumbre de un final definitivo tanto tiempo temido, le había devuelto a Gabriel una paz que ya casi no recordaba. Después de tantos días temiendo y esperando, después de tantas alegrías efímeras y arrebatos engañosos como había vivido en los últimos días, tanto en Tenerife como en Fuerteventura, después de tantas angustias inscritas en el entusiasmo de los paisajes nuevos, la desgracia asumida empezaba a parecerle clemente y confortable.
Cuando Helena se presentó en el herbolario, dispuesta a volver a trabajar, se encontró con unos patrones amabilísimos y solícitos. Rayco los había puesto al corriente de la historia de Fuerteventura. A ellos y a la isla entera, y Helena se había convertido en la heroína local, la que había puesto a la policía sobre la pista del paradero de la Malvada Alemana. Cuando Helena les explicó que estaba agotada, tanto física como emocionalmente, fueron sus propios jefes los que la convencieron de que se tomara unos días de vacaciones. Al fin y al cabo, no estaban en temporada alta, su presencia no era imprescindible. Helena regresó a casa, se lo contó a Gabriel, y él decidió hacer dos llamadas: a la oficina y a la compañía aérea, para posponer su regreso. Eludió la obligada tercera llamada a Patricia y la sustituyó por un mail escrito desde el iPhone, tan razonado como artero, en el que le contaba muchas verdades -que necesitaba reflexionar sobre el cambio o la inflexión que la pérdida definitiva de Cordelia suponía en su vida- eludiendo la verdad esencial: que quería seguir al lado de Helena. Después se sumergió en un paréntesis hueco de días en el que en ningún momento le preguntó a Helena si quería que se quedara él definitivamente, por si acaso ella decía que no. El tiempo se le había quedado prendido en algún instante imposible de precisar entre los días que había pasado en Punta Teno junto a ella -¿cuántos?, ¿uno, dos, una semana?-, inmóvil y plano, y Gabriel se deslizaba sobre él sin alterar la superficie y sin avanzar en realidad, manteniéndose estático, como si el tiempo los hubiera eximido a él y a Helena de tener que entenderlo como lo entendían el resto de los mortales -pues para ellos se había transformado especialmente en una magnitud elusiva y líquida-, como si ellos se hubieran quedado allí -pura vibración, puro presente- aislados en Punta Teno, expulsados no sólo del tiempo, sino de la Vida con mayúsculas, que seguía transcurriendo en alguna parte, pero sin incluirlos, sin un futuro para imaginar.
Gabriel mantenía desconectado el iPhone en lo posible para evitar llamadas de Patricia, pero no tenía más remedio que encenderlo de cuando en cuando para revisar llamadas de la oficina y para contestarlas. Sabía que regresaría a Londres, pero no era urgente. En la oficina podían vivir sin él -su asistente era particularmente eficiente, como quedaría probado en su ausencia- y, en cuanto a la boda, él la daba por pospuesta.
Le sorprendió encontrar en el buzón de mensajes uno de un número español, canario. Escrito en un impecable inglés, decía: «Hola, soy Virgilio, vuestro guía en Jandía. Quería saber cómo estabais. ¿Puedes llamarme a este número si no es molestia para ti? Todo lo mejor.»Gabriel marcó el número inmediatamente. Se sorprendió a sí mismo ansioso por volver a hablar con aquel hombre que tanta antipatía le había provocado en un primer encuentro. Mantuvieron una conversación amable. Gabriel le explicó la situación: aún no había regresado a Londres, estaba descansando en Punta Teno, en Tenerife, Helena se encontraba bien…
– ¿En Tenerife? Yo estoy en el Puerto ahora. Me quedaré unos días, tengo unos asuntos que resolver aquí. Me encantaría veros, si queréis.
– Está bien. Se lo preguntaré a Helena.
Pero Helena no quiso ver a Virgilio. Tanto el guía como el Puerto le traían demasiados recuerdos, dijo. Insistió, sin embargo, en que Gabriel fuera si quería. Ella le dejaría el coche. «Me apetece estar sola -le dijo-. Me vendrá bien. Y a ti también, seguro.»Así pues, Gabriel llamó a Virgilio. Acordaron verse al día siguiente en el hotel Botánico. Helena le confirmó que ése era el mismo hotel en el que ella había trabajado al llegar a la isla. «Es uno de los mejores», le dijo. Gabriel pensó que a Cordelia le habría encantado la coincidencia.