37943.fb2
– Como quizá hayáis supuesto ya, provengo de una más que buena familia. Mi padre falleció cuando yo tenía cinco años. Un tumor. Soy hijo único. Mi madre era, y es, una mujer encantadora pero muy tímida, muy discreta, callada y grave. Mi padre fue su primer amor. Se conocieron muy jóvenes, las familias eran amigas… Con eso quiero deciros que mi madre no tuvo que seducirlo, porque no habría sabido hacerlo. Es una mujer exageradamente tímida. Cualquier interacción le creaba un considerable estrés. Recuerdo, por ejemplo, que si íbamos al mercado y el carnicero la estafaba con el cambio, ella no se quejaba; sencillamente, no volvía a comprar en aquel puesto. No era una madre de perlas y pieles, sino de delantal y cazuelas, de dedal y tijeras, de mecedora y regaños, de termómetro y cuentos, una madre que habría querido tener más niños. Tras enviudar de mi padre, contaba con un par de amigas a las que conocía desde la infancia, pero no volvió a hacer nuevas amistades. Su mundo era yo. Se levantaba, preparaba mi desayuno, me vestía, me acompañaba al colegio, regresaba a casa, hacía la compra, preparaba la comida, hacía las tareas del hogar, me iba a buscar al colegio, se sentaba a mi lado, hacíamos juntos los deberes, preparaba la cena, cenábamos juntos, me bañaba, me acostaba, me leía un cuento y después ella misma se iba a dormir. Como veis, toda su vida giraba en torno a mí. Yo la adoraba y la consideraba la mejor madre del mundo. Estábamos tan unidos que sentía en mi sangre el pulso de la suya. Os cuento esto porque creo que parte de la razón por la que fue fácil captarme es que fui un niño sobreprotegido, aunque lo cierto es que cualquiera puede ser captado. Es verdad que aquellos con carencias afectivas o que no tienen muchas habilidades sociales son más vulnerables, pero el perfil de un acólito no es uniforme excepto por una cosa: si la secta te capta es porque le pareces valioso. A Ea Firma, por ejemplo, le interesaban más los que tenían dinero o lo tendrían en un futuro por ser hijos de familias adineradas; así pues, activaban todos los mecanismos posibles para captarlos como discípulos, como una especie de socios de honor que se entregarían en cuerpo y alma a la institución, y ésta dispondría dónde vivirían, incluso enviándolos a otros países y siempre residiendo en los centros de la secta. Se decía que para ser discípulo había que ser inteligente o aceptablemente pudiente, y yo era ambas cosas. Los que eran más del montón, bien por su condición social, por su educación menos esmerada e incluso por un físico poco agraciado, solían captarse bien como socios agregados, que vivían fuera de los centros pero se mantenían célibes, o bien como socios colaboradores, es decir, que podían casarse y tener hijos pero entregaban el diezmo, el diez por ciento de lo que ganaran, a La Firma. Tu hermana, según tengo entendido, era inteligente y rica…
– Y también vulnerable.
– Y guapa, ¿no?
– Mucho.
– Hay otro aspecto que no solía mencionarse pero del que me di cuenta con el tiempo. Los discípulos, los socios de honor de La Firma, casi nunca eran feos, o si algunos, muy pocos, lo eran, se debía a que merecía la pena captarlos por su patrimonio y no se les exponía mucho cara al público. El atractivo físico contaba, dado que los socios discípulos son el escaparate de La Firma. Hace tiempo que dejé atrás la falsa modestia, y sé que a aquella edad yo era el clásico chico guapo: alto, rubio y atlético… En mi colegio, la instrucción religiosa era aburrida y decepcionante. Se hablaba mucho de tenderle la mano al hermano necesitado, pero el tal hermano necesitado nunca nos fue presentado formalmente. Tampoco se enseñaba doctrina. Yo fuí siempre el mejor de los estudiantes. Gran parte del mérito se lo debo no a mi cabeza, sino al esfuerzo de mi madre, que durante todos y cada uno de los días de mi época escolar hizo los deberes conmigo, aprendiendo a medida que aprendía yo. Y podría decir que fui un niño feliz, o al menos creía serlo.
»Los problemas llegaron con la adolescencia. Mis compañeros empezaron a reírse de mí cuando mi madre venía a buscarme al colegio. Yo me sentía muy avergonzado, pero por otra parte no me atrevía a enfrentarme a ella por miedo a herirla. Mis excelentes notas, que hasta entonces habían sido motivo de orgullo, me convirtieron en el blanco de las burlas y los desaires de muchos. Yo era el empollón, el rarito, el serio… los otros chicos no confiaban en mí. Hasta entonces había tenido amigos o había creído tenerlos, pero cuando empezaron a formarse las típicas pandillas de adolescentes, de alguna forma me sentí excluido. No me invitaban a sus fiestas ni a sus salidas, nadie me llamaba los fines de semana, y los días sin colegio se convirtieron en auténticas torturas.
»Recuerdo particularmente que cuando tenía quince años, en Nochevieja, me puse muy mal, no tenía con quién salir, con quién pasarla. Encerrado en mi habitación, imaginaba fiestas a las que no había sido invitado, chicas que estarían coqueteando con otros, risas que no compartiría.
»Poco después, mi madre se enamoró de un hombre. Él era católico como ella, de hecho se conocieron en la parroquia. Para mí, aquello fue un golpe enorme. Sentía unos celos espantosos y a la vez me sentía muy culpable por sentirlos. A los dieciséis me enamoré de una chica. Ella era muy parecida a mí: muy estudiosa, muy retraída. Muy dulce. Parecíamos destinados a acabar juntos. Después de un tiempo me dejó por otro chico. Supongo que todo el mundo ha pasado por algo así y a nadie le afecta tanto, pero a mí aquellos dos abandonos, el de mi madre y el de mi primera novia, me marcaron profundamente, y a veces creo que en cierta manera precipitaron lo que vendría después.
»Para resumir, era un muchacho de buena familia y mejor apellido (compuesto, por supuesto), serio, con excelentes calificaciones, con inquietudes interiores, sin ningún defecto físico evidente. Claramente encajaba en la categoría de valioso de acuerdo con los parámetros de La Firma, pero eso yo no lo sabía. Sin embargo, lo importante, lo que quiero que tengáis claro, sobre todo tú, Gabriel, es que la gente que ingresa en un grupo sectario no siempre es problemática ni vulnerable ni tonta ni está medio loca ¿Crees que Madonna es tonta? ¿Que lo es Tom Cruise, John Travolta? La Firma, al igual que la iglesia de la Cienciología, o ese extraño grupo que se basa en una poco ortodoxa interpretación de la cábala judía por parte del rabino Berg, no está reconocida como secta, pero sin duda lo es. Nadie ha reconocido que La Firma sea una secta, más bien todo lo contrario, es una institución religiosa muy peculiar; de puertas para fuera es una organización católica. Lo importante, repito, lo que quiero que tengáis en la cabeza es qué cualquiera, cualquiera, puede ser captado. La diferencia es que, si destacas, eres llamativo, inteligente, rico, si tienes algo que ofrecer, harán lo que sea por captarte, desplegarán estrategias de seducción que no imaginaría ni el hombre más enamorado y, una vez estás dentro, los métodos de programación y lavado de cerebro son muy efectivos, creedme. Por favor, Gabriel, quiero que entiendas que tu hermana no era una loca ni una tonta. No la conocí pero imagino que era una mujer muy inteligente y valiosa que tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento menos propicio. Es decir, de estar cerca de la secta cuando más vulnerable se sentía, eso es lodo. ¿Lo entiendes?
– Sí, creo que sí.
– Del mismo modo que estuve yo: en el lugar equivocado, en el peor de los momentos, extremadamente vulnerable y con las inseguridades propias de la adolescencia. Me había hecho amigo de otro chico de mi clase, no tan tímido como yo, pero serio también él. Un día, ese chico me dijo que si quería acompañarle a una charla a la que él iba a asistir, impartida por un sacerdote que hablaba muy bien en una casa por la que iban jóvenes católicos. Yo me había educado en la fe católica, mi madre era creyente, y estaba destrozado tras la ruptura con mi novia. Me pareció que me ofrecía una tabla de salvación.
»A esa edad me consideraba bastante maduro intelectualmente, y quizá lo fuera. Era un ávido lector. Con cierta frecuencia, los discípulos de La Firma tienen un cociente intelectual alto. Es criterio de selección, sobre todo para los hombres. Al menos en lo que se refiere a la inteligencia racional, no emocional. Yo, desde luego, carecía de inteligencia emocional, pese a que todo el mundo me consideraba un superdotado. Como había sido un niño tan sobreprotegido, era extraordinariamente tímido, y la chica que me dejó se había llevado la poca autoestima que tenía, conviniéndome en un negado para las relaciones sociales.
»En fin, acudí a esa charla y a la salida se acercó un chico que vivía allí y me preguntó si me había gustado. Le dije que sí y me pidió el teléfono para avisarme de más actividades. A la semana siguiente me llamó para una meditación que tenía lugar todos los viernes, y empecé a asistir regularmente. No habían pasado ni cuatro semanas cuando se añadieron los retiros del tercer sábado de mes, que se dividían en una charla, dos meditaciones y la confesión.
– Sí, lo de Cordelia también empezó así. Antes de ingresar en la casa, acudía a meditaciones… al menos tres veces por semana.
– Pues te explico cómo era lo nuestro, porque muy probablemente el sistema que conoció Cordelia fuera similar. Para la meditación, entrábamos en una habitación oscura, apenas iluminada por una lámpara situada sobre una mesa cubierta por un paño aterciopelado oscuro para que pudiéramos ver al sacerdote, que, vestido con sotana, nos leía un fragmento del evangelio sobre el que él mismo iba reflexionando en alto. Había también unas velas muy cerca del sagrario, de tal manera que parecía que desde allí emanara una luz celestial. Aquel ambiente denso, misterioso y ligeramente tétrico que se creaba no era casual. Todo estaba reglado por La Firma (el tamaño de la mesa, de la lámpara, el tipo de paño oscuro…), según me enteré más tarde, para conseguir un efecto semihipnótico, mesmérico. Y todas las consignas del sacerdote se emitían en segunda persona: TÚ estás llamado a hacer cosas grandes, TÚ puedes ser santo si haces lo que Dios te pide, TÚ no puedes ser como el joven rico del evangelio que fue un cobarde cuando Jesús le dijo que lo siguiera… Para colmo, en aquel espacio reducido nos agolpábamos varias personas, las ventanas estaban cerradas y, en las bendiciones, quemaban incienso. Es decir, todo adquiría una dimensión mágica y, además, estabas siempre medio mareado por la escasez de oxígeno, que, como sabéis, a veces provoca una especie de semitrance. El truco funcionaba. Funcionó en un adolescente impresionable como yo era.
– Sí, Cordelia también era una chica muy impresionable, pero no sé… Me cuesta creer que se rindiera ante un truco tan burdo.
– Eso es sólo el principio. No se trata únicamente de las meditaciones. Normalmente actúa alguien que hace las veces de un seductor, de un captador…
– ¿Heidi?
– Probablemente, o quizá alguien elegido por ella. En mi caso se trató de un sacerdote joven, excepcionalmente atractivo, de personalidad arrolladora. Era un orador magnífico, y sus meditaciones estaban plagadas de anécdotas heroicas, de las que él era protagonista, lo que engrandecía aún más su imagen. Luego, ya siendo discípulo de La Firma, me di cuenta de que la mayoría de las historias eran inventadas, y que casi todos los sacerdotes relataban las mismas anécdotas, con ligeras variaciones. La de cómo convenció a una joven de que no abortara y más tarde a su seductor para que se casara con ella la oí protagonizada por lo menos por veinte sacerdotes diferentes.
»Cuando acababan las meditaciones yo me quedaba en el centro para hablar con él. En nuestras charlas, me ofrecía una visión positiva, militante, enérgica, incluso viril, de la fe. Me la presentaba como una misión de superación personal, de lucha ascética, de no ser un mediocre, de no ser ni frío ni caliente porque a los tibios Dios les vomitaría. Me trataba con mucho cariño, como si me adulara, era comprensivo y sus consejos eran siempre positivos o eso me parecían a mí porque, para él, yo valía mucho y me hacía sentir importante. Después de nuestras conversaciones, me sentía otro, feliz. En parte me enamoré de él, con un enamoramiento platónico y admirativo, en parte se convirtió en el padre que no había tenido.
– Algo parecido vivió Cordelia con Heidi -señaló Helena-, estaba fascinada con ella, y también, creo, Heidi actuaba como figura maternal.
– Sí, probablemente. Se trata de un patrón de seducción: el mentor, el experimentado, y alguien a quien trata de una forma más o menos filial, pero con una extraña mezcla de enamoramiento. Yo también estaba fascinado con ese hombre. Siempre te capta una persona, no el grupo. Siempre hay un mentor que actúa como pescador, siempre hay un seductor, o seductora si se trata de captar mujeres. En fin, fuera lo que fuese lo que yo sentía por aquel sacerdote, el caso es que desarrollé hacia él una enorme dependencia, que se tradujo en un compromiso cada vez más estrecho con las diversas actividades de La Firma: círculos, meditaciones, retiros, charlas, convivencias, tertulias…
»Un día, aquel sacerdote me preguntó si me había parado a pensar por qué Dios me había puesto en contacto precisamente con La Firma y con él. Me propuso ingresar en la organización como discípulo, ya que, según él afirmaba, se daban todas las señales de que ésa era la voluntad de Dios. Ellos lo llamaban ser cristiano comprometido en medio del mundo. Si aceptaba, debía estar dispuesto a hacer voto de pobreza, obediencia y castidad, a abandonar la casa de mi madre porque Jesucristo también dejó a su madre siendo él hijo único, a olvidarme del matrimonio y de los hijos y a vivir con otros discípulos. Le dije que no me sentía capaz de una renuncia así, que pensaba que la entrega que me planteaban pensaba que me venía grande. Y él me aseguró que, si sentía miedo, ésa era la señal de que tenía vocación aunque yo no la viera. Pero que él sí la veía, ¡clarísima!
»Mi madre debió de notar algo cuando regresé de una de aquellas charlas, quizá porque llegué pálido y confuso y me fui directamente a mi cuarto. Ella entró en la habitación y me preguntó a bocajarro si me habían planteado la vocación. No sé bien por qué, no me atreví a decírselo. Decidí entonces hablarlo al día siguiente con mi director espiritual. Para mi sorpresa, él me insistió en que lo negara, y me convenció de que mi madre no estaba preparada para entenderlo. Me puso el ejemplo de cuando Jesús se perdió voluntariamente en el Templo a los doce años y tuvo que mentirles a la Virgen y a san José porque no habían entendido cuál era su misión. ¿Quiso decir que Jesús era un mentiroso y debía seguir su ejemplo? Me temo que sí, aunque ésas no fueran sus palabras textuales. El Ser Supremo como ejemplo a seguir de la mentira y la ocultación. Tremendo, ¿verdad? Así que silencio total: negar y callar lo evidente. Estoy casi seguro de que a tu amiga, a tu hermana, también le aconsejaron que no hablara de su proceso de captación.
– Sí, yo también -convino Helena-. Casi nunca me hablaba de los temas que trataban en la casa, y tampoco me invitó nunca a acompañarla. Cuando quise hacerlo, me disuadió.
– Típico… En fin, en sucesivas conversaciones, el sacerdote me fue dando razones de todo tipo para hacerme ver que yo tenía vocación. Según él, era evidente, y yo no podía cerrar los ojos a la llamada de Dios, porque eso sería una enorme traición a la fe, como una bofetada a Dios, que era un padre misericordioso y me quería para El. Yo era un hombre especial (un hombre, decía, aunque aún era casi un niño), muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, y él se había dado cuenta en seguida… Fue una maniobra de acoso y derribo muy calculada. Día a día, como una gota que forma una estalactita, las mismas consignas, la misma idea lija. Yo era muy joven, estaba solo y él era muy persuasivo.
Finalmente, tras varias semanas de intensa coacción, le dije a mi director que sí, que deseaba ingresar en La Firma. Y escribí una breve carta, que él me fue dictando, en la que solicitaba la admisión; luego la dejé sobre su mesa para que él la hiciera llegar a sus superiores. Ésa era la manera de ingresar en La Firma.
»Sinceramente, me chocó un poco que un par de días antes de escribir la carta me dijeran que tenía que hacerme un reconocimiento médico. ¿Qué tenía que ver mi estado de salud para pertenecer o no a La Firma?, pensé. ¿Acaso lo importante no era tener vocación? El chequeo lo hizo un médico de La Firma, por supuesto, al que acudí acompañado por mi director, que me insistió en que no dijera nada a mi madre de aquella visita. Había que ser discreto: «Tu madre no entendería nada, y ¿para qué le vas a dar motivos para preocuparse?… Es un puro trámite.»La razón de ese «puro trámite» la descubrí más tarde. La Firma no desea cargar con alguien joven a quien, por aparentemente sano que esté, se le pudiera descubrir con el tiempo una enfermedad de cierta importancia, porque eso significaría tener que cuidar de él, arrastrar un incómodo lastre. La Firma no quiere enfermos prematuros sino jóvenes sanos a los que exprimir como un limón durante muchos años. La Firma busca siervos útiles, de los que pueda sacar provecho. Por eso te digo que cualquiera puede convertirse en una presa, cualquiera.
»Veréis, he reflexionado mucho sobre por qué acepté semejante locura, por qué me comprometí con una vida de castidad, por ejemplo, si yo ya sabía que quería tener mujer e hijos, y casi veinte años después, tras haberlo hablado largamente con varios terapeutas y con otros ex discípulos de La Firma, se me ocurren varias razones válidas para mí que quizá puedan ayudarte a entender, Gabriel, por qué Cordelia se fue a casa de Heidi.
– Nos encantaría escucharlas. -Helena parecía beber ansiosa las palabras de Virgilio.
– En primer lugar, me adherí a La Firma porque me daba miedo volver a entregar mi corazón a una persona que pudiera fallarme. Miedo al rechazo, al sufrimiento, a sentirme vulnerable. «No más servir a señor que se me pueda morir», había oído bastantes veces en las meditaciones. Cuando me entregué pensaba que nunca volvería a besar o a abrazar a una chica, pero así me garantizaba que tampoco me volverían a herir o a abandonar. En segundo lugar, escribí aquella carta por vanidad, porque me hicieron sentir especial, elegido para una labor reservada a muy pocos. En tercer, cuarto, quinto, sexto lugar… También lo hice porque necesitaba un refugio, porque era cobarde y a la vez idealista, porque quería tener un camino definido en la vida, porque no tenía un padre con el que hablar. Porque era joven e impresionable. Porque no tenía amigos, ni novia…
– Pero Cordelia no era tan joven, y sí tenía amigos.
– Pues entonces te servirá como razón la última, la definitiva: lo hice porque no tenía ni la más remota idea de a todo lo que me comprometía, porque en realidad no conocía a fondo ni La Firma ni sus métodos, porque me habían seducido y engañado.
– Sí, supongo que ella tampoco lo sabía. Cuando se refería a Heidi era como si hablara de una diosa, y su casa era para ella el paraíso. Desde luego, no creo que supiera nada de futuros suicidios rituales. Lo que no entiendo es cómo pudo dejarse llevar de esa manera al holocausto. Es decir, entiendo cómo la sedujeron para que ingresara en la casa, pero no entiendo por qué no se marchó de allí a tiempo.
– Creo que deberías escuchar mi historia, y poco a poco lo entenderás, porque una vez ingresas en un grupo de éstas características, entras en un proceso gradual de desintegración, te conviertes en la víctima de una reprogramación, de un auténtico lavado de cerebro. Ten en cuenta que te hacen creer que te lo pide un Ser Superior que, para mí, era Dios mismo, siendo yo un católico convencido. Desde el momento en que ingresas en La Firma, una vez estás en su terreno, no hay forma de salir porque la salida te la hacen ver como una traición a Dios, tal como hizo Judas vendiendo a Jesucristo. Así te lo inculcan machaconamente.
»Os lo tengo que ir contando poco a poco porque el proceso es lento y gradual, pero os diré una cosa: los métodos que utilizan las sectas se parecen todos entre sí. Algunos son más extremos y llegan a la violencia física o al abuso de menores, y otros son menos exagerados, pero en esencia se utilizan métodos similares que, a la vez, no son sino sincretismos de métodos utilizados durante siglos en órdenes religiosas o por las religiones orientales. Métodos que utilizan también los sistemas dictatoriales, a gran escala. Yo recuerdo que cuando conseguí salir de La Firma alguien me preguntó: «Pero si esa organización es tan peligrosa, ¿cómo consigue tantos adeptos?» Y yo respondí: «¿Cómo triunfó el nazismo? ¿O el estalinismo?» A la postre son todos sistemas para doblegar a una masa de individuos a la voluntad de un líder, y funcionan de manera parecida, a mayor o menor escala. Pero mejor será que os lo explique paso a paso…
»La carta que escribí era un puro trámite. Aunque yo no lo sabía, estaba admitido de antemano porque ellos fueron a por mí y no yo a por ellos. La Firma fue la que me eligió como objetivo y desplegaron sus métodos de captación hasta conseguirlo. Una vez con la carta en su poder, habían triunfado. El hecho de que yo creyera que lo había hecho libremente formaba parte de mi sumisión y adoctrinamiento. Me habían convertido en mi propio guardián para que tampoco yo me permitiera la huida si llegaban las dudas. «Estamos aquí porque nos da la gana», nos repetían a menudo. Te hacían creerte libre en la decisión de entrar y sentirte el peor de los traidores si pensabas en marcharte. Nadie mejor que tu conciencia deformada para impedirte toda escapatoria.
»Lo peor fue comunicarle a mi madre que dejaría de vivir en su casa. Ella se echó a llorar como una Magdalena, pero mi director ya me había dicho que debía ser fuerte. Me mostré inflexible como una ley. Me habían preparado para serlo. Así, por ejemplo, me habían dicho que si ella se ponía a llorar debía interpretarlo como una maniobra del diablo para poner a prueba mi vocación. Para demostrar que yo era fuerte, que era puro, debía estar por encima del amor a mi madre… ¡Cuántos ejemplos nos daban en las meditaciones de cómo Jesucristo había cumplido su misión por encima de sensiblerías! Nos explicaban el evangelio según las propias conveniencias de La Firma y no les importaba que tales explicaciones estuvieran muy lejos del magisterio de la Iglesia. «Lo que hay que hacer se hace, sin miramientos, ¿no ves cómo Jesucristo abandonó a su madre viuda, y eso que era hijo único?» Acepté la frialdad como un ejemplo a seguir del mismo Cristo cuando, si lees el evangelio sin estar abducido, Jesús no fue nunca frío.
– Sí, Cordelia también se comportó de un modo extrañamente frío cuando me comunicó que se iba. No parecía ella.
– Probablemente la habían entrenado para serlo, como a mi. A los discípulos se nos hacía creer que pertenecíamos a ima élite, que éramos escogidos para la tarea más difícil, para la vocación más exigente. Además, se suponía que sólo escogían como discípulos a los más inteligentes, a aquellos que podrían trabajar dentro y a favor de La Firma. Te hacían sentir diferente, especial. ¿No notaste algo parecido en Cordelia?
– Sí, ella también se sentía una elegida, especial. Creía que la habían escogido por su talento, por su espiritualidad elevada.
– Y por su dinero, que no te quepa duda. La Firma decide por ti, decide en muchos casos lo que vas a estudiar. A mí, mi director espiritual me inclinó a estudiar filosofía en su propia universidad. Me alojaría en un centro de La Firma, en una ciudad bastante lejana a la mía, y viviría allí. Este detalle es importante porque una vez te han captado una de las primeras preocupaciones de La Firma es la de apartarte de tu familia, muy especialmente si, como era el caso de la mía, ésta no es cercana a la organización.
– Sí, también a Cordelia la apartaron de mí.
– Y de ti, supongo -dijo Virgilio mirando a Gabriel.
– Conmigo hacía años que no se hablaba.
– Pues probablemente el hecho de no contar con sus familiares la hacía más vulnerable. Y también más atractiva para Heidi, porque sería una pieza más fácil, y porque sería fácil también el acceso a su dinero…
– Entonces, ¿fuiste al centro?
– Sí, claro. Dejé Madrid. Lo curioso es que, una vez superado el primer bache, mi madre aceptó la decisión porque en aquella época aquella universidad se consideraba una universidad de élite. Una matrícula en filosofía costaba trescientas mil pesetas. Es decir, a mi madre la cegó el esnobismo. También pagaba una cantidad astronómica en concepto de manutención y alojamiento en el centro.
»Mi vida allí debió de ser muy parecida a la que vivió tu hermana en casa de Heidi: rezos en comunidad, tiempos de silencio, obediencia ciega a los directores, la existencia escrupulosamente reglada, controlada y limitada. Lo que se vive en cualquier sitio así. En aquel centro en particular, de entre las quince personas que vivíamos, más de la mitad tenían enfermedades o dolencias psicológicas. Tomaban pastillas a las horas de las comidas empezando desde el desayuno. Se trataba de hombres tristes y reservados a los que oía llorar con frecuencia en la soledad de sus cuartos. Eso sí, cuando acudía al centro un joven que consideraban apto para ser reclutado como discípulo, y que había sido atraído hasta allí de forma parecida a como se me captó a mí, a través de un discípulo que se había hecho amigo suyo en el aula del colegio, se transformaban: todo eran sonrisas y buenas caras. Quizá el que aparecía nuevo no lo notara, pero los que convivíamos con ellos, veíamos su esfuerzo por disimular la amargura que llevaban por dentro. Creíamos que Dios les había enviado esa enfermedad para purificarse pero que, en el fondo, eran débiles y no estaban a la altura de La Firma.
»Nuestro centro se componía de dos casas, cada una con su puerta, cada una con distinta cerradura. En una «asa vivían los hombres y en la otra las mujeres. El director custodiaba una llave, y otra, diferente, la directora de las mujeres. Las puertas de comunicación debían estar siempre cerradas con dos llaves. Y, para abrirlas y cerrarlas, debían acudir siempre al menos dos personas.
» Todo se cerraba tan herméticamente en la parte de las mujeres que, si hubiera habido un incendio, no podrían haber salido por ningún sitio. Habrían muerto calcinadas y seguro que las habrían declarado mártires. Pero aún había más llaves, muchas cosas estaban bajo llave: el cuarto de maletas, la televisión (encerrada dentro de un armario), la entonces rudimentaria conexión a Internet, y las llaves del coche de aquellos privilegiados que, debido a su trabajo, tenían acceso a uno y que, por supuesto, siempre debían justificar adonde querían ir, para qué iban a usarlo.
»En el centro había dos plantas, el primer piso con el oratorio, cuarto de estar, salitas y despachos. A ese primer piso podían acudir agregados o invitados a las charlas, meditaciones o tertulias. En el segundo estaban las habitaciones de los discípulos. Ambos pisos estaban unidos por una escalera interior que hacía las veces de frontera. Nadie que no fuera discípulo podía acceder al segundo piso. Los discípulos colegiales (los que estábamos estudiando) dormíamos en dos habitaciones triples en un extremo de la segunda planta. «Las habitaciones nunca pueden ser dobles…, imagínate lo que podría pasar. O individuales o triples», me dijeron. Dice mucho de mi inocencia y de mi juventud el hecho de que no entendí lo que me estaban insinuando.
»Tengo que explicaros cuál era la función de las mujeres en el centro. Según nos decían, allí vivíamos como una familia numerosa y pobre. Sin embargo, teníamos criadas, discípulas auxiliares, pero jamás intercambiábamos palabra con ellas. Si necesitábamos que trajeran el agua, el pan o la sal, se lo pedíamos al director. El hacía sonar una campanilla y ellas acudían prontas y diligentes. No podíamos siquiera mirarlas a los ojos porque lo teníamos expresamente prohibido. Creo que en total había tres mujeres que limpiaban y cocinaban. Nos referíamos a ellas como a las chicas de la administración, en plural, porque a nivel individual era imposible, ya que no conocíamos siquiera sus nombres, pero cuando se caía un vaso o había cualquier tipo de incidente, se nos decía: «No limpiéis eso, que lo hagan las de la administración, que ¡para eso están!»Aquellas discípulas que dedicaban su vida a lavar, planchar, fregar y cocinar, por supuesto, no tenían contrato alguno ni cotizaban a la Seguridad Social. Estaban allí por entrega a Dios, es decir, por entrega a La Firma. Habían sido captadas de igual manera que nosotros, por su estatus social, con argumentos similares pero adaptados a sus circunstancias: Dios les pedía una vocación de servicio doméstico, algo impensable en alguien que esté en su sano juicio. Nosotros no hacíamos absolutamente nada, ellas se encargaban de todo, porque La Firma considera que los discípulos varones no deben realizar ninguna tarea propia del hogar. Según ellos, la mujer ha nacido para servir porque son las culpables de que los hombres pequen. Eva es el ejemplo: la manzana, la tentación, el pecado, la caída. Esta separación entre varones y hembras también es propia de las sectas y los sistemas totalitarios. Se aplica prácticamente siempre. Porque si controlas el sexo, controlas la mente.
»A esas mujeres prácticamente ni se las veía ni se las oía, pero sí que se las sentía. Se habría dicho que eran hadas que mágicamente pasaban por las habitaciones y las dejaban limpias al toque de una varita. Trabajaban de nueve a doce de la mañana en nuestras habitaciones, y en ese horario estaba tajantemente prohibido acceder a esa zona.
»¿Cómo conseguían ese efecto mágico? ¿Qué cantidad de pasillos, pasadizos, escaleras, túneles, etc., se requerían para que las muchachas de la administración llegaran a la zona de residentes varones sin ser vistas ni oídas? Me las imagino como ratas caminando entre paredes, escondidas, cargando los baldes, los trapos y las escobas para no cruzarse nunca con nosotros, no encuentro otra explicación. Ese tipo de diferencias suelen ser comunes en los grupos sectarios: a los ricos se los capta para que donen su dinero, y a los pobres para que donen su trabajo. Creo que en casa de Heidi también existía un sistema parecido. Por lo visto, gente rica como tu hermana accedía en calidad de estudiante y pagaba cuotas, y la gente que no podía pagar acababa limpiando o trabajando en el huerto.
– No lo sé, la verdad, cuando estuve allí no me dejaron pasar más allá del umbral -repuso Helena-, pero sí es cierto que vi a mucha gente rastrillando en el huerto. Y desde luego, te puedo asegurar que Cordelia había hecho muchas transferencias, pero que muchas, de dinero a Heidi.
– Y algo más que no sabéis -añadió Gabriel-: Cordelia había hecho testamento a favor de Heidi.
– ¿Qué?
– Richard me llamó, pero no quería decírtelo aún, Helena. El caso es que, tras lo ocurrido, el testamento puede ser fácilmente invalidado, desde el momento en que se puede probar que hay una más que razonable sospecha de que se escribiera bajo coacción.
– Lo dicho: los ricos aportan el dinero y los pobres el trabajo -dijo Helena-. Probablemente en casa de Heidi existía también un sistema parecido porque allí no había gente ajena a ella, eso seguro, y alguien debía ocuparse de las tareas domésticas, ¿no? No me imagino a Heidi cocinando o haciendo su cama…
– Probablemente, porque todos los grupos sectarios utilizan patrones similares. Y desde luego, utilizan el mismo patrón de control mental para conseguir la sumisión y la obediencia ciega de sus acólitos: controlan la conducta, controlan la información, controlan el pensamiento y controlan la emoción. Es importante que recordéis el sistema: conducta, información, pensamiento, emoción, porque sólo así entenderéis cómo pudieron conseguir que Cordelia y todos los demás siguieran a Heidi hasta la muerte, literalmente hablando. En síntesis, ése es el sistema de cualquier secta, sistema totalitario u orden religiosa.
»Empieza por el control de la conducta. Todas las sectas, todas, controlan qué ropa usan sus fieles, qué comida consumen, cuándo duermen, y qué trabajos, rituales y acciones realizan. Lo mismo ocurre en un sistema dictatorial, cuanto más cerrado sea el sistema, más intervendrá en la vida privada de sus dominados.
»En mi caso, de la noche a la mañana mi vida se convirtió en un papel pautado donde había algo que hacer a todas las horas del día, todos los días de la semana, todos los días del mes, todos los días del año. Sin descanso. Todo estaba reglado: horario de normas en familia, horario de comedor, horario de limpieza de la administración y horario de entrega de ropa para lavar, que aparecía planchada y limpia a los tres días exactos, encima de tu cama, como por arte de magia, como va os he dicho antes. Imposible encontrar siquiera un pliegue para esconderte en aquella corriente inmóvil, imposible respirar a tus anchas cuando vives bajo el yugo del vulgar agobio de la rutina diaria, como una muerte sin rostro, cada día abriéndose no como una posibilidad, sino como una arcada.
»Cada mañana nos levantábamos a las seis y media y nos dábamos una ducha fría porque se suponía que el agua fría templaría nuestro espíritu. A las siete, meditación en absoluto silencio o meditación con un sacerdote; siete y media, misa en una capilla privada que había en el centro, cuyo aspecto poco tenía que ver con el voto de pobreza que presuntamente habíamos hecho. El suelo y las paredes eran de mármol, el techo de madera y pátina de oro, los bancos y reclinatorios de madera noble y tapizados en cuero. Los refulgentes brillos de los cálices, de los sagrarios, de la pátina de oro, la atmósfera cargada del anhídrido carbónico de los fíeles allí apiñados, el aroma de las numerosas velas, y el hecho de que asistieras a esa misa en ayunas, todo te inducía a un estado de trance, de mareo.
A las ocho desayunábamos. Después yo iba a la universidad.
– Al menos salías de la casa, no como Cordelia.
– Pero se trataba de una universidad controlada por La Firma, con profesores de La Firma. Y además, de entre los veinte estudiantes de primer curso de filosofía, seis éramos discípulos. No fue casualidad que mi director espiritual me indujera a estudiar allí. Los discípulos teníamos prohibido hablar con nuestras compañeras mujeres, y cumplíamos ese voto, cada uno convertido en el vigilante del otro. Por las mañanas tenía las clases y, por la tarde, después de comer y de la tertulia, rezábamos el rosario, y me marchaba al centro de investigaciones de historia moderna y contemporánea de la universidad, donde trabajaba como secretario. Firmaba una nómina pero todo lo que ganaba iba directamente al centro en el que vivía porque ya me habían hecho firmar, junto a la rúbrica de otro discípulo al que no conocía, que mi sueldo recibido en el banco se reenviara a la cuenta del centro. Nunca vi un céntimo de mi salario. Después, hacia las siete o las ocho, regresaba al centro. Estaba muy cerca de la universidad, y no tenía problema con el trayecto. Tenía que hacer quince minutos de lectura espiritual y tres minutos de lectura del evangelio. Después hacía la oración de la tarde, otra media hora. A las nueve y media nos sentábamos a cenar. En la cena, al igual que en el almuerzo, se daba por supuesto que teníamos que comer todo lo que había en el plato, nos gustase o no. A las diez teníamos una tertulia con el director, luego nos íbamos al oratorio a hacer examen de conciencia antes de ir a dormir y, a continuación, a la cama. Todos los días eran idénticos. Menos los sábados. Los sábados la rutina variaba ligeramente. En lugar de ir a la universidad, nos encargaban más labores de apostolado. Es decir, debía acudir a un club de niños escolares regido por La Firma y asistir a charlas, meditaciones, confesión y demás, e intentar convencer a algún chico que ya tuviera catorce años para que escribiera la famosa carta de petición de admisión que yo escribí en su momento. Era un verdadero agobio, ya que se suponía que los discípulos debíamos funcionar como captadores, de ahí que fuera importante que tuviéramos buen aspecto y buen apellido. Esto quiere decir que yo no iba al club a hacer de monitor de chicos, sino con la única y explícitamente encomendada misión de conseguir que alguno de los adolescentes que allí iban se sintiera atraído por La Firma. Así pues, tenía que estar dándoles charlas al respecto constantemente, seduciéndoles en nombre del Amor Divino. También se me exhortaba a que en la facultad captara a otros chicos y los imitara a las meditaciones del centro. Algunos domingos teníamos un poco de tiempo libre por la mañana, que aprovechaba para ponerme al día con mis estudios y, por la tarde, si no había emisión de vídeo de recuerdos del fundador, volvía a disponer de unas horas libres (¡mis únicas horas libres a lo largo de toda la semana!), que yo empleaba en seguir estudiando porque durante la semana no sacaba suficiente tiempo para hacerlo. Sin embargo, aunque fuera domingo, a las diez y media nos íbamos a dormir y comenzaba de nuevo el tiempo de silencio.
»El tiempo de silencio, que abarcaba desde que nos íbamos a la cama hasta el día siguiente, después de la misa, se vivía todos los días de la semana, todos los días del mes, del año. No se debía hablar con nadie, a no ser que fuera una cuestión de vida o muerte. En vacaciones de Navidad o Semana Santa íbamos al curso de retiro, en el que debíamos guardar silencio durante una semana, en una casa perdida en medio del campo, y en verano, al curso anual que duraba veinticinco días. En cinco años no volví a pasar unas vacaciones en familia ni supe lo que era ir a la playa con los amigos.
»Lo que quiero que entendáis es que no tenía un minuto libre para mí, ni uno, no tenía siquiera un rato para tumbarme en la cama y mirar al techo, quiero que entendáis que durante los cinco años que estuve allí no hubo un día en el que durmiera más de seis horas y, sí, muchos en los que no dormí ni tres, porque una vez por semana tenía que acostarme en el suelo. Esto quiere decir que viví cinco años agotado física y mentalmente, y que en semejante estado me resultaba muy difícil, no ya rebelarme contra los métodos de La Firma, sino simplemente cuestionarlos.
»Por supuesto, controlaban cómo vestías. Esto también es típico de cualquier sistema de control. Por eso en los colegios y en los ejércitos hay uniformes, y en las órdenes religiosas hábitos, y en la dictadura de Mao Zedong se impuso un tipo de camisa. Uniformizar la indumentaria obliga a que te sientas parte de un todo, a que no te permitas recordar que eres un ser individual, que puedes ser tú mismo al margen del grupo. En La Firma las mujeres no podían usar pantalones hasta hace muy pocos años, y los hombres no pueden llevar vaqueros ni zapatillas deportivas en los actos en la capilla de la comunidad. Un discípulo lleva la típica ropa propia del estilo discípulo, que suelen ser pantalones de pinzas, en absoluto ajustados, camisas lisas o a rayas, mocasines en invierno y náuticos en verano, y las infaltables chaquetas o abrigos azules de lana. Eso sí, siempre eran prendas de marca, pese al presunto compromiso de pobreza, pues La Firma debía dar buena imagen. Pero debías llevar la ropa que te adjudicaban, ya fuera o no de tu gusto o tu estilo. Incluso hubo una época en la que todos usábamos la misma colonia: Atkinsons. ¿Por qué? Porque era la que le gustaba al padre fundador. En caso de que necesitaras, por ejemplo, unos zapatos, tenías que pedir el dinero al secretario y podías ir a comprártelos, eso sí, siempre acompañado de otro discípulo, a poder ser mayor que tú, o del subdirector, cuyo criterio debías respetar. En resumen, un uniforme. Una estética impuesta y aplanadora del gusto o el criterio. Existía un almacén, también llamado por algunos la recuperación, donde se guardaban todo tipo de objetos y prendas. Allí se custodiaban los regalos que los familiares hacían a los discípulos, porque se prohíbe cualquier tipo de regalo (aun del género más pequeño) entre los fíeles de La Firma.
– Ahora que lo pienso… Cordelia también cambió radicalmente su manera de vestir a partir de que empezó a visitar a Heidi. Cambió las camisetas y las minifaldas por unos blusones holgados, siempre oscuros, que parecían una especie de uniforme. Nunca pregunté dónde compraba aquellos trapos horribles.
– Supongo que también se los daban en la casa, como a nosotros. Pero no sólo te decían cómo debías vestir, sino también cómo debías moverte. Se nos decía que debíamos mantener siempre lo que se llamaba el buen tono. No podíamos cruzar los brazos, ni las piernas, ni poner los brazos detrás de la cabeza, ni mantener otra postura que no fuera erguida, ni comer la naranja sin cuchillo y tenedor, ni reír a carcajadas. En poco tiempo, tu forma de ser, tu estilo, lo que te hacía diferente de los demás, había desaparecido. Todos los discípulos vestíamos prácticamente igual, llevábamos el mismo corte de pelo, nos movíamos y hablábamos de manera casi idéntica, como autómatas… Podrías habernos confundido a unos con otros. No nos diferenciaba siquiera el corte de pelo, pues lo llevábamos casi todos corto y engominado, ni el de los ojos, pues teníamos todos un velo de cansancio en la mirada que apagaba el brillo individual…
– Sí, es como cuando ves a miembros del Hare Krishna en los aeropuertos, me sería difícil diferenciarlos a unos de otros… -comparó Gabriel.
– Exacto. Te juro que desde que dejé La Firma no he vuelto a sentarme con las piernas paralelas nunca más, las cruzo siempre, se ha convertido en un tic.
– Me fijé en ello la primera vez que te vi. Estabas sentado en el hall del hotel con una pierna cruzada sobre la otra…, dabas la impresión de ser un hombre muy seguro de ti mismo -dijo Helena.
– Creo que precisamente por eso La Firma no quería cjue adoptásemos esa postura, no quería que pareciéramos seguros, mucho menos que nos sintiésemos así. Yo, en cualquier caso, no podría haber comprado ropa. Como ya he dicho mi madre pagaba mi manutención y la matrícula de la universidad, y además entregaba mi nómina. Lo del dinero era muy complicado, a cada discípulo se nos exigía un impreso donde debíamos reflejar nuestros ingresos y gastos mensuales. Al final de año se hacía la suma y la diferencia entre ingresos y gastos totales, y se enviaba a la delegación, así que los directores estaban bien al corriente de si cada discípulo le salía o no rentable a La Firma. Te aseguro que si alguno no era rentable, le convencían de que se fuese si no solucionaba el déficit. Pero yo lo era. Muy rentable, porque heredaría. Tenían grandes esperanzas puestas en mí. En cuanto mi madre muriera, tendría un inmenso capital. Pero de eso hablaremos más tarde.
»Nada más llegar al centro me enseñaron a hacer esa cuenta de gastos. Yo ganaba, según mi nómina, sesenta mil pesetas de entonces. Firmaba la nómina pero nunca vi el dinero, iba directamente a la cuenta del centro, que controlaba el secretario. A mí me daban mil pesetas para gastos ordinarios semanales: autobús, objetos de higiene personal, un café… Pero tenía que justificar y anotar cada gasto. Imaginaos la vergüenza que pasaba cuando iba a comprar un cepillo de dientes y tenía que exigir un ticket de compra.
»Había un horario de caja a la semana para gastos ordinarios y extraordinarios. Los viernes, una hora antes de la cena, el secretario abría la caja, caja que se guardaba bajo doble llave, la llave de la caja y la llave del armario en el que se guardaba ésta. Las llaves las custodiaban una el director y otra el secretario, sólo ellos sabían dónde, y no podían llevarlas en el bolsillo, de forma que siempre se requerían dos personas para hacer cualquier movimiento económico.
– Supongo que estaba pensado así para impedir no sólo robos, sino también fugas, ¿no? Nadie se podría marchar de allí sin dinero.
– En parte creo que tienes razón, pero también puede que fuera sólo para que te sintieras controlado, un niño en manos de adultos. Se entregaba dinero para zapatos, dentista…; para libros, nunca. Ese tipo de gastos, que llamábamos extraordinarios, debían ser previamente consultados para que el director diese su visto bueno. En casos así, el secretario te entregaba una cantidad que debías justificar. Una vez realizado el gasto había que dar cuenta del coste de cada cosa y devolver lo que había sobrado. El control del dinero era exhaustivo, se anotaba hasta el último céntimo y había sido previamente aprobado. Y no sólo te controlaban el director y el secretario: lo peor era el control por parte de tus propios compañeros. Se nos animaba a que cada uno nos convirtiésemos en vigilantes de los demás. Para corregir a un compañero debíamos informar previamente al director y, si él aprobaba la queja, comunicarle nuestra crítica al presunto infractor en un aparte, sin nadie delante y sin que él tuviera derecho a réplica porque estaba prohibido que se defendiera, sólo debía callarse y dar las gracias. Las traiciones más mediocres crecían allí como la mala hierba a sus anchas en el interior de una fortaleza que íbamos amurallando entre todos. ¡Qué manera de fomentar el resquemor, los rencores, las envidias solapadas, las delaciones…!
– … la paranoia.
– Por supuesto, te vuelves paranoico. Hiciera lo que hiciese, las correcciones fraternas, como las llamaban, me llegaban por todos lados y por auténticas nimiedades: «Has llegado tarde a la oración esta mañana», «En la misa cabeceabas y te ha faltado sobriedad en la comida», «Te has reído durante el tiempo de silencio», «Has cruzado las piernas en la tertulia»… Y siempre efectuadas con la misma sonrisa, ni dulce ni cruel. La sonrisa estirada, que se congelaba a medida que pasaban los segundos, la sonrisa del justiciero, de la superioridad sin benevolencia, de la cortesía despreciativa. Así conseguían hacerte sentir a la vez vigilado e inútil, poca cosa, como si nunca estuvieras a la altura de la excelsa tarea que se te exigía. Pero sobre todo pensabas que siempre había alguien al acecho, vigilando, que siempre te seguían aquellas retinas reticentes, clandestinas y fijas. Se trata de otra maniobra típica: divide y vencerás. ¿Sabéis que en tiempos del nazismo existía la policía judía? En la Polonia rural, por ejemplo, eran los propios judíos los que acompañaban a los miembros de la Gestapo a la hora de localizar a otros judíos, bajo la falsa promesa de que, a cambio, ellos y sus familias conservarían la vida.
– ¿Eso es verdad?
– Tristemente, sí.
– Y evidentemente, esas promesas no se cumplían.
– No. Siempre habrá informadores y correctores, siempre se intentará que unos individuos se controlen a otros, para que todo el mundo se sienta vigilado y entonces sea muy complicado que se formen alianzas contra el poder establecido. En La Firma, sin ir más lejos, estabas constantemente supervisado y siempre había mil y un permisos que consultar en dirección: que si te comprabas un paraguas, que si te cortabas el pelo, que si hacías una corrección fraterna… Todo estaba prohibido, no podías ir en coche con una mujer, no podías ser padrino de boda o bautizo, no podías celebrar el cumpleaños de familiares, no podías pedir apuntes a compañeras de facultad, no podías hacer llamadas telefónicas de larga duración, no podías excusar tu asistencia a una charla aunque estuvieras enfermo si no tenías el visto bueno de tu director, no podías quedarte en la cama si la fiebre no era muy alta, no podías dejar restos de comida que te habías servido en el plato, no podías tener amistades particulares, no podías ser tan gracioso, no podías ser tan serio, no podías dormir sin pijama, no podías ir sin calcetines, no podías usar pantalón corto, no podías ir a misa sin chaqueta y corbata y sin afeitar, no podías echar una cabezadita por la tarde, no podías no tener sueño una noche, no podías leer ese libro, no podías elegir temas de la oración, no podías, no podías, no podías, no podías… Tenéis que entenderlo: acababas dudando de ti mismo, inexorablemente, porque la imposición de culpas de todo tipo y género, incluso en personas adultas, es un formidable mecanismo de dependencia psicológica, afectiva y espiritual. Es como si un niño sádico te estuviera manejando por control remoto con el único interés de acabar desgastándote. Y un día estás tan fuera de ti que haces cualquier cosa, cualquier cosa que te pidan. Ponerte un cilicio, por ejemplo.
– ¿Un cilicio?
– Sí, un cilicio.
– ¿Existen de verdad? Yo pensaba que se trataba de leyendas urbanas, de cuentos que la gente contaba para dar mala imagen de los ultracatólicos…
– Pues sí, un día, como a los tres meses de estar en la casa, mi director me sale con «¿Estás siendo generoso con la mortificación corporal?». Le dije que no entendía lo que me decía. Me pasó un cilicio y me enseñó a usarlo. Lo probé aquella misma tarde y a los veinte minutos me lo quité pensando que volverían a pasar meses hasta que volviera a salir el tema en la charla, pero no. Esa misma semana me preguntó. A eso siguió una conversación con argumentos por las dos partes. El mío era: «¿Qué sentido tiene esto?» La mortificación corporal, el daño físico, «nos evitan horas del purgatorio», decían. El argumento del director, si seguías preguntando, si no estabas de acuerdo con el razonamiento, era que no había que buscarle el sentido, que si yo había entregado mi vida a Dios y a La Firma, no debía cuestionar decisiones. A partir de ahí, dos horas diarias de autotortura.
– Pero ¿por qué obedecías?
– Te lo he explicado, porque estaba alienado, agotado, confuso, paranoico. Y ahora le veo perfectamente la utilidad al cilicio: se trata de otro mecanismo de control, de asegurarse la sumisión, de humillarte de tal manera como para que pierdas toda la autoestima, porque si no te valoras a ti mismo te parecerá normal que otros hagan contigo lo que a ellos les parezca.
»Al año y pico de estar en La Firma, el director me propuso otra mortificación corporal, la disciplina, un látigo de cuerda que termina en varias puntas. Se usa sólo los sábados. Entras al cuarto de baño, te bajas la ropa interior y, de rodillas, te azotas las nalgas durante el tiempo que tarda en rezarse una salve…
– Estoy a punto de vomitar, es realmente asqueroso.
– Lo sé, a mí me avergüenza todavía contarlo y, creedme, no se lo cuento a casi nadie. Pero, con todo, la mortificación no era lo más humillante de ese tipo de vida.
»Había humillaciones que no eran físicas y que te laceraban igualmente. Por ejemplo, yo, que había sido siempre un inmenso lector, sufría al no poder escoger mis lecturas. Los libros se guardaban bajo llave y el director decidía cuáles podías leer. Existía el Índice de Libros Prohibidos, algo que en la Iglesia fue tradición pero que abolió Pablo VI. La Firma no quiso seguir las indicaciones del pontífice, al que consideraban culpable de muchos males de la Iglesia debido a lo que ellos consideran las liberalidades del Concilio Vaticano II, y mantuvo el índice a nivel interno, e incluso lo aumentó bajo su propio criterio. No te digo más que tal era la paranoia de las lecturas prohibidas que, para leer Mafalda, había que consultar al director espiritual. ¿Por qué ese control? Porque la información es el combustible que usan nuestras mentes para trabajar adecuadamente. Si una persona no cuenta con la información que se requiere para hacer juicios correctos, será incapaz de hacerlos. Por eso, en el centro teníamos que pedir permiso para leer cualquier libro, artículo, periódico o revista. Uno de mis compañeros de la residencia, uno de los pocos que estudiaban medicina, no podía leer la mayoría de los libros de su programa de estudios. Decía que rezaba al Espíritu Santo para que le trasmitiese el conocimiento. El pobre, en tercer curso, empezó a desarrollar hábitos nerviosos, tenía tics, guiñaba los ojos y la boca. Y nosotros fingíamos que no veíamos nada. Tampoco podíamos ni siquiera ver televisión solos, sin otro discípulo al lado, pero la verdad, casi nunca lo hacíamos, porque apenas disponíamos de tiempo.
»Cualquier secta o sistema totalitario impide a los suyos informarse, leer y escribir sobre determinados temas, especialmente los que dan una versión distinta de la que ellos presentan como verdadera. Un hombre es esclavo -y a la vez ignorante de su esclavitud- cuando sólo puede ver los puntos de vista que le impone un tercero. Por eso, en el sur de Estados Unidos se prohibía por ley que los esclavos leyeran. Y, por la misma razón, en muchas culturas a las mujeres se les ha prohibido escribir y aún en gran parte del mundo sus familias no quieren que vayan a la escuela, porque las educan para ser criadas y esclavas de sus maridos. En el régimen nazi, en el franquista, en el estalinista, en la China de Mao…, en cualquier dictadura los periódicos y los libros se someten a una estricta censura y se queman o se destruyen los considerados perniciosos. Un libro prohibido te puede costar la libertad, precisamente porque te la ofrece, porque te abre una ventana al mundo. Y, por eso, en aquella casa, el director decidía lo que podías o no leer. Te permitían leer los evangelios, los libros publicados por La Firma y las recensiones de los necesarios para tus estudios, es decir, el comentario o crítica que otro de La Firma, que, con licencia para ello, había leído y enjuiciado, pero incluso si insistías en leer esos libros porque lo exigía tu profesor para aprobar la asignatura, habías de pedir permiso con antelación y la mayoría de las veces la respuesta era un no tajante. No leíamos periódicos o, si había alguno, que solía ser el ABC, ya se habían recortado las noticias o anuncios publicitarios que el director consideraba pecaminosos o perjudiciales. Y, evidentemente, no podíamos tener radio ni equipo de música en la habitación.
»Nosotros no podíamos leer lo que leían los demás… Y viceversa. Ninguna publicación de La Firma, exclusiva para los que ya eran discípulos, debía ser leída por ojos ajenos. Por la noche se contaban lo que llamábamos escritos internos para ser depositados luego bajo llave. Y, si faltaba alguno, todos arriba, fuera de la cama, a hacer memoria, a buscar el escrito desaparecido. ¡Nadie podía volver a acostarse hasta que apareciera! Podía leer en los ojos del director el pánico de que algún papel hubiera caído en las manos indebidas, que eran las de quienes no pertenecían a La Firma.
– ¿Por qué? ¿Nadie podía leer los papeles de la organización?
– No, ni las constituciones, ni los reglamentos ni las cartas del padre fundador ni nada por el estilo. Incluso muchos discípulos tampoco tenían acceso a ellos, desconocían de su existencia, y esos documentos especiales se guardaban bajo llave en la habitación del director. La Firma controla la información en ambos sentidos. Y, tal y como controlan la información, controlan el pensamiento.
– Eso es imposible. El pensamiento es el último reducto. Nadie puede entrar en tu cabeza, nadie puede pensar por ti.
– Sí, querida mía, sí se puede. Lo consiguen. Acabas como preso de un hechizo, como un ciego que ya no busca la luz que le robaron y se limita a tantear paredes en silencio. Sencillamente, sólo podías pensar en cosas de La Firma. Meditación, misa, recitación del rosario, oraciones en latín, lectura espiritual, examen de conciencia al final del día, confesión, confidencia fraternal con un director, el círculo o charla sobre una virtud… También había un día de retiro mensual y un curso anual, fuera de nuestro centro y de la ciudad. Nunca había tiempo libre, nunca. Y, cuando íbamos en el autobús o caminábamos en grupo, se nos animaba a rezar todos juntos el rosario u otras oraciones para que tuviéramos la mente entretenida. La cuestión es que no nos quedara tiempo para pensar ni, mucho menos, para conversar entre nosotros. Esto último estaba severamente prohibido, sólo podías hablar desahogadamente con quien estaba establecido por la dirección, con quien normalmente tenías poca o nula afinidad. Entre aquella gente mezquina y triste, no podías decir jamás yo sino nosotros.
»Nos suministraban el impreso de una hoja de normas con treinta y una columnas verticales (una para cada día del mes), cada columna dividida con sus correspondientes líneas horizontales, para ir anotando si habíamos cumplido o no cada una de las normas, los rezos o mortificaciones que debe vivir un discípulo. Por eso, en cuanto te saltabas un solo rezo y veías esa columna vacía te sentías tú mismo vacío, como el cauce de un río seco, y amargamente culpable: sentías que habías fallado a La Firma, como si hubieras cometido un pecado grave. Ahora lo pienso y veo las tonterías que hacía, pero entonces, creedme, estaba completamente entregado a la causa, hipnotizado, uncido al yugo de sus obligaciones.
»Aparte del impreso de normas que se debía rellenar, había un encargado de escribir un diario. Era un diario del centro que redactaba el discípulo al que se le designaba tal encargo pero, como la gente se iba o cambiaban de casa, no era difícil que te tocara escribirlo durante una temporada. Cuando me dieron ese encargo, muy pronto aprendí a escribir lo que mi director quería leer, y aprendí a callar parte importante de la verdad: el lado oscuro pero real… Jamás hablé de mis dudas secretas, de mis angustias ni de las que veía en los que me rodeaban, del miedo de haberme convertido en poco más que un cuerpo vacío, en una mera concha de caracol… No, sólo de la felicidad de estar en La Firma y de mi encendida entrega y de la de los demás a la causa. De una alegría enferma y envenenada, que nada tiene que ver con la alegría pura de los niños.
»Mentí a sabiendas, pero a sabiendas de que no engañaba a nadie. Ni al director, ni a mí mismo. Eso no importaba. Lo único importante es que quedaran los papeles bien guardados en los archivos, diciendo lo que tenían que decir. Ese diario lo leía el director, por supuesto, pero también lo leían y lo supervisaban otros, los de arriba. Y cuando acababa el cuaderno, no podía quedármelo. Lo archivaban y me daban otro en blanco.
– Rayco nos contó que Heidi también obligaba a sus acólitos a llevar un diario.
– No me extraña nada. Se trata de una práctica habitual en cualquier secta.
– Pero uno de sus discípulos escribió dos diarios, uno para Heidi y otro real. El real lo escondía debajo del colchón, la policía lo encontró y los ayudó mucho a reconstruir los últimos chas en casa de Heidi.
– Sí, alguna vez llegué a pensar en escribir otro cuaderno, pero en aquel centro había demasiado control, y ningún lugar para esconderlo. Además, no sólo el cuaderno servía de instrumento de control. Estaba la confesión, sin ir más lejos. Un día el director del centro me llamó a su despacho para reprenderme porque yo, en mi tiempo libre del domingo, había ido a una feria del libro y había estado hojeando libros prohibidos por La Firma, El capital de Marx entre ellos. Me dijo que se trataba de un acto gravísimo. Me quedé atónito, porque eso yo sólo se lo había contado al sacerdote que me confesaba. Estupefacto, en la siguiente confesión le planteé esta cuestión al cura. Y, sí, me admitió tranquilamente que se lo había contado al director. «¿Ha violado el secreto de confesión?», pregunté escandalizado. «No, en realidad, no», respondió él. Y me explicó por qué. Veréis, siempre había que confesarse con el sacerdote de La Firma asignado bajo amenaza de expulsión. No te permitían la confesión con ningún otro. Pero la confesión propiamente dicha era muy breve, en seguida recibías la absolución. Ya continuación el sacerdote empezaba a hacerte preguntas. Para La Firma, esas preguntas y respuestas ya no forman parte del secreto confesional. Pero hasta entonces, yo daba por hecho que sí, porque nadie me había explicado la diferencia. Es decir, que todo lo que había revelado durante los tres años que llevaba en aquel centro, creyendo que me amparaba el secreto de confesión, todas mis inquietudes más íntimas y profundas, se divulgaban. Desde entonces, aprendí a mentir, no me quedó más remedio. No en la confesión, sino en la charla posterior. No hablaba de mis dudas, ni de lo mucho que echaba de menos a mi madre, ni de las mentiras que contaba en los diarios. Sólo decía lo que querían escuchar: que me arrepentía de no haberme mortificado absteniéndome de tomar postre o de no haber sido más amable con un compañero, cosas así. Tonterías, en realidad. Mentiras que zumbaban en el vacío como los moscardones ante un vidrio. Como si tuviera seis años. Fue una hazaña heroica la de no ser sincero, porque mentía con la conciencia de que esos engaños salvaban mi integridad. La mentira, en realidad, fue un túnel, por donde permití cruzar a la verdad.
»A partir de entonces el director del centro y mi confesor ya no guardaban siquiera las apariencias. Si yo contaba al sacerdote, por ejemplo, que echaba mucho de menos a mi madre, ya sabía que pocos días después el director me aleccionaría sobre las diferencias entre la verdadera familia, La Firma, y la familia de sangre, la biológica.
»El confesor me preguntaba a menudo si yo tenía pensamientos impuros, y cuáles eran y con quién. Si albergaba deseos sexuales, si me masturbaba, cómo lo hacía, cada cuánto tiempo, en qué pensaba mientras lo hacía, cuánto tardaba en conseguir placer. Las preguntas eran tan precisas que sospecho que el director extraía algún placer perverso de las respuestas. Yo al principio decía que jamás pensaba en eso. Y era la pura verdad. Estaba tan cansado que había perdido por completo la libido. Pero el cura no me creía, así que me inventaba fantasías muy edulcoradas. Y le aseguraba que no me masturbaba, que sólo tenía sueños eróticos y poluciones nocturnas. Me daba asco contarle cosas tan privadas a aquel señor, mucho más sabiendo que luego las divulgaría, pero muchos de mis compañeros eran más ingenuos que yo, confiaban y lo contaban todo.
– Sí, a mí de pequeña me pasó una cosa así. Iba a un colegio de monjas y también el confesor nos hacía preguntas de ese tipo. Lo peor es que yo ni siquiera entendía lo que me preguntaba. Me decía «¿Te tocas?», y yo le decía «Pues no sé, a veces, al ducharme, con la esponja…», porque no entendía ni lo que me preguntaba. Supongo que el confesor debió de pensar que me masturbaba en la ducha, cosa que yo no hacía… ¡Si tenía once años!
Gabriel intentó desechar, como una mosca que se aparta a manotazos, la imagen que aquella frase había conjurado: la de Helena masturbándose en la ducha.
– Sí, es el problema de la confesión. Como te toque un confesor poco capacitado, se puede convertir en una tortura.
– Pero ¿tú todavía te confiesas?
– A veces. Lógicamente, al salir de La Firma tuve una gran crisis espiritual, pero sigo siendo creyente. Voy a misa, y me confieso, sí. Pero no con sacerdotes de La Firma, desde luego. Ya os hablaré de eso más adelante, porque no quiero perder el hilo del relato.
»Verás, te he hablado de tres métodos de control: control de conducta, de información y de pensamiento. Falta el cuarto, que quizá sea el más efectivo: el control emocional. Toda secta intenta manipular y limitar la amplitud de los sentimientos de una persona. Es decir, no te dejan albergar sentimientos por nadie que no sea el líder de la secta. La Firma es posesiva como la más insegura de las novias, y tan celosa como la peor de las guardianas, y se comporta en ese sentido con un furor obsesivo y demente.
»A nosotros no nos dejaban conservar fotografías de nuestros familiares, mucho menos tenerlas en la habitación. Pero, eso sí, había retratos y fotografías del padre fundador por toda la casa. Y también… de su padre, de su madre, de su hermana.
– ¿De su familia?
– Sí, por todos lados, ¡pero nosotros no podíamos conservar fotos de lo que ellos llamaban nuestra familia de sangre, porque se consideraba que nuestra verdadera familia era La Firma! Y tampoco nos dejaban mantener mucho contacto con ellos. Las cartas que recibíamos llegaban abiertas, era la norma, el responsable del centro leía de antemano el correo recibido por los discípulos. Más tarde me enteré de que dicha práctica estaba expresamente prohibida por el Código de Derecho Canónico, además de estarlo, por supuesto, por el Código Penal. Respecto a las que nosotros escribíamos, debían pasar antes por la censura de nuestro director. El teléfono estaba instalado en lugares donde solía haber más discípulos, el cuarto de estar, por ejemplo, y ahí no podía haber ningún tipo de intimidad porque alguien podía escucharte y contárselo al director. Aun así, no me dejaban llamar más que una vez por semana, y con el tiempo restringido. Si nuestros familiares nos llamaban, solían decirles que no podíamos ponernos al teléfono hasta que simplemente se hartaban de hacerlo. El teléfono, por cierto, estaba bajo llave. Alguna vez intenté llamar a mi familia un domingo desde una cabina telefónica, pero como tenía que justificar absolutamente cada peseta gastada y las conferencias salían muy caras, casi no pude hablar.
»No se nos permitía tener amistades particulares. Yo, al principio, desarrollé cierta afinidad (conste que digo afinidad, no amistad) con otro de los discípulos. Cuando él se marchó a uno de los retiros mensuales, todos los discípulos, reunidos, le recibimos al llegar..Al saludarle, le abracé. Al día siguiente me cayó una corrección fraterna. «Aquí no nos abrazamos», me recordaron. Y era así. Allí no eran lícitos ni los abrazos ni los besos. Ni cogernos de la mano ni ninguna otra manifestación física de cariño.
»El director me llamó poco después y me citó una frase de nuestro padre fundador que él repetía a menudo: «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas.» Con esa frase entendí que debía cesar la intensidad de mi trato con aquel amigo. Hasta entonces, nosotros dos íbamos y volvíamos juntos a la facultad, y lo mismo hacíamos al marcharnos. Pero el director me explicó que Dios nos lo pedía todo, y dentro de ese todo estaban los amigos cuando pasan a ser nuestros hermanos en La Firma, momento en el que teníamos que cortar nuestro trato con ellos. También me aclaró que entre los de La Firma no podía haber lo que él calificaba de amistades particulares, por lo que las cosas íntimas las podía tratar sólo con el director, con nadie más. A partir de entonces, nosotros dos íbamos y veníamos a la facultad a la misma hora, pero o bien lo hacíamos acompañados por otro discípulo o bien sin hablarnos en absoluto, como si no nos conociéramos, porque habíamos asumido y aceptado, por el compromiso de obediencia a los directores, que no podíamos tener amistad. Yo estaba deshecho, pero simultáneamente le pedía perdón a Dios por ser tan poco generoso con Él al resistirme a entregarle esa amistad.
»A los tres años de estar en la casa, el marido de mi madre (mi padrastro, debería decir, pero siempre me he referido a él como a mi tío) enfermó gravemente. Para poder visitarle en el hospital, en Madrid, debía pedir permiso. Me lo negaron. Cuando la cosa se agravó hasta un punto crítico me concedieron que hiciera un viaje relámpago a Madrid. No me permitieron dormir siquiera en la casa de mi madre, sino que tuve que dormir en un centro de La Firma en la capital. Regresaba allí en una tarde gris y me parecía que las nubes formaban extraños mapas de imposibles países con los que yo, prisionero como estaba, ya no podía siquiera permitirme soñar. Me abrieron la puerta, saludé al portero, yo subía la escalera triste y torvo, con un nudo que me apretaba en la garganta para cerrarle el paso al llanto… Me topé de frente con el subdirector, que empezó a recriminarme porque había llegado diez minutos más tarde de la hora de la cena.
– Menudo hijo de puta.
– Gabriel, no hables así.
– Gabriel tiene razón, era un hijo de puta. Ese detalle me hizo abrir mucho los ojos. Quería irme. Deseaba irme de allí prácticamente desde que entré, pero no reunía el valor para hacerlo. Me crié sobreprotegido y me habían educado para respetar a las figuras de la autoridad, a los que sabían más que yo. Además, en mi grupo eran todos muy buenos estudiantes, algunos estudiaban dos carreras a la vez con excelentes calificaciones. Y esos chicos no hablaban de irse. Y yo pensaba «en algo debo de estar equivocándome, el que falla soy yo, no La Firma».
»Para quien no haya estado atrapado es muy difícil entender por qué resulta tan complicado marcharse, incluso cuando uno no está encerrado bajo llaves ni candados, cuando, en teoría, podrías, simplemente, abrir la puerta e irte. De la misma manera que nadie entiende por qué tantas mujeres maltratadas no denuncian nunca, y aguantan en silencio su calvario hasta el día final en que su marido las asesina. Los miembros de sectas se sienten así porque nadie dice nada, porque nadie puede hablar. El que lo hace se siente solo, y equivocado.
»Además, yo estaba agotado, como un minero atrapado que ha perdido la lámpara y sólo confía en racionar el aire, en moverse lo mínimo, para poder sobrevivir. En principio se suponía que debíamos dormir seis horas, pero dado que se esperaba de nosotros las mejores calificaciones y que allí la mayoría compaginaba, como yo, su carrera con un trabajo para La Firma y estaba además yo inmerso en labores de captación y obligado a una constante asistencia a meditaciones, círculos, charlas y tertulias, en época de exámenes casi todos nos quedábamos estudiando por las noches, previa consulta para solicitar permiso, por supuesto, y bajo control de un discípulo mayor. Podíamos pasarnos un mes entero durmiendo entre tres y cuatro horas diarias. Entendedlo: después de varios años de jornadas laborales de dieciséis a veinte horas, siete días por semana, sin vacaciones ni tiempo libre, ni diversiones, ni pasatiempos, se vive en un mundo brumoso. Resulta difícil pensar con lógica.
»Cuando no se puede pensar, cuando uno siente que apenas sobrevive cada día, no piensa en salir o en rebelarse, sólo en dormir. Uno sigue y sigue y sigue, como un muñeco de cuerda, sin más voluntad ni propósito que el de seguir avanzando en círculos. Y uno se encuentra increíblemente perdido pero no tiene el hilo para salir del laberinto. Yo flotaba como en una noche perpetua, como si se me hubiera confundido el curso del tiempo en una red de tinieblas incansables, y todo cuanto deseaba era concluir el día, descansar un poco.
»Otra razón por la que me quedaba era que no tenía dónde volver, ¿adónde regresar cuando te has escapado como un gato nocturno, como un pájaro que huye entre las ramas? En La Firma, el punto de partida era el olvido, a través de aquellas reglas dementes que promovían el abandono y asesinaban la esperanza. Yo entendía muy bien que el pasado no volvía y que ya no sería nunca más el que fui. Era como un surco vacío, un aliento mudo, un río seco. Ya mí me devoraba la nostalgia de los lugares y los afectos perdidos, por más que sabía bien que no serían como los recordaba, porque la nostalgia no es más que una mentira. En casi todos los grupos, en el curso del tiempo, uno rompe con el propio pasado. Ya no ve a la familia ni a los amigos. En muchos casos, ya no se tiene contacto con el mundo exterior. Yo con mi madre apenas hablaba, más allá de una llamada cortísima e intervenida por semana y de un cruce aséptico de cartas impersonales. Ya os he explicado que en La Firma se insiste mucho en que hay que cortar los lazos con los que ellos llaman la familia de sangre porque si no se incumplen los compromisos para con la organización, que se convierte en la verdadera familia. El que entraba en La Firma, por ejemplo, se comprometía a no asistir a bodas o bautizos y no podía ser padrino de ningún niño, porque eso habría supuesto adquirir un vínculo fuera de la familia espiritual.
– Lo veo tan claro… Desde que Cordelia entró en la casa de Heidi, no volví a saber de ella, ni siquiera una llamada.
– Da por hecho que le insistieron para que cortara todo contacto contigo. Siempre lo hacen. Y, como no tienes amigos ni familia, el universo entero pasa a ser el grupo. Después de vivir en un ambiente donde todos piensan y actúan de la misma manera, se reduce la perspectiva y se atrofia la capacidad para comunicarse. Yo, por ejemplo, pensaba a menudo en marcharme, pero ¿adónde iría?, ¿qué haría?, ¿quién me aceptaría? Mi vida había quedado limitada entre dos signos de paréntesis que sólo contenían a La Firma. No tenía amigos, no sabía realizar la más mínima tarea doméstica, no había trabajado nunca fuera del entorno de La Firma… ¿Iba a salir solo a enfrentarme a la corriente, al oleaje, en una balsa medio hundida? Quieras que no, durante esos años me habían ido convenciendo de que quien se marchaba no era feliz fuera porque arrastraba la carga de la deserción, de la infidelidad, de la traición…, y yo pensaba que no podría sobrevivir en un mundo que, sin el cobijo de La Firma, se me volvería hostil y desconocido.
»Me había entregado a La Firma, había invertido en ella mi adolescencia y mi juventud, no podía dejarla así como así. Me abrumaban la vergüenza y la culpa. «La gente honorable y decente -solía decir mi madre- no abandona con facilidad los compromisos.» Y, para colmo, en muchos sentidos, yo no era un adulto, no sabía valerme por mí mismo, nadie me había enseñado, toda mi vida estaba reglada por las decisiones de otros, no había un solo minuto de mi vida, ni una parcela mínima de mi tiempo, en la que me desenvolviera como autónomo. Bajo la poderosa combinación de fe, lealtad, dependencia, culpa, miedo, cansancio, presión de los pares y falta de información en la que vivía, todo pensamiento de acción independiente me parecía impensable. Había asumido mi condena y mi cárcel como parte de mi destino, no buscaba ni limas ni llaves ni túneles ni planes de salida, sólo dejaba el tiempo pasar e intentaba pensar lo menos posible en que allá fuera, más allá de mi cárcel, había vida, alegría, amor, placer.
»Pero aquello era como una fiebre que no remitía. Poco a poco empecé a cometer pequeños actos de rebelión. Una rebelión ínfima de pensamientos peregrinos, de tonterías que os sonarán infantiles pero que para mí resultaban grandes proezas. Porque, cuanto más se torcían mis pasos, más sentía yo que avanzaba por el único camino posible. Dejé de ponerme el cilicio, por ejemplo, y por supuesto mentía y decía que lo utilizaba sin saber entonces como sé ahora, una vez he salido, que semejante mentira era práctica común. En La Firma no se merienda los sábados, pero yo me compraba una palmera de chocolate a la salida de la facultad, la escondía en la cartera, y luego la engullía en el cuarto de baño, no porque tuviera hambre en realidad, sino sólo porque no me permitían hacerlo. Otras veces me iba a El Corte Inglés, escogía cuatro o cinco pantalones vaqueros, me iba al probador, me calzaba un pantalón tras otro y me miraba al espejo durante largo rato, disfrutando de aquella imagen que sentía tan mía: aquel chico del espejo, en jeans, era mi verdadero yo.
»Lo que sí era verdad es que desaparecía gente y más gente. Y cada vez entraban menos. A las clases de filosofía del primer año asistíamos veinte alumnos. En segundo, diez. En tercero, cinco… Pero yo me crecía. «¡Soy de los buenos! -me decía-, ¡me mantengo en la barca!» Es cierto que la escasez de alumnos de filosofía en la última década en la universidad ha sido notable. Cuando yo me fui, no creo que llegaran a cinco los alumnos matriculados en primer curso. Era lo lógico, los alumnos se ahogaban. La filosofía sin libertad carece de sentido.
»Con el paso del tiempo comencé a vivir dos vidas: una real, mi vida como discípulo en un centro, y otra ilusoria, donde me veía fuera de aquel mundo: el hombre imaginario que yo era, libre y feliz. Y viajaba, y amaba, y sentía…, y subsistía alimentándome de sueños. En alguna charla con mi director decía lo que sentía, que aquello me venía grande, que no quería seguir, que La Firma no era para mí, pero la única respuesta que obtenía siempre era la misma: «Si te vas, prepárate, porque a un discípulo que se fue a la semana lo atropello un autobús, otro que se casó con una discípula muy mona falleció de un ataque fulminante y quedó viudo, y a otro se le paró el corazón cuando compraba El Pais en el quiosco. A otro lo encontraron con la cara comida por los gusanos dentro de un plato de sopa a la semana de morir de un infarto, solo, en la habitación de la casa en la que vivía.» Dios, se me repetía, no perdona a los traidores.
»Suenan a historias infantiles, que es lo que eran; cuentos de viejas. Y dice mucho de mi condición infantilizada el hecho de que yo las creyera. «Estás pasando una mala temporada, todo se arreglará. Hay mucha gente rezando por ti, para que sigas adelante», me decía mi director. «La vocación es para siempre; si la abandonas, no serás feliz. Si la abandonas, te condenarás», me decía mi director. «Si no has sido fiel a tu vocación, tampoco serás fiel a un amor humano», me decía mi director. «La fidelidad de muchos depende de tu fidelidad», me decía mi director. «Dejar La Firma no arreglará tus problemas, te los llevarás completos», me decía mi director. «Quien pone su mano en el arado y mira atrás no es apto para el reino de Dios», me decía mi director. «Si luchas y te dejas ayudar, la luz volverá a tus ojos», me decía mi director. «El tesoro más grande que Dios te ha dado es el de la vocación», me decía mi director… Esas ideas, repetidas una y otra vez, las escuchaba no sólo de boca de mi director, sino también en círculos, retiros, meditaciones, lecturas y charlas. Y, como yo amaba a Dios, me comía una angustia desgarradora y constante, fruto de la contradicción entre el deseo de marcharme y el temor a cometer un gravísimo error. Pero un día el director que tanto pontificaba y que tantas frases tenía a mano cruzó la raya: me dijo que, al dudar de mi vocación, había incurrido en un pecado mortal. Establecer a la ligera que determinada acción no contenida en los mandamientos ni en el catecismo de la doctrina cristiana constituye un pecado mortal es crear mandamientos que jamás ha puesto la Santa Madre Iglesia. Y así se lo dije: el hombre imaginario se había materializado. El borrego sumiso quería abandonar el rebaño.
»A partir de ese día me asignaron un guardaespaldas. Los domingos había un discípulo que me seguía a todas partes y, si yo decidía salir, él salía conmigo. Y se acabó lo de probarme vaqueros en El Corte Inglés. Yo avanzaba por terreno minado y resultaba inútil que tratara de asegurar cada uno de mis pasos, que extremara la prudencia, que me mostrara evasivo o fingiera indiferencia, y absurdo que mintiera para ocultar faltas, porque siempre acababa por hacer una pregunta de más o por dar una respuesta inapropiada. Metía la pata, y ese error en seguida hacía saltar una mina.
»Todo mi dolor, de noche, se deshacía en llanto. Era un llanto amargo, con aridez de fiebre. Mis compañeros, que por fuerza oían los sollozos, no me decían nada, porque debían respetar escrupulosamente el tiempo de silencio. Pero al día siguiente me caía ineludible una corrección fraterna. Eso de llorar era «mal espíritu», «buscarse a uno mismo», «dar mal ambiente», o «causar un mal cierto a Dios»…
»Y me llevaron al psiquiatra. Porque he olvidado decir que un discípulo no podía ir al médico solo, sino siempre acompañado por otro discípulo, ya fuese al dentista, al oculista o al alergólogo. Y siempre debías acudir a un médico de La Firma. Así que primero entraba yo solo a la consulta de aquel señor psiquiatra, luego, solía entrar el discípulo que me acompañaba y el psiquiatra comentaba con los dos… y, en alguna ocasión, entró mi compañero, sin mí. Las consultas con aquel señor no diferían mucho de las charlas que yo mantenía con el director. Básicamente yo decía que quería marcharme y él me insistía en que debía perseverar, y no hacía sino culpabilizarme de mi propia depresión, achacándola a la falta de generosidad, a un conflicto personal. Me pedía una mayor entrega, un mayor olvido de mí mismo, y me aconsejó, por lo menos en una ocasión, que leyera y meditara cartas del padre como terapia. Me recetó pastillas para dormir y ansiolíticos para la vigilia. A partir de entonces muchísimos días no me acordaba al despertar de cómo y cuándo me había acostado el día anterior, porque me iba a la cama absolutamente drogado, en una nube química.
»El material del botiquín estaba cerrado con doble llave: la del botiquín y la del armario en el que se guardaba. Recuerdo que una vez me dio un cólico muy fuerte y tuve que ir a pedir, doblado de dolor y a tientas, que, por favor, buscaran las llaves y abriesen cerrojos. Me cayó una reprimenda horrible por haber roto el tiempo de silencio y luego me pareció que pasaban horas mientras el director decidía sobre la conveniencia o no de administrarme un simple antidiarreico. Desde que me empezaron a medicar comprendí el porqué de tanto misterio: porque en los armarios había droga suficiente como para abastecer a un ejército, porque casi todos los discípulos estábamos medicados. Las cuentas de farmacia de nuestro centro eran astronómicas. Se encargaban los medicamentos a un establecimiento cuyos propietarios eran de La Firma, y que semanalmente enviaban a una chica con el pedido al centro. Uno de los discípulos era el encargado de administrar píldoras de todos los tamaños y colores, y hacía un recorrido nocturno por las habitaciones para depositar en mano de cada uno la dosis correspondiente al día. Hasta que me medicaron a mí yo no había entendido el porqué de ese ritual, y tampoco había preguntado, porque allí no se preguntaba nada. Uno aprendía la mansedumbre solícita, a lamer las paredes que lo tenían preso, a no intentar buscar la luz que le habían robado, a avanzar a tientas y en silencio, y a dar por bueno todo lo que veía.
»No sabía qué sería de mí ni cuál sería mi futuro. Participar en las tertulias me suponía una verdadera tortura, por eso estaba callado todo el tiempo. Hasta que un compañero me hizo una corrección fraterna: «Quería decirte que deberías sonreír más e intervenir en las tertulias y en las charlas, que tu silencio no es de buen espíritu.» Me quedé sin palabras, no por quien me había hecho la corrección, sino por quien la había autorizado: el propio director, que sabía perfectamente el tipo de medicación que tomaba y el calvario por el que estaba atravesando.
»Así que allí estaba yo, tragando doce pastillas diarias, deprimido, enfermo, solo, dolido, avergonzado, débil, frustrado, desvalido, impotente, martirizado, ansioso…, víctima, en definitiva, y sin ser capaz de dar el paso al frente necesario. Llevaba casi cinco años incomunicado de mi familia, de mi ciudad de origen y, lo que es peor, incomunicado de mí mismo. Encenagado en un pozo de confusión, de sentir el mal mezclado con el bien, de ser incapaz de identificar la procedencia o la razón de unos aguijones que se me clavaban en el alma, de presentir que algo o acaso todo andaba mal, muy mal, en mí y en el mundo, o al menos en el mundo que me rodeaba, y por debajo de todo aquello, mucho más hondo, aunque ni yo mismo lo hubiera detectado todavía, un turbio y maloliente, avasallador, sentimiento de asco que sentía crecer y crecer, amenazando con romper las paredes de aquel pozo y desbordar y arrollarlo todo a su paso, y precipitarme a mí en lo más revuelto y proceloso de la corriente.
» Y podría haberme quedado mucho tiempo si no hubiera intervenido el marido de mi madre. Yo iba a cumplir veintitrés años y llegaba el momento de que jurara lo que ellos llaman La Fidelidad, la incorporación perpetua a La Firma. En ese caso hay que hacer entrega de todos los bienes patrimoniales. También hay que testar a favor de un miembro de la fundación. Normalmente de ese trámite se encarga un notario que también sea discípulo y, por lógica, no se avisa previamente a los familiares de quien testa. La Firma protege sus bienes a través de un sinfín de vericuetos fiscales y contables, evidentemente diseñados para evadir impuestos. La Firma no tiene bienes, algunos de sus miembros sí. Esos miembros a favor de los cuales se testa suelen ser discípulos muy mayores que han demostrado ser de total confianza para ellos.
»Pero mi tío, el marido de mi madre, ya había conocido a personas que habían estado en La Firma y que habían perdido todos sus bienes, y sabía bien que es imposible recuperarlos una vez has salido de allí porque, según se recoge en las constituciones, la salida o el cese llevan aparejado el cese de los derechos y deberes mutuos, y en ningún caso se devuelven los bienes o el dinero entregados durante la pertenencia a la fundación. Esas personas le habían contado a mi tío que en los centros se intervenía el correo y las llamadas (creo que tampoco hacía falta que se lo contasen, pues resultaba evidente), así que para poder hablar conmigo no se le ocurrió nada mejor que fingir que a mi madre la habían internado y que se encontraba entre la vida y la muerte. Llamó al centro, habló con el director y debió de interpretar una escena digna de un Oscar, porque el director accedió a concederme el permiso para ir a visitar a mi madre urgentemente a Madrid.
»No me permitieron viajar solo, por supuesto, un discípulo me acompañó. En la recepción del hospital me esperaba mi tío, presuntamente para acompañarme a la habitación de mi madre. El discípulo insistía en ir conmigo, pero mi tío le disuadió. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar a planta, descubro que mi madre estaba perfectamente, pero que mi tío no había encontrado otra manera para que ellos dos pudieran hablar a solas conmigo sobre el patrimonio que yo iba a ceder. En él se incluía la antigua casa familiar de mi padre, que yo había heredado, y de la que mi madre disfrutaba en usufructo. Mi madre no quería que pasara a ser propiedad de La Firma. De hecho, la mayoría de los edificios de los centros de la organización pertenecieron antes a familias adineradas. Mi madre y mi tío habían venido a pedirme que le cediera la casa a ella antes de testar. En aquella casa habían vivido mis padres, allí había nacido yo, estaba llena de recuerdos familiares, imborrables como cicatrices, impresos a fuego vivo en la memoria… Las mismas paredes le recordaban a mi madre que una vez fue feliz, que yo también lo fui, que lo fuimos los tres. Y ese motivo movió mi corazón, como el mismo cariño que nos habíamos tenido, que se había quedado adherido a las paredes de aquella casa que querían que cediera, impreso en la cal para que pudiéramos tener la certeza de que alguna vez fuimos familia. No familia de sangre, como decían en La Firma, sino familia de amor. Cuando me plantearon esa cuestión, empecé a llorar a sollozo partido. De repente sentí que me ahogaba, que no podía respirar, que me recorrían escalofríos por todo el cuerpo…, y empecé a sudar frío. El corazón se me desbocó y el pecho me dolía de tal manera que me doblé en dos, hasta tal punto que mi tío pensó que me había dado un ataque al corazón. Como estábamos en un hospital, llamaron a un enfermero. Me llevaron en camilla a la planta de urgencias, convencidos de que se trataba de un infarto. Resultó ser una crisis de ansiedad.
»Cuando le expliqué al médico que llevaba un mes durmiendo una media de cuatro horas diarias, el doctor me dijo que resultaba esencial que durmiera mucho. «Pues no se hable más -me dijo mi madre-, no regresas al centro y punto. Vienes a casa hasta que te mejores, me niego a que te juegues la salud o la vida.»«Pero no puedo hacer eso, mamá», le dije. Le expliqué que para abandonar se necesita la dispensa de los compromisos adquiridos, que dicha dispensa sólo podía ser concedida por el pastor de La Firma, que se solicitaba mediante una carta manuscrita del miembro dirigida al pastor explicándole los motivos, que el pastor tenía la facultad de aceptar o no la petición, y que no había un plazo prefijado para la respuesta. Que si el discípulo no había jurado aún la fidelidad, como era mi caso, debía esperar al menos hasta el 19 de marzo siguiente desde el día en que había enviado la carta, y no era libre para irse hasta esa fecha. Le repetí punto por punto la historia que me habían contado, pues yo creía sinceramente que no podía irme. «Eso no es cierto -me dijo mi tío-, y si hace falta llamo ahora mismo a un catedrático de derecho canónico que te lo confirme.» Mi tío tenía móvil, un aparato muy poco visto en aquella época, y empezó a llamar a todos sus contactos, gastándose, supongo, una millonada, ya que las llamadas eran carísimas entonces, hasta que, efectivamente, localizó a un sacerdote jesuita que me explicó que los discípulos de La Firma contraían un convenio civil, no canónico, y que ese convenio de cooperación duraba hasta que una de las partes decidía romperlo, con lo cual bastaba con que yo comunicara a mi director que rompía el acuerdo con la organización para que en ese mismo momento la relación contractual quedara disuelta, sin que para ello fuera precisa dispensa alguna por parte del pastor.
»Pero La Firma complicaba y retorcía este asunto hasta la saciedad convenciendo a sus discípulos de que era necesaria su dispensa para poder dejarlo. Y lo hacía ateniéndose al punto 387 del libro de cabecera de la organización: «El plano de santidad que nos pide el Señor está determinado por estos tres puntos: la santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza.» Por eso, mintiendo descaradamente con esa desvergüenza, que muy poco tiene de santa, te convencían de que no podías marcharte sin su permiso, para así poder aplicar a sus anchas esa coacción, que tampoco tiene de santa nada, durante el tiempo que tardara el pastor en concederte esa dispensa innecesaria; o durante el lapso de tiempo que mediaba desde que alguien se quería ir hasta el 19 de marzo siguiente, en el caso de no haber hecho la fidelidad todavía.
»Mi tío llamó al centro para comunicarles que no iba a volver. Yo, que estaba aún en la camilla, oía perfectamente los gritos de mi director, que exigía mi retorno inmediato con una furia desatada, de Gorgona. Mi tío mantuvo el temple y no le respondió, no perdió la calma, siguió hablando en un tono muy mesurado y le comunicó al director que obraba en su poder un certificado médico en el que se decía que era imprescindible que yo reposara, y que no creía que en el centro pudiera hacerlo. Después colgó. Entendí entonces muy claramente por qué mi madre se había enamorado de aquel tipo calvo bajito y feo, anodino en apariencia pero dotado de un temple de titán.
»Fuimos a casa de mi madre y me metí directamente en la cama. El doctor me había inyectado un tranquilizante. Dormí durante casi veinticuatro horas, un sueño largo, irresponsable, cándido, pues sufría una verdadera crisis de agotamiento. Por eso no me enteré de las constantes llamadas de todo tipo que se recibieron en casa de mi madre, hasta que mi tío descolgó el teléfono. Al día siguiente se presentaron dos sacerdotes de La Firma exigiendo hablar conmigo. Mi tío les informó de que estaba en la cama y que el médico me había prohibido recibir visitas. Yo, que efectivamente estaba tumbado en mi habitación, no me enteré, afortunadamente, de nada, ya que mi tío no les permitió entrar. Usó una excusa muy eficaz, dijo que mi madre se acababa de despertar, que estaba en casa todavía con el camisón y que no creía apropiado que los sacerdotes la vieran con una prenda tan poco recatada. Sabía que así les impediría entrar, pues los discípulos temen más a la sensualidad de la mujer que al propio fuego del infierno. Como mi tío temía futuras visitas, entró en mi habitación y me comunicó que nos íbamos, los tres. Y, efectivamente, nos fuimos, a una casa de campo que mi tío tenía en Galapagar. De camino paramos en El Corte Inglés para comprarme un pijama y algo de ropa porque no tenía nada, todo lo que podía llamar mío se había quedado en el centro. La casa de Galapagar no tenía teléfono, y mi tío pasaba a visitarnos cada dos días, pues debía trabajar. Así, no me enteré de las constantes llamadas que él recibía tanto en el móvil como en su oficina. Mi tío llegó a temer que los de La Firma le siguieran y descubrieran dónde me había escondido, pero no fue así, gracias a Dios.
»Pasamos allí más o menos un mes, hasta que hube ganado peso y confianza. Durante esos días mi madre estuvo a mi lado constantemente. Dábamos paseos por el campo y hablábamos mucho, de todo y de nada. De su infancia, de la mía, de mi padre. Aprendí a querer a mi madre con un amor sereno, igualitario, no con la dependencia del niño, sino con la admiración del adulto. Me enseñó a cocinar y veíamos películas todas las noches. A mí aquello me resultaba muy difícil. Durante cinco años no había visto un beso en una pantalla, no digamos ya una escena de desnudos o de sexo, porque en el centro censuraban previamente cualquier película que se viera allí. Todo me escandalizaba, pero poco a poco me fui acostumbrando.
»En cuanto volvimos a Madrid mi tío me llevó a ver a un psicólogo especialista en casos como el mío. Se trataba de un sacerdote jesuita, y por tanto podíamos hablar durante largas horas de religión. Me enseñó a darme cuenta de que uno podía abandonar La Firma y seguir perteneciendo sin problemas a la Iglesia católica, de que yo podía seguir siendo creyente y aun así ser contrario a los métodos de la organización. Me habló de numerosos teólogos y sacerdotes católicos que se habían enfrentado con ellos. Y, sobre todo, me enseñó a desembarazarme de la angustia, de la confusión, de la culpa, me enseñó a desconectar el punto candente de mis obligaciones para con los demás, me enseñó a avanzar hacia una meta en la que pudiera ser yo y no el juguete de otros, me enseñó a que en ninguna parte, y mucho menos en los evangelios ni en la Biblia, estaba escrito que debiera abandonarlo todo para seguir a Dios, que debiera renunciar a mi salud física o mental, o a mi propio dinero, que debiera olvidarme de mis intereses, de mi familia y de mí mismo. Me ayudó a atravesar de su mano la niebla emocional, a despejar la confusión y los autorreproches, a encontrar mi propio centro y a situarme en él… Pero eso no sucedió de la noche a la mañana. Durante un año, cada martes y cada jueves, manteníamos largas charlas, y durante un año, diariamente, escribía. De la misma manera que había llevado un diario en La Firma, ahora llevaba otro. Un diario sincero, que hablaba de mis progresos, de la cólera que quebraba toda mi felicidad posible, de las sensaciones rotas, de los sabores futuros, de la pena al desnudo, de los rincones polvorientos del alma que descubría y limpiaba de repente, de los progresos que iba haciendo de puntillas. Gracias a todo lo que escribí puedo contar la historia con tanta precisión ahora, con tanta calma, con tanta distancia.
»Me matriculé de nuevo en la universidad, esta vez en la Autónoma de Madrid, para hacer el doctorado. El Departamento de Historia Contemporánea depende allí de la Facultad de Filosofía y Letras. Hice talleres y cursos de posgrado. Obtuve, como siempre, calificaciones excelentes. Mis compañeros y mis profesores pensaban que era un chico muy tímido y, sabiendo como sabían que me había licenciado en filosofía en la famosa universidad de La Firma, probablemente imaginaban que de una manera u otra era simpatizante, lo que al principio, sospecho, les creó cierta desconfianza. Pero siempre me trataron bien. Dos años después ingresé en un grupo de investigación sobre historia cultural de la política. Seguía siendo un cerebrito y aún me costaba relacionarme con gente de mi edad, sobre todo con las chicas. Leía, leía y leía. Retenía datos en la mente intentando entender, establecer conexiones, buscando la clave recóndita, el hilo del laberinto, desandando los pasos en busca de la encrucijada exacta en la que me desvié del camino y erré la dirección hacia ninguna parte. Y en aquel regreso, los libros hacían de brújula y de guía.
»A los veintiséis años se me presentó la oportunidad de conseguir un lectorado en Oxford. Y ¿sabéis lo que me decidió a marcharme allí, por qué fui? Porque sabía que la capellanía católica de Oxford se había opuesto a la implantación de La Firma en Londres, que incluso el capellán había hecho llegar una advertencia a los estudiantes para que se mostrasen alertas ante posibles maniobras de reclutamiento de La Firma y se ofrecía para charlar al respecto con cualquier estudiante. Durante el año que estuve en Oxford mantuve una estrechísima relación con el capellán y también con muchos profesores católicos, y descubrí una manera de entender la religión que ya mi psicólogo me había indicado: menos artificial, menos impuesta, más auténtica. Con sencillez desnuda, de vuelo de pájaro, de pan y de sal. Con la limpieza necesaria para no sufrir innecesariamente ni hacer sufrir a los demás. Mi fe se mantenía erguida, a pesar de todos los vientos de duda que parecían a punto de derribarla.
»Regresé a España. Veintisiete años. Doctorado con premio extraordinario. Excelente curriculum. Tres idiomas (lo único que le agradezco a la universidad de La Firma es que allí aprendí alemán). Y, sin embargo, yo sentía que en el mundo real, fuera de la cómoda endogamia del sistema universitario, sería incapaz de desenvolverme. Me costaba hablar con mujeres, seguía siendo extraordinariamente tímido, envarado y formalista, carecía de amigos de mi edad, nunca me había emborrachado…
– Disculpa que te pregunte esto y, por supuesto, puedes no responderme, pero ¿habías mantenido alguna relación? Relación amorosa, quiero decir.
– No, nunca. Seguía siendo virgen, si es eso lo que me estás preguntando.
– Pero… ¿por qué? Si eres un hombre muy guapo, e imagino que serías un joven guapísimo…
A Gabriel apenas cinco días antes se le habrían llevado los diablos con semejante comentario. Ahora no le importaba.
– Supongo que te parece raro, pero allí, en Oxford, había mucho estudiante chino, pakistani, británico, pero de familia india… muchos que creían que debían casarse vírgenes o al menos aparentarlo. Así pues, yo no destacaba por eso. Te sorprendería saber cuántos estudiantes se mantienen célibes. Incluso en España, en los años cincuenta, mi situación no habría sorprendido a nadie. Verás, el caso es que, cuando hice la terapia con aquel psicólogo, él me explicó que la mayoría de los discípulos, en cuanto salen, buscan una pareja, y que los resultados suelen ser catastróficos a no ser que encuentren a alguien cercano a La Firma que pueda entenderlos. Tienes que pensar que ingresas muy joven en la organización, con apenas quince años, y que te mantienes como congelado, fuera del mundo, en una vitrina. Cuando yo salí, a los veintitrés, tenía la experiencia sentimental de un preadolescente, y un gran miedo a las mujeres, a las que casi no había tratado. Además, ya sabes lo que les dicen a los alcohólicos en rehabilitación: no pueden empezar una relación hasta que hayan pasado un año exacto sobrios, sin probar una gota. En realidad, tienes que haber aprendido a estar solo, a valorarte a ti mismo antes de iniciar una relación porque, de lo contrario, existe un enorme riesgo de que transfieras la dependencia que tenías del alcohol o de La Firma o de las drogas o lo de que fuera a la nueva relación amorosa.
»Eso lo entendí muy bien y, además, tampoco lo tenía muy fácil para conocer mujeres. En los cursos de doctorado o en los grupos de investigación había muchas, de hecho había más mujeres que hombres, pero todas tenían novio o estaban casadas. Y en Oxford la verdad es que me encerré mucho y apenas salía. Además, yo seguía siendo creyente, buscaba una mujer para casarme, no quería tener tina simple aventura sexual, pero por otra parte tenía verdadero pánico al matrimonio, a equivocarme en mi decisión y a acabar atado de por vida a alguien que no me conviniera, como me pasó con La Firma. En Oxford, salí con una chica coreana, católica. No sé si lo sabes, pero Corea del Sur es el tercer país católico de Asia, ha batido el récord de países en conversiones anuales al catolicismo. Y como suele suceder entre los nuevos conversos, se trata del catolicismo en su versión más estricta. Aquella chica era virgen y quería seguir siéndolo hasta el matrimonio. Yo me mentía a mí mismo y me decía que la respetaba. En el fondo había encontrado la excusa perfecta para esconder bajo una capa de respeto el miedo que tenía al sexo. O, mejor dicho, al fracaso, a no saber comportarme. Así que podría decir que había tenido una novia, pero mentiría. Se trataba simplemente de una amistad romántica. Además, no estaba enamorado de ella. En cualquier caso, aquello no podía durar mucho. Sé que esto resulta difícil de entender, pero cuando pasas tanto tiempo célibe no echas de menos el sexo, no sé por qué, pero de alguna manera desaparece la necesidad. «Deja la lujuria un mes y ella te deja tres», dicen. Pienso que yo, que siempre fui retraído, tras aquellos siete años secuestrado por La Firma (dos fuera de la casa y cinco y pico en ella), tras tantos años de recelos medrosos, condicionado para pensar que las mujeres eran peligrosas, no sabía, no podía acercarme a ellas con naturalidad, y mi propia cobardía me mantenía encerrado en mí mismo, acorazado en mis libros.
»Regresé a Madrid, como os decía, completamente perdido. Como una mariposa torpe y desorientada, no hacía más que estrellarme una y otra vez contra el cristal de mi propio miedo, que me impedía salir al mundo. Tenía claro que no quería seguir en la universidad, que aquélla había sido una fase de mi vida, pero que no iba con mi carácter. Me planteé buscar un trabajo, pero antes me dije que podía tomarme un tiempo de descanso. Por primera vez desde que ingresé en La Firma no me sentía impelido a llenar mi vida de ocupaciones, podía estar a solas conmigo mismo, sin trabajo, sin libros, sin rosarios, sin jaculatorias, sin horarios que cumplir ni obligaciones que satisfacer, simplemente no haciendo nada, disfrutando del placer de ser y estar. Decidí darme unos meses antes de ponerme a buscar trabajo en serio para darme la oportunidad de recuperar el tiempo perdido y hacer las cosas que no había hecho durante todos aquellos años. Por las mañanas me iba a cualquier exposición gratuita que hubiera en la ciudad, que hay muchas, os lo juro, y por las tardes me iba al cine. Me saqué el abono de la Filmoteca Nacional y muchas veces veía dos o tres películas en una misma tarde. ¿Sabéis lo increíble que me parecía poder ver escenas de sexo sin sentirme culpable ni avergonzado? No iba a bares porque nunca había fumado ni bebido, y no me sentía cómodo allí. Pero iba a muchos cafés, cafés antiguos de los de velador de mármol (ahora no quedan muchos, algunos quizá en el barrio de las letras, entonces había más), me compraba cuatro periódicos, cuatro, y los leía los cuatro, encantado, disfrutando hasta de la más mínima noticia, incluso leía las necrológicas, lo juro, ávido de información después de tantos años en los que sólo pude leer el ABC de cuando en cuando, y con las noticias recortadas. Y entonces, en un café, me topé con ella.
– ¿Con quién?
– Con ella. Con la mujer que siempre acaba por aparecer en este tipo de historias. Ya la conocía, de hecho. Había coincidido con ella en el grupo de investigación, y ya entonces me gustaba. Pero en aquel tiempo ella tenía novio, a pesar de que yo creía notar cierto matiz amistoso en su sonrisa, unos segundos de más al mantenerla y una forma de clavarme la mirada que me desligaba del resto del grupo. Estaba sola, en la mesa de enfrente, leyendo un periódico también. Acababa de salir de la consulta del médico, una revisión de rutina, y había decidido tomarse un café. La reconocí inmediatamente, pero fue ella la que se acercó a saludarme, yo aún era demasiado tímido y no sé si habría tenido valor para levantarme y cruzar la distancia que nos separaba. Estuvo encantadora, me preguntó por mi vida, qué tal me iba, esas cosas, y entonces escribió su número en una servilleta y me dijo que algún día tendríamos que quedar. Y no tuvo que explicarme que ya no tenía novio, resultaba evidente.
»Tardé una semana en llamar, una semana. Dejé pasar siete días, pero durante cada uno de los siete pensaba en cómo marcaría las cifras y qué le diría, deseando que el tiempo se deslizase veloz y fluido hasta el momento en que encontrara finalmente el valor necesario para llamarla. Y te juro que, cuando finalmente lo hice, tartamudeaba. Ansioso, temblando, marqué las nueve cifras, y fue una suerte que ella no pudiera ver lo sonrojado que estaba, aunque seguro que percibió el nerviosismo de mi voz. Nunca me había palpitado el corazón de semejante manera, acelerado pero a la vez estático, ni me había sentido nunca hasta entonces enrojecer, ni me habían flaqueado así las piernas, ni me había fallado la voz de aquel modo lamentable. Así de tímido, así de frágil, así de vulnerable era.
– Pero… ¿no habías estado con nadie desde que saliste de La Firma?
– Sólo había estado con la coreana y, gracias a ella, tenía cierta experiencia, no mucha, en lo relativo a los preliminares del amor, pero no sabía nada del sexo propiamente dicho. En fin, cuando me reencontré con aquella mujer fue una experiencia… arrasadora. Me volví loco. Supongo que como no había vivido el amor adolescente en su momento, lo viví tarde, con toda la ingenuidad y la intensidad del primer amor, con todo su desgarro. Me ahogué en una densidad de emoción y sentimientos como nunca antes había experimentado, la certidumbre repentina y total de que aquello era el amor, de que aquello era la entrega, algo que cortaba el aliento, que daba escalofríos, que hacía llorar y reír, una especie de bosque oscuro y peligroso pero fragante y acogedor a la vez desde cuyo centro una fuerza misteriosa me atraía, y a mí no me quedaba más remedio que adentrarme hacia el corazón del bosque a sabiendas de que probablemente nunca encontraría el camino de salida. Y, claro, ella quizá me amaba, incluso puede que me amase con un amor más profundo y más sereno que el mío, pero no podía corresponder a mi intensidad. Porque ya no hubo en mi vida, desde que la conocí, otro pensamiento ni otra ocupación que Luisa y mi amor por Luisa. Pensaba en ella obsesivamente a cada hora de cada día y con ella soñaba cada noche, y los acontecimientos del mundo alcanzaban a llamarme sólo en la medida en que podía relacionarlos con ella, no me interesaban otras noticias ni otros libros ni otras canciones ni otras películas que no tuvieran que ver con los que a ella pudieran interesarle o que no me recordaran de alguna manera a ella, y era como si a través de Luisa estuviera aprendiendo una clave hasta entonces ignorada y una nueva manera de entender el mundo. Eso era el amor: tina nueva manera de percibir el mundo.
– Exactamente, así lo siento yo -dijo Gabriel.
Helena se le quedó mirando con los ojos desmesurados pero no articuló palabra.
– Pero yo no sabía cómo expresar aquello -prosiguió Virgilio-. Veréis, en La Firma uno de los gestos de amor que más se inculcan se basa en la repetición constante de jaculatorias a la Virgen María, una forma como cualquier otra de control mental. Y yo, pobre infeliz, convertí a la buena de Luisa en el objeto de mis saetas amorosas. Podía decirle que la quería setenta veces en dos horas. Pero de la Virgen no esperas que conteste, y de tu novia sí. Y mi novia no estaba para esos juegos de niño. Ni para mis escenas de celos. Porque yo era muy celoso, mucho. Me convertí en el hombre más celoso de Madrid. Tal era mi inseguridad y mi inexperiencia que llegué a seguirla a la salida del trabajo, a leerle los mensajes del móvil, a interceptarle la cuenta de correo. Y el mensaje más inocente adquiría a mis ojos la contundencia de una declaración y me sumía en un estado de furia espeso y silencioso. No os voy a contar toda la historia porque sería demasiado larga, pero se resume en una frase muy simple: no duró porque no podía durar, porque mis años en La Firma me habían infantilizado emocionalmente. Y, cuando ella por fin tuvo el valor para decirme que no quería seguir conmigo, me hundió. O, mejor dicho, me hundí, me hundí yo solito. Luisa no tenía la culpa de nada. Y de nuevo vino mi tío, el novio de mi madre, al rescate. Fue a él al que se le ocurrió que los tres, mi madre, él y yo, podíamos venir a la isla a pasar quince días de vacaciones.
– Pero… yo había entendido que tú eras el sobrino de Chayo.
– Bueno, es una forma de hablar… En realidad ella es la prima de mi tío, mi tío nació aquí, en Tenerife, pero fue a estudiar a Madrid y allí se quedó. Mi tía se enamoró de un señor de Fuerteventura, o se enamoró de la isla y después de un señor, no sé… El caso es que vinimos de vacaciones y entonces Chayo, cuando me vio tan perdido y tan desorientado, me ofreció una habitación en su casa por si quería quedarme más tiempo. Dije que sí con la idea de quedarme un mes y, entre unas cosas y otras, me he quedado aquí casi tres años.
– ¿Llevas tres años aquí?
– Pues sí. Voy y vengo bastante a Madrid, no creas. Justo cuando llegué mi tía estaba preparando un libro sobre Cofete, un libro que ha editado el Cabildo, y yo, que tenía experiencia en investigación, me convertí en su asistente extraoficial. No tenía nada mejor que hacer y así me entretenía. Ella me lo ha agradecido siempre mucho. Y pronto me encontré tan fascinado con el tema como mi tía. Después, desde el Cabildo, alguien me propuso si quería hacer de guía, por aquello de que hablo alemán, para sacarme un dinero. No necesitaba el dinero, como sabéis, pero quien me lo ofreció no lo sabía, creía que yo era el pobre sobrino desorientado de Chayo, e imaginaba que venía de la capital huyendo de algo, muchos vienen aquí huyendo de algo, esta isla tiene mucha población flotante, gente que se queda un mes, seis meses, un año, italianos, alemanes, escandinavos… Un día se van tal como vinieron, cuando ya se han cansado de hacer surf o se les han acabado los ahorros o se han hartado de vivir en una isla. No necesitaba el dinero, ya os digo, pero sí quería entretener el tiempo. Así que empecé a trabajar como guía, sobre todo para alemanes, hay muchos que vienen a la isla. Lo hago a veces pero no vivo de ello. Básicamente aquí, en la isla, hago surf y leo. Escribo mucho, mucho. Y espero.
– ¿Esperas?
– Sí. Espero el día en que acabe mi novela y, quién sabe, incluso la publique. Espero el día en que me encuentre con más de cuarenta años, solo, sin oficio conocido, sin novia, y no me importe. Espero el día en el que me enamore de nuevo. Espero el día en que me apetezca volver. Espero. Precisamente aquí, en la isla, he aprendido el valor de la calma, de la espera. Después de vivir años sometido a las exigencias de un dios tiránico y caprichoso, después de haber conseguido huir de aquel estridente planteamiento de perfección, después de haber dudado tantas veces a mi salida de la misma existencia de un dios, lo encontré aquí, en la isla. En el silencio. Es imposible cruzar esta isla de norte a sur sin acabar encontrándote con Dios en cualquier parte. En las arenas blancas de El Cotillo, en las arenas negras de la playa de Ugán, en el milagro de los cultivos en medio del desierto, cuando de repente vas por la carretera y de la planicie surge Tindaya en su enormidad, en el silencio absoluto de las noches, en los kilómetros y kilómetros de playas solitarias y doradas… Todo lo que deberían haberme provocado los cálices de oro y los sagrarios refulgentes, los vahos del incienso y el barroquismo del mármol, todo está aquí. Aquí está Dios, y no me pide nada a cambio de mostrarse tal v como es, sin mármoles ni maderas nobles ni barroquismos ni ornatos. Aquí está Dios en toda su sencillez y en toda su magnificencia. Aquí está Dios para quien quiera encontrarlo o incluso para quien ya no lo buscaba y de pronto se dio de bruces con él, como me sucedió a mí. La perfección no se centra ahora en cumplir escrupulosamente unas normas prefijadas, cuando has visto Fuerteventura le das cuenta de que la perfección está ahí fuera y no en tus oraciones. Durante estos tres años no le he pedido nada a Dios. Aquí, simplemente, me siento en sus manos.