37943.fb2 El contenido del silencio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

El contenido del silencio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

14

GABRIEL TOMA UNA DECISIÓN

En el fondo de la maleta de Gabriel había un jersey negro que no se había puesto en todo el viaje. Era un jersey de cachemira que Patricia le cogía prestado a veces. A ella le llegaba por encima de las rodillas, como si fuera un vestido, y cuando se lo ponía con unos leggins y unas zapatillas de baile, parecía una especie de Audrey Hepburn rubia. La propia Patricia lavaba a mano el jersey en el lavamanos, con un jabón especial para prendas delicadas, y lo dejaba secar entre dos toallas, extendido sobre la cama de la habitación de invitados, tal era la devoción que le tenía a aquella prenda, que había sido un regalo de cumpleaños para Gabriel pero que en realidad había acabado usando ella más que él. Aquélla era una noche fría, Helena dormía y él había salido de la casa para contemplar el increíble espectáculo del cielo estrellado reflejándose sobre la plana superficie del mar de Punta Teno. Gabriel sentía la presencia de Patricia. Más exactamente, la olía. De alguna manera, pese a que el jersey había sido lavado, había retenido el penetrante olor de su carísimo perfume, una nota de madera oriental y exótica, una fragancia que Gabriel, al principio, había encontrado irresistiblemente sensual. Pero en aquella noche canaria el aroma del jersey le hacía pensar en un campo de amapolas, denso y soporífero, estupefaciente.

En realidad, a primera vista, su prometida parecía un encanto de chica, tan suave, tan melosa, tan tranquila, y Gabriel había ido cediendo una por una a todas sus exigencias porque no le habían enseñado a comportarse de otra manera y porque Patricia actuaba siempre con la mayor de las dulzuras, sin levantar la voz ni perder los estribos. A veces lloraba, pero calmadamente, como una lluvia ligera. No gritaba jamás. No, la voz de Patricia tenía una modulación que siempre sugería intimidad y secreto, pero de alguna forma resultaba también dominante: las presiones de Patricia activaban respuestas programadas, reacciones automáticas.

Hasta que llegó a Canarias, Gabriel no había tenido tiempo para detenerse a reflexionar. Pero, lejos de Londres, entendía. Gabriel empezaba a percibir Canarias y a Helena como un todo, como una forma ilimitada, una voz que le llamaba y después huía y se escondía para incitarle a perseguirla. Cada calle de Buenavista, cada ola en Punta Teno, cada hibisco, cada cardón, no eran sino una conexión más en una espiral autorreferente en la que no le importaba perderse. Porque, lejos de Londres, podía verse a sí mismo en Londres, con una claridad que allí no podía tener, perdido como estaba entre dos nieblas, la de la ciudad y la emocional. Entendía por fin, desde la claridad que otorga la distancia, desde la luz seca de Canarias contrapuesta a la niebla de Londres, que si Patricia lo había manipulado de tal manera era porque él, al igual que Virgilio, mostraba demasiados puntos débiles que ella había sabido aprovechar, como la necesidad exagerada de aprobación, las enormes dudas sobre sí mismo, el miedo cerval a la cólera -ya fuera la de los demás o la suya propia-, el ansia por vivir en un ambiente pacífico al precio que fuera… Y podía incluso entender cómo se habían ido creando todos esos puntos débiles, a partir de la culpabilidad absurda que sentía respecto a la muerte de sus padres, como si de alguna manera le hubieran abandonado porque él no estaba a la altura, porque el Gabriel niño creyó siempre que, si hubiera sido más bueno, sus padres no se habrían peleado tanto, y que si no hubiesen peleado aquella noche no habría pasado lo que pasó. Y el Gabriel adulto había tratado de enterrar esa creencia pero seguía allí, en el subsuelo, y la semilla germinó en forma de una frondosa planta con la inseguridad grabada en la nervadura de cada hoja, abonada por toda la soledad y la falta de cariño que había vivido en casa de la tía Pam, por el miedo que tenía también a los enfados de su tía, de la que dependía. Pam siempre fue crítica y difícil. «A Dios no le gustan los niños ruidosos y perezosos, y a veces se los lleva», solía decir. Y entonces Gabriel imaginaba que aquel dios justiciero podría llevárselo también, como se había llevado a sus padres, y como él no quería que nadie le llevara, y mucho menos un dios colérico y tremebundo, hacía cualquier cosa que Pam le pidiese. Si se comportaba tal y como su tía quería, sería un buen chico y, por tanto, estaría a salvo. Pero en realidad ni Gabriel ni Cordelia estuvieron nunca a la altura de las exigencias perfeccionistas de Pam, a la que, en el fondo, nunca le habían gustado los niños v sólo los aceptó llevada por su sentido calvinista de la responsabilidad y, por qué no decirlo, por el dinero extra, mucho, que cuidarlos le supondría. Gabriel siempre lo supo, y a pesar de ello llegó a admirar mucho a Pam -su inteligencia, su perspicacia, su clase- y a desarrollar un deseo compulsivo de satisfacerla. Su tía no daba el afecto o la aprobación de forma incondicional, lo prestaba o lo retiraba según pensara que Gabriel se había comportado o no de acuerdo con los patrones que ella imponía, v ese fantasma de necesidad de afecto, esa convicción de que el cariño había que pagarlo de alguna manera, echó a perder la voluntad de Gabriel y enterró bajo una losa de miedo su creatividad, su sensibilidad y su capacidad de rebelarse. Cuando creció, la aceptación y el amor de los otros se convirtió en una especie de droga que necesitaba desesperadamente. Gabriel no era sino un adicto que necesitaba su provisión constante de aprobación y que estaba dispuesto a pagarla a cualquier precio. Esa droga destruyó su relación con Cordelia. Esa droga le hizo dependiente de Ada y de Patricia, y permitió, al apuntar con un reflector tan poderoso a su necesidad, que ellas dos se aprovecharan de él, porque Ada no le quiso nunca más allá de verle como un juguete sexual y Patricia no le respetó jamás, en busca como iba de un salvavidas y no de un amante.

Por esta razón, para Gabriel resultaba tan importante, esencial, la disciplina. No se salía jamás de las normas convenidas ni de los formalismos. Nunca perdía la calma, ni siquiera en los momentos de mayor tensión. Había perfeccionado un estilo de relacionarse con los demás que consistía en mostrarse educado y cortés y refrenar la cólera, si ésta aparecía, bajo una protocolaria máscara de sofisticada ironía. Por tanto, nunca se enfadaba con Patricia, y si ella lloraba, manipulaba o mentía, él acababa por darle la razón porque quería evitar los conflictos. Convencido de que siempre le tocaba a él sofocar la depresión o la llantina de Patricia para mantener la paz al precio que fuera, su capacidad de maniobra se limitó hasta que abarcó tan sólo los pocos centímetros de grosor de la cuerda floja sobre la que avanzaba. ¿Cuántas veces, cuántas, antes de llegar a Canarias, Gabriel se había dicho «no puedo dejar a Patricia porque me da mucha pena», «no puedo dejarla porque ella no podría vivir sin mí», «realmente lo de su madre no es para tanto, soy yo el que no cede», etcétera, etcétera? No se había tratado de una actuación en solitario, sino de un dueto. El había sido parte de esa pareja y había participado en aquel chantaje sentimental desde el momento en que había permitido que la coacción ocurriera y, al tolerarla, la había legitimado y había reafirmado a Patricia. Recordó las palabras del sacerdote psicólogo que había ayudado a Virgilio: los ex discípulos tienen mucha prisa por casarse, y se equivocan. Gabriel tenía mucha prisa también, prisa por dejar de estar solo, prisa por sentirse querido, prisa por huir de sí mismo y de sus recuerdos. Entre Ada y Patricia había vagado sin rumbo. O no. Le guiaba la necesidad o el destino, tenía que seguir avanzando como si lo hiciese en medio de una tormenta. Y creyó que Patricia era puerto, refugio seguro. Se equivocó. Era más que posible, ya de paso, que su obsesión por Helena tuviese más de huida de Patricia que de sentimiento real. Porque Gabriel no podría haber dejado a Patricia si no hubiera existido una Helena y, desde luego, no podría haberla dejado si hubiese permanecido en Londres. Ante los lloros, las presiones o las exigencias de su prometida, Gabriel lo había intentado todo: disculparse (incluso si no tenía por qué), razonar (incluso si estaba claro que no iba a mover un milímetro su postura), cambiar citas, anular planes, posponer compromisos, revocar promesas, cortar lazos, descuidar amistades, renunciar a aspiraciones, dinamitar fantasías, aguantar, ceder y rendirse. Nunca había fijado un límite, nunca se había negado, nunca habría tenido valor para marcharse. Y Patricia aprendió hasta dónde podía llegar porque observó hasta dónde Gabriel le permitía hacerlo. En ese sentido, la desaparición de Cordelia había sido providencial, como si ese Destino prefijado en el que su hermana creía tanto hubiese movido hilos para salvarle, para sacarle de una trampa segura.

Las constantes interferencias de Liz, por ejemplo. Cada vez que Gabriel cedía a las súplicas de Patricia y salía con aquella insoportable señora a cenar o a ver una exposición, se veía atrapado. Si decía que se sentía incómodo con Liz, Patricia inmediatamente le tildaba de egoísta o le decía que el hecho de que él no tuviera familia no significaba que debiera obligar a Patricia a actuar como si ella no la tuviera. Si cedía, si no decía nada y aguantaba todas las impertinencias de su futura suegra, entonces acababa por sentirse débil y tonto. Poco a poco fue perdiendo el respeto por sí mismo, sobrepasando sus propios límites. Pero no sabía expresar directamente la ira y ni siquiera sabía si tenía derecho a estar furioso. Empezó a tener miedo a expresar sus sentimientos, perdió la confianza y la disposición y su relación se convirtió en un acuerdo superficial de convivencia. No, jamás hubo discusiones, ni gritos, ni malas caras, pero tampoco hubo verdadera felicidad ni pasión. Como si existiera de prestado, como si aquella vida en la que avanzaba de puntillas para no hacer ruido no fuera sino un burdo simulacro de una vida real que existía fuera de su jaula, una vida real en la que había ruido, estrépito y furia. No había intimidad, excepto en lo sexual, o quizá ni tan siquiera eso, porque, comparada con Helena o con Ada, Patricia era mecánica, contenida, como si actuara movida por un mecanismo de relojería y no por el deseo. La intimidad desapareció desde el momento en que Gabriel aprendió a medir cada palabra que pronunciaba para evitar a toda costa los conflictos y enterrarlos bajo una capa de compostura y silencio. No hablar nunca de cuánto le molestaba Liz porque Patricia le acusaría de egoísta o de posesivo, e interpretaría su resistencia como indicio de su falta de compromiso. No hablar de su infancia porque la utilizaría como prueba de su inestabilidad sentimental. No hablar de sus esperanzas, sueños, planes, metas, fantasías, por si acaso veía en ellos un deseo de Gabriel de alejarse de ella. No hablar de Cordelia. Nunca hablar de Cordelia, porque Patricia no habría entendido jamás la naturaleza de su relación ni las razones de su distanciamiento. El silencio que había ocupado el lugar de la confianza se había convertido en una forma peculiar de comunicación. Aquel silencio en suspenso sobre sus cabezas contenía muchas preguntas y ninguna respuesta concreta. Las emociones que podrían haberse expresado con palabras reconocibles -miedo, traición, deslealtad, presión, asedio, culpa- habían quedado bajo sospecha, convertidas en una apolillada colección de antigüedades.

Si lo pensaba, el método de captación de La Firma, el proceso mediante el cual Virgilio había sido atraído y anulado, presentaba paralelismos sorprendentes -o quizá no tanto- con su propia historia. Virgilio, Cordelia y Gabriel, los tres compartían muchas características. Una infancia complicada, un carácter muy inseguro, mucho atractivo físico -Gabriel era consciente de ello, sin falsas modestias-, dinero y posición social, lo que los convertía en presas tan deseables como vulnerables. Los tres habían sido seducidos tras la pérdida de un ser querido (en el caso de Cordelia, su novio había fallecido; Virgilio y Gabriel habían sido abandonados por sus amadas). A los tres se los había cautivado desde la vanidad. A los tres se les había hecho sentir especiales, elegidos, llamados. Porque cuando Gabriel lo recordaba… Oh, sí, qué encendidas fueron, al principio de su relación, las declaraciones de Patricia, qué halagadores sus cumplidos, que subyugadores sus comentarios. Qué arrebatador el torrente de atención que le dedicaba, qué románticos sus mensajes, qué largas sus cartas, qué inspiradas sus frases. Nunca en su vida había recibido tanta consideración y afecto y se llegó a tener, es cierto, por un hombre distinto, un hombre especial, muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, así se había sentido en brazos de Patricia cuando ella no dejaba de decirle y repetirle lo maravilloso que él era. Pero, al igual que le sucedió a Virgilio, cuando a Gabriel se le propuso un compromiso para toda la vida, dudó. Como a él, sentía que le venía grande la propuesta que se le hacía, que no estaba seguro de ser capaz de semejante renuncia, de olvidarse de otras mujeres o de otras posibilidades de vida sin Patricia. Temía que su vida de pareja se convirtiera en un simple zoo glorificado en el que se le encerrara junto a ella en una jaula y se le sirviera pienso a horas fijas. Y Patricia, ante sus dudas, vino a utilizar los mismos argumentos que el sacerdote había utilizado con Virgilio: que las dudas eran normales, que sólo probaban que Gabriel estaba enamorado -pues todos los hombres muy enamorados se asustan ante la magnitud de sus sentimientos-, que ella veía claramente que él la quería, que aquello era evidente, que Gabriel no podía cerrar los ojos ante algo así, que aquel tipo de amor sólo se vivía una vez en la vida y que dejarlo pasar sería arruinarse la existencia, que supondría una enorme traición tanto a Patricia como a sí mismo, como a la idea y al espíritu mismos del amor. ¿Y si perdía la Gran Oportunidad? ¿Y si destrozaba su futuro? ¿Y si arruinaba sus opciones? ¿Y si acababa solo? Cualquiera diría, escuchando a Patricia, que los solos, los solitarios, eran personas extrañas, criaturas nocturnas enfundadas en gabardinas de cuello alzado que proyectaban largas y amenazantes sombras, hostiles como lobos merodeando por las lindes del bosque, o personas que a menudo escondían en la nevera un cadáver descuartizado. No amaban a nadie y nadie los amaba. Desde la distancia, Gabriel recordaba cómo cada noche Patricia, con aquella voz de miel y aquellas caricias de seda, con aquel timbre perfectamente modulado que se estremecía íntimo en la confidencia y el susurro y se elevaba cuando hacía falta en vibrantes tonos apasionados aunque, eso sí, siempre contenido, siempre cadencioso, con aquel sonsonete musical e hipnótico, iba desplegando su calculada estrategia, desgranando argumentos para convencerle, porque una fortaleza asediada siempre acaba por ceder. Noche a noche, como una gota que va horadando la piedra, las mismas consignas, como la araña que teje la red, las mismas palabras melosas, como el domador que amansa a la fiera, las mismas frases persuasivas, como el flautista que arrastra a los niños, los mismos besos envolventes, hasta que Gabriel dijo sí.

Y luego, poco a poco, cómo Patricia había ido estrechando cada vez más el círculo de sus amistades, restringiendo sus movimientos, controlando sus entradas y salidas. Siempre desde el amor, o desde su reflejo, con seductora dulzura, con sutilidad, sin prisa y sin pausa, con esa insólita capacidad que tenía para tornarse repentinamente débil y pequeña, para lograr que se deseara tanto protegerla y que hubiera forzosamente que amarla, como si rigiera para ella un código especial. «¿Vas a salir hoy, de verdad? A mí no ine apetece y no me gustaría estar sola, ¿no podemos quedarnos los dos juntos? ¿No te gustaría más estar conmigo?» Gabriel nunca había sido hombre de muchos amigos, y Patricia se ocupó de que poco a poco perdiera el contacto con los pocos que tenía. A ella, aquél le parecía demasiado grosero, y el otro un borracho, y el de más allá no tenía conversación, y el de más cerca nunca pagaba sus rondas, y nunca quería quedar con ellos y sus novias. Su prometida era, además, una experta en sembrar la desconfianza y el recelo. Siempre daba la impresión de saber más que Gabriel, de que, por alguna extraña lotería genética -porque ella le había convencido de que era la mujer más intuitiva, más perspicaz o más lista del mundo- le asistía toda la razón cuando emitía juicios sobre alguien. Por ejemplo, en lugar de decir «No me gusta tu amigo dive», decía -Gabriel no podía recordar con claridad la voz de Patricia, no su color, su timbre ni su matiz; era aniñada y despaciosa, eso sí lo recordaba. Gabriel sólo podía aproximarse en la cabeza a su forma de hablar, pero hay palabras que nunca se olvidan, ya que se repiten con intensidad, una y otra vez, después de ser pronunciadas-, decía: «dive es un arribista, cariño, sólo se acerca a ti por tu posición y lus contactos; todo el mundo lo sabe, y tú ni siquiera lo sospechas; te lo digo por tu bien, ten cuidado.» Y establecía semejante presunción con tanta autoridad que Gabriel pensaba: «Debe de tener razón, da la impresión de saber de qué habla.» Parecía que nada escapaba a la mirada estática y mineral de Patricia, que lo controlaba todo desde las profundidades de sus acerados ojos, demasiado azules, demasiado grandes en su rostro de porcelana. Poco a poco, Gabriel fue reduciendo su contacto social a cenas de trabajo y salidas con Patricia y su madre. Se sentía como si socialmente se hubiera acomodado en una zona de penumbra, un lugar parecido a la sala de espera de una estación de autobuses en una ciudad perdida del norte, gélido y silencioso. Reduciendo su superficie de sustentación, aprendió a replegarse. Mes tras mes, se sumergía en un estado de retracción afectiva, de embotamiento generalizado. Sus amigos parecían cada vez más lejanos, sus antiguas amantes, su hermana, figuras borrosas en la distancia. Recordaba haberlos querido, haber amado a algunas, pero ya no trataba de tener noticias de ellos ni de darles las suyas, no sentía por ellos ni inquietud ni entusiasmo. Dejó de salir y de relacionarse, y no mantenía otra relación profunda más que la de Patricia, todas las demás eran acquaintances, situaciones obligadas y fórmulas de cortesía. Gabriel ocultaba su dolor para preservar su dignidad, no se participa en las conjuras de los demás sin herirse uno mismo. De modo que mantenía las distancias, los gestos eran dulces pero las palabras escaseaban, y la mirada, cada vez más distraída, se cargaba de condescendencia. Había algo forzado, algo que olía a falso en el helado dominio de sí misma que Patricia mostraba. Sin duda, siempre era mejor mantener una distancia, no perder la calma ni los papeles, pero eso significaba que también había que separar los cuerpos para que no chocaran, enfriar los sentimientos para que no fueran demasiado ardientes, para que nadie se inflamase. En realidad, Patricia se convirtió en la misma guadaña que segó el amor que había crecido por ella. Con sus engaños sutiles, con sus veladas humillaciones, ella había colaborado activamente en la destrucción de las últimas ilusiones de Gabriel, y su acoso acabó por imponerse contra la cobardía de él. El mejor recurso de Gabriel contra Patricia acabó por ser la propia Patricia.

Desde Canarias, tan lejos de Londres, y después de haber escuchado el relato de Virgilio, en el que se vio reflejado como en un espejo distorsionante, Gabriel empezó a pensar que quizá él, el joven educado y contenido, tan apegado al orden, en el ámbito del trabajo y en el de las relaciones sociales, tan deseoso de complacer a los demás, de hacer bien las cosas, había sido, como Virgilio, la presa perfecta. Y, como Virgilio, no había tenido valor para dejar a Patricia, para decirle simplemente «no quiero casarme contigo», en lugar de «quiero posponer la boda». Su exagerada conciencia, su pánico al fracaso, el remordimiento y la presión del error le habían encadenado a Patricia. Cordelia no había podido liberarse, pero él sí podía. Y, armado de esta convicción, marcó el teléfono de su prometida, cuyas llamadas llevaba evitando durante más de una semana. Sabía que ella estaría despierta.

Un viento caliente movía blandamente las tardes silenciosas, delgadas tardes inmóviles que decaían con dulzura, como si no estuviesen alertas al paso de las horas. Y luego se presentía la noche, que llegaba sin avisar, como sorprendida en su propia penumbra. En la oscuridad, Gabriel escuchaba el corazón de Helena latir tranquilamente con la mansedumbre del agua que bulle dormida.

Vivían definidos por los tiempos imperfectos. El pasado imperfecto (nos conocimos en un aeropuerto) y el futuro imperfecto (¿cuándo te marcharás?). Vivían acomodados en un espacio existente entre ambos, en el que Gabriel siempre pensaba con todavía (todavía no me ha pedido que me vaya) o aún (aún no hace falta que regrese a la oficina). No tenía ningún sentido planificar el futuro desde aquel presente, siempre pensando en lo que había sucedido en el pasado, siempre recordando a la Cordelia que ya no estaba. Si pensaba así, condenaba al futuro a ser una prolongación del pasado, o sea, más de lo mismo, dos personas unidas por el recuerdo de una tercera.

Y una tarde, al punto de la noche, estando los dos tumbados en la cama, abrazados, soñolientos, Gabriel escuchó un rumor de pisadas y, medio dormido, recordó que en aquella casa nunca se cerraba la puerta de la entrada, que nadie imaginaba ladrones o asaltantes, que vivían en la confianza propia del paraíso. Y entonces oyó la voz de Helena, un aullido visceral, como de animal herido, y vio su silueta recortada contra la puerta. Allí, frente a él, delicada, luminiscente, frágil, transparente acaso, estaba Cordelia. O su fantasma.