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– He preparado una cama en la habitación de invitados -le informó Helena con voz apacible-. Es pequeña, en realidad la utilizábamos más bien como trastero, porque nadie venía nunca a visitarnos. La habitación de tu hermana es mucho más grande pero no me he atrevido a dejártela. Sigue tal como ella la dejó, sus cosas están allí. No sé en cuál de las dos preferirías dormir. Hay otras habitaciones libres, pero no las tocamos. Llegamos a ese acuerdo con los dueños de la casa.
– ¿Tú entras en esa habitación? En la de Cordelia, quiero decir. ¿Has vuelto a entrar en ella desde que se marchó?
– Cordelia se fue hace casi dos meses, ¿sabes? No he entrado mucho. He barrido y he quitado el polvo, pero no he tocado nada. En realidad, cuando se marchó, albergaba la esperanza de que aquella locura durara poco, de que volviera. Y sigo esperando que vuelva, que esté en alguna parte, que tenga miedo de dar señales de vida…
– ¿Por qué iba a tener miedo?
– No lo sé. Si verdaderamente se trató de un suicidio ritual, como parece, puede que Cordelia tema que la inculpen a ella. En realidad no sé qué pensar. Sólo sé que su cadáver no ha aparecido. Puede que esté viva. Yo creo que está viva. Lo siento dentro… No sé cómo explicártelo, pero es así. Es una intuición muy viva, muy profunda. No creo que sea simple wishful thinking. Cuando aparecieron los cuerpos me presenté en la comisaría, me tuvieron horas esperando. Aquello parecía un hervidero, mucha gente en las mismas circunstancias que yo se había presentado a preguntar, familiares de hombres y mujeres, de chicos y chicas que se habían ido a vivir a casa de Heidi. La situación era complicada. Cuando esas personas se marcharon de sus casas para vivir en la de Heidi, nadie presentó una denuncia por desaparición; se trataba de mayores de edad, no había nada que hacer. Tuvimos que declarar todos y explicar que no sabíamos nada. Yo era la única que no era familiar directo de un desaparecido. Y bueno… Por eso creo que convendría que mañana te presentaras en la comisaría de Buenavista, como hermano de Cordelia, que explicases que no has logrado contactar con ella. Lo haremos después de desayunar, si te parece bien.
– Me parece bien. Pero… hay algo más. ¿Sabes?, lo he pensado y creo que no quiero dormir en su habitación.
– Es comprensible -lo dijo tranquila, mientras abría un armario y extraía de él unas toallas blancas que le tendió a Gabriel, erguida en actitud servicial.
El cuerpo de Helena se adivinaba ligero y elástico bajo la camisa y el pantalón de lino, y él no podía evitar imaginarla desnuda, pese a que las circunstancias no fuesen, desde luego, las más propicias para la ensoñación erótica. Sin embargo, resultaba inevitable que su belleza se impusiera en cualquier escenario o situación. Helena era bella en el sentido más clásico del término, en un sentido sensual y femenino, con una belleza que había crecido y madurado como un hibisco al sol de la isla, oreada por el viento seco y cálido del mar. El pelo castaño se adivinaba sedoso y cálido. Lo llevaba recogido en una coleta, pero un mechón rebelde se le escapaba y le caía sobre los ojos negros. Gabriel supuso que ella debía de saber el efecto que despertaba en los hombres. O quizá no. Existen algunas mujeres, y Ada era una de ellas, completamente ajenas a las pasiones que puedan sembrar, quizá, simplemente, porque esas pasiones no les llaman mucho la atención, concentradas como están en otros intereses. Gabriel no había vuelto a saber nada de Ada, tan sólo lo esencial, que estaba viva, y que mientras él viviera, seguiría recordándola. Exactamente lo mismo que había sabido de Cordelia durante todos esos años. Aunque, ahora, ya no sabía siquiera si su hermana seguía viva o no.
– Buenas noches. -Helena le dirigió una mirada cargada de tristeza en la que no se leía invitación alguna-. Espero que duermas bien.
– Creo que me resultará difícil.
– A mí también.
Sin embargo, el cansancio fue venciendo poco a poco a Gabriel hasta que se quedó dormido.
Sumido en una dimensión nebulosa y agotada, sus sueños se vieron poblados de imágenes de Cordelia. Surgía de las aguas, rubia, joven, dulce, dorada, tendiendo los brazos hacia él. Gabriel daba un paso hacia su hermana, luego otro, se internaba en el mar, notaba las olas lamiéndole los pies y los tobillos, seguía avanzando, sentía los brazos delgados y flexibles que se enredaban alrededor de su cuello, una extraña sensación húmeda y fría en los labios, y luego el agua que se cerraba sobre su cuerpo, círculos de plata que se ensanchaban hasta expirar en la orilla.
Por la mañana llamó a Patricia y le explicó que había llegado bien. «¿Cuándo regresas?», le preguntó ella. «No lo sé, no sé qué trámites hay que seguir, no sé nada.» «¿Quieres que me reúna contigo el fin de semana?» «No, no hace falta, puede que regrese antes del viernes. Te mantendré informada, te vuelvo a llamar. Muchos besos. Te quiero.» «Y yo a ti.»
Sol. Bajo aquel sol amarillo y cegador que caía a plomo y reverberaba sobre las paredes encaladas, las casas de Buenavista refulgían de blanco intenso y puro. A Gabriel le impresionaba el hecho de que Helena avanzara sin gafas de sol. Aquel decorado le sonaba a película tropical, a la Cuba de Batista, a cuadro de Frida Kahlo, a escenario de una novela de Malcolm Lowry. Hasta entonces no había identificado la arquitectura colonial con el viejo mundo, no la imaginaba fuera de Latinoamérica. La carretera se perdía entre árboles verdes y frondosos, y el pueblo era un millar de casas blancas, en grupo. A los lados, plantaciones de cultivos de algún árbol altísimo y de hojas enormes. Hasta que los ojos enfocaron un racimo amarillo que colgaba de una de las plantas no se dio cuenta de que se trataba de plataneros. Era la primera vez en su vida que los veía. El pueblo era realmente hermoso, resultaba una verdadera lástima que hubieran tenido que darse unas circunstancias tan particulares v dramáticas para conocerlo.
En la comisaría no los hicieron esperar. Los recibió un hombre fornido y uniformado que debía de rondar la cuarentena, de apariencia robusta y saludable. Bajo, cuadrado, desaliñado, de hombros caídos, sus modos eran desgarbados, como quien no sabe qué hacer con su cuerpo y se avergüenza de ser tan patoso. Las manos y los pies eran desproporcionadamente grandes. Las unas parecían palas, y los otros, barcas. El rostro era rechoncho y moreno, la curva de la calva le brillaba al sol como una colina que se elevara desnuda, v gastaba una barbilla puntiaguda que le daba un aspecto de sátiro que los ojos, castaños y tranquilos bajo unas espesas cejas negras, desmentían. Saludó cariñosamente a Helena, a quien parecía sentirse muy cercano, con dos besos.
– Te presento a Gabriel Sinnott. Gabriel, éste es el comisario Rayco López.
– Encantado.
– Gabriel es el hermano de Cordelia; hemos pensado que quizá él debería hacer una declaración, va sabes, como es el pariente más cercano…
– Sí, por supuesto. Por favor, acompañadme.
El interior de la comisaría poco o nada tenía que ver con la imagen de la eficiencia policial. Tres mesas de formica, sucias, algunos carteles pegados en las paredes, papeles por todas partes, suelo de azulejos, sucio. Gabriel se sentó en una silla destartalada y una chica joven vestida de uniforme procedió a tomarle declaración. Gabriel hablaba lo suficientemente bien el español como para entenderse, pero en algún momento Helena hizo las veces de intérprete de excepción porque él llevaba años sin hablarlo y había perdido mucha soltura y vocabulario y, además, ¿por qué negarlo?, le resultaba más cómodo hablar en inglés, sobre todo en una situación tan tensa. A Gabriel le pareció increíble que la policía se fiara tan ciegamente de la traducción de Helena: ¿cómo podían estar seguros de que no tergiversaba datos, o de que no los equivocaba? Después de dictar su nombre, apellido, fecha de nacimiento, número de pasaporte y demás datos burocráticos que la joven policía iba tecleando con exasperante parsimonia, Gabriel pasó a explicar que, tras haber sido informado de la aparición de los cuerpos y de la circunstancia de que su hermana estaba residiendo en la casa de Heidi Meyer, se había puesto en contacto con el abogado que gestionaba desde Edimburgo las clientas y el patrimonio de Cordelia, el cual mantenía un estrecho contacto telefónico con ella, a la que llamaba con frecuencia semanal, y que este hombre le había comunicado que no había conseguido contactar con ella durante los últimos quince días, pero que aproximadamente un mes antes de la aparición de los cadáveres había recibido un fax firmado por Cordelia en el que se le rogaba que hiciese transferencia de unas cantidades ingentes de dinero a varias cuentas en bancos de Suiza y Luxemburgo a nombre de diferentes sociedades, todas ellas con nombres parecidos: Thule Solaris, Thule, Lan Dessen Thule… Dichas transferencias nunca se hicieron efectivas, pues, al tratarse de sumas tan elevadas, el abogado lo había encontrado sospechoso y había preferido tener confirmación de viva voz por parte de Cordelia. No obstante, no había podido localizarla en su número de teléfono móvil, ya que una grabación le informaba de que dicho número había sido dado de baja. Por tanto, desde hacía más de un mes el abogado no había sabido nada de Cordelia, y Gabriel tampoco.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló usted con su hermana?
– Hace un año -mintió Gabriel.
No quería explicar que hacía casi diez que no hablaba con ella. Helena debió sin duda de advertir la mentira, pero su rostro no delató el más mínimo asombro.
Luego Gabriel tuvo que firmar varios papeles y eso fue todo.
El comisario los acompañó a la puerta de comisaría. Una vez fuera de la jefatura, y seguro de que desde dentro no podían oírlos, se dirigió a Helena en tono confidencial:
– Tú no sabes lo que está siendo esto. Han venido tipos desde Madrid y nos han revisado todos los papeles. La Interpol también está en eso y, por lo visto, había diez tipos revisando la casa de la Meyer de arriba abajo. No puedes ni imaginarte el avispero. A nosotros, los españoles, prácticamente nos han dejado de lado. Helena…, yo acabo el turno a las ocho, ¿por qué no nos tomamos una cervecita más tarde, como hacia la noche, y hablamos con más calma?
– ¿Dónde, Rayco?
– Os recojo a las nueve en tu casa, si quieres. Luego vamos a tomar algo.
Tras el ventanal, Gabriel contemplaba melancólicamente la puesta de sol, un atardecer suave y dorado, sin viento, el final de un día climatológicamente espléndido, cada latido de luz rebrillando sobre el agua más débil y exquisito que el anterior. Una sinfonía de colores que iban desde el púrpura al amarillo, pasando por todos los tonos imaginables de rojos, rosas y naranjas, le demostraba que a la naturaleza no le importaba lo más mínimo la suerte de Cordelia. Punta Teno era quizá el lugar más bonito que había visto en su vida. Aquella última luz le daba a la casa un tono ocre, moreno, que le recordaba el color de la piel de Helena.
El timbre de su iPhone interrumpió sus ensoñaciones como el sonido de una trompeta discordante que derrumbara las frágiles murallas, alzadas con tanto esfuerzo, que Gabriel había interpuesto entre él y la realidad. En la pantalla leyó el nombre de Patricia y pulsó la opción de silenciar con el gesto asustado e irritado de alguien a quien despiertan en mitad de un sueño.
Sin uniforme, el jefe de policía local parecía todavía más gordo y bajo, como un escarabajo de una rara especie autóctona. Los recogió en un coche sin distintivos ni platas, y emprendieron camino, según le explicó Helena aGabriel, a un pueblo cercano. A él no se le escapaba, por la inflexion y el tono de las voces y por las sonrisas que ella esbozaba de cuando en cuando, que entre Helena y el policía existía una gran familiaridad, aunque debido a la velocidad a la que hablaban y al cerradísimo acento de él, no entendía muy bien de qué estaban hablando. Parecían amigos íntimos, quizá incluso algo más. Gabriel se preguntó si aquel tipo no sería el novio de la chica. Helena había decidido sentarse en el asiento trasero, y él, acomodado en el del acompañante, no podía evitar advertir que el policía le dirigía a cada minuto miradas de soslayo, inquisitivas, y sospechó que aquel hombre estaba celoso y que no debía de ver con buenos ojos que su ¿novia? y el hermano de la mejor amiga de ella durmieran en la misma casa. A Gabriel no le extrañó. Si él estuviera enamorado de una chica como Helena, tampoco estaría tranquilo si ella alojara a otro hombre bajo su techo. De todas formas, Helena no parecía hallarse precisamente en el estado de ánimo más propicio como para iniciar una aventura.
En la que parecía la plaza, unas cuantas mesas y sillas se disponían en la calle alrededor de un bar. Se sentaron a una de ellas, bajo la luz amarilla y difusa de una farola. De fondo les llegaba un rumor de música, una melodía cantada en español que a Gabriel le sonaba vagamente tropical.
– ¿Quieres una cerveza? -preguntó Helena-. Tienes que probar la Dorada, la de la isla, es muy buena, amarga y con cuerpo…
– Sí, estupendo…
– ¿Quieres cenar? Aquí hay de todo. Calamares, pescados, carne en adobo, bistecs, chocos, camarones, papas arrugadas con mojo, ensaladilla rusa, bocadillos con mayonesa y ensalada, lomo, pepito, pollo, pata de cerdo… -Helena intentaba traducir como podía los nombres de las exquisiteces locales.
– Pide tú lo que quieras. Probaré lo que pidáis.
Ella le dijo algo al policía y él desapareció en el interior del bar para volver al cabo de unos cinco minutos con tres botellas de cerveza que depositó sobre la mesa. Por lo visto no consideraba que los vasos fueran necesarios.
– Salud.
Los tres alzaron las botellas sin excesivo entusiasmo: Helena porque parecía triste, Gabriel porque no era dado a los gestos ampulosos; Rayco, probablemente, por seguir el ánimo general.
– Disculpa -dijo Rayco dirigiéndose a Gabriel-, pero mi inglés es muy malo. M'y english is very bad, very bad, sorry.
– It's okey, don't worry.
– Cordelia, your sister, she was a very nice girl, good girl.
– Yeah, I know. Pero hablo español: mi madre era canaria.
– ¿De verdad? No tenia ni idea. Cordelia nunca me lo dijo.
– Bueno, no conocimos mucho a mi madre. Murió cuando éramos niños, en un accidente de coche, con mi padre. Y mi madre no mantenía contactos en Canarias. De pequeños nunca pensamos mucho en aquello, y yo, de mayor, confieso que alguna vez sí pensé en buscar a mi familia, pero nunca encontré el tiempo. O las ganas. Supongo que Cordelia vino aquí precisamente buscando a la familia de mi madre.
Helena se quedó mirando a Gabriel de hito en hito con un extraño brillo en los ojos fijos que él no supo interpretar.
El policía compuso una expresión contrita, como para subrayar lo triste de la desaparición de la chica. Luego se dirigió a Helena en un español veloz y atropellado, con un fortísimo acento canario, componiendo un acelerado discurso del que Gabriel no podía traducir una sola palabra, excepto los nombres de Heidi y Ulrike, que salpicaban de cuando en cuando el monólogo. Rayco hablaba con una atiplada vocecilla de contralto que resultaba curiosa en aquel corpachón de buen comedor y que contrastaba con el timbre cansado, ronco y profundo de la voz de Helena. La intimidad entre ambos resultaba cada vez más evidente. Al hablar, la cabeza de Rayco se inclinaba hacia la de Helena de tal manera que en algún momento llegaron a tocarse, y Rayco subrayaba sus afirmaciones dando de vez en cuando pequeños golpes a la chica en el antebrazo, como si punteara su discurso. Por fin, Helena se volvió hacia Gabriel e intentó traducir lo que le había dicho.
– Me está contando que han venido agentes de todas partes. La Guardia Civil, la Policía Nacional, Scotland Yard, la Bundespolizei y la Interpol. A los españoles, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, les tienen prácticamente apartados del caso, ya te lo he contado en comisaría, ¿no?, y están, como comprenderás, bastante molestos por todas esas injerencias. La policía ha interrogado prácticamente a todos los familiares de los que vivían en la casa.
Rayco continuó hablando en español durante unos cinco minutos. Cuando miraba a Helena, una llama tierna y burlona le iluminaba los ojos. Seguía rozando de vez en cuando el antebrazo de ella con su dedo índice y, a cada rato, le dirigía largas miradas a Gabriel, como si quisiera marcar como propio el territorio del cuerpo de aquella mujer. Luego se dirigió a él:
– Al parecer, Heidi obligaba a todos los miembros del grupo a llevar un diario.
– De eso ya me había hablado a mí Cordelia -confirmó Helena-. Ella escribía también en el suyo, pero no se trataba de un diario personal, sino de una retahíla de incoherencias, como ya te conté. Cada día debían enseriarle a Heidi sus anotaciones.
– Eso es típico de sectas, creo.
– Pues parece que uno de los miembros llevaba un doble diario -siguió explicando Rayco-, uno era el que enseñaba a Heidi y otro lo iba escribiendo en folios de papel que escamoteaba, porque incluso el papel estaba racionado. Este chico escribía en una letra minúscula para aprovechar al máximo el espacio, e iba anotando lo que sucedía en el día a día de la casa. Normalmente escondía los papeles en la sala de meditación, debajo de una baldosa suelta, pero cuando supo que el final había llegado, los dejó en un escondite relativamente accesible, en el colchón de su cama, con la esperanza de que quedara como testimonio para el futuro. Por lo visto se trata de un texto muy confuso. El chico no tiene nada clara la autoridad de Heidi y ni siquiera parece creer ya mucho en lo que ella cuenta y, sin embargo, decide inmolarse de todas formas, no intenta escapar. Es ridículo…
– No tanto -repuso Gabriel-. Se le llama Síndrome de Indefensión Aprendida. Es lo mismo que experimentan las mujeres maltratadas, una especie de resignación ante su destino. También se encuentra en miembros de sectas o en víctimas de torturas. Así se explica por qué los prisioneros de los campos de concentración se dejaban conducir mansamente a la cámara de gas como corderos al matadero, sin oponer una última resistencia, pese a que todos sabían que no iban a ducharse. Iban a morir de todas formas, así que ¿por qué no gritar en el último momento?, ¿por qué no salirse de la fila v dejar que los abatiera una bala, lo que siempre sería una muerte más digna? Por cansancio físico y mental. De ahí la insistencia en la secta en los ayunos purificadores, como ellos los califican y en las vigilias, que en realidad no tienen otro fin que debilitar al acólito para que sea más fácilmente manipulable.
– Parece que hayas leído mucho sobre el tema -dijo Helena interrumpiendo a Gabriel.
– Leo mucho, en general.
– Como tu hermana.
– No parece que a mi hermana le haya senido de mucho.
– Quizá porque no leía los libros adecuados…
Rayco interrumpió el conato de discusión y retomó la charla en español acelerado e incomprensible durante unos largos minutos que a Gabriel se le hicieron eternos. Los cuerpos del policía y la chica ejecutaban una curiosa danza sincronizada: cuando él cruzaba una pierna, ella hacía lo mismo; cuando ella echaba la cabeza hacia atrás, él copiaba el gesto casi inmediatamente; cuando él se acercaba a ella, ella respondía y se acercaba a su vez a él. Rayco dirigió una mirada a Gabriel y luego cuchicheó algo en el oído de la morena, lo que hizo que ella estallara en la primera carcajada que Gabriel le había visto soltar en los días que llevaba allí, y que le iluminó el rostro como una corriente eléctrica. A Gabriel no le cupo va entonces la menor duda de que aquellos dos eran amantes, y se sintió profundamente incómodo. Una extraña rabia ciega y frenética se iba haciendo hueco en su interior y le ahogaba. En ese momento, Rayco volvió de nuevo la cabeza y la atención hacia él.
– Por lo que el chico contaba en el diario, Ulrike, evidentemente, era la amante de Heidi. No era algo de lo que ambas hablaran mucho, pero en el grupo se daba por hecho. De todas formas, la Meyer predicaba el ascetismo y el celibato, así que la naturaleza de la relación entre las dos nunca se discutía. Pero de pronto apareció tu hermana, que se convirtió en su discípula amada, en su elegida, y Ulrike pasó a un segundo plano. Heidi pasaba horas con Cordelia y le dedicaba atenciones especiales que no tenía con ningún otro miembro del grupo. Se sentaba a su lado en el refectorio y la dejaba ponerse a su derecha en las sesiones de meditación, un privilegio de honor que hasta entonces había estado reservado a su segunda de a bordo. Al parecer, a Ulrike se la veía verdaderamente celosa. Pero Heidi no podía prescindir de ella porque era la que controlaba toda la ingeniería financiera y jurídica del grupo; eso no lo decía en el diario, eso lo ha comprobado la policía. De forma que los últimos días de Thule Solaris debieron de estar marcados por la discordia.
– Y ¿eso aceleró la decisión de Heidi del suicidio ritual?
– No sólo eso. Uno de los miembros del grupo era un millonario suizo, principal accionista de una compañía farmacéutica, que había estado donando a Heidi cantidades astronómicas. Este hombre tenía hijos mayores que, al descubrir el asunto, habían movido a los mejores abogados, detectives y psicólogos del mundo para denunciar a Heidi y declarar incapacitado al señor en cuestión. Abogados y detectives rastrearon el pasado de la Meyer y descubrieron que en su juventud había pertenecido a un grupúsculo neonazi, y que tenía una orden de búsqueda y captura pendiente en Alemania por difusión de propaganda o ideología nacionalsocialista. Así que Heidi se vio venir el final del negocio y convenció a los discípulos de que unos ovnis iban a venir a recogerlos. Sólo tenían que lanzarse al mar, suicidarse, y los ovnis captarían su espíritu y los llevarían a otra dimensión. Probablemente se trató de una huida hacia adelante de Heidi. Vio que el negocio se acababa y decidió acabarlo ella, de la forma más expeditiva posible.
– Pero eso no tiene ninguna lógica…
– Gabriel -Rayco parecía casi enfadado-, ¿de verdad esperas que alguien que cree en los ovnis actúe con lógica? Según el diario del chico, los acólitos del grupo estaban convencidos rie que el cuerpo no es sino una envoltura.
– This mortal coil…
– ¿Eso es de Hamlet? -dijo Helena.
– Sí. -Gabriel se sorprendió cuando ella identificó la cita tan rápidamente.
– Pues eso, que Shakespeare ya decía lo mismo, que el cuerpo no es más que una envoltura mortal -dijo Helena traduciendo para Rayco.
– Y lo importante es el alma. Bueno, eso lo creen la mayoría de las religiones. A mí mismo me educaron en ese principio. Y también me educaron en una religión en la que su líder se suicidaba para renacer al cabo de tres días, porque ¿qué hace Jesucristo al entregarse sino suicidarse? En fin, pareces muy sorprendido de que a Heidi le resultara tan fácil convencer a su grupo de que se suicidaran, pero yo no lo veo tan complicado. Ellos creían que unos seres superiores vendrían a recogerlos y los llevarían a otra dimensión. Estaban preparados para el viaje final.
– Y ¿cómo lo hicieron? El suicidio, quiero decir.
– Eso no ha quedado tan claro, y en el diario no lo especifica. Casi seguramente consumieron algún tipo de drogas alucinógenas en la que iba a ser su Última Cena. Después se dirigieron a alguna playa. En esta isla, las zonas de aguas fuertes son las puntas, porque están expuestas, y porque las playas no cuentan con rompeolas. Quizá fueron a Garachico, donde el mar es bravo y arrastra hacia dentro, o más al oeste, hacia Buenavista. Incluso puede que lo hicieran aquí mismo, en los alrededores de Punta Teno. Si habían decidido arrojarse al mar desde algún acantilado de por allí, se entiende que no hayan aparecido la mayoría de los cuerpos, es posible que nunca aparezcan. La corriente puede haberlos llevado mar adentro, y se los habrán comido los peces.
– Y ¿eso te hacía tanta gracia? ¿De ahí la carcajada que has soltado cuando él te hablaba? -Gabriel se dirigía esta vez a Helena. Estaba enfadado, pero no porque Helena fuera capaz de reír ante la perspectiva de que el cuerpo de Cordelia estuviera en esos momentos navegando a la deriva por el Atlántico, sino porque se sentía fuera de lugar, relegado ante la intensa camaradería que aquellos dos parecían compartir.
– No, no me reía por eso -dijo ella, muy seria-. Rayco acababa de gastarme una broma. Te entiendo, perdona, sé que no es momento para risas.
– Disculpa, no debería haberte hablado así. Perdóname, estoy un poco tenso. Y cansado.
– Sí, deberíamos pensar en volver a casa. Ya es tarde.
En el camino de vuelta, Helena siguió refiriéndole detalles de la investigación. La policía estaba segura de que Heidi estaba viva en alguna parte y de que se había marchado con una mujer, pues un testigo fiable decía haberla visto al día siguiente de la tragedia en una gasolinera de Tenerife.
Otros testigos aseguraban que Heidi y esa otra mujer estuvieron ese mismo día en un bar situado en la carretera que se dirige al aeropuerto. La otra mujer era alta, rubia y de pelo corto. Pero el caso era que tanto Ulrike como Cordelia eran altas, rubias y de pelo corto. El coche de Heidi, un Porsche Cayenne muy llamativo -únicamente había matriculados un número limitado de Cayenne en la isla, y entre ellos sólo uno era color amatista: el de Heidi-, había aparecido en el aparcamiento del aeropuerto, pero no constaba ninguna salida a nombre de Heidi, de Ulrike ni de Cordelia, aunque podrían haber viajado con pasaportes falsos.
Rayco continuaba clavándole a Gabriel aquellas miradas de soslayo cargadas de intención. Gabriel se avergonzaba de sus propios celos. ¿Cómo podía sentirlos en esas circunstancias, a un mes de casarse con Patricia y con la posibilidad de que Cordelia hubiera muerto pendiendo sobre sus cabezas como la famosa espada? Pero era como si su mente actuara en dos tiempos, a medias entre el presente y el pasado, un pasado en el que él no estaba comprometido y su hermana aún vivía, y como si la noticia de la desaparición de Cordelia sólo hubiera penetrado en la capa más superficial de su conciencia, dejando toda una profunda región adormecida en la ignorancia.
Cuando por fin llegaron a la casa de Helena, Rayco y ella se fundieron en un estrecho abrazo. Después, Gabriel oyó cómo ella le daba las gracias, una de las palabras que él podía entender en español. A continuación, el policía le tendió la mano a Gabriel y él se la apretó con una mueca agria que intentaba ser una sonrisa.
Cuando entraron en la casa no pudo contenerse y por fin le preguntó a Helena lo que llevaba toda la noche preguntándose a sí mismo.
– Rayco y tú… sois muy amigos, ¿no?
– Sí, mucho, nos conocíamos antes de que nos instaláramos en Punta Teno.
– Yeso de Rayco, ¿es un apodo?
– No, es su nombre. Un nombre guanche. Los guanches eran los pobladores originarios de la isla. Ya nadie habla su idioma, pero se han conservado los nombres y los topónimos. Aunque, ahora que lo dices, mira, nunca lo había pensado, sí que suena a nombre de policía, es gracioso. Verás, entre los muchos trabajos de camarera que tuve en el Puerto, hubo un verano en el que trabajé en un bar de ambiente que ya cerró. El dueño del bar, que, por cierto, adoraba a Cordelia hasta el punto de la veneración, tuvo algún tipo de asunto con Rayco, que por entonces era más o menos su novio oficial. Rayco y yo hablábamos mucho, pero nunca ine dijo a qué se dedicaba. Cuando volvimos aquí me lo encontré por la calle y le reconocí. Resulta que vive con su madre y en el pueblo no saben que es gay, me hizo mucha gracia.
– ¿Es gay?
– Pues claro, ¿no lo has notado?
– Y ¿en qué lo tenía que notar?
– En cómo te miraba, por ejemplo. En el coche no te quitaba los ojos de encima. Y cuando echamos aquellas risas era porque él había hecho un chiste sobre lo guapo que eras. Lo siento, entiendo que te parezca fuera de lugar, pero el sentido del humor isleño es así, muy franco, muy abierto…
Gabriel sintió que el corazón se le ensanchaba, como si de pronto una mano invisible hubiera levantado un peso que llevaba aplastándole el pecho desde el principio de la noche.
– Bueno, a veces no soy muy perspicaz para esas cosas…
– Sí, en eso te pareces a tu hermana. Ella tampoco se daba nunca cuenta de las pasiones que despertaba. -El hermoso rostro de Helena se contrajo en una expresión de sufrimiento. Sus ojos brillaban de tal manera que Gabriel pensó que iba a echarse a llorar, pero luego se repuso-. Es muy tarde, me voy a dormir. Mañana por la mañana debería pasarme por el herbolario. Han sido muy amables, me han dicho que me tomase el tiempo que quisiera, pero creo que debería ir a trabajar. Además, me vendrá bien. Si quietes, puedes ir a la piava por la mañana, y luego hablamos por la tarde. No sé si tiene sentido que te quedes mucho tiempo más, no sé si el cuerpo de Cordelia acabará por aparecer, no sé los trámites que hay que hacer en estos casos…
– Tienes razón, lo hablaremos mañana.
– Buenas noches.
Helena se acercó a él y le dio un beso en la mejilla leve como una caricia. Gabriel sintió que entre los dos se abría lodo un mundo de matices turbios e inexpresados, algo tan frágil como un cristal finísimo que los separara, una muralla invisible que un solo gesto, una sola palabra, podría derribar.
– Buenas noches.
Quiso decir algo más, pero las palabras se le helaron en los labios. Impotente y mudo, la contempló desaparecer por el pasillo.
La angustia flotaba en el aire, en el silencio. Gabriel, habitualmente frío y contenido, no podía evitar que una inquietud sorda y cerval le encogiera el estómago. El silencio hervía de movimientos, estaba lleno de sonidos extraños, el murmullo monótono del mar, lejanos ladridos de perros, grillos, el chirrido de alguna cigarra, algo que podría ser el insistente croar de un sapo, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la madera, el quejido de unos postigos lejanos abriéndose y cerrándose de nuevo en la oscuridad, la noche desgranando una sucesión de notas chirriantes y quejumbrosas… Desde la habitación de Helena le llegaba un rumor débil y sordo, su respiración trabajosa, sus movimientos en la cama. El olor salino del mar y el de la tierra del jardín se mezclaban con otras fragancias de flores nocturnas, y esos aromas secretos, cálidos, parecían vivos, como si hablaran. Quizá se mezclaran también con la esencia de Helena, el perfume floral de su piel, y el almizcleño de su sexo, de su sudor. Helena tampoco dormía, estaba seguro. Pensó en avanzar hacia el pasillo y entrar en su cuarto. No esperaba que ella le dejara meterse en su cama, pero sí que le permitiera entrar. Conversarían, hablarían otra vez sobre Cordelia.
Un extraordinario tumulto de ideas se agitaba en su interior. Se trataba de una sensación casi física, como una resaca. Gabriel pensaba en Cordelia con una mezcla de pena y remordimientos. Luego en Helena. Apenas la conocía como para sentirse tan unido a ella, con una intensidad y una vehemencia tan extraordinarias, pero lo cierto es que Helena era el único hilo que aún podía mantenerle unido a su hermana. Ella había tocado ima cuerda secreta que anteriormente sólo había pulsado Cordelia, y que ahora sentía vibrante y palpitante en él. En la oscuridad, recreaba el pasado y desenterraba momentos que creía perdidos para siempre en los sótanos de la memoria, exhumaba tesoros largamente olvidados, recuperaba determinadas imágenes de Cordelia: sentada a una mesa, dibujando princesas y dragones; de Cordelia a los doce años, tímida, con trenzas; de Cordelia a los catorce, repentinamente guapa; del pelo rubio de Cordelia y de su minifalda roja y azul; revivía la entonación de su voz de segunda soprano, la menor inflexión de su acento escocés, el timbre de campanillas de su risa, los amplios gestos de sus manos lunares de dedos larguísimos y nudosos, su olor mareante a ámbar (ignoraba el nombre del perfume que ella usaba en la adolescencia, pero lo habría reconocido entre otros mil si una mujer lo hubiera usado cerca de él), momentos recuperados en lo que tenían de imperecedero, puesto que, desde que él tenía el poder de conjurarlos y revivirlos, no se habían perdido. El pasado no se podía borrar.
Fue una noche de sueños extraños, de alegorías informes, en los que se deslizaban fantasmas aún más terribles que la misma realidad de la desaparición de Cordelia y de los cadáveres en el agua. Unos dedos blancos trepaban por las cortinas y las hacían temblar. Bajo tenebrosas formas fantásticas, sombras mudas se agazapaban disimuladas en los rincones de la habitación. Velos y velos de fina gasa oscura se fueron levantando y, poco a poco, la luz entró en la habitación: la cama, el armario, la mesa, la silla recuperaron sus formas y sus colores mientras la aurora rehacía el mundo en su antiguo molde. Fuera de las sombras irreales de la noche, resurgía la vida real, Punta Teno, la casa de Helena, y a Gabriel le invadió un salvaje deseo de que los párpados se abrieran sobre un mundo nuevo que hubiera sido creado en las tinieblas, sobre una casa en la que Cordelia estaría despertando en la habitación contigua; un mundo en el que el pasado ocuparía poco o ningún lugar, un mundo en el que los dos hermanos no se habrían distanciado jamás, en el que ni Ada ni Patricia habrían existido nunca, en el que Helena dormiría con él cada noche. Cabriel volvió a dormirse evocando esa idea y, cuando de nuevo abrió los ojos, la habitación estaba bañada de luz amarilla. Comprobó la hora en la pantalla de su iPhone. Las diez y media.
En la cocina, una nota de Helena: «I'll be back at 14.30. We can go for lunch then. If you wanna call me, my number is…»
¿Lunch? ¿A las dos y media? Gabriel nunca se acostumbraría a aquellos horarios. Envió un mensaje a Patricia desde el iPhone. No le apetecía mucho hablar con ella, sabía que no haría sino preguntar cuándo iba a regresar, y él no se sentía en condiciones de responder. De hecho, una voz agudísima le decía, desde el fondo de algún desván perdido del subconsciente, que no quería volver a Inglaterra.
Helena había dejado una bandeja con zumo de naranja, tostadas, fruta y café, y un juego de llaves. Gabriel desayunó en silencio armándose de valor para la empresa que tenía pensado acometer, una expedición en la que iba a necesitar de todo su coraje pese a que el objetivo se hallara a pocos metros de distancia. Había pensado en inspeccionar el cuarto de Cordelia.
Al abrir la puerta, la habitación le pareció silenciosa y lúgubre como una tumba tras los postigos cerrados. Desplazándose silenciosamente como por una cámara mortuoria, Gabriel la atravesó y, al abrirlos, inundó la habitación una luz límpida que tenía el tono y la transparencia del mar. Cuando se hicieron visibles los contornos de los muebles y los objetos, lo que más impresionó a Gabriel fue el escrupuloso método obsesivo que reinaba, centímetro a centímetro, en la estancia. En el tocador se alineaban tai ros y frascos cuidadosamente colocados por tamaños. Los libros de la estantería parecían ordenados por orden alfabético y la cama estaba hecha. Al abrir el armario, vio las camisetas dispuestas con pulcritud y clasificadas por colores en las baldas, los pantalones y las camisas colgando arregladamente, los zapatos lustrados y en hormas. Aquella simetría y regularidad neuróticas, tan parecidas a las que Patricia se empeñaba en imponer en la casa que compartían, le inspiraba inquietud y desazón. Si Cordelia se estaba preparando para el desorden final, para la gran nada, para la desaparición, ¿por qué lo había dejado todo tan bien estructurado, hasta los objetos más insignificantes? Un esfuerzo maníaco que a Gabriel le resultaba inútil y ridículo, una tarea estéril que expresaba un triste deseo inalcanzable: el de poner orden en el gran desorden que siempre había campado en la cabeza de Cordelia.
Y, sin embargo, aquella habitación era Cordelia, el alma de Cordelia. La lámpara, la mesilla de marroquinería, la estantería de madera antigua, la colcha, el cenicero, la pirámide de cuarzo en la mesilla de noche, el tapiz que decomba una de las paredes… No armonizaban mucho entre sí, pero cada objeto de la habitación era especial. Se notaba que allí nada había sido adquirido en una tienda. Cada detalle tenía el acabado artesano que hacía pensar en Cordelia recorriendo mercadillos o tiendas de antigüedades por toda la isla. Gabriel tuvo la impresión de que aquellos objetos no los habían comprado los dueños de la casa, porque la decoración de esa habitación en nada recordaba, por ejemplo, a la de la cocina, sino que Cordelia los había elegido uno a uno a partir de su propio y muy personal criterio estético. Aunque pudieran parecer disonantes si uno buscaba una uniformidad estética entre ellos, la relación que se establecía entre todos era de una armoniosa y coherente discordancia.
En el armario, al lado de los zapatos, había una vieja caja de galletas de latón. Dentro había una carpeta azul marino sujeta con una goma que contenía fotos. Gabriel vio sus propios ojos. Los dos incisivos de más que le sacaron cuando tenía catorce años. Llevaba unos pantalones azules que no recordaba, y su propia sonrisa. Era él, de niño. La carpeta estaba llena de fotografías de infancia suyas y de Cordelia. A Gabriel le resultó muy duro pensar que ella le había dejado allí, que no había contado con él para su nueva vida. Prefirió imaginar que quizá su hermana pensaba volver.
Examinó los títulos de los libros, ordenados alfabéticamente por autores: Blake, Borges, Certeau, Cirlot, Eliade, T. S. Eliot. Gilbran, Hesse… Blake siempre había sido el poeta preferido de Cordelia, desde los catorce años. Le extrañaba que no se hubiera llevado el libro consigo. Se trataba, además, de un ejemplar muy caro de sus obras completas, antiguo, de guardas de tela y cantos dorados, que Gabriel reconoció de inmediato. Cordelia lo había comprado a los quince años en una librería de viejo, y había estado ahorrando meses para poder adquirirlo, tras convencer al dueño de la tienda de que le permitiera pagarlo a plazos. Lo abrió. Muchos de los versos estaban subrayados: « To see the world in a grain of sand, and to see heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hands, and eternity in an hour.» Entre las páginas encontró una rosa seca que podía llevar, a juzgar por su estado, años aprisionada en el interior del libro. Y billetes del ferry Tenerife-Las Palmas-Las Palmas-Fuerteventura.
Gabriel inspeccionó uno por uno todos los demás libros, sacudiéndolos como esteras a las que se quita el polvo en busca de algún otro papel o nota que Cordelia hubiera dejado entre las hojas. Nada.
Encendió el ordenador. No le pidió clave. Buscó en la carpeta «Mis documentos». Nada. Vacía. Cordelia, evidentetemente, había limpiado el contenido antes de partir. Revisó los cajones de la mesa en la que se hallaba el ordenador: Clips, gomas, lápices, un estuche para guardar cedes. Joy Division, Bauhaus, Japan, Dylan, Tom Waits, The Gyuto Monks, David Byrne, Galaxy 500, Bill Evans, Coltrane, Rull is Thomas, Infinity… Allí había unos veinticinco cédés con los nombres de los grupos o intérpretes cuya música contenían escritos con una caligrafía pulcra que Gabriel reconoció como la de su hermana, las mismas letras picudas que recordaba de las postales y las cartas que le había enviado cuando estuvo en París en su viaje de fin de curso. La misma letra de la última carta, la de la despedida.
En el cajón de la mesilla había unas gafas de sol de diseño antiguo, una pluma Montblanc sin tinta que debía de ser carísima -se extrañó de que Cordelia la hubiera dejado allí-, un cepillo de pelo -con algunos cabellos rubios todavía prendidos entre las púas, lo que hizo que se le empañaran los ojos-, una caja de aspirinas, un diccionario de bolsillo inglés-español, unos auriculares y un bote pequeño de crema hidratante de Guerlain. Nada más.
Tenía la impresión muy vivida de que allí, escondido bajo la aparente pulcritud de la habitación de Cordelia, le esperaba un mensaje importante, un detalle que había pasado por alto, como en esas sopas de letras que a primera vista parecen una maraña informe y sin sentido de caracteres y en las que después, en una ojeada más detenida, uno va descubriendo palabras. La intuición de una fractura, de una distancia, de un radical desencuentro entre lo que se veía y lo que estaba. En algo no había reparado, tenía esa impresión muy clara, pero ¿en qué? ¿Qué pista se le estaba escapando?
Llamó al número que Helena le había dejado y le preguntó dónde estaba la tienda. «En la plaza -dijo ella-. Te doy el nombre de la plaza y el número.» Le proporcionó también un número de radiotaxi porque la casa estaba algo alejada del pueblo. «No te preocupes -le dijo-, aquí todos los taxistas entienden el inglés.» «Hablo español», le recordó Gabriel. «Sí, bueno, como quieras.»La encontró en el mostrador de la tienda, ocupada en etiquetar productos con una máquina que parecía una grapadora gigante. Se había soltado el pelo y el sol arrancaba destellos a la espesa cabellera castaña y rizada, que relumbraba como un aura rojiza alrededor del rostro de Helena. Sonrió cuando le vio, y a él la sonrisa se le coló en lo más profundo.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella.
– Sí, mucha. Supongo que no debería tenerla, pero me siento capaz de comerme un caballo entero.
– Es lo normal, el mar da hambre. Si esperas media hora a que cierre, puedo llevarte a un guachinche maravilloso.
El guachinche estaba a unos cuantos kilómetros de Buenavista, mirando al mar. Les fueron trayendo un plato tras otro y Helena le iba explicando el nombre de cada manjar: garbanzas compuestas, conejo en adobo, papas con costillas de cerdo, piñas de maíz. El vino del país era afrutado y blanco. A los dos vasos, Gabriel empezó a sentirse feliz de estar allí. La vocecita que le instaba a quedarse se iba haciendo más y más insistente. De alguna manera le parecía que todo lo que había vivido con Patricia era irreal, como si hubiera estado bajo el influjo de un hechizo y, de pronto, al caerse el velo del encantamiento, la carroza volviera a ser calabaza y el palafrenero un ratón, mientras que la verdadera vida, la única digna de ser vivida, transcurría allí, en aquella tierra de arena negra.
– Verás -dijo Helena-, tengo algo más que contarte.
– ¿Más todavía?
– Sí. Y es largo de contar.