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LA VIDA SECRETA DE LAS MADRES

– Hay algo que no me atreví a contarte cuando hablamos el otro día. No es que no me atreviera, en realidad, es que lo omití porque…, bueno, porque era una de tantas historias que nos sucedieron durante esos años y porque, si la incluía en el relato, iba a crear, ¿cómo se dice?, una desviación. O sea, que pensé que iba a alargarme demasiado, o a apartarme de lo importante, de lo que debías saber urgentemente. Creo que también la omití porque pensé que aquél no era quizá el momento de que lo supieras, no quena… no quería… No sé cómo explicarlo, no quería liarte la cabeza llenándotela de historias… difíciles, por decirlo de alguna manera.

– ¿Quieres decir que hay algo más de Cordelia que no me has contado? ¿Tenía problemas serios con las drogas o algo así?

– No, qué va. no tiene nada que ver con eso. Es sobre otro asunto.

– Soy todo oídos.

– Mira, Gabriel, a ver por dónde empiezo… Evidentemente, sabes que tu madre era canaria.

– Sí, claro.

– Y ¿qué más sabes de ella?

– Que trabajaba en un hotel en Londres, que allí conoció a mi padre, que estaba en viaje de negocios. Que él tenía treinta y cinco y ella aún no había cumplido los veintiuno, que se enamoraron, que se casaron, que nací yo…

– Y ¿nunca te preguntaste por qué no conociste a tus tíos, a tus primos o a tus abuelos? ¿Por qué nunca viniste a visitar Canarias, su pueblo de origen? ¿Por qué ningún familiar de tu madre asistió al funeral o se puso en contacto con vosotros después de su muerte?

– Según tengo entendido, mi madre era huérfana y no tenía hermanos. Y nunca vinimos a Canarias, supongo, porque no se dio el caso. Ten en cuenta que ella falleció cuando yo tenía diez años.

– Y ¿tu madre nunca te contó cómo habían fallecido sus padres?

– No. Supongo que nunca se habla de esas cosas con un niño…

– Y, de mayor, ¿nunca sentiste curiosidad? Curiosidad por conocer la historia de tu madre, de dónde venía, cómo había llegado a Inglaterra… Al fin y al cabo, sabías mucho de tu padre. Conocías a toda su familia, sabías dónde había nacido, dónde había vivido… ¿No echaste de menos conocer más sobre tu madre?

– Mira, la verdad es que no. Crecí sin padres y siempre procuré no pensar mucho en ellos… No recrearme con la pérdida, no darle más vueltas al hecho de que era huérfano. Los había perdido, y fue muy doloroso. Y acordarme de ellos me deprimía. Supongo que es la única explicación a esa falta de interés, que, por lo que parece, a ti te resulta tan extraña.

– No es que resulte ni extraña ni normal. Pero el caso es que tu hermana sí se hacía preguntas. Por eso precisamente vino aquí, en busca de sus orígenes, en busca de su pasado.

– ¿Y?… ¿De eso quieres hablarme? ¿Encontró algo que yo debería saber?

– Sí, lo encontró. Verás, el hombre con el que vino…

– Richard.

– Richard, exacto, era amigo de tus padres. El conocía por tanto el nombre completo de tu madre.

– Mi madre se llamaba Aneyma Hernández, de soltera. Aneyma Sinnott tras casarse. Hasta ahí sí que lo sé. De todas formas, en Inglaterra todo el mundo la llamaba Anna. Su nombre canario era difícil de pronunciar.

– Aneyma no es un nombre canario. Parece guanche, pero no lo es. Es un nombre muy raro. Además, como sabes, en España se llevan dos apellidos, el del padre y el de la madre, y las mujeres no pierden legalmente los apellidos al casarse, de forma que tu madre, en su partida de nacimiento española y en su pasaporte español, tenía dos apellidos. Se llamaba María Aneyma Hernández Betancur. Y ese segundo apellido no es tan común. Entre el nombre, inusual, y el apellido, también inusual, la posibilidad de (que hubiera muchas mujeres en Canarias con ese nombre era remota, por no decir imposible. Así que sólo quedaba buscar la ciudad de origen de tu madre e indagar en el Registro Civil. Y Richard ayudó a tu hermana. No sé exactamente por qué, supongo que porque era el gestor de vuestro fideicomiso y por esa razón tenía acceso a todo tipo de documentos, entre los que se encontraba la partida de nacimiento de tu madre.

– Y porque estaba enamorado de Cordelia, es obvio.

– Sí, claro. Lo cierto es que ella se enteró así de que tu madre había nacido en Candelaria, un pueblo de Tenerife. Su intención al venir aquí era indagar allí para saber algo más sobre vuestra madre.

– Y fue inmediatamente a Candelaria, supongo…

– No inmediatamente. Esperó casi dos años, no sabría decirte por qué. Quizá por las mismas razones por las que tú no quisiste investigar. Quizá porque le parecía difícil aceptar la idea de que su madre, que se había quedado huérfana tan joven, hubiera dejado a su vez huérfanos a sus dos hijos… Era demasiada casualidad. ¿Tú nunca lo viste así?

– Pues la verdad es que no. No pensaba en ello. Quizá fuera una estrategia defensiva, no lo sé.

– ¿Has oído hablar de las constelaciones familiares?

– Creo que sí… Me suena. Un tipo de terapia alternativa, una cosa esotérica de esas que tanto le gustaban a mi hermana.

– No sé si es esotérica o no, pero sí, se trata de una terapia alternativa. Grosso modo, y no sé si sabré explicarlo bien, la teoría de las constelaciones familiares es que, de alguna manera, estamos condenados a repetir los errores de nuestros ancestros, incluso si no los hemos conocido. Por ejemplo, si en una familia ha habido un asesinato, es muy probable que entre los hijos, los sobrinos o los nietos del asesino haya otro asesino.

– Pero eso se puede explicar por una cuestión de predisposición genética o de influencia ambiental. Si creces en el Bronx y tu padre está en la cárcel, tú puedes acabar en la cárcel también; no hacen falta teorías esotéricas para explicar algo así.

– De acuerdo, pues entonces te pongo otro ejemplo. Cordelia tenía un libro sobre constelaciones. Me dejó helada leer que, si en una familia había habido un hijo ilegítimo, los descendientes de esa familia tendrían también hijos ilegítimos, y, aquí viene lo sorprendente, cuando la existencia de ese familiar ilegítimo hubiera sido silenciada. Se habían registrado muchísimos casos. Son esquemas que se transmiten de generación en generación.

– Bueno, si crecen en un ambiente en el que las relaciones extramatrimoniales se aplauden, es normal. Y vuelvo al ejemplo del Bronx: si en el Bronx tu padre ha tenido tres hijos de tres mujeres diferentes, tú también los tendrás.

– Vale, pero en el libro no se hablaba de casos del Bronx. Trataba de casos en los que se había seguido el rastro de familias judías que se habían dispersado tras el holocausto y cuyos descendientes no habían conocido a sus tíos o a sus abuelos. Por ejemplo, un intelectual neoyorquino cuyo hermano había intentado asesinarle en un arrebato de celos descubría que en la lejana Galitzia, en Polonia, su tío abuelo asesinó a su abuelo en una pelea…

– Pero ¿cómo puede transmitirse ese tipo de comportamiento? No creo que haya un gen que contenga la información «peléate con tu hermano». Me suena más bien a casualidad.

– Demasiadas casualidades. Demasiadas historias de familia que se repetían como si siguieran un patrón a lo largo de generaciones. En cualquier caso, ¿cómo explicarlo? Formamos parte del alma y del destino de muchas personas con las que estamos directamente relacionados de alguna manera. Es un alma colectiva que parte de una historia, que se hereda de generación en generación y que marca a cada ser humano de una manera particular. Somos parte del campo morfogenético de nuestra especie y, particularmente, del campo morfogenético de nuestra familia.

– Y ¿eso qué es?

– Un campo de energía. Por ejemplo, todas las abejas de una colmena están unidas por un campo morfogenético, por un patrón o estructura energética que hace que funcionen como un todo.

– ¿Esa teoría es científica?

– Bueno, la formuló un biólogo, pero… Gabriel, no seas escéptico, simplemente escúchame. Si me interrumpes todo el rato no llegaremos nunca al final de la historia.

»Pues bien, en ese campo mórfico, si creemos que existe, se alberga toda la información de nuestra historia familiar, la conozcamos o no. Por eso heredamos las cualidades de nuestros ancestros, pero también heredamos sus conflictos no resueltos. Esa viene a ser la teoría de las constelaciones familiares.

– Pero no tiene ningún sentido creer que porque mi madre fuera huérfana nosotros estábamos condenados a serlo también…

– Para ti no tiene sentido, pero para Cordelia sí. Ella estaba obsesionada con la idea de que, de alguna manera, vosotros habíais pagado las culpas no resueltas de la madre, y que si ella no averiguaba lo que había pasado, estaría condenada a repetir la misma historia, como en un bucle.

– Eso suena de lo más absurdo.

– Pero ella lo creía así.

– Absurdo, absurdo… Y tan propio de Cordelia…

– Tú opina lo que quieras. En cualquier caso, fuimos a Candelaria, al ayuntamiento. Creíamos que tendríamos que verificar algún registro de empadronamiento o algo así. La verdad, no sabíamos por dónde empezar. Pero todo fue pan comido. En cuanto entró tu hermana por la puerta, al funcionario que estaba en la ventanilla se le iluminaron los ojos. Cordelia iba muy guapa ese día. Llevaba un vestido de seda color aguamarina, a tono con sus ojos. Incluso se había maquillado. Cuando, con la amabilidad y la habilidad social que la caracterizaban, explicó su historia y lo que estaba buscando, el funcionario pareció entenderlo todo, y resultó, ahora te vas a quedar blanco…, que el hombre había conocido a tu madre. Piensa que Candelaria tiene ahora unos veinte mil habitantes, pero en los años sesenta apenas tenía seis mil. En un pueblo pequeño, y más entonces, cuando no había tantos medios de comunicación, y mucha menos movilidad que ahora, todo el mundo se conoce. Y…, bueno, hay algo más que no sabías: tu madre tenía hermanos. Dos.

– ¿Mi madre? ¿Hermanos?

– Sí. El caso es que el funcionario sabía dónde vivían los tíos de Cordelia, tus tíos. Uno de ellos residía aún precisamente en la misma casa donde había nacido y crecido vuestra madre. La que había sido la casa más grande y más bonita de Candelaria. Al funcionario le faltó tiempo para coger el teléfono y enredarse en una serie de llamadas hasta que localizó a tu tío. Imagina la que se lió. Tus tíos no habían sabido nada de vuestra madre desde que ella se marchó, no sabían siquiera que tenían sobrinos… En fin, estaban más que dispuestos a hablar con nosotras y a enseñarnos la casa.

– Es demasiado fuerte… No puedo creerlo.

– Ya, a Cordelia también le sorprendió enterarse.

– No es una sorpresa. Es… es algo más fuerte. Una conmoción.

– No podíamos ir inmediatamente a la casa porque el lío estaba trabajando. Trabajaba en la oficina de la línea de autobuses, creo recordar… Bueno, ese dato no importa. El caso es que nos fuimos a comer a uno de los mejores restaurantes del pueblo, en la antigua calle de la Arena, para hacer tiempo, pero Cordelia apenas pudo probar bocado de tan excitada que estaba. Le temblaban las manos y todo, imagínate.

– Puedo imaginarlo perfectamente. Como comprenderás, me es fácil ponerme en su lugar.

– Sí, claro. Ya entiendo. Debe de serte difícil a ti también, ahora…

– No tan difícil como para no querer conocer el resto de la historia.

– Bueno, pues llegaron las seis de la tarde y nos dirigimos, como habíamos acordado, a la que había sido la casade tu madre, que estaba muy cerca de la basilica de Santa Candelaria. Era una casa enorme, de tres pisos, encalada, con las balconadas y las persianas de madera. Una casa de gente de dinero. Llamamos, nos abrió una señora que se quedó mirando a Cordelia como si hubiera visto un fantasma y después de una pausa de asombro, cuando recuperó, supongo, el habla, lo único que supo decir fue: «Eres idéntica a tu madre, idéntica.» Pero no abrazó a Cordelia ni mostró ningún tipo de alegría o de emoción positiva. Parecía más bien asustada… Nos condujo a un salón enorme, muy bien dispuesto, con muebles antiguos y caros, y nos presentó a su marido, que era el tío de Cordelia, y tu tío también, claro. Aparentaba unos sesenta años, así que le supuse el hermano mayor de vuestra madre. Una de las cosas que más ine impresionó es que se trataba de un hombre nada, pero que nada atractivo. No sé, veías a Cordelia, tan guapísima, tan perfecta, y te costaba creer que aquellos dos pudieran tener algo en común. Pensé que podía ser todo una equivocación, y que, efectivamente, tu madre no tuviera hermanos, porque no existía a primera vista el más mínimo parecido entre Cordelia y aquel señor. Además, él no parecía feliz, se le veía muy tenso. Y, no sé…, yo pensaba que si uno acaba de descubrir que tiene una sobrina, y tan guapa, debería estar contento, o al menos excitado. Pero no, él… parecía que se hubiese tragado un palo. Le pidió a Cordelia si, por favor, podía mostrarle alguna prueba de que ella era, efectivamente, la hija de Aneyma. Tu hermana sacó de su bolso la partida de nacimiento de tu madre y su pasaporte, después su propio pasaporte, el de ella, y una antigua foto en la que estaba Cordelia de niña en los brazos de tu madre, y se la pasó a aquel señor, a vuestro tío. El fue mirando y remirando cada uno de los documentos como si se tratara de un joyero que tasara una piedra antigua para verificar si realmente valía tanto como le decían o le estaban engañando. Finalmente le devolvió los documentos con expresión contrita. Le preguntó entonces a Cordelia qué vida había llevado tu madre en el Reino Unido, y tu hermana le hizo un resumen más o menos sucinto. El no hacía muchas preguntas, resultaba raro aquel aparente desinterés. Yo veía la decepción en los ojos de Cordelia, aquélla no era la familia que había esperado. Al final, lógicamente, ella preguntó cuál era la razón de que la familia se hubiera distanciado, si a él se le ocurría por qué su madre le había ocultado siempre que tenía hermanos, y el señor respondió algo así como «A mí me vas a preguntar, yo qué sé», muy desagradable y tenso él. Y siguió diciendo que Aneyma siempre había sido así, rara, a su aire, y que Canarias le venía pequeño, y que ella buscaba otra cosa, y que no entendía por qué no había querido contactar más con la familia ni mucho menos por qué había ocultado que la tenía, si ellos siempre la habían tratado bien, pero ella no había sabido apreciarlo… Todo, de verdad, sonaba muy extraño. Intuíamos que allí había un problema, pero yo no acertaba a imaginar cuál debía de ser. Cordelia preguntó por el otro hermano y el señor le dijo que vivía en Barcelona, que le podía dar su número y su dirección si quería. Tu hermana preguntó entonces si tenían fotos de su madre, fotos de familia. El señor le enseñó una foto antigua, enmarcada, que estaba criando polvo en lo alto de una estantería y en la que hasta entonces no habíamos reparado. Una foto antigua, tomada en los años sesenta, supongo, de esas que se sacaban entonces en estudio de fotógrafo, de una familia, todos en pose muy envarada, mirando a cámara. El padre, de pie; sentada a su derecha, en una silla, su mujer, con un niño pequeño en brazos. A su izquierda, una niña rubia, guapa, que le cogía la mano. Yal lado de la madre, otro niño, moreno, renegrido, de ceño hosco. Cordelia señaló a cada uno de los retratados: «Esta es mi madre, éste debes de ser tú…» El señor asentía con la cabeza. «Este es el hermano más pequeño, el que vive en Barcelona, éste es mi abuelo y ésta es mi abuela.» Y el señor, vuestro tío, que le dice: «Ese es tu abuelo, pero ésa no es tu abuela. La madre de Aneyma murió en el parto. Mi padre se casó después con mi madre. Aneyma era mi hermanastra, teníamos madres diferentes.» Y entonces entendí por qué aquellos dos no se parecían en nada. Cordelia quiso saber si había más fotos. El le preguntó a su mujer, que había estado a su lado todo el rato, calladísima, y ella dijo que sí, y se fue a buscarlas. Toda la situación era muy tensa. Nosotras no sabíamos qué más preguntar. Yo estaba haciendo cuentas mentalmente. Si él era menor que Aneyma, no podía tener más de cincuenta y dos años, pero parecía mucho mayor, como si la vida le hubiera tratado muy mal. Por eso le había tomado al principio por el hermano mayor de vuestra madre, no se me ocurrió que podía ser más joven. Y es que tenía el rostro surcado de arrugas. Cordelia tampoco hablaba, sólo contemplaba embobada la fotografía.

Apareció la señora y trajo varios álbumes. «¿Sabes?», le dijo a Cordelia, «yo he vivido toda la vida en Candelaria, conocí a tu madre desde chica, y la verdad es que sois idénticas, lo vas a ver en las fotos». Nos dijo que traía también fotos de sus hijos, el mayor estaba estudiando en Madrid, y el pequeño en ese momento…, bueno, no sabía dónde estaba el pequeño: «Estará con los amigos, como siempre.» La señora dijo que si Cordelia estaba interesada en conocer a su primo podían llamarle por el móvil. Tu hermana no respondió, estaba ensimismada contemplando fotos antiguas. Yo me senté a su lado y también miré fotografías. En uno de los álbumes, Aneyma aparecía de cuando en cuando, siempre en fiestas familiares, en Navidades o en vacaciones. No había una sola foto en la que saliera sola. Era verdad que su hija era su viva imagen. En una de las imágenes se habría dicho la misma persona, como si hubieran vestido a Cordelia de época para una película. Aneyma parecía una chica muy tranquila, iba vestida de un modo muy sencillo, con faldas y chaquetas, y el cabello siempre recogido, con diademas o coletas. Tenía un aspecto tan virginal, tan de buena chica, siempre sonriendo dulcemente, que no podías ni imaginar que una muchacha así hubiera decidido, de la noche a la mañana, dejar a su familia y marcharse a vivir a Inglaterra ella sola, sobre todo si te paras a pensar que por entonces no tanta gente se marchaba, y mucho menos de un pueblo pequeño de Canarias, que entonces las mujeres estaban mucho más sometidas que ahora, ya sabes, el régimen franquista y tal… En fin, que yo estaba muy intrigada con la historia, no entendía qué había podido pasar para que, de la noche a la mañana, la chica hubiera puesto tierra de por medio de una forma tan drástica y no hubiese querido siquiera volver a ver a la familia ni contactarles jamás. Pero viendo el aspecto y la actitud de aquel señor y la pose servil y sumisa de su mujer, pues me imaginé todo tipo de historias, la verdad, como que Aneyma había sido una niña maltratada, porque tu tío, ya te digo, parecía tan raro, tan hosco, tan malencarado… Yen todas las fotos se veía a tu madre sonreír, pero con una sonrisa de circunstancias, triste, y siempre…, no sé, como distante, como si no participara mucho.

– Y Cordelia, ¿cómo estaba?

– Muy callada. Sólo miraba y remiraba el álbum, estaba muy pálida.

– Sí, puedo imaginarlo. Casi…, no sé, casi la veo. -Suspiró y enterró la cabeza entre las manos, como si estuviera muy hundido.

– Bueno, pues eso, el ambiente estaba muy tenso. Cordelia estaba como ida, y claramente a punto de llorar. Tenía los ojos húmedos. Yo pensé que era mejor sacarla de aquella casa, de aquel ambiente tan oprimente, así que tomé las riendas de la situación y le dije a aquel señor que teníamos que regresar al Puerto (entonces aún vivíamos allí) y que les contactaríamos en otro momento para una posible visita futura. Ayudé a Cordelia a levantarse porque me daba la impresión de que no lo iba a hacer sin mi ayuda y salimos de allí.

– Y ¿no volvisteis a contactar con ellos? Con mis tíos, quiero decir, con el resto de la familia.

– No… Pero, verás, ahí no acaba la historia. Cuando salimos de la casa, Cordelia iba apoyada en mí como si en lugar de una chica joven se tratara de una anciana. Yo supuse que se había llevado una impresión muy fuerte, que no entendía por qué su madre nunca le había dicho que tenía hermanos y, sobre todo, me daba cuenta de que no le había gustado nada, pero nada, su nueva familia. Habíamos dejado el coche en un aparcamiento cercano a la playa y nos quedaba un trecho por andar. Y entonces tuve la sensación de que alguien nos seguía. Fue una intuición, no una certeza. Es decir, notaba una mirada clavada en mí, como una quemadura en la nuca. Una sensación física pero inexplicable, no sé si alguna vez te ha pasado…

– Sí, sí me ha pasado -respondió Gabriel con una expresión repentinamente ensoñada y grave, recordando cómo una vez, cuando aún no había iniciado su romance con Ada, mientras se dirigía hacia su casa, le asaltó el presentimiento de que alguien le seguía y al darse la vuelta la encontró allí, Ada, digna y mayestática, con los ojos enormes clavados en él, y el perrito a su lado.

– Al final no pude más y me volví. Y allí había una señora mirándonos, a las dos. Una señora madura pero muy guapa, muy… estatuaria, muy sobria. Irradiaba un aura de dominio, de serenidad. Me detuve, sorprendida. En ese momento Cordelia se dio la vuelta también y, cuando la mujer la vio, se quedó pálida de pronto y boquiabierta. Literalmente boquiabierta, te lo juro, con la boca formando una «o» bien redonda y sostenida.

– No me digas más. Había confundido a Cordelia con mi madre.

– Algo así. Ya sabía que Cordelia era la hija de tu madre, pero supongo que la señora no esperaba que el parecido fuera tan asombroso. En aquel momento a la señora empezaron a rodarle por la cara unos lagrimones gordos como pedruscos, y extendió sus brazos hacia Cordelia, que se había quedado petrificada, tal que si quisiera tocar el manto de la Virgen o algo así. Yo le pregunté qué sucedía y por fin la mujer pareció reponerse. Nos explicó que alguien la había llamado contándole que la hija de Aneyma estaba en el pueblo y que había ido a visitar a su tío, pero que como ella no se llevaba bien con Yeray…

– ¿Yeray?

– Tu tío. Se llamaba, se llama, Yeray. Pues eso, que como no se llevaba bien con Yeray había estado observando desde la ventana, porque ella vivía en la casa de enfrente, a ver si nos veía salir, y nos había seguido. A mí, cuando me dijo aquello de que no se llevaba bien con tu tío, la señora me despertó una simpatía inmediata, y creo que a Cordelia también. Nos preguntó si teníamos prisa y nos invitó a tomar un café.

– ¿A su casa? ¿Volver otra vez frente a la casa del malvado tío… Jeremy?

– Yeray, tu tío se llama Yeray. No, fuimos a un bar del puerto, y tuvimos una conversación muy larga.

– Y supongo que entonces os explicó la razón de la extraña desaparición de mi madre…

– Más o menos. Aquella señora se llamaba Yaiza y había sido la íntima amiga de tu madre, por no decir la única amiga. Nos contó la historia que tu tío Yeray no nos había contado, aunque dejaba algunos puntos sin aclarar. Puntos que a tu hermana le obsesionaron mucho tiempo… Mira, no sé si tengo razón en esto o no, pero creo que a tu hermana le entró esa adoración por Heidi porque estaba buscando…, no sé cómo decirlo…, una madre sustituía. ¿Te parece que digo tonterías?

– No, en absoluto. De verdad. Me parece una conclusión lógica, casi obvia. Pero ¿por qué no me cuentas lo que os contó aquella señora? Supongo que te explicaría por qué mi madre se marchó y por qué se inventó que no tenía familia.

– Bueno, más o menos… No lo aclaró todo, pero sí que nos contó una parte de la historia de tu madre que probablemente no conocías. Es una historia larga.

– Tenemos tiempo.

– Vale… Pues si quieres, te la cuento. Empecemos por la madre de tu madre, por tu abuela. Era una chica de muy buena familia, su padre era terrateniente. Era el dueño de hectáreas y hectáreas de plataneras por media isla. Vivían en Santa Cruz, la capital, pero poseían una casa en Candelaria y también tierras allí. Tu abuelo, por lo que parece, era un hombre muy guapo pero, sobre todo, tenía mucho don de gentes, mucha labia. De alguna manera enamoró a la chica y se casó con ella. El porqué unos terratenientes de tanto dinero consintieron que su hija se casara con un simple hijo de pescadores se debió a que tu abuela estaba enferma. Por eso la enviaban a Candelaria, que era entonces un pueblecito idílico, tranquilo, pequeño. Porque los médicos decían que la chica necesitaba mucho reposo. Y allí en Candelaria conoció a su marido, a tu abuelo. Tu abuela era lo que llamaban una niña azul, es decir, que padecía algún tipo de malformación cardíaca, y por eso tenía los labios de una extraña coloración entre violeta y azulada. Como además era muy rubia y muy blanca, ya que pasaba mucho tiempo en la cama y muy poco al aire libre, mucha gente creía que estaba endemoniada o hechizada. Su piel era tan fina que dejaba ver al trasluz los cercos malvas de sus párpados y la corriente azul de sus venas. Así que, cuando la muchacha, que debía de tener un carácter muy fuerte, le dijo a la familia que quería casarse con aquel hombre, ellos, en lugar de oponerse, como habría sido lo normal si ella hubiera estado sana, bendijo la unión con alegría. Al fin y al cabo, tu abuelo tampoco era pobre de solemnidad. Su familia tenía un huertito y una casa grande, y con la ayuda de su suegro podían convertirle fácilmente en alcalde de Candelaria. De forma que todo el pueblo pensó que aquel hombre se casaba con la niña azul por interés y por dinero. La primera, su madre, la madre de él, una señora de pueblo que, como tantos, creía que había algo sobrenatural en aquella chica y recelaba mucho del enlace. Nunca se llevaría bien con su nuera. Pues bien, se casan, el padre de ella les regala un terreno y les construye la casa tan grande en la que ahora vive tu tío Yeray, y todo va más o menos bien hasta que la chica se queda embarazada. En un caso como el suyo, era imposible que el embarazo se llevase a término. Ella lo sabía. Ten en cuenta que aquí, en la isla, como en cualquier parte, ha habido siempre métodos anticonceptivos y abortivos, mucho antes de que se empleara la píldora. Las mujeres bebían infusión de ruda, salvia o ajenjo para abortar, o se introducían unas esponjitas empapadas en vinagre para evitar la concepción. Pero tu abuela se quedó embarazada porque quiso, porque estaba enamorada de tu abuelo, que era un hombre muy seductor y pasaba mucho tiempo fuera de casa, y ella pensó que, si no le daba hijos, le perdería por otra mujer, más sana. El caso es que su abuela murió en el parto, como todo el mundo esperaba, y fue sólo gracias al dinero de tu bisabuelo que su bebé, tu madre, sobreviviera, porque a tu abuela la trataron los mejores médicos de Tenerife, y no la comadrona de Candelaria, y por eso la criatura se salvó, o eso creían tus parientes. A aquella bebita la criaron con leche de una cabra que destinaron exclusivamente a nodriza de tu madre, ya que no encontraron en aquel momento ama de cría, y la bebita creció hasta convertirse en una muchacha tan guapa y tan sana que, si tenemos que creer a Yaiza, muchas madres de Candelaria les dieron desde entonces a sus bebés leche de cabra para que crecieran tan altos y tan hermosos como llegó a crecer aquella niña.

– Y esa muchacha era Aneyma, mi madre.

– María Aneyma. A la niña la bautizaron María Aneyma por una equivocación. Por lo visto, tu abuela era una de las pocas mujeres de la época que leían. Por entonces, en Candelaria muchas mujeres no sabían leer y las que sí sabían no lo hacían casi nunca. La gente no tenía libros en casa. Pero tu abuela sí que leía mucho, o al menos mucho para lo que se estilaba en la época. Además, había estudiado latín con el propio obispo de Tenerife, o eso aseguraba Yaiza, aunque puede que exagerara. Parece ser que para estudiar latín tu abuela había traducido textos de la Eneida de Virgilio, lo que, en una joven de la época, resultaba de lo más excepcional, así que debía de ser una mujer muy inteligente y de mucho carácter. A tu abuela, por lo visto, le encantaba la historia de Dido y Eneas, y se la iba contando a tu abuelo, que no leía absolutamente nada. Tu abuelo pensó en llamar a la niña Dido, pero en español, como sabes, los nombres masculinos acaban en «o», y Dido suena a nombre de chico o, peor aún, de perro. Así que decidió llamar a la niña Eneida, en honor a la madre fallecida y a su historia de amor. En aquel entonces en España, por ley, a los niños sólo se les podía imponer nombres legitimados por el santoral católico, pero en Canarias siempre hubo manga ancha a ese respecto, como la hubo respecto a muchas otras leyes dictadas en la lejana Península. Dependiendo de lo tolerante que fuera el párroco que bautizara, era fácil que los niños llevaran nombres autóctonos, guanches, sobre todo en el caso de las niñas, siempre que llevaran un «María» precediendo al nombre. Y de alguna manera el párroco del pueblo no entendió aquello de «Eneida» y al final la niña se llamó María Aneyma, porque sonaba a nombre guanche.

– Entonces, ¿mi madre era la única Aneyma de la isla?

– Sí. Por eso resultó tan fácil de localizar. Sigo con la historia, si te parece. Parece que tu abuelo estaba de verdad enamorado de tu abuela y que, a pesar de lo que decían en el pueblo, el interés económico no había sido la única razón, o no la principal, del matrimonio. En cualquier caso, cuando su esposa falleció se sintió muy culpable y se sumió en una depresión muy seria. Se pasaba el día encerrado en casa, mano sobre mano y la cabeza gacha. Y tu bisabuela, su madre, que, si tenemos que creer a Yaiza era una lianta de mucho cuidado, aprovechó su estado para casarle de nuevo, convenciendo al pobre hombre, que a cuenta de la tristeza ni sabía adónde iba o de dónde venía, de que la bebé necesitaba alguien que cuidara de ella. Y le eligió a una chica del pueblo muy modosita, muy joven, muy fácil, o sea, una niña a la que ella pudiera manipular a su antojo para tenerla de criada y niñera, que la reconociera a ella como dueña y señora de la casa y que no se entrometiera en la relación que mantenía con su hijo. La chica debía de ser bastante feúcha, y los dos niños que nacieron salieron a ella y no a su padre. Así que en aquella casa había una princesa rubia de ojos azules y dos niños gordos y feos y, como suele suceder en estos casos, a la madrastra le entraron unos celos terribles de la niña. Según contaba Yaiza, la mujer no maltrataba exactamente a Aneyma, pero sí que se desentendía de ella. La abuela tampoco es que adorara a la niña, y el padre seguía sumido en su depresión y no se preocupaba ni de su hija ni de nadie. No se trataba de una niña querida o atendida, pero estaban unidos a ella porque el dinero de la casa era de Aneyma, de tu madre. La familia de su madre, de tu abuela, no era tonta, y habían dispuesto unas capitulaciones matrimoniales según las cuales, si tu abuela fallecía, tu abuelo debía renunciar a su parte legítima de la herencia, es decir, del dinero que la familia de tu abuela había entregado como dote, que debía de ser mucho. Una cantidad que pasaría a sus hijos si los hubiera y que, si no, regresaría a las manos de donde vino. Se suponía que así evitaban el casamiento por interés.

– Suena a La casa de Bernarda Alba…

– ¿La has leído?

– No, pero la he visto representada alguna vez.

– ¿En español?

– No, en inglés. En Londres.

– ¿Lorca está traducido al inglés?

– Por supuesto.

– Pues sí, ahora que lo dices, no lo había pensado, pero sí, se trata de una situación parecida. Con una Aneyma en lugar de una Angustias. Aneyma era la heredera del dinero de su madre, y el padre sólo lo controlaba en usufructo. Toda esa familia vivía de prestado, en realidad, porque el padre actuaba como gestor de los bienes de la hija, que ella heredaría a los veintiún años, la mayoría de edad entonces. Así que debía de ser una situación muy rara, lo de vivir todos a costa del dinero de una niña a la que odiaban. Además, como ya te he dicho, tu abuela, la madre de tu padre, debía de tener un carácter insufrible y tiránico, y allí vivían todos bailando al son de los caprichos de la vieja. Aneyma, en particular, era un poco como la Cenicienta: cocinaba, planchaba y lavaba para los hermanos, que no hacían nada y la tenían vigiladísima. Con la excusa de que era tan guapa y llamativa no la dejaban salir sola ni para comprar pan. Iba siempre acompañada de su madrastra, que le ponía cara de perro a cualquiera que osara piropear a la niña o mirarla más largamente de lo que se consideraba decoroso.

– Y ¿todo eso os lo contó aquella señora? ¿Cómo sabía tanto de mi madre?

– Yaiza era la vecina de tu madre, su íntima amiga. Su única amiga, en realidad, porque, como te he dicho, Aneyma vivía muy controlada y sobreprotegida, casi nunca salía sola de casa y tenía pocas posibilidades de hacer amigos. Era muy buena estudiante y, como había sido la madre, también muy inteligente. Aneyma y Yaiza tenían la misma edad. Todas las mañanas y todas las tardes hacían juntas, caminando, la ruta del colegio a casa, y viceversa. Sólo había un colegio en Candelaria. Y a partir de los ocho años Yaiza pasaba casi todas las tardes con Aneyma haciendo los deberes, porque Aneyma era la mejor estudiante de su clase, y Yaiza iba muy retrasada. Se estableció entre ellas un vínculo muy estrecho, una especie de hermandad, así que la una ayudaba a la otra. En realidad, Yaiza se convirtió en la hermana que Aneyma nunca tuvo…

– ¿Yaiza era morena?

– Sí, sí…, muy morena, de ojos negros. Piel canela. Aunque supongo que el cabello lo llevaba teñido cuando nosotras la vimos. Ya era muy mayor para no tener canas.

– Morena de ojos negros, como tú.

– Pues sí… ¿Por qué lo preguntas?

– Estaba pensando en lo que has dicho antes de que acabamos repitiendo los comportamientos de nuestros padres, incluso si no los hemos conocido. Porque Aneyma también se buscó una hermana sustituía. Quiero decir, ¿no es algo parecido a la relación que Cordelia tenía contigo? Una rubia y una morena…

– Pues no había reparado en ello, la verdad. Pero supongo que a Cordelia le habría hecho gracia oírlo. Y ahora que lo dices… Sí, la verdad es que podría decirse que Yaiza v yo guardábamos cierto parecido. Es curioso.

– ¿Qué más os contó la mujer?

– Pues que desde muy pequeña Aneyma sabía que el dinero de la familia era suyo. El caso es que en la España franquista las mujeres solteras no podían disponer de cuenta corriente, no podían tocar su propio dinero sin permiso de su tutor o de su marido, y esto no cambió hasta la muerte de Franco, creo. Así que la abuela de Aneyma tenía muy claro que. si querían seguir disponiendo del dinero de Aneyma sin controles y con desahogo, había que buscarle a la niña un marido dócil para que el matrimonio se quedara a vivir con ellos y ella pudiera seguir mangoneando el dinero de su nieta. Y es curioso que la niña lo supiese. Supongo que los niños se enteran de muchas más cosas de las que los adultos creen. Captan conversaciones que no deberían oír, o que los adultos creen que, debido a su edad, no van a entender, infravalorando la capacidad de los niños para asimilar y captar conceptos. Y Aneyma no decía nada en casa, pero tenía muy claro que allí no quería quedarse, y que su única salida iba a ser la de buscarse un marido que no le gustara nada a su familia pero sí a ella. En realidad, no podía prever que a la muerte del dictador las cosas cambiarían y que ella, a diferencia de su madre y su abuela, gozaría pronto de su legítimo derecho a disponer de su propio dinero. Entretanto, ella callaba, no se hacía notar, no discutía, y sólo se abría con su amiga y confidente, la única que sabía que en realidad Aneyma era mucho más fuerte y más lista de lo que la familia podía siquiera imaginar.

»Cuando acabó la secundaria, Aneyma quería ir a la universidad. Entonces algunas chicas de buena familia canaria iban a estudiar a La Laguna, o a Madrid o a Barcelona. Había muchas residencias regentadas por monjas para señoritas católicas, con estrictos horarios y vigilancia. Con todo, la familia se negó. Y eso que Aneyma tenía las mejores notas no sólo de su clase, sino de todo el colegio, y había mostrado siempre un comportamiento intachable. Y, como en aquel entonces la mayoría de edad no se alcanzaba hasta los veintiún años, y aun así las mujeres solteras menores de veinticinco tenían que acatar por ley una serie de restricciones debidas al recato femenino que entonces se imponía, Aneyma no encontró manera de rebelarse contra la decisión de su abuela. Fue en aquel momento cuando decidió que se casaría con el primer hombre que encontrara dispuesto a sacarla de aquella casa, siempre que se tratara de un hombre tranquilo y dulce como su padre, o eso fue al menos lo que le dijo a Yaiza.

– Entonces, ¿mi madre tuvo otro marido canario, antes que mi padre?

– No, qué va. No he acabado de contarte la historia… La propia Yaiza, que tenía una familia muy abierta y que por tanto salía por Candelaria como cualquier chica de su edad y conocía a todos los muchachos casaderos (que por entonces no debían de ser tantos ya que, como te he dicho, Candelaria era pequeño), hizo una lista de los que podrían interesarle a Aneyma. Los que tenían un carácter más tranquilo, más dulce. El atractivo físico no contaba nada en aquella lista porque Aneyma, como te he explicado, no buscaba un gran amor, sólo quería salir de aquella casa. Y no quería pasar de las manos de una tirana a las de un tirano. Cuando ya tenían hecha una lista de cinco candidatos, Yaiza organizó la manera de que Aneyma los conociera. Verás, en el pueblo hay una tradición en la fiesta de la Virgen de la Candelaria. Ésta Virgen es la patrona de Canarias, en todo el archipiélago hay una devoción enorme hacia ella y se organizan unas fiestas sonadísimas en su honor, que parece que tienen su origen en antiguos ritos guanches de la celebración del verano. En la noche del 14 al 15 de agosto se realiza la Caminata a Candelaria con gentes venidas de todas las islas y de fuera de ellas, y por supuesto de Tenerife. Cada 14 de agosto se celebra una romería, y hay fiesta toda la noche, hasta la mañana siguiente, cuando se pasea a la Virgen por todo el pueblo. No sabes lo importante que es la fiesta. Viene el obispo, personalidades de toda Canarias… Esa noche todo el pueblo participa en la romería, hasta los niños pequeños. Incluso una chica tan controlada y tan vigilada como Aneyma pasaría la noche en vela. Y, por supuesto, la vigilancia se relajaría, porque el padre se iría a beber y la abuela se quedaría medio dormida en la plaza, en su silla de enea, a las tantas de la noche, como llevaba haciendo tantos años. Si había alguna ocasión en la que Aneyma conociera a algún hombre que le gustara, tenía que ser aquella noche.

– Y ¿cómo estaban las chicas tan seguras de que en una sola noche mi madre iba a enamorar a un hombre para que se casara con ella?

– La idea no tenía nada de descabellada, aunque a ti te lo parezca. Estamos hablando de la chica más rica del pueblo y, para colmo, una belleza. Y hace casi cuarenta años de eso, en un pueblo pequeño de Canarias. Entonces se suponía que las chicas llegaban vírgenes al matrimonio, así que si una muchacha, digamos, decente te gustaba de verdad, tenías que casarte con ella. Eso de conocerse antes del matrimonio no se estilaba. Pues bien, esa noche Aneyma se puso el traje más bonito que tenía y se soltó la melena, bien lavada y cepillada; cosa que no hacía nunca. Y en cuanto la abuela se durmió se dedicó a coquetear con todos los hombres que Yaiza le iba presentando, los de la lista que su amiga previamente había confeccionado. A eso de las tres de la mañana, Yaiza se fue a bailar con el chico que entonces le gustaba y perdió de vista a Aneyma. La volvió a ver al día siguiente en la misa, con la mantilla puesta y expresión de ser la perfecta jovencita católica. Yaiza no imaginó que nada especial pudiera haber sucedido, ni Aneyma le contó nada tampoco. Pero sí que a partir de entonces, cuando salía acompañada por la madrastra a hacer las compras o a pasear, siempre había algún joven que la seguía o que la interceptaba en el camino y hablaba con ella, sin que la madrastra pudiera hacer nada por impedirlo. Y Yaiza sabía que a veces Aneyma, por la noche, cuando en la casa dormían, salía por la puerta trasera, la de la cocina, para hablar con algún amigo. Pero su amiga no tuvo nunca noticia de que hubiera un pretendiente especial.

– Lo que me cuentas me suena tan… extraño.

– ¿Por qué?

– No sé… La verdad es que no recuerdo mucho a mi madre, pero no imaginé que tuviera una vida tan… tan novelesca. Antes he dicho que lo que contabas parecía una obra de Lorca, ahora me da la impresión de que hemos llegado a García Márquez.

– Pues prepárate porque aún no ha llegado lo más novelesco de todo.

– La razón que precipitó la huida de mi madre.

– Exactamente.

– Cuenta.

– Un mes después de la romería, Aneyma le hizo una confesión a Yaiza: estaba embarazada.

– ¿De quién?

– Nunca se supo, Aneyma no lo dijo. Sólo dejó clarísimo que no quería tener el niño.

– Y no lo tuvo, por lo que se ve.

– No.

– ¿Alguna hierba abortiva de las que has citado antes?

– No, nada que ver. No, no utilizaron hierbas abortivas ni recurrieron a ninguna mujer de pueblo. En España, en aquel entonces el aborto estaba prohibido, en cualquier caso, incluso aunque la vida de la madre corriera peligro, pero se practicaba. En Canarias también, por supuesto. Se trataba de un secreto a voces. Abortar en España era muy peligroso, muchas mujeres fallecían en la intervención. ¿Qué podía ser peor, tener el niño y asumir la marginación y el oprobio que entonces acarreaba una madre soltera o acabar en una prisión o muerta, desangrada, en una camilla de mala muerte, en el saloncito de alguna de las aficionadas que se dedicaban a practicar abortos clandestinos en condiciones inhumanas y con una aguja de ganchillo como principal herramienta?

– Que espanto…

– Así que la solución consistía en viajar a Londres.

– ¡A Londres!

– Ya atas cabos, ¿no? Por entonces las clínicas inglesas llevaban ya casi una década de experiencia, porque la ley británica se aprobó a mediados de los sesenta.

– En el 67.

– Y tú, ¿cómo conoces ese dato?

– Tuve una novia médica… -Era la primera vez que Gabriel mentaba a Ada en voz alta desde que empezó a salir con Patricia, pese a que no había habido un solo día en el que no hubiera pensado en ella, aunque lo cierto era que, desde que había llegado a Canarias, el recuerdo de Ada se había ido atenuando sensiblemente, engullido por la preocupación por Cordelia-. Y feminista.

– Pues sí, el aborto era legal en el Reino Unido, y por eso las mujeres españolas que podían permitírselo iban a abortar a Londres. El problema era que salía carísimo.

Unas doce mil pesetas, cuando el sueldo medio en Canarias rondaba las diez mil y había que contar también con dinero para los gastos de estancia en la ciudad y el coste del billete o de los billetes si había acompañantes. En 1973, para ir a Londres desde Gran Canaria había que pasar por Madrid, y todo el viaje, con operación incluida, podía costar en torno a sesenta mil pesetas, una verdadera fortuna en aquellos años. Pero Aneyma tenía joyas que había heredado de su madre y que nunca utilizaba… y Yaiza fue la encargada de ir a Tenerife a venderlas. El segundo problema fue organizar el viaje. Imagina, con lo vigilada que estaba la niña, que nunca había salido de la isla, cómo iba a decir que quería viajar a Londres, y sola. Así que recurrieron a una tía de Aneyma, hermana de su madre, que vivía en el Puerto. Como el Puerto era zona turística por entonces la gente ya era mucho más abierta. Yaiza fue a visitarla y le explicó todo el problema. Además, necesitaban a alguien que hablara inglés para entenderse con el personal de la clínica. La tía de Aneyma hablaba un inglés más o menos decente, pero ella apenas manejaba el inglés básico que le habían enseñado en el colegio, y Yaiza, que no era buena estudiante, ni lo hablaba ni lo entendía. La tía se inventó que quería regalarle a la sobrina un viaje de fin de semana para ir a ver un musical a Londres y así celebrar su diecinueve cumpleaños. Y, claro, lo normal era que la sobrina invitara a su mejor amiga. De alguna manera, la tía Mila convenció a la abuela de Aneyma asegurándole que ella actuaría de carabina. La abuela de Aneyma se sentía pequeña al lado de aquella mujer tan cosmopolita y tan viajada, y no supo negarse. Yaiza recordaba a la señora diciendo, preocupada: «¡Y ahora qué les ha dado a todas ustedes para irse a Londres a comprar ropa!», porque no era extraño entre las amigas jóvenes de aquellos primeros años setenta quedarse embarazadas y salir a abortar. La abuela les dijo a las niñas que fueran bien abrigadas para que no cogieran frío, pero cuando se bajaron aquel día del avión en Londres brillaba un sol de justicia. Era mayo. Supongo que debió de ser muy difícil… por los nervios, el miedo, el primer viaje en avión, el calor y las molestias propias del embarazo… el caso es que cuando Aneyma salió del aeropuerto, donde la esperaba una enfermera de la clínica abortiva, se desmayó. Coincidieron en la consulta con otra chica del Puerto, hija de unos amigos de la tía, una de las mejores familias del Puerto, que iba con su madre. Imagina la situación… Nadie hablaba de aborto en aquellos años, y menos que nadie, la gente de derechas y religiosa, que ponían el grito en el cielo al oír hablar de legalización pero que luego enviaban a Londres a sus hijas a abortar en secreto. Al cabo de algunas horas, Aneyma ya estaba en el hotel. La intervención se había realizado un viernes y estaba previsto que regresasen en el vuelo del domingo. Pero el domingo por la mañana Aneyma se sentó a desayunar con Yaiza y le comunicó que ella no pensaba regresar.

– ¿Se quedaba en Londres?

– Efectivamente. Había hablado con la tía Mila, la había puesto al corriente de los problemas que tenía en casa, y la tía había convenido en enviarle dinero para que se estableciera allí, en Londres, hasta que alcanzara la mayoría de edad y heredara. Yaiza no sabía bien qué había podido contarle Aneyma, pero la tía estaba muy escandalizada.

– Pero, al ser menor de edad, la familia podía ir a buscarla y llevarla de vuelta a casa.

– No, no podían. ¿Cómo? Si no tenían su dirección ni forma de localizarla, y todos eran unos palurdos que no habían salido de Candelaria en su vida. ¿Crees que iban a llamar a la Interpol? En aquellos años, que yo sepa, no había acuerdos de extradición ni nada por el estilo. No, no iba a haber manera de localizar a Aneyma. Pero Yaiza y la tía tenían que ponerse de acuerdo en la versión que darían a la vuelta: habían ido a un musical, Aneyma había dicho que iba al cuarto de baño y ya no había regresado, aunque había dejado una carta en el hotel explicando que lo sentía mucho, que había aprovechado aquella oportunidad para escaparse porque no aguantaba el trato en su casa. El detalle de la carta era importante porque, si una chica de casi veinte años se iba por propia voluntad, la policía inglesa no saldría en su busca, pero si desaparecía sin dejar rastro, sí. En la carta Aneyma decía que había vendido sus joyas, que tenía dinero y que pensaba mantenerse sola. La tía, tu tía abuela Mila, le contó en el avión de regreso a Yaiza que ella no tenía ni idea de las condiciones en las que vivía su sobrina, y que si lo hubiera sabido antes… La tía no hacía más que llorar. Yaiza sabía que Aneyma no era feliz en aquella casa, pero no creía que las condiciones fueran tan horribles. Pensó que quizá Aneyma le habría contado a la tía Mila algo que no le había contado a ella. Que le pegaban, tal vez. El caso es que, cuando tu tía abuela y Yaiza pusieron los pies en Tenerife, la tía se fue derechita a Candelaria para entrevistarse con la familia, con la carta de Aneyma en la mano. En la carta tu madre decía que no podía soportar vivir en una casa en la que no la querían ni la respetaban, así que las dos familias se pelearon. La rama paterna de Candelaria acusaba a la tía Mila de negligente; la rama materna de Santa Cruz y el Puerto acusaba a los de Candelaria de maltratadores. Para evitar el escándalo, todos ellos convinieron en decir que Aneyma se había quedado en casa de un familiar por parte materna en Londres.

– Y, entretanto, ¿dónde estaba mi madre?

– En casa de un familiar, en Londres. Ésa era la verdad. Como te he dicho, el abuelo materno de Aneyma, tu bisabuelo, era terrateniente, y los plátanos que se cultivaban en sus tierras se exportaban. Las plataneras trabajaban con compañías británicas, y una de sus primas se había casado con un inglés, algo relativamente común entonces, porque siempre ha habido mucha presencia británica en Tenerife. Así que a la semana tu madre envió una carta diciendo que se encontraba bien y perfeccionando su inglés. Ninguna de las dos familias fue a buscarla. Y al poco tiempo Aneyma, efectivamente, había perfeccionado tanto su inglés que encontró trabajo como recepcionista en un hotel…

– El mismo trabajo que años después desempeñaría Cordelia.

– Efectivamente. Es decir, Aneyma, tu madre, viaja de Canarias al Reino Unido para acabar trabajando en un hotel y, años después, Cordelia, tu hermana, realiza el viaje a la inversa…

– Pero Cordelia no estaba embarazada.

– Pero sí que viajaba huyendo de una historia de amor imposible.

– Y ¿por qué dices eso? ¿Qué te hace pensar que mi madre huía de un amor imposible?

– Lo cree Yaiza, por la insistencia de tu madre en no revelar el nombre del padre de la criatura que gestaba. Yaiza cree que se trataba de un hombre casado porque, si hubiera sido un muchacho soltero, Aneyma se habría casado con él. puesto que ése era el objetivo que buscaba: un matrimonio. En un pueblo como Candelaria, cualquier muchacho soltero habría estado encantado de casarse con la chica más guapa y rica del pueblo. Y, si no lo hubiera estado, la familia le habría obligado, por cuestión de honor. Esos matrimonios entre dos jóvenes que ni se querían ni casi se conocían y que sólo habían hecho el amor una o dos veces eran bastante comunes entonces. Porque las madres solteras lo pasaban muy mal, estaban muy estigmatizadas, sobre todo en pueblos pequeños, y por eso sus familias siempre intentaban casarlas a toda costa, incluso si había que obligar al padre a punta de escopeta. Sin embargo, si el padre del bebé estaba casado, nada se podía hacer. En España no existía el divorcio. Por eso Yaiza estaba convencida de que el padre del bebé que Aneyma esperaba era un hombre casado. Si hubiera sido un chico soltero, se habría casado con ella.

– E ¿imaginaba quién podía ser?

– No, no tenía la más remota idea. Pero Cordelia sí.

– ¿Cordelia? ¿Cordelia sabía quién pudo ser el amante de nuestra madre?

– Sí. Más tarde, ya en casa, me habló precisamente de las constelaciones familiares. Dijo que la historia se repetía, que su madre y ella habían vivido experiencias similares y habían hecho recorridos inversos…

– ¿Experiencias similares? Quizá Cordelia se refería a Richard, pero Richard no estaba casado, sino divorciado.

– O quizá se refería a otro hombre, a aquella historia de amor que la había dejado hundida en Edimburgo.

– Pero ese hombre, el hombre del que Cordelia estaba tan enamorada, su primer amor, no estaba casado.

– Quizá tú piensas en un amor adolescente, pero puede que ella conociera a alguien después…

– Sí, es posible.

– En cualquier caso, Cordelia parecía segura de saber quién era el misterioso primer amante de Aneyma. Deduje que tu madre podía haberle contado algo a Richard y que Richard se lo habría contado a Cordelia. Pero el caso es que tu hermana se negó a decirme más, a explicarme nada. Lo que sí puedo decirte es que nunca más quiso volver a Candelaria, ni retomar el contacto con la familia de tu madre, aunque Yaiza, eso sí, nos llamó alguna vez. E incluso vino a vernos al Puerto.

– Y durante todos aquellos años en los que mi madre residió en el Reino Unido, ¿Yaiza mantenía contacto con ella?

– Sí. Tu madre le escribía, le contó que en el hotel había conocido a un hombre, y que se casaba. Por supuesto, también escribía a su tía Mila. Con esa tía mantuvo un contacto estrecho e intenso durante años, hasta que la tía falleció cuatro años después, ele un cáncer. Pero tu madre no le proporcionó a Yaiza jamás una dirección ni un número de teléfono, porque temía que su familia la localizara. Pensaba que si su amiga no sabía dónde estaba, su familia nunca podría averiguarlo. De hecho, Yaiza ni siquiera llegó a saber que Aneyma se había ido a vivir a Edimburgo. Las cartas siguieron llegando con matasellos de Londres. Imagino que tu madre enviaba la carta a alguien en Londres y que ese alguien las expedía desde allí.

– Eso es fácil. Mi padre viajaba con frecuencia a Londres por razones de trabajo. Así es como conoció a mi madre. Pero si ella ya era mayor de edad, si se había casado, si había heredado, ¿por qué evitar el contacto con su familia de una manera tan extrema? ¿Por qué no comunicar a su padre que había sido abuelo, que tenía dos nietos?

– Porque los odiaba. A todos. Y no quiso volver a saber de ellos nunca más. Quiso borrar la vida que había vivido, y es posible que quisiera dejar atrás la historia de su embarazo y de su aborto. Hoy en día, la historia de su aborto suena más o menos corriente, hasta trillada, muchas veces escuchada, algo que les ha pasado a tantas amigas y conocidas. Pero para una mujer como tu madre, educada en esa cultura católica y rancia, un embarazo ilegítimo y un aborto debió ele suponer un trauma muy fuerte, algo que querría enterrar en el olvido a toda costa.

– Sí, claro, visto así… Tiene su lógica que no quisiera volver a saber nada de Candelaria. Sobre todo si se había construido otra vida. Un marido, dos hijos…

– imagino que la historia debe de haberte impresionado.

– Sí, la verdad es que sí.

– Por eso he esperado para contártela. Pero pensé que tenías derecho a conocerla.

– Y creíste bien. Me alegra que me lo hayas dicho.

– También te lo he contado porque pienso que, de alguna manera, este descubrimiento tuvo algo que ver con la necesidad de Cordelia de integrarse en una…, no sé, una especie de familia sustituía. Creo que la secta de Heidi le daba esa sensación de pertenencia a una estructura que la acogía con amor incondicional, la que se supone que debe proporcionarte una familia.

– Pero que no siempre te proporciona. De lo contrario, no habría tantos casos de violencia doméstica.

– Sí, pero supongo que si no has tenido familia idealizas esa estructura, o piensas que te falta algo. Además, esa convicción que ella tenía de que había repetido la historia de su madre, de que las teorías de las constelaciones familiares funcionaban, aceleró su búsqueda de una razón mágica, espiritual, que guiara su vida. Al menos, eso creo yo.