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EL INFINITO EN UN GRANO DE ARENA

Acabada aquella conversación, Helena debía regresar a su trabajo en el herbolario, que abría a las cinco. Se ofreció a llevar a Gabriel hasta la casa de Punta Teno, pero él se negó. Podía perfectamente ir andando, era un paseo de media hora por una carretera recta y disfrutando de un paisaje excepcional. Además, necesitaba pasear, necesitaba pensar. Asimilar todo lo que había escuchado. Acompañó a Helena a la tienda y emprendió el camino a la casa.

La cabeza le hervía. Demasiada información en muy poco tiempo. Uno no se entera todos los días de que tiene tíos y hermanastros, de que su madre ha vivido una vida que él desconocía por completo. De que su madre no es la persona que él creía que era. Aunque, pensaba Gabriel, probablemente eso le pasaba a todo el mundo antes o después. En cierto modo, se sentía traicionado por Aneyma, porque le hubiera ocultado información esencial sobre sus orígenes y su identidad. Quizá, pensó para exculparla, su madre pensaba revelársela más adelante, cuando él tuviera edad para entender, pero murió antes de poder hacerlo. O quizá su madre tenía todo el derecho a querer dejar su vida atrás, a borrar huellas y eliminar pistas. ¿Por qué no? Gabriel daba vueltas y más vueltas al hecho innegable de que la mayoría de nosotros no pensamos o no queremos pensar en el hecho de que nuestros padres han tenido una vida anterior a nuestro nacimiento, con sus errores y faltas, con su confusión y ambigüedad. Empezamos nuestra vida entregados a los dos seres más importantes de ésta: nuestro padre y nuestra madre. Hacia ellos nos mostramos abiertos, puros, vulnerables y totalmente dependientes de su amor y su atención. Deseamos, y por tanto esperamos, que sean tal y como nosotros los imaginamos: fuertes, heroicos, resistentes, generosos. Y cuando no lo son, cuando no se adaptan a nuestras expectativas, nos atascamos en la queja de lo que no recibimos, de lo que no nos dieron, de aquello a lo que creíamos tener derecho y se nos negó.

Para apartar esos pensamientos de la cabeza, Gabriel intentó concentrarse en el otro tema que esa mañana le había removido por dentro. ¿Qué mensaje secreto había en la habitación de Cordelia que él había sido incapaz de descifrar? Había algo, de eso estaba seguro. Era como cuando se levantaba con una melodía en la cabeza y era incapaz de recordar el título de la canción o el nombre del intérprete y esa melodía le perseguía obsesivamente durante días, o como aquella vez, en Londres, en la que fue a ver una obra de teatro en cuyo texto reconoció frases enteras de una novela que ya había leído, pero no podía recordar tampoco el título del libro o el nombre del autor, y se pasó meses intentando hacer memoria hasta que por fin, una mañana, aliviado, lo supo. Y fue a la estantería y escogió el libro y leyó la misma frase: «¡Y pensar que he desperdiciado años enteros de mi vida, que he querido morirme, que he sentido el amor más grande por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!» Era Marcel Proust.

Algo parecido le sucedía entonces. Había algo en la habitación de Cordelia que él había pasado por alto. Pero ¿qué? Una frase: «To see the world in a grain of sand, and to see heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hands, and eternity in an hour.» Arena, los granos de arena, playas…

¿Por qué su hermana, al partir, había dejado allí su libro favorito, su posesión más preciada? ¿Estaba dejando un mensaje?

Al llegar a la casa dirigió sus pasos directamente a la habitación de Cordelia. Allí estaba, silenciosa como una tumba, digna como una pirámide que guarda su secreto. Gabriel abrió el libro de Blake. Los billetes a Fuerteventura tenían fecha de un año antes. «Infinity in a grain of sand.» Arena. No sabía nada de Fuerteventura, excepto que en las agencias de viaje británicas las fotos de la isla siempre enseñaban playas. Playas de arena blanca.

Uno por uno, abrió los libros y los sacudió como ya había hecho antes, por si acaso. No cayó ningún papel. Revisó dentro de los zapatos, de los bolsos, en los bolsillos de las chaquetas, por si Cordelia hubiera dejado allí una nota. Encontró algunas monedas, pañuelos de papel, caramelos… Nada especial. Volvió a abrir cada cedé. Leyó los títulos de los álbumes. Y entonces se dio cuenta. ¿Cómo no había reparado en algo tan obvio la primera vez? Infinity. Algo, una intuición radical y profunda, le dijo que ése no era el nombre de un grupo de música. Metió el cedé en el ordenador. Había una carpeta titulada «Paradise». Otra vez Blake. Dentro había varias subcarpetas, ordenadas por fechas. Abrió la primera. Fotos de Helena en la playa, en topless. Los pechos eran como Gabriel los había imaginado, pequeños y redondos. Helena cocinando. Helena y Cordelia abrazadas, sonriendo a la cámara. Cordelia bebiendo un refresco con una pajita. Helena con gafas de sol. Cordelia con un sombrero de paja. Cordelia con el pelo mojado. Helena, Cordelia, Helena, Cordelia, Helena, Cordelia. Cordelia llamándole desde una lejanía más profunda y oscura que la geográfica.

Las siguientes carpetas contenían fotos similares. La vida que Cordelia había llevado durante los últimos años desfilaba ante sus ojos. Una Cordelia sonriente, radiante como él no la recordaba. En algunas, un hombre mayor, atractivo, que supuso sería Martin. Una piscina al borde de un acantilado, las dos chicas mirando a cámara, vestidas con sendos trajes blancos. Numerosas puestas de sol. Playas de arenas blanquísimas y aguas turquesas como las que aparecían en los folletos de agencias de viajes. También playas de arena negra y acantilados que recordaban a los de Escocia. Hibiscos. Hortensias. Fotos tomadas por la noche en las que Cordelia aparecía abrazada a desconocidos sonrientes. Cordelia con el pelo largo y rubio que le caía por debajo de los hombros. Más tarde, Cordelia con el pelo corto. Helena vistiendo un traje negro ceñido y escotado, con una copa de champán. Cordelia en top y shorts, al lado de una bicicleta. Cordelia con jersey a rayas, sentada en la terraza de un café, fumando un cigarrillo. Cordelia irradiando confianza en sí misma. Cordelia segura de quién era. Una Cordelia feliz, viviendo una vida feliz que él no había podido compartir.

La última carpeta llevaba por nombre «Fuerteventura». Allí no aparecía Helena. En las fotos la sustituía una mujer rubia y madura de pómulos altos y ojos almendrados, una belleza nórdica y fría a la que Cordelia había fotografiado en todos los ángulos y planos posibles, con la obsesiva dedicación de quien retrata un rostro muy querido o admirado. Otra vez playas blancas, y el mar. Y una villa, fotografiada desde diversos ángulos, que tenía la apariencia de un castillo amurallado con su torre. Gabriel verificó que el ordenador no tenía conexión a Internet. Lógico, sería difícil establecerla en un sitio tan aislado. Sacó del bolsillo su iPhone y entró en Google. Tecleó «Heidi Meyer» y buscó imágenes. En las noticias que se habían dado en los periódicos españoles, británicos y alemanes, se repetía siempre la misma fotografía. Borrosa, en blanco y negro, tomada probablemente en su juventud. Como la mayoría de la gente que tiene algo que esconder, Heidi Meyer no se dejaba sacar fotos alegremente. Gabriel comparó la imagen con la de las fotos del ordenador. Resultaba difícil estar seguro, pero habría jurado que la mujer que aparecía en las fotografías de la carpeta era ella.

Esperó, sentado en el porche, a que Helena regresara. El timbre del iPhone sonó una o dos veces. En la pantalla parpadeaba el nombre de Patricia. Gabriel no respondió. No sabía bien por qué, por qué no quería hablar con ella, por qué quería que Helena fuera la primera en conocer su descubrimiento. Porque Patricia no había conocido a Cordelia, era evidente. Y… ¿por algo más? Apartó la pregunta de su pensamiento como una mosca molesta que le zumbara por delante de la cara. En ese preciso momento, el coche de Helena apareció por la carretera. La chica aparcó frente a la verja de la casa y descendió del vehículo. Sonrió a Gabriel. Él se acercó a ella, abrió la puerta y recogió las bolsas que ella traía en la mano, a pesar de que Helena insistía en que podía cargarlas sola. «Llévalas a la cocina», dijo ella. Gabriel dejó las bolsas en la mesa. Helena extrajo su contenido: plátanos, patatas, tomates, una lechuga, una barra de pan. Sin que ella se lo pidiera, él empezó a guardar frutas y verduras en la nevera. Aquella escena le recordaba mucho a tantas vividas con Patricia. Pero en las bolsas que Patricia traía siempre había agua Evian.

– Helena… -le dijo-, ¿Cordelia te habló alguna vez de Fuerteventura?

– No, nunca, ¿por qué?

– Pero sí que se iba a veces, ¿no? Viajes de una semana, de diez días.

– Sí, claro, sus retiros espirituales. Una semana, diez días, como tú dices… ¿Cómo lo sabes?

– He estado registrando su habitación. Me daba un poco de vergüenza contártelo -confesó-. Ya sabes, registrar la intimidad de otro, invadir su privacidad…, no es algo de lo que estar orgulloso.

– ¿Buscabas alguna pista, algún indicio de dónde podía estar Cordelia?

– No, no buscaba una pista sobre dónde puede estar ahora. Más bien buscaba pistas sobre dónde estuvo los últimos diez años, qué hizo sin mí, qué fue de mi hermana. Probablemente registré con mucho más método que tú precisamente porque no iba buscando nada, y también porque lo hice con tiempo y sin nervios. El caso es que encontré unas fotos… de Heidi, creo. Estoy casi seguro.

– ¿Dónde?

– En un cedé. Estaba con los cedés de música. No creo ni siquiera que estuviera escondido, creo simplemente que era fácil no reparar en él. En las fotos aparecen Cordelia y Heidi. Sobre todo Heidi. Y una casa. Por lo que he visto en las imágenes que aparecieron en la televisión y en los periódicos, no es de la casa Meyer, no es la casa en la que vivía el grupo. Esta casa tiene una torre, y se trata de una construcción más antigua. Creo que está en Fuerteventura.

– ¿Por qué?

– Era el nombre de la carpeta: Fuerteventura. Además, encontré unos billetes de ferry. Las fechas de ida y vuelta coinciden con la fechas de las fotos… Ya sabes, la fecha sale en el nombre del archivo, y en los detalles del mismo.

– Cordelia nunca mencionó Fuerteventura, nunca. Pero sí es cierto que alguna vez dijo que Heidi la había llevado a su retiro, a otra casa, un lugar privado pensado para su exclusivo uso y disfrute. Cordelia estaba muy orgullosa de semejante privilegio pero nunca me dijo dónde se encontraba la casa.

– Probablemente porque Heidi no querría revelarlo. Imagina, si estás metida en asuntos turbios, si piensas que en cualquier momento te puede tocar desaparecer, si tienes una casa a la que retirarte, prefieres que la gente no sepa que existe, o dónde está. Además, todo el mundo está dando por hecho que Heidi ha salido del país, a nadie se le iba a ocurrir que sigue en el archipiélago, no buscarían allí.

– Sí, además, un ferry no tiene los mismos controles de seguridad que un aeropuerto. Te piden un documento de identidad, claro, pero no lo contrastan en el ordenador, no hay policía, nadie sabe si pesa una orden de busca o captura contra ti, nadie detectaría si el pasaporte es falso…

– Exacto. Es lo mismo que pensé yo. -Gabriel estaba encantado con la agilidad mental de 1a chica y con el hecho de que hubieran llegado a la misma conclusión, como si sus cerebros estuvieran conectados por un hilo invisible una corriente eléctrica-. Pero hay otro detalle que me llamó la atención.

– ¿Cuál?

– Ayer Rayco dijo que el coche que encontraron en el aeropuerto de Tenerife era un Porsche Cayenne, pero tú me habías dicho que Heidi tenía un Land Rover.

– El Cayenne viene a ser como el Land Rover, ¿no? Un todoterreno. Quizá Cordelia confundía uno con otro.

– No. El Cayenne no es duro como el Land Rover, no es exactamente un todoterreno, no es un vehículo que pueda avanzar a diario por una carretera sin asfaltar. Estoy segura de que Cordelia te dijo la verdad. Heidi tenía un Land Rover para moverse por la finca. Yel Cayenne, que es un coche carísimo, quizá lo tenía para ir a la ciudad. Puede que el Cayenne estuviera a nombre de Heidi y el Land Rover a nombre de Ulrike. O de una tercera persona, que me parece lo más lógico, pues supongo que la policía debería saber si había otro vehículo matriculado a nombre de Ulrike. Yo imagino que clos mujeres van al aeropuerto, cada una en su vehículo, dejan el Cayenne en el aparcamiento y luego se marchan en el Land Rover. Así, la policía cree que han cogido un avión. Después, cogen el ferry. Todavía no hay orden de busca y captura, nadie va a extrañarse…

– Creo que para ir a Fuerteventura hay que coger dos ferrys, uno a Las Palmas y luego a Fuerteventura. Se tardaría bastante. Aun así, es una idea muy lógica.

– Dime…, ¿Fuerteventura es grande? ¿Turística? ¿Tan poblada como Tenerife?

– No tan turística. Básicamente recibe dos tipos de visitantes: el de los ingleses y alemanes que van a los resorts «todo incluido» frente a la playa y que, en muchos casos, no salen de allí en una semana entera, y el de los italianos, en su mayoría, más…, no sé cómo decírtelo sin sonar clasista, bueno…, más bien surfistas, montañeros, un tipo de turismo ecológico, otro estilo…

– Te enseñaré las fotos luego, pero me da la impresión de que la casa es muy antigua, y muy grande. Si es tan antigua como imagino, debe de ser un edificio conocido, no será tan difícil ubicarlo. Seguro que alguien lo reconoce… Guías turísticos, topógrafos, arquitectos, historiadores… Alguien debe de haber que conozca los antiguos edificios de la isla. No sé… Quizá deberíamos hablar con Rayco.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque si Cordelia estuviera allí con Heidi, estaremos poniéndola en peligro.

– Y ¿qué te hace pensar que lo esté?

– Por las fotos. Si Heidi llevó a Cordelia a su refugio secreto, si le enseñó su Shangrila particular, el lugar al que pensaba retirarse, sería porque pensaba escapar allí con ella. No sabemos si la mujer que acompañaba a Heidi era Ulrike, podría ser Cordelia. Y, si está allí, no quiero poner a la policía sobre su pista.

– Eso quiere decir que entonces Cordelia sería cómplice de Heidi, ¿no te das cuenta?

– Puede que le haya hecho un lavado de cerebro, o que la haya llevado allí contra su voluntad, o amenazada…

– Todo eso son suposiciones.

– Además, a partir de unas fotos y unos billetes de ferry, no puedes dar por hecho que Heidi está allí.

– Pero es lo único que tenemos. Y ¿qué pinto yo aquí, si no? No puedo quedarme el día entero mano sobre mano, viendo el tiempo pasar.

– Puedes volver a Londres. Es más, debes volver a Londres. Tienes un trabajo, ¿no?

– No te preocupes por mi trabajo. Puedo negociarlo. Me deben vacaciones. Además, soy socio de la empresa. Y tú, ¿puedes dejar el tuyo, tu trabajo?

– No lo sé… Supongo que sí, unos días.

– ¿Puedes buscar a alguien que te sustituya?

– Podría intentarlo. No creo que sea difícil, no estamos en temporada turística.