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Desde el avión, Fuerteventura nada tenía que ver con la isla que habían dejado. Aquélla era verde y poblada, sembrada de casitas y plantaciones, y a la que se estaban acercando era ocre y desierta, como un panorama lunar o soñado. Una tierra reseca y de paisaje cuarteado, enhebrada por barrancos desangrados y marchitos y por montañas erosionadas por los años que, desde el cielo, hacían ondas en el paisaje. No se veían casas, sólo aquella llanura rojiza, desértica.
El color del mar que rodeaba aquella tierra nada tenía que ver con el de su infancia, que era de una tonalidad mineral, entre gris, verdoso y negro. El mar que estaban sobrevolando era de un azul limpio y claro, turquesa cuando se acercaba a las orillas, y a Gabriel le recordaba a los ojos de Cordelia. Pero era un mar sin viento, sin olas, desorientado, sin espuma en los labios, sin cólera, plano y conforme, y los ojos de Cordelia siempre fueron vivaces e inquisitivos, o al menos así los recordaba él. Un sentimiento intenso y punzante como una quemadura le decía que Cordelia estaba viva y no devorada por sus peces. El sol que caía a plomo le arrancaba al agua destellos verdes, amarillos y turquesas, como un caleidoscopio.
Durante el trayecto hasta Fuerteventura, Helena apenas le dirigió la palabra, aunque Gabriel no se sintió ofendido por su silencio. Más bien al contrario, le parecía una prueba de confianza y le tranquilizaba el hecho de que la chica no se viese obligada a rellenar el vacío con una conversación formal e intranscendente, de circunstancias.
Apenas llevaban equipaje. Una mochila cada uno cargada con lo imprescindible, camisetas, trajes de baño, ropa interior. Le maravilló el hecho de que Helena pudiera hacer una bolsa en tan poco tiempo y ocupando tan poco espacio. Cuando había viajado con Patricia ella acarreaba siempre dos bultos, una maleta y un neceser en el que llevaba todas sus cremas y su maquillaje, amén de las tenacillas de rizar, los útiles de alquimia que la transformaban cada mañana en la mujer que quería ser y que no era. El mismo ejército en formación que había en su casa desplazado a otro campo de batalla. Helena no se maquillaba nunca, de eso ya se había dado cuenta, y probablemente tampoco usaba cremas. Ada tampoco se maquillaba, y Cordelia, en lo que él recordaba, se dibujaba a veces una línea negra para resaltar sus ojos azules y poco más. Gabriel no podía evitar darle vueltas a aquella frase de Proust y al hecho de que estaba a punto de casarse con una mujer que en realidad no tenía nada que ver con lo que a él le gustaba. La misma mujer a la que esa misma mañana había enviado un larguísimo mail -trabajosamente redactado en el iPhone- informándole de la entrevista con la policía y explayándose en la tristeza que sentía al imaginar la posibilidad de no volver a ver nunca a la hermana de la que se había distanciado pero con respecto a quien siempre había imaginado una reconciliación futura, una charla fraternal frente a una chimenea, junto a una Cordelia envejecida y ya cansada de aventuras. En el mail había exagerado las condiciones de la isla. Aseguraba que en Punta Teno había escasa o ninguna cobertura, mintiendo descaradamente respecto al hecho de que había apagado el iPhone con la intención de encenderlo dos veces al día, por la mañana y por la noche, para comprobar si había un mensaje urgente desde la oficina, no para leer la respuesta de su prometida, que le saturaba entretanto el buzón de mensajes. Encerrado en la celda de sus dudas, era perfectamente consciente de que huía de Patricia, y de que el atractivo de Helena había removido su conciencia, sacando a la superficie dudas tanto tiempo sepultadas en los lodos de su fondo más profundo. Inglaterra le despertaba una punzada de dolor culpable, un tirón en la conciencia, pero la nueva vida le estaba engullendo en toda su variedad. Y, sin embargo, no podía quejarse de los dos años pasados junto a Patricia. Era una vida fácil. Después de tanto tiempo juntos, ambos tenían bien claras las instrucciones, las advertencias menores, las pistas para hacer más fácil la cotidianeidad, lo que le gustaba o le disgustaba al otro, sus preferencias y sus tabúes. No mires por encima de mi hombro cuando estoy leyendo, no uses mi champú, tengo que tararear mientras cocino, me gusta bañarme solo. Vida tranquila, buen sexo, un sentimiento de seguridad parecido al que se experimenta cuando se abre la nevera y uno la encuentra llena, con los alimentos pulcramente ordenados en las baldas. Pero aquel viento cálido que en Punta Teno alborotaba el pelo de Helena parecía haberse llevado muy lejos el recuerdo de Patricia y de su afecto envolvente y empalagoso.
Gabriel se sentía escindido en dos. Un Gabriel que sabía que lo sensato era volver a Londres y casarse, y otro que ansiaba desesperadamente una historia de pasión, sin compromisos ni chantajes, sin obligaciones ni contratos. Gabriel se sentía escindido entre lo que Patricia era y lo que Helena representaba. Amaba a Patricia, la conocía bien, la entendía, congeniaba con ella, compartía con ella referentes comunes, gustos literarios y musicales e incluso un mismo sentido del humor un tanto negro y cínico. Patricia era una opción real, con sus limitaciones pero real, mientras que Helena era más bien una pantalla en la que Gabriel había proyectado su propia fantasía. No la conocía, no se conoce a nadie en tres días, y necesariamente debía de haberla idealizado. Por Patricia sentía algo muy profundo y muy real: amistad, complicidad, una relación sexual basada en un conocimiento mutuo de sus limitaciones, e incluso una aceptación de sus defectos.
Pero la atracción que tiraba de él hacia Helena en torbellino no tenía razón concreta ni motivo racional. No podría haber enumerado las razones por las que Helena le volvía tan loco, mientras que podría haber hecho en tres minutos una lista con las cincuenta razones por las que creía que debía casarse con Patricia. Quizá precisamente, por irracional, fuera una fuerza tan fuerte, porque remitía directamente a lo oscuro y enterrado, a carencias infantiles y miedos inconfesables.
Oh, pero el amor de Patricia… Ese amor de merengue y almíbar, cálido como un edredón de plumas, dulce como una tarta nupcial, constante como el fluir de un manantial… Pegajoso como el velero. Precisamente ese carácter tan dependiente de Patricia le atraía y le repelía a la vez. Se podría decir, si uno quería ser romántico, que Patricia se entregaba a quien amaba, y si uno quería ser escéptico, que Patricia era excesivamente dependiente, que no sabía estar sola, e incluso -Gabriel había llegado a pensarlo en los peores momentos de duda- que vampirizaba a sus seres queridos extrayendo de ellos la energía para seguir adelante y la razón de vivir que no sabía encontrar por sí misma. Era cierto que Patricia se daba mucho, que era cariñosa y atenta hasta el extremo, pero también era enormemente controladora. En un día cualquiera podía llamar a Gabriel hasta seis veces a la oficina con las excusas más peregrinas, como, por ejemplo, informarle de un comentario ingenioso que un conocido común había colgado en una red social. Gabriel sabía también que le leía los mensajes del correo electrónico y los mensajes de texto en el iPhone. Lo había sospechado desde el principio al reparar en que Patricia conocía detalles de sus asuntos en la oficina que él estaba seguro de que no le había contado, pero lo confirmó después de tenderle a Patricia una pequeña trampa en la que ella cayó inocentemente. En alguna ocasión, le había mencionado sin muchos detalles su historia con Ada, en una de esas conversaciones postcoito en las que los amantes se sinceran y hablan de su pasado. Así que Gabriel abrió una cuenta de correo con un nombre falso, el de Ada. Envió a la cuenta que se podía leer desde su iPhone un mail en el que decía: «Estoy muy bien en Sheffield y el trabajo va bien, pero te echo de menos.» Y luego se respondió a sí mismo: «Me alegro de que estés bien, yo también pienso en ti.» Dos días más tarde Patricia le preguntó, en la cama, de la manera más inocente, si aún mantenía contacto con Ada. Gabriel le mintió y le dijo que sí (no había vuelto a saber nada de ella desde que Ada se había mudado a Sheffield, pese a que le había llamado infinidad de veces y le había enviado un rosario de mails muy sentidos a los que ella jamás respondió), y supo en ese mismo instante que cada vez que él se dejaba el iPhone encima de una mesa, Patricia aprovechaba para leer su correo. Así que continuó con el juego. Se envió otro mail dos días más tarde en el que la falsa Ada le anunciaba a Gabriel que tenía que pasar por Londres para solucionar gestiones varias, y le proponía que se viesen. El respondía diciendo que le encantaría volver a verla, y que podían tomar una cerveza a las seis, a la salida de su trabajo. «Te llamaré para quedar», escribió. Esa noche, Patricia estaba particularmente irritable. Se enfadó por el orden de la casa, por el volumen de la música, excesivo según ella, incluso por el corte de pelo de él, que encontraba demasiado moderno: «Al fin y al cabo, tienes treinta y cinco años y trabajas en una firma importante, no puedes llevar un flequillo que parece el de Jarvis Cocker.» Gabriel experimentaba un placer perverso con aquel juego del gato y del ratón, y se mostró de excelente talante, sin dejarse alterar por ninguno de los comentarios malhumorados de ella. La noche anterior a la fecha en la que presuntamente Ada y Gabriel habían quedado para verse, Patricia le propuso que podría pasar a recogerle al día siguiente, a la salida del trabajo, para ir al cine. «Pero si nunca vamos al cine entre semana -dijo Gabriel-. Además, había quedado para tomar algo con alguien.» «¿Con quién?», preguntó ella visiblemente alterada, al borde de las lágrimas. «Con un compañero de trabajo», respondió él. Y ella, normalmente tan contenida, explotó: «Me mientes -acertó a articular entre unos sollozos que parecían desencajarle el pecho-. Me mientes, has quedado con Ada.» Gabriel aceptó haber quedado con su antigua amante. Patricia creía que estaba siendo, por fin, sincero, cuando en realidad mentía con más desfachatez que nunca. «Cancelaré la cita si tanto te afecta -dijo Gabriel fingiéndose magnánimo y comprensivo-, pero tienes que decirme cómo sabías que había quedado con ella.» Y entonces paladeó la victoria de contemplar cómo Patricia se humillaba y reconocía que había leído sus mensajes. Se sintió en algún momento avergonzado del placer sádico que había experimentado, pero se mentía a sí mismo y, para justificarse, se decía que la trampa a Patricia había sido indispensable porque él necesitaba saber si ella le espiaba o no. En cualquier caso, desde ese momento, Gabriel tuvo claro que Patricia no confiaba en él, y que en adelante, él tampoco confiaría en una mujer que había sido capaz de violar su intimidad de esa manera.
¿Por qué siguió, pues, adelante con esa relación? ¿Por qué se embarcó en un compromiso de matrimonio? Porque quería a Patricia, porque se sentía querido, se decía a veces. Porque tenía treinta y cinco años y había llegado el momento de que sentara la cabeza, argumentaba otras. Porque quería tener hijos, familia. Porque Patricia le hacía la vida fácil. Porque era un cobarde. Porque era un cómodo. Encontraba muchas razones. O ninguna.
Patricia, efectivamente, era muy dependiente. Pero no sólo de Gabriel, también de su madre, a la que llamaba varias veces al día para consultarle cualquier cosa, desde recetas de cocina hasta direcciones de tiendas de decoración. Patricia no tenía hermanos y sus padres estaban divorciados. El padre se había vuelto a casar con una mujer poco mayor que su propia hija. En el tortuoso proceso de divorcio, que se alargó porque la esposa exigía una cantidad astronómica como pensión compensatoria, se cruzaron agudas recriminaciones por ambas partes, y Patricia, según decía ella, no tuvo más remedio que tomar partido, y decidió hacerlo a favor de su madre. Por esta razón, desde entonces mantenía con su padre, al que apenas veía unas cuatro o cinco veces al año como mucho -por Navidad, en el cumpleaños de ella, en el de él y en alguna que otra ocasión dispersa-, un trato respetuoso pero distante. Sin embargo, el lazo con su madre era tan estrecho que bordeaba lo patológico. A menudo Gabriel regresaba a casa del trabajo y encontraba allí a su futura suegra en animada charla con Patricia, charla de la que él quedaba excluido porque trataba temas -las vicisitudes de las amigas de la señora, la mayoría divorciadas ricas como ella, sus últimas compras, la inauguración de un establecimiento de delicatessen en el barrio- que a Gabriel no podían interesarle menos. Además, la madre exhibía una evidente hostilidad hacia él; evidente para Gabriel, porque Patricia la negaba siempre: «Te quiere muchísimo -decía-. Está encantada con la idea de que nos casemos.» Pero la actitud de aquella señora desmentía las afirmaciones de su hija. En las numerosas ocasiones en que los tres salían juntos, al cine o a un restaurante -Patricia se lo pedía a Gabriel por favor, aduciendo que su madre se sentía muy sola-, la señora prácticamente no le dirigía la palabra a su futuro yerno, y si lo hacía era para emitir comentarios irónicos que se situaban peligrosamente en la frontera entre lo ingenioso y lo insultante. Pero si a Gabriel se le ocurría quejarse en privado a Patricia de la actitud de la señora, su novia le decía siempre que Gabriel no tenía sentido del humor y que desde luego su madre le quería muchísimo y estaba encantada con el hecho de que fuera el novio de su hija. Una vez, tras una conversación muy larga sobre el tema, Patricia acabó preguntándole con expresión de querubín inocente:
– Gabriel, ¿tú no te has planteado que quizá…? No te ofendas por lo que voy a decirte pero… ¿que quizá es posible que no entiendas a mi madre porque… porque…, bueno, porque te sientes un poco desplazado por el afecto que nos tenemos?
– ¿Insinúas que tengo celos de tu madre?
– Bueno, no quería decir eso exactamente.
– Patricia, más bien es al revés. Es tu madre la que tiene celos de mí.
– ¿Qué estás diciendo? Pero si ella te adora, si no hace más que decir la suerte que he tenido al encontrarte.
– Pues a mí me parece que no me adora tanto.
– Quizá, Gabriel, bueno…, es posible. No sé cómo decir esto pero… Es posible que, al haberte criado tú sin madre, no entiendas el tipo de ironía cariñosa que a veces existe entre las familias.
Esa conversación debería haber sido la estocada definitiva para asesinar su agonizante relación, la última paletada de tierra sobre la tumba de su historia, y a Gabriel, desde Canarias, le parecía que quizá en aquel preciso momento había empezado a albergar dudas sobre la conveniencia de casarse con Patricia, pero no había sabido verlo, no había sabido reconocérselo a sí mismo, no había tenido valor para cancelar el compromiso.
Aquel doble mensaje («mi madre te quiere», un mensaje verbal por parte de Patricia; «te detesto», un mensaje gestual por parte de su madre), aquella discordancia de sentido y significado entre lo que Gabriel percibía y lo que Patricia le decía le dejaba sumido en una angustiosa incertidumbre. Quería, necesitaba creer a Patricia, pero no conseguía hacerlo. Por un lado, ya no confiaba en ella, pero por otro empezaba a dudar de su propia percepción. Si a esa situación le agregamos que cada vez que él intentaba hablar del tema con Patricia ella se empeñaba en llamarle de forma muy sutil celoso o socialmente inadaptado (pues no cabía duda de que eso era lo que se desprendía de la afirmación de que Gabriel no era capaz de captar el cariño implícito en la ironía de los mensajes de la madre de Patricia porque él había perdido a la suya), de vez en cuando aceptaba que sí, que era él el equivocado, y de esa forma dejaba de expresarle a su novia lo mal que se sentía cada vez que salían con su madre, y así, poco a poco, muy gradualmente, como la gota que acaba formando una estalactita, se sentía más resentido y más solo, e iba acumulando un poso de inexpresable y profundo rencor hacia Patricia.
Pero aceptaba su lógica, al menos en la superficie. Ella estaba demasiado cerca, en su propio centro, compartiendo su intimidad. No es más fácil, por mucho que la creencia popular sea la contraria, engañar a un extraño que a un ser querido. Uno puede mentirle a alguien a quien conoce porque instintivamente detecta -y lo hará con más precisión cuanto más alto sea el grado de intimidad que comparta- a qué engaño es más vulnerable. Sabe lo que el otro quiere oír. Y se lo ofrece en bandeja. Y el engañado, aunque sospeche, opta por la credulidad en lugar de la horrible alternativa de afrontar la mentira y sus consecuencias.
Por si la agobiante presencia de la madre de Patricia no fuera suficiente lastre para su relación, estaba también la del ex de su novia, el mismo chico con el que Gabriel había compartido apartamento en Oxford durante un corto período de tiempo. Cuando Patricia se encontró con Gabriel, acababa de instalarse en casa de su madre tras abandonar el piso del que fue su novio, llevándose sólo una maleta y dejando allí casi todas sus posesiones: sus discos, sus libros, la mayor parte de su ropa, e incluso sus álbumes de fotos. Probablemente pensaba volver allí, y la huida a casa de su madre no había sido sino una de tantas escapadas que a veces hacen las parejas, como si dijeran «Me he secuestrado a mí misma, deposita una declaración de enorme amor y tus disculpas en la taquilla número X de la consigna de la estación del amor, y regresaré. No avises a la policía». Pero el novio, según reconocía Patricia, había tomado una decisión muy seria y no quería que ella regresara.
El primer fin de semana que Patricia había pasado en el apartamento de Gabriel había hecho cuatro visitas, cuatro, al de su ex novio. La primera porque Shaun le llamó diciendo que se encontraba verdaderamente mal y que, como él no estaba en condiciones de bajar a la farmacia, necesitaba que Patricia le llevara la parafernalia habitual: zumo de naranja, paracetamol, jarabe para la tos, polvos anticongestivos Beecham, kleenex, pastillas para la garganta. «¿No se lo puede llevar otra persona?», preguntó Gabriel. «No, su familia no vive en Londres.» «¿No tiene amigos?» «No de los que cruzarían media ciudad para hacerle un favor y, además, yo estoy mucho más cerca, vive apenas a dos paradas de metro.» No dejaba de ser una ironía que,en una megalópolis de doce millones de habitantes, el antiguo novio de Patricia tuviese que vivir, precisamente, cerca del nuevo. Y un fastidio. Patricia tardó dos horas en ir y volver a y desde la casa de su ex, con lo que Gabriel dedujo que quizá se habían enzarzado en una larga conversación, o quizá habían estado haciendo el amor. Pero cuando ella regresó por fin, no se mostró ni celoso ni curioso, apenas conocía a aquella chica y no creía que quedara muy propio hacer la escena del amante posesivo. Además, en el fondo, todavía pensaba mucho en Ada, o lo suficiente como para que lo que hiciera Patricia no le afectara tanto. Lo que sí empezó a afectarle es que a lo largo de los dos días siguientes Patricia hiciera otras tres visitas a casa de su ex, pero Gabriel, terco como era, se negó a dejar que se notara. Por fin, cuando Patricia regresaba de la cuarta visita, le preguntó de la manera más cortés y educada si realmente su ex necesitaba tanta atención. «Oh, sí -dijo ella-, no imaginas lo enfermo que está. Prácticamente no puede ni levantarse de la cama, apenas para ir al cuarto de baño, y desde luego no está como para hacerse él mismo los zumos de naranja. Siento mucho que esto haya pasado precisamente en nuestro primer fin de semana pero, como comprenderás, no puedo dejarle solo en ese estado. Al fin y al cabo, nos ha costado mucho quedar como amigos después de la ruptura, y ¿qué mejor ocasión de demostrar que efectivamente soy su amiga?» Aquel «como comprenderás» parecía implicar que si Gabriel no lo comprendía demostraría ser un hombre sin corazón o demasiado posesivo. Lo que Gabriel habría querido decirle es que, si tan amigos eran, al ex novio no debería importarle que ella se presentara acompañada del nuevo, pero como a él tampoco le hacía mucha ilusión volver a ver a Shaun después de más de quince años, prefirió callarse. Sin embargo, después de aquel fin de semana estuvo evitando las llamadas de Patricia durante casi un mes, pretextando que tenía demasiado trabajo. Incluso dejó de ir a la piscina para no encontrarse con ella. Como fuera, cuando volvió a verla en la fiesta de cumpleaños de un amigo común, no resistió la tentación y volvió a llevársela a casa. Y ese segundo fin de semana Patricia no se movió de allí. Ella no preguntó el porqué del repentino desinterés de Gabriel por ella, y él tampoco le explicó nada.
Continuaron, pues, con su relación y, al poco tiempo, Patricia ya se había instalado en el apartamento de Gabriel. Sus libros, sus discos y la mayor parte de su ropa seguían, sin embargo, en el de Shaun, y allí permanecerían durante casi dos años, hasta que él le anunció a Patricia que se mudaba de piso y que en la mudanza no quería cargar con las cosas de ella. En los comienzos de su relación, Gabriel tenía la impresión de que estaba obligado a compartir su afecto con Liz (la madre de Patricia) y con Shaun. Ambos llamaban a Patricia a menudo, y ella siempre les dedicaba tiempo, incluso en los momentos más inoportunos, en mitad de una cena à deux en un restaurante caro en el que Gabriel había tenido que hacer una reserva con tres semanas de antelación, por ejemplo. No era raro que Patricia saliera del cine en medio de una película para responder al teléfono cuando llamaba su madre, o que saltase de la cama, a las doce de la noche, al comprobar que en la pantalla de su móvil parpadeaba el nombre de Shaun. «Es que está muy deprimido -le explicaba al día siguiente a Gabriel-, y cuando llama en ese estado a veces tengo miedo de que haga una locura.» «¿Qué locura?» «Pues no sé, beber de más, o tomarse una sobredosis de pastillas.» Gabriel sabía que Patricia no decía lo de las pastillas en broma. En el pasado, en una de las múltiples rupturas que antecedieron a la separación definitiva entre ella y Shaun, él había acabado en urgencias por una sobredosis de tranquilizantes, que nunca se supo si había sido intencionada o accidental. Lo que no acababa de entender Gabriel era por qué, si había sido Shaun el que, según reconocía la propia Patricia, había tomado la decisión de romper aquella relación, seguía llamando a su ex novia a diario, tomándola por su confidente y depositaria de secretos, por no decir por su madre. Pero cada vez que Gabriel le decía a Patricia que las llamadas de Shaun le molestaban, Patricia respondía, con aquella voz dulce y reposada y la misma contención que casi nunca perdía, que sería cruel y egoísta desatender a Shaun en un momento en el que lo estaba pasando tan mal. Shaun estaba acudiendo a terapia y se medicaba, y había que tener en cuenta que estaba enfermo. «Y, ¿no tiene a nadie más a quien llamar?», preguntaba Gabriel. Y entonces Patricia le explicaba que la historia que habían vivido había sido tan intensa, tan fusional, que poco a poco cada uno había ido encerrándose en aquel círculo estrecho y autoabastecido de su pareja, y habían ido dejando de quedar con amigos, con la diferencia de que Patricia contaba con el apoyo de su madre y además trabajaba en una oficina, lo que de alguna manera había salvado cierta red de relaciones sociales, mientras que el pobre Shaun, que se había dedicado a la investigación y que siempre había tenido un carácter menos sociable que el de ella, apenas contaba con otro apoyo que el suyo. Precisamente una de las razones de su ruptura había sido la insistencia de Patricia en quedar de vez en cuando con sus compañeros de trabajo para tomar una cerveza en el pub, y su negativa a renunciar a esas salidas.
Por supuesto, Gabriel era incapaz de plantearle a Patricia un ultimátum. En primer lugar, la propia imagen que de sí mismo se había construido no le permitía exponer una exigencia como sería la de pedirle a Patricia que se abstuviera de hablar con Shaun mientras él estaba delante, por una cuestión de respeto. Una petición similar le haría quedar como un hombre celoso, o como un egoísta incapaz de compadecerse ante el sufrimiento ajeno. Y el Gabriel construido se negaba a aceptar al Gabriel primordial. En segundo lugar, temía en el fondo que, si obligaba a Patricia a elegir entre él o Shaun, ella se decantara por el ex novio, que debía de seguir obsesionado con ella si tanto la llamaba, por mucho que Patricia insistiera en reiterar que eran sólo amigos y que el interés sexual del uno por el otro había decaído hacía tiempo, ya cuando vivían juntos. A veces Gabriel llegaba a preguntarse si de alguna manera perversa no se sentiría atraído por Patricia precisamente porque el fantasma de Shaun parecía sobrevolar su relación, si no sería la competencia la que lo excitaría, si no era demasiada casualidad que se hubiera enamorado primero de una mujer casada y después de una mujer que evidentemente no había sabido romper el vínculo que la ligaba a su primer novio, el único amante que había conocido hasta que se enamoró de Gabriel. Pasados seis meses, sin embargo, Shaun dejó de llamar por recomendación, al parecer, de su terapeuta, que le había dicho que su dependencia de Patricia era enfermiza y que debía aprender a superarla, o eso le había contado ella a Gabriel cuando le refirió la que -por decisión del ex novio o del psicólogo que lo trataba- fue la última conversación telefónica entre Shaun y ella.
Al cabo de un año, sin embargo, cuando parecía que la alargada sombra de Shaun se había ido desvaneciendo -si bien la de Liz aún oscurecía la conciencia de Gabriel-, una tarde, cuando Gabriel se disponía a abrir la puerta principal del edificio en el que estaba su apartamento, sintió que alguien lo observaba, y al darse la vuelta reparó en un hombre alto, rubio, que le miraba fijamente. Habían pasado más de quince años pero no cabía duda: se trataba de Shaun.
Gabriel no supo cómo reaccionar y precipitadamente introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y se coló a toda prisa en el edificio como una rata asustada escapando de un gato.
Una semana después, se volvió a repetir la escena. Gabriel con la llave en la mano y Shaun plantado allí, en la acera de enfrente, como si llevara un rato esperándole. Aquella vez decidió escuchar lo que fuera que Shaun tuviera que decirle, pero mientras avanzaba hacia él de repente Shaun le dio la espalda y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Gabriel dudó sobre si debería seguirle o no, pero casi inmediatamente desechó la opción. Apenas le conocía y no tendría sentido iniciar una aproximación. No entendía bien si pretendía intimidarle o si quería hablar con él y en el último momento se había arrepentido. De todas formas, por lo que le había contado Patricia acerca de la exagerada timidez de Shaun, su fobia social, sus depresiones, su terapia y su medicación, Gabriel no pensaba que tuvieran gran cosa en común ni mucho de lo que hablar. Tampoco, en el poco tiempo en el que habían convivido en Oxford, habían hecho muchas migas. De hecho, si lo pensaba, no entendía cómo Patricia se había enamorado de dos hombres tan diferentes entre sí. O no. Al fin y al cabo, tenían la misma estatura, ambos eran rubios, vestían con un estilo similar y habían recibido una educación parecida. En lo poco que recordaba de Shaun en Oxford, Gabriel tenía la impresión de que era considerado un chico atractivo. Muy atractivo, de hecho. Y era bastante educado pese a lo reservado de su carácter. Podía entender que Patricia se hubiera enamorado de él entonces. Pero el Shaun que se había plantado frente a él ya no era el chico guapo de antaño. Había adelgazado sensiblemente, se le marcaban los pómulos y las arrugas de forma que a distancia Gabriel había pensado que casi se le podía ver la calavera bajo el rostro. También aquella expresión de intenso sufrimiento o de demencia le disuadió de seguirle. Nunca le contó a Patricia lo que había pasado, y no podía explicarse bien a sí mismo por qué había decidido no hacerlo. Quizá se había asustado, quizá estaba ya harto del tema Shaun y no quería siquiera hablar de él.
Dos años después, cuando ya su compromiso de boda era firme, se planteó muy en serio contactar con Shaun, preguntarle qué era lo que estaba buscando cuando se presentó aquellas tardes: ¿recuperar a Patricia o advertir a Gabriel? Quería hablar con Shaun sobre Liz, quizá esperaba que le dijera algo así como «A mí tampoco me soportaba, era muy fría conmigo, y también Patricia insistía en que todo eran imaginaciones mías», o «¿Te dijo ella que me enfadaba porque quedaba con sus compañeros a la salida del trabajo? No, en realidad me enfadaba cuando descubrí que había entrado en mi cuenta de correo», o «Me sentía agobiado y controlado, harto de que me llamara seis veces al día y, por otra parte, también extrañamente necesitado y dependiente de su afecto, era como una droga», o «De alguna manera Patricia conseguía siempre invertir la carga de la prueba: si yo pensaba que Liz tenía celos, eso era porque yo era celoso; ella nunca era demasiado controladora, sino que yo era un egoísta». Si era verdad que había sido Shaun quien había dejado a Patricia, tenía que haber alguna razón, y quizá la razón era la misma por la que Gabriel pensaba a veces que debía dejarla. Y si Shaun le diera las mismas razones, Gabriel no se sentiría tan culpable por sentir lo que sentía. Ya no pensaría que era él el egoísta, el evasivo, el distante, sino que era ella la excesivamente dependiente, agobiante, controladora… Tantas palabras le venían a Gabriel a la cabeza… Sus pensamientos eran demasiado numerosos para no empujarse, contradecirse, estorbarse. Pero finalmente nunca llamó a Shaun. Pensó que esa idea no era sino una locura que se le había ocurrido en un momento de desesperación y que su sensación de claustrofobia era simple y llanamente el miedo al compromiso propio de quienes han sido dañados en una época muy temprana de sus vidas. El clásico dilema del erizo. Los erizos tienen púas en su lomo; si se acercan el uno al otro, las púas de cada uno dañarán al otro. Quizá Gabriel, como un erizo, se replegaba en sí mismo para no verse dañado, y de ahí sus dudas.
Desde Canarias, sin embargo, la situación se veía de otra manera. De una forma mucho más simple, clara, precisa y tajante: él no era feliz con Patricia, se sentía atraído por otra mujer y, por tanto, no tenía sentido que se embarcara en un matrimonio que estaba irremediablemente abocado al fracaso. No hacían falta más explicaciones ni sobreanálisis.
No habían reseñado hotel siquiera. Helena sugirió que buscaran información en el iPhone. En Puerto del Rosario, la capital de la isla, debía de haber una oficina de turismo o algo similar. Aparecían varias. Tres de ellas en Puerto del Rosario. Otra en Corralejo y otra en Caseta de Fuste. Y la oficina de información del Patronato de Turismo, que estaba en el mismo aeropuerto.
– Por lo que recuerdo -dijo Helena-, Fuerteventura es más pequeña que Tenerife, y está mucho menos poblada. Creo que Tenerife tiene doscientos veinticinco mil habitantes, y Fuerteventura no llega a los ochenta mil. Yo estuve en esta isla hace años, con mi novio, antes de conocer a Cordelia. Recuerdo que vinimos a pasar el fin de semana a las playas del norte de la isla y alquilamos un coche porque aquí no se podía depender del transporte público, aunque hay guaguas, o las había. Cuando avanzabas con el coche apenas veías casas. Y las que veías eran todas parecidas entre sí, encaladas, blancas, de una planta casi siempre. Nada parecido a la villa de las fotos. Si Manuel pudo localizar la casa de Heidi con tanta exactitud, es seguro que cualquier guía que conozca bien la isla sabrá emplazar esa torre que aparece en las fotos. Una villa tan singular, sola en medio de un paisaje agreste, no es una cosa que se vea todos los días. Esa especie de castillo tiene toda la pinta de ser antiguo, quizá sea un edificio protegido o algo así.
Gabriel sacó de la mochila las fotos que había impreso.
– Si te fijas en ésta, aquí, ¿ves?, Heidi está en una tumbona y, al fondo, ¿lo ves?, está la torre. Eso quiere decir, creo, que la casa de Heidi está cerca de la casa grande. Me interesa que veas esta foto, mira. -La imagen mostraba una ventana desde la que se veía el mar-. Esta parece ser la habitación. Pero sólo muestra la ventana, no parece que haya muebles. Quizá la tomó desde la cama. Es decir, sabemos que la casa tiene una ventana que da al mar y que se encuentra bastante cerca de la casa de la torre. Una vez localicemos la casa de la torre, no debería ser difícil localizar la de Heidi.
– Pero ¿a qué crees que vendrá esa obsesión por retratar la casa de la torre? Es como si fuera muy importante para ellas.
– Si te fijas, también ha fotografiado la playa, muchas veces.
– La playa está desierta, mira, ni un chiringuito, ni una sombrilla, nada. Y es raro, tratándose de una playa de arena tan blanca y con un mar tan tranquilo como el que se ve aquí, que no esté urbanizada.
La oficina de turismo del aeropuerto era poco más que un expositor con una chica que lo atendía. Gabriel y Helena esperaron pacientemente a que un grupo de jóvenes muy bronceados, recién desembarcados del mismo avión que los había llevado a ellos a la isla, preguntaran por los albergues y pensiones en El Cotillo. A Gabriel le pareció que hablaban un español muy curioso, hasta que se dio cuenta de que en realidad se expresaban en una extraña mezcla de italiano y español. La chica que les informaba, una mujer pequeñita con el tipo de belleza exótica que Gabriel empezaba ya a asociar a la mujer canaria -cabello negro y rizado, ojos muy oscuros, pómulos altos y labios carnosos- los escuchaba pacientemente. Cuando todos se hubieron marchado, Helena y él se dirigieron a ella. Helena habló en español y Gabriel no entendió bien lo que decía, aún no se había acostumbrado del todo al sonido de la lengua de su madre. Desde que estaba en Canarias pensaba a menudo, como estaba pensando ahora, en lo triste que era que no pudiera entender bien el idioma de su infancia, el idioma en el que ella le había hablado tantas veces. Pero su tía no hablaba español, y no había habido en Aberdeen mucha oportunidad de practicarlo. Cordelia, sin embargo, se había empeñado siempre en leer libros en español e incluso había contado una temporada con la ayuda de un profesor particular, ayuda que consiguió después de mucho suplicar a la tía. Ella siempre estuvo más interesada en mantener sus recuerdos, sus memorias, su identidad, sus raíces, pero él actuaba de una manera completamente diferente: si algo le dolía, prefería enterrarlo en el olvido. No quería pensar mucho en sus padres, no le llevaba a nada. Sumido en estas reflexiones, iba viendo cómo la chica de la mal llamada oficina examinaba las fotos y sonreía. Después dijo algo que Helena tradujo.
– Te lo he dicho: es una casa conocida. Por supuesto, ella sabe perfectamente dónde está.
Gabriel se dirigió a la chica en español:
– ¿Puede darnos un plano o algo para que podamos llegar?
– No es tan fácil -le explicó ella modulando con mucho cuidado las palabras y la entonación, según reparó Gabriel, de forma que su discurso se hizo mucho más inteligible que cuando hablaba con Helena-. Hasta allí sólo se puede llegar en todoterreno. La casa está en la península de Jandía, en la playa de Cofete, que no resulta de muy fácil acceso. La pista, porque no es una carretera, que lleva hasta allí estaba sin asfaltar hasta hace poco, ahora han asfaltado un tramo pero sigue siendo muy peligrosa. No recomendaría a alguien conducir por allí si no conociera muy bien el lugar. Lo sensato es ir en todoterreno porque la pista está llena de curvas y bordea unos acantilados muy altos. Alguien que no conozca bien la zona se arriesga a un accidente si conduce por allí. Sé que hay tour operators alemanes que organizan visitas guiadas a Cofete, pero ahora mismo no sabría ponerlos en contacto con ninguno. La casa no tiene ningún valor arquitectónico ni histórico, y está casi en ruinas, pero, ya se sabe, con toda la leyenda, siempre hay alguien interesado en visitarla, por el morbo…
– ¿La casa tiene una leyenda?
– ¿No la conocen?
– No, sólo tenemos las fotos. La señora que aparece en ellas es mi madre. Ella solía venir a Fuerteventura a menudo y estas fotos estaban en su cajón. Nos pareció bonita la playa y el paisaje y quisimos venir a verlo. Mi mujer y yo estamos en viaje de novios, recorriendo las islas… -El propio Gabriel estaba sorprendido de su capacidad de inventiva y su imaginación.
– Ya… O sea, que no saben nada. Pues la casa, según se dice, sirvió de refugio y de base de operaciones a militares nazis durante la segunda guerra mundial, y quizá también después. Esa es la leyenda de la casa, al menos. Se habla de pasadizos subterráneos que conectan la casa con el mar y que servirían para permitir que repostaran en la isla los submarinos alemanes pero yo, si le digo la verdad, no podría decirle cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en esa historia. Si les interesa mucho visitar la casa, puedo buscarles el teléfono de algunos tour operators que organizan visitas, pero el caso es que creo que trabajan sólo con alemanes, no estoy muy segura…
– Y ¿no conocerá usted a alguien que pueda hacer de guía?
– Sí, claro… -la chica sonrió-. En la isla hay muchos que le podrían ayudar, ahora que estamos en temporada baja y que encima hay crisis… Pero, como le digo, hace falta que sea alguien que conozca la zona. Mire, tengo una conocida, Chayo, que trabaja en el Archivo Histórico del Cabildo Insular. Su sobrino hace de guía a veces, y vive en Morro Jable, cerca de la playa de Cofete. Por lo que sé, estudió historia o algo así, y me suena a mí que algo escribió precisamente sobre el despoblamiento de Cofete… ¿O fue la tía la que lo escribió? En fin, no me acuerdo, pero no creo que el sobrino ahora, en invierno, tenga mucho trabajo. Quizá pueda llevarlos hasta allí. Si no, siempre pueden alquilar un Land Rover, pero ya les digo que no se lo aconsejo. Mejor que no conduzcan ustedes si no conocen el terreno. -La chica consultó su reloj-. A estas horas, Chayo estará en la oficina. Si quieren, la llamo.
Gabriel y Helena intercambiaron una mirada rápida y no necesitaron de palabras para entenderse.
– Sí, por favor, llámela -dijo Gabriel.
La chica cogió el teléfono y mantuvo una conversación en español en el transcurso de la cual garrapateó unos números en un papel. Cuando colgó, se lo pasó a Gabriel.
– Este es el número de Virgilio, el sobrino de Chayo. Si necesitan un hotel, puedo proporcionarles también unos folletos. Lo mejor sería, si quieren visitar la playa de Cofete, que se alojaran en Morro Jable. Allí están los mejores hoteles de la isla.
– ¿Y eso dónde está?
– Hacia el sur. Puede llevarlos un taxi.
Fue Helena, por supuesto, la que llamó al tal Virgilio.
– No puede quedar con nosotros hoy, pero se ofrece a llevarnos a Cofete mañana. El tiene su propio vehículo. Ahora tenemos que pensar qué historia podemos contarle para justificar que estamos buscando la casa desde la que se hicieron estas fotos.
– La que he contado, ¿no? He encontrado las fotos en el cajón de mi madre fallecida.
– Demasiado melodramático y poco verosímil. Además, no recuerdo que hayas dicho que tu madre hubiera fallecido.
– Lo he dado a entender.
– Bueno, pues yo no lo he entendido así. Mejor decir…, déjame pensar…, que hace tiempo que no tienes contacto con tu madre después de una pelea familiar, que sabes que está en Fuerteventura y que hace tiempo te envió estas fotos. Y que has venido a buscarla porque no tienes su número de móvil ni ella tampoco tiene correo electrónico.
– Vale, me llamó hace unas semanas y dijo que iba a quedarse aquí una temporada. Y se me ha ocurrido venir a buscarla.
– Suena bastante falso, pero plausible.
– No se me ocurre cosa mejor.
– Pero, si ve las fotos, ¿no reconocerá a Heidi? Su cara ha aparecido en todos los diarios y en la televisión.
– La foto de los diarios era en blanco y negro, y estaba tomada hace tiempo. No es tan fácil asociar ese rostro al de estas fotos si no estás advertido de antemano. No creo que sume dos y dos, pero correremos ese riesgo.
Entre los hoteles que se anunciaban en los diferentes folletos que la chica de la oficina de turismo les había proporcionado, Gabriel escogió uno de los más caros. Podía permitírselo, por supuesto, pero en realidad lo que le había impulsado a tomar la decisión era una foto que se veía en el folleto en la que aparecía la terraza de la habitación, más grande que el salón de su apartamento de Londres, y en la que una pareja compartía un desayuno con el mar de fondo. No pudo evitar la imagen que le asaltó de él mismo y Helena ocupando el lugar de esa pareja. Sabía que la escena era irrealizable en la realidad por muchas y variadas razones: su compromiso, la inminencia de su boda, la desaparición de Cordelia que les tenían tan preocupados y, por tanto, no especialmente predispuestos para una aventura romántica y, sobre todo, el hecho innegable de que en ningún momento Helena había hecho la más mínima señal o signo de interés hacia Gabriel. Por todo esto, insistió en reservar dos habitaciones pese a las protestas de Helena, que habría elegido un hotel menos lujoso. Un taxi los llevó hasta allí.
– ¿Me dejarías invitarte a cenar? No puedo estar en un sitio tan idílico con una mujer tan guapa y dejar pasar la oportunidad de cenar en un sitio bonito cerca de la playa.
– Ya me estás pagando el hotel, y además, la verdad es que estoy muy cansada y además no llevo en la mochila nada que ponerme para una cena formal.
– Pues hagámosla informal… Ahora, en serio, estoy muy tenso con toda esta historia de mi hermana y me parece que si ine quedo en una habitación de hotel, dándole vueltas a la cabeza, va a ser imposible que duerma. Creo que nos vendría bien a los dos intentar pasar un rato agradable, si esta noche poco más vamos a hacer…
Estaban solos, ele pie, una junto al otro, sin rozarse siquiera, separados por la distancia de un cabello, tenue como el aire, tan tenue que habría bastado un movimiento levísimo para hacerla desaparecer. Pero ninguno de los dos se movió.
Con la sensación de que había creado un lazo inasequible al disimulo y la desconfianza que había regido desde la juventud sus relaciones personales, Gabriel se sintió invadido por una sensación de paz e intimidad que había logrado que su alma retraída se expandiera como si se estuviera sumergiendo en un baño profundo y cálido. Todos los elementos habían acudido en su ayuda como un ejército que se alza por una causa justa. Latía bajo esa calma una cualidad tan pura, tan sobrenatural, que ningún sufrimiento mundano que hubiese que pagar por conseguirla parecía, en ese momento, un precio demasiado alto. Como el viajero que ha sorteado el abismo, podía asomarse a él y medir la profundidad en la que no había caído. Estaba enamorado, pero aún no estaba perdido. La impresión que le produjo encontrarse por un segundo al borde de aquel descalabro hizo que volviera, dando tumbos y semiaturdido, al terreno de la realidad: debía llamar a Patricia. Tomar una decisión, aunque fuera anunciar que rompía su compromiso, pero no seguir manteniendo una farsa.
– Voy a llamar a un taxi.
El restaurante se lo había recomendado el recepcionista del hotel y era un sitio pequeño, de arquitectura colonial, bonito y no tan caro como podría haberse esperado. Para acabar de componer el cuadro romántico, les dieron una mesa con vistas al mar con una velita en el centro. Sólo habría faltado un violinista paseándose entre las mesas para que la escena hubiera parecido sacada de una película de los años cuarenta, excepto porque la heroína no llevaba una melena ondulada y cuadrada ni un vestido de Schiaparelli, ni el galán un esmoquin. Ambos llevaban vaqueros y unas camisetas blancas muy parecidas. Gabriel le dejó a ella escoger la cena. Al fin y al cabo, la comida era típicamente canaria y él no tenía ni remota idea de las especialidades culinarias de las islas. Un camarero muy amable anotó los platos y les abrió una botella de vino blanco que Helena había escogido.
– Malvasia, es el vino típico de las islas. Te va a encantar.
– Está buenísimo -confirmó Gabriel tras probarlo-. Tienes mucho gusto para los vinos.
– No es una cuestión de paladar, en realidad. Olvidas que he trabajado como camarera durante años. Así es fácil saber elegir vinos. De hecho, es agradable cambiar de posición por una vez. Que sea a mí a quien le sirvan.
– Lo curioso es que no tienes aspecto de camarera.
– ¿Ah, no? ¿Las camareras tienen que tener algún aspecto en particular? ¿Deben ser rubias y voluptuosas? -Helena sonreía, y Gabriel se preguntó si estaría coqueteando.
– No, no me refiero a eso. Me refiero a que a ti… te veo demasiado inteligente como para que seas camarera o dependienta toda la vida.
– Supongo que has intentado que fuese un halago, pero ha sonado terriblemente clasista.
– ¿Ves como eres demasiado inteligente? En fin, lo que no acabo de entender es cómo una chica como tú no ha intentado estudiar otra cosa. Y no pretendo ser clasista, no sé si me entiendes.
– Bueno, en realidad trabajé de camarera a partir de una serie fie casualidades que se fueron enlazando. Llegué a Tenerife para pasar un verano, y llevo aquí viviendo diez años, ya ves. Y sí, también he pensado en estudiar a veces, o en montar un negocio, pero la vida te va llevando donde quiere…
– ¿No eres canaria?
– No, claro que no. Claro que tú no lo has notado… Pero si hablaras más español lo notarías en seguida. Mi acento, mi manera de hablar, no son canarios. En realidad nací en Madrid, y me crié en Alicante.
– Y ¿cómo acabaste aquí?
– Ya sabes, una larga historia.
– ¿De las que se pueden contar?
– Pues sí, claro, supongo… Como ya te he dicho, nací en Madrid. De mi padre biológico no me acuerdo mucho. Guardo la memoria de una bronca muy grande cuando mi madre le dijo que se iba. Luego ella se fue a trabajar a Dénia, un pueblo de Alicante, en la temporada turística, de camarera. Ya ves, debe de ser cosa de familia. Y allí conoció a otro hombre. Se casó con él y montaron un restaurante. Yo pasaba más tiempo allí que en mi casa. Cuando era muy cría, me sentaban a una mesa a dibujar o a mirar la televisión. A partir de los catorce años, ayudaba todos los fines de semana a servir mesas. Así que desde pequeña aprendí a defenderme en alemán y en inglés porque la mitad de nuestra clientela no hablaba español. El inglés lo aprendí también en el colegio. A los quince años empecé a salir con un chico alemán y con él perfeccioné el idioma. Por supuesto que yo soñaba con ir a la universidad, tener una vida diferente de la que mi madre había tenido, pero acabé dejándome llevar… Y a los dieciocho me fui a vivir con mi novio, el alemán, y empecé a trabajar de recepcionista en un hotel. Luego me peleé con él pero no quería volver a casa de mi madre. Entonces, uno de los alemanes que trabajaban de animadores en el hotel más grande de Denia me habló de una oferta de trabajo en el hotel Botánico, en Puerto de la Cruz. En fin…, ya sabes que en la isla hay muchos alemanes, y yo tenía experiencia en hostelería, así que el puesto me venía que ni pintado. Se suponía que era un trabajo temporal, para verano. El mismo hotel te proporcionaba el alojamiento, de modo que en dos meses podías hacer dinero como para subsistir el resto del año. En principio tenía que trabajar en el restaurante del hotel, pero acabé llevando a grupos de niños al Loro Parque, porque la chica que habían contratado para hacerlo les había fallado. Se me dan bien los niños, así que a mí me encantaba el trabajo.
– ¿Te gustan los niños?
– ¿Qué? ¿Tampoco tengo pinta de que me gusten?
– No, no quería decir eso.
– Pues sí, me gustan… Les proponía juegos en el autobús, canciones y esas cosas para que no se aburrieran, y se me ocurrió la idea de comprar una soga para que todos fueran amarrados a ella, como en un juego, en lugar de ir en fila, así controlaba mejor a los grupos. En principio iba a quedarme sólo dos meses, pero cuando el contrato acabó, vino la relaciones públicas a proponerme que me quedara allí, fija. Yo no tenía ninguna razón para volver a Denia, así que decidí quedarme seis meses más. No voy a contarte cómo se fueron liando las cosas, pero el caso es que me fueron ofreciendo mejores puestos en el hotel y… llevo viviendo aquí diez años.
– ¿Y no echabas de menos tu casa? ¿No querías volver? Al fin y al cabo, para trabajar como camarera o en la hostelería, podrías haber seguido trabajando en el restaurante de tus padres, ¿no?
– No me llevaba bien con mi madre, y además…, bueno, había otro problema.
– ¿Con tu padrastro?
– ¿Cómo lo has adivinado?
– No sé, intuición.
– Pues sí, mi padrastro. La forma en que me miraba… Se le iban los ojos detrás de mí. Me buscaba detrás de la barra y se restregaba a la mínima con la excusa de que allí se estaba muy apretado. Siempre me estaba mirando donde y cuando no debía, siempre diciéndome frases de doble sentido. Yo estaba harta de él, pero mi madre hacía como que no se enteraba, o puede que de verdad no se enterara, o tal vez no quisiera enterarse… No sé… Recuerdo que se lo conté a mi primer novio, el alemán, que era él como muy cartesiano, muy racional, muy… muy alemán, y ¿sabes lo que me dijo? Dijo que no le extrañaba, porque yo soy clavada a mi madre, pero en la versión joven. Como esos anuncios de publicidad que para vender un detergente te dicen eso de «Nuevo Mistol, fórmula mejorada». -Helena rió al ver la sonrisa de Gabriel-. En realidad no es tan gracioso, no era una situación nada graciosa, por eso me fui.
– Lo siento, no quería…
– No, no te preocupes. Yo soy la que ha hecho el chiste. O en realidad lo hizo Jan, en su día. La verdad es que mi padrastro no hizo nada, nunca me tocó, sólo eran sus miradas lo que me ponía tan nerviosa. Y la estupidez de mi madre, que no hacía nada por parar aquello.
– Supongo que en casos así la esposa es la última en enterarse.
– O que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Es una expresión española. Es curioso, porque esa historia de mi padrastro nunca se la conté a Cordelia. Aunque la verdad es que ella nunca preguntó. Ella tampoco contaba nada, o casi nada, de su vida anterior a Tenerife. Era como si las dos hubiéramos nacido aquí, cuando nos conocimos. La verdad, me gustaba esa sensación de tábula rasa, de página en blanco. La mayoría de la gente cuando te conoce quiere saberlo todo sobre ti, de dónde vienes, qué has estudiado, qué historias amorosas has vivido… Cordelia no era así. Ella sólo se fijaba… se fija en lo esencial. Estaba hablando de ella en pasado, ya ves…
Se interrumpió. Los ojos se convirtieron en una bola oscura y brillantísima en la que la pupila no se diferenciaba del iris. Al principio Gabriel pensó que era un efecto de la luz de las velas, hasta que se dio cuenta de que Helena estaba llorando. Le cogió la mano y ella no la retiró.
– Tranquila, estamos ya muy cerca, lo presiento…
– ¿Cerca de qué?
– De encontrarla. Quizá. O de saber qué le ocurrió.
– ¿Y si no estamos cerca? ¿Y si Heidi no está aquí? ¿Y si está, pero con Ulrike? ¿Y si descubrimos que Cordelia se ahogó con los demás?
– Sinceramente, Helena, preferiría tener la certeza de que está muerta a vivir el resto de mi existencia con la duda de no saber si está viva.
– ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo puedes?
Retiró bruscamente la mano y se la llevó a la cara para apartar la lágrima que ya empezaba a rodar por la mejilla, adoptando la expresión de la esposa de un soldado acostumbrada a enfrentarse con valor a la desgracia y a la pérdida repentina, con indomable valor y resignada ecuanimidad. Acto seguido cogió la copa de vino y apuró el contenido de un trago. Gabriel entendió entonces que no había la más mínima posibilidad de que pasaran la noche juntos.
Cuando llegó a la habitación de su hotel empezó un furioso diálogo interno. Tenía que aceptar lo evidente: no quería volver a Londres y no quería volver con Patricia. La conciencia no le avergonzaba porque su conciencia se negaba a aceptar la menor responsabilidad en el posible daño que pudiera causar a su prometida. El Gabriel esencial rehusaba seguir otro código que no fuera el de obedecer a sus sentimientos, y esa certeza le proporcionaba la forma más profunda, apacible y misteriosa de disfrutar de la compañía de Helena. Era como si de repente ella le hubiera rediseñado e inventado una futura vida, tanto interior como exterior, con la simple magia de su presencia. Y él no podía dejar de sentirse hechizado por alguien que le adivinaba con tanta claridad como si le estuviera alumbrando por dentro. Pero resultaba completamente ridículo que una atracción hacia una mujer con la que ni siquiera se había acostado pudiera dar al traste con un compromiso serio. Probablemente Helena había servido de catalizador para sacar a la superficie algo más hondo: que Gabriel, en realidad, nunca había querido casarse con Patricia; que no había hecho sino seguir los pasos por donde ella le llevaba porque se sentía confuso y resentido tras el abandono de Ada; que en realidad deseaba escapar de la opresión de su cómoda jaula de oro londinense, de la densa atmósfera de satisfacción personal y soberbia autocomplacencia que emanaba de Patricia como de una caldera de gas con fugas; que Patricia formaba parte del inacabable peaje que Gabriel había ido pagando a la ofendida diosa de la respetabilidad desde que pasó lo que pasó en Edimburgo, aquella historia que su hermana no le había perdonado nunca; que Helena había alterado por completo su forma de ver las cosas; que, de pronto, era como si Gabriel hubiera obtenido un nuevo y extraordinario ángulo de visión, como si su mente hubiese eclosionado desde un capullo de verdades aceptadas y, como el gusano transformado en mariposa, acabara de ver una luz nueva, liberado para emprender el vuelo hacia una nueva aventura.
También el viaje había tenido que ver en ese cambio aparentemente repentino. Los viajes, los cambios de escenario, siempre le afectan a uno, y quizá a Gabriel más que a los demás. Siempre que abandonaba Londres volvía siendo otro Gabriel, un hombre regido por otros horarios y otros protocolos, bañado por una luz más limpia y más tranquila. Cuando se desclavaba del aire extranjero que hubiera habitado para volver a casa, para enraizarse y sembrarse otra vez, dejando atrás un sueño en que la memoria feliz combaba los recuerdos, cuando regresaba a su apartamento de Londres con los ojos hondos de otros paisajes, recorriendo cada habitación y descubriendo cómo las paredes y los zócalos recobraban perfiles y color al subir las persianas, aún se encontraba lejos, aunque va estuviera en casa, porque a sus pupilas las dividían paisajes idénticos y opuestos por el vértice, y Gabriel se veía obligado a revisarse desde el antes, descubrir el motivo, la causa, el impulso, la razón y el hacia adonde, y el desde dónde, y el porqué, y el porqué del porqué para verse de nuevo y entenderse.
El Gabriel retornado desde las islas sería él mismo y la imagen de sí mismo que le llegaría a través de un tiempo al cabo del cual hubiera quedado sólo una memoria, desde otros ojos negros a los que esperaba haberse hecho presente y en los que esperaba dejar otra visión deshabitada. Los fragmentos de sí, distantes uno de otro, dispersos y recónditos, debían reintegrarse. Quería pensar en que en algún momento llegaría a Londres -porque tenía que volver a Londres- con la continuidad del darse cuenta, que cuando encontrara algún final para la historia de Cordelia la reelaboraría en casa, ubicándose, reordenándose y rescatándose en su propia historia de vida, y que allí, y sólo allí, decidiría si merecía la pena organizar el escándalo que iba a suponer la ruptura de su compromiso y la anulación de su boda.
Cuando regresara nuevamente hacia sí mismo, después de ese viaje de luces y sombras, reencontrada Cordelia o perdida para siempre -porque en muchos momentos de desánimo no albergaba mayor esperanza de hallarla viva-, el silencio de tantos años y la voz de Gabriel por fin encajarían, golpearían puertas tanto tiempo selladas hasta derribarlas, y edificarían sobre la destrucción de la infancia que supuso la separación de Cordelia a favor de su ausencia que se había hecho presencia, dolorosa presencia, en Canarias.
Al contrario de lo que Gabriel había imaginado, el hombre que estaba esperándolos a la mañana siguiente en la recepción del hotel era rubio y de ojos claros, de un color entre verde y castaño, alto y fuerte. Podría haber pasado por alemán si no fuera por el tono de la piel, de un color chocolate que no tenía nada de nórdico. Le apretó la mano al presentarse con tanta fuerza que le hizo daño, y a Helena la saludó con dos besos, uno en cada mejilla. Gabriel sabía bien que ése era un saludo común entre los españoles, pero aun así no pudo evitar sentirse molesto. El hombre se sentó en uno de los sillones apoyando una pierna sobre la otra en un gesto que pretendía ser viril y campechano, como si su dotación de macho alfa le pesara tanto entre las piernas que no supiera bien cómo acomodarla. Su porte, sin embargo, expresaba una especie de desdén aristocrático, una corteza de petulancia que contrastaba con la simplicidad y la efusión de sus modales. Gabriel sintió una corriente de antipatía que le estremeció todo el cuerpo pero procuró reprimirla. Aquel tipo se expresaba en un inglés correctísimo, tan bueno como el de Helena, casi sin traza de acento, lo que le hizo pensar que quizá podría haber estudiado en el Reino Unido.
– Así que quieren ustedes visitar la casa Winter.
– No la casa exactamente, sino más bien los alrededores. Creo que mi madre está viviendo por allí.
– ¿Por allí? ¿En Cofete?
– No sé si en Cofete, pero en una casa que está cerca de la casa Winter, como usted la llama. -Le contó toda la historia que había ensayado y le pasó las fotos.
– Sí, efectivamente, ésta es la casa Winter, y ésta es la playa que hay frente a ella. Esta foto que ve usted aquí, ésta, ha retratado, aunque usted no lo vea, un cementerio.
– ¿Esa playa es un cementerio?
– Pues sí. Aquí es donde enterraban antiguamente a los habitantes de la península, sin más lápida que una piedra y una tosca cruz de madera. Cuando alguien fallecía en Cofete, lo enterraban sin cura, en la playa, con uno de los familiares rezando un responso. Por aquella época entrar y salir de Cofete suponía bastante complicación, pues había que atravesar la cadena montañosa que rodea la península de Jandía. Y el camino es difícil. Así que eran los propios familiares y vecinos los que velaban el cadáver, lo trasladaban al camposanto y lo enterraban pronunciando algunas oraciones. El que más sabía se echaba adelante y recitaba la letanía. Y los de atrás, a darle la réplica. Luego, sobre la tumba, colocaban piedras y una cruz de madera con el nombre del finado y ya está, eso era todo.
– ¿Y el cura? ¿No había cura? -preguntó Helena.
– No había cura. Cofete, ya lo verán, es muy pequeño, y estaba muy aislado.
– ¿Los habitantes de allí no se relacionaban con el resto de la isla?
– Apenas. Se trataba de una comunidad agrícola, autoabastecida. Pero de vez en cuando alguien tenía que ir a Pájara, la población más cercana, en burro, por asuntos de importancia. Ya verán, cuando vayamos, que es fácil despeñarse por ese camino, incluso ahora que han hecho una pista que asi parece una carretera, más practicable. Imaginen el riesgo cuando se trataba de poco más que de un camino de cabras. Pues bien, el que tenía que viajar llevaba el nombre de los que habían muerto en Cofete, y así se consignaba en el registro. Pero como poca gente cae en la cuenta de que este trozo de playa es, en realidad, un cementerio, se ha dado el caso de que los excursionistas han acampado allí. La mayoría de las piedras desaparecieron hace tiempo, cuando la gente se las llevaba para construir sus casas… -Siguió examinando las fotos hasta que se detuvo en una-. Y esta torre retratada aquí es la de la casa Winter, tomada desde el sureste, si no me equivoco. ¿Dice usted que su madre vive en Cofete?
– La verdad es que no lo sé. La última vez que hablé con ella me dijo que vivía aquí, en Fuerteventura, y en la última carta me envió estas fotos. Mi madre no tiene teléfono móvil ni acceso a correo electrónico, y las cartas se las envío a un apartado de correos. Lo cierto es que no sé dónde vive.
– Mire, señor…, ¿cómo se apellida usted?
– Sinnott. Gabriel Sinnott.
– Gabriel, ¿puedo llamarte Gabriel?
– Por supuesto.
– Mira, Gabriel, la casa Winter está completamente aislada, en una zona despoblada. A unos dos o tres kilómetros se encuentra el pueblo de Cofete, pero casi nadie vive allí permanentemente, son más bien casas de vacaciones, antiguas casas de majoreros rehabilitadas, la mayoría concebidas como escapada de fin de semana. En esa zona no se puede edificar, pues se trata de un parque natural, sólo se pueden acondicionar las estructuras ya existentes. Puede que a tu madre le hayan alquilado una casa, sé de alemanes que han estado viviendo allí. Pero estas fotos no parecen haber sido tomadas desde Cofete. ¿Ves ésta? Aquí está tu madre…, porque es tu madre, ¿no?, en la tumbona, y se ve la torre de la villa muy nítida. Desde Cofete no podrías fotografiar la casa. Y esta foto, la de la ventana, ¿ves?, el mar se aprecia muy cercano, y me parece que si tomaras una foto desde una de las casas de Cofete no aparecería así… Me extraña muchísimo porque parece que hubiera una casa casi adyacente a la Winter, y te puedo asegurar, os puedo asegurar, que no la hay.
– ¿Estás seguro?
– Seguro del todo, no, pero casi. No sé si ya te lo han dicho, pero mi tía ha escrito un libro sobre la historia de la península de Jandía, y creo poder decir, sin falsa modestia, que quizá sea ella uno de los isleños que mejor conocen esa zona. Y ¿sabes quién la ayudó a editar el libro?
– Tú. -Gabriel empezaba a odiar cordialmente la arrogancia de aquel sujeto.
Ajeno a él, Virgilio siguió examinando las fotos con detenimiento.
– Otra cosa que me sorprende de las fotos que me das es la cantidad de imágenes de la casa Winter, tomadas a todas horas. Dime una cosa, ¿a tu madre le interesa la historia?
– Bueno, sí… -Gabriel pensó en Cordelia-, la verdad es que sí.
– Y ¿la segunda guerra mundial? ¿Los nazis?
– Muchísimo -respondió Helena de inmediato, quitándole la palabra.
Al principio Gabriel no entendió el porqué de la intervención de Helena, hasta que de pronto recordó lo que Rayco le había dicho: que Heidi, en su juventud, había pertenecido a un grupúsculo neonazi, y que la mujer tenía una orden de búsqueda y captura pendiente en Alemania por difusión de ideología nazi.
– Veréis, quizá os lo hayan contado ya, pero se dice que Gustav Winter, el constructor de la casa, era un espía a las órdenes del gobierno nazi. Durante años se creía que esto era una leyenda, pero un historiador local, don Juan Pedro Martín Luzardo, ya ha publicado algo al respecto bastante documentado. En los últimos años, numerosos tour operators alemanes hacen excursiones a la casa o, más bien, a las ruinas de la casa, para explotar el morbo de esa leyenda. Se me ocurre que quizá tu madre vino a Jandía a hacer una acampada y a ver la casa, pero eso no quiere decir que viva allí.
– ¿Y la foto de la tumbona?
– Bien pudo haber traído la tumbona para acampar… No sé.
– ¿Y la foto de la habitación y la ventana?
– La verdad, no lo sé. Verás, la zona está desertizada, y hay algunas antiguas estructuras alrededor de la casa, antiguas residencias de majoreros. Sé que al menos hay una habitable, que fue rehabilitada, aunque dudo mucho que cuente con agua corriente y electricidad. Se nutre de un grupo electrógeno, supongo, y de un aljibe, como la misma casa Winter. Puede que tu madre se instalara en una de esas casas, o la ocupara para acampar, como los turistas que acampaban en el cementerio…
– Pero Cordelia habló de una casa, de un retiro -dijo Helena.
– La verdad es que no hay muchas casas por allí, y si hubiera una turista inglesa alojada en una de ellas, yo lo sabría, o debería saberlo.
– Mi madre es alemana -mintió Gabriel-. Vive con una mujer, su amiga, también alemana.
– Dos señoras alemanas… Tampoco me suena. Hay algunos alemanes que alquilan a veces en Cofete, pero cerca de la casa Winter… creo que no. En fin, quizá lo mejor sea que vayamos a explorar la zona. Tardaremos aproximadamente una media hora en llegar, quizá más. En el camino, si queréis, os puedo ir contando la historia de la casa Winter, es de lo más interesante. Llevad calzado resistente y un jersey. A veces hace frío. Si queréis, podéis subir a por vuestras cosas, yo os espero aquí.
Como si el deseo que sentía se fuese extendiendo por el interior del coche en oleadas, en círculos concéntricos, en el viaje a través de la isla Gabriel sintió plena conciencia de su cuerpo y de todas las sensaciones que le acercaban a Helena -los latidos acelerados del corazón, la sangre efervescente circulando por sus venas, la expansión y contracción de los pulmones que aspiraban su perfume- como quien es consciente del zumbido de los motores y la tensión de un barco en alta mar. El pasajero no tiene que preocuparse del funcionamiento del barco, de eso se encarga la tripulación. Pero Gabriel, más que pasajero, se sentía un capitán indolente o perezoso, acostado en el camarote cuando debería haber estado en la sala de mandos decidiendo qué rumbo tomar: hacia Patricia o contra Patricia. El presente, dentro de aquel vehículo, era un pequeño limbo de satisfacción en el que no había un pasado con Cordelia, sin Cordelia, con Ada, sin Ada, con Patricia, y un futuro con Patricia o sin Patricia.
Su guía, en el camino, les fue contando la extraña historia de la casa Winter.
Mecido por el motor, con la curiosa sensación de que el tiempo no tenía bisagras, Gabriel escuchó el relato como en un sueño.