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8

JANDÍA

Y allí estaba el paisaje para rescatarle desde sus miedos y atraerle hacia sí, hacia la maravilla de aquel escenario espectacular y cambiante que iban atravesando. A la salida del hotel, el paisaje era parecido al de Tenerife. Las plantas se alzaban en toda su robustez y su exuberancia, con el plumaje verde extendido cual si para un abrazo, y los hibiscos explotaban casi obscenos, como frutos sabrosos o como sexos, mirando hacia un cielo azul inmóvil. Pero según fueron avanzando, el panorama cambió drásticamente y sustituyeron el cuadro exuberante por unas tierras pobres, salobres y planas, cuyo color ocre parecía provenir de su penuria y de los dolores que podían infligir a quienes pretendieran vivir de ellas. Sin embargo, había una belleza extraña en aquella tierra secana que el otoño envolvía en la amarilla dulzura de su claro sol.

Y, de pronto, una llanura pedregosa, como un gran personaje teatral, esperando serenamente. Transmitía a la vez soledad y serenidad, calma y movimiento. Porque a pesar de la aparente inalterabilidad de aquella alfombra amarilla, al menor soplo de viento los contornos cambiaban. El cielo estaba blanco y despejado, sin una sola nube, y el sol caía como lava. Pequeñas columnas de herrumbroso viento color sangre corrían paralelas a la carretera. Extrañas rocas sedimentarias, plutónicas, subvolcánicas, submarinas, hacían pensar en un paisaje lunar y contribuían a dar aún mayor sensación de irrealidad a la aventura. La topografía de la isla era como la de Ada o Helena, reticente y a la par cariñosa, con suaves lomos redondeados y antiquísimos barrancos detenidos en el tiempo que a veces daban lugar a mesas, cuchillos y cerros aislados. No había árboles, sólo palmeras y tarajales. Alguna sufrida planta parecía esconderse entre la arena, y otras recubrían las piedras con un tapiz multicolor.

Más tarde apareció el mar, y las playas, los campos de dunas blancas contra el agua color turquesa. El tipo de paisaje que uno sólo ha conocido en sueños, en películas o en folletos de agencias de viajes. El viento había sido el principal arquitecto de aquel espectacular decorado, arrastrando pacientemente desde la orilla del mar enormes cantidades de finísima arena hasta completar la formación de una asombrosa cordillera de dunas resplandecientes, adornadas por varias playas de aguas cristalinas de extraordinaria transparencia. El mismo viento que azotaba imperiosamente los cristales del todoterreno y que obligaba a las partículas de arena a estrellarse contra las ventanas.

Llegaron a Morro Jable, un enclave perfectamente urbanizado y turístico, lo cruzaron y a partir de allí iniciaron el ascenso de tina pista sin asfaltar, con unas curvas vertiginosas en las que el vehículo daba tales botes como para que más de una vez Helena y Gabriel se golpearan la cabeza contra el techo. Para colmo, el tramo de pista era mucho más estrecho que el de una carretera tipo, y de vez en cuando aparecían todoterrenos en dirección contraria. Hubo momentos en que Gabriel temió que se salieran de la pista y cayeran al mar desde el acantilado, pero pensó que al menos moriría feliz y que se ahorraría el incómodo trámite de tener que explicarles a Patricia y a su familia por qué estaba pensando en anular una boda planeada para más de cien invitados.

– No os preocupéis. La carretera no es peligrosa, pero sí es larga y nos esperan unos buenos dos kilómetros de ascenso entre curvas.

Al llegar a la degollada de la cuesta, Virgilio detuvo el vehículo en un mirador.

– Estamos a doscientos veinte metros sobre el nivel del mar, justo en la divisoria de cumbres, cuando la pista deja de ascender y comienza su descenso hacia la costa de Barlovento.

Desde el mirador se veían unas montañas de piedra negra, y en su falda, como una enagua, un ribete de playa de arenas blanquísimas, cuyas orillas lamían unas aguas intensamente azules que, según iban avanzando mar adentro, iban volviéndose cada vez más oscuras, en gradación cromática. Gabriel se quedó sobrecogido ante aquel espectáculo de montes de paredes verticales y desnudas que caían bruscamente, cautivado por el silencio y la vastedad del paisaje que no podría limitarse nunca a su propia hermosura y majestad: allí, el mar, la tierra y el cielo parecían aliados en una densa conspiración de belleza. La vista era magnífica, el viento infernal.

Iniciaron el descenso. Las mismas curvas de vértigo, el mismo miedo a despeñarse.

Y, de pronto, se acabaron las curvas y la tierra se volvió roja. Una mezcla de ocres salpicados de rojo muy intenso y, de vez en cuando, algunos arbustos.

– Si queréis, pasamos por el Risco del Moro para llegar a Cofete -sugirió Virgilio-. Siempre recomiendo pasar por este lugar aunque haya que desviarse, en el pueblo hay un guachinche donde se come pescado, y del bueno. Pero por una vez no se trata de una simple recomendación gastronómica. No hay pueblo en sí, cuando digo pueblo quiero decir…, apenas hay una veintena de casas pero, ya digo, hay un bar que tiene electricidad solar y agua de manantial, ya que no hay ninguna infraestructura pública que llegue hasta allí. Preguntaremos si alguna pareja de alemanas ha alquilado una casa en Cofete. Ya os he dicho que apenas hay veinte casas, de forma que si están allí nos lo dirán.

Cofete era una reunión de casas en el sentido isleño, no en el sentido de lo que Gabriel entendía por casa. Se trataba de pequeñas construcciones rectangulares hechas de piedra encalada que apenas podrían contener una habitación o dos.

Llegaron al restaurante, que, efectivamente, dependía de un grupo electrógeno y un enorme aljibe que parecían custodiar su entrada. Virgilio se puso a hablar con el camarero. Gabriel, como de costumbre, no entendía nada de lo que decían. Ni siquiera captaba retazos de la conversación, como le sucedía a veces.

– ¿De qué hablan? -le preguntó a Helena.

– Virgilio ha pedido pescado. Ahora le está preguntando si dos turistas alemanas han alquilado una casa en la zona. El camarero está haciendo una lista de todos los alemanes que han pasado por aquí últimamente. Han venido algunos, pero siempre en grupos mixtos, de hombres y mujeres. No recuerda haber visto a dos mujeres solas. Si te digo la verdad, yo tampoco entiendo mucho lo que dicen: el camarero tiene un acento muy raro. Aquí hablan distinto, y no me refiero sólo a Fuerteventura. Me da la impresión de que los de aquí, los de esta zona, hablan de otra manera…

El camarero les llevó una bandeja con pescado fresco acompañado de aquella especie de harina tostada canaria que Gabriel había empezado a reconocer como típica -gofio, se llamaba- y de unas cervezas. Lo apuró todo sin hambre pero con ansiedad, deseoso como estaba de ponerse a buscar cuanto antes la casa de las fotografías.

– Si os parece -dijo Virgilio-, paseamos hasta la playa y luego volvemos a coger el jeep. Dentro de cinco minutos estaremos en la zona de las fotos.

Los tres salieron del restaurante, y Virgilio volvió a adoptar su tono profesoral.

– Como veis, esto es como un anfiteatro natural, de piedra. Construido por la erosión del mar, con paciencia, durante millones de años. Hay casi ochocientos metros de desnivel entre las cumbres más altas y la base situada a orillas del mar.

Frente a sus ojos se extendía una playa de arenas rubias, la orilla moteada de restos de maderas arrastradas por las olas, resguardada de la vista de los curiosos por la cadena montañosa del macizo de Jandía. Daba la impresión de ser un amplio territorio virgen, no se veían bañistas en sus aguas ni toallas en sus arenas. Ni un chiringuito para turistas ni una atalaya para el socorrista. Era una de esas playas de postal que Gabriel había visto fotografiadas muchas veces, pero no había contemplado nunca en la realidad. La impresión, al natural, era completamente distinta, impactante, casi… religiosa. Sólo blanco y azul extendiéndose hacia el horizonte. El azul del mar y el del cielo eran muy oscuros, intensos. Del mismo color de los ojos de Cordelia. Un presagio, quizá.

– ¿Cómo una playa tan hermosa está desértica? ¿Cómo nadie ha construido? Ni siquiera un chiringuito… -preguntó.

– Esta playa es muy engañosa. Ves estas arenas tan blancas, este agua tan azul, y piensas en un mar tranquilo, pero no… La arena es tan blanca porque es de origen orgánico, procedente de conchas de moluscos marinos, de ahí su extraordinaria belleza. Pero la de Cofete es una playa de ver y no tocar, nadie se baña en ella porque es extremadamente peligrosa, meter un pie en el agua es meterlo en la tumba… El oleaje es muy fuerte; además, la corriente lateral te empieza a arrastrar cuando el agua te llega por las rodillas. Un poco más allá (no la veis desde aquí, pero luego os la enseñaré) hay una roca a la que llaman «La roca de las Siete Mujeres», precisamente porque siete chicas se ahogaron allí.

Gabriel se habría quedado horas en aquella playa, llenándose los ojos de azul y blanco y vaciando la cabeza de Cordelias y Adas, de Patricias y Helenas, pero era demasiado consciente de que el tiempo apremiaba. En cuanto cayera el sol, no podrían seguir buscando. Siguió a Virgilio y a Helena y volvieron a subir al jeep. Condujeron paralelos al mar durante unos cinco minutos, hasta que Virgilio detuvo el coche a ras de playa, casi en la arena.

– ¿Veis? -señaló una enorme roca que se alzaba mar adentro-. Ese es el islote del que hablaba. El de las Siete Mujeres. Separa las playas ele Jandía y Barlovento. Ahora, mirad hacia allí, ¿veis la villa? Es la misma de las fotos.

El edificio se alzaba sobre un risco que había a pie de playa. Tenía un aspecto inquietante, recordaba vagamente a esas casas de torres picudas que suelen aparecer en las películas de terror. Pero no porque la arquitectura fuera gótica, al contrario. La casa era blanca, de tejas naranjas, con el mismo tipo de estructura colonial de tantas edificaciones que había visto Gabriel en Tenerife. Lo que la hacía tan siniestra era el hecho de que se alzase aislada y solitaria en medio de aquel paisaje negro, lo enorme que era y, sobre todo, que pareciese sumida en la oscuridad. Porque sobre el pico de la montaña se habían posado unas nubes y su sombra caía precisamente sobre la casa. Según iban subiendo con el jeep, la casa se iba haciendo más y más enorme.

– Al guardián de la casa le conozco. Hay un perro muy grande, pero no debéis tener miedo. Espero que os deje ver algo del interior. Ahora se la enseñan a turistas alemanes, pero gran parte está cerrada. Está en ruinas, además, y amén de que hay lugares de difícil acceso, también hay zonas peligrosas.

– Desde luego, no parece una casa de retiro, sino más bien un castillo -observó Helena.

– Sí, hay muchas cosas raras. Os lo mostraré antes de que entremos. Fijaos en la torre, ¿no parece una torre vigía? Es accesible solamente desde los dos pisos superiores, no podremos subir. Sin embargo, yo estuve hace años con un investigador alemán y lo que llama la atención es que allá arriba se encuentran los restos de una enorme caja de fusibles. Y cuando digo enorme, quiero decir enorme de verdad. Lo que hace pensar que allí, en la torre, se encontraba un aparato que requería una gran cantidad de electricidad.

– ¿Insinúas que la torre era un faro?

– Son conjeturas pero, sí, da esa impresión. Ahora fijaos en la terraza, y a continuación desviad la mirada hacia abajo, a la izquierda. ¿Veis todas esas pequeñas ventanas? Hay una que está tapiada. Bien, allí hay un pasillo largo que se abre a un montón de pequeñas habitaciones, todas ellas revestidas de azulejo blanco, sin ventanas y sin dimensiones para hacer de dormitorios.

– ¿Un hospital? ¿Un laboratorio?

– De nuevo conjeturas. Os puedo decir también que la cocina de la casa tiene unas dimensiones como para dar de comer a un ejército, no a una familia, y que, como os he dicho, los sótanos se tapiaron. Pero si caminas por el patio muchas veces suena a hueco, lo que indica que los sótanos debieron de ser muy grandes, o incluso da pie a especular, como alguna vez se ha dicho, con que la casa se hubiera construido sobre una cueva subterránea.

– Todo esto es fascinante.

– Sí, corren muchas leyendas, elucubraciones y teorías de todo tipo. Parece evidente que ésta no pudo ser una casa de recreo, pero, lo dicho, nada probado. Por Dios, ¿quién querría veranear aquí? La playa es peligrosa, la zona está desierta, no hay nada en lo que ocuparse, amén de en cazar perdices y en pasear por la playa… sin bañarse, claro. Por otra parte, Winter hizo una enorme fortuna en España, y sus hijos la han heredado. Siempre que alguien especula sobre el motivo o el fin de la construcción de la casa, los hijos amenazan con demandar. En fin, si queréis, entramos y pregunto al majorero si conoce a dos alemanas que puedan estar por aquí…

En ese momento, un perro enorme se acercó hasta el guía trotando y ladrando como un poseso. Detrás de él llegó un viejo desdentado que agarró al perro por el collar y saludó a Virgilio con un cabeceo.

Virgilio sacó un cigarrillo, le pasó uno al viejo y empezaron a hablar. Al cabo de unos diez minutos de charla, Virgilio tradujo.

– Le he preguntado si sabe de alguna casa en los alrededores, de alguna vieja casa de majorero que no esté en Cofete, sino cerca de aquí. Me ha dicho que hay dos. Una se ve desde aquí, ¿la veis? Me dice que conoce a los dueños, que viven en Morro Jable, y que está seguro de que ahora mismo no hay nadie porque pasa por allí todos los días cuando pasea con el perro. La otra, según me indica, está precisamente hacia el islote, de forma que, si es verdad que allí hay una casa, es cierto que cualquier fotografía de la casa Winter tomada desde allí presentaría exactamente la misma perspectiva de las fotos que sacó tu madre. Dice que la casa se nutre del mismo aljibe que la Winter a la hora de abastecerse de agua.

– Pero yo no veo ninguna casa.

– Puedes no verla, si es una casa de majorero tendrá poca altura y puede estar disimulada entre los bancales. Recuerda como la casa Winter se nos ha aparecido de pronto, pese a ser una construcción muy grande, casi un castillo. Debido a la orografía del terreno y a las perspectivas de pendiente, en esta zona se producen muchas ilusiones ópticas. Lo mejor será que avancemos hacia allí, a no ser que queráis echarle un vistazo al interior de la casa. El guardián estará encantado de enseñárosla siempre que le deis una propina.

A la casa se accedía a través de un portón de madera con una «W» gótica grabada en la entrada que daba a la puerta el aspecto de portón de castillo hechizado y no de casona canaria. La decadencia de la casa soñolienta se advertía nada más entrar. Las gallinas correteaban por los suelos de losas destrozadas por el crecimiento imparable de las malas hierbas que se habían abierto paso a través de las junturas. Se apreciaban a primera vista los desconchados en las paredes de cal. Atravesaron una amplia estancia con una chimenea que Gabriel imaginó salón de baile o sala de reunión de oficiales y a partir de ahí siguieron de habitación en habitación vacía. Finalmente, llegaron a una enorme terraza desde la que dominaba un paisaje impresionante. Gabriel entendió entonces por qué tanta gente pensaba que la casa había servido de base de observación, puesto que desde allí se abarcaba la extensión de las dos playas, y se podría avistar cualquier barco que cruzara o intentara atracar, así como cualquier persona que se acercara por tierra. Sin embargo, no se veía la casa a la que el guardián se refería, a no ser que, como Virgilio afirmaba, sus muros de piedra seca se camuflasen entre los bancales.

El perfil griego de Helena se recortaba, a su lado, contra el fondo azul. Gabriel sintió un estremecimiento de deseo. Empezaba a parecerse a una polilla aturdida que se golpea una y otra vez contra un resplandor implacable, porque en ningún momento Helena había dado la más mínima señal de corresponder a sus ganas. Ella, Gabriel lo sabía, sólo pensaba en Cordelia, en si Cordelia estaría en aquella misma playa, a unos metros de la terraza, o en el fondo del mar, devorada por los peces.

Virgilio apareció entonces como un heraldo de la sensatez y la cordura.

– ¿Intentamos buscar la casa? Confieso que empieza a picarme la curiosidad. Hasta hoy no había oído hablar de ninguna casa de majorero por esa zona. Es mejor que dejemos el jeep aquí. Tendremos que ir subiendo por los bancales. El guardián dice que está a menos de un kilómetro, y… esto es lo que estabais esperando oír. La casa está remodelada, y aunque no está habitada todo el año, él cree que alguien la utiliza de casa de vacaciones. Es posible que tu madre la haya alquilado.

– ¿Casa de vacaciones? ¿Aquí? ¿Alguien pasa las vacaciones aquí? Resulta increíble.

– Veréis… Las pocas casas que hay aquí construidas se remontan a los tiempos en que Jandía aún estaba habitada. Después la zona se declaró parque natural y quedó prohibido edificar, excepto sobre antiguas casas de majoreros. Como os dije, Jandía se abandonó. Pero a partir de los años ochenta, cuando empezó el boom del turismo en Fuerteventura, algunos de los descendientes de los antiguos majoreros que pudieron probar sus derechos sobre las casas las rehabilitaron. Más de una se alquila, pero como aquí no hay electricidad ni agua corriente, y además están situadas en un lugar de tan difícil acceso, son más bien los de Morro Jable los que vienen de vez en cuando a pasar unos días en la que fue la cabaña de su abuelo o su bisabuelo. No sé, es posible que a tu madre le hayan alquilado una. Agua puede tener, del aljibe, pero electricidad estoy seguro de que no. No hay ningún grupo electrógeno por aquí.

– Mi madre es una mujer muy ascética, muy espiritual, ¿sabes? De hecho, la razón por la que venía aquí era precisamente porque quería hacer un retiro… Un retiro espiritual.

– Pues si es por eso, no va a encontrar mejor sitio, desde luego. Siempre y cuando esté dispuesta a iluminarse con velas y quinqués v a alimentarse de pescado y perdices, o que se haya traído una reserva muy grande de comida enlatada. No sé, cosas más raras se han visto, pero no me imagino a mucha gente capaz de vivir tan aislada. Aunque la verdad es que sé de un alemán que estuvo meses viviendo en una cueva no muy lejos de aquí, así que nada de lo que me cuentes me sorprende. En realidad, si hace setenta años los majoreros vivían sin luz ni agua corriente, no veo por qué ahora iba a ser imposible para nadie instalarse aquí.

El paisaje caía y se levantaba en la falda y el filo del macizo. Según iban ascendiendo por los bancales, el tiempo, umbrío y nuboso cuando estaban en la casa, despejó, y salió un sol espléndido. La tierra roja volvía a beber la luz en el azul abierto. La casa Winter estaba situada de tal manera que muy probablemente casi siempre estaría en sombra, pues se la daban las montañas en cuya base se asentaba, razón de más para pensar que aquella casa no se había construido con el propósito de ser una casa de vacaciones. Ciertamente, el hecho de que la construcción estuviera en sombra tan cerca de una piava tan luminosa acentuaba aún más su presunto propósito siniestro.

Siguieron ascendiendo a través de bancales derruidos, rodeados de nada, de silencio, de aire, de soledad. Abundaba en la tierra, negra de piedra, un gris de plomo y azul de plata, con manchas de roja herrumbre, y alguna salpicadura amarilla de flores. El agua a un lado y la montaña al otro. La luz del sol parecía, en aquel paisaje telúrico y desolado, el anuncio de un fuego robado a los dioses que, desde aquel cielo estático, contemplaban cómo los pobres mortales se peleaban con el cansancio y el paisaje, en busca quizá de un imposible.

Y de repente apareció. Estaba perfectamente disimulada con el paisaje.

– La casa -Helena no gritó, simplemente anunció su presencia con solemnidad, como una sibila recitando una profecía.

– Es increíble… Es como si se nos hubiera aparecido de pronto.

– Porque está hecha de piedra seca, ¿ves? Se construye sin argamasa, simplemente por apilamiento, encaje y equilibrio de piedras. Así se construyen los bancales también. Por eso está tan disimulada, porque desde lejos la hemos confundido con los restos de unos bancales. Pero es que además creo que se trata de una casa jonda, es decir, está excavada en la tierra y la parte que sobresale es pequeña, apenas un piso, pero no mayor de uno noventa. Por eso uno casi no ve la casa hasta que está frente a ella.

Allí parecía no haber nadie. La puerta estaba cerrada y el silencio envolvía las piedras.

– Creo que ahora mismo está vacía -confirmó Virgilio-. Pero la casa está habitada. Quiero decir, que no está abandonada como la Winter. Aquí viene gente a menudo. Porque mira la puerta: esta puerta recia, sólida, con una cerradura moderna, no es la puerta original, seguro. Y la casa está cuidada. Las paredes están en su sitio. Alguien se ocupa de reponer las piedras que van cayendo debido a la erosión. Puede que tu madre la haya alquilado. Puede que viva aquí y haya salido a dar un paseo.

– ¿No deberíamos mirar a través de las ventanas? -preguntó Helena.

– Sí, rodeemos la casa -la apoyó Gabriel.

Aquella edificación no tenía una planta grande. Apenas contendría dos habitaciones.

– Esta ventana tiene un cristal -señaló Virgilio-. Y un cristal resistente, caro. Es obvio que han rehabilitado la antigua casa. Y han gastado mucho dinero. Mirad, se puede ver el interior.

Desde el exterior se alcanzaba a ver una cama de matrimonio perfectamente hecha, con sábanas plegadas. Una mesilla de noche, libros.

En la parte de atrás, la casa tenía un pequeño patio con un lavadero de piedra. Había un resto de jabón.

– Sospecho que sí, que hay alguien aquí, viviendo ahora. Este jabón parece de uso reciente. Si llevara aquí mucho tiempo, las lluvias lo habrían deshecho. Y si tienes una casa así para venir, por ejemplo, los fines de semana, cierras las contraventanas en las temporadas que no vas a estar. Porque, si no, de noche, el viento puede destrozarte el cristal. Así que ahora debe de haber alguien viviendo aquí. Pero habrán salido, supongo.

– Mi madre tiene un 4x4, un Land Rover. Puede que haya ido a dar una vuelta por la isla, y que luego venga a dormir. Deberíamos esperar por aquí a ver si regresa.

– Y ¿qué pretendes? ¿Esperar aquí hasta que caiga la noche? Aquí no hay luz. En la casa Winter el aparcero se ilumina con velas y quinqués. De noche, la oscuridad será cerrada, y hará frío. Mucho frío.

– Verás, me es absolutamente imprescindible saber si mi madre está aquí. Es una cuestión muy, muy importante.

– En tal caso, si quieres, puedes regresar a Rosario, alquilar un Land Rover, hacerte con mantas, víveres y linternas… y regresar aquí y montar guardia frente a la casa.

– Creo que es una buena idea -declaró Helena solemnemente.

– ¿A qué hora cae el sol aquí? -preguntó Gabriel.

– No sé, entre siete y ocho, supongo.

– Y ¿qué hora es ahora?

– Las cuatro.

– Te propongo una cosa -Helena se dirigió a Virgilio con toda la autoridad de la mujer desesperada-. Tú vas al restaurante de Cofete y compras comida, unos bocadillos. Entretanto nosotros esperamos aquí, por si apareciera su madre. Vuelves, y si no hubiera noticias, comemos mientras contemplamos la vista espectacular de la playa. Si a las ocho no hay rastro de su madre, nos vamos. Y te pago el doble de lo que habíamos acordado.

– Helena, ¿puedo hablar contigo un momento, a solas? -Gabriel la tomó delicadamente del brazo y la llevó, en un aparte, al lavadero.

– ¿Tú estás loca? Nos quedamos aquí, esperamos. Y, si de pronto aparecen Heidi y Ulrike, ¿qué? Te van a ver, van a salir corriendo y se van a subir al Land Rover. O puede que estén armadas, ¿no has pensado en esa posibilidad? Y Ulrike te conoce, te vio cuando fuiste a buscar a Heidi a la casa, habló contigo, puede reconocerte…

– No esperaremos aquí. Nos ocultaremos detrás de unos bancales. Ya has visto lo fácil que es camuflarse aquí entre el paisaje. Si aparecen Ulrike y Heidi, llamamos a la policía inmediatamente. Y si es Cordelia… Si es Cordelia hablará conmigo, estoy segura. Y contigo también. Eres su hermano.

– Soy su hermano pero no me ha visto en casi diez años.

– Razón de más. Conozco a Cordelia. -Una nota de ansiedad, de desesperación, le temblaba en la voz; hablaba ahogada, como si acabara de correr una enorme distancia-. No se iría sin hablarnos, estoy segura. E incluso si lo hace, al menos sabré que está viva. Y si huye…, bueno, pues avisamos a la policía inmediatamente. Recuerda que esto es una isla. No hay forma de salir si no es en ferry. Las encontrarían muy pronto, lo sabes. Ya oíste a Rayco. Incluso la Interpol está detrás de ellas.

A pesar de su aparente calma, Gabriel percibió, con más intensidad que nunca, los músculos de acero de la resolución de Helena.

– Está bien, tienes razón.

Volvieron al patio de la casa, donde los esperaba su guía, fumando un cigarrillo con expresión tranquila mientras contemplaba la línea del horizonte.

– Lo hemos decidido. Nos quedamos. Te pagaremos por tu tiempo, por supuesto.

– Sólo habíamos acordado que os llevaría hasta Cofete y os ayudaría a buscar la casa. Y ya la hemos encontrado.

– He dicho que te pagaremos. -Gabriel estaba cada vez más ansioso, y el deje de arrogancia del guía no contribuía precisamente a mejorar su humor.

– Mira, tengo derecho a saber si me estoy metiendo en un lío… -La voz de Virgilio sonaba tan calma como el mar.

– ¿Qué quieres decir?

– La señora a la que buscáis no es tu madre, ¿no?

Gabriel estaba cansado de mentir.

– No. No lo es -admitió.

– La mujer de la foto me resultaba familiar, y mientras venía hacia la casa he creído recordar por qué. Todas las televisiones hablan de la misma historia, del suicidio colectivo en Tenerife. Y muestran la foto de una mujer, la líder del grupo, que se parece mucho a esa mujer que tú dices…decías, que es tu madre. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Detectives privados?

Hubo una pausa. Gabriel y Helena intercambiaron miradas.

– No, somos familiares de una de las desaparecidas -admitió ella-. El es su hermano. Yo, su mejor amiga. Y ella, Cordelia, tenía las fotos guardadas en casa. Nos había dicho que Heidi hablaba de la casa de las fotos como de su escondite, su refugio.

– Y ¿por qué no avisasteis a la policía?

Nueva pausa.

– Lo intentamos -mintió Gabriel-, pero no nos hicieron caso.

– Pero esa mujer es peligrosa, ¿no? Podría ir armada.

– Nos camuflaremos en los bancales. Si la vemos llegar, avisaremos a la policía.

Virgilio permaneció en silencio un rato largo. Miraba al mar.

– Está bien. Voy al restaurante a por comida. Tenéis mi número de móvil. Si esa mujer aparece, por favor, llamad. Después de avisar a la policía, por supuesto. No creo que tarde ni siquiera cuarenta minutos en ir y volver con los bocadillos. Cuando regrese, haré guardia con vosotros. Pero sólo hasta que anochezca. -Volvió a quedarse callado y, tras una pausa, musitó como para sí-: Debo de haberme vuelto loco.

– Gabriel. Estoy muy, muy nerviosa. Lo entiendes, ¿verdad?

– Perfectamente. Pero puede que esta noche no venga nadie. O que quien venga no sea quien nosotros esperamos.

– No, es Heidi. Aquí vive Heidi. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Lo sé. Lo siento. Ahora, por favor, no esperes que hable. Estoy demasiado nerviosa. Sólo quiero mirar al mar y…, no sé, rezar, supongo. Rezar para que todo salga bien.

– Pero ¿tú eres creyente?

– Más o menos. Ahora deseo serlo. Necesito serlo.

Ascendieron hasta encontrar un bancal desde el que se veía la casa pero en el que difícilmente podrían ser vistos por alguien que ignorara su presencia allí. El declive del terreno y las piedras hacían fácil pasar inadvertidos.

No era tan sencillo encontrar allí un lugar para sentarse. El suelo estaba sembrado de piedras cortantes. Por fin, Gabriel dio con un pequeño claro sobre el que se sentaron Helena y él. Ella tenía la mirada fija en la casita, y los labios apretados.

Diversos pensamientos acudían en tropel a la mente de Gabriel y se convertían en torbellinos como los que la brisa formaba a sus pies al arremolinar el polvo dorado por el sol en ráfagas intermitentes. En su interior, todo se dispersaba como hacían los elementos en aquel trozo de tierra perdido y manejado por el viento danzarín. Fijó la vista en el azul del mar como si fuera el lastre de sus pensamientos, lo único sólido a su alrededor. Toda la historia de Cordelia había adquirido unas dimensiones tan colosales como para que otros hechos más remotos, incluidos los que hacía menos de una semana parecían los más importantes entre los que le concernían directamente, fueran perdiendo color hasta desvanecerse. La imagen de Patricia se había difuminado hasta formar parte de una especie de lejana perspectiva pictórica en la que un hombre con el mismo aspecto de Gabriel aparecía al lado de aquella esbelta mujer rubia. Se habían vuelto difusos los años pasados junto a ella. Y pensar que había imaginado tanto tiempo cómo sería la vida, durante años y años, al lado de aquella mujer, que había pensado que al vivir cobijado por aquel cariño paciente y espeso su sufrimiento se aliviaría y que las imágenes que llevaban torturándole tantos años, desde aquel resbalón en Edimburgo, serían menos perceptibles, menos agudas, menos reales incluso. Cuando se comprometió con Patricia fue porque imaginó que, protegido por el resplandor intenso de una madurez más acentuada, de una seguridad en sí mismo más inmediata, de una situación mejor emplazada para la perspectiva, olvidaría todo lo que había pasado. Gabriel era un hombre que durante años había intentado escapar al destino utilizando la disciplina y la negación como vías de evasión. Pero el destino, y el pasado, le habían dado alcance en Canarias. Bajo la agitación superficial de sus pensamientos giraba vertiginosamente una espiral de alerta que, a pesar del agotamiento, no dejaba de dar vueltas a la posible aparición de Heidi o, quién sabe, quizá también de Cordelia. Le sobrecogió aquella sensación de que su vida estaba a punto de dar un giro copernicano, como si de repente la montaña sobre cuya falda estaba sentado fuera a sufrir un desprendimiento. Sintió que su cuerpo iba a fragmentarse en pequeñas partículas. O quizá sería su cabeza la que estallaría de tensión. Pero la sangre seguía fluyendo por sus venas, podía sentir el latido de su pulso en las sienes. Él seguía allí, vivo, expectante. ¿Y si toda aquella ansiedad resultara en vano? Porque su miedo era del tipo que se acerca más al riesgo en lugar de prevenir contra él un violento deseo de experimentar el peligro hasta el final para poder así olvidarlo. Ese temor que había gravitado pesadamente sobre Gabriel desde que perdió a sus padres, el mismo que en el pasado le hizo traicionar a su hermana. Quizá Heidi no regresara nunca, quizá la casa perteneciera al bisnieto de un majorero que iba cada fin de semana. Quizá nunca más volvería a ver a Cordelia y sólo le quedaría el recuerdo de aquellos ojos azules como el mar y de la deuda que nunca había pagado.

Al cabo de una hora vieron un jeep avanzar por la playa. Helena se puso a temblar. Unos violentos estremecimientos le agitaban el cuerpo en sacudidas. Gabriel le cogió la mano. Era la segunda vez que la tocaba ese día. La primera había sido apenas una hora antes, cuando la había cogido del brazo para hablar con ella en un aparte. Le pareció ridículo estar pensando precisamente en algo así en un momento tan importante, y en ese instante una figura emergió del coche.

– Helena, tranquilízate, por favor. Mira quién viene.

Virgilio ascendía por los bancales con una mochila al hombro. Gabriel pensó que probablemente no podría verlos, así que le hizo una llamada para advertirle de su situación exacta.

– No os veo -dijo Virgilio. Gabriel, desde arriba, sí podía verle a él-. Nada, ¿no? Supongo que no ha venido nadie.

– Nada. Mira hacia arriba. Me levantaré y agitaré los brazos.

– Ah, ya te veo. Subo hacia allá. ¿Sabes?, cuando venía hacia aquí pensaba que esto era una locura.

Virgilio ascendió hacia ellos. Abrió la mochila y extrajo dos mantas que extendió en el suelo. Los tres se sentaron sobre aquel blando colchón improvisado. Después sacó también agua y unos bocadillos. Helena, que apenas había saludado a Virgilio con un lacónico hola, rechazó la comida pero bebió ansiosa, la mirada fija en la playa, tan atenta como un depredador. Gabriel empezó a mordisquear un bocadillo como lo haría un ratón, con ansiedad pero sin hambre real. Virgilio devoraba el suyo con fruición, por lo que Gabriel pensó que en realidad su guía no estaba muy seguro de que Heidi fuera finalmente a aparecer.

– Voy a llamar a Rayco -anunció Helena rompiendo el silencio de la tarde.

– Y ¿qué le vas a decir?

– Quiero advertirle. Si alguien llega, quiero que estén sobre aviso. Si llamo a la policía sin más, es posible que no me hagan ningún caso.

Marcó el número. Y siguió una larga conversación en español, salpicada de pausas.

– ¿Qué le has dicho? -le preguntó Gabriel cuando colgó.

– Que le he llamado porque quería decirle algo importante, que creo que sé dónde está Heidi… en Fuerteventura. Que registré…, bueno, que registramos la habitación de Cordelia, y que tenía una pista. Le he contado más o menos toda la historia, y le he dicho que esté sobre aviso, pero que la pista puede ser falsa. Que vaya llamando a la policía de Fuerteventura para que estén preparados, por si acaso. Pero no le he dicho exactamente dónde estábamos. Si llega Cordelia con Heidi, le llamaré y le diré que la pista era falsa.

– No lo entiendo… ¿Por qué has llamado? ¿Por qué querías advertirle de antemano?

– Tú no sabes cómo funcionan aquí las cosas… O cómo pueden llegar a no funcionar. Mira, te voy a contar una historia. Hace unos años un grupo de senderistas se fueron de excursión al monte del Agua, en Tenerife, se equivocaron de camino y acabaron en una cueva. Tenían un móvil. Llamaron a servicios de emergencia. La operadora perdió tiempo en preguntar tonterías que no venían a cuento y al final consultó a su superior. El superior desvió la llamada a los bomberos. El bombero que les coge el teléfono vuelve a perder un tiempo precioso preguntando tonterías, y el que llama le explica que los excursionistas se están mareando, que empiezan a desmayarse, que les falta el aire… Bueno, el caso es que hubo una descoordinación brutal y el operativo de rescate tardó en ponerse en marcha. Los servicios de rescate llegaron demasiado tarde y fallecieron seis personas. Y no quiero que eso vuelva a pasar. ¿Lo entiendes? Aquí no estamos en el Reino Unido, las cosas a veces van muy lentas.

– A mí no me gusta el Reino Unido, me gusta el ritmo canario. -Tras decirlo, Gabriel se dio cuenta de que no era el momento para una afirmación así. El nerviosismo le había traicionado-. Pero sí, te entiendo.

Pasaron los minutos y después las horas mientras el sol caía a plomo y reverberaba en las piedras de los bancales, difuminando los colores. El paisaje soñoliento dormía sus vagos tonos, ajeno a las expectativas de aquellos tres. El calor no resultaba agobiante porque el viento impedía que los asfixiase. Gabriel experimentaba una corriente alterna de miedo y de renovada confianza en sí mismo que excitaba y relajaba su sistema nervioso con un ritmo sincopado que lo dejaba exhausto y que golpeaba el seco polvo de la espera. Los pensamientos se agolpaban difusos y en desorden, sin raíces ni estructura que los conectara o les diera sentido: vendrá, no vendrá, vendrá con Ulrike, vendrá con Cordelia, Cordelia no querrá hablarme, los ojos azules, un azul oscuro que habla de profundidades desconocidas, como el azul del cielo cuando lo miramos y advertimos que no existe, que no es esa gran tela extendida que parece ser, que sólo es aire y vacío, que ese azul refleja la inmensidad del universo, silenciosa e inmóvil, aterradora no por su quietud real, sino por el movimiento subyacente, por todo lo que contiene y no enseña, por todo lo que imaginamos y tememos.

Y, entonces, un Land Rover llegó cruzando la playa y aparcó no muy lejos de donde estaba el de Virgilio, que las ocupantes del coche debieron de tomar por uno de los vehículos de los tour operators alemanes. Dos mujeres adultas salieron del vehículo. Desde allí arriba no se advertía bien quiénes eran. «Mi reino por unos prismáticos», pensó Gabriel. Dos mujeres rubias, esbeltas. Podrían ser Heidi y Ulrike o Heidi y Cordelia. Gabriel advirtió que Helena temblaba violentamente. Las mujeres seguían ascendiendo. Si una de ellas era Cordelia, pensó Gabriel, ¿podría reconocerla al cabo de diez años? ¿Se habría cambiado el pelo?, ¿habría engordado? La última vez que regresó a Edimburgo, en vacaciones, para visitar a su tía, a Gabriel le paró en la calle una mujer morena, no muy atractiva, gruesa. Hasta que ella se identificó, Gabriel no reconoció a la que había sido su primera novia. La nueva Vicky nada tenía que ver con la chica dulce y delgada que tanto le había gustado. Y la nueva Cordelia podía guardar el mismo parecido que la Vicky de treinta años guardaba con la de diecisiete: ninguno. En las fotos que él había visto, Cordelia estaba mucho más delgada que cuando él dejó de verla. Pero las fotos muchas veces no concuerdan con la realidad. Las mujeres seguían subiendo y los contornos de sus figuras borrosas se fueron haciendo cada vez más precisos. Gabriel comenzó a intuir que una de ellas no podía ser Cordelia. Ambas eran de constitución atlética y parecían flexibles, pero algo en el paso, en el ritmo, en el porte, le hacía pensar que ninguna de las dos era joven. Los minutos del ascenso se convertían en horas. Y fue entonces cuando Helena le agarró la mano con tanta fuerza como para hacerle daño. Se había quedado boquiabierta y la sangre le afluía a la cara como si la estuvieran asfixiando. Tenía los ojos muy brillantes, parecía a punto de llorar. Helena le pasó el móvil a Gabriel y en un susurro le dijo:

– Marca tú. El último número marcado es el de Rayco. A mí me tiemblan demasiado las manos.

Gabriel marcó y le pasó a ella el aparato. Escuchó a Helena hablar. A partir del poco español que entendía, supo que ella intentaba describir la situación de la casa. Se preguntó si sería tan fácil para la policía localizar una casa que a ellos les había pasado desapercibida. Si podrían, quizá, rastrear con un GPS la localización exacta del móvil desde el que Helena llamaba. Pero eso lo había visto en películas muy poco verosímiles. Y la historia que Helena le había contado sobre los excursionistas atrapados en la cueva le hacía pensar que el rastreo del móvil era más una fantasía de un guionista americano que una posibilidad real. Se decidió entonces a sacar fotos de la casa desde su iPhone.

– Dame el teléfono de Rayco. Le enviaré todas las fotos posibles, clíselo. Le ayudarán a localizar el emplazamiento de la casa.

– Buena idea. Es éste -le enseñó el número en la pantalla.

Gabriel envió fotos. De la playa, de las dos mujeres, de la casa, de la montaña. Estar ocupado le ayudaba a no pensar.

– Ahora sólo nos queda esperar.

Entretanto, las dos mujeres habían entrado en la casa. Gabriel había entendido de manera contundente que, por mucho que Cordelia hubiese podido cambiar con los años, no podía ser ninguna de ellas, pues ambas eran mujeres maduras, y que la comprensión de ese detalle guillotinaba todas sus esperan/as. Pero le sorprendió el hecho de que, incluso desde aquella distancia, una de ellas -Heidi, supuso- le pareciera una mujer extraordinariamente atractiva. Gabriel comprendió entonces el porqué del extraño influjo que aquella mujer había ejercido sobre tanta gente. Y de pronto se enfrentó a la enormidad de lo que significaba que aquellas dos mujeres estuvieran allí, sin Cordelia: que su hermana, casi con toda probabilidad, se había ahogado. Y que por eso, a su lado, Helena lloraba en silencio. Hay cuatro cosas que no vuelven atrás: la piedra una vez lanzada, la palabra tras ser dicha, el instante que ha pasado y la oportunidad perdida. Qué estúpido, qué tremendamente estúpido había sido al no haber intentado contactar con su hermana en diez años. Y qué espantosa la vida que continuaba indiferente. El cielo azul que seguía suspendido en lo alto, la tierra ocre y cálida que latía bajo sus pies, las nubes que se movían con despreocupación. Cordelia ya no estaba allí, el cielo estaba desprovisto de su presencia y la tierra despoblada y hueca. Todo había perdido de repente su sentido. Y luego el dolor fue inmenso y empezó a conjurar imágenes que ya nunca volverían -sus ojos azules, su cabello rubio, su sonrisa, su falda de cuadros, su mirada herida-, que estallaban de pronto en su mente con la intensidad de descargas eléctricas. En realidad, había estado esperando el milagro, el prodigio, pero ya no quedaba nada que aguardar, había perdido la partida definitivamente, y después de diez años de esperanza torpe y obstinada, aquella esperanza que le movía a imaginar una llamada telefónica que nunca se produjo o a buscar en el buzón una carta que nunca llegó; después de diez años en los que Gabriel buscó el rostro de su hermana cada vez que regresaba a Edimburgo, por si acaso Cordelia hubiera vuelto aunque sólo fuera, como él, de vacaciones; después de diez años en los que tantas veces siguió por la calle a otra mujer que se movía con andares parecidos -la cabeza adelantada, la mirada al frente, los pasos elásticos y firmes-; después de diez años en los que más de una vez en un bar o un autobús volvió la cabeza al oír una voz parecida a la de Cordelia -una voz grave y calmada, casi sin deje de acento escocés, porque ella siempre quiso ser distinta, hasta en la forma de hablar-, después de diez años en los que su hermana siguió a su lado, en ausencia, como ese aroma tenaz que persiste en cajones mucho tiempo cerrados y en frascos de perfume vacíos; después de diez años en los que siempre pensó que volvería a verla, que la distancia o la pelea no serían definitivas; después de diez años aguardando como un perro fiel; después de diez años en los que en todas partes tropezaba con su ausencia, en todos los lugares donde habían estado juntos y en todos los lugares en los que había estado sin ella y a los que sin embargo iban juntos porque Gabriel siempre llevó dentro de sí a su hermana; después de diez años en los que si Cordelia no estuvo la conciencia de su vacío llenó a Gabriel; después de diez años en los que la imaginó como un puerto lejano en el que algún día por fin amarraría; después de diez años se dio cuenta en ese preciso momento de que ya no quedaba nada que esperar, ningún reencuentro que propiciar, y de repente la cabeza estaba tan sobrecargada de recuerdos, de luz y de intensidad, que el vacío explotó en su cerebro, como la misma luz que le dañaba los ojos, y ya no pronunció palabra. Y los tres permanecieron inmóviles, esperando.

Fue Virgilio el que rompió el silencio al cabo de un rato.

– Creo que viene un helicóptero.

– ¿Dónde?

– Aquel punto de allá.

– No veo nada.

– Es un helicóptero, fijo. Aquí, en Fuerteventura, hay una unidad de rescate muy eficiente. Porque aquí pasa de todo. Surfistas que se van mar adentro y luego no pueden volver… Eso sucede cada dos por tres, y los rescatan con helicópteros. Y me acuerdo de que recogieron a casi cien inmigrantes del fondo de un acantilado de Fuerteventura contra el que se habían estrellado las dos pateras en las que viajaban. Y utilizaron un helicóptero y una grúa aérea, también, creo… Vamos, que lo sé, que lo sé… Ése es el helicóptero de la Guardia Civil. No puede ser otra cosa.