37944.fb2 El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

10

En realidad, sí existía otra explicación. La Idea venenosa. La sentí llegar sigilosamente en la oscuridad de la noche, sibilante, con un frío chirrido. La idea me clavó su letal colmillo en plena noche. La Idea me saltó al cuello y me sumió en el horror. No podía moverme. Sentí que caía, que me hundía, pero no hacia abajo, no por la gravedad, sino hacia el vacío. Implosioné. Me hundía hacia donde no había puntos de referencia. Un vacío pavoroso. Mi cabeza iba a estallar por la presión. El vacío es un caer sin fin. No sabes dónde termina, dónde deja de sentirse su creciente presión. Un frío tenebroso, zumbido de tímpanos, la oscuridad informe. El abrazo de la nada.

¿Dónde estaba? El espacio se había disuelto. Ni siquiera sabía dónde estaba el techo y dónde el suelo. Mi cuerpo era la única referencia a mi alcance. Los latidos retumbando en los oídos. Un boquear de pez fuera del agua: sístole-diástole, sístole-diástole, un tam-tam interior.

Por fin, los dígitos azules del reloj despertador que marcaban las 5.25 en la negrura indistinta me dieron la referencia espacial. Conté un minuto. Ciento veinte pulsaciones. Para desalojar la Idea de mi mente me concentré en este cómputo. A las 5.30 eran ciento diez pulsaciones. A las 5.35 eran noventa. Poco a poco emergía del colapso, recuperaba mi posición en el espacio, lograba situar el emplazamiento de los muebles, el tocador de Elena, el chiffonnier, la cómoda, mi lado de la cama y el lado que ocupaba ella, ahora vacío.

Ciento veinte es lo que marcaba en ese momento el indicador de velocidad.

– No te imaginas cuánto he sentido lo de Elena -murmuró el Proyectazo mirando a través de la ventanilla empañada las vaguadas cubiertas por la escarcha.

Trece grados de temperatura exterior, las cuatro de la tarde del 19 de noviembre. Diez días atrás, Elena se había matado por esa misma carretera, la N-501 dirección Ávila. El Proyectazo insistió en acompañarme en lo que quiso mostrar como un gesto de amistad, de no dejarme solo en este duro trance. En realidad, me necesitaba para consolarse; yo era su compañero de duelo. Mi dolor era su lenitivo. Su falsa solidaridad me hacía peor persona, albergar peores sentimientos hacia la humanidad, y muy en especial hacia él. Ni siquiera sospechaba que lo sabía.

Apenas le escuché cuando hablaba de asuntos relacionados con nuestro trabajo. Iba imbuido en la negrura de mis pensamientos. Tenemos una ecuación: P=C=F, donde P es la Profecía de Vera, C es la Combinación que abrió la caja fuerte, y F, la Fecha fatídica. ¿Cómo se explicaba que las tres tuvieran el mismo valor? ¿Cómo se explicaba la coincidencia?

Una explicación es que Vera acertara, y otra, que Elena se suicidara en la fecha de Vera. Esta posibilidad me resultaba tan lacerante que, apenas entraba en mi campo de conciencia, producía una rápida devastación. Poner fin a tu vida cuando ha perdido todo valor, evitando a los familiares y seres queridos el estigma del suicidio. Morir dentro de los límites socialmente aceptados, morir una muerte común.

Necesitaba saber más, necesitaba conocer las claves del accidente. El coche circulaba a 160 kilómetros por hora cuando se salió de la curva; es lo que marcaba la aguja del cuentakilómetros en el momento en que quedó atascado por la colisión, según el atestado policial. No había huellas de frenada en la calzada. La hipótesis era que se durmió al volante. Fue alrededor de las once de la mañana, una hora en la que Elena solía encontrarse despejada. El coche estaba en buenas condiciones: seis meses antes había. superado una revisión mecánica. Descartado el fallo mecánico. ¿Un fallo de reflejos, entonces? Quería examinar esa curva, su radio, su peligrosidad real. Una curva fatídica podría explicar un error no forzado.

Según las estadísticas, el número de suicidios es superior al de muertos en la carretera entre los treinta y los cuarenta años. Y eso sin contar con que muchas muertes contabilizadas como accidentes de carretera sean, en realidad, suicidios encubiertos. Aun así, me costaba creer que Elena deseara morir. Detuve el coche en la curva del kilómetro 124, en un tramo descendente, y nos apeamos. Ahí fue donde el coche rompió el guardarraíl. Se apreciaba bien la pieza nueva.

– Puedo traer un ramo de dalias y ponerlas aquí, como recuerdo -se ofreció.

Se trataba de una curva a la derecha de unos 700 metros de radio. Es el radio que se considera el parámetro mínimo adecuado para una carretera de gran capacidad. De modo que no era una curva especialmente peligrosa. Podía tomarse a 120 kilómetros por hora sin riesgos, podía tomarse tranquilamente a 130. ¿Por qué circulaba a 160? Ella no era una adicta a la velocidad. No solía rebasar los 130. Pudo dormirse, claro. Pudo distraerse. A veces, cuando uno está tenso y preocupado tiende a pisar el acelerador sin darse cuenta. No mira el panel de mandos, es como si la velocidad, la adrenalina, le aliviaran a uno. Era sólo una posibilidad. Elena conducía bien, pero tenía tendencia a acortar las curvas por la tangente, cambiando de carril.

Pasamos al otro lado de la barrera y nos asomamos al barranco, quince metros de caída en un plano casi vertical. Tras la cortada había una zona rocosa y, más allá, se extendía una inmensa explanada yerma. Era una caída mortal, un lugar donde era difícil errar si uno buscaba perder la vida al volante.

– El principio de inercia es lo que nos saca de las curvas -meditó el Proyectazo con melancolía-. En la universidad, nos dijeron «olvidaos de Newton, eso está superado». ¡Los cojones!

Suicidio generoso, suicidio en el que uno trata de salvar a los seres queridos de la idea de la autodestrucción.

El coche debió de salir proyectado en un breve vuelo de trayectoria elíptica hasta golpear de morro en la roca. El mundo se detuvo para ella. Todos dejamos de existir.

El negro asfalto es un río que anuncia lejanos rugidos. Es un fragor en aumento que, al pasar junto a nosotros, se convierte en un trallazo en los tímpanos que sobresalta. La muerte era un paso más allá de la línea blanca.

Bajando en zigzag por el barranco, a lo largo de un tramo menos pronunciado de tierra seca que crujía bajo nuestros zapatos, sentía una dolorosa presión en la nuca. La tarde estaba clara; un suave flujo de viento, no demasiado frío, agitaba las solapas de nuestros abrigos y traía hasta nosotros el humo de algún lejano vertedero.

No era agradable estar allí, en la curva por la que descarriló mi vida. Aún se descubrían restos de metal roto y retorcido, cristales trizados entre los hierbajos. Respiré hondo el aire frío y recobré la presencia de ánimo para seguir. Válvulas de los neumáticos, pedazos de chasis, la calderilla de la muerte. En un rastreo en círculos concéntricos encontré un pintalabios rojo de Elena, una patilla de sus gafas de sol, una cinta de Edith Piaf que le gustaba escuchar en verano y un pequeño frasco con sus pastillas para la hipertensión. Vertí algunas de estas bolitas de color ámbar en la palma de la mano. Las llevaba siempre consigo. Le inquietaba la posibilidad de sufrir algún día un infarto. A veces padecía leves dolores de cabeza. Cuando yacíamos juntos me preguntaba si podía sentir sus pulsaciones. Hacer el amor le bajaba la tensión y le acercaba el sueño. Yo me sentía mareado de dicha y me quedaba un rato despierto, escuchando su respiración pausada. Cada noche se conformaba con una noche de amor. Una noche que podía ser la última. No queríamos pensar en el mañana.

Finalmente, arrojé el frasco todo lo lejos que pude.

Nos sentamos en las rocas. El Proyectazo sacó dos cigarrillos y me ofreció uno. Al socaire del viento, chasqueó una cerilla y alumbró mi pitillo. Ante nosotros se desplegaba un imponente atardecer de gases de hidrocarburos. Las partículas gaseosas del aire formaban una pantalla que amplificaba las ondas luminosas, al dispersarlas, y las volvía más rojas. Había una indudable belleza en la monotonía de ese yermo de hierbas ralas y brillos invernales, antesala de los polígonos industriales de la gran urbe.

Sin preámbulos, le pregunté al Proyectazo por qué le contó a Elena mis planes en el Laboratorio Nacional de Brookhaven.

Se giró hacia mí bruscamente, alarmado. Parpadeó varias veces con la cara contraída y fea.

– Lucas, por el amor de Dios. ¿En qué te basas para…?

– ¡Basta! -grité, furioso. El grito se fue perdiendo en la soledad de la llanura.

¿Con qué finalidad lo hizo? ¿Por qué le reveló mis intenciones?

Desasistido, miró a los lados, como si buscara un lugar por donde escapar corriendo o un lugar en el que poder esconderse. Nada, salvo una explanada baldía, salpicada de arbustos, rocas, polvorientos matojos y esquistos. Antes de poder dar tres pasos ya me habría abatido sobre él.

Le pregunté cuántas veces se habían visto a mis espaldas. Y qué relación mantuvieron.

– Tuvimos un par de citas, como amigos, eso es todo -balbuceó.

Dejé que mi silencio hostil fuera un espejo que amplificara la tosquedad de su mentira. Esto socavó su confianza. Fumaba con ansiedad.

– De acuerdo, te diré la verdad. Toda la culpa es mía, Lucas. Ella no hizo nada. Me ofrecí a ayudarla. Estaba mal, tú lo sabes. Necesitaba hablar. Desde aquel almuerzo en tu casa… No sé, no sé cómo explicarlo. Un día me la encontré en un café; estaba sola, me senté a su lado, hablamos. Se desahogó conmigo, me contó vuestros problemas. Al cabo de unos días la llamé y quedamos. No pasó nada. Necesitaba un poco de compañía. Yo la escuchaba, la entendía. Pero creo que lo fastidié todo, di un paso en falso. Ella no estaba coqueteando conmigo, te lo juro. Te quería a ti. Cuando me enteré de que ibas a ir a esa entrevista de trabajo… Comprende que no me sentara bien, también me estabas dando a mí una patada en el trasero, y no creo que te importara. Sí, puedes pensar todo lo que quieras, comprendo cómo te sientes, lo utilicé en tu contra, vale, pero me dio la impresión de que no tenías la menor intención de decírselo tú hasta que no fuera cosa hecha.

En ese momento sentí un invencible deseo de lanzarme sobre él, estrangularlo, golpear su nuca contra la roca. Nadie nos vería. Apreté los dientes y finalmente me conformé con escupirle a la cara y llamarlo hijo de puta. Él no respondió.

Comencé a subir zigzagueando por el barranco, a grandes zancadas. Cuando se dio cuenta de mis intenciones, reaccionó y se apresuró a alcanzarme.

Antes de que abriera la portezuela del coche consiguió llegar hasta la cuneta. Volví, le asesté un puñetazo entre el mentón y la mejilla izquierda que le hizo retroceder y perder el equilibrio. Sentí la fuerza del impacto en los nudillos y la muñeca, un dolor agradable, liberador. Rodó unos metros por el terraplén, pero consiguió frenar antes de precipitarse por el barranco. Se levantó con esfuerzo y me miró desde abajo, con la comisura de los labios sangrando y sonrisa enloquecida, babeante. Sus ojos brillaron febriles en la oscuridad. Gritó:

– ¡Me la follé ochenta veces! ¡Qué polvazos! -Hizo un meneo de pelvis que le desequilibró y estuvo a punto de caerse de nuevo.

Me senté al volante. Ahí te quedas, Polvazo. Con ese careto que te he dejado, dudo que alguien se atreva a recogerte. Feliz noche.